La subida de impuestos
Cartago, marzo de 199 a. C.
Aníbal escuchó un enorme tumulto que ascendía desde las calles bajas del puerto y llegaba hasta la mismísima ladera del monte de Byrsa, donde tenían él y su esposa Imilce su residencia. Cogió su espada y, acompañado por media docena de veteranos que vivían con él a modo de guardianes, salió al exterior. Una turba incontrolada avanzaba por en medio de la calle gritando todo tipo de improperios contra el Consejo de Ancianos que gobernaba la ciudad. Había mercaderes, pescadores, hombres del campo y artesanos. Unos llevaban azadas, otros sierras, cinceles, martillos o cualquier otra herramienta que habían considerado apta para golpear. Maharbal ya le había advertido de que el descontento era cada vez mayor y Aníbal se estaba preparando para presentarse a sufete de Cartago, apoyado en ese enorme descontento de un pueblo agobiado por los brutales impuestos que el Consejo de Ancianos imponía sobre todos para pagar las indemnizaciones de guerra pactadas con Roma. Con el nuevo año, incapaces los Ancianos de reunir la suficiente plata para satisfacer el nuevo pago a Roma, habían vuelto a subir los impuestos. Los mercaderes veían cómo sus exiguas ganancias se volatilizaban, los ganaderos y pescadores apenas tenían compradores porque nadie tenía con qué pagar y los agricultores veían una y otra vez cómo sus cosechas, fruto de su sudor y esfuerzo, eran expropiadas por los soldados de Giscón enviados por Hanón, el líder del Consejo de Ancianos, toda vez que la aristocracia cartaginesa había controlado de nuevo el Consejo en perjuicio de los Barca y sus seguidores. Hanón ya se enfrentó a Amílcar Barca en el pasado, tras el desastre de la primera guerra contra Roma y, de nuevo, tras la derrota de Zama, se había hecho con el control de la ciudad, arrinconando a Aníbal y sus veteranos.
El tumulto de gente ascendía desde el puerto. Se dirigían con toda seguridad contra el edificio del Senado de Cartago para presentar sus reclamaciones con algo más de intensidad que simples gritos. De pronto, su instinto de guerrero hizo que Aníbal mirara hacia el extremo opuesto de la calle: soldados, los restos de un antiguo y desarbolado ejército, avanzaban descendiendo para interceptar a la muchedumbre armada de palos y herramientas. Los soldados eran un pobre ejército, sin duda, pero con sus picas en ristre en una compacta falange, organizada y disciplinada, constituían una fuerza insuperable para el motivado pero mal armado y peor preparado pueblo de Cartago. Por un instante, Aníbal consideró salir de su casa, dejar el umbral desde el que lo observaba todo y ponerse al frente de la turba y dirigir una carga contra los soldados. Sabía que su sola presencia insuflaría ánimos desconocidos al pueblo y, al mismo tiempo, aterrorizaría a los soldados. Ya le acusaban desde el Senado en tramar un golpe de Estado. ¿Por qué no hacerlo ya? Pero su cabeza permanecía fría. No era el momento, no lo era. Descendían más de dos centenares de soldados, bien pertrechados, y habría más distribuidos por la ciudad y él no sabía si aparte de aquel grupo de ciudadanos había más en rebelión por la ciudad. Si no era así aquello acabaría en un breve y sangriento enfrentamiento en el que, sin duda, el pueblo se llevaría, de largo, la peor parte. Luego nada. Lágrimas y silencio y rabia. Aníbal apretó los labios.
—Adentro, id adentro —espetó a sus veteranos. Éstos, a regañadientes, obedecieron. Tenían tantas ganas como él de enfrentarse a los soldados de Giscón enviados por el Consejo de Ancianos, pero obedecieron, como siempre, a su general—. Adentro —repetía Aníbal para sí mismo, en voz baja mientras las puertas de su casa eran aseguradas con gruesos travesaños—. Adentro. —Y miró al suelo. En el exterior se oyeron los gritos de la gente, los oficiales dando órdenes, los crujidos de huesos que son atravesados por picas, los aullidos de dolor, casi podía oler la sangre. Conocía bien cada sonido, cada chillido, cada golpe. Se escucharon a continuación fuertes impactos contra su puerta.
Los había que querían entrar a refugiarse. Los veteranos de Aníbal le miraron. Aníbal negó con la cabeza, se dio media vuelta y se dirigió hacia su dormitorio, en el otro extremo de la casa, con la esperanza de que allí no se oyeran los gritos de dolor de Cartago. Llegó hasta su habitación y se sentó en el borde de la cama, como hiciera hacía casi dos años tras la derrota de Zama. Imilce apareció en el umbral del dormitorio. Le vio allí, quieto, sentado; respetó su silencio y le dejó a solas. Aníbal se había equivocado en una cosa: incluso en el otro extremo de la casa se oían los gritos del pueblo de Cartago. Los soldados de Giscón estaban haciendo su trabajo a conciencia. Aníbal estaba exasperado, pero ni era el momento ni tenía los recursos necesarios para oponerse al Consejo de Ancianos, aún no. Aún no. Tenía que tragarse la rabia y sobre la sangre derramada hoy sembrar el odio necesario para ser elegido sufete de Cartago, pero los gritos perduraban y el horror invadía sus entrañas. Por Baal, cómo echaba de menos tener un ejército.