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El triunfo de Escipión

Roma, julio de 201 a. C.

Antes del amanecer, aún en medio de la noche, el curator[*], un hombre recio, adusto, serio, de unos treinta años, con la mirada decidida y aire ocupado, cubierto por una fina toga viril, llegó al Templo de Bellona y detuvo allí su marcha y la de la media docena de legionarios de las legiones urbanae que le escoltaban, y quedó a la espera de que las legiones V y VI formaran en el Campo de Marte. La suya era una misión importante. Era el encargado de velar por la perfecta organización del desfile triunfal de los cónsules victoriosos. Por eso le gustaba estar frente a aquel templo con tiempo de anticipación suficiente para transmitir a los que venían a desfilar por la ciudad, normalmente henchidos de orgullo y vanidad, que él era un hombre que no entendía de retrasos.

El sol despuntaba y algunos de sus rayos, tímidos aún, se empezaban a arrastrar por la tierra de la inmensa ladera del noroeste de Roma cuando los pequeños ojos del curator parpadearon varias veces. No daba crédito: al tiempo que amanecía, ante él emergía la imponente silueta de miles de soldados en perfecta formación. Las legiones V y VI de Roma estaban ya preparadas para inspección. ¿Desde cuándo? Parecía que por primera vez en su vida había alguien con más capacidad de anticipación que él mismo a la hora de preparar un triunfo. El curator se permitió una leve sonrisa que ocultó bajando el rostro hacia el suelo. Parecía que iba a ser cierto lo que todos decían: Escipión lleva años esperando este día. Borró la sonrisa. Ésa sería la única muestra de satisfacción que se permitiría en todo el día. No podía permitir que le malinterpretaran y que por una mueca estúpida no se le tomara con la seriedad que se debía a su persona en razón a su cargo. Carraspeó y, sin inmutarse, rodeado por la sorpresa de los legionarios de las legiones urbanae, que no estaban seguros aún de presenciar aquel amanecer que iluminaba las legiones más valientes de la historia de la ciudad formadas y detenidas en el horizonte como efigies provenientes de un tiempo remoto, lejano, desconocido, el curator se encaminó directamente hacia la figura central de la formación: el procónsul al mando Publio Cornelio Escipión.

Llegado frente al general, el enviado del Senado se dirigió al procónsul con dignidad.

—Te saludo, procónsul de Roma, héroe de África y general victorioso contra nuestros enemigos. Mi nombre es Tito Quincio Flaminino. He sido designado curator de tu triunfo y como curator me corresponde velar por la organización del triunfo. No es la primera vez que ejerzo este cargo. Es costumbre que el general que va a desfilar me brinde su cooperación.

—Así es, Tito Quincio Flaminino, curator. Te saludo con respeto y con satisfacción. Es para mis tropas un gran orgullo ser merecedoras de disfrutar de un triunfo, pero no quiero que nuestro orgullo se interponga en tu labor. —El curator asintió mientras escuchaba al procónsul, que proseguía con sus explicaciones—. En primera línea están las tropas que he seleccionado para el desfile. Soy consciente de que sólo una pequeña parte de las tropas puede disfrutar del honor de desfilar en formación por las calles de Roma. Como verás por los torques[*] y falerae[*] que exhiben la mayoría de los seleccionados, se trata de los legionarios que más se distinguieron en la campaña de África. Es a ti a quien corresponde decidir si la selección es apropiada o si me he excedido en el número de legionarios.

El curator volvió a asentir sin decir nada mientras miraba a un lado y a otro del general examinando la larga hilera de tropas alineadas para ser inspeccionadas. Le estaba cayendo bien aquel general pese a que venía prevenido en su contra, pues en Roma eran muchos senadores los que le habían advertido de la vanidad de aquel recio procónsul, pero a él lo único que le importaba era la eficacia y el orden y allí, por de pronto, estaba disfrutando de ambas cosas. En sólo un vistazo el curator comprendió que los seleccionados excedían lo habitual en un triunfo, pero era él quien decidía.

—Tengo la sensación, procónsul de Roma, que habéis seleccionado más legionarios de lo habitual para estos casos —dijo el curator, y cruzó su mirada con la del general; Escipión mantuvo sus ojos abiertos y su boca cerrada sin interrumpirle; el curator transmitió su conclusión sobre el asunto—, pero también es cierto que la victoria de Publio Cornelio Escipión tampoco ha sido la habitual, ni el enemigo derrotado un enemigo más. Creo que en este triunfo desfilarán más legionarios que en otras ocasiones. Eso, probablemente, alimentará la envidia, pero no me parece que el general esté preocupado por ello.

Y sin quedarse a esperar respuesta por parte del cónsul, el curator se dio la vuelta para empezar una inspección más pormenorizada de las tropas. Publio se volvió hacia Lelio, Silano y Marco, que le acompañaban.

—Este hombre me cae bien —dijo Lelio a Publio. El general sonrió y asintió.

—Recordemos su nombre —dijo Publio con seriedad—. Tenemos demasiados enemigos en Roma. La familia de este curator puede ser un buen aliado. He de pensar en ganarlo para nuestra causa. —Y miró al cielo que estaba completamente despejado—. Ésta va a ser una mañana magnífica —concluyó el procónsul de Roma. Todos asintieron. Nadie comentó nada sobre el asunto de la envidia. Para los cuatro la vida era demasiado maravillosa aquella jornada como para pensar en nada que pudiera ensombrecer el día más importante, según creían, en la existencia de todos ellos.

Pasadas un par de horas, junto al Templo de Apolo, a doscientos pasos de donde tenía lugar la entrevista entre el curator y el general victorioso, Marco Porcio Catón, Lucio Valerio Flaco, Spurino, Quinto Petilio, Lucio Porcio y el resto de senadores enfrentados con Escipión se congregaba a la espera del arranque del desfile. Junto al Templo de Apolo también, pero un poco más apartados, se reunía otro grupo de senadores, también bastante nutrido, en el que se veía a Lucio Emilio Paulo, el cuñado de Publio, al propio Lucio Cornelio Escipión, el hermano del procónsul, y otros más que se saludaban afectuosamente sin ocultar en modo alguno su enorme felicidad por el día que había llegado.

—Vuestro padre y vuestro tío estarían orgullosos —le dijo Lucio Emilio Paulo a Lucio Cornelio Escipión.

—Lo sé, lo sé —confirmó el aludido con voz emocionada—, y, más aún, lo sabe Publio, lo sabe y sé que pensará en ello durante el triunfo.

Entre un grupo y otro de senadores, se veía a otros patres conscripti que no se decantaban, al menos por el momento, entre estar a favor o en contra del general que iba a ser vitoreado. Entre estos últimos destacaba la figura alta y firme, joven y poderosa de Tiberio Sempronio Graco, heredero de la familia Sempronia, que lo observaba todo intrigado y atento.

No hubo mucho tiempo para saludos, pues no llevaban ni media hora reunidos cuando las tropas seleccionadas para el gran desfile de las legiones V y VI se pusieron en movimiento. Por delante de ellas iba el curator, adelantado para asegurarse de que los senadores formaban y se adentraban por la puerta Carmenta donde, rápidamente, se estaban concentrando todos los senadores, de uno y otro bando y los independientes, pues aquélla era la porta triumphalis[*] de aquella jornada festiva. Los senadores abrían así el gran día, desfilando por delante del propio general como señal de que ni siquiera el más victorioso de los procónsules o cónsules de Roma estaba por encima del Senado. Los patres conscripti cruzaron la puerta de la ciudad y se adentraron entre la multitud que se arremolinaba a ambos lados del Vicus Jugarius[*] que ya a vítores recibía a toda la comitiva henchida de júbilo. Catón miraba a un lado y a otro: había venido toda Roma. Toda Roma para rendir pleitesía a Escipión. Marco Porcio Catón mantenía la boca cerrada, apretaba los dientes y registraba todo en su mente con su acostumbrada precisión tras años de quaestor[*] de las legiones.

Tras los senadores, aparecieron decenas de bucinatores[*] y tubicines[*] haciendo sonar sus trompetas como preludio de todo lo que debía seguir, como anuncio de todo lo que debían admirar los ciudadanos de Roma. Enseguida, entrando por la porta triumphalis, medio centenar de portaestandartes exhibía con orgullo los tituli[*], una minuciosa serie de tablillas en donde el público podía ver en diferentes imágenes recreaciones de las grandes hazañas de aquel ejército, de aquellas legiones V y VI que surcaron el mar en busca de una muerte segura y que, sin embargo, años después, regresaban a Roma investidas con el halo de los héroes. En los tituli se narraban visualmente el desembarco en África, el interminable asedio de Útica, la confrontación con la caballería de Hanón, el ataque nocturno contra los ejércitos de Sífax y Giscón, la batalla de Campi Magni, y tras los acontecimientos de Túnez, una veintena de tablillas estaba expresamente dedicada a la épica batalla de Zama. En ellas se podía ver la temida carga de los elefantes, las maniobras de las legiones V y VI para afrontar aquella bestial acometida, un ataque al que nunca antes ninguna legión de Roma había hecho frente con éxito. Se ilustraba la heroicidad de Cayo Valerio, Sexto Digicio, Quinto Terebelio, Lucio Marcio Septimio y Mario Juvencio. Se narraba la persistencia del ataque de las tropas de Aníbal, el relevo de las diferentes líneas de hastati[*], principes[*] y triari[*], el agotamiento de todos, la sangre que lo inundaba todo, la retirada progresiva, la pérdida de esperanza, el combate de las caballerías romana, númida y cartaginesa, hasta el desenlace final victorioso con la intervención de Cayo Lelio y Masinisa. La gente, admirada, se esforzaba por ver cada tablilla, por captar la esencia de cada suceso; los que no habían podido ver alguna preguntaban, unos narraban a otros lo que habían visto y todos, con rostros repletos de asombro, se felicitaban por tener un ejército tan valiente y un general tan astuto y valeroso.

Y tras los tituli, las pruebas de la victoria: una larga serie de carrozas cargadas hasta los topes con oro, plata y joyas expoliadas a los ejércitos derrotados hasta alcanzar un total de 123 000 libras de plata, una cifra hasta entonces desconocida para Roma. Los metales preciosos brillaban bajo la luz del sol y el público aplaudía y gritaba sin cesar. Las primeras aclamaciones que manifestaban el deseo del pueblo por hacer de Escipión cónsul vitalicio empezaron a emerger ante aquella fastuosa e interminable exhibición de fortuna y poder.

—¡Cónsul, cónsul, cónsul! ¡Escipión, cónsul para siempre!

Marco Porcio Catón ya estaba descendiendo por las calles del Velabrum[*], pues la comitiva debía ir avanzando para permitir que el resto de participantes en el desfile triunfal pudiera entrar en la ciudad, pero hasta sus oídos llegaron aquellas aclamaciones y el senador detuvo su marcha. Spurino se acercó a él y le habló en voz baja.

—Ahora no. Ahora no.

Catón seguía inmóvil. Quinto Fulvio, el más viejo de entre todos los seguidores de Catón se le acercó entonces.

—Spurino tiene razón, Marco; no es el momento, pero ese momento llegará, Marco, llegará. —Y Quinto le tomó del brazo de modo que Catón, con las facciones tensas en su faz, empezó a moverse de nuevo con el resto de senadores, pero en sus tímpanos reverberaban nuevas aclamaciones que cada vez eran más numerosas, pronunciadas por más gargantas, gritadas con mayor fanatismo.

—¡Cónsul, cónsul! ¡Dictador vitalicio! ¡Escipión, dictador de Roma! ¡Por todos los dioses, dictador, para siempre!

—¡Por Hércules, es el mejor de los hombres de Roma!

—¡Por Júpiter, cónsul eterno!

Por la porta triumphalis entraba ahora un rebaño de bueyes blancos enormes, especialmente criados para aquella ocasión, para ser sacrificados en el altar del templo de Júpiter Capitolino como colofón al gran desfile triunfal. Los victimarii[*], sobre quienes caía la responsabilidad de sacrificar a los animales bajo la atenta mirada de los tres flamines maiores[*] del Templo de Júpiter, seguían a las bestias a la espera del momento en que debieran emplearse a fondo para poner término a la vida de aquellos animales y así satisfacer al dios supremo con la sangre vertida en su honor. Y justo después de los victimarii, entró en Roma el rey Sífax de Numidia, encadenado de pies y manos, andando casi a rastras, con sangre fluyendo por las heridas que los hierros le hacían en tobillos y muñecas, mirando al suelo, sabiéndose un buey más de aquella maldita procesión, ajeno a los vítores y aclamaciones que a su paso se tornaban en escupitajos e insultos. La saliva de los romanos pronto le cubrió el rostro decrépito por el cautiverio y la derrota, pero, pese a todo, seguía andando en busca de una muerte segura a la que se acercaba con sensación de alivio, pues su existencia ya carecía de sentido, sin reino ni poder ni reina. Todo perdido por una mujer y, sin embargo, qué recuerdos de felicidad de los tiempos pretéritos. El rey Sífax de Numidia se pasó la palma de una mano encadenada por el rostro y barrió así parte de los escupitajos que seguían lloviendo sobre él, cerró los ojos y se permitió seguir andando a ciegas, pues de él, a fin de cuentas, tiraban dos legionarios de una cadena engarzada a una pesada argolla que le destrozaba el cuello; a ciegas seguía caminando con los ojos cerrados, hundiendo su mente en los recuerdos de las noches de pasión y deleite pasadas con Sofonisba, su reina, su máximo placer, su mayor derrota.

Pero todas las muestras de júbilo del pueblo de Roma se quedaban en nada en comparación con el tropel de nuevas aclamaciones que emergió de los ciudadanos de la ciudad del Tíber cuando por debajo del arco de la porta triumphalis surgió la silueta de Publio Cornelio Escipión, el imperator[*], el jefe militar de las tropas que estaban a punto de entrar en la urbe. El general llevaba toda la faz pintada de rojo, como exigía la costumbre de aquella ocasión única, portando con su mano izquierda las riendas del más engalanado de los carros militares del que tiraban cuatro hermosos caballos blancos. Una toga púrpura cubría el cuerpo del gran guerrero, ribeteada con bordados de oro y otros con decoraciones florales donde sobre todo se discernían filigranas de hojas de palma. A su espalda, un esclavo mantenía en alto una corona de laureles entrecruzados, a la vez que repetía en voz baja, al oído del propio general, las palabras Respice post te! Hominem te esse memento![2], y, al cabo de un instante, añadía: Memento mori, memento mori[3].

Publio Cornelio Escipión, con su faz roja miraba a un lado y a otro y veía en los ojos de la gente una felicidad y una paz inconmensurables. Sabía que para aquellos hombres él, como dijo Lelio tras la batalla de Zama, era prácticamente un dios. Gracias a él dormían ahora con sosiego todos aquellos que le aclamaban, a sabiendas de que los enemigos de la ciudad habían caído todos abatidos por el poder de su mano, por la fortaleza de sus legiones, denostadas en el pasado, agasajadas, sin embargo, como heroicas en el presente. Asía entonces Publio con la mano derecha, con fuerza, el cetro culminado en un águila que sostenía en señal de su poder. Lo apretaba con tanta fuerza que sus dedos palidecían por el esfuerzo. Era la única forma que encontró de controlar el tumulto confuso de sentimientos que invadían su ser. Habían sido demasiados años esperando aquel momento. Pensaba en su padre y en su tío. Sabía que ahora estarían orgullosos de él.

El curator detuvo un momento el desfile para que todas las líneas se reagruparan y para que la comitiva de senadores esperara al general y todos los que debían desfilar tras él: sus hijos adultos, si los tuviera, pero el pequeño Publio aún contaba sólo con 8 años y todavía llevaba su bulla[*] de niño colgada al cuello; en ausencia de hijos adultos, los que seguían al general victorioso eran sus oficiales supervivientes a Zama: Cayo Lelio, Silano y Marco, el proximus lictor, y tras ellos los centuriones y decuriones del resto de unidades de las legiones V y VI.

Catón aprovechó el momento de parón en el desfile para volver su mirada hacia atrás y buscar la figura de Escipión sobre el gran carro triunfal.

—Mirad cómo se aferra al cetro del águila, mirad cómo se aferra al poder que el Senado le ha otorgado —dijo al resto de senadores a su alrededor. Todos asintieron.

En el otro extremo de la comitiva, en la puerta Carmenta, empezaron a desfilar los valerosos legionarios de Roma. Entraban felices, orgullosos, con uniformes inmaculados, con la cara bien alta, sin armas ni corazas ni protección alguna, pues iban a desfilar por el corazón de Roma, por el pomerium[*], el centro sagrado de la ciudad, donde sólo triunviros[*] o tropas de las legiones urbanae podían portar armamento militar y uniformes de guerra y eso en ocasiones especiales.

Flaminino ordenó que la comitiva triunfal volviera a reiniciar su marcha y Catón se vio obligado a obedecer, darse la vuelta de nuevo, y continuar caminando en dirección al Templo de Júpiter. Por detrás, Publio Cornelio Escipión, al salir del foro por el sur, desfilaba justo frente a su domus y ante él, rodeados por un mar de personas lanzando vítores y aclamaciones, vio a su esposa, con Cornelia mayor a un lado y el pequeño Publio a otro. Como padre se sintió especialmente afortunado de poder exhibirse así ante sus hijos. Miró con atención, pero no alcanzó a distinguir a la pequeña Cornelia, su hija más joven. Tenía ganas de conocerla. Todos los que habían tenido oportunidad de verla y habían luego hablado con él no dejaban de decir que la pequeña había heredado la belleza de su madre. Publio ardía en deseos de comprobarlo, pero ahora el desfile le llevaba hacia el Templo de Júpiter. Su hija, que tanto había esperado, tendría que esperar un poco más. Sólo unas pocas horas más.