VEINTIUNO

1

El reverendo William Rose, que había subido por primera vez al púlpito de la Iglesia Baptista Unida de Castle Rock en mayo de 1983, era un fanático de pies a cabeza, sin la menor duda. Por desgracia, también era un hombre exaltado, astuto —de una astucia en ocasiones extraña, cruel— y muy apreciado por sus feligreses. Su primer sermón como líder de la comunidad baptista había sido una muestra de por dónde iban a ir las cosas. Llevaba por título «Por qué los católicos irán al infierno». Desde ese día, el reverendo Rose había mantenido aquel mismo tono, que también era muy apreciado por sus feligreses. Los católicos, según él, eran seres blasfemos y descarriados que, en lugar de adorar a Jesucristo, adoraban a la mujer que lo había llevado en su seno. ¿Cómo podía extrañar, pues, que también fueran tan propensos al error en tantos otros asuntos?

Así, explicaba a su grey que los católicos habían perfeccionado la ciencia de la tortura durante la Inquisición y que los inquisidores habían quemado a los verdaderos creyentes en lo que denominaba el Suplicio de las Llamas hasta finales del siglo XIX, cuando los heroicos protestantes (baptistas sobre todo) los habían obligado a parar. Les decía que cuarenta papas distintos, a lo largo de la historia, habían conocido a sus propias madres y hermanas, e incluso a sus hijas ilegítimas, en impías relaciones sexuales; que el Vaticano se había construido con el oro de los mártires protestantes y de las naciones expoliadas…

Esa clase de patrañas ignorantes no era una novedad para la Iglesia católica, que había tenido que vérselas con herejías semejantes durante siglos. Muchos sacerdotes se habrían tomado el asunto sin alterarse o incluso, tal vez, ligeramente a broma. El padre Brigham, sin embargo, no era un hombre que se tomara las cosas a la ligera. Muy al contrario. Irlandés iracundo, patizambo, Brigham era uno de esos hombres sin sentido del humor incapaces de soportar a los estúpidos, en especial a los estúpidos que se las daban de importantes como el reverendo Rose.

Brigham había soportado en silencio las estridentes provocaciones anticatólicas de Rose durante casi un año, antes de replicarle por fin desde su propio púlpito. Su homilía, que no contenía un gramo de moderación, se tituló «Los pecados del reverendo Willie». En ella calificaba al ministro baptista de «necio cantor de salmos que cree que Billy Graham anda sobre las aguas y que Billy Sunday está sentado a la diestra de Dios Padre Todopoderoso».

Aquel domingo, un rato después, el reverendo Rose y cuatro de sus diáconos más corpulentos habían hecho una visita al sacerdote. Venían sorprendidos y enfadados, dijeron, por los comentarios calumniosos que había vertido.

—¿Tenéis el valor de venir a decirme que me modere —replicó el padre Brigham—, después de que Rose se ha pasado la mañana diciendo a los fieles que estoy sirviendo a la Ramera de Babilonia?

Las mejillas del reverendo Rose, pálidas por lo general, se cubrieron rápidamente de un intenso rubor que se extendió por su frente y su cabeza casi calva. Él nunca había dicho nada de la Ramera de Babilonia, aseguró, aunque sí había mencionado en algunas ocasiones a la Ramera de Roma, y si Brigham se sentía picado por sus palabras, él sabría por qué.

El padre Brigham abandonó entonces el dintel de la puerta de la rectoría y avanzó unos pasos con los puños cerrados.

—Si quiere que discutamos eso en la calle, amigo mío —proclamó—, diga a su pequeña unidad de la Gestapo que no intervenga y discutiremos lo que quiera.

El reverendo Rose, que sacaba casi diez centímetros al padre Brigham pero pesaba unos diez kilos menos que este, retrocedió un paso con un gesto de desdén.

—No quiero ensuciarme las manos —respondió.

Uno de los diáconos de Rose era Don Hemphill. Don era más alto y más corpulento que el combativo sacerdote.

—¡Ya discutiré yo con él, reverendo, si usted quiere! —se ofreció—. ¡Voy a barrer la calle con tu culo de miserable irlandés papista!

Los demás diáconos, quienes sabían que Don era muy capaz de cumplir sus amenazas, lo habían detenido justo a tiempo, pero, tras el incidente, la atmósfera había continuado igual.

Hasta aquel octubre, el enfrentamiento había sido de baja intensidad: chistes étnicos y chismorreos maliciosos en los grupos de hombres y de mujeres de ambas iglesias, intercambios de burlas entre los chicos de las dos facciones en el patio de la escuela y, sobre todo, granadas retóricas arrojadas de púlpito a púlpito cada domingo, ese día de la paz en que, según enseña la historia, se inicia la mayoría de las guerras. De vez en cuando se producía algún incidente desagradable —un lanzamiento de huevos en el salón parroquial durante un baile de la Hermandad de Jóvenes Baptistas, una piedra arrojada en cierta ocasión contra el cristal de la ventana del salón de la rectoría—, pero ante todo se había tratado de un enfrentamiento dialéctico.

Como todas las guerras, había tenido sus momentos cálidos y sus fases de calma, pero desde el día en que las Hijas de Isabel habían anunciado su proyecto de la Noche de Casino, un encono cada vez más acusado había impregnado ambas comunidades. Cuando el reverendo Rose recibió la infamante nota que lo trataba de «jodida rata babtista», ya era demasiado tarde, probablemente, para evitar una confrontación de algún tipo; la abierta grosería del mensaje solo parecía garantizar que cuando el enfrentamiento se produjera, iría en serio. La leña ya estaba preparada; solo quedaba que alguien prendiera una cerilla y la acercara a la hoguera.

Si alguien había cometido el error fatal de subestimar lo explosivo de la situación, era el padre Brigham. El sacerdote sabía que a su contrincante baptista no le gustaría el proyecto de la Noche de Casino, pero no era consciente de hasta qué punto la idea de que una Iglesia apoyara el juego enfurecía y ofendía al reverendo. Brigham no sabía que el padre del predicador Willie había sido un jugador empedernido que había abandonado a la familia en numerosas ocasiones cuando la fiebre del juego se apoderaba de él, ni que el hombre había puesto fin a su vida de un disparo en la trastienda de una sala de baile después de una noche de pérdidas a los dados. Y la desagradable verdad acerca del padre Brigham era que, probablemente, le habría traído sin cuidado aunque lo hubiera sabido.

El reverendo Rose movilizó sus fuerzas. Los baptistas empezaron con una campaña de cartas contra la Noche de Casino en el Call de Castle Rock (Wanda Hemphill, la mujer de Don, escribió la mayoría de ellas) y reforzaron la campaña con los carteles de LOS DADOS Y EL DIABLO. Betsy Vigue, presidenta de la Noche de Casino y gran regente del capítulo local de las Hijas de Isabel, organizó el contraataque. Durante las tres semanas anteriores, el Call se había ampliado hasta las dieciséis páginas para dar cabida al debate consiguiente (la pena fue que se trató más bien de una disputa a gritos, más que de una exposición razonable de opiniones diferentes). Hubo nuevas pegadas de carteles, que fueron arrancados con la misma celeridad. Un editorial instando al buen juicio de ambas partes cayó en saco roto. Algunos de los participantes se lo estaban pasando en grande: se consideraba de buen tono verse envuelto en aquella especie de tempestad en un vaso de agua. Pero conforme se acercaba el momento decisivo, el reverendo Willie ya no encontraba el asunto tan divertido. Y el padre Brighan tampoco.

—¡Odio a ese desgraciado santurrón farisaico! —exclamó Brigham ante un sorprendido Albert Gendron el día que este le llevó la infame carta encabezada por aquel PRESTA ATENCIÓN, COMEDOR DE SARDINAS, que Albert había encontrado prendida con cinta adhesiva a la puerta de su clínica dental.

—¡Imagino que ese hijo de puta acusará a los buenos baptistas de una cosa así! —había escupido el reverendo Rose ante Norman Harper y Don Hemphill, que lo habían escuchado tan estupefactos como Albert al oír al padre Brigham. Aquello había sucedido el día de Colón, después de una llamada de aquel. Brigham había intentado leer la carta del comedor de sardinas al reverendo, pero Rose (con acierto, en opinión de sus diáconos) se había negado a escuchar.

Norman Harper, un hombretón que superaba en diez kilos a Albert Gendron y casi lo igualaba en altura, se sentía inquieto por el tono agudo, casi histérico, de la voz de Rose. Sin embargo, no lo comentó.

—Yo les diré lo que sucede —dijo con su voz grave—. Ese irlandés pendenciero se ha puesto un poco nervioso con esa carta que ha recibido usted en la casa rectoral, Bill. Se ha dado cuenta de que estaba yendo demasiado lejos e imagina que si dice que uno de sus feligreses más próximos ha recibido otra llena con el mismo tipo de basura, las culpas quedarán repartidas.

—¡Pues no se saldrá con la suya! —exclamó Rose con una voz más aguda que nunca—. ¡Nadie entre mis feligreses participaría en algo tan vil! ¡Nadie!

La voz se le quebró en aquella última palabra. Abrió y cerró las manos convulsivamente y Norman y Don intercambiaron una breve mirada de inquietud. Durante las últimas semanas, habían comentado varias veces aquel tipo de comportamiento, que cada vez era más habitual en el reverendo. El asunto de la Noche de Casino estaba destrozando a Bill, y los dos hombres temían que sufriera una crisis nerviosa antes de que la situación se resolviera por fin.

—No se preocupe —dijo Don, tratando de apaciguarlo—. Nosotros sabemos la verdad del asunto, Bill.

—¡Sí! —clamó el reverendo Rose, contemplando a los dos hombres con una mirada temblorosa y líquida—. Sí, vosotros dos la conocéis, y yo también, pero ¿y el resto del pueblo? ¿La saben ellos? ¿Eh?

Norman y Don no tenían respuesta para aquello.

—¡Espero que alguien ate a ese mentiroso adorador de ídolos en la vía de un tren! —gritó William Rose, apretando los puños y agitándolos con impotencia—. ¡En una vía! ¡Pagaría por ver eso! ¡Pagaría generosamente!

El mismo lunes, más tarde, el padre Brigham había hecho unas llamadas por teléfono para pedir a los interesados «en la actual atmósfera de represión religiosa en Castle Rock» que se acercaran por la rectoría para una breve reunión a última hora de la tarde. Se había presentado tanta gente que fue preciso trasladar la reunión al Salón de los Caballeros de Colón anexo a la parroquia.

Brigham empezó refiriéndose a la carta que Albert Gendron había encontrado en su puerta —la carta que firmaban los Baptistas Preocupados de Castle Rock— y luego había hablado de su decepcionante conversación telefónica con el reverendo Rose. Cuando comunicó al grupo que Rose afirmaba haber recibido otra nota obscena similar, una nota que firmaba un presunto grupo de Católicos Preocupados de Castle Rock, se levantó un murmullo entre la multitud: de sorpresa primero; de irritación después.

—¡Ese hombre es un maldito mentiroso! —gritó alguien desde el fondo del salón.

El padre Brigham pareció asentir y negar con la cabeza al mismo tiempo.

—Tal vez sí, Sam, pero no es esa la cuestión. Ese hombre está completamente loco, y me parece que esa sí es la cuestión.

Un silencio pensativo y preocupado acogió sus palabras, pero el padre Brigham percibió, pese a todo, una sensación de alivio casi palpable. «Completamente loco.» Era la primera vez que pronunciaba aquellas palabras en voz alta, aunque llevaban rondándole la cabeza desde hacía al menos tres años.

—No estoy dispuesto a que un chiflado religioso nos detenga —prosiguió el padre Brigham—. Nuestra Noche de Casino es una diversión sana e inocente, no importa lo que opine de ella el reverendo Willie. De todos modos, en vista de que se ha puesto cada vez más estridente y furibundo, considero que deberíamos someterla a votación. Si estáis a favor de suspender la Noche de Casino, de ceder a esta presión en nombre de la seguridad, debéis decirlo.

La votación a favor de mantener la Noche de Casino según lo planeado resultó unánime.

El padre Brigham asintió complacido. Después se volvió a Betsy Vigue.

—Mañana por la noche celebrarán una reunión preparatoria, ¿verdad, Betsy?

—Sí, padre.

—Entonces sugiero que los hombres se reúnan aquí, en el Salón de los Caballeros de Colón, a la misma hora que las señoras.

Albert Gendron, un hombretón voluminoso que tardaba en montar en cólera y también en desmontar de ella, se puso en pie poco a poco hasta quedar completamente erguido. Varios cuellos se volvieron para seguir su movimiento.

—¿Sugiere usted que esos estúpidos baptistas podrían intentar molestar a las señoras, padre?

—No, no, en absoluto —le tranquilizó el sacerdote—. Pero sí sería conveniente discutir algunos planes para asegurar que la Noche de Casino salga bien…

—¿Protección? —apuntó otra voz con entusiasmo—. ¿Guardianes, padre?

—Bueno…, ojos y oídos —le respondió este, sin dejar lugar a dudas de que se estaba refiriendo a guardianes, y no a otra cosa—. Si nos reunimos el martes al mismo tiempo que lo hacen las mujeres, estaremos cerca por si acaso hubiera, finalmente, algún problema.

Así pues, mientras las Hijas de Isabel se reunían en un edificio junto al aparcamiento, los varones católicos del pueblo hacían lo propio en el salón al otro lado del mismo. Y en el otro extremo del pueblo, el reverendo William Rose había convocado a la misma hora una reunión para hablar de la última calumnia de los católicos y para planificar la confección de carteles y la organización de piquetes para la Noche de Casino.

Las diversas alarmas e idas y venidas que sobresaltaron Castle Rock a primera hora de la tarde no restaron asistencia a tales reuniones, ya que la mayoría de los mirones reunidos en torno al edificio del ayuntamiento cuando se acercaba la tormenta eran gente que se mantenía neutral en la gran controversia de la Noche de Casino.

En cuanto a los católicos y baptistas involucrados en el frenesí, un par de asesinatos no le llegaba a la suela de los zapatos a una buena trifulca por motivos sagrados. Porque, al fin y al cabo, los demás asuntos tenían que dejarse a un lado cuando estaban por medio cuestiones de religión.

2

Más de setenta personas se presentaron a la cuarta reunión de lo que el reverendo Rose había denominado Ejército Baptista de Soldados Cristianos Contra el Juego de Castle Rock. Fue todo un éxito; la asistencia había descendido considerablemente en la convocatoria anterior, pero los rumores acerca de la nota obscena echada por la ranura para el correo de la casa parroquial la habían hecho crecer de nuevo. La presencia de tanta gente fue un alivio para el reverendo Rose, contrarrestado por su decepción y su desconcierto al observar que Don Hemphill no se contaba entre los asistentes. Don le había prometido que acudiría; además, Don era su brazo derecho.

Rose echó un nuevo vistazo al reloj y vio que ya eran las siete y cinco. No había tiempo para llamar al supermercado y comprobar si Don se había olvidado. Todos los que tenían que llegar lo habían hecho ya, y el reverendo quería cogerlos mientras su indignación y su curiosidad estuvieran en el punto álgido. Concedió a Hemphill un minuto más; luego se encaramó al púlpito y levantó sus brazos flacos en un gesto de bienvenida. Sus feligreses —vestidos aquella noche con ropas de trabajo, la mayoría— ocuparon los sencillos bancos de madera y tomaron asiento.

—Empecemos este acto como se inician todas las grandes empresas —dijo el reverendo sin alzar la voz—. Inclinemos la cabeza en señal de oración.

Todos inclinaron la cabeza y fue en ese instante cuando la puerta del atrio se abrió, con un estampido como un cañonazo, tras la espalda de los reunidos. Varias mujeres soltaron un grito y algunos hombres se levantaron dando un respingo.

Era Don. En el supermercado, se encargaba en persona de la carnicería y todavía llevaba el delantal blanco manchado de sangre. Tenía la cara roja como un tomate y sus ojos furiosos manaban agua. Restos de mocos a medio secar le colgaban de la nariz, sobre el labio superior y las comisuras de los labios.

Además, apestaba.

Don hedía como un grupo de mofetas al que primero se hubiera pasado por una tina de azufre, después se hubiera rociado con estiércol de vaca fresco y, finalmente, se hubiera dejado en una habitación cerrada para que dieran rienda suelta a su pánico. El hedor lo precedía; el hedor lo seguía; pero, sobre todo, el hedor lo envolvía en una nube pestilente. Las mujeres se apartaron del pasillo y buscaron a tientas un pañuelo en el bolso mientras Don Hemphill avanzaba entre los bancos trastabillando, con el delantal batiendo el aire delante de sus muslos y los faldones de la camisa por fuera del pantalón, agitándose detrás de él. Los pocos niños que había entre los asistentes rompieron a llorar y los hombres soltaron rugidos, mezcla de repugnancia y de perplejidad.

—¡Don! —exclamó el reverendo Rose con una voz melindrosa y sorprendida. Aún tenía los brazos en alto, pero cuando Hemphill se acercó al púlpito, los bajó y se llevó involuntariamente una mano a la nariz y la boca. Creyó que iba a vomitar. Era el pestazo más ofensivo para la nariz que había experimentado en su vida—. ¿Qué… qué ha sucedido?

—¿Sucedido? —rugió Don Hemphill—. ¿Sucedido? ¡Yo le diré qué ha sucedido! ¡Se lo diré a todos!

Dio media vuelta sobre los talones, contempló a la concurrencia y, a pesar del hedor terrible que flotaba a su alrededor y que se extendía desde él, los presentes enmudecieron bajo la mirada de sus ojos furibundos, enloquecidos.

—¡Esos hijos de puta han arrasado mi tienda con bombas fétidas, eso es lo que ha sucedido! ¡No había dentro más de media docena de personas porque había puesto un cartel diciendo que cerraba pronto, y doy gracias a Dios por eso, pero las existencias se han echado a perder! ¡Todas las existencias! ¡Cuarenta mil dólares en artículos! ¡Perdidos! ¡No sé qué han usado esos cerdos, pero va a apestar durante días!

—¿Quién? —preguntó el reverendo Rose con voz timorata—. ¿Quién lo ha hecho, Don?

Don Hemphill hurgó en el bolsillo del delantal. Sacó una cinta de tela negra, curva y rígida, con un fragmento blanco en el centro, y un puñado de octavillas. La cinta de tela era un alzacuellos católico. Don lo sostuvo en alto para que todos lo vieran.

—¿Quién diablos creéis que ha sido? —gritó—. ¡Mi tienda! ¡Mis productos! Todo a la mierda, ¿y quién creéis que ha sido?

Arrojó las octavillas a los anonadados Soldados Cristianos Contra el Juego. Los papeles se dispersaron en el aire y descendieron como confeti. Algunos de los presentes alargaron la mano y cogieron uno. Todos eran iguales, y mostraban a un grupo de hombres y mujeres riendo en torno a una mesa de ruleta.

¡DIVIÉRTASE UN RATO!

decía sobre la imagen. Y, debajo:

VENGA A NUESTRA «NOCHE DE CASINO»

EN EL SALÓN DE LOS CABALLEROS DE COLÓN

EL 31 DE OCTUBRE DE 1991

A BENEFICIO DEL FONDO

DE CONSTRUCCIONES CATÓLICAS.

—¿De dónde has sacado estos papeles, Don? —preguntó Len Milliken con voz siniestra y retumbante—. ¿Y ese alzacuellos?

—Alguien los ha dejado junto a la puerta principal —respondió Don—, justo antes de que todo se fuera al inf…

La puerta del atrio retumbó otra vez, haciendo que todos saltaran, solo que esta vez fue al cerrarse y no al abrirse.

—¡Espero que disfrutéis del olor, gusanos baptistas! —gritó una voz, seguida de una carcajada aguda y desagradable.

La concurrencia se volvió hacia el reverendo William Rose con ojos asustados. Él les devolvió la mirada con parecido destello de temor. En ese instante fue cuando la caja escondida en el coro empezó a sisear de pronto. Al igual que la colocada en el Salón de las Hijas de Isabel por la difunta Myrtle Keeton, la caja (dejada allí por Sonny Jackett, ahora también difunto) contenía un temporizador que había funcionado toda la tarde.

Unas nubes de un hedor pestilente de increíble potencia empezaron a surgir de las rejillas situadas en los costados de la caja.

En la Iglesia Baptista Unida de Castle Rock, la diversión había empezado.

3

Babs Miller avanzó furtivamente junto a la pared lateral del Salón de las Hijas de Isabel, deteniéndose cada vez que cruzaba el cielo el destello blanco azulado de un relámpago. La mujer llevaba una palanca de hierro en una mano y una de las pistolas automáticas del señor Gaunt en la otra. La caja de música que había comprado en Cosas Necesarias estaba a buen recaudo en el bolsillo del gabán de hombre que llevaba puesto, y si alguien intentaba robársela, ese alguien se tragaría una onza de plomo.

¿Y quién querría hacer una cosa tan baja, rastrera y vil? ¿Quién querría robarle la cajita de música antes de que Babs pudiese averiguar siquiera qué tonada tocaba?

Bueno, pensó la mujer, digámoslo de esta manera: espero que Cyndi Rose Martin no se me ponga por delante esta noche. Si lo hace, no volverá a ponerse por delante de nadie nunca más. Al menos en este lado del infierno. ¿Por quién me ha tomado, por una… una estúpida?

Entretanto, tenía que gastar una pequeña broma. Una travesura sin importancia. A petición del señor Gaunt, por supuesto.

—¿Conoces a Betsy Vigue? —le había preguntado el señor Gaunt—. Sí, ¿verdad?

Claro que sí. Conocía a Betsy desde la escuela primaria, donde habían formado equipo muchas veces como vigilantes de pasillo y habían sido compañeras inseparables.

—Bien. Asómate a esa ventana. Betsy se sentará, levantará una hoja de papel y verá algo debajo.

—¿Qué? —había preguntado Babs, curiosa.

—Eso no importa. Si quieres encontrar alguna vez la llave que abre la cajita de música, será mejor que cierres la boca y abras los oídos. ¿Me entiendes bien, querida?

Babs había entendido. Y también se había dado cuenta de algo. El señor Gaunt, a veces, resultaba un hombre inquietante. Muy inquietante.

—Betsy cogerá eso que va a encontrar. Lo examinará y empezará a abrirlo. Para entonces, tienes que estar junto a la puerta del edificio. Espera hasta que todo el mundo vuelva la cabeza hacia el fondo del salón, hacia el rincón de la izquierda.

Babs había sentido deseos de preguntar por qué harían tal cosa, pero llegó a la conclusión de que era mejor no decir nada.

—Cuando se vuelvan a mirar, coloca el extremo bifurcado de la alzaprima bajo la perilla de la puerta e hinca el otro extremo en el suelo. Clávalo firmemente.

—¿Y cuándo grito? —había preguntado ella.

—Ya lo sabrás. Todas parecerán como si alguien les hubiera metido una lavativa de pimienta picante por el culo. ¿Recuerdas lo que tienes que gritar, Babs?

Lo recordaba. Le había parecido una broma bastante pesada para gastársela a Betsy Vigue, con quien de pequeña había hecho novillos en la escuela tantas veces, pero también había parecido inocua (bueno, bastante inocua). Y ya no eran dos niñas, ella y la chiquilla a la que, por alguna razón, siempre había llamado Betty La-La; todo aquello había sido hacía mucho tiempo. Y como había apuntado el señor Gaunt, nadie la relacionaría nunca con el asunto. ¿Por qué iban a hacerlo? Al fin y al cabo, Babs y su marido eran adventistas del Séptimo Día, y por lo que a ella se refería, tanto los católicos como los baptistas se merecían lo que tenían, incluida Betty La-La.

Un nuevo relámpago iluminó el cielo. Babs se quedó inmóvil de nuevo; luego avanzó con su aire furtivo hasta otra ventana más próxima a la puerta y miró por ella para asegurarse de que Betsy todavía no había ocupado su asiento en la mesa de la presidencia.

Y las primeras gotas vacilantes de la poderosa tormenta empezaron a caer en torno a ella.

4

El hedor que empezó a llenar la iglesia baptista era como el que había traído consigo Don Hemphill, pero mil veces peor.

—¡Oh, mierda! —rugió Don. Había olvidado por completo dónde estaba, pero aunque lo hubiera recordado, lo más probable era que eso no hubiera cambiado mucho su lenguaje—. ¡Han echado otra aquí también! ¡Fuera! ¡Fuera! ¡Que salga todo el mundo!

—¡Moveos! —gritó Nan Roberts con su voz poderosa de barítono, como la que empleaba durante la hora punta de comidas en su cafetería—. ¡Moveos! ¡Daos prisa, vamos!

Todos vieron de dónde procedía el olor nauseabundo: espesas columnas de un humo blanco amarillento rebosaban de la barandilla del coro, cuyo pasamanos estaba a la altura de la cintura, y escapaban a través de los huecos en forma de rombo de los paneles inferiores. La puerta auxiliar estaba justo debajo de la galería del coro, pero a nadie se le ocurrió ir en aquella dirección. Una pestilencia como aquella podía matarle a uno, pero antes le haría saltar los ojos de las órbitas y le haría caer el pelo y le cerraría el ojete del culo de puro horror.

Los Soldados Baptistas de Cristo Contra el Juego se convirtieron, en menos de cinco segundos, en un ejército derrotado que salió en estampida hacia el atrio del fondo de la iglesia, entre gritos y jadeos sofocados. Uno de los bancos se volcó y golpeó el suelo con un sonoro estruendo. A Deborah Johnstone le quedó atrapado el pie debajo del banco, y mientras trataba de liberarlo, Norman Harper le golpeó en la cadera al pasar junto a ella. Deborah perdió el equilibrio y se oyó un seco crujido cuando, al caer, se fracturó el tobillo. La mujer soltó un chillido de dolor, con el pie aún atrapado bajo el banco, pero sus gritos pasaron inadvertidos entre la algarabía.

El reverendo Rose era el más próximo al coro y la nube se cernió sobre su cabeza como una gran máscara hedionda. Era el olor de los católicos ardiendo en el infierno, pensó confusamente, y saltó del púlpito. Cayó de lleno con ambos pies sobre el cuerpo de Deborah Johnstone, precisamente sobre su diafragma, y los chillidos de la mujer se convirtieron en un largo gemido sofocado que se desvaneció al tiempo que Deborah perdía el sentido. El reverendo Rose, ajeno al hecho de que acababa de dejar inconsciente a una de sus feligresas más fieles, se abrió paso a empujones hacia el fondo de la iglesia.

Los primeros en alcanzar la salida descubrieron que por allí no había escapatoria. Las puertas estaban cerradas y no había modo de abrirlas. Antes de que pudieran darse la vuelta, quienes encabezaban aquel intento de éxodo fueron aplastados contra ellas por quienes iban detrás.

Gritos, rugidos de rabia y maldiciones furiosas atronaron la iglesia. Y al tiempo que fuera empezaba la lluvia, dentro empezaron los vómitos.

5

Betsy Vigue ocupó su lugar en la mesa de la presidencia, entre la bandera norteamericana y el estandarte del Niño de Praga. Pidió orden golpeando con los nudillos sobre la mesa y las señoras, unas cuarenta en total, empezaron a tomar asiento. Fuera, un trueno hizo temblar el aire provocando algunos grititos y risas nerviosas.

—Se abre la reunión de las Hijas de Isabel —declaró Betsy, y levantó la hoja del orden del día—. Empezaremos, como de costumbre, por la lectura…

Se detuvo. Sobre la mesa había un sobre comercial, de color blanco, que había tapado la hoja del orden del día. Las palabras mecanografiadas en él tenían un aire agresivo:

LEE ESTO INMEDIATAMENTE, PUTA PAPISTA.

Ellos, pensó. Aquellos baptistas. Aquella gente zafia y desagradable de mentalidad estrecha…

—¿Betsy? —preguntó Naomi Jessup—. ¿Sucede algo malo?

—No lo sé —respondió—. Creo que sí.

Abrió el sobre y sacó de él una hoja. Escrito en ella, también a máquina, había el siguiente mensaje:

¡ESTE ES EL OLOR DE LOS COÑOS CATÓLICOS!

De pronto se escuchó una especie de siseo procedente del rincón de la izquierda de la parte trasera del salón, un sonido como una tubería de vapor sobrecargada. Varias mujeres soltaron una exclamación y se volvieron en aquella dirección. Un trueno estalló con toda su fuerza sobre sus cabezas y, esta vez, los gritos fueron en serio.

Un vapor amarillo blancuzco surgió de uno de los cubículos colocados a lo largo de la pared, y de pronto, el pequeño edificio de una sola estancia se llenó del hedor más espantoso que ninguna de las presentes hubiera percibido nunca.

Betsy se puso en pie, derribando la silla. Acababa de abrir la boca para decir algo —no sabía en absoluto qué— cuando una voz de mujer gritó en el exterior del edificio:

—¡Esto es por la Noche de Casino, zorras! ¡Arrepentíos! ¡Arrepentíos!

Betsy captó la silueta de alguien al otro lado de la puerta trasera antes de que la nube nauseabunda procedente del cubículo cubriera por completo la ventanilla de la puerta, pero muy pronto dejó de importarle. El olor era insoportable.

Aquello era el pandemonio. Las Hijas de Isabel, como ovejas enloquecidas, se arremolinaron en una dirección y otra dentro de la estancia invadida por aquella bruma apestosa. Cuando Antonia Bissette recibió un empujón, cayó hacia atrás y se desnucó contra el canto metálico de la mesa de la presidencia, nadie oyó el crujido ni advirtió lo sucedido.

Fuera, centelleaban los relámpagos y rugían los truenos.

6

Los hombres reunidos en el Salón de los Caballeros de Colón habían formado un amplio círculo en torno a Albert Gendron. Utilizando la nota que había encontrado fijada a la puerta de su despacho como punto de partida («¡Oh!, eso no es nada; deberíais haber estado allí cuando…»), estaba deleitándolos con historias horribles, pero fascinantes, de emboscadas tendidas a los católicos y venganzas de estos en Lewiston, allá por los años treinta.

—Así que, cuando ve que esa banda de ignorantes fanáticos han cubierto de estiércol los pies de la Virgen, salta a su coche y se dirige a…

Albert se interrumpió de pronto para escuchar algo.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó.

—Un trueno —respondió Jake Pulaski—. Va a caer una buena tormenta.

—No…, eso —insistió Albert, y se levantó—. Parecen gritos.

El trueno se redujo por unos instantes a un mero gruñido y en el intervalo todos lo oyeron con claridad: mujeres. Mujeres gritando.

Luego se volvieron hacia el padre Brigham, que se había levantado de su silla.

—¡Vamos todos! —exclamó—. Veamos qué…

Entonces se inició el siseo y el hedor empezó a avanzar en una nube desde el fondo del salón hacia los hombres agrupados en el círculo. El cristal de una ventana saltó en pedazos y una piedra rebotó varias veces en el suelo, pulimentado hasta adquirir un leve brillo por el roce de tantos pies que habían bailado allí a lo largo de los años. Los hombres, entre exclamaciones, se apartaron para esquivar la piedra. Esta salió despedida hacia la pared opuesta, rebotó una vez más y se detuvo por fin.

—¡Esta es la respuesta de los baptistas! —gritó una voz en el exterior—. ¡No queremos juego en Castle Rock! ¡Corred la voz, folladores de monjas!

La puerta del vestíbulo del Salón de los Caballeros de Colón también había sido atrancada con una palanca. Los hombres chocaron contra ella y empezaron a amontonarse.

—¡No! —aulló el padre Brigham, y se abrió paso a través de la creciente pestilencia hasta alcanzar una pequeña puerta lateral. Estaba abierta—. ¡Por aquí! ¡Por aquí!

Al principio nadie le prestó atención; llevados por el pánico, continuaron apilándose contra la puerta principal del salón, que permanecía inamovible. Por fin, Albert Gendron alargó sus manazas, agarró dos cabezas y las hizo chocar.

—¡Haced lo que dice el padre! —rugió—. ¡Están matando a las mujeres!

A base de fuerza bruta, Albert se abrió paso entre la multitud apretujada y los demás empezaron a seguirle. Lo hicieron en una fila desordenada y vacilante, tropezando en la oscuridad impregnada de aquel vapor, entre toses y maldiciones. Meade Rossignol no pudo contener por más tiempo los retortijones de estómago, abrió la boca y vomitó la cena sobre la ancha espalda de la camisa de Albert Gendron. Este apenas se enteró. El padre Brigham ya se encaminaba, tambaleándose, hacia los escalones que conducían al aparcamiento y al Salón de las Hijas de Isabel, al otro lado de este. Cada pocos pasos, se detenía para soltar una seca arcada. La pestilencia se adhería a él como un papel cazamoscas. Los demás hombres empezaron a seguirlo en una penosa procesión, sin apenas darse cuenta de la lluvia, que había empezado a caer con más intensidad.

Cuando el padre Brigham estuvo a medio camino del corto tramo de escalera, el resplandor de un relámpago le permitió ver la alzaprima colocada contra la puerta del Salón de las Hijas de Isabel. Un instante después, el cristal de una de las ventanas del lateral derecho del edificio estalló hacia fuera y las mujeres empezaron a lanzarse por el orificio y caer desplomadas sobre el césped como grandes muñecas de trapo que hubieran aprendido a vomitar.

7

El reverendo Rose no llegó al atrio; había demasiada gente apilada delante de él. Se volvió, tapándose la nariz, y se internó de nuevo en la iglesia, tambaleándose. Oyó gritar a los demás, pero cuando abrió la boca, solo salió de ella una bocanada de vómitos. Los pies se le enredaron y, al caer hacia delante, se dio un fuerte golpe en la cabeza con uno de los bancos. Intentó reincorporarse, pero fue en vano. Entonces, unas manazas le tomaron por las axilas y le ayudaron a hacerlo.

—¡Por la ventana, reverendo! —gritó Nan Roberts—. ¡Arrójese por la ventana!

—El cristal…

—¡Olvídese del cristal! ¡Vamos a asfixiarnos todos aquí dentro!

Nan lo empujó hacia delante y el reverendo Rose tuvo el tiempo justo de protegerse los ojos con una mano antes de atravesar, haciéndola pedazos, una cristalera de vidrio emplomado que representaba a Cristo conduciendo a sus ovejas por una colina del mismo color exacto que un refresco de lima Jell-O. El reverendo voló por los aires, golpeó el césped y rebotó. La dentadura postiza de la mandíbula superior le saltó de la boca y Rose soltó un gruñido.

Se incorporó hasta quedar sentado en el suelo, dándose cuenta bruscamente de la oscuridad que le rodeaba, de la lluvia… y del bendito perfume a aire libre. Pero no tuvo tiempo de saborearlo; Nan Roberts lo agarró por el cabello de la cabeza y, a tirones, le obligó a ponerse en pie.

—¡Vamos, reverendo! —le gritó. Su rostro, entrevisto bajo el destello blanco azulado de un nuevo relámpago, tenía la expresión contraída de una arpía. Todavía llevaba el uniforme blanco de rayón (Nan se había acostumbrado a vestir igual que obligaba a hacerlo a sus camareras), pero en la prominencia de sus pechos lucía ahora un babero de vómitos.

El reverendo Rose la siguió a trompicones, con la cabeza gacha. Quería decir a la mujer que le soltara el cabello, pero cada vez que lo intentaba, un trueno sofocaba su voz.

Algunos asistentes habían seguido a Rose y a Nan Roberts a través del hueco de la ventana, pero la mayoría estaba aún amontonada al otro lado de la puerta del atrio. Nan descubrió la causa al instante; dos palancas, dos patas de cabra, habían sido colocadas bajo los tiradores para imposibilitar que la puerta doble se abriera desde dentro. Hizo saltar las palancas de dos puntapiés, y en aquel mismo momento cayó en el parque municipal un rayo que redujo a astillas llameantes el quiosco de la banda, donde un joven atormentado llamado Johnny Smith había descubierto en cierta ocasión el nombre de un asesino. El viento empezaba a soplar con más fuerza, agitando los árboles bajo el cielo negro, surcado por veloces nubes.

En el instante en que desaparecieron las palancas, las puertas se abrieron de golpe. Una de ellas quedó completamente arrancada de sus goznes y cayó de plano sobre el macizo de flores a la izquierda de la escalinata. Una oleada de baptistas de ojos desencajados salió disparada, tropezando y cayendo unos sobre otros mientras se dispersaban por los peldaños de acceso a la iglesia. Todos apestaban. Todos lloraban. Todos tosían. Todos vomitaban.

Y todos estaban furiosos como demonios.

8

Los Caballeros de Colón, conducidos por el padre Brigham, y las Hijas de Isabel, encabezadas por Betsy Vigue, se reunieron en el centro del aparcamiento al tiempo que los cielos se abrían y empezaba a llover a cántaros. Betsy alargó las manos hacia el padre Brigham y lo agarró; la mujer tenía los ojos enrojecidos y llenos de lágrimas y el cabello aplastado contra el cráneo como una gorra mojada y brillante.

—¡Todavía queda alguien dentro! —exclamó—. Naomi Jessup… Tonia Bissette… ¡No sé cuántas más!

—¿Quién ha sido? —rugió Albert Gendron—. ¿Quién diablos lo ha hecho?

—¡Oh, han sido los baptistas! ¡Por supuesto que han sido ellos! —chilló Betsy, y luego se echó a llorar mientras un relámpago se extendía a través del cielo como un filamento candente de tungsteno—. ¡Me han llamado puta papista! ¡Han sido ellos, los baptistas! ¡Han sido los condenados baptistas!

Mientras Betsy gritaba todo aquello, el padre Brigham logró desembarazarse de ella y alcanzó a saltos la puerta del Salón de las Hijas de Isabel. Apartó la palanca de un puntapié —la puerta se había astillado alrededor de ella, en un círculo— y abrió de un tirón. Del otro lado surgieron tres mujeres mareadas, sumidas en náuseas, y una nube de aquel humo hediondo.

A través de ella distinguió a Antonia Bissette, la bonita Tonia, siempre tan rápida y hábil con la aguja y el hilo y siempre tan dispuesta a colaborar en cualquier proyecto de la iglesia. Yacía en el suelo cerca de la mesa presidencial, oculta en parte por el caído estandarte del Niño de Praga. Naomi Jessup estaba arrodillada junto a ella, sollozando. Tonia tenía la cabeza vuelta en un ángulo extraño, imposible. Sus ojos vidriosos miraban al techo.

El olor había dejado de molestar a Antonia Bissette, quien no había comprado nada al señor Gaunt ni había participado en ninguno de sus jueguecitos.

Naomi vio al padre Brigham de pie en la puerta, se levantó y se dirigió hacia él arrastrando los pies. Sumida en un estado de conmoción, el hedor de la bomba fétida tampoco parecía afectarle a ella.

—¡Padre! —exclamó—. ¿Por qué, padre? ¿Por qué han hecho esto? Se suponía que solo era un poco de diversión… que solo iba a ser eso. ¿Por qué?

—Porque ese hombre está loco —le respondió el padre Brigham, mientras estrechaba a Naomi entre sus brazos.

A su lado, con una voz grave y letal, Albert Gendron propuso:

—Vamos a por ellos.

9

El Ejército Baptista de Soldados Cristianos Contra el Juego avanzó por Harrington Street desde la iglesia baptista, bajo la lluvia torrencial, encabezado por Don Hemphill, Nan Roberts, Norman Harper y William Rose. Los ojos de todos ellos eran globos enrojecidos y furiosos que parecían a punto de saltar de sus órbitas inflamadas e irritadas. La mayoría de los Soldados Cristianos había vomitado encima de sus pantalones, de sus camisas, de sus zapatos o de las tres cosas a la vez. El olor a huevos podridos de la bomba fétida se adhería a ellos pese a la intensa lluvia, negándose a desaparecer.

Un coche patrulla de la policía estatal se detuvo en la intersección de Harrington con Castle Avenue, que, a menos de un kilómetro, se convertía en Castle View Road. El agente que viajaba en él se apeó y se quedó observando al grupo, boquiabierto.

—¡Eh! —gritó—. ¿Adónde va todo el grupo?

—Vamos a darles un buen escarmiento a esos mamones papistas, y si sabe lo que le conviene, agente, apártese de en medio —le respondió Nan Roberts, también a gritos.

De pronto, Don Hemphill abrió la boca y se puso a cantar con una voz rica y melodiosa de barítono:

—«Adelante, soldados de Cristo, marchemos como a la guerra…»

No tardaron en unírsele otras. Pronto se le hubo añadido el resto de la grey, y el grupo empezó a avanzar más deprisa. Ya no se limitaba a caminar, sino que marchaba casi marcando el paso. Las caras estaban pálidas, con una expresión colérica y vacía de cualquier pensamiento, cuando empezaron, no ya a cantar, sino a rugir las palabras. El reverendo Rose cantó con ellos, aunque ceceaba terriblemente sin su dentadura postiza.

Cristo, el regio Maestro, contra el enemigo nos guía. ¡Vamos a la batalla, por la victoria de su enseña en este día!

Para entonces, casi se habían lanzado a la carrera.

10

El agente Morris se quedó de pie junto a la portezuela del coche patrulla, con el micrófono en la mano, observando al grupo que pasaba. El agua rebosaba del ala del sombrero Smokey Bear en pequeños riachuelos.

—Adelante, unidad dieciséis —dijo entre crepitaciones la voz de Henry Payton.

—¡Será mejor que envíe algunos hombres aquí arriba ahora mismo! —exclamó Morris con voz excitada y asustada. Morris no había cumplido todavía el primer año en la policía estatal—. ¡Se está preparando algo! ¡Algo malo! ¡Un grupo de unas setenta personas acaba de pasar ante mí! ¡Cambio!

—Bueno, ¿y qué hacían? —inquirió Payton—. Cambio.

—Cantaban «Adelante soldados de Cristo». Cambio.

—¿Es usted, Morris? Cambio.

—¡Sí, señor! Cambio.

—Bueno, agente Morris, por lo que yo sé, no existe aún ninguna ley que prohíba cantar himnos religiosos, aunque sea bajo una lluvia torrencial. Personalmente, creo que es una actividad estúpida, pero no ilegal. Muy bien, ahora solo quiero decirle esto una vez: tengo cuatro asuntos distintos entre manos, no sé dónde está el comisario del pueblo ni ninguno de sus condenados ayudantes, ¡y no quiero que me molesten con trivialidades! ¿Lo ha entendido, agente? ¡Cambio!

El agente Morris tragó saliva con dificultad.

—Esto… sí, señor. Entendido, señor, desde luego. Pero alguien de ese grupo, creo que una mujer, decía que iban a «darle un buen escarmiento a esos mamones papistas», me parece que han sido sus palabras. Sé que no tiene mucho sentido, pero no me ha gustado demasiado el tono que empleaba. —A continuación, Morris añadió tímidamente—: ¿Cambio?

El silencio se prolongó tanto que Morris se dispuso a llamar de nuevo a Payton —desde hacía un rato, la electricidad del aire impedía las comunicaciones por radio a larga distancia e incluso dificultaba las trasmisiones dentro del pueblo—, pero al fin escuchó su voz, cauta y temerosa.

—¡Oh! ¡Oh, Dios! ¡Oh, Cristo misericordioso! ¿Qué está sucediendo ahí?

—Bueno, esa mujer ha dicho que iban a…

—¡Te he oído perfectamente! —aulló Payton en un tono tan agudo que su voz se distorsionó hasta quebrarse—. ¡Ve hasta la iglesia católica! Si sucede algo, intenta impedirlo, pero no te arriesgues a resultar herido. Repito, ¡no corras riesgos! Te enviaré apoyo tan pronto como sea posible…, si me queda algún apoyo que enviar. ¡Hazlo ahora mismo! ¡Cambio!

—Esto…, teniente Payton… ¿Dónde está la iglesia católica de este pueblo?

—¿Cómo coño voy a saberlo yo? —aulló Payton—. ¡Yo no voy a misa aquí! ¡Siga a ese grupo! ¡Corto y cierro!

Morris colgó el micrófono. El grupo quedaba ya fuera de su vista, pero aún podía oír sus voces entre el retumbar de los truenos. Puso en marcha el coche patrulla y siguió a los cantores.

11

El camino que conducía a la puerta de la cocina de la casa de Myra Evans estaba bordeado de piedras pintadas en diferentes tonos pastel. Cora Rusk levantó una y la sopesó en la mano que no sostenía el arma. Intentó abrir la puerta. Estaba cerrada, como era de esperar. Arrojó la piedra a través del cristal y utilizó el cañón de la pistola para hacer caer las astillas y fragmentos que quedaron colgando del marco. Después introdujo la mano, quitó el cerrojo de la puerta, la abrió y entró. Tenía el cabello pegado a las mejillas en mechones mojados y desordenados. Aún llevaba abiertos varios botones del vestido y unas gotas de lluvia resbalaban sobre sus enormes pechos salpicados de granos.

Chuck Evans no estaba en casa, pero Garfield, el gato de angora de Chuck y Myra, sí rondaba por allí y acudió al trote a la cocina, maullando y pidiendo comida. Y Cora se la dio. El gato saltó hacia atrás en una nube de sangre y pelo.

—¡Cómete eso, Garfield! —masculló Cora.

Salió al salón entre la humareda de la pólvora y empezó a subir la escalera. Sabía dónde encontraría a aquella golfa. La encontraría en la cama. Cora sabía eso con la misma certeza que sabía cómo se llamaba.

—Sí, señora, es hora de acostarse —murmuró—. ¿Puedes creértelo, Myra querida?

Cora lucía una sonrisa en los labios.

12

El padre Brigham y Albert Gendron encabezaron un pelotón de católicos furiosos por Castle Avenue hacia Harrington Street. Habían recorrido media avenida cuando oyeron cánticos. Los dos hombres intercambiaron una mirada.

—¿Cree que podríamos enseñarles otra melodía distinta, Albert? —inquirió el sacerdote con voz suave.

—Creo que sí, padre —respondió Albert.

—¿Les enseñamos, pues, a cantar «Recorrí todo el camino a casa»?

—Una canción excelente, padre. Creo que, por muy imbéciles que sean, conseguirán aprendérsela.

Un relámpago cruzó el cielo, iluminando Castle Avenue con un breve fulgor, y dejó a la vista de los dos hombres la pequeña multitud que avanzaba colina arriba hacia ellos. Bajo la luz del relámpago, los ojos de aquella gente brillaban blancos y vacíos, como los de las estatuas.

—¡Ahí están! —gritó alguien, y una mujer exclamó—: ¡Vamos a por esos sucios hijos de puta que nos han apestado!

—¡Vamos a por esa gentuza! —asintió el padre John Brigham de todo corazón, y cargó contra los baptistas.

—Amén, padre —exclamó Albert corriendo a su lado.

Entonces todos echaron a correr.

Cuando el agente Morris dobló la esquina, un nuevo relámpago hendió el cielo hasta caer sobre uno de los viejos olmos de la orilla del río Castle. Bajo su resplandor, vio a dos masas de gente corriendo al encuentro. Una de las multitudes corría pendiente arriba y la otra lo hacía en sentido inverso, y los dos grupos gritaban pidiendo sangre. De pronto, el agente Morris se descubrió deseando haber solicitado la baja por enfermedad aquella tarde.

13

Cora abrió la puerta del dormitorio de Chuck y Myra y vio exactamente lo que esperaba: aquella zorra yacía desnuda en una cama de matrimonio de sábanas arrugadas, que parecía haber sido sometida a un uso extraordinario en los últimos tiempos. Tenía una de las manos tras la cabeza, metida bajo las almohadas. Con la otra sostenía una foto enmarcada. Tenía la foto entre los muslos carnosos, como si estuviera jodiéndola, y gemía, con los ojos entornados de éxtasis:

—¡Ohhh, E! ¡Ohhh, E! ¡OOOH, EEEEEEEEE!

Los celos inflamaron el corazón de Cora y le subieron por la garganta hasta que notó su amargo sabor en la boca.

—¡Oh, rata de cloaca! —jadeó, y levantó la automática.

En aquel mismo instante, Myra la miró. Y Myra sonreía. Sacó la mano libre de debajo de la alhomada; en ella empuñaba su propia pistola automática.

—El señor Gaunt aseguró que vendrías, Cora —se limitó a decir, y disparó.

Cora notó que la bala taladraba el aire junto a su mejilla y la oyó incrustarse en el revoque de la pared a la izquierda de la puerta. Fue su turno de disparar. Su bala acertó en la foto que sostenía Myra, rompiendo el cristal y hundiéndose en su entrepierna.

También dejó un agujero en el centro de la frente de Elvis Presley.

—¡Mira lo que has hecho! —chilló Myra—. ¡Has disparado a El Rey, zorra estúpida!

Apretó el gatillo tres veces contra Cora. Dos balas fallaron, pero la tercera dio a Cora en la garganta y la envió hacia atrás contra la pared bajo una lluvia de sangre. Mientras caía de rodillas, Cora disparó otra vez. El proyectil le hizo un agujero en la rótula a Myra y la derribó de la cama. Luego Cora cayó boca abajo en el suelo y el arma se deslizó de su mano.

Voy hacia ti, Elvis, quiso decir. Pero algo andaba terrible, horrorosamente mal. Allí solo parecía haber oscuridad, y ninguna compañía.

14

Los baptistas de Castle Rock, conducidos por el reverendo William Rose, y los católicos de Castle Rock, guiados por el padre John Brigham, se encontraron al pie de Castle Hill y su choque fue casi audible. No hubo peleas a puñetazos, ni reglas del boxeo del marqués de Queensberry; iban dispuestos a sacar ojos y arrancar narices. Con toda probabilidad, a matar.

Albert Gendron, el enorme dentista que tardaba en enfurecerse pero que era terrible una vez montado en cólera, agarró a Norman Harper por las orejas y tiró de su cabeza hacia él, al tiempo que lanzaba la suya hacia delante. Los cráneos chocaron emitiendo un ruido como el de la loza en un terremoto. Norman se estremeció y cayó exánime. Albert lo arrojó a un lado como un saco de ropa sucia y alargó la mano hacia Bill Sayers, quien vendía herramientas en la Western Auto. Bill lo esquivó y lanzó un directo a la mandíbula de Albert. Este lo encajó, escupió un diente, agarró a Bill en un enorme abrazo de oso y apretó hasta que oyó el crujido de una costilla. Bill empezó a chillar. Albert lo arrojó prácticamente al centro de la calle, donde el agente Morris frenó justo a tiempo de evitar arrollarlo.

El campo de batalla era una confusión de figuras que luchaban, se golpeaban y trataban de sacarse los ojos entre alaridos. Tropezaban unas con otras, resbalaban en la lluvia, se incorporaban otra vez, repartían golpes y los recibían. Los destellos luminosos de los relámpagos producían la impresión de que se trataba de un extraño baile en el cual uno arrojaba a su pareja contra el árbol más cercano en lugar de abrazarla, o le hundía la rodilla en la entrepierna en lugar de marcar un paso.

Nan Roberts agarró a Betsy Vigue por la espalda del vestido mientras esta tatuaba las mejillas de Lucille Dunham con las uñas. Nan tiró de Betsy hacia sí, la obligó a dar media vuelta e introdujo dos dedos por las fosas nasales de Betsy hasta el segundo nudillo. Betsy emitió un chirrido nasal como una bocina de niebla mientras Nan empezaba a sacudirla enérgicamente por la nariz, adelante y atrás, una y otra vez. Frieda Polaski golpeó a Nan con su libro de bolsillo y la hizo caer de rodillas. Sus dedos salieron de la nariz de Betsy Vigue con un sonoro estampido, ¡pop! Cuando intentó levantarse, Betsy le asestó una patada en la cara y la mandó rodando por el asfalto.

—¡Guarra, me las vas a pagar! —chilló Betsy—. Me las vas a pagar.

Trató de dar un pisotón en el vientre a Nan, pero esta la agarró del pie, se lo retorció e hizo caer al suelo, de cara, a la en otro tiempo Betty La-La. Nan se arrastró hacia ella; Betsy la estaba esperando. Un momento después, las dos rodaban agarradas por la calle, dándose arañazos y mordiscos.

¡¡¡BASTA!!!,

gritó el agente Morris, pero su voz quedó ahogada por una descarga de truenos que sacudió toda la calle.

Empuñó su arma y apuntó al aire… pero, antes de que pudiera disparar, alguien —solo Dios sabe quién— le descerrajó un tiro en la entrepierna con uno de los artículos de la venta especial de Leland Gaunt. El agente Morris salió despedido hacia atrás contra el capó del coche patrulla y rodó por la calzada agarrándose las ruinas de su equipo sexual e intentando gritar.

Era imposible saber cuántos de los combatientes llevaban armas adquiridas al señor Gaunt aquel día. No muchos, y algunos de los que iban armados habían perdido las automáticas en la confusión que se había desencadenado al tratar de escapar del olor nauseabundo. Sin embargo, al menos cuatro disparos más fueron efectuados en rápida sucesión. Unos disparos que pasaron prácticamente inadvertidos en la confusión de gritos exacerbados y truenos retumbantes.

Len Milliken vio que Jake Pulaski apuntaba con una de las pistolas a Nan, que había dejado escapar a Betsy e intentaba ahora estrangular a Meade Rossignol. Len alargó la mano hacia la muñeca de Jake y la desvió hacia arriba, apuntando al cielo surcado de relámpagos, un segundo antes de que el arma disparara. Luego llevó la muñeca del hombre hacia abajo y la quebró contra su rodilla como una astilla de madera para encender el fuego. La pistola cayó al suelo y resbaló sobre la calle mojada. Jake empezó a aullar. Len se apartó un paso de él y empezó a mascullar:

—Eso te enseñará a…

No llegó a decir más, pues alguien escogió aquel instante para hundirle la hoja de una navaja de bolsillo en la nuca, segando la médula espinal y el bulbo raquídeo de Len.

Estaban aproximándose ya más coches de policía con las luces azules centelleando furiosamente en la oscuridad bañada por la lluvia. Los combatientes no prestaron atención a las llamadas amplificadas para que se separaran y dejaran de pelear. Cuando los agentes intentaron intervenir para conseguirlo, solo lograron verse engullidos también en el tumulto.

Nan Roberts vio al padre Brigham, con su condenada camisa negra rasgada de arriba abajo en la espalda. El sacerdote tenía sujeto al reverendo Rose por la nuca con una mano. La otra estaba cerrada en un firme puño y con ella golpeaba una y otra vez en la nariz al reverendo. El puño daba en el blanco, la mano que sostenía por la nuca al reverendo Rose cedía un poco bajo el impacto, y enseguida volvía a colocarlo en posición para el siguiente golpe.

Gritando al límite de su capacidad pulmonar, haciendo caso omiso del agente de la policía del estado que le estaba diciendo —suplicando casi— que se callara, que se callara enseguida, Nan dejó a un lado a Meade Rossignol y se lanzó sobre el padre Brigham.