1
Después de acabar con Myrtle, Buster cayó en una especie de profunda amnesia. Parecía haber perdido por completo el rumbo y el sentido de sus actos. Volvió a pensar en Ellos —todo el pueblo estaba infestado de Ellos—, pero en lugar de la rabia nítida y justa que tal idea le provocaba escasos minutos antes, en ese momento solo experimentó cansancio y depresión. Tenía un martilleante dolor de cabeza y notaba el brazo y la espalda resentidos de sostener el martillo.
Bajó la vista y comprobó que aún tenía la herramienta en la mano. Abrió los dedos y el martillo cayó sobre el linóleo de la cocina, dejando en él una mancha de sangre. Buster se quedó contemplando la mancha casi un minuto entero, con una especie de concentración idiota, creyendo ver en ella un esbozo del rostro de su padre dibujado en sangre.
Cruzó la sala de estar y entró en el estudio mientras se masajeaba el brazo y el hombro. La cadena de las esposas producía un tintineo enloquecedor. Abrió la puerta del armario, se dejó caer de rodillas, hurgó bajo las ropas que colgaban en primer plano y cogió la caja con los trotones dibujados en la tapa. Con gestos torpes, retiró el objeto del armario (las esposas engancharon uno de los zapatos de Myrtle y Buster lo arrojó de nuevo al fondo del armario con una maldición malhumorada), llevó la caja hasta el escritorio y se sentó ante ella. En lugar de excitación, solo sentía tristeza. El Boleto Ganador era maravilloso, desde luego, pero ¿de qué podía servirle ahora? Ya no importaba si devolvía o no el dinero. Acababa de asesinar a su mujer, y aunque era indudable que Myrtle se lo merecía, Ellos no iban a entenderlo así. Y no tendrían el menor reparo en arrojarlo a la celda de la penitenciaría de Shawshank más profunda y oscura que encontraran, para tirar luego la llave.
Observó que había dejado grandes manchas de sangre en la tapa de la caja y se miró de arriba abajo. Por primera vez, advirtió que estaba cubierto de sangre. Sus antebrazos carnosos parecían los de un matarife de cerdos de Chicago. La depresión se abatió sobre él en una suave oleada negra. Lo habían derrotado, de acuerdo, pero aún podía escapar de Ellos. Sí, escaparía de Ellos a pesar de todo.
Se levantó, rendido de cansancio, y se dirigió lentamente al piso de arriba. Mientras subía fue desnudándose: se descalzó en la sala de estar, dejó los pantalones al pie de la escalera y luego, a media subida, se sentó en uno de los peldaños para quitarse los calcetines. Incluso estos estaban ensangrentados. La camisa fue lo que más le costó. A la hora de quitarse la camisa, unas esposas colgando de una muñeca eran un engorro de mil diablos.
Entre la muerte de Myrtle Keeton y el momento en que Buster terminó de darse la ducha transcurrieron casi veinte minutos. En cualquier momento de ese período, Buster habría podido ser detenido casi sin el menor problema, pero en esos instantes se estaba produciendo el traspaso de autoridad en Main Street, en la comisaría reinaba un caos casi total y, en pocas palabras, el paradero de Danforth «Buster» Keeton no parecía muy importante.
Una vez se hubo secado con la toalla, se puso unos pantalones limpios y una camiseta de manga corta —no tenía ánimos para forcejear otra vez con unas mangas largas— y bajó de nuevo al estudio. Se instaló en la silla del escritorio y contempló de nuevo la caja de Boleto Ganador con la esperanza de que la depresión que lo atenazaba fuera algo pasajero y de que el juego le devolviera parte de su anterior exaltación. Pero el grabado de la tapa de este parecía empañado, descolorido. El color que más destacaba era una mancha de la sangre de Myrtle en el flanco del trotón con el número dos.
Quitó la tapa, y cuando contempló el interior, constató con estupor que los caballitos de latón estaban penosamente inclinados hacia un lado o hacia el otro, algo oxidados y con los colores también difuminados. Cuando introdujo la llave para dar cuerda al mecanismo, un fragmento de muelle roto asomó por una ranura.
¡Alguien había estado allí!, gritó su mente. ¡Alguien había tocado la caja! ¡Uno de Ellos! ¡No les había bastado con arruinar su vida! ¡También tenían que destrozarle el juego!
Pero otra voz más profunda, acaso la voz de la cordura que se desvanecía gradualmente en su cerebro, le susurró que no era cierto. El juego ha sido siempre así, desde el primer momento, le cuchicheó la voz. Solo que tú no te dabas cuenta.
Buster volvió al armario con la intención de coger el fusil, después de todo. Era hora de utilizarlo. Ya hurgaba con la mano en el interior del mueble, buscándolo, cuando sonó el teléfono. Buster lo descolgó muy lentamente, sabedor de quién estaba al otro lado de la línea.
Y no se llevó ninguna sorpresa.
2
—Hola, Dan —dijo el señor Gaunt—. ¿Qué tal te va esta espléndida tarde?
—Fatal —respondió Buster en tono melancólico y sombrío—. El mundo se me cae encima. Voy a matarme.
—¡Oh! —La voz del señor Gaunt sonó ligeramente decepcionada, nada más.
—Ya nada funciona. Incluso el juego que usted me vendió está estropeado.
—¡Oh, eso lo dudo muchísimo! —replicó el señor Gaunt con un matiz de aspereza—. Yo compruebo toda mi mercancía con mucho cuidado, señor Keeton. Con sumo cuidado, diría. ¿Por qué no mira otra vez?
Buster lo hizo, y lo que vio lo dejó desconcertado. Los caballos volvían a estar derechos sobre sus ranuras. Todos los jockeys parecían recién pintados y relucientes. Incluso los ojos de los animales parecían despedir fuego. La pista de carreras de latón era una mezcla de verdes brillantes y de polvorientos tonos pardos estivales. La pista parece rápida, pensó vagamente, y sus ojos se desviaron hacia la tapa de la caja. O la vista, empañada por su profunda depresión, lo había engañado antes, o los colores se habían intensificado misteriosamente durante los escasos segundos transcurridos desde que había sonado el teléfono. Ahora la sangre de Myrtle apenas destacaba en la tapa e iba tomando un tono pardusco conforme se secaba.
—¡Dios mío! —exclamó en su susurro.
—¿Y bien? —preguntó el señor Gaunt—. ¿Y bien, Dan? ¿Me he equivocado? Porque si es así, deberías posponer tu suicidio al menos hasta que puedas devolverme tu compra y recuperar el valor íntegro de esta. Yo siempre respondo de mi mercancía. He de hacerlo, ¿sabes? Tengo una fama que proteger, y esta es una cuestión que me tomo muy en serio en un mundo donde hay miles de millones de Ellos y solo un yo.
—¡No…, no! —respondió Buster—. ¡El juego está… está magnífico!
—Entonces ¿eras tú quien se equivocaba? —insistió el señor Gaunt.
—Yo… Supongo que sí.
—¿Reconoces que habías cometido un error?
—Yo… Sí.
—Bien —añadió el señor Gaunt, y el tonillo de ira desapareció de su voz—. Entonces de acuerdo: sigue adelante y suicídate. Aunque debo reconocer que estoy decepcionado. Pensaba que por fin había encontrado a un hombre que tenía suficientes agallas para ayudarme a darles una buena lección a todos Ellos, pero supongo que se te escapa toda la fuerza por la boca, como a los demás.
El señor Gaunt exhaló un suspiro. Era el suspiro de un hombre que se da cuenta de que no ha visto luz al final del túnel, después de todo.
Algo extraño empezó a sucederle a Buster Keeton. Advirtió que su vitalidad y su determinación volvían a cobrar fuerza, como si sus propios colores internos estuvieran recuperando brillo e intensificándose otra vez.
—¿Quiere decir que no es demasiado tarde?
—Debe de haber olvidado usted la sentencia. Nunca es demasiado tarde para buscar un mundo nuevo, si uno es hombre de coraje y energía. Fíjese, ya lo tenía todo preparado para usted, señor Keeton. Contaba con su colaboración, ¿sabe?
—Prefiero que me llame Dan y que siga tuteándome —respondió Buster casi con timidez.
—Muy bien, Dan. ¿De veras estás decidido a terminar tu vida con un mutis tan cobarde?
—¡No! —exclamó Buster—. Es solo que pensé… pensé que era inútil. ¡Ellos son tantos…!
—Pero tres hombres buenos pueden hacer mucho daño, Dan.
—¿Tres? ¿Ha dicho tres?
—Sí…, con nosotros hay alguien más. Alguien que también ve el peligro y comprende lo que Ellos se proponen.
—¿Quién es? —quiso saber Buster impaciente—. Dígame, ¿quién es?
—Te lo diré en su momento —respondió el señor Gaunt—. Pero, por ahora, andamos cortos de tiempo. Ellos van a venir a buscarte.
Buster volvió la vista hacia la ventana del estudio con los ojos entornados de un hurón que ventea el peligro en el aire. La calle estaba vacía, pero solo de momento. Percibía la presencia de Ellos, los presentía agrupándose para ir contra él.
—¿Qué tengo que hacer?
—Entonces ¿entras en mi equipo? —inquirió el señor Leland Gaunt—. ¿Puedo contar contigo?
—¡Sí!
—¿Hasta el final?
—¡Hasta que el infierno se hiele o hasta que usted diga otra cosa!
—Muy bien —asintió Gaunt—. Presta mucha atención.
Mientras el señor Gaunt hablaba y Buster escuchaba, sumiéndose gradualmente en aquel estado hipnótico que Leland Gaunt parecía inducir a voluntad, los primeros truenos de la tormenta que se acercaba empezaron a agitar el aire en el exterior.
3
Cinco minutos después, Buster abandonó la casa. Se había puesto una chaqueta ligera sobre la camiseta y llevaba hundida en uno de sus profundos bolsillos la mano de la que aún pendían las esposas.
Antes de llegar al primer cruce, encontró una furgoneta aparcada junto al bordillo, precisamente donde el señor Gaunt le había asegurado que la encontraría. El vehículo era de un color amarillo chillón que garantizaba que la mayoría de quienes la vieran se fijaría más en la pintura que en el ocupante. Casi carecía de ventanillas y en ambos costados llevaba pintado el logotipo de una emisora de televisión de Portland. Buster dirigió un vistazo rápido pero cuidadoso en una dirección y otra antes de subir. El señor Gaunt le había dicho que encontraría las llaves bajo el asiento. Allí estaban. Sobre el asiento del acompañante había una bolsa de papel de la compra, en cuyo interior encontró una peluca rubia, unas gafas de montura metálica propias de un yuppy y un frasquito de cristal.
Se puso la peluca con ciertas reticencias —con sus guedejas largas e hirsutas parecía la cabellera de un difunto cantante de rock—, pero cuando se miró en el espejo retrovisor de la furgoneta, se asombró de lo bien que le sentaba. Le rejuvenecía mucho. Los cristales de las gafas de yuppy eran claros y le cambiaban la fisonomía aún más que la peluca (al menos en opinión de Buster). Le daban un aire de inteligencia, como el de Harrison Ford en La costa de los Mosquitos, y se contempló fascinado. De repente, parecía tener treinta y tantos en lugar de cincuenta y dos, y el aspecto de un hombre que bien podría trabajar para una cadena de televisión. No como corresponsal de noticias, ni en un puesto destacado por el estilo, pero sí como cámara, tal vez, o incluso como productor.
Desenroscó el tapón del frasco y frunció la nariz. El líquido que contenía olía a batería de tractor en mal estado. De la boca del frasco salían unas volutas de humo. Debes tener cuidado con ese líquido, pensó Buster. Debes andarte con muchísimo cuidado.
Sujetó el grillete libre de las esposas bajo el muslo derecho y tensó la cadena. Después vertió un poco del contenido del frasco sobre la cadena, justo en su unión con el grillete que le rodeaba la muñeca, teniendo buen cuidado de no derramar sobre su piel una sola gota de aquel líquido oscuro y viscoso. De inmediato, el acero empezó a humear y burbujear. Algunas gotas de líquido cayeron a la alfombrilla de goma del suelo del vehículo, que también empezó a burbujear. Una columna de humo y un espantoso olor a fritanga se alzaron de ella. Al cabo de unos momentos, Buster sacó la manilla vacía de debajo del muslo, introdujo los dedos en ella y tiró enérgicamente. La cadena se partió como si fuera papel, y Buster la arrojó al suelo. Aún llevaba una pulsera de acero, pero eso podía soportarlo; lo más irritante había sido la cadena y el brazalete vacío que colgaba en su extremo. Introdujo la llave en el contacto, puso en marcha el motor y se alejó.
Apenas tres minutos después, un coche patrulla de la policía del condado de Castle, conducido por Seaton Thomas, se detuvo en el camino particular de la casa de los Keeton y el viejo Seat descubrió a Myrtle Keeton tendida en el suelo junto a la puerta entre el garaje y la cocina, medio cuerpo en una estancia y el otro medio en la otra. No mucho después, cuatro coches patrulla de la policía estatal se unieron al primero. Los agentes revolvieron la casa de arriba abajo en busca de Buster o de alguna pista sobre adónde podría haber ido. Nadie prestó atención a la caja del Boleto Ganador colocada sobre la mesa. Era un juguete viejo, sucio y visiblemente estropeado. Parecía un objeto sacado del desván de un pariente pobre.
4
Eddie Warburton, el conserje del edificio municipal, llevaba más de dos años resentido contra Sonny Jackett. Pero durante el último par de días, su enojo se había convertido en una furia ciega.
Durante el verano de 1989, cuando al pequeño y precioso Honda Civic de Eddie se le había agarrotado la transmisión, su dueño no había querido llevarlo al concesionario Honda más cercano porque le habrían cobrado un buen pico por la grúa. Ya era suficiente desgracia que la transmisión hubiera fallado justo tres semanas después de que caducara la garantía de las piezas. Así pues, había acudido primero a Sonny Jackett para preguntarle si tenía experiencia en coches extranjeros.
Sonny le había asegurado que sí. Se lo había dicho en aquel tono efusivo y condescendiente que utilizaban tantos yanquis de pueblo al hablar con Eddie. «Aquí no tenemos prejuicios, muchachos», sugería aquel tono. «Esto es el Norte, ¿sabes? No aprobamos toda esa mierda del Sur. Por supuesto que eres un negro, salta a la vista, pero eso no significa nada para nosotros. Negros, amarillos, blancos o verdes, a todos los timamos por igual en todo lo que tenemos. Trae ese coche para aquí.»
Sonny había reparado la transmisión del Honda, pero la factura había subido cien dólares más de lo que Sonny había dicho al principio, y por culpa de eso una noche habían estado a punto de pelearse a puñetazos en El Tigre. Tras aquello, se había presentado en casa de Eddie un abogado de Sonny (Eddie Warburton había constatado a lo largo de su vida que, yanquis o sureños, todos los blancos tenían abogado) para anunciarle que Sonny iba a llevarlo a un juicio de faltas. Como resultado de aquella experiencia, Eddie había terminado soltando cincuenta dólares de su bolsillo. Y el incendio del sistema eléctrico del Honda se produjo cinco meses después. El coche estaba aparcado en el recinto del edificio municipal. Alguien había avisado a gritos a Eddie, pero cuando este salió por fin con un extintor, el interior del coche era una pira de llamas amarillas. El vehículo había sido declarado siniestro total.
Desde entonces, Eddie no había dejado de preguntarse si el incendio no habría sido cosa de Sonny Jackett. El inspector del seguro dijo que había sido un accidente causado por un cortocircuito, el habitual «caso entre un millón». Pero ¿qué sabía aquel tipo? Probablemente nada. Además, no era su dinero. Aunque eso no significaba que el seguro alcanzara a cubrir todo el valor de la inversión de Eddie.
Y ahora, por fin, lo sabía. Ahora tenía la prueba.
Aquel mismo día había encontrado un pequeño paquete en el correo. Los objetos que contenía habían resultado profundamente esclarecedores: varias pinzas eléctricas de cocodrilo chamuscadas, una vieja fotografía de bordes doblados y una nota.
Las pinzas eran de las que uno podía usar para originar un incendio eléctrico. Solo había que pelar el aislante del par de cables adecuado en los lugares precisos, conectar los cables y… voilà.
La fotografía mostraba a Sonny y su grupo de amigos blanquitos, aquellos tipos que siempre estaban haraganeando en las sillas de la oficina de la gasolinera cuando uno pasaba por allí. El lugar que aparecía en la foto no era la Sunoco de Sonny, sin embargo; era el depósito de chatarra de Robicheau, en la carretera comarcal número 5. Los blanquitos estaban ante los restos quemados del Civic de Eddie, tomando cerveza, riendo y comiendo rodajas de sandía.
La nota era breve e iba al grano. «Querido negro: buscarme las cosquillas fue un grave error.»
Al principio, Eddie se preguntó por qué Sonny le mandaba una nota como aquella (aunque no lo relacionó con la carta que él, a instancias del señor Gaunt, había deslizado por la ranura del correo de la puerta de Polly Chalmers). Llegó a la conclusión de que lo había hecho porque Sonny era aún más idiota y más mezquino que la mayoría de los blanquitos. De todos modos, si a Sonny todavía le revolvía el estómago aquel viejo asunto, ¿por qué había esperado tanto tiempo para reabrirlo? Pero cuanto más pensaba en aquellos viejos tiempos
(Querido negro:)
menos parecían importar las preguntas. La nota y las pinzas eléctricas renegrecidas y la vieja fotografía no se apartaban de su mente, zumbando en ella como una nube de mosquitos hambrientos. Un rato antes, aquella tarde, había comprado un arma al señor Gaunt.
Los fluorescentes de la oficina de la gasolinera proyectaban un trapezoide blanco sobre el asfalto entre los postes cuando Eddie llegó… al volante del Oldsmobile de segunda mano que había reemplazado al Civic. Eddie se apeó con una mano en el bolsillo de la chaqueta, donde sostenía el arma.
Se detuvo un instante ante la puerta y miró al interior. Sonny estaba sentado tras la caja registradora, en una silla de plástico en la que se mecía sobre las dos patas traseras. Eddie solo alcanzaba a ver la visera de la gorra de Sonny por encima del periódico abierto de par en par. ¡Leyendo el periódico, naturalmente! Los blancos siempre tienen abogados y, después de pasar el día estafando a negros como Eddie, siempre se sentaban en sus oficinas, se mecían sobre las patas traseras de las sillas y echaban una ojeada al diario.
Los jodidos blancos, con sus jodidos abogados y sus jodidos periódicos.
Eddie sacó la pistola automática y entró. Una parte de él, hasta entonces dormida, despertó de pronto y le gritó alarmada que no debía hacer aquello. Que era un error. Pero la voz no importaba. No importaba porque, de pronto, a Eddie le parecía que no estaba en absoluto dentro de sí. Le parecía que era un espíritu que flotaba sobre su propio hombro, observando lo que se producía. Un espíritu maligno se había adueñado de sus actos.
—Tengo algo para ti, maldito estafador hijo de puta —oyó Eddie que decía su boca.
Luego vio cómo su dedo apretaba el gatillo de la automática dos veces. Dos pequeños círculos negros aparecieron en un titular que decía SUBE EL ÍNDICE DE ACEPTACIÓN DE MCKERNAN. Sonny Jackett soltó un grito y se contorsionó. Las patas traseras de la silla resbalaron hacia delante y Sonny cayó con ella al suelo, con el peto de los pantalones de faena empapado en sangre… solo que el nombre bordado con hilo dorado en el peto decía RICKY. El tipo no era Sonny, sino Ricky Bissonette.
—¡Ah, mierda! —exclamó Eddie—. ¡Me he cargado al maldito blanco que no era!
—Hola, Eddie —le saludó la voz de Sonny Jackett a su espalda—. Menuda suerte he tenido de estar en el lavabo, ¿verdad?
Eddie empezó a darse la vuelta. Tres balas de la pistola automática que Sonny había comprado al señor Gaunt aquella misma tarde le entraron por la zona lumbar, destrozándole la columna, casi antes de que pudiera iniciar el gesto.
Con ojos saltones y desvalidos, Eddie observó cómo Sonny se inclinaba sobre él. La boca del cañón del arma que Sonny empuñaba era más grande que la entrada de un túnel y más oscura que la eternidad. Encima de ella, las facciones de Sonny aparecían pálidas y tensas. Una mancha de grasa le corría por una mejilla.
—Tu error no ha sido querer robarme mi nuevo juego de llaves de casquillo —dijo Sonny al tiempo que apoyaba la boca del cañón de la automática en el mismo centro de la frente de Eddie Warburton—. El error ha sido escribirme contándome tus planes. Ahí es donde te has equivocado.
Una gran luz blanca, la luz de la comprensión, se encendió de pronto en la mente de Eddie. En aquel momento sí recordó la carta que había introducido en la ranura para el correo en casa de Polly Chalmers, y consiguió relacionar aquella carta, aquella broma, con la nota que él había recibido y con esa otra de la que hablaba Sonny.
—¡Escucha! —susurró—. Tienes que escucharme, Jackett. Nos han tomado el pelo. Se han burlado de nosotros, de los dos. Nos…
—Adiós, negrito —lo interrumpió Sonny, y apretó el gatillo.
Sonny contempló fijamente lo que quedaba de Eddie Warburton durante casi un minuto entero, preguntándose si debería haber escuchado lo que Eddie tuviera que decir. Por fin, llegó a la conclusión de que no. ¿Qué podía importar lo que tuviera que decir un tipo lo bastante idiota para haber mandado una nota como aquella?
Se incorporó, entró en la oficina y pasó por encima de las piernas de Ricky Bissonette. Abrió la caja de caudales y sacó de ella el equipo de llaves ajustables que le había vendido el señor Gaunt. Aún estaba admirándolas, levantándolas una tras otra, empuñándolas con cariño y volviendo a dejarlas en su lugar correspondiente del maletín, cuando llegó la policía estatal para ponerlo en custodia.
5
«Aparca en la esquina de Birch y Main —le había dicho el señor Gaunt a Buster por teléfono— y limítate a esperar. Te enviaré a alguien.»
Buster había seguido las instrucciones al pie de la letra y, desde su posición a una bocacalle de distancia, había observado gran número de idas y venidas a la entrada del callejón. Casi todos sus amigos y vecinos, al parecer, tenían algún asunto que tratar con el señor Gaunt aquella tarde. Hacía diez minutos, la señora Rusk se había presentado con el vestido desabrochado y todo el aspecto de salir de una pesadilla.
Luego, apenas cinco minutos después de que Cora saliera del callejón guardándose algo en el bolsillo del vestido (este seguía desabrochado y se veía mucho debajo de él, pero quién en su sano juicio querría mirar, se preguntó Buster), se habían escuchado varios disparos procedentes de la parte alta de Main Street. Buster no estaba seguro, pero calculó que habían sonado en la gasolinera de la Sunoco.
Pronto, varios patrulleros de la policía estatal salieron del edificio municipal, zigzagueando Main Street arriba con las luces encendidas y dispersando a los periodistas como si fueran palomas. Con disfraz o sin él, Buster decidió que era más prudente pasar a la parte posterior de la furgoneta y quedarse allí un rato.
Los coches de la policía pasaron rugiendo a su lado y sus luces destelleantes iluminaron algo colocado contra las puertas traseras del vehículo.
Era una bolsa de lona verde. Picado por la curiosidad, Buster deshizo el nudo de la cuerda que cerraba aquella especie de petate, lo abrió y miró el contenido.
Encima había una caja. Buster la sacó y vio que el resto de la bolsa estaba lleno de temporizadores. Mecanismos contadores de tiempo para explosivos. Había al menos dos docenas de ellos. Sus esferas blancas y lisas lo observaban como los ojos de unas huerfanitas Annie sin pupilas.
Abrió la caja que había sacado y observó que contenía pinzas de cocodrilo, de esas que empleaban a veces los electricistas para hacer conexiones rápidas.
Buster frunció el ceño y entonces, de pronto, vio en su mente un formulario oficial. Una autorización de fondos del Consejo Municipal de Castle Rock, para ser preciso. Pulcramente mecanografiado en la casilla destinada a «Bienes y/o servicios a ser suministrados» había las siguientes palabras: 16 CAJAS DE DINAMITA.
Sentado en la parte de atrás de la furgoneta, Buster esbozó una sonrisa. Luego se echó a reír. Fuera, los truenos retumbaban. Un relámpago como una lengua surgida del vientre hinchado de una nube descargó sobre el río.
Buster continuó riéndose. Siguió con sus carcajadas hasta que toda la furgoneta se movió con ellas.
—¡Para Ellos! —exclamó Keeton entre risas—. ¡Oh, vaya, ahora sí que tenemos algo para Ellos! ¡Algo realmente bueno!
6
Henry Payton, que había acudido a Castle Rock para sacarle las castañas del fuego al comisario Pangborn, se detuvo en el umbral de la oficina de la gasolinera Sunoco con la boca abierta. Allí había dos tipos más. Uno era blanco y el otro era negro, pero los dos estaban muertos.
Un tercer individuo, el propietario de la gasolinera, según el nombre que lucía en el peto de los pantalones de trabajo, estaba sentado en el suelo junto a la caja fuerte abierta, con un sucio maletín de acero acunado en los brazos como si fuera un bebé. En el suelo, al lado del hombre, había una pistola automática. Al fijarse en ella, Henry sintió como si un ascensor le bajara hasta las tripas. Era idéntica a la que Hugh Priest había utilizado contra Henry Beaufort.
—Mire —apuntó uno de los agentes detrás de Henry, en voz baja y con tono de asombro—. Ahí hay otra.
Cuando Henry volvió la cabeza, oyó crepitar los tendones del cuello. Otra arma —una tercera pistola automática— yacía junto a la mano extendida del negro muerto.
—No las toquen —advirtió a los demás policías—. Ni se acerquen a ellas.
Pisó el charco de sangre, agarró a Sonny Jackett por los tirantes del pantalón y lo puso en pie.
Sonny no se resistió, pero apretó con más fuerza contra su pecho el maletín de acero.
—¿Qué ha sucedido aquí? —le gritó Henry a corta distancia de la cara—. ¿Qué ha sucedido, por todos los santos?
Sonny señaló con un gesto a Eddie Warburton, empleando el codo para no tener que soltar el maletín.
—Se ha presentado aquí. Llevaba un arma. Estaba loco. Es evidente que estaba loco; vea lo que le ha hecho a Ricky. Le ha confundido conmigo. Quería robarme mi juego de llaves ajustables. Vea.
Sonny sonrió y abrió ligeramente la caja de acero para que Henry pudiera ver el revoltijo de quincalla oxidada que guardaba en ella.
—No podía permitírselo, ¿verdad? Quiero decir…, las llaves son mías. Las he pagado y son mías.
Henry abrió la boca para decir algo. No tenía idea de qué, y nunca lo supo porque no llegó a salir nada por ella. Antes de que pudiera pronunciar una sola palabra, se escucharon unos nuevos disparos, esta vez procedentes de lo alto de Castle View.
7
Lenore Potter se plantó junto al cuerpo caído de Stephanie Bonsaint con una pistola automática humeante en la mano. El cuerpo yacía en el macizo de flores de la parte posterior de la casa, el único que aquella zorra malvada y vengativa no había destrozado en sus dos visitas anteriores.
—No… no deberías haber vuelto —murmuró Lenore.
Hasta aquel momento, nunca en su vida había disparado un arma. Ahora acababa de matar a una mujer, pero el único sentimiento que experimentaba era el de un siniestro regocijo. Había sorprendido a la mujer en su propiedad, destrozándole el jardín (Lenore había esperado hasta que la muy guarra se había puesto manos a la obra; ¡su madre no había criado hijos tontos!), y había actuado dentro de su legítimo derecho. Perfectamente en su legítimo derecho.
—¿Lenore? —la llamó su esposo, asomado a la ventana del cuarto de baño del piso superior, con la cara llena de espuma de afeitar. Su voz parecía alarmada—. ¿Qué sucede, Lenore?
—Acabo de disparar a una intrusa —respondió Lenore tranquilamente, sin mirar a su alrededor. Introdujo la punta del pie bajo el cuerpo pesado de la mujer y la empujó. La sensación del dedo gordo del pie al hundirse en el flanco de aquella zorra de la Bonsaint sin encontrar resistencia la llenó de una súbita y ruin satisfacción—. Es Stephanie Bon…
El cuerpo rodó boca arriba. No era Stephanie Bonsaint. Era aquella simpática mujer del agente de policía.
Acababa de matar a Melissa Clutterbuck.
En un abrir y cerrar de ojos, el calava de Lenore Potter pasó al azul, al púrpura, al magenta. Recorrió toda la gama de colores hasta el negro medianoche.
8
Alan Pangborn seguía sentado mirándose las manos, con la vista perdida más allá de ellas, en una oscuridad tan negra que solo podía percibirse al tacto. Acababa de ocurrírsele que aquella tarde podía haber perdido a Polly no por un tiempo, hasta que se aclarara aquel malentendido, sino para siempre. Y eso lo dejaría con treinta y cinco vacíos años de su vida por delante.
Escuchó un leve sonido de pasos arrastrándose y alzó la vista rápidamente. Era la enfermera Hendrie. Parecía nerviosa, pero también tenía el aspecto de haber tomado una decisión.
—El pequeño Rusk se está agitando —explicó—. No está despierto, pues le han administrado un tranquilizante y tardará algún tiempo todavía en estar despierto de verdad, pero está medio consciente.
—¿Ah, sí? —inquirió Alan sin moverse, y esperó.
La señorita Hendrie se mordió el labio y continuó:
—Sí. Y le dejaría verle si pudiera, comisario, pero no puedo hacerlo. Lo comprende, ¿verdad? Quiero decir, sé que tiene problemas en su pueblo, pero ese chiquillo apenas ha cumplido los siete años.
—Sí.
—Ahora voy a bajar a la cafetería a tomar una taza de té. La señora Evans llega tarde, como siempre, pero estará aquí en un par de minutos. Si va usted a la habitación de Sean Rusk, la número nueve, justo después de que yo me vaya, es muy probable que la señora Evans no se entere de que está usted allí. ¿Me sigue?
—Ajá —asintió Alan con gratitud.
—La ronda pasa a las ocho, de modo que si estuviera usted en la habitación, la señora Evans probablemente no se daría cuenta de su presencia. Por supuesto, si le descubriera, usted le diría que yo he seguido las normas del hospital y le he negado el acceso. Que se había colado aprovechando un momento en que el mostrador estaba desatendido. Es lo que diría usted, ¿verdad?
—Sí —respondió Alan—. Puede estar segura.
—Luego podría marcharse por la escalera del otro extremo del pasillo. Si se hubiera colado en la habitación de Sean Rusk, quiero decir. Cosa, naturalmente, que yo le he prohibido.
Alan se puso en pie y, siguiendo un súbito impulso, besó a la mujer en la mejilla.
La señorita Hendrie se ruborizó.
—Gracias —dijo Alan.
—¿Por qué? Yo no he hecho nada. Creo que voy a tomarme ese té. Por favor, quédese sentado donde está hasta que vuelva, comisario.
Alan tomó asiento, obediente. Se quedó allí, con la cabeza entre el Tonto Simón y el pastelero, hasta que la puerta de doble hoja se hubo cerrado casi por completo tras la enfermera con un susurro. Entonces se levantó y avanzó en silencio por el pasillo de brillantes colores, con el suelo salpicado de juguetes y de piezas de rompecabezas, hasta la habitación número nueve.
9
Sean Rusk le pareció a Alan totalmente despierto.
Estaban en la sala de pediatría y la cama de la habitación era pequeña pero, incluso así, el chiquillo parecía perdido en ella. Su cuerpo apenas formaba un ligero bulto bajo el cobertor, dándole el aspecto de una cabeza sin cuerpo apoyada en una almohada blanca limpísima. Su carita estaba muy pálida. Bajo los ojos —que miraban a Alan con una tranquilidad carente de sorpresa— tenía unas sombras púrpura, casi como cardenales. Un mechón de cabello oscuro le caía sobre el centro de la frente como una coma. Alan cogió la silla junto a la ventana y la colocó al lado de la cama, que tenía sendas barras para evitar que Sean se cayera. El pequeño no volvió la cabeza, pero siguió sus movimientos con los ojos.
—Hola, Sean —saludó Alan con calma—. ¿Cómo te sientes?
—Tengo la garganta seca —respondió el niño en un susurro ronco.
En la mesilla junto a la cama había una jarra de agua y dos vasos. Alan llenó uno de ellos y se inclinó sobre la barandilla de la cama de hospital.
Sean intentó incorporar el cuerpo, pero no pudo y volvió a caer contra la almohada con un leve suspiro que encogió el corazón a Alan. Su mente revivió la imagen de su propio hijo, del pobrecillo Todd. Cuando deslizó la mano tras el cuello de Sean Rusk para ayudarle a incorporarse, tuvo un momento infernal de recuerdo absoluto. Vio a Todd junto al Scout aquel día aciago, respondiendo al gesto de despedida de Alan con otro gesto de la mano, y, en aquel ojo de la memoria, una especie de luz nacarada, menguante, parecía jugar en torno a la cabeza de Todd, iluminando cada una de sus queridas formas y facciones.
Su mano fue presa de un temblor. Un poco de agua se derramó del vaso sobre el pijama de hospital que llevaba Sean.
—Lo siento.
—No importa —respondió el pequeño con su ronco susurro, y bebió con avidez. Casi vació el vaso. Después eructó.
Alan le ayudó a bajar el cuerpo con cuidado. Sean parecía ahora un poco más despierto, pero su mirada seguía carente de brillo. Alan se dijo que no había visto nunca a un chiquillo que pareciera tan espantosamente solo, y su mente intentó evocar una vez más aquella última imagen de Todd, pero la rechazó con energía.
Tenía un trabajo que hacer allí. Era un trabajo desagradable, y terriblemente delicado además, pero cada vez estaba más convencido de que también era desesperadamente importante. Sucediera lo que sucediese en Castle Rock en aquel mismo instante, estaba cada vez más seguro de que al menos algunas de las respuestas se hallaban allí, tras aquella frente pálida y aquellos ojos tristes, sin brillo.
Paseó la mirada por la estancia y esbozó una sonrisa forzada.
—Un sitio un poco aburrido —comentó.
—Sí —respondió Sean con su voz ronca y grave—. Totalmente soso.
—Quizá unas flores lo alegrarían —apuntó Alan, y pasó la mano derecha por delante del antebrazo izquierdo, sacando con habilidad el ramo plegable de su escondite bajo la correa del reloj.
Sabía que estaba forzando su suerte pero había decidido, sobre la marcha, intentarlo de todos modos. Casi lo lamentó. Dos de los capullos de papel de seda se rompieron cuando soltó el lazo y abrió el ramo. Oyó que el resorte lanzaba un gemido fatigado. Era, sin duda, la última representación de aquella versión del truco de la flor plegable, pero Alan consiguió llevarla adelante a duras penas. Y Sean, al contrario que su hermano, pareció claramente divertido y complacido a pesar de su estado mental y de los fármacos que recorrían su organismo.
—¡Fantástico! ¿Cómo lo ha hecho?
—Con un poco de magia… ¿Las quieres? —Alan hizo el gesto de poner el ramo de flores de papel en la jarra del agua.
—No. Son de papel. Además, están rotas en algunas partes. —Sean reflexionó sobre lo que acababa de decir, pareció llegar a la conclusión de que sonaba desagradable y añadió—: De todos modos, buen truco. ¿Puede hacerlas desaparecer?
Lo dudo, hijo, pensó Alan, pero dijo en voz alta:
—Lo intentaré.
Sostuvo el ramo en alto de modo que Sean pudiera verlo bien, dobló un poco la mano derecha y luego la llevó hacia abajo. Hizo el pase mucho más despacio de lo habitual en deferencia al lamentable estado del artilugio y se sintió sorprendido e impresionado con el resultado. En lugar de desaparecer bruscamente de la vista como sucedía otras veces, las flores plegables parecieron disolverse en su mano ligeramente encorvada como si fuesen humo. Notó que el pequeño muelle, flojo y demasiado usado, intentaba saltar y enredarse, pero al final decidió colaborar por última vez.
—Eso es realmente total —dijo Sean con voz respetuosa, y Alan estuvo de acuerdo con él, para sus adentros.
Era una variación maravillosa de un truco con el que había cautivado a los escolares durante años, pero enseguida dudó que pudiera repetirlo con una versión nueva del truco de la flor plegable. Con un muelle nuevo, aquel pase lento, soñoliento, resultaría imposible.
—Gracias —respondió, y ocultó el ramo bajo la pulsera del reloj por última vez—. Si no quieres flores, ¿qué te parece una moneda para la máquina de Coca-Cola?
Alan se inclinó hacia delante y, como si tal cosa, sacó una moneda de cuarto de dólar de la nariz del chiquillo. Este sonrió.
—¡Ah!, ya no me acordaba. Ahora la Coca-Cola cuesta setenta y cinco centavos, ¿verdad? ¡La inflación! En fin, no hay problema. —Sacó otra moneda de la boca de Sean y descubrió una tercera en su propia oreja. Para entonces, la sonrisa de Sean se había difuminado un poco y Alan se dio cuenta de que debía ir al grano enseguida. Dejó las tres monedas en la mesilla junto a la cama.
—Para cuando te recuperes un poco —dijo.
—Gracias, señor.
—De nada, Sean.
—¿Dónde está mi papá? —preguntó Sean. Su voz sonaba ligeramente más fuerte.
La pregunta pareció algo extraña a Alan, quien habría esperado que Sean pidiera primero por su madre. Al fin y al cabo, el chiquillo solo tenía siete años.
—Llegará enseguida, Sean.
—Eso espero. Le quiero.
—Ya lo sé. —Alan hizo una pausa y añadió—: Tu madre también llegará enseguida.
Sean reflexionó y movió la cabeza en un lento y meditado gesto de negativa. Al hacerlo, la funda de la almohada emitió unos ligeros crujidos.
—No. Ella no querrá venir. Está demasiado ocupada.
—¿Demasiado ocupada para venir a verte? —inquirió Alan.
—Sí. Está muy ocupada. Mamá está de visita con El Rey. Por eso ya no me deja entrar en su habitación. Cierra la puerta, se pone las gafas de sol y se va de visita con El Rey.
Alan recordó el comportamiento de la señora Rusk mientras respondía a los agentes estatales que la interrogaban. Su voz, baja e inconexa. Unas gafas de sol en la mesa, junto a ella. La mujer parecía incapaz de dejarlas en paz y una de sus manos jugueteaba con ellas casi constantemente. La señora Rusk retiraba la mano, como si temiera que alguien se diera cuenta, pero apenas unos segundos después sus dedos volvían a tocarlas, como si la mano se moviera por su propia voluntad. Allá, en la casa de los Rusk, Alan había pensado que la mujer estaba afectada por la conmoción o bajo la influencia de algún tranquilizante, pero ya no estaba tan seguro. También dudaba si debía preguntar a Sean acerca de su hermano, o si era preferible profundizar en aquel último comentario. ¿O tal vez ambas cosas formaban parte de lo mismo?
—Tú no eres un mago de verdad —declaró Sean—. Eres un policía, ¿verdad?
—Ajá.
—¿Eres de la policía estatal y tienes un coche patrulla azul que corre muchísimo?
—No, soy comisario del condado. Normalmente llevo un coche patrulla marrón con una estrella en la puerta que, en efecto, corre bastante, pero esta tarde he venido en mi viejo coche familiar, que nunca me acuerdo de cambiar por otro más nuevo. Va lentísimo —añadió con una sonrisa.
La explicación despertó cierto interés en Sean.
—¿Y por qué no llevas el coche patrulla marrón?
Para no sobresaltar a Jill Mislaburski ni a tu hermano, pensó Alan. No sabía si el truco había funcionado con Jill, pero tenía la clara impresión de que no había dado demasiado resultado con Brian.
—La verdad es que no me acuerdo —dijo—. Ha sido un día muy largo.
—¿Eres un comisario como el de Jóvenes detectives?
—Ajá. Supongo que sí. Algo parecido.
—Yo y Brian alquilamos la película y la vimos juntos. Era tope alucinante. Quisimos ir a ver Jóvenes detectives II cuando la pusieron en La Linterna Mágica de Bridgton el verano pasado, pero mamá no nos dejó porque estaba clasificada para mayores. Nunca nos dejan ver las películas clasificadas para mayores, menos a veces en casa, cuando papá y mamá nos dejan ver alguna en el vídeo. A Brian y a mí nos gustó mucho Jóvenes detectives. —Sean hizo una pausa y una sombra cubrió sus ojos—. Pero eso fue antes de que Brian consiguiera el cromo.
—¿Qué cromo?
En los ojos de Sean apareció por primera vez un destello de auténtica emoción. De terror.
—El cromo de béisbol. El fabuloso cromo de béisbol especial.
—¿Oh? —Alan recordó la nevera portátil y los cromos de béisbol que contenía. Cromos para cambiar, le había explicado el pequeño—. A Brian le gustaban mucho los cromos de béisbol, ¿verdad, Sean?
—Sí. Así fue como él lo cogió. Creo que usa cosas distintas para coger a cada cual.
Alan se inclinó hacia delante y preguntó:
—¿Quién, Sean? ¿Quién cogió a tu hermano?
—Brian se ha matado. Yo lo vi. Fue en el garaje.
—Lo sé. Lo siento.
—Por detrás de la cabeza le salía una cosa extraña. No solo sangre. Otra cosa. Amarilla.
A Alan no se le ocurrió nada que decir. El corazón le latía lenta y pesadamente en el pecho, tenía la boca seca como un desierto y notaba el estómago revuelto. El nombre de su hijo le resonaba en la mente como el repique a difuntos de una campana tañida por manos idiotas en medio de la noche.
—Ojalá no lo hubiera hecho —continuó Sean. Su voz sonaba extrañamente desapasionada, pero Alan vio que asomaba una lágrima en cada uno de sus ojos, se hinchaba y por último se derramaba por la suave piel de sus mejillas—. Ya no veremos juntos Jóvenes detectives II cuando la saquen en vídeo. Tendré que verla solo y ya no será divertido sin Brian y sus estúpidas bromas. Estoy seguro de que no lo será.
—Tú querías mucho a tu hermano, ¿verdad? —preguntó Alan con voz ronca, al tiempo que alargaba la mano a través de los barrotes de protección de la cama. La manita de Sean Rusk se deslizó hasta ella y se cerró con fuerza en torno a sus dedos. Alan notó aquella manita caliente. Y pequeña. Muy pequeña.
—Sí. Brian quería jugar de pitcher con los Red Sox cuando fuera mayor. Decía que iba a aprender a lanzar bolas con efecto como Mike Boddicker. Ahora ya no lo hará. Me dijo que no me acercara más o me pondría perdido. Yo me eché a llorar. Estaba asustado. No era como en una película. ¡Estábamos en nuestro garaje!
—Sí, lo sé —dijo Alan. Y su mente evocó la imagen del coche de Annie. Las lunas astilladas de las ventanillas. Los grandes charcos negros de la sangre en los asientos. Aquello tampoco había sido una película—. Lo sé, hijo —repitió, y rompió a llorar.
—Brian me pidió que lo prometiera y lo hice. Y voy a mantener la promesa. La voy a mantener toda la vida.
—¿Qué le prometiste, hijo?
Alan se secó las mejillas con la mano libre, pero sus lágrimas no se detenían. El chiquillo yacía ante él con la piel casi tan blanca como la funda de la almohada sobre la que reposaba su cabeza; el pequeño había presenciado el suicidio de su hermano, había visto sus sesos salpicando la pared del garaje como una rociada de mocos… ¿Y dónde estaba su madre? De visita con El Rey, había dicho Sean. «Cierra la puerta, se pone las gafas de sol y se va de visita con El Rey.»
—¿Qué le prometiste?
—Quise jurarlo por mamá, pero Brian no me dejó. Insistió en que tenía que jurarlo por mí mismo. Porque él también la tiene cogida a ella. Brian dice que atrapa a todos los que juran por alguien que no sea ellos mismos. Por eso se lo juré por mí mismo, pero Brian disparó la escopeta de todos modos. —Sean lloraba entonces con más intensidad, pero dirigió una mirada franca a Alan a través de las lágrimas—. No era solo sangre, señor policía. Había otra cosa. Una cosa amarilla.
Alan le apretó la manita.
—Lo sé, Sean. ¿Qué te hizo prometer tu hermano?
—Si te lo digo, quizá Brian no vaya al cielo.
—Sí que irá. Te lo prometo. Y soy el comisario.
—¿Los comisarios siempre mantienen sus promesas?
—Siempre. Sobre todo cuando las hacen a un niño en un hospital —respondió Alan—. Los comisarios no pueden romper sus promesas a niños en esa situación.
—¿Van al infierno si lo hacen?
—Sí. Eso es. Van al infierno si las rompen.
—¿Me prometes que Brian irá al cielo aunque te lo cuente? ¿Me lo juras por ti mismo?
—Sí, te lo juro por mí mismo —asintió Alan.
—Está bien. Brian me hizo prometer que nunca entraría en la tienda nueva donde encontró ese cromo de béisbol tan especial. Él pensaba que el jugador del cromo era Sandy Koufax, pero se equivocaba. Era otro jugador. Y el cromo era viejo y estaba sucio, pero no creo que Brian se diera cuenta de ello. —Sean hizo una pausa, reflexionó, y luego continuó con la misma calma escalofriante—: Un día llegó a casa con las manos llenas de barro. Se lavó y luego oí que lloraba en su habitación.
Las sábanas, pensó Alan. Las sábanas de Wilma. Había sido Brian.
—Me dijo que Cosas Necesarias es un lugar perverso y que él es un hombre perverso y que no debía entrar allí jamás.
—¿Brian dijo eso? ¿Dijo Cosas Necesarias?
—Sí.
—Sean…
Alan hizo una pausa, reflexionó. Sentía todo su cuerpo atravesado por unas chispas eléctricas que le pinchaban como finas púas azuladas.
—¿Qué?
—¿Tu madre… tu madre compró esas gafas de sol en Cosas Necesarias?
—Sí.
—¿Te lo dijo ella?
—No, pero sé que las trajo de allí. Mamá se pone las gafas de sol y entonces se va a visitar a El Rey.
—¿A qué Rey, Sean? ¿Lo sabes?
Sean se quedó mirando a Alan como si creyera que estaba de broma.
—¡Elvis, claro! ¡Él es El Rey!
—Elvis… —murmuró Alan—. ¡Claro! ¿Quién, si no?
—Quiero que venga mi padre.
—Ya lo sé, muchacho. Solo un par de preguntas más y te dejaré en paz. Entonces volverás a dormirte, y cuando despiertes, tu papá ya habrá llegado. —Eso esperaba—. Sean, ¿te dijo Brian quién era ese hombre perverso?
—Sí. El señor Gaunt, el de la tienda. Él es el hombre perverso.
En aquel instante la mente de Alan evocó de improviso a Polly, después del funeral de Nettie, diciéndole: «Supongo que solo ha sido cuestión de encontrar por fin al doctor adecuado… El doctor Gaunt. Leland Gaunt». La vio sostener en alto la bolita de plata que había comprado en Cosas Necesarias para mostrársela, pero recordó también cómo había puesto la mano en torno al dije con gesto protector cuando él había intentado tocarlo. En aquel momento Polly tenía en su rostro una expresión totalmente impropia de ella. Un aire de profunda suspicacia y de acusado sentido de la propiedad. Alan recordó también cuando, más adelante, le había oído decir con una voz estridente, temblorosa y llena de lágrimas que también era muy insólita en ella: «Resulta duro descubrir que el rostro que creías amar no es más que una máscara… ¿Cómo has podido hacer eso a mis espaldas? ¿Cómo has podido?».
—¿Qué le dijiste? —murmuró, sin darse cuenta en absoluto de que había agarrado la colcha de la cama de hospital entre los dedos de una mano y la estaba retorciendo lentamente en su puño contraído—. ¿Qué le dijiste a Polly? ¿Y cómo diablos conseguiste que se lo creyera?
—¿Señor comisario? ¿Se encuentra bien?
Alan se obligó a abrir el puño.
—Sí, estoy bien. Estás seguro de que Brian se refirió al señor Gaunt, ¿verdad, Sean?
—Sí.
—Gracias —dijo Alan. Se inclinó sobre las barras de protección de la cama, estrechó la manita de Sean entre las suyas y le besó la frente pálida y fría—. Gracias por hablar conmigo.
Soltó la manita del chiquillo y se incorporó. Durante la semana anterior, aquel había sido un asuntillo pendiente del que, sencillamente, no había tenido ocasión de ocuparse: una visita de cortesía al establecimiento más recientemente abierto en Castle Rock. Nada importante; un simple saludo amistoso, una bienvenida al pueblo y un repaso rápido del procedimiento a emplear en caso de problemas. Alan había tenido intención de acercarse a la tienda, incluso había llegado hasta la puerta en una ocasión, pero todavía no había podido hablar con el dueño. Y precisamente en aquel momento, cuando la conducta de Polly empezaba a hacerle dudar de que el señor Gaunt fuera un comerciante honesto y cuando la mierda había empezado a salpicar en todas direcciones, él había terminado allí, a más de treinta kilómetros de distancia.
¿Me estará manteniendo a distancia?, pensó. ¿Me habrá situado lejos de él a propósito desde el primer momento?
La idea debería haberle parecido ridícula, pero en aquella habitación tranquila y en penumbra no se lo pareció en absoluto.
De pronto sintió la necesidad de volver. Experimentó la imperiosa urgencia de volver lo más deprisa posible.
—¿Señor comisario?
Alan miró al pequeño.
—Brian también dijo otra cosa —le confió Sean.
—¿De veras? ¿Qué dijo, Sean?
—Brian dijo que el señor Gaunt no era un ser humano.
10
Alan recorrió el pasillo hacia la puerta bajo el rótulo de SALIDA con todo el sigilo que pudo, esperando verse paralizado en cualquier momento por un grito desafiante de la sustituta de la señorita Hendrie, pero la única persona que le dirigió la palabra fue una chiquilla que lo vio pasar desde el umbral de su habitación. La muchacha, de cabellos rubios peinados en trenzas que le caían sobre la pechera del pijama de franela rosa pálido, llevaba agarrada una pequeña manta; su favorita, a juzgar por su aspecto ajado por el uso. Iba descalza, llevaba ladeados los lazos de las puntas de las trenzas y los ojos parecían enormes en su rostro macilento. Era un rostro en el que se leía más dolor del que debería conocer ningún rostro infantil.
—Llevas una pistola —observó la niña.
—Sí.
—Mi papá también tiene una.
—¿De verdad?
—Sí. Y es más grande que la tuya. Es la más grande del mundo. ¿Eres el hombre del saco?
—No, cariño —respondió Alan. Luego, pensó: El hombre del saco tal vez esté ahora mismo en mi pueblo.
Cruzó la puerta del fondo del pasillo, bajó la escalera y, tras abrir otra puerta, salió a un crepúsculo agonizante tan bochornoso como cualquier atardecer de pleno verano. Se encaminó hacia el aparcamiento a paso vivo, aunque sin lanzarse a la carrera. Hacia el oeste, en dirección a Castle Rock, estalló un potente trueno.
Abrió la portezuela del coche, se sentó al volante y descolgó el micrófono de la radio.
—Coche uno a base. Cambio.
La única respuesta fue un rugido de electricidad estática.
La maldita tormenta.
Quizá también eso sea cosa del hombre del saco, susurró una voz en algún rincón profundo de su interior. Alan sonrió con los labios muy apretados.
Intentó de nuevo la comunicación, obtuvo la misma respuesta y probó entonces la central de la policía del estado en Oxford. Desde allí le contestaron sin interferencias. El agente de la centralita le informó, alto y claro, de que había una gran tormenta eléctrica en la zona de Castle Rock y por eso las comunicaciones eran defectuosas. Incluso el teléfono parecía funcionar solo cuando quería.
—Bien. Póngase en contacto con Henry Payton y dígale que detenga a un hombre llamado Leland Gaunt. Para empezar, que lo ponga bajo custodia como testigo material. El nombre es Gaunt, con G de George. ¿Recibido? Cambio.
—Le he recibido perfectamente, comisario. Gaunt, con G de George. Cambio.
—Dígale que ese Gaunt puede ser, en mi opinión, cómplice en las muertes de Nettie Cobb y Wilma Jerzyck. Cambio.
—Recibido. Cambio.
—Nada más. Corto y cierro.
Colgó el micrófono en el soporte, arrancó y emprendió el regreso a Castle Rock. En las afueras de Bridgton, se detuvo en el aparcamiento de una tienda y llamó a la comisaría desde un teléfono público. Tras dos zumbidos, una voz grabada le anunció que el número estaba fuera de servicio provisionalmente.
Colgó y volvió al coche. Esta vez lo hizo corriendo. Antes de salir del aparcamiento y tomar de nuevo la carretera 117, conectó la luz policial de emergencia y la colocó en el techo. Apenas había recorrido un kilómetro cuando el Ford familiar, entre vibraciones y chirridos de protesta, iba ya lanzado a ciento diez.
11
Ace Merrill y la oscuridad nocturna volvieron juntos a Castle Rock.
A bordo del Chevrolet Celebrity, Ace cruzó el puente del río Castle mientras los truenos se sucedían en el cielo sobre su cabeza y los relámpagos herían la tierra sin que esta ofreciera resistencia. Llevaba las ventanillas abiertas, pues aún no caía una gota y el aire resultaba denso como el almíbar.
Estaba sucio, cansado y furioso. A pesar de la nota, había visitado tres lugares más de los señalados en el mapa, incapaz de creer lo que había sucedido, incapaz de aceptar que pudiera haber pasado. En cada uno de aquellos emplazamientos había encontrado una piedra plana y una lata metálica enterrada. Dos de ellas contenían más fajos de cupones de ahorro mugrientos. La tercera, en el terreno cenagoso de la granja Strout, solo guardaba un viejo bolígrafo en cuyo fuste se veía la figura de una mujer con un peinado de los años cuarenta, cubierta con un traje de baño de la época. Cuando se ponía el bolígrafo del revés, el traje de baño desaparecía.
Todo un tesoro.
Ace había regresado a Castle Rock a toda velocidad, con los ojos desorbitados y los pantalones tejanos manchados de barro hasta las rodillas, con un único y simple propósito: matar a Alan Pangborn. Después se limitaría a largarse a la costa Oeste, donde ya debería estar desde hacía bastante tiempo. No sabía si conseguiría sacarle el dinero a Pangborn, pero una cosa era segura: aquel hijo de puta iba a morir, e iba a tener una muerte penosa.
Todavía a cinco kilómetros del puente, se dio cuenta de que no tenía ningún arma. Había tenido intención de quedarse una de las pistolas automáticas de la caja en el garaje de Cambridge, pero en aquel momento se había puesto en marcha el condenado magnetófono, que le había dado el susto de su vida.
De todos modos, sabía dónde estaban.
Claro que sí.
Llegó hasta el puente, lo cruzó y luego se detuvo en el cruce de Main Street y Watermill Lane, aunque tenía preferencia de paso.
—¿Qué diablos…? —masculló.
La zona baja de Main Street era un confuso revoltijo de coches patrulla de la policía estatal, luces azules destellantes, furgonetas de televisión y corrillos de gente. La mayor parte de los congregados se arremolinaba en torno al edificio municipal. Parecía como si los padres del pueblo hubieran decidido llevar a cabo un carnaval callejero improvisado.
A Ace le importaba muy poco qué había sucedido; por lo que a él concernía, el pueblo entero podía agostarse y ser barrido por el viento. Pero quería a Pangborn, quería arrancarle la cabellera a aquel jodido comisario y colgársela al cinto, ¿y cómo iba a conseguirlo si hasta el último policía de Maine, al parecer, estaba congregado ante la comisaría?
La respuesta le llegó enseguida. El señor Gaunt lo sabrá. El señor Gaunt tiene la artillería y tendrá las respuestas que la acompañan. Ve a ver al señor Gaunt, se dijo.
Miró por el retrovisor y vio más luces azules que asomaban en el último cambio de rasante al otro lado del puente. Se acercaban aún más policías. Ace se preguntó de nuevo qué coño estaba sucediendo allí aquella tarde. Sin embargo, era una incógnita que tal vez tendría respuesta más adelante, o nunca, quizá, si así lo determinaban las cosas. Mientras tanto, tenía sus propios asuntos que atender, y el primero de ellos era salirse de en medio antes de que los coches patrulla que se acercaban le dieran alcance allí, en el cruce. Tomó a la izquierda por Watermill Lane y luego a la derecha por Cedar Street, rodeando el centro comercial antes de volver a Main Street. Se detuvo un momento en el semáforo, observando el enjambre de destellos azules al pie de la cuesta. Después se detuvo ante Cosas Necesarias. Salió del coche, cruzó la calle y leyó el rótulo de la puerta. Por unos instantes, experimentó una abrumadora decepción —no solo necesitaba el arma sino también un poco de aquellos polvos del señor Gaunt—, pero entonces recordó la puerta de servicio del callejón. Avanzó por la acera y dobló la esquina del callejón sin fijarse en la furgoneta amarillo brillante aparcada veinte o treinta metros más allá, ni en el hombre que, sentado en su interior (Buster se había instalado de nuevo en el asiento delantero), lo observaba.
Al entrar en el callejón, tropezó con un hombre que llevaba una gorra de tweed calada en la frente.
—¡Eh, mire por dónde va, amigo! —bufó Ace.
El hombre de la gorra alzó la cabeza, mostró los dientes y soltó un gruñido. Al mismo tiempo, sacó una automática del bolsillo y la apuntó hacia Ace.
—No me busques las cosquillas, amigo, si no quieres probar esto tú también.
Ace levantó las manos y dio un paso atrás. No estaba asustado; estaba completamente asombrado.
—Claro que no, señor Nelson —respondió—. No quiero nada con usted.
—Está bien —asintió el hombre de la gorra de tweed—. ¿Has visto a ese mamón de Jewett?
—¿Esto…, el del instituto?
—El director, sí. ¿Acaso hay algún Jewett más en el pueblo? ¡Dímelo de una vez, por todos los diablos!
—Acabo de llegar —respondió Ace con cautela—. Le aseguro que no he visto a nadie, señor Nelson.
—Da igual. Voy a encontrarlo y, cuando lo haga, lo dejaré como un jodido saco de mierda. ¡Me ha matado el periquito y se ha cagado en el retrato de mi madre! —George T. Nelson entornó los ojos y añadió—: Esta noche más vale que nadie se ponga en mi camino.
Ace no lo discutió.
El señor Nelson guardó de nuevo el arma en el bolsillo y desapareció tras la esquina, caminando con el paso decidido de quien está realmente enojado. Ace permaneció como estaba, con las manos aún en alto, unos momentos más.
El señor Nelson era profesor de carpintería y metalurgia en el instituto. Ace siempre lo había considerado uno de eso tipos que no tenían coraje ni para aplastar una mosca que se le hubiera posado en un ojo, pero ahora daba la impresión de que tendría que cambiar de opinión. Además, Ace había reconocido el arma. No podía ser de otro modo, pues precisamente la noche anterior había traído desde Boston una caja llena de ellas.
12
—¡Ace! —exclamó el señor Gaunt—. Llegas justo a tiempo.
—Necesito una pistola —dijo Ace—. Y también un poco de ese excelente material, si le queda.
—Sí, sí…, en su momento. Cada cosa en su momento. Ayúdame con esa mesa, Ace.
—Voy a matar a Pangborn —proclamó—. Me ha robado el maldito tesoro y voy a matarlo.
El señor Gaunt observó a Ace con la mirada inexpresiva y amarilla de un gato al acecho de un ratón, y en aquel instante Ace se sintió exactamente así, como un ratón.
—No me hagas perder el tiempo contándome cosas que ya sé —respondió—. Si quieres que te ayude, Ace, ayúdame tú a mí.
Ace cogió la mesa por un extremo y entre los dos la entraron de nuevo en la trastienda. El señor Gaunt se inclinó y recogió un rótulo apoyado contra la pared.
ESTA VEZ HE CERRADO DE VERDAD
decía. Lo colgó de la puerta y la cerró. Ya había pasado el pestillo cuando Ace se dio cuenta de que el rótulo no tenía nada de donde colgarlo: ni gancho, ni chinchetas, ni cinta adhesiva. Nada. Pero se sostenía allí a pesar de ello.
Después sus ojos descubrieron las cajas que habían contenido las pistolas automáticas y los cargadores de munición. Solo quedaban tres armas y otros tantos cargadores.
—¡Dios santo! ¿Dónde están las demás?
—Esta tarde el negocio ha marchado viento en popa, Ace —comentó el señor Gaunt, frotándose aquellas manos de largos dedos—. Una delicia. Y todavía irá mejor. Tengo un trabajo para ti.
—Acabo de decírselo —replicó Ace—. El comisario me ha robado el…
No había tenido tiempo ni de ver que se movía cuando de pronto Ace se encontró encima a Leland Gaunt. Aquellas manos grandes y repulsivas lo agarraron por la pechera de la camisa y lo levantaron en el aire como si estuviera hecho de plumas. Un grito de alarma escapó de su boca. Las manos que lo agarraban eran fuertes como el hierro. El señor Gaunt lo alzó del suelo y Ace se encontró de pronto frente a un rostro rabioso e infernal sin tener la más remota idea de cómo había llegado allí. Incluso en el paroxismo de su repentino terror, advirtió que de las orejas y de las fosas nasales del señor Gaunt salía humo (o tal vez era fuego). En aquel momento parecía un dragón humano.
—¡Tú no me dices NADA! —le gritó el señor Gaunt. Su lengua asomó entre aquellos dientes prominentes, grandes como lápidas, y Ace vio que tenía dos puntas, como la de una serpiente—. ¡Soy yo quien lo dice todo! ¡Cállate, Ace, cuando estés en presencia de tus superiores y mayores! ¡Calla y atiende! ¡Calla y atiende! ¡CALLA Y ATIENDE!
Hizo girar a Ace por encima de su cabeza dos vueltas completas, como un luchador de feria haciendo el avión con su oponente, y lo arrojó contra la pared. Ace se golpeó la cabeza contra el yeso y en el centro de su cerebro estallaron unos grandes fuegos artificiales. Cuando se le aclaró la vista, vio a Leland Gaunt cerniéndose sobre él. Su rostro era un espanto de ojos, dientes y chorros de humo.
—¡No! —chilló—. ¡Señor Gaunt, por favor, no! ¡NO!
Las manos se habían convertido en garras, las uñas se habían vuelto largas y afiladas zarpas en un abrir y cerrar de ojos… ¿O tal vez han sido así siempre?, farfulló la mente de Ace. Tal vez han sido siempre así y, sencillamente, no lo veías.
Las garras rasgaron la tela de la camiseta de Ace como cuchillas y el hombre se vio levantado de nuevo frente a aquel rostro colérico.
—¿Estás dispuesto a atender, Ace? —inquirió el señor Gaunt. Calientes vaharadas de humo le escocieron en las mejillas y en la boca con cada palabra—. ¿Estás dispuesto, o te abro en canal esas tripas despreciables y terminamos de una vez?
—¡Sí! —sollozó Ace—. Quiero decir, ¡no! ¡Atenderé!
—¿Vas a ser un buen chico de los recados y obedecer mis órdenes?
—¡Sí!
—¿Sabes qué sucederá si no lo haces?
—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!
—Eres asqueroso, Ace —dijo el señor Gaunt—. Y eso me complace en una persona. —Lanzó de nuevo al desgraciado contra la pared y la espalda de Ace resbaló por ella hasta quedar casi de rodillas, entre jadeos y sollozos, con la vista fija en el suelo. Tenía miedo de mirar directamente a la cara del monstruo—. Si alguna vez se te ocurre ir contra mis deseos, Ace, me ocuparé de que te den un trato especial en el infierno. Tendrás al comisario, no te preocupes. Sin embargo, de momento está fuera del pueblo. Ahora levántate.
Ace se puso en pie lentamente. La cabeza le martilleaba y la camiseta le colgaba a tiras.
—Permíteme una pregunta… —El señor Gaunt había recuperado sus modales corteses y sonrientes, sin un solo cabello fuera de sitio—. ¿Te gusta este pueblo? ¿Lo quieres? ¿Guardas fotografías de él en las paredes de tu mierda de cabaña para recordar sus rústicos encantos cuando te levantas con el pie izquierdo?
—¡Claro que no! —respondió Ace en tono inseguro. Su voz se alzaba y bajaba con los latidos de su corazón. Solo conseguía mantenerse en pie gracias a un supremo esfuerzo. Notaba las piernas como si fueran fideos y mantuvo la espalda apoyada en la pared mientras observaba con recelo al señor Gaunt.
—¿Si te dijera que quiero que borres del mapa todo este pueblo asqueroso mientras esperas a que vuelva el comisario te produciría una gran consternación?
—Yo… no sé muy bien qué significa esa palabra —respondió Ace con aire nervioso.
—No me sorprende. Pero creo que entiendes a qué me refiero, ¿verdad, Ace?
Ace revivió mentalmente una escena. Se remontaba a muchos años atrás, al día en que cuatro chicos les habían estafado a él y a sus amigos (Ace tenía amigos, por aquel entonces; o al menos algo razonablemente parecido a ellos) algo que Ace había deseado. Más tarde habían cogido a uno de los chicos, Gordie LaChance, y le habían dado una paliza de muerte, pero eso no había cambiado las cosas. En la actualidad LaChance era un escritor importante que vivía en otra parte del estado y, probablemente, se limpiaba el trasero con billetes de diez dólares. De algún modo, aquellos chicos habían ganado, y desde entonces las cosas nunca habían vuelto a ser iguales para Ace. Aquel había sido el momento en que su suerte se había torcido. Las puertas que había tenido abiertas habían empezado a cerrársele, una tras otra. Poco a poco se había ido dando cuenta de que no era un rey, ni Castle Rock su reino. Si tal cosa había sido verdad alguna vez, esa época había empezado a decaer aquel fin de semana del día del Trabajo, cuando tenía dieciséis años, en que aquellos chicos le habían quitado con malas artes lo que en justicia les pertenecía a él y sus amigos. Cuando Ace cumplió la edad legal para beber en El Tigre Achispado, había pasado de rey a soldado sin uniforme, emboscado en territorio enemigo.
—Odio este agujero de mierda —le declaró a Leland Gaunt.
—Bien —asintió este—. Muy bien. Ahí fuera, aparcado en la calle, hay un amigo que te ayudará a hacer algo al respecto, Ace. Tendrás a tu comisario… y tendrás al pueblo entero también. ¿Qué te parece la idea?
Gaunt había capturado los ojos de Ace con la mirada. Ace se mantuvo ante él con los restos rasgados de su camiseta y empezó a sonreír. La cabeza había dejado de dolerle.
—Vaya —dijo—. Me parece más que perfecta.
El señor Gaunt llevó una mano al bolsillo de la chaqueta y sacó una bolsita de plástico hermética llena del polvo blanco y se la entregó.
—Tienes trabajo que hacer, Ace.
Ace cogió la bolsita, pero mantuvo la vista fija en los ojos de Gaunt. Dentro de ellos.
—Bien —respondió—. Estoy preparado.
13
Buster observó que el último hombre a quien había visto entrar en el callejón salía de nuevo.
Ahora el tipo llevaba la camiseta hecha jirones y cargaba una caja. De la cintura de sus tejanos asomaban las culatas de dos pistolas automáticas.
Cuando vio que el individuo, al que reconoció como John «Ace» Merrill, se encaminaba directamente hasta la furgoneta y depositaba la caja en el suelo junto a ella, Buster se retiró de la ventanilla con brusca alarma.
Ace llamó al cristal con los nudillos.
—¡Abre atrás, amigo! —dijo—. Tenemos trabajo que hacer.
Buster bajó el cristal.
—¡Lárgate de aquí! —replicó—. ¡Largo, rufián, o llamo a la policía!
—¡Claro que sí! —gruñó Ace. Sacó una de las pistolas de la cintura del pantalón y Buster dio un respingo, pero Ace le ofreció el arma por la ventanilla, sosteniéndola por el cañón. Buster la miró con un pestañeo.
—¡Cógela! —insistió Ace con impaciencia—. Y luego ábreme atrás. Si no sabes quién me envía, eres aún más tonto de lo que pareces. —Introdujo la otra mano por la ventanilla y palpó la peluca de Buster—. Me encanta tu pelo —murmuró con una sonrisilla—. Simplemente maravilloso.
—Ya basta —replicó Buster, pero la rabia y la indignación habían desaparecido de su voz. «Tres hombres buenos pueden hacer mucho daño —había dicho el señor Gaunt—. Te enviaré a alguien.»
Pero ¿precisamente Ace? ¿Ace Merrill? ¡Si era todo un delincuente!
—Escucha —dijo Ace—, si quieres discutir los detalles con el señor Gaunt, creo que aún lo encontrarás ahí dentro. Pero, como puedes ver… —Pasó las manos por las largas tiras de la camiseta que le colgaban sobre el pecho y el vientre y añadió—: Gaunt está de un humor algo irritable.
—¿Y se supone que tú vas a ayudarme a librarnos de Ellos? —inquirió Buster.
—Exacto —asintió su interlocutor—. Vamos a convertir todo este condenado pueblo en una gran hamburguesa asada a la barbacoa. —Levantó la caja del suelo—. Aunque no sé cómo vamos a hacer tanto daño con solo una caja de detonantes. Él me dijo que tú tendrías la respuesta a eso.
Buster había esbozado una sonrisa. Se incorporó, pasó gateando a la parte de atrás de la furgoneta y abrió la puerta corredera.
—Me parece que sí —respondió—. Arriba, señor Merrill. Tenemos un encargo que entregar.
—¿Dónde?
—Para empezar, vamos al aparcamiento público para camiones —dijo Buster sin abandonar su sonrisa.