DIECINUEVE

1

A las seis menos cuarto, un extraño crepúsculo había empezado a cernirse sobre Castle Rock; al sur, en el horizonte, se estaban formando unas nubes de tormenta. Fuertes truenos lejanos barrían los bosques y campos, procedentes de aquella dirección. Las nubes se acercaban al pueblo, creciendo conforme avanzaban. Las farolas del alumbrado público, gobernadas por una célula fotoeléctrica maestra, se encendieron una hora antes de lo que solían hacerlo en aquella época del año.

La zona baja de Main Street estaba en plena confusión, llena de gente y bloqueada por vehículos de la policía del estado y furgonetas de los noticiarios de televisión. Las llamadas por radio crepitaban y se entremezclaban en el aire caluroso y calmado. Los técnicos de televisión tendían cables y lanzaban gritos a la gente —chiquillos sobre todo— que tropezaba con los hilos antes de que los hombres tuvieran tiempo de fijarlos provisionalmente al pavimento con cinta adhesiva. Fotógrafos de cuatro periódicos estaban plantados al otro lado de la línea policial frente al edificio municipal y tomaban fotos que aparecerían en la primera página de la edición del día siguiente. Un puñado de vecinos del pueblo —sorprendentemente pocos, si alguien se hubiera preocupado en advertir tal cosa— se había acercado a husmear. Un corresponsal de televisión, bajo el resplandor de un foco de alta intensidad, grababa su información con el edificio municipal al fondo.

—Una ola de violencia sin sintido se abatió esta tarde sobre Castle Rock… —empezó, para detenerse de inmediato—. ¿Sintido? —se interrogó a sí mismo con aire de fastidio—. Mierda, volvamos al principio.

A su izquierda, un locutor de otra cadena de televisión observaba a su equipo en plenos preparativos para lo que sería una crónica en directo, al cabo de menos de veinte minutos. Eran más los mirones atraídos por las caras familiares de los corresponsales de televisión que por lo que ocurría tras la línea policial, donde no había sucedido nada especial desde que dos enfermeros de asistencia médica habían sacado al desgraciado Lester Pratt dentro de un saco de plástico negro, lo habían cargado en la ambulancia y se lo habían llevado.

La zona alta de Main Street, a distancia de las luces estroboscópicas de los coches patrulla de la policía del estado y de los brillantes focos de los equipos de televisión, estaba casi completamente desierta.

Casi.

De vez en cuando, un coche o una camioneta rural se detenía en uno de los aparcamientos en semibatería frente a Cosas Necesarias. De vez en cuando, un peatón se acercaba a la tienda nueva, que tenía las luces del escaparate apagadas y la cortina echada tras el cristal de la puerta. De vez en cuando, uno de los mirones de calle abajo se separaba del cambiante grupo de espectadores y ascendía la cuesta de Main Street, dejando atrás el solar vacío que un día había ocupado el Emporium Galorium y el local de Coser y Cantar, cerrado y a oscuras, hasta la tienda nueva.

Nadie se fijó en aquel goteo de visitantes. Ni la policía, ni los equipos de cámaras, ni los corresponsales, ni la mayoría de los curiosos. Todos estaban concentrados en LA ESCENA DEL CRIMEN, con la espalda vuelta al lugar donde, a menos de trescientos metros, el crimen aún seguía en marcha.

Si algún observador desinteresado hubiera estado pendiente de Cosas Necesarias, no habría tardado en detectar una repetida pauta de conducta. Los visitantes se acercaban a la tienda y veían el rótulo de la puerta que decía

CERRADO HASTA PRÓXIMO AVISO.

Los visitantes daban un paso atrás, con idénticas expresiones de frustración e inquietud todos ellos. Parecían adictos resentidos que acabaran de descubrir que su camello no aparecía donde había prometido estar. «¿Qué hago ahora?», decía cada rostro. La mayoría volvía a avanzar un paso para leer el rótulo de nuevo, como si una segunda lectura más detenida pudiera cambiar, de algún modo, el mensaje.

Después, unos cuantos volvían a su coche y se marchaban, o se alejaban a pie en dirección al edificio municipal, con aire confuso y de cierta decepción, para dedicarse un rato a contemplar el espectáculo gratuito.

Sin embargo, en el rostro de la mayoría aparecía una mueca de súbita comprensión. Era la expresión de quien, de pronto, entendía un concepto básico, como analizar una frase sencilla o buscar el mínimo común denominador de dos quebrados.

Aquellos visitantes doblaban la esquina y se introducían en el callejón que recorría la parte posterior de los edificios comerciales de Main Street. El callejón donde Ace había aparcado el Tucker Talisman la noche anterior.

A quince metros de la bocacalle, un óvalo de luz amarilla surgía de una puerta abierta y bañaba el asfalto lleno de parches. La luz fue ganando intensidad conforme el día daba paso a la oscuridad nocturna. En el centro del charco de luz había una sombra, como una silueta recortada de papel rizado, negra como el luto. La sombra, naturalmente, era la de Leland Gaunt.

Este había colocado una mesa en el umbral. Sobre ella tenía una caja de puros Roi-Tan, donde guardaba el dinero que le entregaban los clientes y de la que sacaba el cambio correspondiente. Tales clientes se acercaban titubeantes, incluso temerosos en algunos casos, pero todos ellos tenían una cosa en común: eran gente irritada con graves ofensas que vengar. Algunos, no muchos, daban media vuelta antes de llegar al improvisado mostrador del señor Gaunt. Entre estos, algunos se alejaban corriendo, con los ojos desorbitados de quien ha visto por un instante una fiera espantosa apostada entre las sombras, relamiéndose de gusto ante la proximidad de su presa. La mayoría de los visitantes, sin embargo, se quedaba a comprar. Y mientras el señor Gaunt bromeaba con ellos, tratando aquel extraño trapicheo de trastienda como una entretenida diversión al término de una larga jornada, los compradores se relajaban.

El señor Gaunt había disfrutado con su tienda, pero nunca se sentía tan cómodo tras un mostrador de cristal y bajo un techo como allí fuera, casi al aire libre, con el cabello agitado por las primeras brisas de la tormenta que se aproximaba. La tienda, con las luces del escaparate sabiamente dispuestas en las guías sujetas al techo, no estaba mal…, pero aquello era mejor. Aquello siempre era mejor.

Había empezado su negocio hacía muchos años, como buhonero ambulante llegado de una tierra lejana, un buhonero que llevaba sus artículos a la espalda, un buhonero que solía aparecer a la caída de la noche y que, al clarear el día, ya se había marchado dejando atrás la sangre, el horror y la desdicha. Tiempo atrás, en la Europa asolada por la peste y entre las carretas de muertos, había vagado de ciudad en ciudad y de país en país en un carromato tirado por un escuálido caballo blanco, de terribles ojos ardientes y lengua más negra que el corazón de un asesino. En esa época vendía sus artículos en la parte trasera del carromato… y se marchaba antes de que sus clientes, que le pagaban con pequeñas monedas melladas o incluso en especies, pudieran descubrir qué habían comprado en realidad.

Los tiempos cambiaban, al igual que los métodos y los rostros. Pero cuando los rostros reflejaban necesidad siempre terminaban siendo lo mismo: caras de ovejas que han perdido a su pastor. Y era aquel tipo de comercio el que le hacía sentirse más a gusto, más cerca del buhonero ambulante de antaño, que atendía a sus clientes no desde detrás de un mostrador elegante con una caja registradora Sweda en un extremo, sino desde detrás de una sencilla mesa de madera, sacando el cambio de una cajita de puros y vendiéndoles el mismo objeto una y otra vez, y aún otra más.

Los artículos que tanto habían atraído a los vecinos de Castle Rock —las perlas negras, las reliquias sagradas, las piezas de cristal emplomado, las pipas, los viejos cuadernos de cómics, los cromos de béisbol, los calidoscopios antiguos— habían desaparecido. El señor Gaunt se había concentrado por fin en su auténtico artículo de venta, y al cabo, ese artículo era siempre el mismo. El objeto en sí había cambiado con los años, como todo lo demás, pero tal cambio era algo superficial, como coberturas de diferentes sabores para el mismo pastel oscuro y amargo.

Al cabo, el señor Gaunt siempre vendía a sus clientes armas… y ellos siempre las compraban.

—¡Vaya, gracias, señor Warburton! —exclamó el señor Gaunt cogiendo el billete de cinco dólares de la mano del conserje negro. A cambio, le devolvió un dólar y le entregó una de las pistolas automáticas que Ace había traído de Boston.

—¡Gracias, señorita Milliken! —Cogió un billete de diez y le devolvió ocho.

Les cobraba lo que podían pagar: ni un centavo más, ni un centavo menos. «De cada cual según sus capacidades», era el lema del señor Gaunt. En cuanto a lo de «A cada cual según sus necesidades», eso importaba menos. Porque toda aquella gente estaba necesitada, y el señor Gaunt había acudido para llenar su vacío y poner fin a su dolor.

—¡Me alegro de verlo, señor Emerson!

¡Ah!, era estupendo, magnífico, volver a hacer negocios a la antigua. Y el negocio nunca había marchado mejor.

2

Alan Pangborn no estaba en Castle Rock. Mientras los periodistas y la policía del estado se congregaban en un extremo de Main Street y Leland Gaunt llevaba a cabo su venta por liquidación del negocio calle arriba, en medio de la cuesta de la calle principal del pueblo, Alan estaba sentado en el cuarto de enfermeras del ala Blumer del hospital Northern Cumberland, en Bridgton.

El ala Blumer era pequeña —solo catorce habitaciones—, pero lo que le faltaba en tamaño lo compensaba en colorido. Las paredes de las habitaciones de los internados estaban pintadas de brillantes colores primarios.

Del techo de la sala de enfermeras colgaba un móvil de pájaros que se balanceaban y se inclinaban graciosamente en torno a un eje central.

Alan estaba sentado ante un enorme mural que contenía una miscelánea de rimas de la Mamá Oca. Una parte del mural mostraba a un hombre inclinado sobre una mesa que le ofrecía algo a un chiquillo, un patán de pueblo sin duda, que parecía entre asustado y fascinado.

Al observar aquel dibujo, Alan experimentó una sensación extraña y le vino a la mente, como en un susurro, una cancioncilla de la infancia:

El tonto Simón encontró a un pastelero

camino de la feria.

Tonto Simóndijo el pastelero—,

¡ven a probar mis dulces!

Un estremecimiento le erizó el vello de los brazos: la piel se le llenó de bultitos como gotas de sudor frío. Alan no lograba explicarse la razón, pero aquello le pareció absolutamente normal. Nunca en su vida se había sentido tan conmocionado, tan asustado, tan profundamente confuso como en aquel momento. En Castle Rock estaba sucediendo algo que escapaba por completo a su capacidad de comprensión. Algo que solo se había puesto claramente de manifiesto a última hora de aquella tarde, pero que había empezado hacía varios días, tal vez una semana. El comisario no sabía de qué se trataba, pero tenía la certeza de que el asunto de Nettie Cobb y Wilma Jerzyck solo había sido la primera muestra visible. Y tenía un miedo terrible a que las cosas aún continuaran agravándose mientras él estaba allí sentado con el Tonto Simón y el pastelero.

Una enfermera (la señorita Hendrie, según anunciaba la pequeña placa que lucía en el pecho) se acercó por el corredor con un ligero crujido de sus suelas de crepé, sorteando con agilidad los juguetes diseminados por el pasillo. Cuando Alan había llegado, media docena de chiquillos, algunos con el brazo o la pierna enyesados o en cabestrillo y otros con la calvicie parcial producto de los tratamientos de quimioterapia, ocupaba aquel pasillo jugando a construcciones, arrastrando camiones y gritándose amistosamente unos a otros. En ese momento era la hora de la cena y los pequeños habían bajado a la cafetería o estaban de nuevo en sus respectivas habitaciones.

—¿Cómo está? —preguntó a la enfermera.

—Sin cambios. —La señorita Hendrie miró a Alan con una expresión tranquila que contenía un elemento de hostilidad—. Duerme. Es lo que debe hacer. Ha sufrido una gran conmoción.

—¿Qué se sabe de sus padres?

—Llamamos a la empresa de South Paris donde trabaja el padre. Nos han dicho que esta tarde estaba haciendo una instalación en New Hampshire. Según tengo entendido, ya ha salido hacia su casa y allí le informarán cuando llegue. Calculo que debería estar aquí alrededor de las nueve, pero, por supuesto, es imposible saberlo con certeza.

—¿Y la madre?

—No lo sé —respondió la señorita Hendrie. La hostilidad era más patente en aquel momento, pero ya no iba dirigida contra Alan—. Yo no me he ocupado de llamarla. Lo único que sé es lo que veo: que no está aquí. Ese chiquillo acaba de ver a su hermano suicidándose con un fusil, y aunque el hecho se produjo en su casa, la madre no ha aparecido todavía. Ahora tendrá que disculparme. Tengo que llenar el carrito de las medicinas.

—Por supuesto —murmuró Alan. Siguió a la enfermera con la vista cuando empezó a alejarse y, al momento, se levantó del asiento—. ¿Señorita Hendrie…?

La enfermera se volvió. Su mirada seguía serena, pero sus cejas enarcadas expresaban fastidio.

—Señorita Hendrie, le repito que necesito hablar con Sean Rusk. Es importantísimo que hable con él lo antes posible.

—¿Ah, sí? —El tono de voz de la enfermera era glacial.

—Algo… —De pronto, Alan pensó en Polly y la voz se le quebró. Carraspeó y se esforzó en continuar—: Algo está sucediendo en mi pueblo y creo que el suicidio de Brian Rusk forma parte del asunto. También creo que Sean Rusk puede tener la clave del resto.

—Comisario Pangborn, Sean Rusk solamente tiene siete años. Además, si el pequeño sabe algo, ¿por qué no hay aquí otros policías?

Otros policías, pensó Alan. A lo que se refería la mujer era a otros policías competentes. Policías que no entrevistaran a niños de once años en medio de la calle y luego los mandaran a casa para que se suicidaran en el garaje.

—Porque están ocupados en otras cosas —respondió— y porque no conocen el pueblo como yo.

—Ya entiendo —dijo ella, y dio media vuelta.

—Señorita Hendrie…

—Comisario, esta tarde ando escasa de personal y muy ata…

—Brian Rusk no ha sido el único vecino de Castle Rock que ha muerto violentamente en lo que va de día. Ha habido tres muertes más, como mínimo. Otro hombre, el propietario de la taberna local, ha sido trasladado al hospital de Norway con heridas de bala. Tal vez se salve, pero estará entre la vida y la muerte durante las próximas treinta y seis horas. Y tengo el presentimiento de que las muertes aún no han terminado.

Por fin había conseguido captar la atención de la enfermera.

—¿Y usted cree que Sean Rusk sabe algo al respecto?

—Tal vez sepa por qué se ha quitado la vida su hermano. Si lo sabe, eso podría darnos la clave para desvelar el resto del asunto. Por eso le pido que me avise si se despierta. ¿Querrá hacerlo?

La mujer titubeó y, por fin, respondió:

—Dependerá del estado mental en que se encuentre, comisario. No voy a permitirle que empeore la situación de un chiquillo histérico, sea lo que sea lo que esté sucediendo en ese pueblo suyo.

—Lo comprendo.

—¿De veras? Estupendo.

La señorita Hendrie le dirigió una mirada en la que se leía: «Entonces quédese ahí sentado y no me moleste», y pasó al otro lado del escritorio. Tomó asiento y Alan la oyó colocar frascos y cajas sobre el carrito.

El comisario se levantó, acudió a la cabina del vestíbulo y marcó de nuevo el número de Polly. Una vez más, el teléfono se limitó a sonar sin que nadie lo cogiera. Marcó el número de Coser y Cantar, le respondió el contestador automático y Alan colgó. Volvió a su asiento, se dejó caer en él y continuó mirando el mural de la Mamá Oca.

Se le ha olvidado hacerme una pregunta, señorita Hendrie, pensó Alan. Se le ha olvidado preguntarme por qué me quedo aquí, si están sucediendo tantas cosas en la capital del condado que me ha elegido para preservarlo y protegerlo. Se le ha olvidado preguntarme por qué no estoy dirigiendo la investigación mientras algún otro agente menos esencial —el viejo Seat Thomas, por ejemplo— se queda aquí a esperar que Sean Rusk despierte. Se le ha olvidado preguntarme estas cosas, señorita Hendrie, y yo tengo un secreto. Me alegro de que se haya olvidado. Este es el secreto.

La razón de su presencia allí era tan simple como humillante. En todo Maine, salvo en Portland y Bangor, las muertes violentas eran cosa de la policía del estado, y no del comisario local. Henry Payton había hecho la vista gorda con el asunto del duelo entre Nettie y Wilma, pero eso había terminado. Payton ya no podía permitírselo. Ya habían llegado a Castle Rock, o estaban camino del pueblo, representantes de todos los periódicos y de todas las emisoras de televisión del sur de Maine. No tardarían mucho en unirse a ellos sus colegas del resto del estado…, y si aquello no había terminado todavía, como sospechaba Alan, en breve vendrían a acompañarlos más periodistas de otros puntos del país.

Pero aunque esa era la simple realidad de la situación, ello no cambiaba cómo se sentía Alan. Se sentía como un pitcher incapaz de lanzar como es debido y a quien el entrenador manda a la ducha. Era una sensación indescriptiblemente nauseabunda.

Sentado ante el Tonto Simón, empezó a hacer recuento de nuevo.

Lester Pratt, muerto. Había llegado a la comisaría en un frenesí de celos y había atacado a John LaPointe. Al parecer, por algo referente a su novia, aunque, antes de que llegara la ambulancia para llevárselo, John había asegurado a Alan que no se había visto con Sally Ratcliffe desde hacía más de un año. «Zzolo he hablado con ella de vez en cuando, por la calle. Y ella zzolo me daba los buenozz díazz. Según Zzally, iré de cabezza al infierno.» El agente se había tocado la nariz rota y, con una mueca, había añadido: «Ahora mizzmo, me zziento a las puertas de ezze infierno».

En aquellos momentos, John estaba ingresado en un hospital de Norway con la nariz rota, la mandíbula fracturada y posibles heridas internas. Sheila Brigham también estaba en el hospital. Conmocionada.

Hugh Priest y Billy Tupper estaban muertos. La noticia había llegado en el momento en que Sheila empezaba a desmoronarse. La comunicó por teléfono un repartidor de cerveza que tuvo el buen juicio de llamar a la asistencia médica antes de hacerlo a la policía. El tipo parecía casi tan histérico como Sheila Brigham, y Alan no le culpó por ello. Para entonces, también él se sentía bastante histérico.

Henry Beaufort se encontraba en estado crítico como resultado de múltiples heridas por arma de fuego.

Norris Ridgewick había desaparecido…, y eso, por alguna razón, era lo que más le dolía.

Alan lo había buscado después de recibir la llamada del repartidor de cerveza, pero Norris parecía haberse esfumado.

En aquel momento, Alan había pensado que su agente tal vez había ido a detener formalmente a Danforth y que volvería con el presidente del Consejo Municipal, pero los acontecimientos no tardaron en demostrar que a Keeton no lo había detenido nadie. Alan supuso que los agentes de la policía del estado lo harían si tropezaban con él en el curso de otras líneas de investigación, pero de lo contrario, el hombre seguiría libre. Todos tenían cosas más importantes que hacer. Mientras tanto, Norris no aparecía. Y estuviera donde estuviese, había ido a pie. Cuando Alan había salido del pueblo, el Volkswagen de Norris aún seguía volcado sobre un costado en medio de Main Street.

Quienes vieron lo sucedido declararon que Buster se había colado en el Cadillac por la ventanilla y luego, sencillamente, se había marchado en el coche. La única persona que había intentado impedírselo había pagado un alto precio. Scott Garson estaba hospitalizado allí mismo, en el Northern Cumberland, con la mandíbula rota, un pómulo hundido y otras fracturas en una muñeca y en tres dedos. Podría haber sido peor; los testigos afirmaron que Buster había intentado atropellar al tipo cuando estaba tendido en la calle.

Lenny Partridge, con la clavícula y Dios sabía cuántas costillas rotas, también estaba allí en alguna parte. Andy Clutterbuck había llegado con noticias de aquel nuevo desastre, mientras Alan aún intentaba asimilar el hecho de que el presidente del Consejo Municipal del pueblo fuera entonces un fugitivo de la justicia esposado a un gran Cadillac rojo. Al parecer, Hugh Priest había obligado a Lenny a detenerse, lo había arrojado a la cuneta y se había largado en el coche del viejo. Alan supuso que encontrarían el vehículo en el aparcamiento de El Tigre Achispado, ya que Hugh había mordido el polvo allí.

Y, por supuesto, también estaba Brian Rusk, que se había comido una bala a la tierna edad de once años. Clut apenas había empezado a contar su historia cuando el teléfono había vuelto a sonar. Para entonces, Sheila ya no estaba y Alan había descolgado y había escuchado al otro lado de la línea la voz de un chiquillo histérico: era Sean Rusk, que había marcado el número del adhesivo anaranjado brillante situado junto al teléfono de la cocina.

En total, aquella tarde habían prestado servicios en Castle Rock ambulancias de la asistencia médica y unidades del servicio de rescate de cuatro poblaciones distintas.

Y en aquel momento, allí sentado de espaldas al Tonto Simón y al pastelero, mientras observaba los pájaros de plástico del móvil que giraban y se mecían en vaivén alrededor del eje, Alan volvió una vez más a pensar en Hugh y en Lenny Partridge. La suya no había sido la confrontación más sonada que se había producido en Castle Rock durante la jornada, pero sí la más extraña…, y Alan tenía la sensación de que en esa misma rareza podía ocultarse una clave de todo aquel asunto.

—Por todos los santos, ¿por qué no se llevó Hugh su propio coche, si tenía una cuenta pendiente con Henry Beaufort? —había preguntado a Clut mientras se pasaba los dedos por un cabello que ya llevaba absolutamente despeinado—. ¿Por qué molestarse en coger la vieja cafetera de Lenny?

—Porque el Buick de Hugh tenía las cuatro ruedas pinchadas. Parece como si alguien hubiera intentado sacarles las tripas con una navaja. —Clut se había encogido de hombros, contemplando con inquietud el desorden en que había quedado la comisaría—. Tal vez Hugh pensó que había sido Henry Beaufort.

Sí, pensó Alan. Tal vez sí. Sonaba bastante absurdo, pero ¿no lo era aún más que Wilma Jerzyck supusiera que había sido Nettie Cobb quien le había salpicado las sábanas de barro, primero, y le había roto los cristales de su casa a pedradas, unos días más tarde? ¿Y no era igual de absurdo por parte de Nettie pensar que Wilma le había matado el perro?

Antes de tener ocasión de seguir interrogando a Clut, se había presentado Henry Payton para comunicar a Alan, con todo el tacto de que fue capaz, que lo relevaba en el caso. Alan había asentido.

—Hay una cosa que necesitas descubrir lo antes posible, Henry —le había dicho.

—¿Cuál es, Alan? —había respondido Payton, pero Alan observó con profunda decepción que su interlocutor solo le prestaba atención a medias. Su viejo amigo, el primero que Alan había hecho en la amplia comunidad de servidores del orden después de acceder al cargo de comisario y cuya amistad había demostrado ser muy valiosa, ya estaba concentrado en otros asuntos. Entre ellos, sin duda, uno de los principales debía de ser cómo desplegaría sus fuerzas, dada la amplia extensión geográfica de los incidentes.

—Tienes que descubrir si Henry Beaufort estaba tan furioso con Hugh Priest como este, al parecer, lo estaba contra él.

—Lo haré —había asegurado Henry, al tiempo que le daba una palmada en el hombro—. Lo haré. —Luego, alzando la voz, había exclamado—: ¡Brooks! ¡Morrison! ¡Venid aquí!

Alan lo vio alejarse y pensó en ir tras él. En agarrarlo y obligarle a prestar atención. Pero no lo hizo porque Henry, como Hugh, Lester y John, e incluso Wilma y Nettie, habían empezado a perder para él cualquier sensación de verdadera importancia. Los muertos estaban muertos, los heridos recibían los cuidados correspondientes y los crímenes habían sido cometidos…

… salvo que Alan tenía la sospecha vaga y terrible de que el auténtico crimen aún se estaba produciendo.

Cuando Henry se había alejado para impartir órdenes a sus hombres, Alan había llamado otra vez a Clut. El agente había acudido con las manos en los bolsillos y una expresión malhumorada.

—Nos han reemplazado, Alan —masculló—. Nos han dejado al margen, limpiamente. ¡Maldita sea!

—No del todo —respondió Alan, con la esperanza de que su tono de voz transmitiera convencimiento—. Vas a ser mi enlace aquí, Clut.

—¿Adónde vas tú?

—A casa de los Rusk.

Pero cuando llegó allí, Brian y Sean Rusk ya no estaban. La ambulancia que llevaba al desgraciado Scott Garson se había desviado para recoger a Sean antes de emprender camino hacia el hospital Northern Cumberland. El segundo coche fúnebre de Harry Samuels, un viejo Lincoln transformado, había cargado el cuerpo de Brian Rusk y lo conducía a Oxford para someterlo a la autopsia. El mejor de los coches fúnebres de Harry, el que su dueño siempre denominaba «el coche de la empresa», ya había partido hacia el mismo destino con los cadáveres de Hugh y de Billy Tupper.

Los cuerpos debían de estar amontonados en el pequeño depósito como una pila de leña, pensó Alan.

Fue al llegar a la casa de los Rusk cuando Alan se dio cuenta —en la boca del estómago, además de en la cabeza— de hasta qué punto lo habían dejado fuera de juego. Dos hombres del DIC de Henry se le habían adelantado y dejaron muy claro que Alan podía rondar por allí solo mientras no hiciera el menor intento de entrometerse o de echar un remo para ayudar a bogar. Así pues, se había quedado un momento en la puerta de la cocina, observándolos, con la sensación de ser tan útil como una tercera rueda en un ciclomotor. Cora había respondido a las preguntas con lentitud, casi como si estuviera drogada. Alan pensó que tal vez se debía a la conmoción, o que los enfermeros de la ambulancia que trasladaba a su hijo superviviente hacia el hospital habían administrado a la mujer algún tranquilizante antes de marcharse. Cora le había recordado terriblemente el aspecto de Norris al salir por la ventanilla de su Volkswagen volcado. Fuera cosa del sedante o de la conmoción, los policías no sacaron gran cosa en limpio de ella. Cora no llegaba a llorar, pero era claramente incapaz de concentrarse en las preguntas lo suficiente para responderlas. Les dijo que no sabía nada, que estaba en el piso de arriba, dando una cabezada. Pobre Brian, no dejaba de repetir. Pobrecito Brian. Pero expresaba aquel sentimiento con un sonsonete que a Alan le resultó escalofriante, y no dejaba de manosear unas viejas gafas de sol que tenía junto a ella sobre la mesa de la cocina. Una de las patillas estaba sujeta con cinta adhesiva y uno de los cristales se había astillado.

Alan se había sentido a disgusto en la casa y había acudido allí, al hospital.

Llegado a aquel punto en sus reflexiones, el comisario se levantó y acudió al teléfono público del vestíbulo principal, al fondo del pasillo. Una vez más, intentó hablar con Polly sin obtener respuesta y marcó el número de la comisaría. La voz que respondió soltó un gruñido: «¡Policía del estado!», y Alan experimentó una descarga de celos infantil. Se identificó y preguntó por Clut. Tras una espera de casi cinco minutos, Clut se puso al aparato.

—Lo siento, Alan. Se han limitado a dejar el auricular encima de la mesa. Menos mal que me he acercado a preguntar, o de lo contrario aún estarías esperando. A estos condenados tipos de la policía estatal les traemos sin cuidado.

—No te preocupes por eso, Clut. ¿Ya ha detenido alguien a Keeton?

—Bueno…, no sé cómo decirte esto, Alan, pero…

Alan experimentó una sensación de aprensión en la boca del estómago y cerró los ojos. Había acertado en su suposición: el asunto aún no había terminado.

—Dímelo —respondió—. Olvídate del reglamento.

—Buster…, quiero decir, Danforth, volvió a su casa en el coche y utilizó un destornillador para arrancar el tirador de la portezuela del Cadillac. Ya sabes, donde estaba esposado.

—Sí, ya sé —asintió Alan, con los ojos cerrados todavía.

—Luego… Luego mató a su mujer, Alan. Con un martillo. No ha sido ningún agente del estado quien la ha descubierto, porque los estatales no tenían gran interés por Buster hasta hace veinte minutos. Ha sido Seat Thomas, que se había acercado a casa de Buster para volver a inspeccionar. Seat informó de lo que había descubierto y ha llegado de vuelta a la comisaría hace menos de cinco minutos. Dice que siente punzadas en el pecho, y no me sorprende. Me ha dicho que Buster le destrozó toda la cara. Dice que hay sesos y cabellos de la mujer por todas partes. Ahora hay más o menos un pelotón de agentes uniformados de Payton en la casa del mirador. He llevado a Seat a tu despacho. He pensado que era mejor que se sentara allí, antes que cayera desmayado en cualquier sitio.

—¡Cielo santo, Clut!, llévalo a ver a Ray van Allen enseguida. Seat tiene sesenta y dos años y lleva fumando Camel toda su maldita vida.

—Ray está en Oxford, Alan. Ha ido a intentar ayudar a los médicos de allí a remendar a Henry Beaufort.

—Entonces llama a su secretario personal…, ¿cómo se llama? Frankel. Everett Frankel.

—No está. He llamado a la oficina y a su casa.

—¿Y qué dice su mujer?

—Everett es soltero, Alan.

—¡Oh, vaya! —Alguien había garabateado unas palabras en el teléfono. «No te preocupes, sé feliz», ponía. Alan repitió mentalmente la frase con acritud.

—Puedo llevarlo al hospital yo mismo —se ofreció Clut.

—No. Te necesito donde estás —respondió Alan—. ¿Han aparecido los periodistas y la gente de la televisión?

—Sí. Esto está abarrotado.

—Entonces, cuando terminemos de hablar, ve a comprobar qué tal está Seat. Si no se siente mejor, haz lo siguiente: sales a la puerta de la comisaría, coges a cualquier periodista que te parezca medianamente inteligente, nómbrale alguacil provisional y oblígale a traer a Seat en coche hasta aquí. Hospital Northern Cumberland.

—Muy bien. —Tras una breve vacilación, Clut estalló—: He querido ir a casa de Keeton, ¡pero los estatales no me han dejado acceder a la escena del crimen! ¿Qué te parece eso, Alan? ¡Esos desgraciados no permiten el acceso a la escena del crimen a un agente de la policía local!

—Sé cómo te sientes. A mí tampoco me gusta, pero esos hombres están cumpliendo con su deber. ¿Alcanzas a ver a Seat desde donde estás, Clut?

—Sí.

—¿Y bien? ¿Sigue vivo?

—Está sentado tras tu escritorio, fumando un cigarrillo y echando una ojeada al ejemplar de la Revista del policía rural de este mes.

—Estupendo —dijo Alan, sin saber si reírse, echarse a llorar o hacer ambas cosas a la vez—. Muy propio de él. ¿Ha llamado Polly Chalmers, Clut?

—Nnn…, espera un momento. Aquí tengo el registro. Pensaba que había desaparecido. Sí que ha llamado, Alan. Poco antes de las tres y media.

Alan torció el gesto.

—Esa ya la contesté. ¿Alguna más?

—Por lo que veo aquí, no. Pero eso no significa nada, tal como están las cosas. Con Sheila ausente y esos condenados polis estatales revolviendo por todas partes, no es seguro que el registro esté…

—Gracias, Clut. ¿Hay algo más que deba saber?

—Sí. Un par de cosas.

—Dispara.

—Por fin han encontrado el arma con la que Hugh disparó a Henry, pero David Friedman, del departamento de balística de la policía estatal, dice que no la conoce. Es una pistola automática de alguna clase, pero el tipo afirma que jamás ha visto una igual.

—¿Estás seguro de que era David Friedman? —le preguntó Alan.

—Sí, Friedman. Eso me dijo el tipo.

—Pues Dave Friedman debería saber qué arma era. Ese hombre es una Enciclopedia del Tirador ambulante.

—Pues no lo sabe. Me encontraba presente cuando ese hombre se lo contó a tu amigo Payton. Dijo que se parecía un poco a un Mauser alemán, pero que le faltaban las marcas normales y que la corredera era diferente. Creo que la han enviado a Augusta junto con una tonelada más de pruebas e indicios.

—¿Qué más?

—Han encontrado una nota anónima en el patio de la casa de Henry Beaufort —le informó Clut—. Estaba hecha una pelota junto al coche. ¿Recuerdas ese Thunderbird clásico que tiene Henry? También lo han encontrado con señales de vandalismo, como el de Hugh.

Alan recibió esas palabras como si una mano grande y suave acabara de cruzarle la cara de un bofetón.

—¿Qué decía la nota, Clut?

—Un momento… —El comisario oyó un leve susurro mientras Clut pasaba las hojas de su libreta de notas—. Aquí lo tengo: «Esto por haberme echado del bar y haberte quedado las llaves de mi coche, maldita rana gabacha».

—¿Rana?

—Es lo que pone —asintió Clut con una risilla nerviosa.

—¿Y dices que el coche tiene muestras de vandalismo?

—Exacto. Todos los neumáticos destrozados, como los del coche de Hugh. Y una raya larga y profunda que recorre todo el lateral de la carrocería por el lado del acompañante.

—Muy bien, quiero que hagas otra cosa más. Ve a la barbería y, si es preciso, visita luego la sala de billares. Descubre a quién expulsó Henry de su bar durante esta semana o la pasada.

—Pero la policía estatal…

—¡Al diablo con la policía estatal! —lo interrumpió Alan—. Estamos en nuestro pueblo. Sabemos a quién conviene preguntar y dónde podemos encontrarlo. ¿Vas a decirme que no puedes dar, en menos de cinco minutos, con alguien que esté al corriente del asunto?

—¡Claro que puedo! —respondió Clut—. Cuando volvía de Castle Hill he visto a Charlie Fortin charlando con un grupo de gente delante de la Western Auto. Si Henry se había enfadado con alguien, Charlie tiene que saberlo. ¡Qué diablos, ese bar es para Charlie su hogar lejos de casa!

—Sí, pero ¿lo han interrogado los estatales?

—Bueno…, no.

—No. Entonces pregúntale tú. Aunque me parece que los dos sabemos ya cuál va a ser su respuesta, ¿verdad?

—Sí. Hugh Priest —asintió Clut.

—Exacto. Creo que está tan claro como el agua —afirmó Alan, y pensó para sí que, al fin y al cabo, su conclusión no debía de ser muy distinta de la primera impresión que habría sacado Henry Payton.

—Está bien, comisario. Me ocuparé de ello.

—Y vuelve a llamarme cuando lo hayas comprobado. Llámame enseguida. —Dio el número a Clut y se lo hizo recitar para estar seguro de que lo había anotado sin errores.

—Lo haré —prometió el agente. Luego añadió en un estallido de rabia—: ¿Qué está sucediendo, Alan? ¡Maldita sea! ¿Qué diablos está pasando aquí?

—No lo sé. —Alan se sentía muy viejo, muy cansado… y enfadado. No con Payton por haberlo apartado del caso, sino con el responsable de aquellos horrendos fuegos artificiales. Porque el comisario se sentía cada vez más convencido de que, cuando llegaran al fondo del asunto, descubrirían que en todo lo sucedido se ocultaba la acción de una misma mano. Wilma y Nettie, Henry y Hugh, Lester y John… Alguien había preparado el detonante para hacerles saltar como cartuchos explosivos de alta potencia—. No lo sé, Clut, pero lo descubriremos.

Colgó y marcó de nuevo el número de Polly. La urgencia por arreglar las cosas con ella, por entender qué había sucedido para que se hubiera puesto tan furiosa con él, se estaba difuminando. Pero la sensación que había empezado a invadirlo en su lugar resultaba aún más incómoda: una profunda aunque inconcreta sensación de amenaza; un creciente sentimiento de que se encontraba en peligro.

Ring, ring, ring… Pero no obtuvo respuesta.

Polly, te quiero y tenemos que hablar. Por favor, contesta al teléfono, rogó en silencio. Polly, te quiero y tenemos que hablar. Por favor, contesta al teléfono. Polly, te quiero y…

La jaculatoria le dio vueltas y más vueltas en la cabeza, como un juguete con mecanismo de cuerda. Tuvo el impulso de llamar otra vez a Clut y pedirle que, antes de hacer nada más, fuera a ver si le había sucedido algo a Polly, pero se contuvo. No podía hacerlo. Habría estado muy mal por su parte cuando quizá había más cartuchos de explosivos a punto de estallar en Castle Rock.

Sí, Alan, pero imagina…, supón que Polly es uno de ellos…

Aquel pensamiento despertó alguna asociación de ideas en su mente, pero Alan fue incapaz de concretarla antes de que se difuminara otra vez.

Con gesto lento, colgó de nuevo el teléfono, depositando el auricular en la horquilla mientras sonaba el enésimo timbrazo.

3

Polly no pudo soportarlo más. Rodó sobre el costado, alargó la mano hacia el teléfono… y este enmudeció a medio zumbido.

Estupendo, se dijo. Pero ¿lo era?

La mujer estaba tendida en la cama, escuchando el sonido de la tormenta que se aproximaba. En el piso de arriba hacía tanto calor como en pleno mes de julio, pero ya no tenía la opción de abrir las ventanas porque la semana anterior, precisamente, había hecho que Dave Phillips, uno de los mozos del pueblo a quien solía encargar trabajos diversos, le instalara las contraventanas y las contrapuertas de la casa. Así pues, Polly yacía en la cama en ropa interior con la intención de hacer una pequeña siesta antes de levantarse y darse una ducha, pero no conseguía conciliar el sueño.

En parte era por las sirenas, pero sobre todo era por Alan. Por lo que Alan había hecho. Polly no podía entender aquella grotesca traición a todo lo que ella había creído, a todo en lo que había confiado, pero tampoco podía huir de ello. Su mente pensaba en otra cosa (en aquellas sirenas, por ejemplo, que sonaban como si anunciaran el fin del mundo) y, de pronto, volvía a descubrirse dando vueltas a lo mismo, a cómo Alan había actuado a sus espaldas, cómo había husmeado en su vida a escondidas. Era como si alguien hurgara con el extremo astillado de un palo en algún rincón tierno y secreto de su ser.

Oh, Alan, ¿cómo pudiste…?, le preguntó y se preguntó a sí misma otra vez.

La voz que le respondió le produjo un sobresalto. Era la voz de tía Evvie y, bajo la sequedad y la ausencia de sentimentalismo que siempre habían sido características de la anciana, Polly percibió una cólera profunda e inquietante.

Si le hubieras contado la verdad desde el principio, muchacha, no habría tenido necesidad de hacerlo.

Polly se incorporó rápidamente hasta quedar sentada en la cama. Aquella voz resultaba inquietante, desde luego, y lo más perturbador era que parecía su propia voz. Tía Evvie llevaba muchos años muerta. Y la voz era la de su propio inconsciente, que utilizaba a la tía Evvie para expresar su enfado igual que un ventrílocuo tímido usaría a su muñeco para pedirle una cita a una chica guapa, y…

Basta ya, muchacha. ¿No te dije una vez que este pueblo estaba lleno de fantasmas? Quizá sea yo, realmente. Quizá lo que te dije es verdad.

Polly dejó escapar un grito atemorizado, gimoteante, y se llevó la mano a la boca.

O quizá no lo sea. Al fin y al cabo, tampoco importa mucho quién sea, ¿no? La cuestión es esta, Trisha: ¿quién pecó primero? ¿Quién mintió primero? ¿Quién empezó a ocultar cosas? ¿Quién arrojó la primera piedra?

—¡Eso no es justo! —exclamó a voz en grito en la calurosa alcoba. A continuación, observó el reflejo de su cara asustada, con los ojos muy abiertos, en el espejo de la estancia. Esperaba que la voz de tía Evvie sonara de nuevo, y al comprobar que guardaba silencio, volvió a tenderse lentamente en el lecho.

Tal vez era cierto que ella había sido la primera en mentir, si podía llamarse mentir a omitir parte de la verdad y contar algunas inexactitudes inocentes. Quizá fuera cierto que ella había ocultado cosas. Pero eso no daba derecho a Alan a abrir una investigación sobre ella como haría un funcionario de policía ante un conocido delincuente. No le daba derecho a poner su nombre en una petición de información interestatal, ni a mandar una requisitoria sobre ella, si era así como lo llamaban, ni a… a…

Da igual, Polly, susurró una voz, una que Polly conocía. Deja de recriminarte por lo que ha sido un comportamiento muy correcto por tu parte. ¡Solo faltaría eso! ¿Acaso no captaste el tono de culpabilidad de su voz?

—¡Sí! —murmuró fieramente, con la cara contra la almohada—. ¡Sí señor! ¡Claro que lo capté! ¿Qué me dices a eso, tía Evvie?

No hubo respuesta… solo una leve agitación, extraña y misteriosa

(la cuestión es esta, Trisha)

en su mente subconsciente. Como si hubiera olvidado algo, como si se hubiera dejado algo

(¿te apetece un caramelo, Trisha?)

en la ecuación.

Polly rodó inquieta sobre sí misma, hasta quedar de costado. Al hacerlo, el azká rodó sobre uno de sus pechos y la mujer oyó cómo algo en su interior arañaba delicadamente la pared de plata de su prisión.

No, pensó de inmediato. Solo es algo que se mueve. Algo inerte. La idea de que ahí dentro hay realmente algo vivo… solo es cosa de tu imaginación.

Scratch, scratch, scratch.

La bolita de plata se movió ligerísimamente entre la copa de algodón blanco del sujetador y el embozo de la cama.

Scratch, scratch, scratch.

Eso de ahí dentro está vivo, Trisha, afirmó la voz de tía Evvie. Esa cosa está viva y lo sabes perfectamente.

No seas tonta, contestó Polly, volviéndose hacia el otro lado. ¿Cómo podría haber alguna criatura ahí dentro? Suponiendo que fuera capaz de respirar a través de esos minúsculos agujeros, ¿de qué diablos iba a alimentarse?

Y la voz de tía Evvie respondió entonces con implacable suavidad: Quizá se alimenta de ti, Trisha.

—Polly —murmuró—. Me llamo Polly.

Esta vez, la agitación en su subconsciente fue más profunda —incluso alarmante— y por un instante fue casi incapaz de controlarla.

Entonces el teléfono empezó a sonar de nuevo. Se le escapó una exclamación y se incorporó con una expresión de cansancio y consternación. En sus facciones se contraponían el orgullo y la añoranza.

Habla con él, Trisha. ¿Qué daño puede hacer eso? Mejor aún, escúchalo. Apenas le has dado la oportunidad de explicarse, ¿verdad?

No pienso hablar con él, después de lo que me ha hecho.

Pero tú todavía lo quieres.

Sí, era cierto. Lo único que sucedía era que ahora también lo odiaba.

La voz de tía Evvie se alzó una vez más en su mente, insistiendo con acritud: ¿Quieres ser un fantasma toda tu vida, Trisha? ¿Qué te sucede, muchacha?

Polly alargó la mano hacia el teléfono con un amago de firmeza. Sin embargo, su mano —aquella mano ágil, libre de dolores— titubeó antes de llegar al auricular. Porque quizá no era Alan. Quizá era el señor Gaunt. Tal vez el señor Gaunt quería hablar con ella para decirle que aún no habían terminado, que todavía no había terminado de pagar.

Hizo otro movimiento hacia el teléfono —esta vez, las yemas de sus dedos llegaron a rozar la carcasa de plástico— y retiró de nuevo el brazo. La mano terminó agarrada a su compañera y recogida con esta en un nudo nervioso sobre el vientre. Polly tenía miedo de la voz de la difunta tía Evvie, de lo que había hecho aquella tarde, de lo que el señor Gaunt (¡o Alan!) pudieran contar por el pueblo acerca de su hijo muerto, de lo que pudiera significar la confusión de sirenas y coches a toda velocidad que reinaba no lejos de su casa.

Pero Polly había descubierto que, por encima de todas esas cosas, a quién más temía era a Leland Gaunt. Se sentía como si alguien la hubiera atado al badajo de una gran campana de acero, una campana que, si empezaba a sonar, la ensordecería, la volvería loca y la convertiría en pulpa simultáneamente.

El teléfono enmudeció.

Fuera, otra sirena empezó a ulular, y cuando su sonido comenzó a apagarse en dirección al puente, se alzó un nuevo trueno. Esta vez, aún más cerca.

Quítatelo, susurró la voz de tía Evvie. Quítatelo, cariño. Puedes hacerlo. Solo tiene poder sobre la necesidad, no sobre la voluntad. Quítatelo. Rompe el influjo que ejerce sobre ti.

Pero Polly contempló el teléfono y recordó la noche —¿era posible que hiciese menos de una semana?— en que había alargado la mano para descolgarlo y sus dedos habían chocado con él, derribándolo al suelo. Recordó el dolor que le había subido por el brazo como si lo devorara una rata hambrienta con los dientes mellados. No podía volver a aquello. Sencillamente, no podía.

¿O sí?

Esta noche está sucediendo algo malicioso y terrible en Castle Rock, afirmó la voz de tía Evvie. ¿Quieres despertarte mañana y tener que calcular hasta qué punto ha sido a causa de tu malicia? ¿De verdad es ese el resultado al que quieres contribuir, Trisha?

—Tú no lo entiendes —dijo Polly con un gemido—. ¡No le he hecho nada a Alan, sino a Ace! ¡A Ace Merrill! ¡Y este se merece todo lo que le suceda!

La voz implacable de tía Evvie replicó: Entonces tú también, cariño. Tú también.

4

A las seis y veinte de la tarde de aquel martes, mientras las nubes de tormenta se acercaban y la oscuridad empezaba a ganarle la partida al crepúsculo, el agente de la policía del estado que había reemplazado a Sheila Brigham en la centralita de comunicaciones abandonó su puesto y se dirigió a la zona abierta de la comisaría. Dio un rodeo en torno a la zona, con forma de rombo más o menos, marcada con la cinta impresa con la leyenda ESCENA DEL CRIMEN, y corrió hacia Henry Payton.

El jefe de policía, desgreñado, tenía un aire abatido. Había pasado los cinco minutos anteriores con las damas y caballeros de la prensa y se sentía como siempre que salía de una de tales confrontaciones: como si lo hubieran embadurnado de miel y le hubieran obligado a revolcarse en un montón de mierda de hiena infestada de hormigas. Su declaración no había estado tan bien preparada —no había sido tan inexpugnablemente vaga— como había deseado. La gente de la televisión le había obligado a apresurarse. Querían informaciones en vivo durante la franja horaria de seis a seis treinta, cuando se emitían los noticiarios locales; consideraban imprescindible hacer resúmenes actualizados a esa hora y, si no les arrojaba un hueso de alguna clase, los reporteros eran muy capaces de crucificarlo para el servicio nocturno de las once. De todos modos, casi lo habían crucificado ya. Payton había estado más cerca entonces de admitir que no tenía ni una miserable pista que en toda su carrera. Y no había abandonado la improvisada conferencia de prensa; había huido de ella.

Henry Payton se encontró deseando haber prestado más atención a Alan. Cuando llegara un rato antes, el objetivo principal había parecido consistir en una labor de control de daños. Ahora, sin embargo, no estaba tan seguro, puesto que se había producido otro asesinato más desde que él se había encargado del caso. Era una mujer llamada Myrtle Keeton. Su marido aún seguía suelto por alguna parte; probablemente, ya había escapado por las montañas, lejos de allí. Pero también existía la posibilidad de que aún anduviera trotando briosamente por aquel pueblo fantasmal. Un tipo que había acabado con su mujer a martillazos. En otras palabras, un psicópata primario.

El problema era que no conocía a toda aquella gente. Alan y sus agentes, sí. Pero tanto Alan como Ridgewick habían desaparecido. LaPointe estaba en el hospital, probablemente a la espera de ver si los médicos podían enderezarle la nariz. Payton miró a su alrededor buscando a Clutterburg y apenas se sorprendió cuando comprobó que este también se había desvanecido.

¿Quieres llevar tú el asunto, Henry?, oyó que decía la voz de Alan en su cabeza. Muy bien, tuyo es. Y respecto a los sospechosos, ¿por qué no pruebas con la guía telefónica?

—¿Teniente Payton? ¡Teniente Payton! —Era el agente encargado de las comunicaciones.

—¿Qué? —gruñó Henry.

—Tengo al doctor Van Allen en la radio. Quiere hablar con usted.

—¿Respecto a qué?

—No ha querido decirlo. Solo insiste en que es preciso que hable con usted.

Henry Payton acudió a la cabina de la centralita sintiéndose cada vez más como un chiquillo montado en una bicicleta sin frenos, bajando por una pendiente pronunciada con un precipicio a un lado, una pared de roca al otro y una jauría de lobos hambrientos con cara de periodistas a su espalda.

Cogió el micrófono.

—Aquí Payton, cambio.

—Teniente Payton, aquí el doctor Van Allen, forense del condado.

La voz sonaba hueca y distante, interrumpida en ocasiones por grandes crepitaciones de electricidad estática. Harry sabía que eran los efectos de la tormenta que se aproximaba.

—Sí, ya sé quién es —respondió Henry—. Usted acompañaba al señor Beaufort a Oxford. ¿Qué tal está? ¿Ha recobrado el conocimiento?

—Beaufort ha…

Crac crac bzzzzzz crac.

—Hay interferencias, doctor Van Allen —dijo Henry, hablando con toda la paciencia de que fue capaz—. Parece que por aquí se prepara una tormenta eléctrica de primera categoría. Por favor, repita lo que ha dicho, cambio.

—¡Ha muerto! —le llegó el grito de Van Allen en una interrupción entre las crepitaciones—. Ha muerto en la ambulancia, pero no creemos que la causa del fallecimiento haya sido la herida por arma de fuego. ¿Me ha entendido? NO CREEMOS QUE HAYA MUERTO DE TRAUMATISMO POR ARMA DE FUEGO. El cerebro de este hombre sufrió un edema atípico primero, y luego se desgarró. El diagnóstico más probable es que, con el disparo, se introdujo en su sangre alguna sustancia tóxica, una sustancia sumamente tóxica. Esta misma sustancia parece ser la causa de que el corazón le reventara, literalmente. Por favor, confirme que me ha entendido.

¡Oh, Dios santo!, pensó Henry Payton. Se aflojó el nudo de la corbata, desabrochó el botón del cuello de la camisa y volvió a pulsar el botón de transmitir.

—He recibido su mensaje, doctor Van Allen, pero maldita sea si lo entiendo. Cambio.

—Muy probablemente, la toxina estaba en las balas del arma con la que le dispararon. La infección parece extenderse poco a poco al principio, y luego su acción se acelera. Tenemos dos zonas claras de introducción en las heridas de la mejilla y del pecho. Es muy importante que…

Crac crac bzzzzzz.

—¿… entendido? Cambio.

—Repítalo, doctor Van Allen. —Henry rogó a todos los santos que el hombre se hubiera limitado a descolgar el teléfono—. Por favor, repita la última parte.

—¿Quién tiene el arma? —gritó Van Allen—. ¡Cambio!

—David Friedman, de balística. Se la ha llevado a Augusta. Cambio.

—La habrá descargado primero, ¿verdad? Cambio.

—Sí. Es el procedimiento normal. Cambio.

—¿Era un revólver o una automática, teniente Payton? En este momento, eso es de la mayor importancia. Cambio.

—Una pistola automática.

—Ese Friedman habrá retirado el cargador, ¿no? Cambio.

—Se encargará de eso en Augusta. —Payton se dejó caer pesadamente en la silla de la centralita. De pronto, necesitaba descansar en algo—. Cambio.

—¡No! ¡No debe hacerlo! ¡No tiene que hacerlo bajo ningún concepto! ¿Me ha entendido?

—Le he entendido —asintió Henry—. Dejaré un mensaje para él en el laboratorio de balística diciéndole que deje las malditas balas en el maldito cargador hasta que hayamos aclarado de una maldita vez esta nueva complicación en este condenado caos. —Payton experimentó un placer infantil al recordar que todo aquello estaba difundiéndose por el aire…, y luego se preguntó cuántos de los periodistas de allá fuera estarían escuchándolo con sus rastreadores de ondas—. Escuche, doctor Van Allen, no deberíamos hablar de esto por radio. Cambio.

—No se preocupe por el asunto de las relaciones públicas —replicó Van Allen con voz áspera—. Estamos hablando de la vida de un hombre, teniente Payton. He intentado llamarle por teléfono y no ha habido modo de comunicar. Dígale a su amigo Friedman que se examine las manos con cuidado, que observe si tiene rasguños, pequeñas heridas o incluso padrastros en los dedos. Si tiene el menor orificio en la piel de las manos, debe acudir a un hospital inmediatamente. No puedo descartar que el veneno con que nos enfrentamos no estuviera en el cargador, además de en las balas. Y se trata de algo con lo que ese hombre suyo no debe correr el menor riesgo. Es una sustancia letal. Cambio.

—Recibido —oyó Henry que respondía su propia voz. Se descubrió deseando estar en cualquier lugar, menos allí; pero, ya que estaba, deseó tener a su lado a Alan Pangborn. Desde que había llegado a Castle Rock aquella tarde, Henry Payton se sentía cada vez más fuera de lugar—. ¿De qué se trata? Cambio.

—Todavía no lo sabemos. Curare no es, porque no se ha producido parálisis hasta el último momento. Además, el curare es relativamente indoloro y el señor Beaufort sufrió muchísimo. Lo único que sabemos por el momento es que empezó poco a poco y luego se aceleró como un tren de carga. Cambio.

—¿Eso es todo? Cambio.

—¡Dios santo! —imploró Ray van Allen—. ¿No le parece suficiente? Cambio.

—Sí, supongo que sí. Cambio.

—Puede alegrarse de…

Crac, crac, bzzzzzz.

—Repita, doctor Van Allen. Repita lo que ha dicho. Cambio.

Entre el rugiente océano de electricidad estática Payton captó la voz del médico que decía:

—Puede alegrarse de tener el arma intervenida. Así no tendrá que preocuparse de si causa más daño. Cambio.

—En eso estamos de acuerdo, amigo. Corto y cierro.

5

Cora Rusk salió a Main Street y anduvo sin forzar el paso hacia Cosas Necesarias. Pasó junto a una furgoneta Ford Econoline con el rótulo WPDT CANAL 5 NOTICIAS EN ACCIÓN esmaltado en vivos colores en el costado, pero no vio a Danforth «Buster» Keeton observándola por la ventanilla del conductor con los ojos fijos, sin el menor parpadeo. Probablemente no lo habría reconocido de todos modos; Buster se había convertido, por decirlo así, en un hombre nuevo. E incluso si lo hubiera visto y lo hubiese reconocido, Cora no habría encontrado nada de raro en ello. La mujer tenía sus propios problemas y sus propias penas. Sobre todo, tenía su propia rabia. Y nada de ello tenía que ver con su hijo muerto.

En una mano, Cora Rusk sostenía unas gafas de sol rotas.

A Cora le había parecido que la policía iba a interrogarla eternamente… o, al menos, hasta que se volviera loca. ¡Marchaos!, había querido gritarles. ¡Dejad de hacerme todas esas preguntas estúpidas acerca de Brian! ¡Si se ha metido en algún problema, detenedlo! ¡Ya le arreglará su padre; arreglar cosas es lo único para lo que sirve, pero dejadme en paz! ¡Tengo una cita con El Rey y no puedo hacerle esperar!

En un momento determinado había visto al comisario Pangborn apoyado en el quicio de la puerta entre la cocina y el porche trasero, con los brazos cruzados ante el pecho, y había estado muy a punto de soltarle a él todo aquello, convencida de que Pangborn lo entendería. Él no era como los demás; era vecino del pueblo, conocería Cosas Necesarias, habría comprado también su objeto especial allí. El comisario la comprendería.

Pero en aquel preciso instante el señor Gaunt le había hablado en la cabeza, con su voz calmada y juiciosa de siempre. No, Cora, no hables con él. No te entendería. Él no es como tú. No es un comprador inteligente. Diles que quieres ir al hospital a ver a tu otro chico. Con eso te librarás de ellos, al menos durante un rato. Y después ya no tendrá importancia lo que hagan.

Así pues, había dicho a los policías lo que le había sugerido el señor Gaunt, y la frase había tenido el efecto de un hechizo. Incluso se las había arreglado para derramar un par de lágrimas, aunque no pensando en Brian, sino en cómo debía de sentirse Elvis, vagando por Graceland sin ella. ¡Pobre Rey perdido!

Los agentes se habían marchado, salvo un par o tres que husmeaban por el garaje. Cora no sabía qué andaban haciendo ni qué podían buscar allí, y tampoco le importaba. Había cogido sus gafas de sol mágicas de encima de la mesa y había corrido escalera arriba. Una vez en su habitación, se había quitado la ropa y, tendida en la cama, se había puesto las gafas.

Al instante se encontró de nuevo en Graceland y se sintió llena de alivio, de expectación y de increíble lujuria.

Ascendió por la escalinata curva, fría y desnuda, hasta el corredor del piso superior, revestido de tapices con motivos de la jungla y casi tan ancho como una autopista. Avanzó hasta la puerta de doble hoja del fondo del pasillo acompañada del leve susurro de sus pies descalzos sobre la gruesa lana de la moqueta. Vio cómo sus dedos se adelantaban hasta cerrarse en torno a los tiradores. Y por fin abrió las puertas hacia dentro y tuvo ante su vista el dormitorio de El Rey; una estancia absolutamente en blanco y negro —paredes negras, alfombra blanca de lana gruesa, cortinas negras en las ventanas, embozo blanco sobre el cubrecama negro—, salvo el techo, pintado de azul medianoche con un millar de estrellitas eléctricas titilantes.

Entonces Cora Rusk se fijó en la cama y fue en ese momento cuando la atenazó el horror.

El Rey estaba en el lecho, pero El Rey no estaba solo.

Sentada encima de él, cabalgándolo como un poni, estaba Myra Evans. Al abrirse las puertas, Myra había vuelto la cabeza y miraba a Cora. El Rey solo estaba pendiente de Myra y la observaba con un parpadeo de aquellos ojos azules, soñolientos y maravillosos.

—¡Myra! —exclamó Cora—. ¿Qué haces aquí?

—Bueno… —fue la réplica burlona de Myra—, desde luego no estoy encerando el suelo.

Cora, completamente anonadada, casi no podía respirar.

—¡Vaya…! ¡Pero bueno…! ¡Que me aspen si…! —exclamó por fin, alzando la voz conforme recuperaba el resuello.

—¡Pues ve a que te aspen! —replicó Myra, moviendo más deprisa las caderas—. Y quítate esas estúpidas gafas mientras estés en ello. Tienen un aspecto estúpido. Lárgate de aquí. Vuelve a Castle Rock. Aquí estamos ocupados…, ¿verdad, E?

—Y tan verdad, encanto —asintió El Rey—. Ocupados como un par de escarabajos retozones sobre una alfombra.

El horror se convirtió en furia y la parálisis de Cora se rompió con un chasquido. Se abalanzó sobre su presunta amiga con la intención de sacarle los ojos falaces de las órbitas. Pero cuando alzó una mano con los dedos como garras para hacerlo, Myra alargó la suya —sin perder por un solo instante el ritmo de sus caderas mientras lo hacía— y le arrancó las gafas de la cara.

Cora había cerrado los ojos ante la sorpresa…, y al volver a abrirlos, se había encontrado tendida en su cama otra vez. Las gafas de sol estaban en el suelo, con los dos cristales hechos añicos.

—¡No! —gritó Cora, arrojándose de la cama. Quería chillar, pero una voz interior (una voz que no era suya) le advirtió que los policías del garaje la oirían si lo hacía, y acudirían corriendo—. ¡No, por favor, por favor, noooooo…!

Intentó encajar los cristales rotos en la montura dorada de perfil aerodinámico, pero el esfuerzo fue en vano. Las gafas estaban rotas. Rotas por aquella golfa desvergonzada y perversa. Rotas por su «amiga», Myra Evans. Por su «amiga», que había encontrado la manera de llegar a Graceland, su «amiga», que en aquel mismo instante, mientras ella intentaba recomponer un objeto inapreciable que había quedado irremisiblemente roto, le estaba haciendo el amor a El Rey.

Cora alzó la vista. Sus ojos se habían convertido en dos brillantes rendijas negras.

—La destrozaré —susurró con voz ronca—. Ya lo verá.

6

Leyó el rótulo de la puerta de Cosas Necesarias, se detuvo un momento pensativa y luego dobló la esquina y penetró en el callejón de servicio.

Al hacerlo se rozó con Francine Pelletier, que salía del callejón mientras guardaba algo en el bolso. Cora apenas le prestó atención.

A medio camino del fondo del callejón, vio al señor Gaunt de pie detrás de una mesa que había colocado atravesada en el quicio de la puerta trasera de la tienda, como una barricada.

—¡Ah, Cora! —exclamó al verla—. Me preguntaba cuándo pasaría usted por aquí.

—¡Esa zorra! —escupió Cora—. ¡Esa mentirosa zorra asquerosa!

—Perdóneme, Cora —intervino el señor Gaunt con puntillosa educación—, pero me parece que se ha dejado un par de botones por abrochar.

Al tiempo que lo decía, señaló con uno de sus dedos largos y extraños la parte delantera del vestido de la mujer.

Cora se había puesto lo primero que había encontrado en el armario para cubrir su desnudez, y solo se había acordado de abrochar el botón superior. Debajo, llevaba el vestido abierto hasta los rizos del vello púbico. Su vientre, hinchado por los numerosos pastelillos, caramelos y cerezas cubiertas de chocolate que había consumido mientras veía Santa Bárbara (y todos sus restantes programas favoritos), mostraba una suave curva.

—¿Y a quién coño le importa? —soltó al verse.

—A mí no —admitió el señor Gaunt con toda calma—. ¿En qué puedo ayudarla?

—Esa zorra está jodiendo con El Rey. Y me ha roto las gafas. Quiero matarla.

—¿De veras? —respondió el señor Gaunt alzando las cejas—. Bueno, no puedo decir que no simpatice con usted, Cora, porque la verdad es que sí. Puede que una mujer que le roba el hombre a otra merezca vivir. Yo no me definiría sobre tal asunto en un sentido u otro; he sido comerciante toda la vida y sé muy poco sobre asuntos del corazón. Pero una mujer que deliberadamente rompe la posesión más sagrada de otra…, bueno, eso es un asunto mucho más serio. ¿Está de acuerdo conmigo?

Cora Rusk empezó a sonreír. Era una sonrisa dura. Una sonrisa despiadada. Una sonrisa absolutamente desprovista de cordura.

—Estoy de total y completo acuerdo con usted —asintió.

El señor Gaunt le dio la espalda unos momentos. Cuando volvió a mirarla, tenía en las manos una pistola automática.

—¿Acaso venía buscando algo parecido a esto? —preguntó.