VEINTITRÉS

1

El temporizador colocado bajo el puente del río Castle, conocido como el puente de Hojalata por los vecinos del pueblo desde tiempo inmemorial, llegó al cero a las 7.38 de la noche del martes 15 de octubre del año de Nuestro Señor de 1991. El leve impulso eléctrico que debía hacer sonar la alarma del reloj recorrió los cables pelados que Ace había doblado alrededor de los polos de la pila de nueve voltios que daba energía al mecanismo. La alarma llegó a sonar, pero, una fracción de segundo después, fue engullida junto al resto del aparato en un destello de luz cuando la electricidad hizo estallar el fulminante y este, a su vez, la dinamita.

Muy pocos en Castle Rock confundieron la explosión de la dinamita con un trueno. Este era como artillería pesada en el cielo; la explosión pareció el disparo de un fusil gigantesco. El extremo sur del viejo puente, que en absoluto estaba construido de hojalata, sino de recio hierro oxidado, se levantó de la ribera sobre una bola de fuego. Se alzó en el aire unos tres metros, convirtiéndose en una rampa ligeramente inclinada, y luego volvió a caer con un intenso crujido de cemento reventado y el estrépito de los fragmentos de metal chocando en vuelo. El extremo norte del puente se torció hasta partirse y toda la estructura cayó de lado en el río, ahora convertido en un mar de espuma. El extremo sur fue a posarse sobre el olmo derribado por el rayo.

En Castle Avenue, donde católicos y baptistas —junto a casi una decena de agentes estatales— estaban sumidos todavía en su violenta disputa, la lucha se detuvo. Todos los combatientes se volvieron hacia la columna de fuego que se elevaba en el extremo del pueblo cercano al río. Albert Gendron y Phil Burgmeyer, que habían estado intercambiando puñetazos con gran ferocidad momentos antes, dejaron de pelear y contemplaron el resplandor uno junto al otro. Albert tenía el lado izquierdo de la cara ensangrentado por efecto de una brecha en la sien, y Phil llevaba la camisa prácticamente hecha jirones.

Cerca de ellos, Nan Roberts estaba montada encima del padre Brigham como un buitre enorme (y, con su uniforme de rayón de camarera, blanquísimo). Nan tenía al padre agarrado por el pelo y tiraba de él, golpeándole la cabeza una y otra vez contra el pavimento. El reverendo Rose yacía en las proximidades, inconsciente como consecuencia de los oficios que le había dispensado el sacerdote.

Henry Payton, que ya había perdido un diente desde su llegada (por no hablar de las ilusiones que alguna vez hubiera tenido respecto a la armonía religiosa en Estados Unidos), se detuvo cuando se disponía a separar a Tony Mislaburski y a Fred Mellon, el diácono baptista.

Todo el mundo se quedó inmóvil, paralizado, como niños que jugaran a estatuas.

—Cielo santo, eso ha sido el puente —murmuró Don Hemphill.

Henry Payton decidió aprovechar el momento. Echó a un lado a Tony Mislaburski, se llevó las manos a los costados de su boca herida y exclamó:

—¡Muy bien, escúchenme todos! ¡Habla la policía! ¡Les ordeno…!

En ese instante, Nan Roberts alzó la voz en un alarido. La mujer había pasado muchos años gritando órdenes en la cocina de su local y estaba acostumbrada a hacerse oír por mucho estrépito que hubiera. No hubo comparación; la voz de Nan silenció fácilmente la de Payton.

—¡Los malditos católicos están usando dinamita! —exclamó.

Ya quedaban menos participantes en la pelea, pero lo que faltaba en número lo compensaron en torvo entusiasmo.

Segundos después del grito de Nan, el tumulto se reanudó, extendiéndose en una decena de escaramuzas a lo largo de un trecho de cincuenta metros de la avenida empapada por la lluvia.

2

Norris Ridgewick irrumpió en la comisaría momentos antes de que el puente volara, y lo hizo gritando a pleno pulmón:

—¿Dónde está el comisario Pangborn? ¡Tengo que encontrar al comisario Pang…!

No llegó a terminar. A excepción de Seaton Thomas y de un agente de la policía del estado que parecía no tener aún edad suficiente para tomar una cerveza en un bar, la comisaría aparecía desierta.

¿Adónde diablos había ido todo el mundo? Allá fuera, aparcados de cualquier manera, parecía haber seis mil coches patrulla de la policía del estado y otros vehículos diversos, uno de los cuales era su Volkswagen, que habría ganado fácilmente, de haber existido el galardón, los galones azules al aparcado más de cualquier manera. El coche seguía volcado de costado donde Buster lo había embestido.

—¡Cielos! —exclamó—. ¿Dónde está todo el mundo?

El agente estatal que no parecía tener edad suficiente para beber en público observó el uniforme de Norris y luego dijo:

—Hay una pelea en la parte alta del pueblo, no sé dónde. Los cristianos contra los caníbales o algo así. Se supone que estoy aquí a cargo de las comunicaciones, pero con esta tormenta no puedo emitir ni recibir una sola palabra. —Hizo una pausa e inquirió con aire hosco—: ¿Quién es usted?

—Agente Ridgewick, de la policía local.

—Bien, yo soy Joe Price. ¿Qué clase de pueblo tienen aquí, agente? Todo el mundo se ha vuelto loco.

Norris no le respondió y se acercó a Seaton Thomas. Este tenía las facciones de un tono gris ceniciento y respiraba con gran dificultad. Tenía una de sus manos, llenas de arrugas, apretada en el pecho.

—Seat, ¿dónde está Alan?

—No lo sé. —Seat miró a Norris con ojos apagados, atemorizados—. Está sucediendo algo malo, Norris. Algo realmente malo. En todo el pueblo. Los teléfonos no funcionan, y eso no debería suceder porque la mayoría de las líneas ya son subterráneas. Pero ¿sabes una cosa? Me alegro de que no funcionen. Me alegro porque no quiero saber qué es.

—Deberías estar en el hospital —respondió Norris, observando al viejo agente con preocupación.

—Debería estar en Kansas —replicó Seat con voz abatida—. Mientras tanto, pienso quedarme aquí sentado y esperar a que termine. No…

El puente estalló en aquel momento, interrumpiéndolo. El enorme estampido desgarró la noche como un zarpazo.

—¡Señor! —exclamaron al unísono Norris y Joe Price.

—Sí —apuntó Seat Thomas con su voz fatigada, asustada, regañona y nada sorprendida—. Van a volar el pueblo, supongo. Sí, supongo que eso es lo que viene a continuación.

De pronto, en un acceso de horror, el viejo Seat Thomas se echó a llorar.

—¿Dónde está Henry Payton? —gritó Norris al agente Price. Pero este no le prestó atención. Corría ya hacia la puerta para ver qué era aquella explosión.

Norris dirigió una mirada a Seaton Thomas, pero este tenía la suya perdida en el vacío; unas lágrimas le resbalaban por el rostro y su mano seguía plantada en el centro del pecho. Norris siguió al agente Joe Price y lo distinguió en el aparcamiento del edificio municipal, donde el agente Ridgewick había multado al Cadillac rojo de Buster Keeton hacía mil años. Una columna de fuego agonizante destacaba claramente en la noche lluviosa, y bajo su resplandor, los dos policías observaron que el puente metálico había desaparecido.

El semáforo del otro extremo del pueblo había caído en medio de la calle.

—¡Virgen santísima! —exclamó el agente Price con voz reverente. El resplandor del fuego había puesto color en sus mejillas y ascuas en sus ojos—. Desde luego, me alegro de que este no sea mi pueblo.

La urgencia de Norris por encontrar a Alan se había intensificado, y decidió que sería mejor volver a su coche patrulla e intentar encontrar a Henry Payton primero. Si había una pelea generalizada como había dicho Price, no le sería difícil localizarlo. Y tal vez Alan estuviera también allí.

Casi había llegado hasta la acera cuando un relámpago dejó a la vista de Norris dos figuras que se escabullían tras la esquina del edificio del juzgado, contiguo al edificio municipal. Las dos figuras parecían dirigirse hacia la furgoneta amarilla del equipo de noticias.

Una de las figuras no le sonaba, pero la otra, corpulenta y algo patizamba, le resultó inconfundible. Quien corría era Danforth Keeton.

Norris Ridgewick dio dos pasos a la derecha y pegó la espalda contra la pared de ladrillo a la entrada del callejón. Desenfundó el revólver de reglamento y lo alzó al nivel de los hombros con el cañón apuntado hacia el cielo tormentoso.

—¡Alto! —gritó a pleno pulmón.

3

Polly sacó el coche a la calle marcha atrás, conectó el limpiaparabrisas e hizo un giro a la izquierda. Al dolor de las manos se había unido una quemazón intensa y profunda en los brazos, allí donde el líquido de la araña le había tocado la piel. De alguna manera, el fluido la había envenenado y el veneno parecía estar abriéndose paso inexorablemente dentro de ella. Pero no había tiempo para ocuparse de aquello.

Estaba aproximándose a la señal de stop de Laurel y Main cuando el puente voló. Se encogió, protegiéndose instintivamente del gigantesco estampido, y contempló por un instante, asombrada, la brillante llamarada que se alzó del río. Por un instante, vio la silueta en forma de caballete del propio puente, todo él ángulos negros contra la luz cegadora; a continuación, la estructura quedó engullida por las llamas.

4

En una época de su vida, Alan Pangborn había sido un dedicado realizador de películas caseras; no tenía idea de a cuánta gente había aburrido hasta las lágrimas con sus películas saltonas, proyectadas sobre una sábana sujeta con chinchetas a la pared del salón, de sus hijos con pañales dando sus primeros pasos vacilantes por la sala de estar, de Annie bañándolos, de fiestas de cumpleaños y de excursiones familiares. En todas aquellas películas, la gente saludaba y hacía muecas a la cámara. Era como si existiera una especie de ley no escrita: cuando alguien le enfocaba a uno con la cámara, era obligado agitar la mano o poner muecas o ambas cosas. De lo contrario, uno podía ser detenido bajo la acusación de indiferencia en segundo grado, que acarreaba una pena de hasta diez años, a cumplir viendo interminables rollos de películas caseras saltonas.

Cinco años atrás se había pasado a la cámara de vídeo, que era más barata y más fácil, y en lugar de aburrir a la gente hasta las lágrimas durante diez o quince minutos, que era lo que duraban tres o cuatro rollos de ocho milímetros una vez montados, pasó a poder hacerlo durante horas, y sin tener siquiera que introducir una cinta nueva.

Sacó de su caja la cinta que había encontrado sobre el aparato de vídeo y la contempló. No tenía etiqueta alguna. Por supuesto, pensó. Tendría que averiguar el contenido personalmente. Su mano se movió hacia el botón de conexión del vídeo pero vaciló al llegar a él.

La imagen compuesta en la que se fundían los rostros de Todd, de Sean y de su esposa desapareció de improviso y fue reemplazada por el rostro, conmocionado y palidísimo, de Brian Rusk cuando lo había visto a la salida de la escuela, aquella misma tarde.

Pareces triste, Brian.

Sí, señor.

¿Eso significa que estás triste?

Sí, señor. Y si aprieta ese botón, usted también lo estará. Él quiere que vea eso, pero no porque quiera hacerle un favor. El señor Gaunt no hace favores. Quiere envenenarlo, ni más ni menos. Igual que ha hecho con todos los demás.

Pero Alan tenía que mirar.

Sus dedos tocaron el botón, acariciaron su superficie lisa y cuadrada. Se detuvo y miró a su alrededor. Sí; Gaunt estaba allí todavía. En alguna parte, Alan lo percibía: una presencia pesada, a la vez amenazadora y lisonjera. Recordó la nota que le había dejado Gaunt: «Sé que se ha preguntado largo y tendido por lo que sucedió en los últimos momentos de la vida de su esposa y de su hijo menor…».

No lo haga, comisario —susurró Brian Rusk. Alan vio de nuevo aquella cara pálida, dolida, presuicida, mirándolo por encima de la nevera que llevaba en la cesta de la bicicleta, la nevera llena de cromos de béisbol—. Deje dormir el pasado. Es mejor así. Y él miente; usted sabe que miente.

Sí. Lo sabía. Sabía que Gaunt mentía.

Pero tenía que mirar.

El dedo de Alan apretó el botón.

El piloto verde de encendido se iluminó al instante. El aparato de vídeo funcionó perfectamente, enchufado o no, como Alan había previsto que sucedería. Conectó el atractivo Sony rojo y, al cabo de un momento, el brillante resplandor blanco de la nieve del canal 3 iluminó su rostro con su luz blanquecina. Alan pulsó el botón correspondiente y el cajetín de la cinta asomó del aparato.

No lo haga —susurró de nuevo la voz de Brian Rusk.

Pero Alan hizo caso omiso. Colocó la cinta, bajó el cajetín y escuchó los chasquidos mecánicos cuando las bobinas engancharon la cinta. Después respiró hondo y pulsó el botón de PLAY. La nieve blanca de la pantalla fue reemplazada por una negrura uniforme. Un momento más tarde, la pantalla cambió a gris pizarra y una serie de números centelleó en ella: 8… 7… 6… 5… 4… 3… 2… X.

Lo que siguió era una panorámica temblorosa, filmada a pulso, de una carretera rural. En primer plano, ligeramente desenfocada pero legible, había una señal de tráfico. 117, decía, pero Alan no necesitaba leerla. Había recorrido aquel trecho muchas veces y lo conocía bien. Reconoció el pinar, justo más allá del punto donde la carretera formaba la curva; era la arboleda donde se había detenido el Scout, con el morro aplastado en torno al árbol más grueso en un apretado abrazo.

Pero los árboles de la película no mostraban cicatrices del accidente, aunque estas aún eran visibles, si uno se acercaba a mirar (Alan lo había hecho, muchas veces). El asombro y el terror invadieron en silencio los huesos de Alan cuando este comprendió —no por las cortezas intactas de los árboles o por la curva de la carretera, sino por cada detalle del terreno y por cada intuición de su corazón— que aquella cinta de vídeo había sido filmada el día en que Annie y Todd habían muerto.

Iba a ver cómo sucedía.

Era absolutamente imposible, pero no cabía duda. Iba a presenciar, iba a ver con sus propios ojos, cómo su esposa y su hijo morían estrellados.

¡Apáguelo! —gritó Brian—. ¡Apáguelo! ¡Es un hombre venenoso y vende cosas envenenadas! ¡Desconecte antes de que sea demasiado tarde!

Pero Alan era tan incapaz de hacer lo que le pedía la voz como lo habría sido de ralentizar los latidos de su corazón por la mera fuerza del pensamiento. Estaba paralizado, absorto.

La cámara se movió a saltos hacia la izquierda, abriendo el plano hacia la carretera. Durante unos segundos no se vio nada, pero luego hubo un reflejo del sol, como un guiño. Era el Scout. El Scout se acercaba. El Scout avanzaba hacia el pino donde él y sus ocupantes terminarían sus días. El Scout se aproximaba a su punto terminal en la tierra. No vio que acelerara, que se moviera erráticamente. No vio la menor señal de que Annie hubiera perdido el control o estuviera en peligro de perderlo.

Alan se inclinó hacia delante junto al aparato de vídeo que zumbaba a su lado. El sudor le corría por las mejillas y la sangre le latía con fuerza en las sienes. Notó un nudo en el estómago.

Aquello no era real. Estaba preparado de antemano. Gaunt lo había hecho de alguna manera. No eran ellos; tal vez fueran una actriz y un niño actor los que iban allí fingiendo ser ellos, pero no lo eran. No podían serlo.

Pero Alan sabía que sí. ¿Qué otra cosa podía ver uno en unas imágenes transmitidas de un aparato de vídeo a un televisor que no estaba conectado a la red pero que funcionaba de todos modos? ¿Qué otra cosa, si no la verdad?

¡Una mentira! Creyó oír la voz de Brian Rusk, pero sonó lejana y poco relevante. ¡Una mentira, comisario! ¡Puede ser una mentira! ¡Una mentira!

En aquel momento distinguía el número de matrícula del Scout que se acercaba. 24912 V. La matrícula del coche de Annie.

De pronto, detrás del Scout, Alan descubrió otro destello de luz. Otro coche, acercándose deprisa, reduciendo la distancia.

Fuera, el puente estalló con aquel estampido como de un rifle monstruoso. Alan no volvió la vista en dirección al estruendo. Ni siquiera lo oyó. Hasta el último gramo de su ser estaba concentrado en la pantalla del televisor Sony rojo, en la cual Annie y Todd se acercaban al árbol que se interpondría entre ellos y el resto de sus vidas.

El coche detrás de ellos circulaba a ciento diez, quizá a ciento veinte por hora. Mientras el Scout se acercaba a la posición del cámara, el segundo coche —del cual no había habido nunca ningún informe— se echó encima del Scout. Annie, al parecer, lo vio; el Scout empezó a acelerar, pero no lo suficiente. Ya era demasiado tarde.

El segundo coche era un Dodge Challenger de color verde lima, levantado por detrás de modo que el morro apuntaba a la carretera. A través de las lunas tintadas de las ventanillas se distinguía a duras penas el entramado de barras antivuelco en los laterales y el techo. La parte posterior de la carrocería estaba cubierta de adhesivos: HEARST, FUELLY, FRAM, ESTADO CUÁQUERO… Aunque la cinta era muda, Alan casi pudo oír el rugido y el petardeo de los gases de escape a través de los tubos sin silenciador.

—¡Ace! —gritó angustiado al caer en la cuenta. ¡Ace Merrill! ¡Por venganza! ¡Claro! ¿Cómo era posible que no se le hubiera ocurrido nunca pensarlo?

El Scout pasó ante la cámara, que giró a la derecha para seguirlo. Hubo un momento en el que Alan llegó a distinguir el interior, y sí, era Annie, con el pañuelo de algodón de dibujos vistosos que llevaba ese día atado al cabello, y Todd, con su camiseta de La guerra de las galaxias. Todd estaba vuelto hacia atrás, mirando el coche que les seguía. Annie observaba por el espejo retrovisor. Alan no alcanzó a ver su rostro, pero su cuerpo estaba inclinado hacia delante en el asiento, tenso, con el cinturón de seguridad tirante. Tuvo aquella última y breve visión de ambos, de su esposa y de su hijo, y una parte de él se dio cuenta de que no quería verlos de aquella manera si no había esperanzas de cambiar el resultado. No quería ver el terror de sus últimos momentos.

Pero ya no había retroceso posible.

El Challenger chocó con el Scout. No fue un golpe fuerte, pero Annie había acelerado y fue suficiente. El Scout no trazó la curva, y se salió de la calzada hacia la arboleda donde aguardaba el gran pino.

—¡NO! —gritó Alan.

El Scout cayó a la cuneta y la salvó. Se encabritó sobre dos ruedas, volvió a caer y se estrelló contra la base del tronco con un crujido mudo. Una muñeca de trapo con un pañuelo de algodón en el cabello salió despedida por el parabrisas, golpeó un árbol y cayó entre la maleza.

El Challenger de color verde lima se detuvo al borde de la carretera.

Se abrió la puerta del conductor.

Ace Merrill se apeó.

Alan lo vio volverse hacia los restos del Scout —ahora apenas visible entre el vapor que escapaba del radiador roto—, y echarse a reír.

—¡No! —gritó otra vez.

Empujó el vídeo con ambas manos hasta hacerlo caer. El aparato se estrelló contra el suelo pero no dejó de funcionar, y el cable era demasiado largo para desenchufarse. Una raya de electricidad estática recorrió la pantalla del televisor, pero eso fue todo. Alan vio que Ace volvía al coche riéndose todavía, y agarró el televisor, lo levantó por encima de la cabeza al tiempo que daba media vuelta, y lo arrojó contra la pared. Hubo un destello de luz, una explosión sorda y luego nada, salvo el zumbido del aparato de vídeo con la cinta aún corriendo en su interior. Alan le lanzó un puntapié y, por fin, el artefacto guardó un piadoso silencio.

Ve a por él. Vive en Mechanic Falls.

Una nueva voz le hablaba con palabras frías y disparatadas; aun así, tenían su propia lógica despiadada. La voz de Brian Rusk había desaparecido; solo sonaba en su mente aquella única voz, que repetía lo mimo hasta la saciedad.

Ve a por él. Vive en Mechanic Falls. Ve a por él. Vive en Mechanic Falls. Ve a por él. Ve a por él. Ve a por él.

Al otro lado de la calle se produjeron dos nuevas deflagraciones de aquel fusil monstruoso, y la barbería y la funeraria Samuels reventaron casi al mismo tiempo, escupiendo cristales y restos inflamados hacia el cielo y hacia la calle. Alan no se enteró.

Ve a por él. Vive en Mechanic Falls.

Cogió la falsa lata de frutos secos sin pensar en lo que hacía, conservándola solo porque era algo que había traído consigo y, por tanto, debía llevarse con él. Cruzó el local hasta la puerta, arrastrando los pies y volviendo incomprensible su anterior rastro de huellas, y abandonó Cosas Necesarias. Las explosiones no contaban para él. El agujero mellado y en llamas en la línea de edificios al otro lado de Main Street no contaba. Los escombros de madera y cristal y ladrillo en la calzada no contaban. Castle Rock y toda la gente que allí vivía, Polly Chalmers incluida, no contaban ya para él. Tenía una tarea que hacer en Mechanic Falls, a cincuenta kilómetros de allí. Aquella tarea sí contaba. De hecho, era lo único que importaba.

Alan rodeó el coche hasta la portezuela del conductor. Arrojó la pistola, la linterna y la falsa lata de frutos secos sobre el asiento. En su mente ya tenía las manos en torno al cuello de Ace Merrill y empezaba a apretar.

5

—¡Alto! —gritó de nuevo Norris Ridgewick—. ¡No se muevan!

Aquel sí que era un golpe de suerte increíble, se dijo. Acababa de encontrar a Dan Keeton a menos de cincuenta metros de la celda donde se había propuesto encerrarlo hasta el momento de llevarlo ante el juez. En cuanto al otro individuo…, bueno, dependería de lo que se trajera entre manos aquella extraña pareja. Desde luego, los dos hombres no tenían aspecto de haber estado auxiliando a los enfermos y dando consuelo al afligido.

El agente Price pasó la mirada de Norris a los hombres que avanzaban junto al rótulo anticuado donde se leía JUZGADO DEL CONDADO DE CASTLE. Después se volvió de nuevo a Norris. Ace y Papi de Zippy intercambiaron una mirada. Los dos deslizaron las manos hacia abajo, hacia la culata de las pistolas que sobresalían de la cintura de sus pantalones. Norris había apuntado el cañón de su revólver al aire, como le habían enseñado a hacer en situaciones como aquella. Entonces, siguiendo todavía las instrucciones aprendidas, sujetó la muñeca derecha con la otra mano y apuntó con el arma. Si los libros estaban en lo cierto, los dos hombres no se darían cuenta de que el cañón apuntaba justo entre ambos; cada uno pensaría que Norris lo estaba encañonando a él.

—¡Apartad las manos de las armas, amigos! ¡Enseguida!

Buster y su compañero intercambiaron otra mirada y dejaron caer las manos a los costados.

Norris lanzó una rápida mirada al joven agente.

—Tú, Price —le dijo—. ¿Quieres echarme una mano con esto? Si no estás demasiado cansado, por supuesto.

—¿Qué hace usted? —inquirió Price, inquieto y reacio a colaborar. Los sucesos de aquella noche, con la conmoción de la voladura del puente en cabeza de la lista, lo habían reducido a la categoría de espectador pasivo y, por lo visto, se sentía incómodo con la idea de volver a adoptar un papel más activo. Las cosas se habían hecho demasiado grandes demasiado deprisa.

—¿Qué diablos te parece a ti? ¡Detener a estos dos individuos! —respondió Norris.

—Detén esto, amigo —replicó Ace, y le lanzó un corte de mangas. Buster soltó una carcajada aguda y chillona.

Price los observó con nerviosismo y llevó de nuevo su trastornada mirada hacia Norris.

—Esto…, ¿bajo qué acusación?

El colega de Buster se echó a reír.

Norris concentró otra vez toda su atención en los dos hombres y se alarmó al advertir que las posiciones relativas de ambos habían cambiado. Cuando les había dado el alto, la pareja estaba hombro con hombro, casi tocándose. Ahora había metro y medio de distancia entre ellos, y seguían separándose.

—¡Quietos! —gritó. Buster y su compañero se detuvieron y cruzaron otra mirada—. ¡Volved a juntaros!

Los dos hombres permanecieron inmóviles bajo la lluvia torrencial, con las manos colgando a los costados y la vista fija en el policía.

—¡Los detengo por posesión ilegal de armas, para empezar! —gritó Norris enfurecido al agente Joe Price—. ¡Y ahora quítate el dedo del culo y ayúdame!

Aquello sacó por fin al muchacho de su estupor y lo puso en acción. Intentó desenfundar su revólver, descubrió que todavía tenía colocada la correa de seguridad y empezó a desatarla. Aún estaba en ello cuando la barbería y la funeraria volaron por los aires.

Buster, Norris y el agente Price volvieron la vista calle arriba. Ace no. Había estado esperando aquella oportunidad de oro. Sacó la automática del pantalón con la rapidez de un pistolero de película del Oeste y disparó. La bala impactó en el hombro izquierdo de Norris, en trayectoria ascendente, le atravesó el pulmón y le fracturó la clavícula. Norris se había alejado un paso de la pared de ladrillo al advertir que los dos hombres se estaban separando; el impulso del disparo lo envió de nuevo contra ella. Ace volvió a disparar y la bala abrió un pequeño cráter en el ladrillo a un par de dedos de la oreja de Norris. El rebote del proyectil produjo un ruido como el de un insecto muy grande y muy irritado.

—¡Oh, Dios santo! —gritó el agente Price, y empezó a poner más entusiasmo en su intento de liberar la correa de seguridad en torno a la culata del arma.

—¡Fríe a ese tipo, Papi! —aulló Ace con una gran sonrisa.

Disparó de nuevo contra Norris y la tercera bala abrió un surco ardiente en el flanco enjuto del agente cuando este se desplomaba de rodillas para cubrirse. Un relámpago descargó encima de él e, increíblemente, Norris captó el ruido de ladrillos y pedazos de madera que rodaban por la calle tras las últimas explosiones.

El agente Price había conseguido soltar por fin la correa de la funda del revólver y empezaba a sacar el arma cuando una bala de la automática que empuñaba Keeton le voló la cabeza desde las cejas hacia arriba. El impacto arrancó a Price de sus botas y lo arrojó contra la pared de ladrillos del callejón.

Norris alzó su arma una vez más. Ahora parecía pesar cincuenta kilos. Sosteniéndola todavía con ambas manos, apuntó a Keeton. Buster era un blanco más claro que su compañero. Además, Buster acababa de matar a un policía y eso, decididamente, no podía tolerarse en Castle Rock. Allí podían ser unos paletos, quizá, pero no eran unos bárbaros. Norris apretó el gatillo en el mismo instante en que Ace intentaba dispararle otra vez.

El retroceso del revólver envió a Norris hacia atrás. La bala de Ace surcó con un zumbido el espacio vacío donde el agente había tenido la cabeza una fracción de segundo antes. Buster Keeton también salió impulsado hacia atrás, con las manos sobre el vientre. Entre sus dedos empezó a manar sangre en abundancia.

Norris se apoyó en la pared cerca del agente Price. ¡Dios, este sí que ha sido un día realmente asqueroso!, pensó mientras jadeaba a duras penas, con una mano apretada contra el hombro herido.

Ace lo apuntó con la automática, pero cambió de idea y decidió dejarlo correr, al menos de momento. En lugar de disparar, se acercó a Buster e hincó una rodilla junto a él. Al norte de su posición, el banco estalló en un rugido de fuego y de granito pulverizado. Ace ni siquiera volvió la mirada hacia allí. Apartó las manos de Papi para observar mejor la herida y lamentó que aquello hubiera sucedido. Había llegado a apreciar bastante al viejo Papi.

—¡Aaah, cómo duele! ¡Aaah, cómo duele! —gritó Buster.

Ace no dudaba de ello. Papi Keeton había recibido un balazo de grueso calibre justo por encima del ombligo. El orificio de entrada era del tamaño de una cabeza de tornillo. Ace no tuvo que darle la vuelta para saber que el agujero de salida sería del diámetro de una taza de café, probablemente con restos de la columna vertebral sobresaliendo de él como ensangrentadas barritas de caramelo.

—¡Dueleee! ¡DUELEEEEEE! —gritó Buster a la lluvia.

—Sí. —Ace colocó la boca del cañón de su automática contra la sien de Buster—. Mala suerte, Papi. Voy a administrarte un calmante.

Apretó el gatillo tres veces. El cuerpo de Buster se estremeció y luego permaneció inmóvil.

Ace se incorporó con la intención de acabar con el maldito policía, si no lo había hecho todavía, cuando sonó un disparo y una bala pasó silbando a menos de un palmo de su cabeza. Ace alzó la vista y observó a otro agente apostado justo en la puerta de la comisaría que daba al aparcamiento. El nuevo policía parecía más viejo que Dios y sostenía el arma con una mano mientras mantenía la otra apretada contra su pecho, por encima del corazón.

El segundo disparo de Seat Thomas abrió un surco en el suelo junto a los pies de Ace, salpicando de tierra enfangada sus botas de motorista. El viejo era incapaz de acertarle, pero Ace recordó de pronto que, a pesar de ello, tenía que largarse de allí enseguida. Papi y él habían dejado en el juzgado dinamita suficiente para hacer volar por los aires el edificio entero; habían puesto el reloj para que estallara al cabo de cinco minutos, y aún estaba allí, prácticamente apoyado en sus paredes mientras un jodido matusalén disparaba al azar contra él.

Que la dinamita se encargara de los dos.

Era hora de ir a ver al señor Gaunt.

Ace se incorporó y echó a correr hacia la calle. El viejo policía disparó de nuevo, pero esta vez la bala ni siquiera pasó cerca. Ace se protegió detrás de la furgoneta amarilla, pero no hizo el menor intento de subir a ella. Tenía el Chevrolet Celebrity aparcado junto a Cosas Necesarias, y sería un coche excelente para la huida. Pero antes se proponía encontrar al señor Gaunt y recibir el pago de sus servicios. Seguro que se había ganado algo, y seguro que el señor Gaunt se lo daría.

Además, también tenía que encontrar a cierto comisario ladrón.

—Devolver lo que uno tiene es un fastidio —murmuró Ace, y echó a correr Main Street arriba, hacia Cosas Necesarias.

6

Frank Jewett estaba en lo alto de la escalinata del juzgado cuando finalmente descubrió al hombre que había estado buscando. Frank llevaba allí un buen rato y nada de lo sucedido en Castle Rock desde hacía unas horas le había interesado demasiado. Ni el tumulto y el griterío procedente de Castle Hill; ni la aparición de Danforth Keeton y una especie de Ángel del Infierno entrado en años corriendo escalinata abajo en el propio edificio del juzgado, hacía apenas cinco minutos; ni las explosiones; ni el más reciente intercambio de disparos, esta vez justo al doblar la esquina, en el aparcamiento contiguo a la comisaría. A Frank todo aquello le traía sin cuidado. Tenía otras cosas más importantes que hacer. Frank tenía una cuenta pendiente con su excelente viejo «amigo», George T. Nelson.

¡Y allí estaba! ¡Por fin! Allí aparecía George T. Nelson en persona, en carne y hueso, avanzando por la acera al pie de la escalinata del juzgado. De no ser por la pistola automática que llevaba oculta bajo la banda elástica de sus pantalones de poliéster sin cinturón (y por el hecho de que caía una lluvia de mil diablos), cualquiera que lo viese habría creído que iba camino de una fiesta campestre.

Allí, paseando bajo la lluvia, caminando satisfecho y lleno de cristiana alegría al pie de la escalinata del juzgado, venía monsieur George T. «Hijo de Perra» Nelson, ¿y qué decía la nota que Frank había encontrado en el despacho? ¡Ah, sí! Decía: «Recuerda, 2.000 dólares en mi casa a las 7.15 como muy tarde, o desearás haber nacido sin polla». Frank echó un vistazo al reloj, comprobó que eran más cerca de las ocho que de las siete y cuarto y decidió que el detalle carecía de importancia.

Levantó la pistola Llama española de George T. Nelson y apuntó a la cabeza del maldito maestro de trabajos manuales causante de todos sus problemas.

—¡Nelson! —gritó—. ¡George Nelson! ¡Vuélvete y mírame, cerdo!

George T. Nelson se volvió en redondo. Movió la mano hacia la culata de su automática, pero la retiró al comprender que le estaban apuntando. Llevó entonces las manos a la cintura y alzó la vista hasta lo alto de la escalinata del juzgado, donde distinguió a Frank Jewett de pie, con la lluvia goteándole de la nariz, de la barbilla y de la boca del cañón del arma que le había robado.

—¿Vas a dispararme? —preguntó.

—¡Tenlo por seguro! —masculló Frank.

—Vas a pegarme un tiro como a un perro, ¿no?

—¿Por qué no? ¡Te lo mereces!

Para asombro de Frank, George T. Nelson asintió y sonrió.

—Claro —le oyó decir—. Es lo que cabía esperar de un cerdo cobarde que entra en casa de un amigo y mata a un pajarillo indefenso. Es precisamente lo que cabía esperar. ¡Adelante, pues, jodido cobarde cuatro ojos! ¡Dispara y acabemos de una vez!

Un trueno estalló sobre su cabeza, pero Frank no lo oyó. El banco saltó en pedazos diez segundos después y apenas se enteró de ello. Estaba demasiado ocupado tratando de contener su furia y su asombro. Asombro ante el descaro, el temerario y abierto descaro de monsieur George T. «Hijo de Perra» Nelson.

Por fin, Frank consiguió romper la parálisis de su lengua.

—¡Sí, me he cargado tu pájaro! ¡Y me he cagado en ese estúpido retrato de tu madre, sí señor! ¿Y tú? ¿Qué has hecho tú, George, además de asegurarte de que pierda mi trabajo y no vuelva a dar clases nunca más? ¡Dios, tendré suerte si no termino en la cárcel! —Un súbito destello de comprensión le hizo ver de nuevo la absoluta injusticia de lo sucedido. Fue como verter vinagre en una herida recién abierta—. ¿Por qué no te limitaste a venir a verme y pedirme el dinero, si lo necesitabas? ¿Por qué no viniste a pedírmelo? ¡Podríamos haber llegado a un acuerdo, cerdo idiota!

—¡No sé de qué me hablas! —replicó George T. Nelson en el mismo tono de voz—. ¡Solo sé que eres lo bastante valiente para matar un periquito, pero que no tienes huevos para enfrentarte a mí en una pelea limpia!

—¿Que no sabes…? ¿Que no sabes de qué te hablo? —farfulló Frank. El cañón de la Llama se movió furiosamente arriba y abajo. No podía creer el descaro del tipo que le hablaba desde el pie de la escalinata; sencillamente, no podía creerlo. Allí estaba, plantado con un pie en la acera y el otro prácticamente en la eternidad, y se limitaba a seguir mintiendo…

—¡No! ¡No lo sé! ¡No tengo ni la más remota idea!

En el paroxismo de la rabia, Frank Jewett recurrió a una respuesta infantil ante una negativa tan rotunda e indignante:

—¡Mentira, mentira! ¡Mentira podrida!

—¡Cobarde! —le replicó George T. Nelson en el mismo tono—. ¡Nena cobarde! ¡Mataperiquitos!

—¡Chantajista!

—¡Chiflado! ¡Guarda la pistola, chiflado! ¡Atrévete a una pelea limpia!

Frank le lanzó una sonrisa.

—¿Limpia? ¿Una pelea limpia? ¿Qué sabes tú de jugar limpio?

George T. Nelson alzó sus manos vacías y agitó los dedos en dirección a Frank.

—Más que tú, parece.

Frank abrió la boca para responder, pero no le salió nada. Por unos instantes, las manos vacías de George T. Nelson lo habían dejado sin habla.

—¡Vamos! —insistió George T. Nelson—. Guarda la pistola. Hagamos como en las películas del Oeste, Frank. Si tienes agallas, claro. El más rápido gana.

Y bien… ¿por qué no?, se dijo Frank. ¿Por qué diablos no?

De todos modos, no tenía muchos motivos para seguir viviendo, y si no otra cosa, al menos demostraría a su viejo «amigo» que no era ningún cobarde.

—Muy bien —resolvió pues, y se guardó la Llama en la cintura del pantalón. Luego extendió las manos al frente, justo a la altura de la culata del arma—. ¿Cómo quieres que lo hagamos, Georgie-Porgie?

George T. Nelson sonrió abiertamente.

—Tú empiezas a bajar —propuso—. Yo empiezo a subir. La próxima vez que suene un trueno…

—De acuerdo —asintió Frank—. Muy bien. Vamos.

Y empezó a descender los peldaños. Y George T. Nelson comenzó a subirlos.

7

Polly acababa de distinguir el toldo de lona verde de Cosas Necesarias cuando la barbería y la funeraria saltaron por los aires. La explosión de luz y el rugido que la acompañó fueron enormes. Vio salir volando del centro de la explosión una lluvia de escombros como asteroides de una película de ciencia ficción y se agachó instintivamente. Fue un acierto por su parte; varios fragmentos de madera y la palanca de acero inoxidable del costado de la silla número dos de la barbería —la silla de Henry Gendron— se estrellaron contra el parabrisas del Toyota. La palanca produjo un extraño zumbido hambriento mientras atravesaba el interior del coche y salía por la luna trasera. El cristal desmenuzado cruzó el aire con un susurro en una nube de perdigones.

El Toyota, sin conductor que lo guiara, saltó un bordillo, chocó contra una boca de incendios y se detuvo.

Polly se incorporó parpadeando y miró a través del hueco en el parabrisas. Observó a alguien que salía de Cosas Necesarias y se dirigía a uno de los tres coches aparcados delante de la tienda. Bajo la luz brillante del incendio del otro lado de la calle, no le resultó difícil reconocer a Alan.

—¡Alan! —gritó, pero él no se volvió; continuó avanzando con un solo propósito en su mente, como un robot.

Polly abrió la puerta del coche de un empujón y corrió hacia él, pronunciando a gritos su nombre una y otra vez. De calle abajo le llegó el sonido de un tiroteo. Alan no se volvió en la dirección de donde procedían los disparos ni echó el menor vistazo hacia el solar en llamas de lo que, solo momentos antes, habían sido la funeraria y la barbería. Parecía completamente concentrado en lo que pasaba por su mente, y Polly de pronto comprendió que era demasiado tarde. Leland Gaunt se había apoderado de él. Finalmente, Alan había comprado algo. Y si ella no lograba llegar hasta el coche antes de que el hombre se embarcara en cualquier empresa quimérica a la que le hubiese incitado Gaunt, Alan se limitaría a marcharse… y solo Dios sabía qué sucedería entonces.

Continuó corriendo, aún más deprisa.

8

—Ayúdame —dijo Norris a Sean Thomas; pasó el brazo por detrás de la nuca de Seat y se levantó tambaleándose.

—Creo que le he herido —dijo Seaton. Resoplaba, pero había recuperado el color.

—Bien —respondió Norris. El hombro le dolía terriblemente y, a cada momento que pasaba, el dolor parecía penetrar más hondo en su carne, como si buscara su corazón—. Ahora, ayúdame.

—Te recuperarás —le aseguró Seaton. En su preocupación por Norris, Seat había olvidado el temor a estar, en sus propias palabras, a punto de sufrir un ataque cardíaco—. Tan pronto te haya llevado adentro…

—No —jadeó Norris—. Al coche.

—¿Qué?

Norris volvió la cabeza y miró a Thomas con ojos frenéticos, transidos de dolor.

—¡Llévame al coche patrulla! ¡Tengo que ir a Cosas Necesarias!

Sí. En el mismo instante en que las palabras salían de su boca, todo pareció encajar. Cosas Necesarias era donde había comprado la caña de pescar Bazun. Y el hombre que le había disparado había huido también en aquella dirección. Cosas Necesarias era el lugar donde todo había empezado. Y era donde todo debía terminar.

El salón Galaxia reventó, bañando Main Street con un nuevo resplandor. Una máquina del Doble Dragon se elevó de las ruinas, dio un par de vueltas en el aire y aterrizó boca abajo en la calle con un crujido.

—Norris, estás herido…

—¡Por supuesto que estoy herido! —gritó Norris, y de sus labios escaparon unas gotitas de saliva ensangrentada—. ¡Ahora llévame al coche!

—No me parece una buena idea, Norris…

—Te equivocas —respondió Norris con aire sombrío. Volvió la cabeza y escupió sangre—. Es la única idea. Ahora, vamos. Ayúdame.

Sean Thomas empezó a acompañarlo hacia la unidad dos.

9

Si Alan no hubiera mirado por el retrovisor antes de dar marcha atrás en la calle, habría atropellado a Polly y habría completado la tarde aplastando a la mujer que quería bajo las ruedas traseras de su viejo coche familiar. No llegó a reconocerla; para él, era solo una silueta detrás del coche, una forma de mujer recortada contra la caldera de llamas del otro lado de la calle. Pisó el freno, y un momento después, la mujer golpeaba la ventanilla con los puños.

Prescindiendo de ella, Alan continuó marcha atrás. Aquella noche no disponía de tiempo para los problemas del pueblo; los suyos tenían prioridad. Que se mataran unos a otros como animales estúpidos, si eso era lo que querían. Él se iba a Mechanic Falls. Iba a buscar al hombre que había matado a su esposa y a su hijo en venganza por una condena de cuatro años en la cárcel.

Polly agarró el tirador de la puerta y se vio arrastrada en medio de la calle sembrada de escombros. Presionó el botón debajo del tirador, soportando el aullido de dolor de la mano, y la puerta se abrió de par en par, con la mujer asida desesperadamente a ella y arrastrando los pies por el asfalto, mientras Alan maniobraba. El morro del coche quedó apuntando Main Street abajo. Ciego de dolor y de rabia, Alan había olvidado que ya no había ningún puente por donde cruzar.

—¡Alan! —gritó Polly—. ¡Alan, espera!

Consiguió que la escuchara. Consiguió llegar hasta él a pesar de la lluvia, del trueno, del viento y del poderoso y voraz crepitar del incendio. A pesar del impulso que lo movía.

Alan la miró y a Polly se le rompió el corazón al ver la expresión de sus ojos. Tenía la mirada de un hombre sumido en las entrañas de una pesadilla.

—¿Polly? —inquirió con aire remoto.

—¡Alan, tienes que parar!

Polly quería soltar la puerta —el dolor de las manos era insoportable—, pero temía que, si lo hacía, él se limitaría a dar gas y dejarla allí, en medio de Main Street.

No solo lo temía. Estaba segura de que lo haría.

—Polly, tengo que irme. Siento mucho que estés enfadada conmigo, que creas que hice algo…, pero ya lo arreglaremos. Ahora, de verdad, tengo que ir…

—Ya no estoy enfadada contigo, Alan. Sé que no hiciste nada. Fue él; quería enfrentarnos, sembrar la discordia entre nosotros como ha hecho con casi todo el mundo en el pueblo. Porque en realidad se dedica a eso, ¿lo entiendes, Alan? ¿Escuchas lo que te digo? ¡Se dedica a eso! ¡Ahora deténte! ¡Apaga ese maldito motor y escúchame!

—Tengo que irme, Polly —insistió él. Le parecía que su propia voz llegaba de lejos. De la radio, tal vez—. Pero volveré a…

—¡No! ¡No lo harás! —exclamó ella. De pronto se sentía furiosa con él, furiosa con todos ellos, con toda aquella gente codiciosa, asustada, irritada y ávida de Castle Rock, ella incluida—. ¡No lo harás porque, si te vas ahora, no quedará nada a lo que puedas volver!

El salón de videojuegos estalló. Los escombros cayeron en torno al coche de Alan, detenido en medio de Main Street. La habilidosa mano diestra de Alan se movió rápidamente, cogió la lata de frutos secos y la colocó en el regazo, como si buscara consuelo en ella.

Polly no prestó atención a la explosión y continuó mirando a Alan con sus ojos sombríos, llenos de dolor.

—Polly…

—¡Mira! —exclamó ella de pronto, y se abrió de un tirón el escote de la blusa. La lluvia golpeó la curva de sus pechos y resbaló por el hueco entre sus clavículas—. ¡Mira, me lo he quitado! ¡El amuleto! ¡Ya no lo llevo! ¡Ahora quítate el tuyo, Alan! ¡Quítatelo, si eres hombre!

La mujer se dio cuenta de que Alan tenía dificultades para entenderla desde las profundidades de la pesadilla en la que se encontraba, la pesadilla que el señor Gaunt había tejido en torno a él como un ponzoñoso capullo de seda, y, en un súbito destello de inspiración, comprendió cuál era aquella pesadilla. Cuál tenía que ser, sin duda.

—¿Te ha contado lo que les sucedió a Annie y a Todd? —preguntó con voz suave.

Alan volvió la cabeza como si lo hubiesen abofeteado y Polly supo que había dado en el clavo.

—Claro que sí —continuó—. ¿Cuál es la única cosa del mundo, la única cosa inútil, que deseas tanto como para confundirte y pensar que la necesitas? En eso consiste tu amuleto, Alan; eso es lo que Gaunt a puesto en torno a tu cuello.

Soltó el tirador e introdujo ambos brazos en el coche. La luz de la pequeña bombilla situada sobre el retrovisor los dejó a la vista. La carne tenía un color rojo oscuro, hepático. Estaban tan hinchados que los codos eran como unos hoyuelos abultados.

—Dentro del mío había una araña —continuó en el mismo tono de voz—. Una arañita minúscula. Pero crecía. Se alimentaba de mi dolor y crecía. Eso es lo que ha estado haciendo hasta que la he matado… y he recuperado mi dolor. Deseaba tanto que el dolor desapareciera, Alan… Sí, lo deseaba muchísimo, pero no necesitaba desprenderme de él. Puedo amarte y puedo amar la vida y soportar el dolor al mismo tiempo. Creo que este incluso puede hacer mejor el resto, igual que un buen engaste puede mejorar el aspecto de un diamante.

—Polly…

—Por supuesto, me ha envenenado —continuó ella meditabunda— y creo que el veneno puede matarme si no se hace algo para remediarlo. Pero ¿por qué no? Es justo. Es duro, pero justo. Compré el veneno cuando me quedé el amuleto. Ese hombre ha vendido un montón de amuletos en su repulsiva tienducha durante la última semana. Trabaja rápido, el muy desgraciado. Una arañita que crecía; eso es lo que había en el mío. ¿Y en el tuyo? ¿Qué hay en el tuyo? Annie y Todd, ¿no es eso? ¿No es eso?

—¡Polly! ¡Ace Merrill mató a mi mujer! ¡Mató a Todd! Ace Merrill…

—¡No! —gritó ella, y tomó el rostro de Alan entre sus manos dolientes—. ¡Escúchame! ¡Atiende a lo que te digo! No es solo tu vida, Alan, ¿no te das cuenta? Gaunt te hace comprar tu propia enfermedad, ¡y te hace pagar dos veces! ¿Todavía no lo has entendido? ¿No lo ves?

Alan se quedó mirándola boquiabierto… y luego, lentamente, cerró la boca. Una súbita expresión de sorpresa y perplejidad se dibujó en su rostro.

—Espera un momento… —murmuró—. Hay algo que no concuerda. En la cinta que me ha dejado hay algo que no concuerda. No puedo concretar…

—¡Sí que puedes, Alan! ¡No sé lo que te ha vendido ese cerdo, pero seguro que hay algo que no concuerda. Como el nombre en la carta que me dejó.

Alan la estaba escuchando realmente por primera vez.

—¿Qué carta?

—Eso no importa ahora. Si hay un después, te lo explicaré entonces. Lo importante es que Gaunt se excede. Está tan henchido de orgullo que es un milagro que no reviente. Alan, por favor, intenta comprenderlo: Annie ha muerto, Todd ha muerto, y si ahora te marchas a perseguir a Ace Merrill mientras el pueblo esta siendo arrasado a tu alrededor…

Una mano apareció sobre el hombro de la mujer. Un antebrazo la rodeó por el cuello y tiró de ella hacia atrás con violencia. De pronto, Ace Merrill apareció detrás de Polly y la sujetó, apuntándola con una pistola y sonriendo a Alan por encima de su hombro.

—Hablando del diablo, señora —le dijo Ace, y encima de ellos…

10

… un trueno estalló en el cielo.

Frank Jewett y su viejo «amigo» George T. Nelson habían estado frente a frente en los peldaños de la entrada al juzgado como un par de extraños pistoleros con gafas durante casi cuatro minutos, con los nervios en tensión como cuerdas de violín afinadas en la octava más alta.

—¡Yig! —exclamó Frank. Su mano buscó la pistola automática guardada en la cintura del pantalón.

—¡Auk! —exclamó George T. Nelson, y echó mano a la suya.

Desenfundaron con idéntica sonrisa febril —una sonrisa que parecía un gran grito mudo— y apuntaron. Los dedos apretaron los gatillos. Los dos disparos fueron tan sincronizados que sonaron como uno solo. Un relámpago centelleó mientras las dos balas volaban… y se rozaban en pleno vuelo, desviándose lo justo para no acertar en lo que, de otro modo, habrían sido dos blancos perfectos.

Frank Jewett notó un soplo de aire junto a su sien izquierda.

George T. Nelson advirtió un zumbido junto al lado derecho del cuello.

Los dos se contemplaron, incrédulos, por encima de las armas humeantes.

—¿Eh? —dijo George T. Nelson.

—¿Qué? —dijo Frank Jewett.

Los dos hombres sonrieron de nuevo. Dos sonrisas idénticas, de incredulidad. George T. Nelson dio un paso vacilante hacia Frank; Frank dio un paso vacilante hacia George. Un par de momentos más y los dos hombres se habrían abrazado; su disputa reducida a una minucia por aquel par de leves soplos de eternidad…

… pero en ese instante el edificio municipal reventó con un rugido que pareció quebrar el mundo, volatilizando a los dos hombres antes de que llegaran a tocarse.

11

La explosión final dejó pequeñas todas las demás. Ace y Buster habían colocado en el edificio municipal cuarenta cartuchos de dinamita en dos paquetes de veinte. Una de las bombas la habían dejado sobre el asiento del juez en la sala del tribunal. Buster había insistido en colocar la otra en el escritorio de Amanda Williams, en el ala de los miembros del Consejo Municipal.

—En cualquier caso, las mujeres no pintan nada en la política —había explicado Buster a Ace.

El ruido de la explosión fue ensordecedor, y por un instante todas las ventanas del mayor edificio del pueblo se llenaron de una luz violeta-naranja sobrenatural. A continuación, el fuego surgió a través de las ventanas, a través de las puertas, a través de los respiraderos y orificios, como brazos musculosos y despiadados. El tejado de pizarra despegó intacto, como una extraña nave espacial de formas angulosas, se elevó sobre un colchón de fuego y después se deshizo en cien mil fragmentos mellados.

En el instante siguiente, el resto del edificio reventó en todas direcciones, arrasando la zona baja de Main Street con una granizada de ladrillo y cristal a la que no sobrevivió ningún ser vivo de tamaño mayor que una cucaracha. Diecinueve hombres y mujeres murieron en la explosión, cinco de ellos periodistas que habían acudido para informar de la escalada de extraños sucesos en Castle Rock y que, en cambio, terminaron convertidos en parte de la historia.

Los coches de la policía estatal y los vehículos de los noticiarios fueron arrojados por el aire, dando vueltas, como si fueran de juguete. La furgoneta amarilla que el señor Gaunt había proporcionado a Ace y a Buster recorrió serenamente Main Street a tres metros del suelo con las ruedas girando, las puertas traseras colgando de sus goznes retorcidos y las herramientas y los temporizadores derramándose de su interior. Después se ladeó hacia la izquierda por efecto de una calurosa corriente de aire con la fuerza de un huracán y fue a estrellarse contra el despacho delantero de la agencia de seguros Dostie, barriendo máquinas de escribir y archivadores ante su abollada rejilla delantera como si fuera un quitanieves.

Un temblor como un terremoto sacudió el suelo. Los cristales de las ventanas reventaron por todo el pueblo. Las veletas, que habían apuntado hasta aquel momento al nordeste bajo la fuerza del fuerte vendaval de la tormenta (que ahora empezaba a apaciguarse, como desconcertada ante la irrupción de aquel avatar), empezaron a girar alocadamente. Varias de ellas salieron despedidas de sus espigas, y al día siguiente una se hallaría en la iglesia baptista, profundamente clavada en la puerta como la flecha de un indio merodeador.

En Castle Avenue, donde el curso de la batalla se estaba inclinando decisivamente a favor de los católicos, la lucha cesó. Henry Payton se quedó junto a su coche patrulla, con la pistola desenfundada colgando de su mano junto a la rodilla derecha, y volvió la vista hacia la bola de fuego que se alzaba al sur. La sangre le corría por las mejillas como lágrimas. El reverendo William Rose incorporó el cuerpo hasta quedar sentado, vio el monstruoso resplandor en el horizonte y empezó a sospechar que el fin del mundo había llegado y que estaba viendo la Luz Divina. El padre John Brigham se acercó hasta él tambaleándose y zigzagueando como un borracho. Tenía la nariz considerablemente desviada hacia la izquierda y la boca convertida en un amasijo sanguinolento. Tuvo la tentación de patear la cabeza al reverendo Rose como si fuera un balón de fútbol pero, en lugar de ello, le ayudó a levantarse.

En Castle View, Andy Clutterbuck ni siquiera alzó la vista. Estaba sentado en los peldaños del porche de la casa de los Potter, llorando y acunando el cuerpo de su esposa muerta en sus brazos. Aún faltaban dos años para la zambullida en el lago helado, borracho, que lo mataría, pero para Andy estaba terminando el último día que pasaría sobrio el resto de su vida.

En Dell’s Lane, Sally Ratcliffe estaba en el armario de su habitación con una fila de pequeños insectos, que serpenteaban como si bailaran una conga, descendiendo por la costura lateral de su vestido. Sally había oído lo que le había sucedido a Lester, había entendido que de algún modo se la consideraba responsable a ella (o había creído entenderlo así, y en el fondo vino a ser lo mismo) y se había colgado con el cinturón de su albornoz. Una de sus manos estaba metida en el bolsillo del vestido. Apretado entre los dedos había un fragmento de madera, una astilla renegrecida por el tiempo y esponjosa de puro podrida. Las cochinillas que la habían infestado la abandonaban ahora en busca de un nuevo hogar más estable. Alcanzaron el borde del vestido de Sally y continuaron su marcha por una de sus piernas oscilantes en dirección a la puerta.

Los ladrillos silbaron por los aires y convirtiron los edificios que se encontraban a cierta distancia del punto de la explosión en lo que parecía el día después de un duelo de artillería. Los más cercanos quedaron como ralladores de queso, o se desmoronaron totalmente.

La noche rugió como un león con una lanza envenenada atravesada en el cuello.

12

Seat Thomas, al volante del coche patrulla que Norris Ridgewick había insistido en tomar, notó que la parte trasera del vehículo se alzaba ligeramente, como si lo levantara la mano de un gigante. Un momento después, una tormenta de ladrillos rodeó el coche: dos o tres atravesaron el portaequipajes; otro rebotó en el techo; otro más aterrizó en el capó levantando una nube de polvo de ladrillo, del color de la sangre coagulada, y resbaló hasta caer al suelo.

—¡Dios santo, Norris, todo el pueblo está saltando por los aires! —chilló Seat con voz muy aguda.

—Sigue conduciendo —replicó Norris.

Se sentía ardiendo; el sudor brotaba de su cara enrojecida y sofocada en grandes gotas. Sospechaba que Ace no lo había herido mortalmente, que solo le había tocado partes no vitales en ambas ocasiones, pero seguía habiendo algo que no andaba nada bien. Notaba que algo ponzoñoso se extendía por su cuerpo y que la visión se le nublaba constantemente, pero se aferró con terquedad a la conciencia. Conforme aumentaba la fiebre, se sentía cada vez más seguro de que Alan lo necesitaba y de que, si tenía mucha suerte y era muy valiente, quizá aún podría expiar el mal terrible que había desencadenado al destrozar a navajazos los neumáticos del coche de Hugh.

Delante de él vio un pequeño grupo de gente en la calle, cerca del toldo verde de Cosas Necesarias. La columna de fuego que se alzaba de las ruinas del edificio municipal iluminó las figuras del cuadro, como actores en un escenario. Vio el coche privado de Alan, y al propio Alan saliendo de él. Frente al comisario, dando la espalda al coche patrulla en el que se acercaban Norris y Seaton Thomas, se alzaba un hombre con una pistola. El hombre retenía a una mujer delante de él, como un escudo. Norris no veía a la mujer lo suficiente para identificarla, pero el tipo que la mantenía como rehén llevaba los restos hechos jirones de una camiseta de la Harley-Davidson. Era el hombre que había intentado matar a Norris en el edificio municipal, el mismo que le había volado la tapa de los sesos a Buster Keeton. Aunque no lo había visto nunca, Norris estaba casi seguro de que había topado con Ace Merrill, la oveja negra del pueblo.

—¡Cristo Santísimo, Norris! ¡Ese es Alan! ¿Qué sucede ahora?

Fuera quien fuese, el tipo no podía oír que ellos se acercaban, pensó Norris. Imposible, con todo aquel ruido. Si Alan no miraba en aquella dirección, si no le ponía sobre aviso…

Norris tenía el revólver de reglamento sobre los muslos. Bajó el cristal de la ventanilla y levantó el arma. Si antes le había parecido que superaba los cincuenta kilos, ahora le daba la impresión de que al menos pesaba el doble.

—Conduce despacio, Seat, lo más despacio que puedas. Y cuando te toque con el pie, detén el coche. Al momento. No te molestes en pensártelo dos veces.

—¿Con el pie? ¿Qué quiere decir «con el pie»? ¿Qué te propones…?

—¡Cierra el pico, Seat! —respondió Norris en tono fatigado pero afectuoso—. Limítate a recordar lo que te he dicho.

Norris se volvió de lado, sacó la cabeza y los hombros por la ventanilla y se agarró a la barra que sostenía las luces del techo del coche patrulla. Lenta y penosamente, sacó el cuerpo del coche hasta quedar sentado en el marco de la ventanilla. El hombro herido lanzó un alarido agónico y la sangre comenzó a empapar de nuevo su camisa. Estaban a menos de treinta metros del trío plantado en medio de la calle y podía apuntar directamente, por encima del techo del vehículo, al hombre que retenía a la mujer. No podía disparar, al menos de momento, porque tenía muchas posibilidades de acertar también a esta, además de al individuo. Pero si alguno de los dos se movía…

Norris no se atrevió a acercarse más. Tocó la pierna de Seat con la punta del pie y su compañero detuvo el coche con toda suavidad en la calle cubierta de ladrillos y escombros.

Moveos, suplicó Norris. Uno de los dos, moveos. No me importa quién, y solamente ha de ser un poquito, pero, por favor, moveos.

El agente no advirtió que la puerta de Cosas Necesarias se abría; toda su atención estaba demasiado concentrada en el hombre de la pistola y en su rehén para darse cuenta. Tampoco vio que el señor Leland Gaunt salía de la tienda y se detenía bajo el toldo verde.

13

—¡El dinero era mío, hijoputa —le gritó Ace a Alan—, y si quieres que te devuelva a esta zorra con todo su equipo intacto, será mejor que me digas qué diablos has hecho con él!

Alan se había apeado del coche.

—No sé de qué me hablas, Ace —respondió.

—¡Y una mierda! —chilló Ace—. ¡Sabes perfectamente a qué me refiero! ¡El dinero de Papi! ¡El dinero de las latas! ¡Si quieres que te devuelva a la mujer, dime qué has hecho con él! ¡Y mi oferta solo seguirá en pie durante un tiempo limitado, mamón!

Alan captó con el rabillo del ojo un movimiento en Main Street, un trecho más abajo de donde ellos estaban. Era un coche patrulla y le pareció que se trataba de una unidad de la policía local, pero no se atrevió a mirar mejor para comprobarlo. Si Ace se daba cuenta de que tenía a alguien detrás, mataría a Polly. Lo haría en un abrir y cerrar de ojos. Así pues, para disimular, Alan clavó la vista en el rostro de Polly. Sus ojos oscuros parecían cansados y llenos de dolor, pero no había en ellos miedo alguno.

Alan sintió que volvía a llenarle la cordura. Era un asunto extraño la cordura. Cuando uno estaba privado de ella, no se daba cuenta. No notaba su ausencia. Solo la percibía de verdad cuando la recuperaba, como una rara ave silvestre que vivía y cantaba dentro de uno, no por decreto sino por elección.

—Sí, cometió un error —le dijo a Polly con voz serena—. Gaunt cometió un error en la cinta.

—¿De qué coño estás hablando? —La voz de Ace era punzante, saturada de coca. El hombre apretó la boca del cañón de la automática contra la sien de Polly.

Del grupo, solo Alan vio abrirse furtivamente la puerta de Cosas Necesarias, y tampoco él lo habría advertido de no haber tenido tanto cuidado en apartar su mirada del coche patrulla que se acercaba lentamente por la calle. Solamente Alan alcanzó a vislumbrar —de forma borrosa, en el límite mismo de su campo de visión— la figura alta que salía de la tienda, una figura vestida no con una chaqueta deportiva o una americana de media gala, sino con un abrigo negro de velarte.

Un abrigo de viaje.

En una mano, el señor Gaunt llevaba una maleta de estilo anticuado, de esas donde, en otra época, un viajante o un vendedor ambulante habría podido llevar sus productos y muestras. La maleta era de piel de hiena y no estaba quieta. Bajo los largos dedos blancos que se cerraban en torno al asa, el saco de viaje se hinchaba y se contraía, se formaban en él protuberancias que volvían a desaparecer enseguida. Y de su interior le llegó el leve sonido de unos gritos, como el ulular de un viento lejano o como el gemido fantasmal que emiten los cables de alta tensión. Alan no captó aquel sonido horrísono y perturbador con el oído, sino que le pareció percibirlo con el corazón y en la mente.

Gaunt permaneció bajo el toldo, desde donde podía ver tanto la escena junto al coche privado del comisario como el coche patrulla que se acercaba, y en sus ojos apareció un destello de irritación, tal vez incluso de preocupación.

Un pensamiento cruzó la mente de Alan: No sabe que lo he visto. Estoy casi seguro de que no se ha dado cuenta. Por favor, Dios mío, que no me equivoque.

14

Alan no respondió a la pregunta de Ace. Siguió dirigiéndose a Polly al tiempo que apretaba las manos en torno a la falsa lata de frutos secos. Al parecer, Ace ni siquiera había advertido la presencia de esta, muy probablemente porque Alan no había hecho el menor intento de ocultarla.

—Ese día, Annie no llevaba puesto el cinturón de seguridad —dijo a Polly—. ¿Te lo había contado alguna vez?

—Yo… no lo recuerdo, Alan.

Detrás de Ace, trabajosamente, Norris Ridgewick estaba sacando el cuerpo por la ventanilla del coche patrulla.

—Por eso salió despedida por el parabrisas. —Al cabo de un momento, pensó Alan, tendría que lanzarse a por uno de los dos, Ace o el señor Gaunt. ¿Cuál de ellos? ¿Cuál?—. Eso es lo que siempre me he preguntado: ¿por qué no llevaba puesto el cinturón de seguridad? Annie tenía tan arraigada la costumbre de ponérselo que ni siquiera le hacía falta pensar en ello. En cambio, ese día no lo hizo.

—¡Es tu última oportunidad, comisario! —le aulló Ace—. ¡O me devuelves el dinero, o ya puedes ir despidiéndote de esta zorra! ¡Tú eliges!

Alan siguió sin hacerle caso.

—Pero en la cinta llevaba el cinturón abrochado —continuó. Y de pronto lo comprendió todo. La certidumbre surgió en medio de su mente como una nítida columna plateada de llamas—. Llevaba el cinturón abrochado ¡Y la ha cagado usted, señor Gaunt!

Alan se volvió en redondo hacia la figura alta que había aparecido bajo el toldo verde, a tres metros de él. Asió la tapa de la lata de frutos secos al tiempo que daba una única zancada larga hacia el más reciente empresario de Castle Rock y, antes de que Gaunt pudiera reaccionar, antes de que sus ojos pudieran hacer otra cosa que empezar a agrandarse, Alan destapó el último artículo de broma de Todd, el que Annie había dicho que le dejara quedárselo porque solo sería niño una vez.

La serpiente saltó de la lata, y en esta ocasión no fue ninguna broma.

Esta vez fue real.

Solo lo fue durante unos segundos, y Alan nunca llegó a saber si alguien más se percató de ello, pero Gaunt sí; de eso no le cupo la menor duda. Era grande, mucho más larga que la serpiente de papel de seda que había saltado del interior hacía más o menos una semana, cuando había quitado la tapa de la lata en el aparcamiento del edificio municipal después de su largo y solitario viaje de regreso de Portland. Su piel despedía una iridiscencia tornasolada y el cuerpo estaba salpicado de rombos rojos y negros como el de una serpiente de cascabel fabulosa.

El animal abrió las mandíbulas al caer sobre la hombrera del abrigo de velarte de Leland Gaunt y Alan entornó los ojos ante el brillo deslumbrante, crómico, de sus colmillos. Vio que la mortífera cabeza triangular se alzaba hacia atrás y luego se abatía como una centella sobre el cuello de Gaunt. Vio que este alzaba las manos y la agarraba… Pero antes de que lo hiciera, los colmillos de la serpiente se hundieron en su carne no una vez sino varias. La cabeza triangular subió y bajó vertiginosamente, como la aguja de una máquina de coser.

Gaunt lanzó un grito —Alan no estuvo seguro si de dolor, de furia o de ambas cosas— y soltó la maleta para agarrar la serpiente con ambas manos. Alan vio su oportunidad y saltó hacia delante mientras Gaunt apartaba de sí el ofidio y lo arrojaba contra el suelo ante sus pies calzados con botas. Cuando se estrelló en la acera, se había convertido de nuevo en lo que había sido antes: un artículo de broma sencillo y barato, metro y medio de muelle de alambre envuelto en papel de seda verde descolorido. La clase de artículo del que solo un niño como Todd podía enamorarse y que solo un ser como Gaunt podía apreciar de verdad.

Por el cuello de Gaunt corría la sangre en pequeños hilillos que brotaban de tres pares de agujeros. La enjugó con gesto ausente, pasando por la zona una de sus extrañas manos de dedos larguísimo mientras se inclinaba para coger la maleta con la otra…, y de pronto se quedó paralizado. Allí inmóvil, con el cuerpo encorvado de aquella manera, las largas piernas encogidas y el largo brazo extendido, parecía una talla en madera de Ichabod Crane. Pero lo que buscaba su mano ya no estaba allí. La valija de piel de hiena que producía aquella horripilante sensación de respirar se encontraba ahora entre los pies de Alan. El comisario se había apoderado de ella mientras el señor Gaunt estaba ocupado con la serpiente, y lo había hecho con su destreza y rapidez habituales. Esta vez no hubo duda acerca de la expresión de Gaunt; una mezcla espeluznante de rabia, odio e incrédula sorpresa contorsionó sus facciones. El labio superior se retiró hacia atrás como el hocico de un perro y dejó a la vista una fila de dientes irregulares. Y entonces los dientes se convirtieron en agudos colmillos como limados para la ocasión. Extendió las manos abiertas y, con voz siseante, exclamó:

—¡Déme eso…, es mío!

Alan no sabía que Leland Gaunt había asegurado a decenas de vecinos de Castle Rock, desde Hugh Priest hasta Slopey Dodd, que no tenía el menor interés por las almas humanas, unas cosas tan carentes de valor, tan estropeadas y degradadas. De haberlo sabido, Alan se habría echado a reír y habría comentado que el principal artículo con que comerciaba el señor Gaunt eran las mentiras. En cambio, tenía una idea bastante clara de lo que contenía la maleta, de lo que, atrapado en su interior, lanzaba alaridos como los cables de alta tensión bajo un viento fuerte y jadeaba como un anciano asustado en su lecho de muerte. Sí, tenía una idea muy clara.

El señor Gaunt dejó al descubierto su dentadura completa en una sonrisa macabra. Sus manos espantosas avanzaron aún más hacia Alan.

—Se lo advierto, comisario, no se entrometa. Si lo hace, se arrepentirá. ¡La bolsa es mía, repito!

—Me parece que no, señor Gaunt. Tengo la impresión de que lo que lleva dentro es propiedad robada. Creo que será mejor…

Ace había observado boquiabierto la sutil pero sostenida transformación de Leland Gaunt de comerciante en monstruo. El brazo que tenía en torno al cuello de Polly se relajó un poco y la mujer vio su oportunidad.

Volvió la cabeza y hundió los dientes hasta las encías en la muñeca que la sujetaba. Ace la apartó de un empujón sin pensar en lo que hacía y Polly cayó de bruces en plena calle. Ace apuntó el arma hacia ella.

—¡Puta! —gritó.

15

—¡Por fin! —murmuró Norris Ridgewick agradecido.

Apoyó el cañón del revólver de reglamento sobre una de las barras de las luces. Contuvo el aliento, apretó el labio inferior entre los dientes y tiró del gatillo. Ace Merrill se vio empujado de pronto sobre la mujer caída en la calle —era Polly Chalmers, y Norris tuvo tiempo de pensar que debería haberlo imaginado—, mientras los restos de la parte posterior de su cabeza salían disparados en todas direcciones, convertidos en esquirlas y grumos.

De pronto Norris se sintió muy débil.

Pero también experimentó una increíble dicha.

16

Alan no prestó la menor atención al final de Ace Merrill.

Leland Gaunt tampoco.

Los dos se mantuvieron frente a frente: Gaunt en la acera; Alan de pie junto a su coche, con la espantosa maleta jadeante entre sus piernas.

Gaunt respiró hondo y cerró los ojos. Algo pasó por su rostro, una especie de brillo tenue. Cuando abrió de nuevo los párpados, reapareció aquel Leland Gaunt que había engañado a tanta gente en el pueblo, aquel señor Gaunt educado y encantador. Dirigió una mirada a la serpiente de papel caída en la acera, le dirigió una mueca de desprecio y la mandó a la cuneta de un puntapié. Después miró de nuevo a Alan y extendió una mano.

—Por favor, comisario, no discutamos más. Es tarde y estoy cansado. Usted quiere que me vaya del pueblo y yo deseo lo mismo. Me iré… tan pronto como me devuelva usted lo que es mío. Y es mío, se lo aseguro.

—¡Ya puede asegurar lo que quiera! ¡No le creo, amigo!

Gaunt miró a Alan con impaciencia y cólera.

—¡Esa maleta y su contenido me pertenecen! ¿No cree en la libertad de comercio, comisario? ¿Qué es usted, una especie de comunista? ¡He hecho un trato por todas y cada una de las cosas que contiene esa bolsa! ¡Las he conseguido de forma justa y honrada! Si lo que quiere es una recompensa, un emolumento, una comisión, un porcentaje de intermediario, una propina del tarro de las monedas o como quiera usted llamarlo, lo entenderé y se la pagaré con sumo gusto. Pero debe usted comprender que este es un asunto comercial, no legal…

—¡Nos ha engañado a todos! —gritó Polly—. ¡Nos ha engañado, nos ha mentido y nos ha estafado!

Gaunt le dirigió una mirada apenada y se volvió de nuevo a Alan.

—No es verdad. He comerciado como hago siempre. Enseño a los clientes los artículos que tengo a la venta… y dejo que ellos decidan. Así pues…, si me hace el favor…

—Creo que me quedo con la maleta —replicó Alan sin cambiar el tono de voz. Una pequeña sonrisa, tan leve y afilada como una placa de hielo de noviembre, apareció en sus labios—. Digamos que es en calidad de elemento de prueba, ¿de acuerdo?

—Me temo que usted no puede hacer eso, comisario. —Gaunt bajó de la acera y puso el pie en la calzada. En sus ojos brillaban unos pequeños abismos rojos de luz—. Puede morir, pero no puede quedarse con lo que es mío. No puede, si yo quiero recuperarlo. Y eso es lo que pretendo hacer.

Dio otro paso hacia Alan y los pozos rojos de sus pupilas se hicieron aún más profundos. Al avanzar, dejó la huella de una bota sobre un amasijo, de color harina de avena, de masa encefálica de Ace.

Alan notó que su estómago trataba de encogerse dentro de sí mismo, pero no se amedrentó. En lugar de ello, juntó las manos delante del faro izquierdo del coche. Las cruzó haciendo la forma de un pájaro y empezó a mover las muñecas rápidamente hacia delante y hacia atrás.

Los gorriones vuelven a volar, señor Gaunt, dijo para sí.

La sombra proyectada de una gran ave —más un halcón que un gorrión y dotada de un inquietante realismo para ser una sombra inmaterial— aleteó de pronto sobre la falsa fachada de Cosas Necesarias. Gaunt la vislumbró con el rabillo del ojo, se volvió hacia ella, soltó un jadeo y se retiró de nuevo.

—Márchate del pueblo, amigo mío —exigió Alan.

Cambió la posición de las manos y esta vez la sombra de un perro de gran tamaño (un San Bernardo, quizá) avanzó por la fachada de Coser y Cantar iluminada por los faros del coche. Y en las proximidades (tal vez por mera coincidencia, tal vez no), un perro se puso a ladrar. Un perro grande, a juzgar por el sonido.

Gaunt se volvió en aquella dirección. Parecía algo molesto y, decididamente, desconcertado.

—Tienes suerte de que te deje escapar —continuó Alan—, pero ¿de qué iba a acusarte? El robo de almas quizá conste en el código legal que emplean Brigham y Rose, pero no creo que lo encontrase en el mío. De todos modos, te aconsejo que te marches mientras aún puedes hacerlo.

—¡Devuélveme la bolsa!

Alan lo miró tratando de parecer incrédulo y despectivo mientras el corazón le golpeaba furiosamente en el pecho.

—¿Todavía no lo has entendido? ¿Todavía no lo asimilas? Has perdido. ¿Tal vez se te ha olvidado qué es encajar una derrota?

Gaunt se quedó mirando a Alan un largo segundo y, finalmente, asintió.

—Sabía que era conveniente evitarte… —Suspiró. Casi parecía hablar para sí mismo—. Lo sabía muy bien. De acuerdo. Tú ganas. —Empezó a darse la vuelta y Alan se relajó ligeramente—. Me voy…

Y se volvió de pronto, tan deprisa que a su lado Alan parecía lento. Su rostro había cambiado de nuevo. Su aspecto humano había desaparecido por completo. Su rostro era el de un demonio, con los pómulos prominentes y alargados y unos ojos caídos que despedían un fuego anaranjado.

—¡… pero no sin lo que es mío! —gritó, y saltó a por la maleta.

De alguna parte, de allí mismo o de mil kilómetros de distancia, a Alan le llegó el alarido de Polly: «¡Cuidado, Alan!». Pero no había tiempo para tener cuidado; el demonio, con un hedor pestilente mezcla de azufre y de cuero de zapato frito, se le echaba encima. Solo tenía tiempo para actuar… o morir.

Llevó la mano derecha a la cara interna de la muñeca izquierda y buscó el pequeño lazo elástico que sobresalía de la pulsera del reloj. Una parte de él le anunciaba que no resultaría, que ni siquiera un nuevo milagro de transmutación de la materia podría salvarlo esta vez, porque aquel truco de la flor plegable ya estaba inutilizado, ya estaba…

El pulgar se deslizó dentro del lazo.

El pequeño paquete de papel saltó de la correa.

Alan alargó la mano hacia delante, al tiempo que soltaba el lazo por última vez.

—¡Abracadabra, jodido mentiroso! —exclamó, y lo que se abrió en su mano no fue un ramo de flores sino un cegador abanico de luz que bañó la parte alta de Main Street con un brillo fabuloso de colores cambiantes. De repente se dio cuenta de que los colores que surgían de su puño en una especie de fuente increíble formaban un único color, igual que los refractados por un prisma de cristal o los que pinta el arco iris en el cielo son un único color. Alan notó que una corriente de energía le recorría el brazo y por un momento se sintió embargado por un éxtasis profundo e incoherente:

¡El blanco! ¡La venida del blanco!

Gaunt aulló de dolor, de rabia y de miedo… pero no retrocedió. Quizá era lo que Alan había apuntado: hacía tanto tiempo que no perdía la partida que tal vez lo había olvidado. Intentó deslizarse bajo el haz de luz que brillaba en el puño de Alan y por un instante sus dedos llegaron a rozar el asa de la maleta entre las piernas de este.

De pronto, un pie calzado con una zapatilla apareció en escena. Y el pie de Polly pisó con fuerza la mano de Gaunt.

—¡No lo toques! —gritó la mujer.

Gaunt levantó la vista hacia ella emitiendo un gruñido… y Alan dirigió aquel haz de luz hacia su rostro. El señor Gaunt dejó escapar un largo gemido quejumbroso de dolor y de miedo, y retrocedió arrastrándose, con unas chispas azules crepitando en sus cabellos. Sus largos dedos blanquecinos hicieron un último esfuerzo por asir la valija, y esta vez fue Alan quien los aplastó bajo su pie.

—Te ordeno por última vez que te vayas —proclamó con una voz que no reconoció como propia. Era demasiado firme, demasiado segura, demasiado llena de poder. Comprendió que probablemente no sería capaz de acabar con aquella cosa que se acurrucaba ante él con una mano crispada levantada para protegerse el rostro de aquel espectro de luz cambiante, pero al menos podía obligarlo a marcharse. Aquella noche tenía el poder para hacerlo…, si se atrevía a hacer uso de él. Si se atrevía a mantenerse firme y plantar cara—. Y te ordeno por última vez que te marches sin eso.

—¡Sin mí, morirán! —gimió el ser en que se había transformado Gaunt. Las manos le colgaban entre las piernas y unas largas zarpas emitían chasquidos al contacto con los escombros esparcidos por la calle—. Hasta la última de ellas morirá sin mí, como plantas sin agua en el desierto. ¿Es eso lo que quieres? ¿Eh?

Polly se había acercado a Alan y, apretada contra su costado, respondió con frialdad:

—Sí. Mejor que mueran aquí y ahora, si eso es lo que ha de suceder, a que te las lleves contigo y vivan. Todos hemos cometido actos reprobables, pero el precio es demasiado alto.

El ser monstruoso emitió un siseo y alzó las garras hacia ellos.

Alan cogió la maleta y retrocedió lentamente por la calzada sin separarse de Polly. Levantó la fuente de flores de luz y esta bañó de un fulgor extraño, vertiginoso, al señor Gaunt y su Tucker Talisman. Se llenó de aire los pulmones, más de lo que su cuerpo había aspirado nunca, y cuando habló, las palabras surgieron de él como un rugido en una voz inmensa que no era la suya.

—¡VETE DE AQUÍ, DEMONIO! ¡YO TE EXPULSO DE ESTE LUGAR!

El monstruo que había sido Gaunt chilló como si se escaldara con agua hirviendo. El toldo verde de Cosas Necesarias estalló en llamas y el escaparate reventó hacia el interior, con el cristal pulverizado en diamantes. Encima del puño cerrado de Alan surgieron brillantes rayos de todos los colores —azules, verdes, rojos, anaranjados, intensos tonos violáceos— en todas direcciones. Durante unos momentos pareció que sostenía en su mano una minúscula estrella en explosión.

La valija de piel de hiena se abrió con un lánguido chasquido y las voces quejumbrosas atrapadas en ella escaparon en un vapor invisible pero que todos —Alan, Polly, Norris y Seaton— percibieron.

Polly notó que el veneno caliente y penetrante de sus brazos y su pecho desaparecía.

El calor que poco a poco sofocaba el corazón de Norris se disipó.

Por todo Castle Rock, porras y armas fueron arrojadas al suelo mientras la gente se miraba con los ojos perplejos de quien acaba de despertar de una pesadilla angustiosa.

Y la lluvia cesó.

17

Sin dejar de gritar, el ser infernal que había tomado la forma de Leland Gaunt se alejó a saltos y trompicones por la acera hasta el Tucker. Abrió la portezuela y se colocó al volante. El motor cobró vida con un rugido. No era el ruido de un motor fabricado por manos humanas. Una larga lengua de fuego color naranja surgió del tubo de escape como un eructo. Las luces traseras se encendieron y no eran bombillas con un vidrio rojo, sino unos ojillos repugnantes, los ojos de diablillos crueles.

Polly Chalmers lanzó un chillido y volvió la cara contra el hombro de Alan. Este, en cambio, no pudo apartar la mirada. Alan estaba condenado a ver y a recordar toda su vida lo que iba a suceder, igual que recordaría las maravillas más brillantes de la noche: la serpiente de papel que por unos instantes había cobrado vida, las flores de papel que se habían convertido en un ramo de luz y una provisión de poder…

Los tres faros del coche se encendieron simultáneamente. El Tucker maniobró en la calle, convirtiendo el asfalto bajo las ruedas en una pasta humeante. Dio un giro a la derecha marcha atrás, con un chirrido, y aunque no llegó a tocarlo, el coche de Alan salió despedido hacia atrás varios palmos como si un potente imán lo repeliera. La parte delantera del Talisman había empezado a brillar con una luminosidad blancuzca, lechosa, y bajo aquel fulgor parecía estar cambiando de forma.

El coche relinchó, apuntando pendiente abajo hacia la caldera hirviente de lo que había sido el edificio municipal, el amasijo de coches y furgonetas destrozadas y el río rugiente que ya no salvaba ningún puente. El motor rugió en un acelerón desquiciado, como almas aullando en un frenesí discordante, y el resplandor brillante y brumoso empezó a extenderse hacia atrás, abarcando todo el coche.

Durante un breve instante, el ser en que se había transformado Gaunt asomó por la ventanilla en plena transmutación y miró a Alan como si lo estuviera marcando para siempre con sus pupilas rojas, sus ojos romboidales y su boca abierta en un gruñido desmesurado.

Entonces el Tucker empezó a avanzar.

Tomó velocidad pendiente abajo y las transformaciones que experimentaba también se aceleraron. El coche pareció fundirse y cambiar de forma. El techo se desplazó hacia atrás y a los relucientes tapacubos les salieron radios, al tiempo que las ruedas se hacían más altas y más delgadas. Una figura empezó a cobrar forma de los restos del morro del Tucker. Era un caballo negro con los ojos tan encarnados como los del señor Gaunt, un caballo envuelto en un velo lechoso de luminosidad, cuyas pezuñas levantaban fuego del pavimento y dejaban unas huellas profundas y humeantes impresas en medio de la calle.

El Talisman se había convertido en una calesa abierta con un enano jorobado sentado en el pescante. Las botas del enano se apoyaban con fuerza en el guardafango del carruaje y las punteras de aquellas botas, enroscadas hacia arriba como las de un califa, parecían estar en llamas.

Pero los cambios aún no habían concluido. Conforme la reluciente calesa corría hacia el extremo inferior de Main Street, los costados del carruaje empezaron a crecer; un techo de madera con un portaequipajes sobre él empezaron a tomar forma de aquella nube proteica que lo nutría. Apareció una ventana, y los radios de las ruedas despidieron unos fantasmales destellos de color cuando estas, junto a las pezuñas del caballo negro, despegaron de la calzada. El Talisman se había convertido en una calesa, y esta se transformó a su vez en una carreta de buhonero como las que habían cruzado el país un siglo atrás. Y en el costado del carromato había algo escrito que Alan apenas alcanzó a distinguir.

CAVEAT EMPTOR!

decía. El carromato, a cinco metros del suelo y ascendiendo cada vez más, pasó a través de las llamas que se alzaban de las ruinas del edificio municipal.

Las pezuñas del caballo negro galoparon por una senda invisible en el cielo, sin dejar de despedir chispas de brillantes tonos azules y anaranjados. Se elevó sobre el río como una caja brillante en el aire y pasó sobre el puente derruido, que yacía en el cauce como el esqueleto de un dinosaurio.

Después una columna de humo procedente del edificio en llamas formó un velo a través de Main Street, y cuando se dispersó Leland Gaunt y su carreta infernal habían desaparecido.

18

Alan acompañó a Polly hasta el coche patrulla que había traído a Norris y a Seaton calle arriba desde el edificio municipal. Norris aún estaba encaramado en la ventanilla, asido a las barras de las luces. Estaba demasiado débil para introducirse de nuevo en el coche sin caerse. Alan deslizó las manos en torno al vientre de Norris (aunque el agente, de constitución enjuta como un palo, apenas tenía) y lo ayudó a ponerse en pie.

—Norris…

—¿Qué, Alan? —Ridgewick estaba llorando.

—En adelante puedes cambiarte de ropa en el aseo siempre que quieras. ¿De acuerdo?

Norris no dio muestras de haberlo oído.

Alan había notado la sangre que empapaba la camisa de su primer ayudante.

—¿Estás muy malherido?

—No demasiado. Al menos no me lo parece. Pero esto… —Movió la manos en dirección a las casas del pueblo, abarcando en el gesto todos los incendios y todos los escombros—. Todo esto es culpa mía. ¡Mía!

—No es verdad —replicó Polly.

—¡No lo comprendéis! —El rostro de Norris era una mueca contorsionada de dolor y de vergüenza—. ¡Fui yo quien reventó las ruedas del coche de Hugh Priest! ¡Fui yo quien lo provocó!

—Sí, es probable que lo hicieras —convino Polly—. Y tendrás que vivir con ello. Igual que yo fui quien provocó a Ace Merrill y también tendré que vivir con ello. —Señaló con la mano hacia donde católicos y baptistas se estaban dispersando en todas direcciones, sin que los escasos policías perplejos que seguían en pie los persiguieran. Algunos de los participantes en aquella guerra de religión avanzaban a solas; otros lo hacían acompañados. El padre Brigham parecía ayudar a sostenerse al reverendo Rose, y Nan Roberts tenía el brazo en torno a la cintura de Henry Payton. Luego la mujer continuó—: Pero ¿quién les provocó a ellos, Norris? ¿Y a Wilma? ¿Y a Nettie? ¿Y a todos los demás? Lo único que puedo decir es que, si lo has hecho todo tú solo, debes de ser una auténtica fiera en el trabajo.

Norris prorrumpió en unos sonoros sollozos de angustia.

—Lo siento tanto…

—Yo también —asintió Polly con voz apaciguadora—. Tengo el corazón destrozado.

Alan abrazó brevemente a Norris y a Polly; luego se apoyó en la ventanilla del asiento del acompañante y preguntó a Seat:

—¿Qué tal te sientes tú, muchacho?

—Bastante animado —le respondió el viejo agente. En realidad, parecía absolutamente alerta. Confuso pero alerta—. Todos vosotros tenéis mucho peor aspecto que yo.

—Lo mejor será que llevemos a Norris al hospital, Seat. Si tienes sitio ahí, podríamos ir todos.

—¡Claro, Alan! ¡Arriba! ¿A qué hospital?

—Al Northern Cumberland —dijo Alan—. Allí hay un chiquillo al que quiero visitar. Quiero asegurarme de que su padre ha ido a verlo.

—Alan, ¿tú has visto lo mismo que yo creo haber visto? ¿Sucedió de verdad que el coche de ese tipo se convirtió en un carromato y salió volando por los aires?

—No lo sé, Seat —respondió el comisario—. Y te diré la más pura verdad: no quiero saberlo nunca.

Henry Payton acababa de llegar y dio unos golpecitos en el hombro a Alan. Traía la mirada extraviada y perpleja y tenía el aspecto de un hombre que pronto experimentaría grandes cambios en su manera de vivir, en su manera de pensar, o en ambas.

—¿Qué ha sucedido, Alan? —inquirió—. ¿Qué ha sucedido en realidad en este maldito pueblo?

Fue Polly quien respondió:

—Ha habido una venta. La mayor que se ha visto nunca…, pero, al final, algunos de nosotros hemos decidido no comprar.

Alan había abierto la puerta y ayudó a Norris a acomodarse en el asiento delantero. Después tocó el hombro de Polly.

—Sube —dijo—. Nos vamos. Norris está herido y ha perdido mucha sangre.

—¡Eeeh! —protestó Henry—. Tengo muchas preguntas y…

—Ahórratelas. —Alan se sentó en el asiento trasero junto a Polly y cerró la puerta—. Hablaremos mañana, pero ahora estoy fuera de servicio. De hecho, creo que voy a estar fuera de servicio en este pueblo el resto de mi vida. Date por satisfecho con esto: se ha acabado. Fuera lo que fuese, lo sucedido en Castle Rock ha terminado.

—Pero…

Alan se inclinó hacia delante y dio una palmadita en el hombro huesudo de Seat.

—Vámonos —le indicó con voz pausada—. Y no te preocupes por el motor.

Seat enfiló Main Street arriba, en dirección al norte. El coche patrulla tomó a la izquierda en la bifurcación y empezó a ascender Castle Hill hacia el mirador. Al llegar a la cima de la colina, Alan y Polly se volvieron a la vez para contemplar el pueblo, donde los incendios brillaban como rubíes. Alan experimentó tristeza, y una sensación de pérdida, y una pena extraña, defraudada.

Mi pueblo, se dijo. Era mi pueblo. Pero ya no. Nunca más.

Los dos se volvieron hacia delante de nuevo en el mismo instante, y terminaron mirándose el uno al otro.

—Nunca lo sabrás —dijo ella en un susurro—. Lo que les sucedió realmente a Annie y a Todd ese día… nunca lo sabrás.

—Ya no quiero saberlo —le respondió Alan Pangborn, y la besó en la mejilla con ternura—. Eso pertenece a la oscuridad. Que la oscuridad se lo lleve.

Llegaron a lo alto del mirador y tomaron la carretera 119, al otro lado de la colina. Castle Rock desapareció de la vista. La oscuridad había engullido también el pueblo.