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El edil de Roma

Roma, primavera de 199 a. C.

La domus de Catón era austera. Estaba bien situada, al norte del foro, pero apenas había vestíbulo y el atrium era estrecho y mal iluminado, pues algunas insulae[*] vecinas tapaban la luz del sol en aquella hora de la tarde. Catón había sido elegido nuevo edil de Roma. Estaba al principio de su cursus honorum mientras que Escipión ya había sido cónsul y era en ese mismo año censor y princeps senatus. Demasiada distancia entre uno y otro. Demasiada. Pero Catón no se desanimaba y se concentraba en dar cada paso con meticulosidad estudiada. Todo podía servir para hacerle más fuerte, para crecer. Como edil, entre otros deberes, recaía en su persona la organización del calendario de festividades y juegos con los que los ciudadanos encontraban entretenimiento. Ser edil no otorgaba poder militar y apenas algo de poder político, pero era un cargo más en el cursus honorum de cualquier político romano en su ascendente camino hacia el consulado y era un puesto desde el que se podía conseguir algo que luego siempre ayudaría en las elecciones posteriores: popularidad. Todos los que lo ejercían se esmeraban por satisfacer a los ciudadanos de Roma y, en especial, a la plebe, siempre sedienta de juegos, entretenimiento y diversiones fáciles. Los había que regalaban aceite, como hizo en su momento un jovencísimo Escipión, pero Catón era remiso a dilapidar el erario público con dádivas tan simples. Y si por él fuera, aprovecharía para ser consecuente con sus opiniones y eliminar las banales representaciones teatrales y reducir el número de juegos y festividades, pero en su lugar, Marco Porcio Catón, edil de Roma, llegado el momento de poner en práctica lo que salía de su boca, optó por actuar de forma contraria: primero reinstauró los juegos plebeyos, añadiendo así aún más festejos, con lo que buscaba congraciarse con la plebe y de ese modo extender su dominio sobre la misma haciendo uso de esa popularidad que provocaba semejantes cesiones ante el pueblo; Catón se sabía poderoso en el Senado, pero era conocedor de la falta de simpatía que generaba su política de austeridad, así que poniendo en marcha de nuevo aquellos juegos para la plebe, olvidados desde hacía años, estaba convencido de que recuperaría espacio entre el pueblo. En segundo lugar, permitió también un gran banquete público en honor a Júpiter y, en tercer lugar, había decidido seguir contratando obras de teatro con las que entretener al pueblo y para ello había citado aquella tarde a Plauto.

El escritor estaba en pie, en medio del atrium frente a una sella[*] vacía. No se sorprendió de que el nuevo edil de Roma le hiciera esperar. Ya estaba acostumbrado a los desplantes de los patricios y estaba convencido de que en el caso de Catón, la distancia sería aún mayor, aunque el propio Catón fuera de origen plebeyo, y es que aún debían estar muy calientes en la memoria del nuevo edil las escenas del Miles Gloriosus[*] que Plauto estrenara en Siracusa ante las legiones de Escipión y que tanto escandalizó al entonces quaestor Catón. Hubo un tiempo en el que Plauto no acudía a contratar sus obras con los ediles, sino que lo hacía su representante, pero el viejo Casca había fallecido hacía poco y Plauto era ya tan conocido que no necesitaba de intermediarios, de forma que él mismo se representaba ante los ediles de Roma que, invariablemente, uno tras otro, año tras año, le llamaban para contratar una nueva obra con la que satisfacer a su fiel y creciente público. Catón, parecía ser, según reflexionaba Plauto, no se atrevía a romper ese idilio entre él y el público, pero estaba claro que le haría esperar más que cualquier otro y que le trataría con el mayor desapego posible. Eso a Plauto no le preocupaba. Aunque la edad no perdonaba, y a sus 51 años, permanecer largo tiempo en pie era algo que, además de tedioso, resultaba agotador. Pero la vida había sido dura con él mucho tiempo, y estaba adiestrado en el sufrimiento, y los padecimientos que se cruzaban en su vida eran ahora tan nimios en comparación con su turbulento pasado, que esos pequeños castigos de senadores despechados apenas llegaban a la categoría de mínimas anécdotas en una existencia donde la guerra, la esclavitud y la pérdida de los mejores amigos ya habían dejado su estampa imborrable.

Al cabo de una larga espera, Marco Porcio Catón hizo al final acto de presencia y, sin saludar a su interlocutor, se sentó en la solitaria sella frente al veterano escritor. A Catón, a sus 35 años, se le veía incómodo en su cargo de edil, un puesto al que otros muchos llegaban mucho más jóvenes, pero a Catón todo parecía costarle demasiado, aunque su tenacidad no aflojaba nunca y así, poco a poco, avanzaba en el cursus honorum con la determinación no ya de quien se cree que tiene la razón, sino con la fortaleza indomable del que se sabe ser la razón misma. Plauto le miraba sin decir nada. Algunos consideraban esa actitud de seguridad gélida de Catón muestra de su vigoroso espíritu. Plauto sólo veía ante él una fuerza movida por el fanatismo. Era mejor no estar frente a tan descomunal poder el día en que su furia se desatara, pero Plauto, agudo, sabía que ese momento todavía tardaría: Catón estaba aún preparándose, lo que inquietaba al escritor era no tener claro exactamente para qué se preparaba aquel hombre, o, más exactamente, contra qué, porque Catón era una de esas personas que no se forjan sobre algo, sino contra algo, una fuerza, sin duda, mucho más poderosa.

—Podría no contratarte —escupió Catón como saludo de bienvenida.

—Eso no haría popular al nuevo edil de Roma —respondió Plauto con aplomo y rapidez. A partir de ahí las intervenciones de uno y otro se sucedían sin espacios vacíos.

—Pero si no te contrato este año te dejaría sin medio de vida.

—He pasado hambre en el pasado. Los que hemos sufrido no tememos tanto ya a nuevos padecimientos —mintió Plauto descaradamente, pero con verosimilitud en su tono.

—Puedes servir a Roma de más formas que con tus funestas comedias de palabras vacías.

—Si sólo fueran palabras vacías, los senadores de Roma no temeríais tanto al teatro ni encarcelaríais a escritores como Nevio por sus obras.

—Nevio fue encarcelado por las pintadas en el foro contra los Metelos, no por sus obras.

—Sea —concedió Plauto—, pero no me parece que mi Miles Gloriosus te resultara tan vacío si tanto lo detestaste en Siracusa, cuando lo viste representado en el escenario del gran teatro de Hierón.

Catón guardó silencio. Aquel debate no conducía a nada.

—Puedes ser útil a Roma de más formas que con tus comedias —repitió el senador.

Plauto suspiró. Era como hablar con una pared.

—Te escucho —dijo el escritor.

—Estás en el círculo de los Escipiones. Escipión está preparándolo todo para hacerse con el poder permanente en Roma. Necesito información. Roma necesita saber cómo y cuándo.

Plauto meditó su respuesta. O sea que era eso contra lo que Catón se crecía, contra Escipión. Ya lo intuyó en el pasado, en Sicilia, pero nunca lo había visto tan claro, tan nítidamente definido como en ese momento, con la mirada expectante del senador clavada en sus propias pupilas. Plauto bajó los ojos. No quería añadir más osadía a sus palabras.

—Yo no estoy en el círculo de los Escipiones —dijo el escritor—. No estoy en el círculo de nadie.

—Pero Escipión, si se lo pides, te recibirá en su casa. Admira tus obras, en su locura, juraría que te respeta.

Plauto suspiró de nuevo. Era curiosa la forma en la que Catón, mediante insultos, buscaba ganarse el favor de alguien.

—El círculo de Escipión sólo lo componen hombres que portan armas, yo sólo soy un conocido sin influencia alguna y con quien no habla de política.

Catón se echó un poco hacia atrás.

—No quieres cooperar.

—No puedo cooperar —matizó Plauto—; sólo escribo comedias, pero llevas razón, incluso si pudiera cooperar no lo haría. Siempre que he servido a Roma, como tú dices, he acabado mal y mis amigos han muerto.

—Ahora no tienes amigos que perder.

Plauto digirió con lentitud aquella última frase. La aseveración de Catón, descriptiva de su triste situación al haber perdido a Druso en el campo de batalla, a Nevio por la cárcel y el destierro y a Casca por enfermedad, fue la más dolorosa de todas las intervenciones del edil de Roma.

—Yo podría ser tu amigo —apostilló Catón ante el silencio de su interlocutor—. Te vendría bien tenerme por amigo.

Plauto negó con la cabeza.

—No creo que Catón tenga ningún amigo. Los amigos por interés no son amigos, claro que para entender eso tendrías que leer a Aristóteles y Aristóteles escribe en griego.

—Sé leer griego —replicó Catón—; otra cosa es que decida qué leo y qué no leo en griego.

De nuevo se hizo un silencio más largo que los anteriores. Los dos hombres se miraban entre sí y no veían el uno en el otro nada que les gustara.

—Si no quieres ninguna obra mía entiendo que debo pedir tu permiso para salir de la casa del edil de Roma —dijo al fin Plauto, algo agotado por toda aquella tensión.

Catón no respondió inmediatamente, sino que alargó la espera del escritor hasta que tomó una decisión definitiva sobre qué hacer con aquel maldito autor de estúpidas comedias que tanto gustaban al pueblo de Roma, un pueblo con el que quería congraciarse, por todos los dioses. ¡Maldito pueblo y malditos escritores!

—Contrataré una comedia tuya, Tito Maccio Plauto, y te pagaré lo acostumbrado, pero cuida mucho tus palabras en esa obra y no te mofes de ninguna institución del Estado. La celda de Nevio en las Lautumiae está disponible y si no, siempre hay sitio en el Tullianum[*] y no sabes con qué agrado te haría conducir hasta allí si me das el más mínimo motivo.

Plauto no respondió a las referencias a las diferentes mazmorras de Roma; se limitó a asentir, darse media vuelta y marcharse. Quería estar pronto de regreso en las tumultuosas calles de Roma y perderse entre sus ruidos, olores y el enorme gentío que discurría por ellas. Hasta ese día no tenía un título decidido para su nueva obra, pero aquella conversación le había hecho decantarse por el nombre de uno de los personajes protagonistas: Curculio[6]. Sí, ésa sería la obra que vendería al nuevo edil de Roma. Era una broma demasiado sutil como para que Catón la entendiera.