1
El inicio de la tormenta obligó a Alan a reducir la marcha a un paso de tortuga a pesar de su creciente sensación de que el tiempo se había hecho vital y amargamente importante y de que si no regresaba pronto a Castle Rock daría igual que ya no volviera a poner los pies allí. Gran parte de la información que necesitaba, le pareció en aquel momento, había estado siempre en su mente, encerrada tras una recia puerta. La puerta tenía un rótulo meticulosamente impreso en ella, pero no decía DESPACHO DEL PRESIDENTE o SALA DE SESIONES, ni siquiera PRIVADO, NO ENTRAR. La inscripción de aquella puerta de la mente de Alan decía ESTO NO TIENE SENTIDO. Lo único que había necesitado para abrirla había sido la llave adecuada, la llave que le había proporcionado Sean Rusk. ¿Y qué había detrás de ella?
Cosas Necesarias, por supuesto. Y su propietario, el señor Leland Gaunt.
Brian Rusk había comprado un cromo de béisbol en Cosas Necesarias, y el chico estaba muerto. Nettie Cobb había comprado una pantalla de lámpara en Cosas Necesarias, y también ella estaba muerta. ¿Cuántos vecinos más de Castle Rock habían ido al pozo y habían comprado agua envenenada a aquel hombre ponzoñoso? Norris, seguro: una caña de pescar. Y Polly: un amuleto mágico. Y la madre de Rusk: unas gafas de sol baratas que tenían algo que ver con Elvis Presley. Incluso Ace Merrill había comprado algo en la tienda; un libro viejo. Alan habría apostado a que Hugh Priest también había hecho alguna compra… y Danforth Keeton…
¿Quién más? ¿Cuántos más?
Detuvo el coche antes de cruzar el puente en el preciso instante en que un relámpago cayó del cielo y derribó uno de los viejos olmos de la otra orilla del río Castle. Se produjo una enorme crepitación eléctrica y un destello deslumbrante. Alan se llevó un brazo ante los ojos, pero el fogonazo había quedado ya impreso en sus retinas en un azul intenso, mientras la radio del coche transmitía un potente rugido de electricidad estática y el olmo caía en el río con pomposa y pesada dignidad.
Bajó el brazo y lanzó un aullido cuando el trueno estalló directamente sobre su cabeza, con la potencia suficiente para resquebrajar el mundo. Por un instante, sus ojos deslumbrados no pudieron distinguir nada y temió que el árbol hubiera caído sobre el puente, bloqueándole el camino al pueblo. Luego lo vio tendido corriente arriba de la vieja estructura metálica oxidada, enterrado en una pequeña zona de rápidos. Alan entró una marcha y empezó a cruzar. Mientras lo hacía oyó el ulular del viento, que ya alcanzaba cotas de vendaval, entre los puntales y las vigas del puente.
La lluvia batía contra el parabrisas del viejo coche familiar, convirtiendo todo lo que había más allá en una confusa alucinación. Cuando Alan dejó atrás el puente y entró en la parte baja de Main Street, en el cruce con Watermill Lane, la lluvia se hizo tan intensa que los limpiaparabrisas, incluso a toda velocidad, resultaban completamente inútiles. Alan bajó el cristal de la ventanilla, sacó la cabeza y continuó así. Quedó empapado al instante.
La zona en torno al edificio municipal estaba atestada de coches de la policía y furgonetas de noticiarios, pero también tenía un extraño aire desierto, como si los ocupantes de todos aquellos vehículos hubieran sido teletransportados de pronto al planeta Neptuno por unos extraterrestres malvados.
Alan vio a algunos reporteros escrutando el exterior desde el refugio de sus furgonetas y a un agente de la policía estatal corriendo por el callejón que conducía al aparcamiento del edificio municipal, levantando un gran chapoteo. Sin embargo, eso fue todo.
Tres bocacalles más arriba, en dirección a Castle Hill, un coche patrulla de la policía del estado cruzó Main Street a gran velocidad hacia el oeste por Laurel Street. Un momento después, otro coche patrulla cruzó la calle principal del pueblo. Este circulaba por Birch Street e iba en dirección contraria al primero. Sucedió tan deprisa —zip, zip— que pareció una escena sacada de una comedia de policías ineptos. Loca academia de policía IV, quizá. Alan, sin embargo, no vio nada de divertido en ella. Le produjo la sensación de una acción sin objetivo, una especie de movimiento al tuntún, provocado por el pánico. De pronto, tuvo la certeza de que Henry Payton había perdido el control de lo que sucedía aquella noche en Castle Rock, si es que en algún momento había tenido algo más que una falsa ilusión de controlar algo.
El comisario creyó oír unas voces lejanas procedentes de Castle Rock. Resultaba difícil asegurarlo, con la lluvia y los truenos y el viento que arreciaba, pero a Alan no le pareció que los gritos fueran producto de su imaginación. Como para confirmarlo, un coche de la policía del estado salió rugiendo del callejón contiguo al edificio municipal, con las luces del techo centelleando y formando haces que iluminaban varias franjas de lluvia plateada, y se encaminó en aquella dirección. Al hacerlo, estuvo a punto de rozar de costado un camión de gran tamaño de los noticiarios de la WMTW.
Alan recordó haber percibido, durante la semana precedente, que había algo profundamente inquietante en el pueblo; que alguna cosa que no alcanzaba a comprender andaba mal y que Castle Rock estaba temblando al borde de una sacudida impensable. Ahora la sacudida se había producido, y todo había sido urdido por aquel hombre
(Brian dijo que el señor Gaunt no era humano)
al que Alan no había conseguido conocer.
Un grito se alzó en la noche, agudo y taladrador. Le siguió un ruido de cristales al romperse y luego, procedente de alguna otra parte, un disparo y una risotada desquiciada, idiota. Un trueno resonó en el aire como una pila de tableros que se derrumbara.
Pero ahora tengo tiempo, pensó Alan. Sí, mucho tiempo. Señor Gaunt, creo que ya va siendo hora de conocernos. Y creo que ya va siendo hora de que descubra usted qué les sucede a los que vienen a mi pueblo a fastidiar.
Haciendo caso omiso del lejano estruendo de caos y violencia que entraba por la ventanilla abierta, sin mirar siquiera hacia el edificio municipal desde el cual, presumiblemente, Henry Payton coordinaba las fuerzas de la ley y el orden —o al menos intentaba hacerlo—, Alan siguió Main Street arriba hacia Cosas Necesarias.
Antes de llegar, el intenso fogonazo candente de un relámpago se extendió por el cielo como un árbol de fuego eléctrico, y mientras el cañonazo del trueno acompañante aún rugía sobre el pueblo, todas las luces de Castle Rock se apagaron.
2
Al agente Norris Ridgewick, ataviado con el uniforme que guardaba para los desfiles y otras ocasiones de gala, estaba en el cobertizo anexo a la casita que había compartido con su madre hasta que esta había muerto de un infarto cerebral en otoño de 1986; la casita en la que desde entonces había vivido solo. Estaba de pie sobre un taburete. De una de las vigas del techo colgaba una cuerda con un lazo anudado. Norris colocó la cabeza dentro del lazo y lo estaba cerrando con fuerza contra su oreja derecha cuando cayó el relámpago y las dos bombillas que iluminaban el cobertizo parpadearon y se apagaron.
Pese a ello, Norris continuó viendo la caña de pescar Bazun apoyada contra la puerta que conducía a la cocina. Había deseado muchísimo aquella caña y había creído conseguirla baratísima, pero al final el precio había sido muy alto. Demasiado alto para que Norris pudiera pagarlo.
Su casa estaba en la zona alta de Watermill Lane, donde la calle torcía de nuevo hacia Castle Hill y el mirador. Gracias al viento favorable, le llegaba el sonido de la batalla campal que aún proseguía allá arriba: los gritos, los alaridos, los disparos esporádicos.
Soy responsable de eso, pensó. No de todo —¡eso no, cielos!—, pero sí de una parte. He participado. Soy el causante de que Henry Beaufort esté herido o agonizante; tal vez incluso muerto, allá en Oxford. Soy la razón de que Hugh Priest yazca en una camilla del frigorífico del depósito de cadáveres. Yo soy el causante. El tipo que siempre quiso ser policía y ayudar a los demás, que lo deseó desde que era un crío. El estúpido, gracioso y torpe Norris Ridgewick, que había creído necesitar una caña de pescar Bazun y poder conseguirla barata.
—Lamento lo que hice —balbuceó Norris—. Con eso no se arregla nada, pero si de algo vale, lo siento de veras.
Se dispuso a saltar del taburete cuando, de pronto, una nueva voz le habló dentro de su mente. Entonces ¿por qué no intentas arreglar las cosas, pedazo de gallina?
—No puedo —murmuró. Otro relámpago cruzó el cielo; la sombra del hombre dio unos saltos alocados en la pared del cobertizo, como si ya hubiese empezado a bailar la danza del ahorcado—. Es demasiado tarde.
Entonces, por lo menos, echa un vistazo a la razón que te impulsó a hacerlo todo, insistió la voz enfadada. Eso puedes hacerlo, ¿verdad? ¡Echa un vistazo! ¡Obsérvala bien!
Otro relámpago iluminó el cobertizo. Norris contempló la caña Bazun, y emitió un gran grito de agonía e incredulidad. Dio un respingo y estuvo a punto de volcar el taburete y colgarse por accidente.
La Bazun de línea esbelta, tan flexible y resistente, había desaparecido, reemplazada por una pértiga de bambú sucia y astillada, apenas una vara con un carrete Zebco de niño sujeto a ella mediante una tuerca oxidada.
—¡Alguien me la ha robado! —exclamó Norris.
Todos sus amargos celos y su codicia paranoica volvieron a su cabeza en un abrir y cerrar de ojos, y el hombre solo pensó que tenía que salir a la calle y encontrar al ladrón. Los mataría a todos, hasta al último vecino del pueblo, si era necesario, con tal de atrapar la perversa mano responsable.
—¡Alguien me ha robado mi Bazun! —aulló de nuevo, meciéndose sobre el taburete.
No, replicó la voz irritada. La caña siempre ha sido así. Lo único que te han robado son tus anteojeras, las que tú mismo te pusiste por tu propia voluntad.
—¡No! —Norris notó como si tuviera la cabeza aprisionada entre dos manos monstruosas; dos manos que ahora empezaban a presionar—. ¡No, no, no!
Pero el relámpago iluminó de nuevo la sucia caña de bambú donde momentos antes había estado la Bazun. La había colocado allí para que fuese la última cosa que viera cuando saltara del taburete. No había entrado nadie; nadie la había tocado. Por lo tanto, lo que decía la voz tenía que ser verdad.
Siempre ha sido así, insistió la voz colérica. La única cuestión es esta: ¿vas a hacer algo al respecto, o piensas huir y perderte en la oscuridad?
Norris empezó a llevar las manos hacia el nudo de la cuerda y, en ese preciso instante, intuyó que no estaba solo en el cobertizo. En aquel instante, le pareció percibir un olor a tabaco y a café y a alguna colonia suave… Southern Gentleman, quizá. Los olores del señor Gaunt.
No supo si perdía el equilibrio o unas manos irritables e invisibles lo empujaban. Su cuerpo se abalanzó hacia delante y uno de sus pies derribó el taburete.
El grito de Norris quedó sofocado cuando la cuerda se tensó en torno a su cuello. Una mano extendida hacia lo alto encontró la viga de la que colgaba y se agarró a ella. Consiguió encaramarse a medias, hasta que la cuerda se aflojó un poco, y llevó la otra mano al lazo. Notaba el cáñamo aprisionándole el cuello.
—¡Exacto: No! —oyó que gritaba el señor Gaunt enfurecido—. ¡Esa es la palabra exacta, maldito estafador: No!
El señor Gaunt no estaba allí. No lo estaba realmente. Norris sabía que nadie lo había empujado. Sin embargo, tuvo la absoluta certeza de que una parte de aquel hombre estaba allí de todos modos… Y el señor Gaunt no estaba satisfecho, porque no era así como se suponía que debían ir las cosas. Se suponía que los incautos no debían ver nada. Al menos hasta que fuera demasiado tarde para que tuviese importancia.
Dio desesperados tirones del lazo, pero era como si el nudo corredizo estuviera bañado en cemento rápido. El brazo del cual se sostenía le temblaba descontroladamente. Sus pies se abrían y cerraban como tijeras a un metro del suelo. No podía mantener aquella postura mucho más tiempo. Ya era sorprendente que hubiera conseguido encaramarse con una mano hasta aflojar la tensión de la cuerda.
Por fin consiguió introducir dos dedos bajo el lazo. Lo abrió un poco y extrajo la cabeza en el preciso instante en que un calambre terrible, entumecedor, le recorría el brazo del que se sostenía. Cayó al suelo hecho un guiñapo sollozante, sujetándose el brazo acalambrado contra el pecho. Estalló un relámpago que convirtió la saliva de sus dientes desnudos en delicados arcos de luz púrpura. Entonces se le nubló la conciencia —no supo decir durante cuánto tiempo—, pero la lluvia seguía cayendo y los relámpagos aún cruzaban el cielo cuando su mente empezó a despertar de nuevo.
Se levantó tambaleándose y se acercó a la caña de pescar sin dejar de sostenerse el brazo. El calambre empezaba a remitir pero Norris aún jadeaba. Cogió la caña y la examinó con detenimiento y rabia.
Bambú. Bambú sucio y vulgar. Absolutamente del montón. No valía nada.
Norris hinchó su pecho poco voluminoso tomando aliento y soltó un grito de vergüenza y de rabia. Al mismo tiempo, levantó la rodilla y rompió la caña de pescar sobre ella. Juntó los dos pedazos y repitió la operación. Los fragmentos tenían un tacto desagradable, casi enfermizo. Un tacto fraudulento. Los arrojó a un lado y rebotaron en el suelo hasta detenerse junto al taburete caído como otros tantos palillos chinos de consulta mágica cuya lectura no tenía sentido.
—¡Ya está! —gritó—. ¡Ya está! ¡Ya está! ¡YA ESTÁ!
Los pensamientos de Norris se concentraron en el señor Gaunt. El señor Leland Gaunt, con sus sienes plateadas y su tweed y su sonrisa hambrienta y forzada.
—Voy a cogerte —masculló Norris Ridgewick—. No sé qué va a suceder después, pero te juro que te pillaré.
Se encaminó a la puerta del cobertizo, la abrió de un empujón y salió bajo el diluvio. El coche patrulla, la unidad dos, estaba aparcado en el camino de la casa. Inclinó su cuerpo enjuto contra el viento y se dirigió hacia él.
—No sé qué eres —dijo en voz alta—, pero voy a por tu culo mentiroso y timador.
Montó en el coche y dio marcha atrás por el camino particular de la casa. En su rostro se mezclaban la humillación, el dolor y la rabia. Cuando salió a la calle, tomó a la izquierda y puso rumbo a Cosas Necesarias tan veloz como pudo.
3
Polly Chalmers estaba soñando.
En el sueño, entraba en Cosas Necesarias pero la figura de detrás del mostrador no era Leland Gaunt, sino la tía Evvie Chalmers. Tía Evvie llevaba su mejor vestido azul y su chal del mismo color, el del ribete rojo. Sujeto entre sus dientes postizos, grandes e improbablemente uniformes, tenía un Herbert Tareyton.
—¡Tía Evvie! —gritó Polly en su sueño. Un inmenso placer y un alivio aún más inmenso (ese alivio que solo conocemos en los sueños felices y en el momento de despertar de los más aterradores) la llenó como una luz—. ¡Tía Evvie, estás viva!
Pero tía Evvie no dio muestras de reconocerla.
—Compre lo que quiera, señorita —le dijo—. Por cierto…, ¿cómo te llamabas, Polly o Patricia? A veces se me olvidan las cosas.
—Tía Evvie, claro que sabes cómo me llamo. Soy Trisha. Siempre he sido Trisha para ti.
Tía Evvie no pareció oírla.
—Como quiera que te llames, hoy tenemos una oferta especial: Liquidación total.
—Tía Evvie, ¿qué haces aquí?
—Pertenezco a este lugar —respondió tía Evvie—. Todo el pueblo pertenece a este lugar, señorita Dos Nombres. De hecho, toda la gente del mundo pertenece a este lugar, porque a todo el mundo le encanta una ganga. A todo el mundo le gusta tener algo a cambio de nada…, aunque le cueste todo.
La sensación placentera desapareció de repente. La reemplazó el temor. Polly contempló las vitrinas y vio unas botellas de un líquido oscuro con el rótulo TÓNICO ELÉCTRICO DEL DOCTOR GAUNT. Había unos juguetes mecánicos toscamente elaborados que escupían los muelles y tosían las piezas la segunda vez que se les daba cuerda. Había zafios artilugios sexuales y unos frasquitos de algo que parecía cocaína, y que llevaban escrito en la etiqueta POLVOS PARA LA POTENCIA VIRIL DEL DOCTOR GAUNT. Abundaban los artículos de broma baratos: cagadas de perro de plástico, polvos de picapica, petardos para cigarrillos, flores que lanzaban chorros de agua… Había un par de esos prismáticos de rayos X que, se suponía, permitían a uno ver a través de puertas cerradas y de las ropas femeninas pero que, en realidad, no hacían otra cosa que dejarle tiznado todo el contorno de los ojos al acercárselos a ellos. Había ramos de flores de plástico, cartas de juego marcadas y frascos de perfume barato con la etiqueta POCIÓN AMOROSA NÚMERO 9 DEL DOCTOR GAUNT, CONVIERTE LA LASITUD EN LUJURIA. Las vitrinas eran un catálogo de inoportunidades, inconveniencias e inutilidades.
—Lo que tú quieras, señorita Dos Nombres —dijo tía Evvie.
—¿Por qué me llamas así, tía Evvie? Por favor…, ¿no me reconoces?
—Todo tiene garantía de funcionamiento. Lo único que no tiene garantía de funcionamiento después de la venta eres tú. De modo que anímate y compra, compra, compra.
Tía Evvie la miraba ahora directamente, y Polly notó que el terror la atravesaba como una cuchilla.
En los ojos de tía Evvie veía compasión, pero era una compasión terrible, cruel.
—¿Cómo has dicho que te llamas, hija? Me parece que antes lo sabía…
En el sueño (y en su cama) Polly se echó a llorar.
—¿Se ha olvidado de tu nombre alguien más? —preguntó tía Evvie—. Supongo que sí. Da la impresión de que sí.
—¡Tía Evvie, me estas asustando!
—Te estás asustando tú misma, hija —respondió tía Evvie sin apartar sus ojos de Polly—. Solo recuerda que cuando compras aquí, señorita Dos Nombres, también estás vendiendo.
—¡Pero lo necesito! ¡Mis manos…! —exclamó Polly, y continuó llorando con más fuerza.
—¡Sí, eso es lo que cuenta, señorita Polly San Francisco! —replicó tía Evvie, y sacó de la vitrina una de las botellas con la etiqueta TÓNICO ELÉCTRICO DEL DOCTOR GAUNT. La colocó sobre el mostrador. Era una botellita no muy alta llena de algo que parecía fango claro—. No puede hacer que se vaya el dolor, claro (no hay nada que pueda hacer eso), pero lleva a cabo una transferencia.
—¿A qué te refieres? ¿Por qué me asustas?
—Eso que llevas cambia la localización de tu artritis, señorita Dos Nombres; en lugar de las manos, la enfermedad ataca tu corazón.
—¡No!
—Sí.
—¡No! ¡No! ¡No!
—Sí. Claro que sí. Y tu alma, también. Pero así conservarás tu orgullo. Por lo menos te quedará eso, ¿y no tiene una mujer derecho a su orgullo? Cuando haya desaparecido todo lo demás (corazón, alma, incluso el hombre al que amas) te quedará eso, señorita Polly San Francisco, ¿verdad que sí? Que ese sea tu alivio durante el resto de tu vida. Ojalá te sirva de algo. Es preciso que te sirva porque, si sigues por este camino, seguramente no habrá otro consuelo.
—¡Basta, por favor! ¿No puedes…?
4
—¡Basta! —murmuró en el sueño—. ¡Basta, por favor! Por favor.
Polly se revolvió en la cama hasta quedar de costado. El azká tintineó suavemente al rozar con la cadena. Un relámpago iluminó el cielo y derribó el olmo junto al río, haciéndolo caer sobre las aguas bravas de la corriente mientras Alan Pangborn permanecía sentado al volante de su coche, cegado por el resplandor.
El estampido del trueno que lo acompañó despertó a la mujer. Polly abrió los ojos. Su mano buscó al instante el azká y se cerró en torno a él con un gesto protector. La mano se movió con agilidad; las articulaciones se movían con la suavidad y facilidad de cojinetes de bolas bañados en un aceite denso y limpio.
«Señorita Dos Nombres…, señorita Polly San Francisco.»
—¿Qué…?
Tenía la voz espesa, pero ya notaba la mente clara y alerta. Como si no acabara de despertar de un sueño sino de un estado de reflexión tan profundo que casi podía confundirse con un trance. Notaba que algo pugnaba por asomar en su mente, algo del tamaño de una ballena. Fuera, los relámpagos centelleaban y parpadeaban en el cielo como brillantes cohetes púrpura de fuegos artificiales.
«¿Se ha olvidado de tu nombre alguien más…? Da la impresión de que sí.»
Alargó la mano hacia la mesilla de noche y encendió la lámpara. Junto al teléfono Princesa, el teléfono equipado con las teclas de tamaño especial que ya no necesitaba, estaba el sobre que había encontrado en el suelo del vestíbulo junto al resto del correo, al regresar a casa aquella tarde. Polly había vuelto a doblar la terrible misiva y la había guardado de nuevo en el sobre.
Entre el potente retumbar de los truenos le pareció captar voces de gente gritando, procedentes de algún rincón de la noche. Polly no les prestó atención. Estaba pensando en el cuco, ese pájaro que pone sus huevos en un nido ajeno cuando su propietario está ausente. Cuando la futura madre regresa, ¿se da cuenta de que hay un huevo de más? Claro que no; sencillamente, lo acepta como propio. De la misma forma que ella había aceptado como auténtica aquella maldita carta solo porque la había encontrado en el suelo del vestíbulo junto a un par de catálogos y un anuncio de la cadena de televisión por cable de Maine Occidental.
Se había limitado a aceptarla, pero cualquiera podía echar una carta por la ranura del correo de su casa, ¿no?
—Señorita Dos Nombres —murmuró con voz desmayada—. Señorita Polly San Francisco.
Y de eso se trataba, ¿no era cierto? Era aquello lo que su subconsciente había recordado y le había transmitido mediante la elaboración de la figura de tía Evvie: ella había sido la señorita Polly San Francisco.
Hacía mucho tiempo ya, pero lo había sido.
Alargó la mano hacia el sobre.
¡No!, le dijo una voz. Y en esta ocasión era otra voz que Polly también conocía muy bien. ¡No toques eso, Polly…! ¡No lo hagas si sabes lo que te conviene!
Una punzada de dolor tan fuerte y negro como el café del día anterior le recorrió las manos.
«No puede hacer que el dolor desaparezca…, pero puede efectuar una transferencia.»
Aquella cosa del tamaño de una ballena empezaba a asomar en la superficie. La voz del señor Gaunt no podía detenerla; nada podía hacerlo.
Tú puedes detenerla, Polly, dijo el señor Gaunt. Créeme, debes hacerlo.
La mano se retiró antes de tocar la carta. Volvió al azká y se convirtió en un puño protector en torno a él. Polly notó algo en su interior, algo que había sido calentado con el calor de su cuerpo y que se movía frenéticamente dentro del amuleto de plata hueco, y le embargó una profunda repulsión. Notó el estómago débil y suelto, y las tripas descompuestas.
Soltó el dije y, de nuevo, alargó la mano hacia el sobre.
Última advertencia, Polly, la previno la voz del señor Gaunt.
Sí, replicó la de tía Evvie. Creo que lo dice en serio, Trisha. A ese hombre siempre le han gustado las mujeres que se enorgullecen de sí mismas, pero ¿sabes una cosa?, me parece que detesta a quienes deciden que no merece la pena mantener el tipo. Me parece que ha llegado el momento de que decidas, de una vez por todas, cuál es tu verdadero nombre.
Polly cogió el sobre sin hacer caso de un nuevo hormigueo de advertencia en las manos, y observó la dirección, perfectamente mecanografiada. La carta —la «presunta» carta, la «presunta» fotocopia— había sido remitida a la «Sra. Patricia Chalmers».
—No —susurró—. Eso está mal. No es el nombre que debería constar. —Su mano se cerró lenta y firmemente sobre el papel, arrugándolo. Un dolor sordo le invadió el puño, pero Polly hizo caso omiso. Tenía los ojos brillantes, febriles—. En San Francisco siempre fui Polly. Allí era Polly para todo el mundo, ¡incluso para el Servicio de Bienestar Infantil!
Usar aquel nombre había formado parte de su intento por romper con todos los aspectos de su vida anterior a los que achacaba la culpa de sus desgracias (nunca, ni en sus noches más oscuras, se había permitido en esa época soñar siquiera que la mayoría de las heridas se las había infligido ella misma). En San Francisco no había existido ninguna Trisha, ni Patricia; solo Polly. Ese era el nombre que había empleado en las tres solicitudes que había presentado en el Servicio de Bienestar Infantil, y el que había estampado en la firma: Polly Chalmers, sin ninguna inicial en medio.
La mujer supuso que, si Alan había escrito realmente a aquella oficina de San Francisco, habría pedido antecedentes acerca de Patricia Chalmers. En tal caso, ¿no daría resultado negativo la búsqueda en el fichero? Sí, por supuesto. Ni siquiera la dirección correspondería, porque, durante todos aquellos años, las señas que había indicado en la casilla reservada a DIRECCIÓN DE LA ÚLTIMA RESIDENCIA habían sido las de la casa de sus padres, que estaba en el otro extremo del pueblo.
¿Y si Alan les dio los dos nombres, el de Patricia y el de Polly?
Aunque así hubiera sido. Polly conocía suficientemente el funcionamiento de la burocracia gubernamental para creer que no importaba qué nombre o nombres les hubiera dado Alan; al enviarle a ella aquella carta, la gente de San Francisco lo habría hecho al nombre y la dirección que constaba en sus archivos. Polly tenía una amiga en Oxford que aún recibía la correspondencia de la Universidad de Maine remitida a su nombre de soltera, aunque ya llevaba más de veinte años casada.
En cambio, el sobre había llegado remitido a Patricia Chalmers, no a Polly Chalmers. ¿Y quién en el pueblo la había llamado Patricia hacía apenas unas horas, aquel mismo día?
La misma persona que había sabido que Nettie Cobb se llamaba en realidad Netitia. Su buen amigo Leland Gaunt.
Todo esto de los nombres es interesante, intervino de pronto la tía Evvie, pero no es lo principal. Lo importante es el hombre, tu hombre. Porque es tu hombre, ¿verdad? Incluso ahora. Sabes muy bien que él nunca actuaría a tus espaldas como esta carta dice que ha hecho, no importa qué nombre aparezca en ella o lo convincente que pueda resultar… Lo sabes muy bien, verdad.
—Sí —susurró ella—. Conozco a Alan.
¿Realmente había llegado a creer todo aquello? ¿O solo había dejado a un lado sus dudas sobre aquella carta absurda e increíble porque tenía miedo (terror, en realidad) de que Alan descubriera la desagradable verdad sobre el azká y la obligara a escoger entre el amuleto y él?
—No, no. Eso sería demasiado sencillo —se susurró a sí misma—. Lo has creído de verdad. Solo durante medio día, pero te lo has creído. ¡Oh, Jesús, Señor! ¿Qué he hecho, Dios mío?
Arrojó al suelo la carta arrugada con la expresión asqueada de una mujer que acaba de darse cuenta de que tiene en las manos una rata muerta.
No le he contado la causa de mi enfado, pensó. No le he dado la menor oportunidad de explicarse. Simplemente me… me he limitado a dar por sentado lo de la carta, sin más. ¿Por qué? ¿Por qué, Dios santo?
Lo sabía muy bien. La culpa había sido de aquel temor, súbito y avergonzado, a ver descubiertas sus mentiras sobre la causa de la muerte de Kelton, intuidas las penalidades de su vida en San Francisco, evaluada su culpabilidad en la muerte de su hijo…, y todo ello por parte del único hombre del mundo cuya aprobación ella quería y necesitaba.
Pero aquello no era todo. Ni siquiera la parte más importante. Sobre todo había sido una cuestión de orgullo. De orgullo herido, ultrajado, palpitante, engreído y malévolo. De orgullo, esa moneda sin la cual su bolso estaría completamente vacío. Había creído lo que decía la carta porque la había asaltado un acceso de pánico a la vergüenza. A una vergüenza nacida del orgullo.
«Siempre me han gustado las mujeres que se enorgullecen de sí mismas.»
Una terrible oleada de dolor inundó sus manos. Con un gemido, las recogió contra sus pechos.
Aún no es demasiado tarde, Polly, dijo en tono meloso la voz del señor Gaunt. Incluso ahora, aún no es demasiado tarde.
—¡Oh, a la mierda el orgullo! —chilló Polly de pronto en la penumbra sofocante de su habitación cerrada, y se arrancó el azká del cuello.
La sostuvo en alto sobre su cabeza, con el puño cerrado en torno a él y la cadenita de plata meciéndose agitadamente a un lado y a otro, y notó que la esfera de plata del amuleto se rompía dentro de su mano como la cáscara de un huevo.
—¡A la mierda el orgullo!
Al instante, el dolor se abrió camino en sus manos como un animalillo hambriento, pero Polly supo en aquel preciso momento que el dolor no era tan terrible como había pensado. No era en absoluto tan insoportable como había temido. Lo supo con la misma certeza que sabía que Alan no había escrito nunca al Departamento de Bienestar Infantil de San Francisco pidiendo datos acerca de ella.
—¡A LA MIERDA EL ORGULLO! ¡A LA MIERDA! ¡A LA MIERDA! —gritó, y arrojó el azká al otro extremo de la alcoba.
El dije se estrelló contra la pared, rebotó en el suelo y se abrió. A la luz de un relámpago, Polly vio asomar por la hendidura dos patas peludas. La grieta se amplió y del interior salió una pequeña araña que se escabulló hacia el cuarto de baño. El resplandor de un nuevo relámpago dejó impresa en el suelo su sombra, un óvalo alargado, como un tatuaje eléctrico.
Polly saltó de la cama y la persiguió. Tenía que matarla… y deprisa. Porque, ante su horrorizada mirada, la araña estaba creciendo. El bicho se había estado alimentando del veneno que absorbía de su cuerpo, y una vez libre del recipiente que lo había contenido, no había modo de saber cuánto podía crecer.
Descargó la mano sobre el interruptor de la luz del baño y el fluorescente del espejo del lavamanos se encendió con un parpadeo. Polly localizó la araña escabullándose hacia la bañera. Al cruzar la puerta del baño no era mayor que un escarabajo; ahora, ya tenía el tamaño de un ratón.
Cuando Polly entró, la alimaña dio media vuelta y avanzó hacia la mujer. Sus patas producían un espantoso sonido chirriante al golpear las baldosas. Estaba entre mis pechos, estaba apoyada contra mí, estaba en contacto conmigo… todo el rato, tuvo tiempo de pensar Polly.
La araña tenía un cuerpo marrón negruzco erizado de pequeñas cerdas. De las patas también sobresalían unos finos pelos. Sus ojos, faltos de brillo como dos rubíes falsos, la miraron, y Polly observó que de su boca sobresalían dos colmillos como los dientes curvos de un vampiro. Y de ellos rezumaba un líquido de color claro cuyas gotas, al tocar las baldosas, abrían en ellas pequeños cráteres humeantes.
Soltando un grito, Polly agarró el desatascador que guardaba junto al inodoro. Sus manos volvieron a lanzarle un grito de dolor, pero las cerró en torno al mango de madera del utensilio y golpeó con él a la araña. Esta retrocedió, con una de sus patas rota y colgándole a un lado, inutilizada. Polly la persiguió mientras el bicho corría hacia la bañera.
Herida o no, continuaba creciendo. Ahora, tenía ya el tamaño de una rata. Su abdomen abultado se había arrastrado por las baldosas, pero al llegar a la cortina de la ducha, empezó a subir por ella con extraña agilidad. Las patas rascaban el plástico con un sonido como el de un pequeño chapoteo. Las anillas de la cortina tintineaban al bailar en la barra de acero de la que pendían.
Polly descargó el desatascador como si fuera un bate de béisbol, con la recia ventosa de caucho surcando el aire y lanzando un sonoro zumbido, y golpeó de nuevo aquel ser espantoso. La ventosa de caucho alcanzó una gran zona de la araña, pero, por desgracia, no fue muy efectiva una vez dio en el blanco. La cortina de la ducha se hinchó hacia dentro y el bicho cayó en el interior de la bañera emitiendo un chasquido carnoso.
Y en aquel instante se fue la luz.
Polly se quedó inmóvil en la oscuridad, con el desatascador en la mano, y escuchó el movimiento de la araña. Entonces descargó un nuevo relámpago y alcanzó a ver el lomo giboso y peludo sobresaliendo del borde de la bañera. La cosa que había salido de aquel azká del tamaño de un dedal, el ser que se había estado nutriendo de la sangre de su corazón al tiempo que eliminaba el dolor de sus manos, era ya grande como un gato.
Ese sobre que dejé en la vieja casa Camber… ¿qué debía de contener?, se dijo Polly.
Con el azká lejos ya de su cuello y el dolor despierto y aullante en sus manos, ya no podía decirse a sí misma que no tenía nada que ver con Alan.
Los colmillos de la araña chasquearon contra la superficie de porcelana. Sonó como si alguien golpeara deliberadamente una superficie dura con el canto de una moneda para llamar la atención. Sus ojillos sin vida miraban ahora a la mujer por encima del borde de la bañera.
Es demasiado tarde, parecían decir aquellos ojos. Demasiado tarde para Alan, demasiado tarde para ti. Demasiado tarde para todo el mundo.
Polly se lanzó contra el bicho.
—¿Qué me has obligado a hacer? —gritó—. ¿Qué me has obligado a hacer, monstruo? ¿Qué me has obligado a hacer?
La araña se levantó sobre las patas traseras, dando obscenos zarpazos con las delanteras hacia la cortina de la ducha para mantener el equilibrio, dispuesta a responder a su ataque.
5
Ace Merrill empezó a sentir un poco de respeto por el tipo cuando Keeton sacó una llave que abría el cobertizo con los carteles rojos en forma de rombo que decían EXPLOSIVOS en la puerta. Empezó a respetarlo un poco más cuando notó el aire helado, oyó el ronroneo grave y constante del aparato de aire acondicionado y vio las cajas apiladas. Dinamita comercial. Un montón de dinamita comercial. No era exactamente lo mismo que tener un arsenal lleno de misiles Stinger, pero se parecía lo suficiente para organizar un buen rock and roll. ¡Vaya que sí!
En la bandeja entre los dos asientos frontales de la furgoneta había, además de una serie de otras herramientas y útiles, una potente linterna de ocho pilas, y en aquel momento —mientras Alan se acercaba a Castle Rock en su viejo coche privado, mientras Norris Ridgewick estaba sentado en la cocina de su casa preparando un nudo de ahorcar con una recia soga de cáñamo, mientras el sueño de Polly Chalmers con su tía Evvie llegaba a su conclusión— Ace pasó el foco brillante de la linterna de una caja a la siguiente. Encima de ellos, la lluvia tamborileaba sobre el techo del cobertizo. Caía con tal fuerza que Ace casi pensó que volvía a estar en las duchas de la cárcel.
—¡Vamos allá! —dijo Buster con voz ronca y áspera.
—Un momento más, Papi —respondió Ace—. Es hora de un descanso.
Pasó la linterna a Buster y sacó la bolsa de plástico que le había dado el señor Gaunt. Volcó un montoncito de coca en el revés de la mano, en el hueco de la base del pulgar, y aspiró rápidamente.
—¿Qué es eso? —preguntó Buster en tono suspicaz.
—Polvo sudamericano de primera. De lo mejorcito.
—¡Oh! —Keeton soltó un bufido—. Cocaína. Ellos venden cocaína.
Ace no tuvo que preguntar quiénes eran Ellos. El tipo no había hablado de otra cosa durante el trayecto hasta allí y Ace sospechaba que no cambiaría de tema en toda la noche.
—No es cierto, Papi —replicó—. Ellos no la venden; la quieren acaparar toda. —Colocó otro montoncito de polvo en la petaca del pulgar y extendió la mano—. Pruébala y dime si me equivoco.
Keeton le miró con una mezcla de duda, curiosidad y sospecha.
—¿Por qué me llamas «Papi»? No tengo edad suficiente para ser tu padre.
—Bueno, dudo que hayas leído nunca un cómic underground, pero hay un dibujante que se llama R. Crumb —explicó Ace. La coca producía ya su efecto, encendiendo todas sus terminaciones nerviosas—. Inventa unas historietas sobre un tipo llamado Zippy, y tú eres igualito al Papi de Zippy.
—¿Y qué tal es ese personaje? —dijo Buster receloso.
—Fabuloso —le aseguró Ace—. Pero, si quiere, le llamaré señor Keeton. —Hizo una pausa y añadió con toda premeditación—: Igual que le llaman Ellos.
—No —replicó Buster al instante—. Papi me parece bien. Mientras no sea un insulto.
—Desde luego que no —dijo Ace—. Vamos, pruébela. Un poco de este material y estará entonando «Aibó, aibó, cantando al trabajar» hasta el amanecer.
Buster le lanzó otra mirada de torva suspicacia y esnifó la coca que Ace le había ofrecido. Tosió, estornudó y se tapó la nariz con los dedos. Sus ojos lagrimeantes miraron amenazadoramente a Ace.
—¡Escuece!
—Solo la primera vez —le aseguró Ace con regocijo.
—De todos modos, no siento nada. Dejémonos de tonterías y llevemos la dinamita a la furgoneta.
—Desde luego, Papi.
Tardaron menos de diez minutos en cargar las cajas. Cuando hubieron terminado con la última, Buster dijo:
—Quizá esos polvos hagan algo, después de todo. ¿Tienes un poco más?
—Claro, Papi —asintió Ace con una sonrisa—. Y yo te acompañaré.
Montaron en la furgoneta y se encaminaron de nuevo al pueblo. Conducía Buster y a Ace le empezó a recordar, no ya al padre de Zippy, sino a Señor Sapo de El viento en los sauces, de Walt Disney. En los ojos del presidente del Consejo Municipal había aparecido una luz nueva y frenética. Era asombrosa la rapidez con que la confusión había desaparecido de su mente; ahora se sentía capaz de entender todo lo que Ellos habían estado urdiendo: cada plan, cada trama, cada maquinación. Se lo explicó todo a Ace mientras este permanecía sentado con las piernas cruzadas en la parte posterior de la furgoneta, acoplando temporizadores Hotpoint a los fulminantes. Al menos de momento, Buster se había olvidado de Alan Pangborn, que era el caudillo de todos Ellos. Estaba extasiado con la idea de volar Castle Rock, o cuanto de él fuera posible, y reducirlo a pedazos.
El respeto de Ace por Keeton se convirtió en rotunda admiración. El tipejo estaba chiflado y a Ace le caían bien los chiflados. Siempre le habían gustado. Se sentía a gusto con ellos. Y como mucha gente en su primer contacto con la cocaína, la mente de Papi andaba de ronda por los planetas exteriores. Era incapaz de callar. Lo único que tenía que hacer Ace era seguir diciendo «Ajá» y «Exacto, Papi» y «Tienes toda la razón, Papi».
Varias veces estuvo a punto de llamar a Keeton Señor Sapo, en lugar de Papi, pero se contuvo a tiempo. Llamar Señor Sapo a aquel tipo podía ser muy mala idea.
Cruzaron el puente cuando Alan estaba aún a más de cinco kilómetros de él y bajaron de la furgoneta bajo la lluvia torrencial. Ace encontró una manta en uno de los compartimientos de atrás de la furgoneta y cubrió con ella un paquete de cartuchos de dinamita y uno de los temporizadores con fulminante incorporado.
—¿Necesitas ayuda? —preguntó Buster nervioso.
—Será mejor que dejes el asunto en mis manos, Papi. Lo más probable es que te cayeras a ese maldito río, y tendría que perder tiempo pescándote. Limítate a tener los ojos bien abiertos, ¿de acuerdo?
—Lo que tú digas. Ace… ¿Por qué no esnifamos un poco más de esa coca, antes de empezar?
—Ahora mismo no —respondió Ace en tono condescendiente, al tiempo que daba unas palmaditas a Buster en uno de sus brazos carnosos—. Ese material es casi puro. ¿Quieres estallar?
—Yo no —replicó Buster—. Todo lo demás sí, pero yo no —añadió con una risotada desquiciada, a la que Ace se sumó.
—Nos lo estamos pasando bien esta noche, ¿verdad, Papi?
Buster descubrió, para su sorpresa, que era cierto. La depresión que lo había dominado después del… del accidente de Myrtle parecía entonces a años luz. Le daba la impresión de que él y su excelente amigo, Ace Merrill, tenían por fin a todos Ellos donde querían: en la palma de su mano colectiva.
—Desde luego —asintió, y contempló cómo Ace se deslizaba por la orilla mojada y cubierta de hierba al lado del puente, con el paquete de dinamita envuelto en la manta y sujeto contra el vientre.
Debajo del puente, el terreno estaba relativamente seco, aunque eso poco importaba, ya que tanto la dinamita como los fulminantes estaban impermeabilizados. Ace colocó el paquete en el codo formado por dos de los puntales y conectó el fulminante a la dinamita introduciendo los cables, que ya había pelado convenientemente, en uno de los cartuchos. Movió el gran disco blanco del temporizador hasta el 40 y oyó cómo empezaba a sonar el tictac.
Salió de debajo del puente y ascendió la resbaladiza pendiente casi a gatas.
—¿Y bien? —preguntó Buster con impaciencia—. ¿Qué opinas, estallará?
—Estallará —asintió Ace tranquilizándolo, y montó de nuevo en la furgoneta. Estaba calado hasta los huesos, pero no le importaba.
—¿Y si Ellos lo descubren? ¿Y si Ellos lo desconectan antes de que…?
—Papi… —respondió Ace—. Escucha un momento, Papi. Saca la cabeza por esa puerta y escucha.
Buster lo hizo y le pareció oír débilmente, entre el retumbar de los truenos, unos gritos y alaridos. Luego, mucho más nítido, escuchó el estampido seco y breve de un disparo de pistola.
—El señor Gaunt los mantiene ocupados. —Ace rió—. Es un hijo de puta muy listo. —Volcó un montoncito de cocaína en el hueco del pulgar, aspiró, llenó otra vez el hueco y colocó la mano bajo la nariz de Buster—. Aquí tienes, Papi. Que te aproveche.
Buster bajó la cara y aspiró.
Dejaron atrás el puente unos siete minutos antes de que Alan Pangborn lo cruzara. Debajo, la aguja negra del reloj marcaba 30.
6
Ace Merrill y Danforth Keeton (alias Buster, alias Papi de Zippy, alias Señor Sapo de la Mansión Sapo) avanzaron lentamente por Main Street en la furgoneta bajo la lluvia torrencial, como Santa Claus y su ayudante, dejando pequeños paquetes aquí y allá. En dos ocasiones, coches de la policía del estado pasaron rugiendo a su lado, pero ninguno de ellos mostró interés por lo que parecía uno más de los vehículos de las emisoras de televisión. Como había dicho Ace, el señor Gaunt los tenía muy ocupados.
Dejaron un temporizador y cinco cartuchos de dinamita en el umbral de la funeraria Samuels. Al lado de esta quedaba la barbería. Ace se envolvió el brazo con la manta de la furgoneta y rompió el cristal de la puerta con el codo. Dudaba mucho que la barbería estuviera equipada con alarma… o que la policía se molestara en acudir, si sonaba. Buster le entregó otra bomba recién preparada —usaban un cable, que habían encontrado entre los útiles y herramientas de la furgoneta, para sujetar los relojes y los fulminantes a la dinamita— y Ace la arrojó por el hueco del cristal. Los dos contemplaron cómo rodaba hasta detenerse al pie de la silla más próxima a la puerta, con el reloj en marcha en la marca 25.
—Nadie vendrá por aquí a afeitarse en un buen rato, Papi —murmuró Ace casi sin aliento, y Buster lanzó una risilla jadeante.
Después se separaron. Ace arrojó un paquete al interior de Galaxia mientras Buster introducía otro en el buzón de depósitos nocturnos del banco. Cuando volvían a la furgoneta bajo el azote de la lluvia, un relámpago hendió el cielo. El olmo cayó sobre el río con un crujido desgarrador. Los dos se detuvieron en la acera un instante, vueltos hacia el río y convencidos de que la dinamita colocada bajo el puente había estallado veinte minutos antes de tiempo, pero no observaron rastro de fuego.
—Creo que ha sido un rayo —comentó Ace—. Habrá derribado un árbol. Vamos.
Cuando arrancaban, esta vez con Ace al volante, el coche familiar de Alan pasó junto a ellos. Bajo el diluvio, no se reconocieron.
Continuaron hasta la cafetería de Nan. Ace rompió el cristal con el codo y dejaron la dinamita y un temporizador en marcha, este marcando 20, justo a la entrada, cerca del mostrador de la caja registradora. Cuando ya se marchaban, un relámpago increíblemente brillante descargó de las nubes y todas las luces de la calle se apagaron.
—¡Es la electricidad! —exclamó Buster con regocijo—. ¡Se ha ido la luz! ¡Fantástico! ¡Vamos al edificio municipal! ¡Hagamos que salte en pedazos!
—Papi, ese sitio está abarrotado de policías, ¿no lo has visto?
—Están persiguiendo sus propios rabos —le replicó Buster con impaciencia—. Y cuando estos regalos empiecen a estallar, van a perseguírselos todavía más deprisa. Además, ya es de noche y podemos ir por el edificio del juzgado, por el otro lado. La llave maestra también abre esa puerta.
—¡Tienes más huevos que un toro, Papi! ¿Lo sabías?
Buster le dedicó una breve sonrisa.
—Tú también, Ace. Tú también.
7
Alan se detuvo en una de las plazas de aparcamiento en semibatería frente a Cosas Necesarias, paró el motor del coche y se quedó allí sentado un momento, observando la tienda del señor Gaunt. En el rótulo de la puerta se leía un fragmento de una canción de los Beatles:
TÚ DICES HOLA YO DIGO ADIÓS
ADIÓS ADIÓS
NO SÉ POR QUÉ TU DICES HOLA YO DIGO ADIÓS.
Los relámpagos se encendían y apagaban como gigantescos neones, dando al escaparate el aspecto de un ojo inexpresivo, muerto. Sin embargo, un profundo instinto le sugería que Cosas Necesarias, aunque cerrada y sin actividad, tal vez no estaba vacía. El señor Gaunt podía haber abandonado el pueblo aprovechando la confusión, desde luego: con la tormenta en su punto álgido y los policías yendo de un lado a otro como gallinas decapitadas, nadie se lo habría impedido. Sin embargo, la imagen del señor Gaunt que se había formado en su mente durante el largo y agitado trayecto desde el hospital de Bridgton era la de un Joker, esa némesis de Batman. Alan tenía la intuición de que estaba tratando con la clase de individuo que consideraría la máxima muestra de humor instalar una válvula de retroceso con propulsión a chorro en la taza del retrete de un amigo. ¿Se marcharía un individuo así, la clase de tipo que le pondría a uno una chincheta en la silla o le acercaría una cerilla encendida a la planta del pie solo por divertirse un rato, antes de ver cómo uno se sentaba o cómo se daba cuenta de que tenía el calcetín ardiendo y el fuego empezaba a prender en la pernera del pantalón? ¡Por supuesto que no! ¿Cómo iba a perderse ese placer?
Creo que todavía estás por aquí, pensó Alan. Creo que quieres presenciar toda la juerga. ¿Verdad, hijo de puta?
Permaneció sentado, muy quieto, contemplando la tienda del toldo verde y tratando de sondear la mente de un hombre capaz de desencadenar una serie de sucesos tan compleja y malintencionada. Estaba demasiado concentrado para advertir que el coche aparcado a su izquierda era muy antiguo, aunque de diseño muy fluido, casi aerodinámico. Se trataba, concretamente, del Tucker Talisman del señor Gaunt.
¿Cómo lo has hecho?, pensó Alan. Hay muchas cosas que quiero saber, pero una sola bastará por esta noche. ¿Cómo has podido hacerlo? ¿Cómo has podido saber tanto de nosotros tan deprisa?
«Brian dijo que el señor Gaunt no era humano, en realidad.»
A la luz del día, Alan se habría mofado de semejante idea, como se había burlado de la posibilidad de que el amuleto de Polly tuviera poderes curativos sobrenaturales. Pero en aquel momento, en plena noche y estrujado en el puño desquiciado de la tormenta, mientras contemplaba el escaparate convertido en un ojo inexpresivo y muerto, la idea cobró una fuerza innegable y siniestra. Recordó el día en que se había acercado a Cosas Necesarias con la concreta intención de conocer y charlar con el señor Gaunt, y evocó la extraña sensación que lo había invadido al atisbar a través del cristal con las manos en los costados de la cara para reducir los reflejos. Se había sentido observado, aunque la tienda estaba claramente vacía. Y no solo eso; había percibido que su observador era maligno, aborrecible. La sensación había sido tan intensa que por un momento había tomado su propio reflejo por el rostro desagradable (y semitransparente) de otra persona.
¡Qué poderosa había sido la sensación…, qué intensa!
Alan se descubrió recordando otra cosa, algo que le decía su abuela cuando era pequeño: «La voz del diablo es muy dulce de escuchar».
«Brian dijo…»
¿Cómo había averiguado tantas cosas el señor Gaunt? ¿Y por qué, en nombre de Dios, se había fijado en un lugar como Castle Rock?
«Brian dijo que el señor Gaunt no era humano, en realidad.»
De pronto, Alan se inclinó hacia delante y palpó con la mano el suelo del coche, en el lado del acompañante. Por un instante pensó que lo que andaba buscando ya no estaba, que se había caído del coche en algún momento del día mientras la puerta estaba abierta, pero al fin sus dedos tropezaron con la curva de metal. Se había deslizado rodando bajo el asiento, sencillamente. Lo sacó con dedos torpes, lo levantó… y la voz de la depresión, ausente desde que dejara la habitación de Sean Rusk en el hospital (o tal vez era solo que había estado demasiado ocupado para oírla) habló con su voz sonora y llena de un inquietante regocijo.
¡Hola, Alan! ¡Hola! He estado ausente, lo lamento, pero ahora ya he vuelto, ¿vale? ¿Qué tienes ahí? ¿Una lata de frutos secos? ¡No! Es lo que parece, pero no es eso, ¿verdad? Es la última compra que hizo Todd en la tienda de artículos de broma de Auburn, ¿verdad? Una falsa lata de surtido de frutos secos con una serpiente verde dentro. Una serpiente de papel rizado con un muelle en el interior. Y cuando te la trajo con los ojillos brillantes y una sonrisa ancha y embobada en la cara, tú le dijiste que devolviera aquella tontería, ¿no fue eso lo que le dijiste? Y cuando bajó la cara, fingiste que no te dabas cuenta. Le dijiste…, déjame recordar… ¿Qué le dijiste?
—Que los estúpidos y el dinero no duran juntos —murmuró Alan con voz embotada. Dio vueltas y más vueltas a la lata entre sus manos, mirándola y recordando la cara de Todd—. Eso fue lo que le dije.
¡Exaaacto!, asintió la voz. ¿Cómo he podido olvidar una cosa así? ¿Quieres hablar de malas intenciones? ¡Menos mal que me lo has recordado! Que nos lo has recordado a los dos, ¿verdad? Pero Annie arregló la situación. Te pidió que le dejaras quedárselo. Dijo…, déjame recordar, ¿qué fue lo que dijo?
—Dijo que era curioso, que Todd era idéntico a mí y que solo sería niño una vez.
La voz de Alan sonaba ronca y temblorosa. Se había echado a llorar otra vez, ¿y por qué no? ¿Por qué coño no iba a hacerlo? El viejo dolor había vuelto y se retorcía en torno a su apenado corazón como un trapo sucio.
¿Duele, verdad?, preguntó la voz de la depresión —aquella voz culpable, que se odiaba a sí misma— con una comprensiva simpatía que Alan, el resto de Alan, sospechaba que era completamente fingida. Duele demasiado, como tener que vivir dentro de una canción country sobre buenos amores malogrados o buenos chicos muertos. Nada que duela así puede hacerte ningún bien. Vuelve a dejarlo en la guantera y olvídalo. La semana que viene, cuando esta locura haya concluido, puedes vender el coche con la falsa lata de frutos secos aún ahí. ¿Por qué no? Es el tipo de broma barata y práctica que solo atraería a un niño, o a un hombre como Gaunt. Olvídalo, olvídalo…
Alan cortó la voz a media charla. Hasta aquel momento no había sabido que podía hacerlo, y era reconfortante haberlo descubierto. Podía resultar útil en el futuro…, si existía un futuro para él. Observó con más detenimiento la lata, volviéndola a un lado y a otro, fijándose realmente en ella por primera vez, viéndola no como un penoso recuerdo de su hijo perdido sino como un objeto que era tan instrumento de distracción como su varita mágica hueca, su sombrero de copa con el falso fondo o el truco de la flor plegable que aún llevaba guardado bajo la correa del reloj.
Magia… ¿No era eso todo lo que estaba sucediendo? Magia malévola, desde luego; una magia calculada no para provocar risas y exclamaciones de admiración entre el público sino para convertirlos en toros furiosos dispuestos a embestir, pero no dejaba de ser magia. ¿Y cuál era la base de la magia? La distracción. Era la serpiente de metro y medio oculta en la lata de frutos secos… o, añadió para sí pensando en Polly, es una enfermedad que parece un remedio.
Abrió la puerta del coche y, cuando salió bajo la lluvia, llevaba todavía la falsa lata de frutos secos en la mano izquierda. Ahora que había logrado poner una pequeña distancia entre él y su peligroso señuelo sentimental, recordó su oposición a la compra de aquel objeto con una especie de desconcierto. Toda la vida le había fascinado la magia y, por supuesto, de niño se habría sentido extasiado con un viejo truco como el de la serpiente en la lata de frutos secos. Entonces ¿por qué había hablado a Todd de manera tan desabrida cuando el pequeño había querido comprarla? ¿Y por qué luego había fingido no ver lo dolido que se sentía el chiquillo? ¿Había sido por celos de la juventud y el entusiasmo de Todd? ¿Por incapacidad de recordar lo maravilloso de las cosas sencillas? ¿Por qué?
Lo ignoraba. Solo tenía la certeza de que aquel era exactamente el tipo de truco que alguien como el señor Gaunt entendería, y quiso llevarlo consigo en aquel momento. Introdujo de nuevo el cuerpo en el coche, cogió una linterna de la pequeña caja de utensilios diversos que llevaba en el asiento y pasó por delante del Tucker Talisman del señor Gaunt (sin fijarse en él todavía) hasta llegar bajo el toldo verde oscuro de Cosas Necesarias.
8
Bueno, aquí estoy. Aquí me encuentro por fin, se dijo.
Alan notó que el corazón le latía con fuerza, pero sin acelerarse.
Los rostros de su hijo, de su esposa y de Sean Rusk parecían haberse confundido en su mente. Echó un nuevo vistazo al rótulo de la puerta y probó el tirador. Estaba cerrada. Encima de él, la lona se agitó y se desgarró bajo el viento ululante. Se había guardado la lata dentro de la camisa. Introdujo la mano derecha para tocarla y pareció encontrar en el contacto un consuelo indescriptible pero perfectamente real.
—Muy bien —murmuró—. Preparado o no, allá voy.
Volvió la linterna del revés y utilizó la empuñadura para abrir un agujero en el cristal. Se preparó para el alarido de la alarma antirrobos, pero no sonó. O bien Gaunt la había desconectado, o no había ninguna. Introdujo la mano en el hueco del cristal astillado y probó la cerradura por dentro. Liberó el cerrojo y… Alan Pangborn puso el pie por primera vez en Cosas Necesarias.
Lo primero que lo asaltó fue el olor; era intenso, rancio y polvoriento. No era el olor de una tienda nueva, sino el de un lugar que había permanecido desocupado durante meses o incluso años. Empuñando la pistola en la mano diestra, encendió la linterna con la zurda y la movió a su alrededor. Bajo el haz observó un suelo desnudo, unas paredes desnudas y diversas vitrinas vacías, sin rastro de mercancías. Todo estaba cubierto por una gruesa capa de polvo que no mostraba ninguna huella reciente.
Hace mucho tiempo que nadie ha estado aquí, pensó.
Pero ¿cómo podía ser eso, si él mismo había visto entrar y salir de la tienda a tanta gente durante toda la semana?
Porque ese tipo no es humano, en realidad, se dijo. Porque la voz del diablo es dulce de escuchar.
Avanzó dos pasos más, moviendo la linterna para iluminar por zonas el local vacío y aspirando el polvo seco, como de museo, que flotaba en el aire. Volvió a dirigir la linterna hacia la entrada de la tienda; el haz de luz barrió de derecha a izquierda la gran vitrina que había servido de mostrador al señor Gaunt… y se detuvo.
Allí encima había un aparato de vídeo, junto a un televisor Sony portátil, uno de los modelos «deportivos», redondo en lugar de cuadrado y con una carcasa más roja que un coche de bomberos.
En torno al televisor había un cable. Y encima del vídeo había otro objeto. Bajo aquella luz, el objeto parecía un libro, pero Alan no creyó que lo fuese.
Se acercó y enfocó la linterna en el televisor. Estaba cubierto por la misma gruesa capa de polvo que el suelo y las vitrinas. El hilo enrollado en torno a él era un pequeño alargo de cable coaxial con un conector en cada extremo. Alan llevó el haz de luz al aparato de vídeo y comprobó que el objeto que tenía encima no era un libro, sino una cinta de vídeo en una caja de plástico negro sin marcas.
Junto a la cinta había un sobre comercial blanco, también cubierto de polvo. Escrito en el sobre había un mensaje:
A LA ATENCIÓN DEL COMISARIO PANGBORN.
Dejó el arma y la linterna en el mostrador de cristal, cogió el sobre, lo abrió y sacó la única hoja de papel que contenía. Después cogió de nuevo la linterna y enfocó su potente círculo de luz sobre el breve mensaje mecanografiado.
Querido comisario Pangborn:
A estas alturas ya habrá descubierto que soy un comerciante bastante especial, uno de los escasos miembros de mi gremio que realmente pone todo su empeño en ofrecer siempre «algo para todo el mundo». Lamento que no hayamos tenido ocasión de conocernos en persona, pero espero que comprenderá que tal encuentro habría sido muy imprudente… al menos desde mi punto de vista, ¡ja, ja! En cualquier caso, aquí le he dejado algo que sin duda le interesará muchísimo. No se trata de un regalo —no soy nada parecido a Santa Claus, supongo que estará usted de acuerdo en eso—, pero todos en el pueblo me han asegurado que es usted un hombre honrado y creo que pagará el precio que le ponga. Ese precio incluye un pequeño servicio…, un servicio que, en su caso, es más una buena obra que una broma. Estoy seguro de que también estará de acuerdo conmigo en eso.
Sé que se ha preguntado largo y tendido qué sucedió durante los últimos momentos de la vida de su esposa y de su hijo menor. Creo que todos estos interrogantes quedarán contestados en breve.
Por favor, créame que solamente le deseo lo mejor, y que quedo
Su leal y obediente servidor
LELAND GAUNT
Lentamente, Alan dejó el papel sobre el mostrador.
—¡Cabrón! —masculló.
Enfocó la linterna de nuevo y siguió el cable del aparato de vídeo que descendía por el otro lado del mostrador y terminaba en una clavija caída en el suelo a más de un metro del enchufe más próximo.
Pero eso no importaba ya que, de todos modos, no había corriente eléctrica.
Pero ¿sabes una cosa?, se dijo Alan a sí mismo. Me parece que eso no importa. Me parece que no importa en absoluto. Me parece que una vez tenga conectados los aparatos y los ponga en funcionamiento e introduzca la cinta en el vídeo, todo va a funcionar como la seda. Porque no hay modo de que Gaunt haya podido provocar las cosas que ha provocado, ni conocer las cosas que sabe… Imposible, si es humano. La voz del diablo es dulce de escuchar, Alan, y hagas lo que hagas, no debes mirar lo que te ha dejado.
Pese a ello, volvió a dejar la linterna sobre el mostrador y cogió el cable coaxial. Lo examinó un momento y luego se inclinó hacia delante para enchufarlo en la toma correspondiente de la parte posterior del receptor. Al hacerlo, la falsa lata de frutos secos estuvo a punto de escurrírsele de la camisa. La atrapó en el aire con una de sus manos rápidas y ágiles antes de que cayera al suelo y la depositó sobre el mostrador de cristal, junto al aparato de vídeo.
9
Norris Ridgewick estaba a medio camino de Cosas Necesarias cuando, de pronto, decidió que sería una estupidez por su parte —una estupidez mucho mayor que las que ya había cometido, y las había hecho muy gordas— ir a por Gaunt en solitario.
Levantó el micrófono de la horquilla y habló:
—Unidad dos a base. Aquí Norris, ¿me reciben?
Soltó el botón de emitir, pero solo recibió un espantoso chirrido de electricidad estática. El corazón de la tormenta se hallaba sobre Castle Rock en aquel instante.
—¡Mierda! —exclamó, y se volvió hacia el edificio municipal. Tal vez Alan estaba allí; si no, alguien sabría decirle dónde estaba. Alan sabría qué hacer…, y aunque no lo supiera, el comisario tendría al menos que escuchar su confesión. Había sido él quien había reventado a navajazos los neumáticos del coche de Hugh Priest, quien había enviado a aquel tipo a la muerte, y todo porque él, Norris Ridgewick, había deseado tener una caña de pescar Bazun como la de su añorado padre.
Llegó al edificio municipal mientras el temporizador bajo el puente alcanzaba la marca de 5, y aparcó justo detrás de una brillante furgoneta amarilla. Un vehículo de una emisora de televisión, a juzgar por su aspecto.
Norris se apeó del coche bajo la lluvia torrencial y corrió a la comisaría, donde pensaba encontrar a Alan.
10
Polly blandió la ventosa de caucho del desatascador hacia la araña, que se erguía obscenamente sobre sus patas traseras. Pero esta vez el bicho no retrocedió. Sus patas delanteras erizadas de cerdas se agarraron del mango y las manos de Polly lanzaron un grito agónico cuando el bicho apoyó el peso de su cuerpo trepidante en la ventosa. A la mujer le fallaron las fuerzas, el desatascador se le deslizó de las manos y, al instante, la araña empezó a encaramarse por el mango como un hombre obeso pasando por la cuerda floja.
Polly tomó aire para soltar un grito, pero, en un abrir y cerrar de ojos, las patas delanteras de la araña se posaron en sus hombros como los brazos de un escabroso bailarín grotesco. Los ojillos indiferentes del animal, rojos como rubíes, se clavaron en los suyos. La boca armada de colmillos se abrió y Polly percibió su aliento, un hedor a especias picantes y a carne podrida.
Abrió los labios para gritar y una de las patas del bicho se introdujo en su boca. Unas cerdas ásperas, horripilantes, le acariciaron los dientes y la lengua. La araña soltó una especie de maullido expectante.
La mujer resistió el primer impulso instintivo de escupir aquel objeto extraño, repulsivo y pulsante. Su mano soltó el desatascador y agarró la pata de la araña al tiempo que cerraba las mandíbulas aplicando toda la fuerza de que era capaz. Entre sus dientes se produjo un crujido como el de unas patatas fritas, y un sabor frío y amargo como un té viejo le llenó la boca. La araña emitió un alarido e intentó retirar la pata. Las cerdas se deslizaron, ásperas, entre los puños de Polly, pero esta volvió a cerrar las manos, transidas de dolor, en torno a la pata del bicho antes de que pudiera escaparse del todo, y la retorció como si intentara arrancar el muslo de un pavo asado. Se produjo un ruido áspero, cartilaginoso, de algo que se desgarraba.
La araña emitió otro grito babeante de dolor. Intentó separarse de la mujer pero esta, escupiendo el amargo fluido oscuro que le llenaba la boca y consciente de que pasaría muchísimo tiempo hasta que se librara por completo de aquel regusto, volvió a tirar del bicho. Una remota parte de sí misma quedó asombrada ante aquella demostración de fuerza, pero otra parte la comprendió perfectamente. Polly estaba asustada, estaba asqueada, pero, más que ninguna otra cosa, estaba furiosa.
¡Me han utilizado!, pensó incoherentemente. ¡He vendido la vida de Alan a cambio de esto! ¡A cambio de este monstruo!
La araña intentó atacarla con los colmillos, pero sus patas traseras perdieron su tenue apoyo en el mango del desatascador y habría caído al suelo si Polly lo hubiera permitido.
Pero no fue así. La mujer agarró el cuerpo caliente y abultado de la araña entre sus antebrazos y apretó, al tiempo que lo levantaba en el aire hasta que quedó encima de ella, revolviéndose y agitando las patas e intentado alcanzar con ellas el rostro de Polly, vuelto hacia aquel ser monstruoso. Una sangre negra acompañada de otro líquido empezó a rezumar de su cuerpo y a chorrear por los brazos de Polly en corrosivos regueros.
—¡Ya basta! —exclamó Polly con un agudo chillido—. ¡Ya basta, ya basta, ya basta!
Y arrojó al bicho lejos de sí. La araña se estrelló contra la pared de baldosas del fondo de la bañera y reventó en un gran coágulo de aquella sangre extraña. Permaneció un instante allí colgada, pegada a las baldosas por sus propias tripas, y luego cayó a la bañera con un ruido sordo y pastoso.
Polly agarró de nuevo el desatascador y se lanzó sobre los restos. Empezó a golpearlos como haría un ama de casa armada de una escoba contra un ratón, pero se dio cuenta de que no bastaba. La araña solo se estremecía e intentaba huir, agitando las patas sobre la alfombrilla de ducha de goma, con su estampado de margaritas amarillas. Polly dio la vuelta al desatascador, lo cogió justo por encima de la ventosa y a continuación lo hincó en el monstruo con todas sus fuerzas utilizando el mango como si fuera un estoque.
Acertó de pleno al bicho antinatural y grotesco y lo empaló. Se oyó un funesto sonido, como un pinchazo, y las tripas de la araña reventaron y se desparramaron por la alfombrilla de la ducha en una masa pestilente. Con movimientos frenéticos, el bicho enroscó infructuosamente las patas en torno a la estaca que la mujer le había clavado en el corazón, y luego, por fin, dejó de moverse.
Polly se apartó de la bañera, cerró los ojos y notó que el mundo le daba vueltas. Ya había empezado incluso a desmayarse cuando el nombre de Alan estalló en su mente como un cohete de fuegos artificiales. Entonces cerró las manos en sendos puños y los golpeó con fuerza, nudillos contra nudillos. El dolor fue cegador, inmediato y lacerante. El mundo volvió a detenerse en un frío destello.
Abrió los ojos, avanzó hacia la bañera y observó el interior. Al principio creyó que no había en ella nada en absoluto. Luego, junto a la ventosa del desatascador, descubrió la araña. No era mayor que la uña de su dedo meñique y estaba absolutamente muerta.
El resto no ha sucedido. Solo ha sido producto de tu imaginación, se dijo.
—¡Y una jodida mierda, ha sido! —exclamó Polly con un hilo de voz temblorosa.
Pero lo importante no era la araña. Lo que importaba era Alan. Él corría un peligro terrible por culpa de ella. Tenía que encontrarlo. Tenía que dar con él antes de que fuera demasiado tarde.
Si no era ya demasiado tarde.
Decidió acudir a la comisaría. Allí, alguien sabría dónde…
No, dijo en su mente la voz de tía Evvie. A la comisaría, no. Si vas allí, entonces sí que será demasiado tarde. Ya sabes adónde tienes que ir. Ya sabes dónde lo encontrarás.
Sí.
Sí, claro que lo sabía.
Polly corrió hacia la puerta mientras un pensamiento confuso se repetía en su mente como el aleteo de una polilla: ¡Por favor, Dios mío, que no compre nada! ¡Oh, Dios mío, por favor, por favor, que no compre nada!