DIECIOCHO

1

Polly Chalmers no estaba al corriente de ninguno de aquellos sucesos.

Mientras Castle Rock empezaba a dar los primeros frutos reales del trabajo del señor Gaunt, Polly estaba donde terminaba la carretera comarcal número 3, en la antigua casa Camber, adonde había acudido tan pronto había terminado de hablar con Alan.

¿Terminado de hablar? ¡Oh, vamos!, se dijo. Aquella era una descripción demasiado civilizada de lo sucedido. ¿No se ajustaba más a la realidad decir «en cuanto le había colgado el teléfono»?

Muy bien, asintió para sí. En cuanto le había colgado el teléfono. Pero Alan había maniobrado a sus espaldas. Y cuando ella le había recriminado su comportamiento, él se había mostrado aturdido y confuso y luego había insistido en negarlo. ¡Había insistido en su mentira! Y Polly volvió a reafirmarse en que semejante conducta merecía una respuesta poco civilizada.

En su interior, algo se revolvió inquieto. Algo que habría podido hablar si ella le hubiera dejado tiempo y espacio, pero Polly no le concedió ninguna de ambas cosas. Polly no quería voces discrepantes; de hecho, no quería pensar en absoluto en su última conversación con Alan Pangborn. Lo único que deseaba era ocuparse del asunto que la había llevado hasta allí, hasta el final de la carretera comarcal número 3, y luego regresar a casa. Cuando llegara, se daría un baño frío y luego se echaría a dormir doce o dieciséis horas seguidas.

Aquella voz que salía de lo más profundo de sí solo consiguió apuntar cuatro palabras: Pero Polly…, ¿has pensado…?

No. No había pensado. Suponía que en algún momento tendría que pensar, pero aún era demasiado pronto. Cuando empezara a pensar, también empezaría el dolor y la pena. De momento, lo único que deseaba era llevar a cabo el asunto que tenía pendiente y no pensar en nada.

La casa Camber era un lugar fantasmal, que algunos tachaban de embrujado. No hacía tantos años, dos personas —un chiquillo y el comisario George Bannerman— habían muerto en el patio de entrada de aquella casa. Otras dos, Gary Pervier y el propio Joe Camber, habían fallecido en las cercanías, colina abajo. Polly aparcó el coche junto al lugar donde una mujer llamada Donna Trenton había cometido en cierta ocasión la equivocación fatal de aparcar su Ford Pinto, y se apeó. Cuando lo hizo, el azká se meció a un lado y a otro entre sus pechos.

Se detuvo un instante a contemplar, inquieta, el porche en ruinas, las paredes desconchadas invadidas por la hiedra trepadora y las ventanas, la mayoría de las cuales tenía los cristales rotos y le devolvía la mirada a ciegas. Los grillos repetían su estúpido canto entre la hierba y los cálidos rayos de sol batían el lugar como lo habían hecho en esos días terribles en que Donna Trenton había luchado allí por su vida, y por la de su hijo.

¿Qué estoy haciendo aquí?, se preguntó Polly. Por Dios bendito, ¿qué estoy haciendo aquí?

Pero lo sabía muy bien, y la razón no tenía nada que ver con Alan Pangborn, con Kelton o con el Departamento de Bienestar Infantil de San Francisco. Aquel pequeño viaje al campo no tenía nada que ver con el amor. Tenía que ver con el dolor. Eso era todo, pero era suficiente. Dentro del pequeño dije de plata había algo. Algo que estaba vivo. Si ella no cumplía con su parte del trato que había cerrado con Leland Gaunt, aquello moriría. Polly no sabía si sería capaz de volver a soportar el dolor terrible, torturante, con el que había despertado el domingo por la mañana. Si tenía que afrontar aquel sufrimiento el resto de sus días, estaba dispuesta a poner fin a su vida.

—Y no tiene nada que ver con Alan —murmuró mientras se encaminaba al granero, con su vasto portalón y su siniestro tejado semihundido—. Dijo que no levantaría una mano contra él.

¿Qué te importa ya eso?, le cuchicheó aquella voz perturbadora.

Le importaba porque no quería hacer daño a Alan. Estaba enfadada con él, furiosa incluso, pero eso no significaba que tuviera que rebajarse a su nivel, que tuviera que dar a Alan el mismo trato vil que había recibido de él.

Pero Polly…, ¿has pensado…?

No. ¡No!

Se disponía a gastar una broma a Ace Merrill y este no le importaba un pimiento; no lo había tratado nunca, y solo lo conocía de referencias. La broma se la iba a gastar a Ace, pero… pero aquel asunto guardaba alguna relación con Alan, quien había mandado a la cárcel a Ace Merrill. Se lo decía el corazón.

Además…, ¿podía echarse atrás? ¿Podía hacerlo, aunque quisiera? Porque también estaba lo de Kelton. El señor Gaunt no había llegado a decirle textualmente que la noticia de lo sucedido con su hijo terminaría en boca de todo el pueblo a menos que llevara a cabo lo que le proponía, pero lo había sugerido con suficiente claridad.

Polly no podría soportar que tal cosa sucediera. «¿Acaso una mujer no tiene derecho a su orgullo? Cuando ha perdido todo lo demás, ¿no tiene al menos derecho a eso, a esa moneda sin la cual el bolso está completamente vacío?»

Sí. Y sí. Y otra vez sí. El señor Gaunt le había dicho que encontraría en el granero la única herramienta que necesitaría, y Polly empezó a caminar lentamente hacia allí.

«Ve a donde quieras, pero ve viva, Trisha —le había dicho la tía Evvie—. No seas un fantasma.»

Pero en aquel momento, mientras penetraba en el granero de la casa Camber a través de unas puertas que colgaban entreabiertas e inmóviles de sus bisagras oxidadas, no pudo evitar sentirse como un fantasma. No se había sentido un fantasma en toda su vida tanto como en aquellos momentos. El azká se movió entre sus pechos, por sí mismo. Dentro había algo. Algo vivo. A Polly no le gustaba, pero aún le agradaba menos la idea de lo que sucedería si aquello moría.

Haría lo que el señor Gaunt le había ordenado, al menos por una vez: cortaría todos sus lazos con Alan Pangborn (Polly comprendía entonces con claridad, con toda claridad, que había sido un error incluso empezar a relacionarse con él) y mantendría oculto su pasado como lo había hecho hasta entonces. ¿Por qué no?

Al fin y al cabo, era poca cosa.

2

La pala estaba exactamente donde Gaunt le había dicho que la encontraría, apoyada contra una pared e iluminada por un rayo de sol polvoriento. Posó la mano en la empuñadura, lisa y gastada. De pronto le pareció oír un gruñido ronco y ronroneante que salía de las densas sombras del granero, como si el San Bernardo rabioso que había matado al gran George Bannerman y había causado la muerte de Tan Trenton estuviera todavía allí, resucitado de entre los muertos y más feroz que nunca. Polly notó los brazos en piel de gallina y salió del granero apresuradamente. El patio no era precisamente alegre, con aquella casa vacía cerniéndose tétricamente sobre él, pero era mejor que el lóbrego granero.

¿Qué estoy haciendo aquí?, volvió a preguntarse en tono lastimero, y fue la voz de la tía Evvie quien le respondió: «Volverte fantasma. Eso es lo que estás haciendo. Volverte fantasma».

Polly cerró los ojos con fuerza.

—¡Basta! —susurró con ferocidad—. ¡Basta ya!

Así me gusta, dijo Leland Gaunt. Además, no es tan terrible, ¿no? Solo se trata de una pequeña broma. Y si fuera a tener alguna consecuencia graveno la tendrá, pero supongamos, solo por poner un caso hipotético, que la tuviera, ¿de quién sería la culpa?

—De Alan —volvió a susurrar Polly. Sus ojos fueron de un lado a otro en un gesto nervioso y sus dedos se entrelazaron y volvieron a separarse entre sus pechos—. Si estuviera aquí para hablar con él, si no se hubiera separado de mí al husmear en asuntos que no eran de su incumbencia…

La vocecilla intentó hablar otra vez, pero Leland Gaunt la acalló antes de que pudiera decir una palabra.

Muy bien, así me gusta. Respecto a qué estás haciendo aquí, Polly, la respuesta es bastante simple: estás pagando. Eso es lo que estás haciendo, y eso es lo único que estás haciendo. Los fantasmas no tienen nada que ver. Y recuerda esto, porque es el aspecto más sencillo y más maravilloso del comercio: cuando el comprador ha pagado su artículo, este le pertenece por completo. No esperarías que un artículo tan maravilloso resultara barato, ¿verdad? Pero cuando hayas terminado de pagar, será tuyo. Tendrás derecho absoluto sobre el objeto que has pagado. Y ahora, ¿piensas quedarte ahí escuchando todas esas viejas voces asustadas, o vas a empezar de una vez la tarea que has venido a hacer?

Polly abrió los ojos otra vez. El azká colgaba inmóvil en el extremo de la cadena. Si antes se había movido (y Polly ya no estaba segura de que lo hubiera hecho) ahora permanecía quieto. La casa era solo una casa, que mostraba los inevitables signos de abandono después de estar demasiado tiempo vacía. Las ventanas no eran ojos, sino meros huecos cuyos cristales había roto a pedradas algún grupito de chicos aventureros. Si había oído algo en el granero (y Polly ya no estaba segura de que lo hubiera hecho), debía de haber sido el crujido de un tablón al dilatarse por efecto de aquel calor insólito en el mes de octubre.

Sus padres estaban muertos. Su chiquitín estaba muerto. Y el perro que once años atrás había dominado aquel patio de manera tan terrible y absoluta durante tres días y tres noches de verano también estaba muerto.

No había ningún fantasma.

—Ni siquiera el mío —murmuró, y echó a andar alrededor del granero.

3

«Cuando llegues a la parte posterior del granero, —le había dicho el señor Gaunt—, verás los restos de un viejo remolque.» Así fue. Polly distinguió un Air-Flow de costados plateados, casi oculto por las matas de vara de oro y los altos matojos de girasoles tardíos.

«A la izquierda del remolque encontrarás una gran roca plana.»

Dio con ella fácilmente. Era del tamaño de una losa de jardín.

«Aparta la roca y cava. A medio metro de profundidad encontrarás una lata de galletas Crisco.»

Apartó la losa y empezó a cavar. Menos de cinco minutos después, la hoja de la pala topó con la lata. Dejó la herramienta a un lado y excavó la tierra suelta con las manos, rompiendo la pequeña telaraña de raíces con los dedos. Al cabo de un rato, tenía en sus manos la lata de Crisco. Estaba oxidada pero intacta. La etiqueta podrida se desprendió y Polly vio una receta de pastel sorpresa de piña tropical en el dorso (la lista de ingredientes estaba cubierta en su mayor parte por una mancha negra de moho), junto a un cupón Bisquick que había caducado en 1969. Introdujo los dedos bajo la tapa e intentó abrirla. La vaharada de aire que escapó del interior le hizo esbozar una mueca y echar atrás la cabeza unos instantes. Por última vez, la voz intentó preguntarse qué estaba haciendo allí, pero Polly la silenció.

Inspeccionó la lata y encontró lo que el señor Gaunt le había dicho que vería: un fajo de cupones de ahorro Gol Bond y varias fotografías descoloridas de una mujer en pleno encuentro sexual con un perro collie.

Sacó todo aquello, se lo guardó en un bolsillo delantero del pantalón tejano y luego se restregó la mano enérgicamente contra la pernera, haciéndose el firme propósito de lavarse las manos en cuanto tuviera ocasión. Tocar aquellas cosas que habían estado tanto tiempo bajo tierra la hacía sentirse sucia.

Del otro bolsillo sacó un sobre comercial sellado.

Mecanografiado en mayúsculas en el anverso, podía leerse:

UN MENSAJE PARA EL INTRÉPIDO BUSCADOR

DE TESOROS.

Polly puso el sobre en el interior, ajustó la tapa y devolvió la caja al agujero. Utilizó la pala para rellenarlo, trabajando deprisa y sin cuidado. En aquel momento lo único que quería era largarse de aquel lugar lo antes posible.

Cuando hubo terminado, se alejó a toda prisa. Se deshizo de la pala arrojándola entre las altas zarzas. No tenía la menor intención de volver a guardarla en el granero, por muy racional que fuese la explicación del sonido que había escuchado.

Al llegar al coche, abrió primero la puerta del acompañante y luego la guantera. Revolvió el interior de esta hasta encontrar entre un montón de papeles un viejo librillo de cerillas. Tuvo que probar cuatro de ellas hasta conseguir una pequeña llama. Las manos habían dejado de dolerle prácticamente, pero le temblaban de tal manera que rascó las tres primeras cerillas con excesiva fuerza, de forma que dobló las cabezas de papel y las inutilizó.

Cuando la cuarta se encendió por fin, la sostuvo entre el pulgar y el índice de la mano derecha, con la llama casi invisible bajo el cálido sol de la tarde, y sacó el montón de cupones de ahorro y las fotos obscenas del bolsillo del pantalón. Aplicó la llama al puñado de papeles y la mantuvo allí hasta asegurarse de que había prendido. Después arrojó la cerilla y volvió los papeles del revés para avivar la llama todo lo posible. Fue un alivio observar cómo la superficie de la única fotografía que podía ver empezaba a burbujear y a oscurecerse. Cuando las fotos empezaron a enroscarse por los bordes, arrojó el puñado de papeles en llamas al suelo, en el mismo lugar donde, una vez, una mujer había apaleado con un bate de béisbol a otro perro, un San Bernardo, hasta darle muerte.

Las llamas crecieron. El puñado de cupones y fotos se redujo rápidamente a negras cenizas. Las llamas vacilaron, se apagaron… y, en el momento que lo hicieron, una inesperada ráfaga de viento se levantó en la calma chicha de la tarde, esparciendo en pequeños copos el montón de cenizas. Los copos se levantaron en el aire en un remolino que Polly siguió con unos ojos que, de pronto, parecían sobresaltados y asustados. ¿De dónde había salido aquella extraña ráfaga de viento?

¡Oh, por favor!, pensó. ¡No puedes dejar de ser tan condenadamente…!

En aquel preciso instante, el gruñido que antes había oído, grave y ronco como el de un motor fuera borda al ralentí, surgió de nuevo de las fauces calurosas y oscuras del granero. No era producto de su imaginación, ni era el crujido de un tablón.

Era un perro.

Polly volvió la vista hacia allí, atemorizada, y descubrió dos hundidos círculos de luz rojiza que la observaban desde la oscuridad.

Rodeó el coche a la carrera, dándose un doloroso golpe en la cadera con el extremo derecho del capó debido a las prisas; saltó al volante, subió las ventanillas y puso el seguro de las puertas. Movió la llave de contacto. El motor empezó a toser, pero no arrancó.

Nadie sabía dónde estaba, reflexionó. Nadie salvo el señor Gaunt… y él no se lo diría a nadie.

Por un instante, se imaginó atrapada allí como lo habían estado Donna Trenton y su hijo. Entonces el motor cobró vida por fin y Polly dio marcha atrás por el camino de la casa a tal velocidad que estuvo a punto de caer por la cuneta del otro lado de la carretera. Sacó la marcha atrás, puso primera y emprendió el regreso al pueblo todo lo rápido que se atrevió.

Se había olvidado por completo de limpiarse las manos.

4

Ace Merrill se levantó de la cama casi al mismo tiempo que, a cincuenta kilómetros de distancia, Brian Rusk se volaba la cabeza.

Se dirigió al baño, despojándose de la ropa interior mientras caminaba, y se pasó una o dos horas orinando. Mientras lo hacía, levantó un brazo y se olió el sobaco. Volvió la vista hacia la ducha y decidió no tomarla. Tenía un gran día por delante. La ducha podía esperar.

Salió del baño sin molestarse en tirar de la cadena —la higiene, decididamente, estaba reñida con la filosofía vital de Ace— y se encaminó directamente a la cómoda donde, sobre un espejo de afeitar, tenía lo que le quedaba de aquel polvo del señor Gaunt. Era un material de primera: suave en la nariz, potente en la cabeza. Casi se le había terminado. Tal como había dicho el señor Gaunt, había necesitado un montón de carburante extra la noche anterior, pero Ace tenía una idea bastante clara de que había más en el lugar de donde había salido aquel.

Ace utilizó el borde del permiso de conducir para extender un par de rayas. Las aspiró con un billete de cinco dólares enrollado y le estalló en la cabeza, algo parecido a un misil.

—¡Buuum! —exclamó Ace Merrill en su mejor voz de lobo feroz de la Warner—. ¡Vámonos a montar la película!

Se enfundó unos tejanos descoloridos sobre sus caderas desnudas y una camiseta de manga corta de la HarleyDavidson. La indumentaria de moda aquel año entre todos los cazadores de tesoros que se preciaran de elegantes, pensó, y soltó una carcajada estentórea. ¡Vaya, qué estupenda era aquella coca!

Iba camino de la puerta cuando sus ojos se posaron en el botín de la noche anterior y recordó que tenía pendiente una llamada a Nat Copeland, en Portsmouth. Volvió al dormitorio, hurgó entre la ropa apilada de cualquier manera en el cajón superior de la cómoda y, finalmente, encontró una manoseada agenda. Regresó a la cocina, tomó asiento y marcó el número que tenía. Dudaba mucho que fuera a encontrar a Nat, pero merecía la pena probar. La cocaína zumbaba en su cabeza como una sierra, pero ya notaba cómo iba perdiendo fuerza el efecto inicial. Una buena raya de coca le convertía a uno en un hombre nuevo; el único problema era que ese hombre nuevo lo primero que quería era otra dosis, y las reservas de Ace estaban prácticamente agotadas.

—¿Sí? —dijo una voz cautelosa al otro lado de la línea, y Ace se dio cuenta de que, de nuevo, había tenido la suerte de cara.

—¡Nat! —exclamó.

—¿Quién demonios llama?

—¡Soy yo, colega! ¡Soy yo!

—¿Ace? ¿Eres tú?

—¿Quién, si no? ¿Cómo te va, Natty?

—He estado mejor. —Nat no parecía muy entusiasmado de oír a su viejo compañero del taller mecánico de la cárcel—. ¿Qué quieres, Ace?

—¡Vamos, vamos! ¿Esa es forma de hablarle a un viejo colega? —exclamó Ace Merrill con tono de reproche. Sostuvo el auricular entre el oído y el hombro y atrajo hacia sí un par de latas oxidadas.

Una de ellas la había sacado del suelo detrás de la vieja casa Treblehorn y la otra del sótano de la antigua granja Masters, que había ardido cuando Ace solo tenía diez años. La primera de las latas únicamente contenía cuatro libretas de cupones verdes de ahorro S&H y varios paquetes de cupones de descuento de cigarrillos Raleigh sujetos con una goma elástica. En la segunda había encontrado unas cuantas hojas de cupones diversos y seis cartuchos de monedas de un centavo. Salvo que los centavos no parecían monedas normales.

Eran blancos.

—Quizá solo quería tocar la base —dijo en son de broma—. Ya sabes, comprobar el estado de tus pilas, ver cómo va tu suministro de carburante… Cosas así.

—¿Qué quieres, Ace? —repitió Nat Copeland con suma cautela.

Ace sacó uno de los cartuchos de monedas de la vieja lata de galletas. El papel se había descolorido con el tiempo, pasando del púrpura original a un apagado rosa claro. Ace extrajo dos monedas, las agitó en la mano y las contempló con curiosidad.

Si alguien sabía de aquellas cosas era Nat Copeland, que una vez había sido propietario de una tienda llamada Monedas y Artículos de Coleccionista Copeland. También había sido propietario de una colección privada de monedas, una de las diez mejores de Nueva Inglaterra (al menos, según el propio Nat). Después, también él había descubierto las maravillas de la cocaína. Durante los cuatro o cinco años siguientes a tal descubrimiento, Nat se había desprendido de su colección moneda a moneda para metérsela por la nariz. En 1985, al atender una alarma silenciosa en la tienda de monedas Long John Silver de Portland, la policía había sorprendido a Nat Copeland en la trastienda, metiendo dólares de plata con la Estatua de la Libertad en una bolsa de gamuza. Ace lo había conocido poco después.

—En fin, ya que lo mencionas, sí que quería hacerte una consulta.

—¿Una consulta? ¿Eso es todo?

—Eso es absolutamente todo, colega.

—Está bien. —La voz de Nat se relajó ligerísimamente—. Pregunta, pues. No tengo todo el día.

—¡Vaya! —exclamó Ace—. Ocupado, ocupado. Muchos sitios que visitar y gente con quien almorzar, ¿verdad, Nat?

Acompañó sus palabras de una risa descontrolada. No era solo el polvo; era el día. No se había acostado hasta las primeras luces, la coca que había tomado lo había mantenido despierto hasta casi las diez de la mañana a pesar de las cortinas echadas y del ejercicio físico, y aún seguía sintiéndose dispuesto a comer barras de acero y escupir clavos de siete centímetros. ¿Y por qué no? ¿Por qué diablos no? Estaba al borde de una fortuna. Lo sabía. Lo notaba en cada fibra de su cuerpo.

—Ace, ¿de verdad tienes algo en eso que llamas cerebro, o solo has llamado para fastidiarme?

—No, no he llamado para fastidiarte. Dame la información que busco, Natty, y quizá tenga algo bueno para ti. Algo muy bueno.

—¿En serio? —De pronto, la voz de Nat Copeland perdió su tono irritado—. ¿Puedo fiarme de lo que dices, Ace?

—Es de lo mejor. El material más fino que he tocado nunca, Natty, colega.

—¿Hay sitio para mí en la movida?

—Yo no tendría ni la más mínima duda —respondió Ace en un tono de voz que sugería todo lo contrario. Había extraído tres o cuatro más de aquellas extrañas monedas de su cartucho viejo y descolorido y procedió a colocarlas en línea recta con el dedo—. Pero tienes que hacerme un favor.

—Habla.

—¿Qué sabes de unos centavos blancos?

Hubo una pausa al otro extremo de la línea. Luego, Nat inquirió con cautela:

—¿Centavos blancos? ¿Quieres decir centavos de acero?

—No sé. El coleccionista de monedas eres tú, no yo.

—Fíjate en las fechas. Mira si son de los años mil novecientos cuarenta y uno al mil novecientos cuarenta y cinco.

Ace dio la vuelta a las monedas que tenía delante. Una era de 1941, otras cuatro eran de 1943 y la última era de 1944.

—Sí, son de esos años. ¿Cuánto valen, Nat? —Intentó disimular la impaciencia de su voz sin conseguirlo por completo.

—Uno a uno, no mucho —respondió Nat—, pero siempre mucho más que un centavo ordinario. Quizá dos dólares cada uno. Tres, si son S. C.

—¿Qué significa eso?

—Sin Circulación. Recién acuñados. ¿Tienes muchos, Ace?

—Bastantes —respondió Ace—. Bastantes, mi buen amigo.

Sin embargo, estaba decepcionado. Tenía seis cilindros, trescientas monedas, y las que sostenía en la mano no le parecían en especial buen estado. No estaban demasiado desgastadas, pero distaban mucho de ser nuevas y relucientes. Seiscientos dólares; ochocientos como mucho. No era lo que podía llamarse un gran golpe.

—Bueno, tráelos y les echaré un vistazo —dijo Nat—. Te conseguiré el mejor precio. —Tras un titubeo, añadió—: Y trae un poco de ese carburante.

—Me lo pensaré —respondió Ace.

—¡Eh, vamos! ¡No me vengas con esas!

—Que te den mucho por ahí, Natty —replicó Ace, y colgó el teléfono.

Se quedó sentado donde estaba durante unos momentos, meditando acerca de las monedas y las dos latas oxidadas. Había algo muy extraño en todo aquello. Cupones de descuento inútiles y centavos de acero por valor de seiscientos dólares. ¿Adónde le conducía todo aquello?

Ahí estaba lo jodido del asunto, se dijo. No le llevaba a ninguna parte. ¿Dónde estaba el tesoro de verdad? ¿Dónde estaba el maldito botín?

Se apartó de la mesa de un empujón, pasó al dormitorio y se tomó el resto de los polvos que el señor Gaunt le había proporcionado.

Cuando volvió a salir, llevaba el libro con el mapa y se sentía considerablemente más animado. Aquello sí que conducía a alguna parte. Lo llevaba de maravilla. Ahora que se había despejado un poco la cabeza, lo veía perfectamente.

Al fin y al cabo, en aquel mapa había muchas cruces. Y había encontrado algo en dos de los puntos donde aquellas cruces sugerían que lo habría, ambos marcados con una gran piedra plana. Cruz + Piedra plana = Tesoro enterrado. Finalmente, parecía que Papi, en su vejez, había chocheado un poco más de lo que la gente del pueblo había creído, que al final su tío había tenido algunos problemas para distinguir los diamantes de la arena, pero el gran botín —oro, divisas, tal vez títulos negociables— tenía que estar en alguna parte, bajo una o más de aquellas piedras planas.

Eso había quedado demostrado. Su tío había enterrado cosas de valor, no simples fajos de cupones de compra viejos y mohosos. En la granja del viejo Masters había encontrado seis cartuchos de centavos de acero que valían al menos seiscientos dólares. No mucho, pero ya era algo.

—Está ahí —dijo Ace por lo bajo, con un destello desquiciado en la mirada—. Está todo ahí fuera, en uno de esos otros siete hoyos. O dos. O tres.

Lo sabía.

Sacó el mapa de papel marrón del libro y su dedo vagó de una cruz a otra mientras se preguntaba si algunas serían más probables que otras. El dedo de Ace se detuvo en la vieja casa de Joe Camber. Era el único punto del plano que tenía dos cruces juntas. El dedo empezó a ir y venir lentamente de una a otra marca.

Joe Camber había muerto en una tragedia que se había llevado otras tres vidas. La mujer y el hijo del hombre estaban fuera cuando se habían producido los hechos. De vacaciones. La gente como los Camber no solía tomarse vacaciones, pero Charity Camber había ganado un pequeño premio en la lotería, creyó recordar Ace. Intentó acordarse de más, pero no logró concretar otros detalles. En aquella época, tenía sus propios problemas de que ocuparse. Y no eran pocos.

¿Qué había hecho la señora Camber cuando ella y el chico habían regresado de su pequeño viaje para descubrir a Joe —un hijo de la gran puta, según todo lo que Ace había oído— muerto y enterrado? ¿Se habían trasladado fuera del estado, no era eso? ¿Y la propiedad? Tal vez la mujer había querido sacársela de encima deprisa. Y en Castle Rock, cuando se trataba de vender algo deprisa, un nombre destacaba sobre todos: el de Reginald Marion Papi Merrill. ¿No habría ido Charity Camber a verlo? Seguro que su tío le habría ofrecido una minucia —era su costumbre—, pero si la mujer estaba impaciente por marcharse, una minucia podía haberle parecido bien. En otras palabras, la casa de los Camber también podía haber pertenecido a Papi en el momento de su muerte.

Tal posibilidad se solidificó en certeza en la cabeza de Ace apenas momentos después de que se le ocurriera.

—¡La casa de los Camber! —exclamó en voz alta—. ¡Apuesto a que está allí! ¡Seguro que está allí!

¡Miles de dólares! ¡Tal vez decenas de miles! ¡Dios santísimo!

Agarró el mapa y volvió a guardarlo en el libro. Después se encaminó casi a la carrera hacia el Chevrolet que le había prestado el señor Gaunt. Pese a todo, seguía inquietándole un detalle: si Papi había sido, en efecto, capaz de distinguir los diamantes de la arena, ¿por qué se había molestado en enterrar la caja con los cupones de descuento?

Ace apartó la pregunta de su mente con impaciencia y continuó la marcha hacia Castle Rock.

5

Danforth Keeton llegó a su casa de Castle View en el instante en que Ace dejaba la suya camino del pueblo. Buster aún seguía esposado al tirador de la puerta del Cadillac, pero su estado de ánimo era de furibunda euforia. Había pasado los dos últimos años luchando contra sombras y estas se habían impuesto progresivamente. Había llegado el punto en que Buster había empezado a temer que quizá se estaba volviendo loco, lo cual, por supuesto, era justo lo que Ellos querían inducirle a creer.

En el trayecto desde Main Street hasta su casa vio varias antenas parabólicas. Ya había reparado en ellas en otras ocasiones y se había preguntado si formarían parte de lo que se estaba cociendo en el pueblo. Ahora estaba seguro. No eran, en absoluto, antenas para captar la señal de los satélites. Eran armas destructoras de mentes. Quizá no todas apuntaran hacia su casa, se dijo, pero seguro que las demás apuntaban hacia las pocas personas que, como él, se daban cuenta de que existía una conspiración monstruosa.

Buster entró en el camino particular de la casa, levantó la mano libre hasta la visera y pulsó el botón del aparato que abría a distancia la puerta del garaje. La puerta empezó a levantarse, pero en aquel mismo instante Buster notó una monstruosa punzada de dolor que le atravesaba la cabeza. Comprendió al momento que aquello también era parte del asunto: Ellos habían cambiado su mando a distancia por otra cosa, algo que disparaba rayos nocivos contra su cabeza al tiempo que activaba el motor de la puerta. Arrancó el aparatito de la visera y lo arrojó por la ventanilla antes de introducir el coche en el garaje.

Cortó el contacto, abrió la puerta del coche y se apeó. Las esposas lo sujetaban a la puerta con absoluta eficacia. En el garaje tenía herramientas colgadas ordenadamente de sus correspondientes ganchos en las paredes, pero quedaban lejos de su alcance. Volvió a introducir la cabeza por la ventanilla del coche y se puso a tocar el claxon.

6

Myrtle Keeton, que también había tenido que cumplir su pequeño encargo aquella tarde, estaba acostada en su cama del piso de arriba, en un estado de inquieto amodorramiento, cuando empezó a sonar el claxon. Se incorporó con un respingo hasta quedar sentada sobre el lecho, con los ojos a punto de saltarle de las órbitas de puro terror.

—¡Ya lo he hecho! —exclamó—. ¡Ya he hecho lo que me pedía! ¡Ahora déjeme en paz, por favor!

Se dio cuenta de que había estado soñando, de que el señor Gaunt no estaba allí, y dejó escapar el aire de sus pulmones en un suspiro prolongado y tembloroso.

¡MOOOC! ¡MOOOC! ¡MOOOOOOOOOOOOC!

Parecía la bocina del Cadillac. Myrtle cogió la muñeca que tenía a su lado en la cama, la hermosa muñeca que había comprado en la tienda del señor Gaunt, y la abrazó en busca de consuelo.

Aquella tarde había hecho algo…, algo que una parte apagada y asustada de su mente consideraba una cosa mala, una cosa muy mala, y desde entonces la muñeca se había vuelto indeciblemente preciosa para ella. Como habría dicho el señor Gaunt, el precio siempre incrementa el valor…, al menos a los ojos del comprador.

¡MOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOC!

No cabía duda: era la bocina del Cadillac. ¿Qué haría Danforth en el garaje tocando el claxon? La mujer supuso que sería mejor ir a echar un vistazo.

—Pero será mejor que Dan no le haga daño a mi muñeca —dijo en voz baja mientras la colocaba cuidadosamente en las sombras bajo su lado de la cama—. Será mejor que no lo haga, porque eso sí que no estoy dispuesta a tolerarlo.

Myrtle era una de las muchísimas personas que habían visitado Cosas Necesarias aquel día. Solo un nombre más con una marca al lado en la lista del señor Gaunt. Había acudido, como tantos otros, porque el señor Gaunt se lo había ordenado. Y Myrtle había recibido el mensaje por un conducto que su marido habría entendido perfectamente: había oído su voz en la cabeza.

El señor Gaunt le había dicho que había llegado el momento de terminar de pagar su muñeca… si quería conservarla, por supuesto. Tenía que llevar una caja metálica y una carta sellada al Salón de las Hijas de Isabel, contiguo a Nuestra Señora de las Aguas Serenas. La caja tenía una tupida rejilla en cada uno de los lados, menos el fondo, y Myrtle había captado un leve ruido, como un hormigueo, en el interior. Había intentado mirar por una de las rejillas redondas, que recordaban el altavoz de una antigua radio de mesa, pero solo había conseguido distinguir un objeto indefinido de forma cúbica. A decir verdad, no había mirado demasiado. Parecía mejor, más seguro, no hacerlo.

Cuando Myrtle, que iba a pie, llegó al complejo de la pequeña iglesia, había un coche en el aparcamiento. Sin embargo, el salón parroquial estaba vacío. La mujer lo comprobó tras echar un vistazo por la ventanilla de la mitad superior de la puerta, en cuyo cristal había una nota pegada con cinta adhesiva. Después leyó la nota:

REUNIÓN DE LAS HIJAS DE ISABEL,

EL MARTES A LAS 19 H.

¡AYUDADNOS A PREPARAR LA

«NOCHE DE CASINO»!

Myrtle se deslizó al interior. A la izquierda, contra la pared, había una hilera de compartimientos pintados de colores brillantes, donde comían los niños del servicio de guardería y donde llevaban a cabo sus diversos trabajos manuales y dibujos los niños de la escuela dominical. El señor Gaunt le había dicho a Myrtle que dejara la caja en uno de esos compartimientos, y así lo hizo. Al fondo de la sala estaba la mesa de la presidencia, con la bandera nacional a la izquierda y un estandarte con la imagen del Niño de Praga a la derecha. La mesa ya estaba preparada para la reunión, con lápices, bolígrafos, recibos para la Noche de Casino y, en el centro, la hoja con el orden del día de la presidenta. Myrtle colocó el sobre que le había dado el señor Gaunt debajo de la hoja, de modo que Betsy Vigue, la presidenta de Actividades de las Hijas de Isabel aquel año, lo viera en cuanto la levantara.

LEE ESTO INMEDIATAMENTE, PUTA PAPISTA

llevaba escrito en mayúsculas el anverso del sobre. Con el corazón galopándole aceleradamente en el pecho y la presión sanguínea un poco más allá de la luna, Myrtle abandonó furtivamente el Salón de las Hijas de Isabel. Se detuvo un momento en el exterior, con la mano apretada sobre su voluminoso escote, tratando de recuperar el aliento. Entonces vio que alguien salía a toda prisa del Salón de los Caballeros de Colón, al otro lado de la iglesia.

Era June Gavineaux. Y parecía tan asustada y culpable como se había sentido Myrtle. La otra mujer bajó a la carrera los peldaños de madera que conducían al aparcamiento, tan deprisa que estuvo a punto de caerse; luego se encaminó rápidamente al único coche aparcado, acompañada de un enérgico taconeo de sus zapatos de tacón bajo contra el asfalto.

June Gavineaux alzó la cara, vio a Myrtle y palideció. Después estudió con más detenimiento el rostro de Myrtle… y entendió.

—¿Tú también? —preguntó en voz baja. Una extraña sonrisa, entre divertida y asqueada, asomó en su rostro. Era la expresión de una niña normalmente buena que, por alguna razón que ni ella misma entendía, acabara de poner un ratón en el cajón de la mesa de su maestra favorita.

Myrtle notó en su propia cara otra sonrisa exactamente igual, pero intentó disimular.

—¡Por el amor de Dios! ¡No sé de qué me hablas!

—Claro que sí. —June lanzó una rápida mirada a su alrededor, pero las dos mujeres disponían de aquel momento en aquella tarde tan extraña para ellas solas—. El señor Gaunt.

Myrtle asintió y notó que las mejillas le ardían con un rubor intensísimo e insólito en ella.

—¿Qué le has comprado? —preguntó June.

—Una muñeca. ¿Y tú?

—Un jarrón. El jarrón de cloisonné más bonito que he visto nunca.

—¿Qué has venido a hacer?

Con una sonrisa de astucia, June replicó:

—¿Qué has venido a hacer tú?

—Qué más da. —Myrtle volvió la vista hacia el Salón de las Hijas de Isabel y puso una expresión de desdén—. De todos modos, no importa. Solo son un hatajo de católicos.

—Exacto —replicó June, católica de origen aunque alejada de la Iglesia, antes de continuar camino hacia el coche. Myrtle no le pidió que la llevara, ni June Gavineaux se ofreció a hacerlo.

Myrtle había abandonado el aparcamiento rápidamente, sin levantar la mirada cuando June había pasado junto a ella a toda velocidad en su Saturn blanco.

Lo único que deseaba Myrtle en aquellos momentos era llegar a casa, dormir una siesta abrazada a su deliciosa muñeca y olvidar lo que acababa de hacer.

Pero eso, y estaba descubriéndolo en aquel momento, no iba a resultar tan sencillo como había esperado.

7

¡MOOOOOOOOOOOOUUUUUUUUUOOOOOOOOOC!

Buster apoyó la palma de la mano en el claxon y la mantuvo allí un buen rato. El estridente sonido le taladró los oídos mientras se preguntaba dónde diablos estaría la zorra de su mujer.

Por fin, la puerta entre el garaje y la cocina se abrió y Myrtle asomó la cabeza por la rendija. Tenía los ojos saltones y asustados.

—¡Vaya, por fin! —exclamó Buster, al tiempo que levantaba la mano de la bocina—. Ya creía que te habías muerto en el lavabo.

—¿Danforth? ¿Qué sucede?

—Nada. Las cosas van mejor de lo que han ido este último par de años. Solo necesito un poco de ayuda, eso es todo.

Myrtle no se movió.

—¡Mujer, acerca hasta aquí tu gordo trasero!

Ella no quería ir —su marido le daba miedo—, pero la costumbre era antigua y arraigada y difícil de vencer. Myrtle dio la vuelta hasta la ventanilla del lado de Danforth, deslizándose por el estrecho espacio en forma de cuña tras la portezuela abierta del coche. Avanzó con pasos lentos, arrastrando las zapatillas por el suelo de cemento de un modo que le hizo rechinar los dientes a su marido.

Cuando vio las esposas, Myrtle abrió todavía más los ojos.

—¡Danforth! ¿Qué ha sucedido?

—Nada que no pueda solucionar. Pásame esa sierra, Myrt. La de la pared… ¡No! Pensándolo mejor, de momento no quiero la sierra. Dame el destornillador grande. Y ese martillo.

La mujer se dispuso a apartarse de él tras llevarse las manos al pecho y juntarlas allí en un nudo de angustia. Rápido como una serpiente, antes de que Myrtle pudiera ponerse fuera de su alcance, Buster alargó la mano libre a través de la ventanilla abierta y la agarró por el cabello.

—¡Aaay! —chilló ella, aferrándose inútilmente al puño de su marido—. ¡Danforth, ay! ¡AAAYYY!

Buster la arrastró hacia él con el rostro contorsionado en una mueca horrible. Dos grandes venas le latían en la frente. La mano que le golpeaba el puño no le producía más efecto que el aleteo de un pajarillo.

—¡Coge lo que te digo! —gritó, y tiró de Myrtle hasta golpearle la cara una, dos, tres veces, contra el marco superior de la portezuela del coche—. ¿Eres tonta de nacimiento o te has vuelto idiota con el tiempo? ¡Coge lo que te digo! ¡Cógelo!

—¡Danforth, me haces daño!

—¡Exacto! —replicó él con un nuevo grito, y volvió a golpearle la cabeza contra el marco de la portezuela abierta del Cadillac, esta vez con más fuerza. A Myrtle se le abrió una herida en la frente, de la que empezó a caerle sangre por el lado izquierdo del rostro—. ¿Vas a hacer lo que te digo, mujer?

—¡Sí, sí, sí!

—Bien. —Buster relajó un poco el puño con que le tiraba del pelo—. Entonces dame el destornillador grande y el martillo. Y no intentes nada raro.

Myrtle alargó el brazo derecho hacia la pared.

—No llego.

Buster se inclinó hacia delante, estirándose un poco y permitiendo a Myrtle dar un paso más hacia la pared de la cual colgaban las herramientas. Mientras ella alargaba la mano, Buster mantenía sus dedos firmemente enroscados en sus cabellos. Unas gotas de sangre del tamaño de pequeñas monedas salpicaron las zapatillas de la mujer. Su mano se cerró en torno a una de las herramientas y Danforth le meneó la cabeza a un lado y a otro como un terrier sacudiría a una rata muerta.

—Eso no, idiota —dijo—. Eso es un taladro. ¿Te he pedido un taladro? ¿Eh?

—¡Pero Danforth… AAAYYY! ¡No veo nada…!

—Supongo que te gustaría que te soltara. Así podrías escapar de la casa y avisarles a Ellos, ¿verdad?

—¡No sé de qué estás hablando!

—¡Oh, no! Eres un corderito inocente, ¿verdad? Fue una casualidad que me sacaras de casa el domingo para que ese maldito agente pudiera dejar esos papeles acusadores por toda la casa…, ¿es eso lo que esperas que crea?

Ella le devolvió la mirada entre los mechones de cabello revuelto. La sangre había formado finas perlas sobre sus pestañas.

—Pero… pero Danforth…, fuiste tú quien me propuso salir el domingo. Dijiste que…

Él le dio un enérgico tirón. Myrtle lanzó un grito.

—Limítate a coger lo que te he dicho. Ya hablaremos de eso más tarde.

Myrtle palpó de nuevo la pared con la cabeza gacha y el cabello (menos el mechón que tenía Buster en el puño) colgándole sobre el rostro. Sus dedos vacilantes tocaron el destornillador.

—Eso es —asintió él—. Ahora vamos a por lo otro, ¿qué dices?

La mujer volvió a alargar la mano y por fin sus dedos temblorosos alcanzaron la funda de goma perforada que cubría el mango del martillo.

—Estupendo. Ahora dámelo todo.

Myrtle descolgó el martillo de sus ganchos y Buster tiró de ella. Luego le soltó el cabello, dispuesto para agarrarlo de nuevo si mostraba la menor intención de apartarse. Myrtle no lo hizo. Estaba completamente intimidada. Lo único que quería era que Danforth la dejara volver al dormitorio, donde podría abrazarse a su maravillosa muñeca y dormir un poco. Tenía ganas de dormir eternamente.

Danforth cogió las herramientas de sus manos sin encontrar la menor resistencia. Puso la punta del destornillador contra el tirador de la puerta y luego descargó varios golpes de martillo sobre el extremo del mango. Al cuarto golpe, el tirador saltó. Buster deslizó el aro de las esposas y a continuación dejó caer al suelo de cemento tanto el tirador de la puerta como el destornillador. Lo primero que hizo, una vez libre, fue ir a pulsar el botón que cerraba la puerta del garaje. Luego, mientras esta descendía por las guías con un ruidoso matraqueo, avanzó hacia Myrtle con el martillo en la mano.

—¿Te acostaste con él, Myrtle? —preguntó en un susurro.

—¿Qué? —Ella lo miró con ojos empañados, apáticos.

Su marido había empezado a darse golpes con la cabeza del martillo plana en la palma de la mano. Producía un ruido blando, carnoso: ¡paf!, ¡paf!, ¡paf!

—¿Te acostaste con él, después de que entre los dos llenarais la casa con esos malditos volantes rosas?

Ella siguió mirándolo con expresión confusa, de incomprensión; el propio Buster había olvidado que Myrtle estaba con él en Maurice mientras Ridgewick irrumpía en la casa y llevaba a cabo su acción.

—¿De qué estás hablando, Buster…?

Él se quedó paralizado, con los ojos cada vez más abiertos.

—¿Cómo me has llamado?

La apatía desapareció de la mirada de Myrtle. Empezó a apartarse de su marido, encogiendo los hombros en un gesto de protección. Detrás de ellos, la puerta terminó de cerrarse. El único ruido en el garaje era el de sus pies arrastrándose por el cemento y el leve tintineo de la cadena de las esposas al balancearse.

—Lo siento —susurró la mujer—. Lo siento, Danforth.

A continuación, dio media vuelta y echó a correr hacia la puerta de la cocina.

Buster la alcanzó a tres pasos de la puerta y utilizó de nuevo su cabello para arrastrarla hacia sí.

—¿Qué me has llamado? —gritó, y levantó el martillo.

Myrtle alzó la mirada para seguir su ascenso.

—¡Danforth, no, por favor!

—¿Qué me has llamado? ¿Qué me has llamado?

Repitió la frase una y otra vez. Y cada vez que hacía la pregunta, la subrayaba con aquel sonido blando y carnoso: Paf. Paf. Paf.

8

Ace llegó al patio delantero de la casa Camber a las cinco en punto. Se guardó el mapa del tesoro en el bolsillo posterior y luego abrió el maletero. Sacó el pico y la pala que el señor Gaunt había tenido la previsión de proporcionarle y se encaminó hacia el porche inclinado y cubierto de maleza que corría a lo largo de uno de los costados de la casa. Sacó el mapa del bolsillo y se sentó en los escalones a examinarlo. Los efectos a corto plazo de la coca habían desaparecido, pero el corazón aún le latía enérgicamente en el pecho. Buscar tesoros, según había descubierto, también era un estimulante.

Estudió por unos instantes el patio invadido por las zarzas, el granero semihundido y los matojos de girasoles que lo miraban a ciegas. No era gran cosa, pensó, pero daba igual. Aquel parecía ser el sitio, el lugar donde iba a quitarse de encima para siempre a los hermanos Corson y del cual, además, saldría rico. El tesoro estaba allí. Una parte de él, o quizá todo. Lo presentía. Pero era más que un presentimiento. Podía oírlo cantándole dulcemente. Cantando bajo el suelo. No ya decenas, sino cientos de miles. Tal vez hasta un millón.

—Un millón de dólares —susurró Ace en un jadeo sofocado, y se inclinó sobre el mapa.

Cinco minutos después había emprendido la búsqueda por el lado oeste de la casa Camber. Casi al fondo del sendero junto a la pared, prácticamente oculta entre los matojos de hierba alta, encontró lo que buscaba: una piedra grande y plana. La levantó, la arrojó a un lado y empezó a cavar frenéticamente. Menos de dos minutos después, se oyó un apagado sonido metálico cuando la hoja de la pala golpeó una caja oxidada. Ace se arrodilló, hurgó en la tierra como un perro en busca de un hueso escondido y, un minuto más tarde, desenterró la lata de pintura Sherwin-Williams del fondo del hoyo.

Los consumidores de cocaína más aplicados son también concienzudos roedores de uñas, y Ace no era una excepción. No tenía uñas para poder abrir la tapa. La pintura del borde de esta se había secado formando una especie de goma obstinada. Con un gruñido de rabia y frustración, Ace sacó la navaja, colocó la punta bajo el borde de la tapa e hizo palanca hasta que cedió. La apartó y miró el interior con expectación.

¡Billetes!

¡Fajos y fajos de billetes!

Con un grito, los cogió, los sacó… y vio que su impaciencia lo había traicionado. Solo eran más hojas de cupones de descuento. Esta vez, cupones Red Ball de una serie que solo era recuperable al sur de la línea Mason-Dixon… o que lo había sido en ese lugar solo hasta 1964, año en que la compañía había cerrado.

—¡Cría cuervos…! —exclamó Ace. Arrojó los cupones lejos de sí. Las hojas se despegaron y empezaron a esparcirse bajo la ligera brisa cálida que se había levantado. Algunas se enredaron en las zarzas y se agitaron allí como polvorientos estandartes—. ¡Cerdo! ¡Bastardo! ¡Hijoputa!

Hurgó en la lata, incluso la volvió del revés para ver si había algo pegado al fondo, pero no encontró nada. La arrojó al suelo, la miró un instante, corrió hasta donde se había detenido y la golpeó con el pie como si fuera una pelota de fútbol.

Luego se palpó el bolsillo para sacar de nuevo el mapa. Experimentó un instante de pánico temiendo no tenerlo allí, haberlo perdido de alguna manera, pero comprobó que solo lo había hundido en el fondo del bolsillo, en su impaciencia por ponerse en acción. Lo extrajo y le echó un vistazo. La otra cruz estaba detrás del granero… y de pronto se le ocurrió una idea maravillosa, que iluminó la enojada oscuridad que allí reinaba como una bengala el Cuatro de Julio.

¡La lata que acababa de desenterrar era una pista falsa! Papi debía de haber pensado que alguien podía descubrir casualmente el hecho de que había marcado sus diversos escondites con piedras planas. Por eso allí, en la casa Camber, había puesto en práctica el viejo truco de dejar un cebo falso. Para asegurarse. Un buscador que encontrara un tesoro sin valor no adivinaría nunca que había otro escondrijo en aquella misma finca, pero en un lugar un poco más apartado…

—A menos que tuviera el mapa —susurró Ace—. Como es mi caso.

Agarró el pico y la pala y corrió hacia el granero con los ojos desorbitados, sudoroso, con el cabello ya canoso enmarañado en las sienes.

9

Ace distinguió el viejo remolque Air-Flow y corrió hacia él. Casi había llegado cuando tropezó con algo y cayó al suelo cuan largo era.

Se incorporó en un instante, miró a su alrededor y vio al momento lo que le había hecho tropezar.

Era una pala. Con restos de tierra recién excavada.

Un mal presagio empezó a adueñarse de Ace; una sensación realmente atroz que le empezó en el estómago y luego se le extendió hacia el pecho y hacia los testículos. Abrió los labios muy lentamente, dejando a la vista los dientes en una mueca repulsiva.

Se levantó y descubrió en las inmediaciones la piedra plana que servía de marca, vuelta del revés. Alguien la había movido de su sitio. Alguien había estado allí antes que él…, y no hacía mucho, a juzgar por lo que veía. Alguien se le había adelantado con el tesoro.

—No —susurró. La palabra surgió de su boca encajada como un escupitajo de sangre contaminada o de saliva infectada—. ¡No!

No lejos de la pala y de la losa vuelta del revés, Ace vio un montón de tierra suelta con la que, descuidadamente, se había vuelto a tapar un hoyo. Prescindiendo tanto de sus herramientas como de la pala que el ladrón había dejado tras él, Ace se arrodilló de nuevo y empezó a sacar tierra del hoyo con las manos. Apenas tardó un instante en encontrar la lata de Crisco.

La sacó y abrió la tapa.

Dentro solo encontró un sobre blanco.

Lo sacó y lo abrió. Cayeron de él dos cosas: una hoja de papel doblada y un sobre más pequeño. Ace no prestó atención al segundo sobre, de momento, y desplegó el papel. Era una nota mecanografiada. La boca se le abrió de estupor al leer su propio nombre en el encabezamiento de la hoja.

Querido Ace:

No estoy muy seguro de que llegues a encontrar esto, pero no hay ninguna ley contra la esperanza. Mandarte a la cárcel fue divertido, pero esto ha sido aún mejor. ¡Me gustaría ver qué cara pones cuando termines de leer esto!

Poco después de que te metiese entre rejas, fui a ver a Papi. Nos veíamos bastante a menudo; una vez al mes, en realidad. Teníamos un arreglo: él me pasaba cien al mes y yo le dejaba seguir con sus préstamos ilegales. Todo muy civilizado. Cuando estábamos a medias de esa reunión en concreto, tu tío se excusó diciendo que tenía que ir al baño. «Algo que he comido», me dijo. ¡Ja, ja! Aproveché la oportunidad para echarle un vistazo a su escritorio, que había dejado sin cerrar. Tal descuido no era propio de él, pero creo que tenía miedo a ensuciarse los pantalones si no salía a «escribir una carta» inmediatamente. ¡Ja, ja!

Solo encontré un asunto de interés, pero resultó ser extraordinario. Parecía un mapa. Tenía un montón de aspas o cruces, pero una sola de ellas —la que indicaba este punto— estaba marcada en rojo. Me apresuré a guardar el mapa antes de que Papi volviera, y él nunca supo que lo había estado mirando. Justo después de que muriera, vine aquí y desenterré esta lata de Crisco. Dentro había más de doscientos mil dólares, Ace. Pero no te preocupes. He decidido que nos los repartamos como buenos hermanos y voy a dejarte exactamente lo que te toca y te mereces.

¡Bienvenido de nuevo al pueblo, gilipollas!

Sinceramente tuyo,

ALAN PANGBORN

Comisario del condado de Castle

P.D.: Un buen consejo, Ace: ahora que lo sabes, encaja el golpe y olvídalo todo. Ya conoces el viejo dicho: «Lo que se da no se quita». Si alguna vez intentas reclamarme el dinero de tu tío, te haré un culo nuevo y te meteré la cabeza por él.

Puedes estar seguro de que lo haré.

A. P.

Ace dejó que la hoja de papel se deslizara de entre sus dedos entumecidos y abrió el segundo sobre.

De él cayó un solitario billete de un dólar.

«He decidido que nos los repartamos como buenos hermanos y voy a dejarte exactamente lo que te toca y te mereces.»

—¡Maldito piojoso! —masculló Ace, y recogió el billete con dedos temblorosos.

«¡Bienvenido de nuevo al pueblo, gilipollas!»

—¡HIJO DE LA GRAN PUTA! —gritó Ace, tan fuerte que notó que algo se tensaba y casi se rompía en su garganta. Le llegó el débil eco de su voz: «… puta… puta… puta…». Se dispuso a romper en pedazos el billete y luego se obligó a relajar los dedos.

No, no. De eso, nada.

Iba a guardarlo. Aquel mamón había codiciado el dinero de Papi, ¿verdad? Había robado lo que legalmente pertenecía al último pariente vivo de Papi, ¿verdad? Muy bien, estupendo. De acuerdo. Perfecto. Pero tenía que quedárselo todo. Ace se proponía que al comisario no le faltara un solo dólar. Por eso, una vez le hubiera cortado los testículos con su navaja, tenía intención de meterle aquel último billete en el agujero ensangrentado donde los había tenido.

—¿Quieres el dinero, mamón? —preguntó Ace con una voz grave y meditabunda—. Está bien. Está muy bien. No hay problema. No hay ningún… maldito… problema.

Se puso en pie y empezó a desandar sus pasos hacia el coche con una versión rígida y tambaleante de su habitual pavoneo chulesco.

Cuando llegó al vehículo, iba casi corriendo.