1
Aproximadamente al mismo tiempo que Alan cruzaba el pueblo para detener a Hugh Priest, Henry Beaufort estaba en el camino particular de su casa, contemplando su Thunderbird. En una mano tenía la nota que había encontrado bajo el limpiaparabrisas. El daño que aquel maldito bastardo había causado en las ruedas era grave, pero los neumáticos podían cambiarse. Lo que realmente le tocaba los huevos a Henry era el arañazo que había dejado a lo largo de todo el costado derecho del coche.
Contempló de nuevo la nota y la releyó en voz alta:
—«Esto, por haberme echado del bar y haberte quedado las llaves de mi coche, maldita rana gabacha.»
¿A quien había echado del bar últimamente? ¡Oh, a toda clase de gente! En realidad, rara era la noche en que no tenía que echar a alguien. Pero ¿echar a un tipo y guardar las llaves del coche bajo el mostrador del bar? Solo podía recordar uno de tales casos, recientemente. Solo uno.
—Hijo de puta —masculló el propietario y encargado de El Tigre Achispado con voz grave y meditabunda—. Maldito imbécil mamón hijo de puta.
Se le ocurrió la idea de volver a la casa y coger el rifle de cazar ciervos, pero cambió de parecer. El bar quedaba muy cerca y allí guardaba una caja bastante especial bajo el mostrador. En ella había una carabina Winchester de doble cañón recortado. El arma llevaba allí desde que aquel idiota de Ace Merrill había intentado robarle unos años atrás. Era un arma absolutamente ilegal y Henry no la había utilizado nunca.
Se le ocurrió que había llegado el día de emplearla.
Tocó la fea raya que Hugh le había hecho en el costado del Thunderbird, arrugó la nota y la arrojó al suelo. Billy Tupper debía de estar ya en El Tigre, pasando la escoba y cargando los frigoríficos. Cogería la recortada y tomaría prestado el Pontiac de Billy. Al parecer, tenía que llevar a cabo una pequeña caza del hijoputa.
De un puntapié, mandó la nota hasta el césped.
—Has vuelto a tomar esas estúpidas pastillas, Hugh, pero en adelante no volverás a tomar ninguna. Te lo garantizo. —Tocó la raya por última vez. En toda su vida no había estado tan furioso—. ¡Te lo garantizo, cabrón!
A continuación, Henry salió a la acera y echó andar calle arriba hacia El Tigre Achispado, a paso vivo.
2
Mientras se dedicaba a destrozar el dormitorio de George T. Nelson, Frank Jewett descubrió media onza de coca bajo el colchón de la cama doble. La echó por el retrete y, mientras la veía perderse por el sumidero, notó un súbito retortijón de estómago. Empezó a desabrocharse el cinturón, pero antes volvió al dormitorio destrozado. Frank supuso que se había vuelto completamente loco, pero ya no le importaba gran cosa. Los locos no tienen que preocuparse del futuro. Para los locos, el futuro cuenta muy poco en un orden de prioridades.
Uno de los escasos objetos intactos del dormitorio de George T. Nelson era un cuadro colgado en la pared, que mostraba el retrato de una anciana. El marco de oro le sugirió a Frank que la anciana del cuadro debía de ser la santa madre de George T. Nelson. Sufrió un nuevo retortijón. Descolgó el cuadro y lo colocó en el suelo, se desabrochó los pantalones, se puso en cuclillas sobre el retrato e hizo lo habitual en esos casos.
Fue el mejor momento de lo que, hasta entonces, había sido un día malísimo.
3
Lenny Partridge, el vecino más anciano de Castle Rock y poseedor del Baston del Post de Boston que una vez había ostentado la tía Evvie Chalmers, conducía también uno de los coches más viejos del pueblo. Era un Chevrolet Bel-Air de 1966 que una vez había sido blanco. Ahora era de un color indefinido, sucio y genérico, que podría catalogarse de «gris camino de tierra». Tampoco estaba en muy buena forma. El cristal del parabrisas de atrás había sido reemplazado hacía algunos años por una cortina batiente de plástico resistente a las condiciones atmosféricas; la chapa de la parte delantera estaba tan oxidada que Lenny, al conducir, veía la calzada a través de una compleja filigrana de óxido, y el tubo de escape colgaba de los bajos del coche como el brazo putrefacto de alguien que hubiera muerto en un clima seco. Además, los obturadores del aceite habían desaparecido. Cuando Lenny conducía el Bel-Air, dejaba tras él grandes nubes de fragante humo azul, y los campos junto a los que pasaba en su recorrido cotidiano hasta el pueblo tenían el mismo aspecto que si un aviador homicida acabara de rociarlos con herbicida. El Chevrolet tragaba tres (a veces, cuatro) litros de aceite al día. Este tremendo consumo no preocupaba en absoluto a Lenny, quien compraba aceite de motor reciclado Diamond en bidones económicos de veinte litros y siempre se aseguraba de que Sonny Rockett le hiciera el diez por ciento de descuento, privilegio de su tarjeta de Comprador de la Tercera Edad. Como Lenny no había conducido el Bel-Air a una velocidad superior a los sesenta por hora en los últimos diez años, era probable que el vehículo aguantara entero más tiempo que el propio Lenny.
Mientras Henry Beaufort tomaba la carretera hacia El Tigre Achispado, al otro lado del puente metálico, a casi siete kilómetros, Lenny llegaba con su oxidado Bel-Air a la cima del promontorio de Castle Hill.
De pronto, vio a un hombre plantado en medio de la carretera con los brazos levantados en un gesto imperioso. El hombre iba descalzo y con el torso desnudo. Solo llevaba encima unos pantalones caqui con la bragueta abierta y, en torno al cuello, una tira de piel de animal, con el pelaje roído por la polilla.
Lenny notó que el corazón le daba un gran brinco asmático en su pecho flaco y apoyó ambos pies, enfundados en un par de zapatos en estado de lenta desintegración, en el pedal del freno. Este se hundió casi hasta el suelo con un gemido sobrenatural y el Bel-Air se detuvo finalmente a menos de un metro del hombre, a quien Lenny reconoció entonces como Hugh Priest.
Este ni siquiera había parpadeado. Cuando el coche se detuvo, rodeó rápidamente el vehículo hasta llegar junto a Lenny, que se había llevado las manos a la camiseta interior de fibra térmica e intentaba recuperar el aliento mientras se preguntaba si aquella sería su crisis cardíaca definitiva.
—¡Hugh! —exclamó en un jadeo—. Pero ¿qué diablos hacías ahí? ¡Por poco te atropello! Yo…
Hugh abrió la portezuela del conductor e introdujo la cabeza y los hombros. La estola de piel que llevaba en torno al cuello se deslizó hasta colgar delante de su pecho, y Lenny se apartó, rehuyendo el contacto con ella. Parecía una cola de zorro medio podrida a la que faltaban grandes mechones de pelo. Olía mal.
Hugh lo asió por los tirantes del pantalón de trabajo y lo sacó del coche a rastras. Lenny emitió un graznido de terror y de indignación.
—Lo siento, viejo —dijo Hugh con la voz ausente de quien tiene la cabeza ocupada en problemas mucho mayores que aquel—. Necesito tu coche. El mío está un poco estropeado.
—No puedes…
Pero Hugh, decididamente, podía. Arrojó a Lenny al otro lado de la calzada como si el anciano no fuera más que un saco de harapos. Cuando Lenny cayó, se escuchó un nítido chasquido y sus graznidos se convirtieron en gritos lastimeros y ululantes de dolor. Se había roto una clavícula y dos costillas.
Sin prestarle la menor atención, Hugh se puso al volante del Chevrolet, cerró la puerta y apretó a fondo el acelerador. El motor emitió un chillido de sorpresa y una nube azul de humo de aceite surgió del estropeado tubo de escape. Ya corría colina abajo a ochenta por hora antes de que Lenny Partridge consiguiera, con gran esfuerzo, darse media vuelta para quedar tendido de espaldas.
4
Andy Clutterburg entró en Castle Hill Road a las cuatro menos veinticinco de la tarde aproximadamente. Se cruzó con el viejo tragaaceite de Lenny Partridge y no le prestó la menor atención; la mente de Clut estaba completamente ocupada en Hugh Priest, y el oxidado Bel-Air no era sino una pieza más del escenario.
El agente no tenía la menor idea de cómo o por qué Hugh podía estar relacionado con las muertes de Wilma y de Nettie, pero eso era lo de menos; él era un mandado y no había más que hablar. Los cómos y los porqués eran trabajo de otros, y aquel era uno de esos días en que se alegraba muchísimo de que así fuera. Una cosa sí sabía: Hugh era un bebedor de malas pulgas a quien los años no habían apaciguado. Un tipo como aquel era capaz de cualquier cosa, sobre todo cuando bebía en exceso.
Probablemente estaría en el trabajo, pensó Clut; pero aun así, cuando se acercó a la casa desvencijada que Hugh tenía por hogar, el agente no olvidó desabrochar la cartuchera de su revólver reglamentario. Un momento después, en el camino particular de la casa, percibió el reflejo del sol en el cristal y en los cromados y sus nervios se tensaron hasta que casi le zumbaron como los cables del teléfono en plena ventolera. El coche de Hugh estaba allí, y cuando un hombre tenía su coche en casa, él también estaba, por lo general. Era lo normal en el campo.
Cuando Hugh había salido de su casa a pie, había tomado a la derecha, alejándose del pueblo en dirección a la cima del altozano de Castle Hill. Si Clut hubiera mirado en aquella dirección, habría visto a Lenny Partridge tendido en la mullida cuneta de la carretera y agitándose como un pollo en pleno baño de arena, pero el agente no miró hacia allí. Toda su atención se concentraba en la casa de Hugh. Los gritos débiles de Lenny, como la voz de un pajarillo, le entraban a Clut por un oído, cruzaban directamente su cerebro sin despertar la menor alarma, y salían por el otro.
Clut sacó el arma antes incluso de bajar del coche patrulla.
5
William Tupper solo tenía diecinueve años y nunca obtendría una beca en Rhodes, pero era lo bastante listo para sentirse aterrado ante la conducta de Henry cuando este se presentó en el local a las cuatro menos veinte de aquel día, que iba a ser el último de su existencia en Castle Rock. También era lo bastante inteligente para saber que intentar negar a Henry las llaves del Pontiac no serviría de mucho; en el estado en que se encontraba, Henry (quien en circunstancias normales era el mejor jefe que Billy había tenido nunca) era capaz de arrebatárselas por las malas.
Así pues, por primera y tal vez única vez en su vida, Billy intentó una estratagema.
—Henry —apuntó con timidez—, tiene usted cara de necesitar una copa. Y a mí, desde luego, no me vendría mal. ¿Por qué no me deja servir un par de tragos y los tomamos antes de que se marche?
Henry había desaparecido detrás de la barra. Billy oyó que el chico revolvía algo allí, mascullando maldiciones por lo bajo. Finalmente, vio que se incorporaba y sacaba una caja rectangular de madera con un pequeño candado. Henry dejó la caja sobre el mostrador y empezó a buscar en el llavero que llevaba al cinto.
Mientras lo hacía, reflexionó sobre lo que acababa de decir Billy y empezó a mover la cabeza en un gesto de negativa, pero luego cambió de opinión. En realidad, un trago no era tan mala idea; le tranquilizaría los nervios y las manos. Encontró la llave que buscaba, abrió el candado de la caja y lo dejó a un lado sobre la barra.
—Está bien —concedió—. Pero ya que vamos a hacerlo, que sea a lo grande. Chivas. Sencillo para ti, doble para mí. —Apuntó con el índice a Billy y este se encogió; de pronto estaba seguro de que Henry añadiría: «Pero tú vienes conmigo»—. Y no le cuentes a tu madre que te he dejado tomar bebidas fuertes aquí, ¿entendido?
—Sí, señor —respondió Billy aliviado, y fue rápidamente a por la botella antes de que Henry cambiara de idea—. Le entiendo perfectamente.
6
Deke Bradford, el hombre que dirigía el departamento mayor y más costoso de Castle Rock, obras públicas, estaba absolutamente disgustado.
—No, no está aquí —le dijo a Alan—. No ha venido en todo el día. Pero si lo encuentra usted antes que yo, hágame el favor de decirle que está despedido.
—¿Cómo es que lo ha soportado tanto tiempo con usted, Deke?
Los dos hombres conversaban bajo el cálido sol de la tarde a la puerta del garaje municipal número 1. A la izquierda de este, un camión de Construcciones y Suministros Case tenía la parte trasera adosada a un cobertizo. Tres hombres descargaban allí unas cajas de madera pequeñas pero pesadas. Cada una de ellas llevaba estampado el rombo rojo indicativo de explosivos de gran potencia. Alan captó el siseo del aire acondicionado procedente del interior del cobertizo. Le pareció bastante extraño escuchar un acondicionador de aire en funcionamiento a aquellas alturas del año, pero en Castle rock aquella había sido una semana llena de circunstancias extrañas.
—Lo he soportado más tiempo del que debía —reconoció Deke, y se pasó las manos por el cabello, corto y ya bastante canoso—. Lo he hecho porque pensaba que había un buen hombre oculto en algún lugar dentro de él. —Deke era uno de esos personajes bajos y rechonchos, bocas de incendios con piernas, que siempre parecen dispuestos a pegarle bronca a todo el mundo. Sin embargo, era uno de los hombres más amables y bonachones que Alan había conocido en su vida—. Cuando no estaba borracho o con resaca, no había nadie en el pueblo que trabajara más duro que Hugh. Y había algo en su cara que me hacía pensar que tal vez no fuese uno de esos que tienen que continuar bebiendo hasta que el diablo los tumba. Creí que con un trabajo estable se corregiría y encauzaría su vida. Pero esta última semana…
—¿Qué ha sucedido esta última semana?
—Pues que se le han empezado a cruzar los cables otra vez. Parecía estar todo el rato colocado, y no me refiero necesariamente al alcohol. Los ojos parecían hundidos en el fondo de su cabeza, y cuando hablabas con él, siempre miraba por encima de tu hombro, sin mirarte directamente en ningún momento. Además, empezaba a hablar solo.
—¿Acerca de qué?
—No lo sé. Y dudo que los demás muchachos lo sepan. No me gusta despedir a nadie, pero ya había decidido hacerlo con Hugh antes de que apareciera usted aquí hace un rato. No quiero saber nada más de él.
—Disculpe, Deke.
Alan volvió al coche, llamó a Sheila y le comunicó que Hugh no había ido a trabajar en todo el día.
—Sheila, intente ponerse en contacto con Clut y dígale que se ande con mucho cuidado. Y envíe allí a John para que lo apoye. —Alan vaciló antes de proseguir, consciente de que la advertencia que se disponía a realizar había provocado más de un tiroteo innecesario. Luego decidió continuar. Tenía que hacerlo; se lo debía a sus agentes en acción—. Clut y John tienen que considerar a Hugh armado y peligroso, ¿entendido?
—Armado y peligroso. Cambio.
—Muy bien. Unidad uno, cambio y corto.
Colgó el micrófono y regresó junto a Deke.
—¿Le parece que habrá dejado el pueblo, Deke?
—¿Él? —Deke volvió la cabeza a un lado y escupió jugo de tabaco—. Los tipos como Hugh no se van nunca de un sitio hasta haber cobrado su última paga. La mayoría no se va nunca. Cuando se trata de recordar los caminos que llevan lejos del pueblo, los tipos como Hugh parecen padecer una extraña afección amnésica.
Algo captó la atención de Deke y lo impulsó a volverse hacia los hombres que descargaban las cajas de madera.
—¡Tened más cuidado con lo que hacéis, muchachos! ¡Se supone que las estáis descargando, no jugando con ellas!
—Tiene usted ahí una buena cantidad de explosivos —comentó Alan.
—Ajá. Veinte cajas. Vamos a volar un afloramiento de granito en la cantera próxima a la carretera Cinco. A mi modo de ver, nos quedarán suficientes para que uno pueda enviar a Hugh hasta el mismo Marte, ¿sabe?
—¿Cómo es que ha pedido tanto?
—No fue idea mía; Dios sabrá por qué Buster aumentó la cantidad que le había solicitado. Una cosa sí puedo decirle, sin embargo: se va a cagar en los pantalones cuando vea la factura de electricidad de este mes…, a menos que llegue pronto un frente frío. Ese acondicionador de aire devora energía cosa mala, pero es preciso mantener frío ese material para que no sude. Todo el mundo asegura que estos nuevos explosivos no precisan guardarse al frío, pero yo opino que más vale prevenir que curar.
—De modo que Buster incrementó el pedido —musitó Alan.
—Sí. En cuatro o seis cajas, no lo recuerdo con exactitud. Uno nunca deja de llevarse sorpresas, ¿verdad?
—Supongo que no. Deke, ¿me permite usar el teléfono?
—Adelante.
Alan permaneció sentado tras la mesa de Deke durante un minuto entero, mientras el sudor formaba dos manchas oscuras en los sobacos de su camisa de uniforme y el zumbido del teléfono sonaba una y otra vez sin que nadie lo descolgara en casa de Polly. Finalmente, volvió a dejar el auricular en la horquilla. Abandonó el despacho con paso lento y la cabeza gacha. Deke estaba cerrando con candado la puerta del cobertizo de la dinamita y, cuando se volvió hacia Alan, tenía la cara larga y triste.
—En algún lugar del interior de Hugh Priest existía una buena persona, Alan. Se lo juro. Muchas veces esa buena persona acaba por surgir. He visto cómo sucedía en otras ocasiones. Más a menudo de lo que se suele creer. Con Hugh, en cambio… —Se encogió de hombros—. Con él no hubo manera.
Alan asintió.
—¿Se encuentra bien, comisario? Ha puesto usted una cara un poco rara.
—Sí, me encuentro bien —respondió Alan con una pequeña sonrisa. Pero era verdad. Estaba un poco raro. Y Polly también. Y Brian Rusk. Parecía que todo el mundo estaba un poco raro aquel día.
—¿Quiere un vaso de agua, o un té frío? Tengo un poco por aquí.
—Gracias, pero será mejor que me vaya.
—De acuerdo. Hágame saber qué sucede.
Aquello era algo que Alan no podía prometer que haría, pero tuvo la nauseabunda sensación, en la boca del estómago, de que su interlocutor podría leer todos los detalles del asunto con sus propios ojos en un par de días. O verlos por televisión.
7
El viejo Chevrolet Bel-Air de Lenny Partridge se detuvo en uno de los espacios de aparcamiento en semibatería delante de Cosas Necesarias poco antes de las cuatro, y el hombre que conducía se apeó de él. Hugh aún llevaba la bragueta abierta y la cola de zorro alrededor del cuello. Cuando cruzó la acera, sus pies desnudos resonaron sobre el asfalto caliente. Al abrir la puerta de la tienda, se oyó el tintineo de la campanilla.
La única persona que lo vio fue Charles Fortin, que se encontraba a la puerta de la Western Auto fumando uno de sus apestosos cigarrillos liados a mano.
—Al viejo Hugh se le han quemado los fusibles por fin —comentó sin dirigirse a nadie en concreto.
Dentro, el señor Gaunt recibió a Hugh con una sonrisilla agradable y expectante, como si los hombres descalzos y de torso desnudo con colas de zorro roídas por la polilla alrededor del cuello aparecieran en la tienda todos los días. Efectuó una pequeña anotación en la hoja de papel que tenía junto a la caja registradora. Era la última marca.
—Tengo problemas —dijo Hugh mientras avanzaba hacia el señor Gaunt. Sus ojos iban de un lado a otro de sus cuencas como la bola de una máquina de billar mecánico—. Esta vez estoy en un verdadero lío.
—Ya lo sé —respondió el señor Gaunt con su voz más sedante.
—Me ha parecido que este era el mejor lugar adonde ir. No sé…, sueño continuamente con usted. Yo… yo no sé adónde más acudir.
—Aquí es a donde debías acudir, Hugh —le aseguró el señor Gaunt.
—Me ha destrozado los neumáticos —dijo Hugh—. Beaufort, ese cerdo de encargado de El Tigre Achispado. Me dejó una nota: «Ya sabes qué vendré a buscar la próxima vez, Hubert», decía. Sé muy bien qué significa eso. Puede estar seguro de que lo sé. —Con los dedos largos de una de sus mugrientas manos, Hugh acarició la roñosa tira de piel y una expresión de adoración llenó su rostro. Habría parecido imbécil de no haber sido tan claramente auténtica—. Mi hermosa, mi maravillosa cola de zorro.
—Quizá deberías encargarte de él —le sugirió el señor Gaunt con aire pensativo—, antes de que él se te adelante. Ya sé que eso suena…, en fin…, excesivo…, pero bien mirado…
—¡Sí! ¡Sí! ¡Eso es lo que quiero hacer!
—Entonces creo que tengo justo lo que necesitas —respondió el señor Gaunt. Se agachó, y cuando volvió a incorporarse, tenía en la zurda una pistola automática que deslizó sobre la superficie de cristal del mostrador—. Está cargada.
Hugh la cogió. Su estado de confusión pareció desvanecerse como el humo cuando el sólido peso del arma le llenó la mano. Captó el olor a grasa, profundo y fragante.
—Es que… me he dejado la cartera en casa —murmuró.
—¡Oh!, ahora no tienes que preocuparte de eso —replicó Gaunt—. En Cosas Necesarias, Hugh, aseguramos los objetos que vendemos. —De pronto, su expresión se endureció. Echó los labios hacia atrás dejando la dentadura al descubierto y sus ojos centellearon—. ¡Ve a por él! —exclamó con voz grave, ronca—. ¡Ve a por el cerdo que quiere destruir lo que es tuyo! ¡Ve a por él, Hugh! ¡Protégete! ¡Protege tu propiedad!
De pronto, Hugh sonrió.
—¡Gracias, señor Gaunt! Muchísimas gracias.
—De nada —contestó este, volviendo inmediatamente a su tono de voz normal, pero la campanilla de la puerta anunció que Hugh ya estaba fuera, guardándose la automática en la cintura floja de los pantalones mientras caminaba.
El señor Gaunt se acercó al escaparate y observó a Hugh mientras este se ponía al volante del fatigado Chevrolet y se reincorporaba al tráfico. Un camión de la Budweiser que bajaba a marcha lenta por Main Street hizo sonar la bocina y Hugh hizo una maniobra para esquivarlo.
—Ve a por él, Hugh —repitió Gaunt con voz ronca. Unas pequeñas columnas de humo empezaron a surgir de sus oídos y de sus cabellos; otras columnas más gruesas emergían de las fosas nasales y de entre las blancas lápidas rectangulares de sus dientes—. ¡Ve a por todos los que puedas! ¡Empieza la fiesta, muchacho!
El señor Gaunt echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.
8
John LaPointe apresuró el paso hacia la puerta secundaria de la comisaría, la que daba al aparcamiento del edificio municipal. Estaba excitado. «Armado y peligroso.» No era habitual colaborar en el arresto de un sospechoso armado y peligroso. O no lo era en un pueblecito soñoliento como Castle Rock. El agente se había olvidado por completo (al menos de momento) del billetero desaparecido, y Sally Ratcliffe quedaba aún más lejos de su mente.
Alargó la mano para coger el tirador de la puerta en el preciso instante en que alguien la abría desde el otro lado. De repente, John se encontró ante él con los cien kilos de un colérico instructor de educación física.
—Precisamente te andaba buscando —dijo Lester Pratt con su nuevo tono de voz sedoso. En la mano sostenía un billetero negro de cuero—. ¿No has perdido nada, asqueroso traidor, jugador, descreído hijo de puta?
John no tenía la más remota idea de qué hacía allí Lester Pratt, ni de cómo habría encontrado la cartera que había perdido. Lo único que sabía era que le habían encargado apoyar a Clut y que tenía que acudir de inmediato a donde estaba este.
—Sea lo que sea, ya hablaremos más tarde, Lester —dijo, alargando la mano para recuperar la cartera. Cuando Lester la apartó, lejos de su alcance primero, y la lanzó luego hacia delante, dándole con ella en medio de la cara, John LaPointe se quedó más desconcertado que enfadado.
—No tengo ganas de hablar —replicó Lester, sin abandonar aquella nueva voz sedosa—. No estoy dispuesto a perder el tiempo.
Dejó caer el billetero, agarró a John por los hombros, lo levantó del suelo y lo arrojó de nuevo al interior de la comisaría. El agente LaPointe voló un par de metros por los aires y aterrizó sobre la mesa de Norris Ridgewick. Sus posaderas se deslizaron sobre ella, abriendo un surco entre el montón de papeleo pendiente de su compañero y echando al suelo las bandejas de ENTRADAS y SALIDAS. Tras ellas cayó John, que aterrizó sobre la espalda con un doloroso golpe sordo.
Sheila Brigham contemplaba la escena boquiabierta, a través de la ventanilla de la centralita.
John empezó a levantarse. Estaba sorprendido y desconcertado y no acertaba a imaginar de qué iba aquel asunto.
Solo vio que Lester avanzaba hacia él con gesto de pelea. Tenía los puños levantados en una anticuada pose a lo John L. Sullivan que debería haber resultado cómica pero que no lo era.
—Voy a darte una lección —anunció Lester con su nuevo tono de voz sedoso—. Voy a enseñarte qué les sucede a los católicos que se llevan a las chicas de los baptistas. Voy a enseñártelo, y cuando termine la lección, la habrás aprendido tan bien que nunca más la olvidarás —añadió, y se acercó a la distancia precisa para iniciar las clases.
9
Billy Tupper tal vez no fuera un intelectual, pero en cambio era un oyente comprensivo y precisamente eso era la mejor medicina para la furia que experimentaba Henry Beaufort aquella tarde. Henry apuró su trago y le contó a Billy lo sucedido… y, mientras hablaba, notó que iba tranquilizándose. Se le ocurrió pensar que, si hubiera cogido el arma y hubiera seguido su camino sin detenerse, lo más probable habría sido que terminase el día no detrás de la barra del bar, sino tras los barrotes de la celda de la comisaría. Apreciaba muchísimo su Thunderbird, pero empezaba a darse cuenta de que su afecto no bastaba para ir a la cárcel por él. Podía cambiar los neumáticos y el chapista haría desaparecer finalmente la raya de la carrocería. En cuanto a Hugh Priest, la ley se encargaría de él.
Cuando hubo terminado el whisky, se levantó.
—¿Aún sigue pensando en ir tras él, señor Beaufort? —preguntó Billy con voz temerosa.
—No. No voy a perder el tiempo con eso —respondió Henry, y Billy exhaló un suspiro de alivio—. Dejaré que sea Alan Pangborn quien se encargue del tipo. Para eso pago los impuestos, ¿no te parece, Billy?
—Supongo que sí. —Billy echó un vistazo por la ventana y se animó un poco. Un coche desvencijado, que en otro tiempo había sido blanco pero que ahora mostraba un color indefinido, un color que podía catalogarse de «gris camino de tierra», subía por la cuesta hacia El Tigre Achispado extendiendo tras él una espesa niebla azul por el tubo de escape—. ¡Mire! ¡Es el viejo Lenny! ¡Hacía siglos que no lo veía!
—De todos modos, el local no abre hasta las cinco —respondió Henry, al tiempo que pasaba detrás de la barra para usar el teléfono. La caja que contenía la escopeta de cañones recortados seguía aún sobre la barra. Henry la miró y reflexionó: Creo que estaba dispuesto a usarla. Estaba realmente decidido a hacerlo. ¿Qué diablos se dispara en la gente, alguna especie de veneno?
Billy se encaminó hacia la puerta al tiempo que la vieja cafetera de Lenny se detenía en el aparcamiento.
10
—Lester… —empezó a decir John LaPointe, pero en aquel mismo instante un puño casi tan grande como un jamón cocido Daisy pero mucho más duro se estrelló contra el centro de su rostro. Oyó un atroz crujido, seguido de un terrible estallido de dolor, al quebrársele el hueso de la nariz. Se le cerraron los ojos y, tras los párpados, la vista se le llenó de estrellitas de brillantes colores. Tambaleándose, el agente cruzó la estancia a ciegas, agitando los brazos y librando una batalla perdida de antemano por sostenerse en pie. La sangre le manaba a raudales de la nariz y le cubría la boca. Fue a dar contra el tablero de anuncios y este cayó de la pared. Lester empezó a avanzar hacia él otra vez, con el ceño fruncido en una expresión de patente concentración bajo su llamativo corte de pelo. En la centralita de la oficina, Sheila conectó la radio y empezó a llamar a gritos a Alan.
11
Frank Jewett se disponía a abandonar la casa de su «buen amigo», George T. Nelson, cuando de pronto lo asaltó un pensamiento de alarma. Cuando George T. Nelson llegara a la casa, reflexionó Frank, y encontrara su dormitorio patas arriba, la cocaína arrojada por el retrete y el retrato de su madre por el suelo, con el regalito encima, era probable que saliera en busca de su viejo compañero de juerga. Así pues, Frank decidió que sería estúpido marcharse sin terminar lo que había empezado…, y sin terminar lo que había empezado significaba volarle los cojones a aquel cerdo chantajista que así fuera. En la planta baja de la casa había un armero, y la idea de realizar el trabajo con una de las armas del propio George T. Nelson le pareció a Frank de justicia poética. Si no conseguía abrir la cerradura del armero, o forzar la puerta, recurriría a uno de los cuchillos de cortar carne de aquel viejo compañero de juerga para acabar con él. Se ocultaría tras la puerta principal, y cuando George T. Nelson entrara, Frank le volaría los cojones de un disparo o lo agarraría por el pelo y le rebanaría el cuello con el cuchillo. Probablemente dispararle sería la más segura de las dos alternativas, pero cuanto más pensaba Frank en la sangre caliente manando a borbotones del cuello degollado de George T. Nelson y bañándole las manos, más adecuada le parecía esa opción. Et tu, Georgie. Et tu, jodido chantajista.
Las reflexiones de Frank se vieron perturbadas en aquel punto por la voz del periquito de George T. Nelson, Tammy Faye, que había escogido el peor momento posible de su breve vida aviar para ponerse a cantar. Cuando Frank reconoció lo que captaban sus oídos, una sonrisa extraña y terriblemente desagradable empezó a formarse en su rostro. ¿Cómo había podido pasar por alto al maldito pájaro hasta aquel momento?, se preguntó mientras se encaminaba a la cocina.
Tras una breve búsqueda, encontró el cajón de los cuchillos y se pasó el cuarto de hora siguiente introduciendo la punta de uno de ellos entre los finos barrotes de la jaula de Tammy Faye y obligando al ave, aterrorizada, a batir las alas con un revuelo de plumas. Así continuó Frank, martirizando al periquito, hasta que se aburrió de jugar y lo ensartó en la punta del cuchillo, como en un espetón. Después bajó a ver qué podía hacer con el armero. El cerrojo resultó bastante fácil de forzar, y cuando subió de nuevo los escalones hasta el piso superior, Frank empezó a entonar una canción extempórea pero muy alegre:
¡Oh… Deja de resistirte, deja de llorar,
deja de hacer pucheros y no armes más jaleo,
porque Papa Noel ya se acerca en su trineo!
¡Él te observa cuando duermes
y está pendiente de ti toda la jornada!
¡Siempre sabe si has sido malo o bueno,
así que pórtate bien o no te dejará nada!
Frank, que nunca había dejado de ver el programa de Lawrence Welk los sábados por la noche en compañía de su adorada madre, entonó el último verso con una voz grave de bajo al estilo de Larry Hooper. Se sentía estupendamente. ¿Cómo era posible que, apenas una hora antes, hubiera pensado que su vida tocaba a su fin? ¡Aquello no era el fin, sino el comienzo! ¡Abajo con lo viejo, en especial con los viejos «amigos» como George T. Nelson, y viva todo lo nuevo!
Se colocó detrás de la puerta, perfectamente pertrechado para lo que se proponía hacer: tenía una carabina Winchester apoyada en la pared, una pistola Llama automática, de nueve milímetros, en la parte de atrás del pantalón y un cuchillo de carnicero Sheffington en la mano. Desde su posición alcanzaba a ver el montoncito de plumas verdes de lo que había sido Tammy Faye. Una sonrisilla asomó en las facciones de Frank, que recordaban las del Mr. Weatherbee de las tiras cómicas, mientras sus ojos, completamente desquiciados en aquel momento, se movían sin cesar de un lado a otro tras las gafas redondas y sin montura que le daban el aire de Mr. Weatherbee.
—«¡Así que pórtate bien o no te dejará nada!» —murmuró para sí en tono admonitorio. Mientras aguardaba allí, repitió varias veces aquel último verso, y algunas más cuando se instaló cómodamente, sentado tras la puerta con las piernas cruzadas, la espalda apoyada en la pared y las armas entre los muslos.
Empezó a sentirse alarmado ante la modorra que le estaba entrando. Parecía cosa de locos estar a punto de caer dormido mientras aguardaba para cortarle el cuello a aquel tipo, pero eso no cambiaba el hecho. Creía haber leído en alguna parte (tal vez en una de sus clases de la Universidad de Maine, en Farmington, una institución poco destacada en la que se había graduado sin el menor honor) que una alteración grave del sistema nervioso producía a veces aquel efecto, y él había sufrido una buena alteración del sistema nervioso, desde luego. Era un milagro que el corazón no le hubiera reventado como un neumático viejo al ver aquellas revistas esparcidas por todo el despacho.
Frank decidió que no convenía correr riesgos. Apartó un poco de la pared el sofá de George, de color harina de avena, se colocó a gatas detrás del mueble y se tendió de espaldas con la carabina junto a la mano izquierda. La diestra, aún cerrada en torno a la empuñadura del cuchillo de carnicero, quedaba apoyada sobre el pecho. Mucho mejor así, se dijo. La gruesa moqueta de la casa de George resultaba mullida y cómoda.
—«Así que pórtate bien o no te dejará nada» —entonó Frank en un susurro. Aún seguía cantando cuando, diez minutos más tarde, cayó dormido finalmente.
12
—¡Unidad uno! —chilló la voz de Sheila por la radio colocada bajo el tablero de instrumentos del coche de Alan, mientras este cruzaba el puente metálico de regreso al pueblo—. ¡Adelante, unidad uno! ¡Responda enseguida!
Alan experimentó una sensación de vértigo, un vacío en el estómago. Seguro que Clut se había metido en un avispero mientras husmeaba en las cercanías de la casa de Hugh Priest, en Castle Hill Road.
¡Por todos los santos!, se reprendió, ¿cómo no le había ordenado a Clut que esperase a John antes de ir a por Hugh?
Lo sabes muy bien, se respondió a sí mismo: porque al dar las órdenes no tenías toda la atención concentrada en el trabajo.
Si a Clut le sucedía algo como consecuencia de su error, tendría que afrontarlo y asumir la parte de culpa que le correspondía. Pero eso vendría más tarde. En aquel momento, su tarea era precisamente realizar su trabajo. ¡Ánimo, pues, Alan!, añadió para sí. Olvídate de Polly y dedícate a tu maldito trabajo.
Descolgó el micrófono de la horquilla y respondió con decisión:
—Unidad uno, al habla.
—¡Un tipo está pegando a John! —gritó Sheila—. ¡Vuelva pronto, Alan! ¡Ese hombre le está dando una paliza!
La información resultaba tan absolutamente contradictoria con lo que Alan había esperado escuchar que, por un instante, se quedó totalmente desconcertado.
—¿Qué? ¿Quién? ¿Ahí?
—¡Deprisa, Alan! ¡Lo está matando!
De pronto todo encajó en la mente de Alan. El tipo era Hugh Priest, sin duda. Por alguna razón, Hugh había acudido a la comisaría, había llegado antes de que John pudiera salir hacia Castle Hill y se había puesto a atizar a quien se le había cruzado por delante. Así pues, era John LaPointe, y no Andy Clutterbuck, quien corría peligro. Alan cogió la luz de emergencia policial, conectó su centelleo y la adhirió al techo del automóvil. Cuando llegó al extremo del puente más próximo al pueblo, tras dirigir una muda disculpa al viejo coche familiar, pisó el acelerador a fondo.
13
Clut empezó a sospechar que Hugh no estaba en casa cuando vio que los cuatro neumáticos del coche no estaban simplemente deshinchados, sino hechos trizas. Estaba a punto de acercarse a la casa de todos modos cuando, finalmente, oyó unos débiles gritos de socorro. Se quedó unos instantes donde estaba, indeciso, y luego volvió sobre sus pasos a toda prisa. Esta vez vio a Lenny tendido en la cuneta de la carretera y echó a correr hacia el viejo, con la cartuchera desabrochada aleteando al costado.
—¡Ayúdeme! —gimió Lenny cuando Clut hincó la rodilla a su lado—. ¡Hugh Priest se ha vuelto loco! ¡Ese maldito chiflado me ha sacado del coche a golpes!
—¿Dónde se ha hecho daño, Lenny? —preguntó Clut.
Tocó el hombro del anciano y este soltó un chillido. Fue una respuesta tan buena como cualquier otra. Clut se incorporó, sin saber muy bien qué hacer a continuación. Se le habían acumulado demasiadas ideas en la cabeza y lo único que sabía con seguridad era que deseaba desesperadamente no meter la pata en aquel asunto.
—No se mueva —indicó por último—. Voy a llamar a asistencia médica.
—No tengo ninguna intención de levantarme y bailar un tango, maldito estúpido —replicó Lenny. Gruñía y gemía de dolor como un galgo viejo con una pata rota.
—Muy bien —asintió Clut. Echó a correr hacia el coche patrulla, se detuvo y volvió junto a Lenny—. Se ha llevado su coche, ¿verdad?
—¡No! —exclamó Lenny con un jadeo, llevándose las manos a las costillas rotas—. Me ha sacado de él a golpes y luego se ha ido volando en una maldita alfombra mágica. ¡Pues claro que se ha llevado el coche! ¿Qué cree, si no, que estoy haciendo aquí, en el suelo? ¿Tomar un poco el sol?
—Muy bien —repitió Clut, y corrió carretera abajo. Varias monedas le saltaron del bolsillo y rodaron por el asfalto como pequeños arcos voltaicos brillantes.
Introdujo la cabeza por la ventanilla del coche tan deprisa que estuvo a punto de golpearse con el marco de la portezuela. Agarró el micrófono. Tenía que ponerse en contacto con Sheila para que mandara ayuda al viejo, pero eso no era lo más importante. Tenía que comunicar a Alan y a la policía del estado que Hugh Priest conducía ahora el viejo Chevrolet Bel-Air de Lenny Partridge. Clut no estaba seguro del año del modelo, pero el desvencijado quemador de aceite de color polvo era inconfundible.
Sin embargo, no consiguió comunicar con Sheila. Lo intentó tres veces y no obtuvo respuesta.
Ninguna en absoluto.
Oyó que Lenny empezaba a quejarse de nuevo y entró en casa de Hugh para llamar por teléfono a los servicios de rescate de Norway.
Un momento oportunísimo para que Sheila tuviera que ir al baño, pensó.
14
Henry Beaufort también estaba tratando de ponerse en contacto con la comisaría desde el teléfono de la barra del bar. Con el auricular pegado a la oreja, escuchó una y otra vez la señal de espera.
—Vamos —murmuró—, que alguien atienda la maldita llamada. ¿Qué está haciendo todo el mundo en la oficina del comisario, jugar a las cartas?
Billy Tupper había salido. Henry le oyó gritar algo y levantó la vista con impaciencia. El grito fue seguido de un súbito estampido. En un primer momento, Henry pensó que había reventado uno de los gastados neumáticos de Lenny…, pero entonces sonaron dos estampidos más.
Billy apareció de nuevo en la puerta del local, caminando muy despacio. Tenía una mano a la altura del cuello y le manaba sangre entre los dedos.
—¡Henry! —gimió con una extraña voz sofocada—. ¡Henry! ¡Hen…!
Llegó hasta la máquina de discos, se detuvo allí un momento tambaleándose y luego todo su cuerpo pareció relajarse de pronto y se desmoronó como un guiñapo.
Una sombra cubrió sus pies, que estaban casi fuera de la puerta, y a continuación apareció su dueño. Llevaba una cola de zorro en torno al cuello y empuñaba una pistola cuyo cañón aún humeaba. Unas gotitas de sudor como pequeñas gemas salpicaban la tupida mata de vello entre sus tetillas. Las bolsas bajo los ojos eran acusadas y pardas. El hombre pasó por encima de Billy Tupper y penetró en la penumbra de El Tigre Achispado.
—Hola, Henry —saludó Hugh Priest.
15
John LaPointe no sabía por qué estaba sucediendo todo aquello, pero sabía que Lester iba a matarlo si seguía…, y Lester no daba la menor muestra no ya de detenerse sino de aflojar siquiera. Intentó escurrirse junto a la pared y ponerse fuera de su alcance, pero Lester lo agarró por la camisa y le obligó a incorporarse de un tirón. Lester seguía respirando sin problemas. Y ni siquiera se le había salido la camisa de la banda elástica de sus pantalones de chándal.
—¡Aquí tienes, Johnny! —exclamó Lester, y descargó un nuevo puñetazo en el labio superior del policía. John LaPointe notó que se le partía la carne contra los dientes—. ¡Para que vuelvas a dejarte crecer ese maldito bigotillo!
A ciegas, John sacó una pierna de debajo de Lester, la encogió y lanzó una patada lo más fuerte que pudo. Lester soltó un alarido de sorpresa y se dobló por la cintura, pero, al tiempo que caía hacia delante, alargó ambas manos, sujetó con ellas la camisa manchada de sangre del agente y arrastró a este encima de él. Después, sin desasirse, ambos rodaron por el suelo golpeándose con los puños y con la cabeza.
Los dos estaban demasiado ocupados para ver a Sheila Brigham salir del cubículo de la centralita y entrar en el despacho de Alan. La mujer descolgó el fusil de la pared, lo amartilló y volvió con él a toda prisa hasta la zona pública de la comisaría, ahora en absoluto desorden. Lester estaba sentado encima de John y se dedicaba a golpearle metódicamente la cabeza contra el suelo.
Sheila sabía utilizar el arma que tenía en las manos; había asistido a prácticas de tiro desde que tenía ocho años. Se echó la culata al hombro y gritó:
—¡Apártate de él, John! ¡Déjame un blanco claro!
Al escuchar su voz, Lester se volvió con un brillo de furia en los ojos. Descubrió los dientes en una mueca como un gorila colérico y no tardó en seguir golpeando la cabeza de John contra el suelo.
16
Cuando Alan se acercaba al edificio municipal, recibió la primera sorpresa incuestionablemente buena de la jornada: el Volkswagen de Norris Ridgewick se acercaba desde la dirección contraria. Norris vestía de paisano, pero a Alan no le importó en absoluto. Aquella tarde necesitaba a su agente. ¡Vaya si lo necesitaba!
Entonces, también aquello se fue al carajo.
Un gran coche rojo, un Cadillac con placa de matrícula KEETON-1, surgió del estrecho callejón que accedía al aparcamiento del edificio. Alan observó, boquiabierto, cómo Buster lanzaba su Cadillac contra el lateral del Escarabajo de Norris. El Cadillac no iba muy deprisa, pero tenía casi cuatro veces el tamaño del coche de Norris. Se oyó un crujido de la plancha al doblarse y el Volkswagen volcó sobre el costado del acompañante con un estampido sordo y un tintineo de cristales rotos.
Alan clavó el freno y salió de su coche.
Buster salía de su Cadillac.
Norris luchaba por arrastrarse a través de la ventanilla del Volkswagen con una expresión de desconcierto en el rostro. Buster echó a andar hacia Norris, al tiempo que cerraba los puños. Una sonrisa helada empezaba a asomar en su cara redonda y gruesa.
Alan observó aquella sonrisa y echó a correr.
17
La primera bala que disparó Hugh hizo trizas una botella de Wild Turkey detrás de la barra. La segunda destrozó el cristal de un documento enmarcado que colgaba en la pared justo encima de la cabeza de Henry y dejó un agujero redondo y negro en la licencia de expedición de licores. La tercera rasgó la mejilla derecha de Henry Beaufort y la convirtió en una nube rosada de sangre y carne volatilizada.
Henry soltó un grito, agarró la caja donde guardaba la escopeta de cañones recortados y se agachó tras el mostrador. Sabía que Hugh le había pegado un tiro, pero no sabía si era grave o no. Solo notaba que el costado derecho de su rostro le ardía de pronto como un horno y que un reguero de sangre caliente, húmeda y pegajosa, le caía por el cuello.
—Hablemos de coches, Henry —masculló Hugh mientras se acercaba a la barra—. Mejor aún, hablemos de mi cola de zorro… ¿Qué te parece?
Henry abrió la caja. El interior estaba forrado de terciopelo rojo. Introdujo sus manos temblorosas e inestables y sacó el Winchester de cañones recortados. Se dispuso a abrirla, pero comprendió que no le daría tiempo. Tendría que esperar que estuviera cargada. Recogió las piernas debajo del cuerpo, disponiéndose a levantarse de un salto y dar a Hugh lo que esperaba, sinceramente, que fuera una gran sorpresa.
18
Sheila se dio cuenta de que John no iba a salir de debajo de aquel loco furioso, que ya había identificado como Lester Platt, o Pratt…, o como diablos se llamara el profesor de gimnasia del instituto. Sheila advirtió que John no podría salir de debajo de él. Lester había dejado de golpear la cabeza de John contra el suelo y, en lugar de ello, tenía sus manazas cerradas en torno al cuello.
La mujer dio la vuelta al arma, cerró las manos en torno al cañón y llevó la culata hacia atrás, por encima del hombro, como un bateador de béisbol. Después impulsó el arma hacia delante en un movimiento enérgico y fluido.
Lester volvió la cabeza en el último momento, justo a tiempo para que la culata de madera de castaño con el canto de acero le acertara entre los ojos.
Se oyó un desagradable chasquido cuando la culata abrió un agujero en el cráneo de Lester y convirtió en gelatina el lóbulo frontal de su cerebro. Sonó como si alguien hubiera pisado con mucha energía una caja llena de palomitas de maíz. Lester Pratt estaba muerto antes de tocar el suelo.
Sheila Brigham lo miró y empezó a gritar.
19
—¿Creías que no sabría quién había sido? —bramó Buster Keeton mientras tiraba de Norris, que estaba confuso pero indemne, hasta extraer el resto de su cuerpo por la ventanilla del lado del conductor del Volkswagen—. ¿Creías que no lo sabría, con tu nombre escrito al pie de cada uno de esos malditos volantes rosa que me dejaste? ¿Eso creías? ¿Eh?
Echó un puño hacia atrás para descargarlo sobre Norris… y Alan Pangborn pasó limpiamente unas esposas en torno a la muñeca levantada.
—¿Qué…? —exclamó Buster, dándose la vuelta pesadamente.
En el interior de la comisaría, alguien se puso a gritar.
Alan se volvió en dirección hacia donde había sonado el grito y utilizó la esposa abierta al otro extremo de la corta cadena para tirar de Buster hacia la portezuela abierta del Cadillac. Mientras lo hacía, Buster le golpeó repetidas veces. Alan encajó varios puñetazos en el hombro sin resentirse y cerró el extremo libre de las esposas en torno al tirador de la portezuela del coche.
Se volvió y encontró a Norris a su lado. Tuvo tiempo de advertir que este tenía un aspecto terrible, y de atribuirlo al hecho de haber sido embestido de pleno por el presidente del Consejo Municipal.
—Vamos —dijo al agente—. Tenemos problemas.
Pero Norris no le hizo caso, al menos de momento. Pasó junto a Alan y lanzó a Buster Keeton un golpe directo a los ojos. Buster dejó escapar un chillido sobresaltado y cayó hacia atrás contra la puerta del coche. Esta aún estaba abierta y se cerró bajo su peso, pillándole el faldón de su camisa blanca empapada en sudor en la cerradura.
—¡Este por el truco de la ratonera, mierda grasienta! —gritó Norris.
—¡Ya te cogeré! —replicó Buster también a gritos—. ¡Tenlo por seguro! ¡Os cogeré a todos!
—De momento, coge esta —gruñó Norris. Y ya se lanzaba de nuevo hacia delante, con los puños a los costados de su hinchado pecho, cuando Alan lo agarró y lo contuvo.
—¡Deja eso! —le gritó a Norris a la cara—. ¡Tenemos problemas ahí dentro! ¡Problemas graves!
El grito hendió de nuevo el aire. Para entonces se empezaba a congregar gente en las aceras de Lower Main Street. Norris se volvió hacia los espectadores y luego de nuevo hacia Alan. El comisario comprobó con alivio que la mirada de su ayudante se había despejado y que Norris volvía a parecer él mismo. Más o menos.
—¿De qué se trata, Alan? ¿Tiene algo que ver con él? —inquirió, señalando con la barbilla hacia el Cadillac. Buster seguía allí de pie, mirándolos con aire hosco y tirando con la mano libre de las esposas sujetas a su otra muñeca. Daba la impresión de no haber oído en absoluto los gritos.
—No —respondió el comisario—. ¿Tienes tu pistola?
Norris movió la cabeza en gesto de negativa.
Alan desabrochó la tirilla de seguridad de la cartuchera, sacó su arma oficial de nueve milímetros y se la tendió a Norris.
—¿Y tú qué? —le preguntó Norris.
—Quiero tener las manos libres. Vámonos de una vez. Hugh Priest está en la comisaría. Y se ha vuelto loco.
20
Hugh Priest se había vuelto loco, en efecto —no cabían muchas dudas al respecto—, pero estaba a unos buenos cinco kilómetros del edificio municipal de Castle Rock.
—Hablemos de… —empezó a decir, y fue en ese instante cuando Henry Beaufort se levantó de un salto detrás del mostrador, como el muñeco de una caja de sorpresas, con la parte derecha de la camisa empapada en sangre y la escopeta de cañones recortados preparada.
Henry y Hugh dispararon simultáneamente. El estampido de la pistola quedó engullido por el rugido difuso y primitivo de la escopeta. Los cañones recortados escupieron una lengua de humo y fuego que levantó a Hugh del suelo y lo arrojó al otro extremo del salón, con los talones desnudos arrastrándose por el suelo y el pecho convertido en un cenagal rojo de carne desintegrada. La pistola voló de su mano. Las puntas de su cola de zorro empezaron a arder.
La bala de Hugh le atravesó a Henry el pulmón derecho y lo lanzó hacia atrás hasta que chocó con el fondo de la barra. Las botellas del aparador cayeron al suelo y se rompieron en pedazos alrededor del hombre. Un gran entumecimiento se extendió a través de su pecho. Dejó caer la escopeta y se tambaleó hacia el teléfono. El aire estaba lleno de un olor extravagante a licor derramado y pelos de zorro chamuscados. Henry intentó tomar aliento, y aunque el pecho se hinchó normalmente, pareció como si no le entrara aire. Y un sonido fino, agudo, le indicó que este se le escapaba por el agujero del pecho.
El teléfono parecía pesar mil kilos, pero finalmente logró llevárselo al oído y pulsar el botón que marcaba automáticamente el número de la comisaría.
Ring… ring… ring…
—¿Qué coño sucede con vosotros? —jadeó entrecortadamente—. ¡Me estoy muriendo! ¡Coged el maldito teléfono!
Pero el teléfono continuó dando la misma señal.
21
Norris alcanzó a Alan en medio del callejón y los dos avanzaron hombro con hombro hasta el pequeño aparcamiento del edificio municipal. Norris sostenía el revólver de servicio de Alan con el dedo índice cerrado en torno al guardamonte y el cañón, corto y grueso, apuntado hacia el caluroso cielo de octubre. En el aparcamiento vieron el Saab de Sheila Brigham junto al coche patrulla número 4, el de John LaPointe, pero nada más. Alan se preguntó por un instante dónde estaba el coche de Hugh, y casi al momento se abrió de improviso la puerta secundaria de la comisaría. Apareció en el quicio alguien que sostenía el fusil del despacho del comisario entre unas manos ensangrentadas. Norris apuntó la pistola de nueve milímetros de cañón corto y deslizó el índice al interior del guardamonte. Alan advirtió dos cosas al instante. La primera fue que Norris se disponía a disparar. La segunda, que la persona que había aparecido gritando con el arma entre las manos no era Hugh Priest, sino Sheila Brigham.
Los reflejos casi milagrosos de Alan Pangborn salvaron la vida a Sheila aquella tarde, pero por muy poco. Alan no se molestó en intentar gritar o tan siquiera en utilizar la mano para desviar el cañón de la pistola. Ninguna de ambas cosas habría dado resultado. En lugar de ello, alargó el codo y luego lo levantó como un bailarín haciendo un escorzo en una danza folclórica. El codo acertó en la mano de Norris que sostenía el arma, desviando el cañón hacia arriba un segundo antes de que el agente abriera fuego. El disparo sonó como el restallido de un látigo en el recinto rodeado de paredes. En el segundo piso del edificio principal, una ventana de la oficina de servicios municipales saltó hecha añicos. A continuación, Sheila dejó caer el fusil que había utilizado para abrirle el cráneo a Lester Pratt y echó a correr hacia la pareja entre gritos y sollozos.
—¡Cielo santo! —exclamó Norris con un hilo de voz, conmocionado. Su rostro estaba blanco como el papel cuando tendió la pistola a Alan, sujetándola por el cañón—. ¡Dios misericordioso, he estado a punto de disparar a Sheila!
—¡Alan! ¡Gracias a Dios!
Sheila se le echó encima casi sin aflojar su carrera y estuvo a punto de derribarlo. El comisario enfundó su revólver y luego la abrazó. La mujer temblaba como un cable eléctrico por el que pasara demasiada corriente. Alan sospechó que también él estaba temblando inconteniblemente, y que había estado a punto de mojarse los pantalones. Sheila estaba histérica, ciega de pánico, y el comisario consideró que aquel estado era casi una bendición: probablemente, ni se había enterado de lo cerca que había estado de recibir un disparo.
—¿Qué sucede ahí dentro, Sheila? —le preguntó—. ¡Cuéntemelo, deprisa!
El disparo de la pistola y el eco consiguiente le habían provocado tal pitido en los oídos que casi habría jurado que escuchaba el timbre de un teléfono en alguna parte.
22
Henry Beaufort se sentía como un muñeco de nieve fundiéndose al sol. Las piernas no le sostenían y se dejó caer lentamente hasta quedar de rodillas, con el teléfono pegado aún al oído y escuchando una y otra vez la señal de llamada, que nadie atendía. La cabeza le daba vueltas con la mezcla de olores del licor derramado y de la cola de zorro quemada. Otro hedor penetrante se había añadido ahora a estos, y Henry sospechó que procedía de Hugh Priest. Fue vagamente consciente de que aquello no funcionaba y que tendría que marcar otro número para pedir ayuda, pero no se creyó capaz de hacerlo. Sencillamente, le resultaba imposible marcar otro número en el teléfono. Así pues, permaneció arrodillado detrás de la barra en un charco cada vez mayor de su propia sangre, escuchando el silbido del aire que se le escapaba por el agujero del pecho, como el ulular de un silbato de vapor, y resistiéndose desesperadamente a perder la conciencia. Faltaba una hora para abrir el bar. Billy estaba muerto, y si nadie contestaba pronto al teléfono, también él lo estaría cuando empezaran a llegar los primeros clientes para aprovechar el descuento en las copas durante la «hora feliz».
—Por favor —susurró Henry con una voz sin aliento que quería ser un grito—. Por favor, contestad al teléfono. ¡Que alguien atienda la maldita llamada!
23
Sheila Brigham empezó a recuperar cierto control de sí misma y Alan consiguió sacarle enseguida lo más importante: que había puesto fuera de combate a Hugh con la culata del fusil. Así pues, nadie iba a intentar dispararles cuando cruzaran la puerta de la comisaría.
Eso esperaba, al menos.
—Vamos allá —indicó a Norris—. Adelante.
—Alan… Cuando Sheila ha salido…, yo he creído que…
—Ya sé lo que has creído, pero no ha sucedido nada. Olvídalo, Norris. Piensa en John, que está ahí dentro. ¡Vamos!
Los dos policías llegaron hasta la puerta y se resguardaron a ambos lados del marco. Alan se volvió hacia Norris.
—Agáchate al entrar —le previno.
Norris asintió.
Alan agarró el tirador, abrió la puerta de golpe y se asomó al interior. Norris entró en la comisaría agachado, por debajo del cuerpo de su jefe.
John había conseguido levantarse y recorrer tambaleándose casi toda la distancia que lo separaba de la puerta. Alan y Norris se arrojaron sobre él como la primera línea de defensa de los viejos Pittsburgh Steelers, y John sufrió una última y dolorosa indignidad: sus colegas lo derribaron de lleno y lo mandaron resbalando por el suelo de baldosas como un proyectil de una partida de bolos en un bar. LaPointe golpeó la pared del fondo con un ruido sordo y lanzó un grito de dolor que transmitía a la vez sorpresa y cierto hastío.
—¡Cielos, si es John! —exclamó Norris—. ¡Vaya plancha!
—¡Ayúdame con él! —dijo Alan.
Los dos cruzaron la sala a toda prisa hasta llegar junto a John, quien poco a poco se había incorporado por sí mismo hasta quedar sentado. Su rostro era una máscara ensangrentada. Tenía la nariz completamente desviada hacia la izquierda y el labio superior se le estaba dilatando como una cámara de neumático excesivamente hinchada. Cuando Alan y Norris se agacharon junto a él, se llevó una mano bajo la boca y escupió en ella un diente.
—Ezztaba loco —balbució con una voz débil y aturdida—. Zzheila le dio con el fuzzil. Zzeguro que lo ha matado.
—¿Cómo estás tú, John? —preguntó Norris.
—Hecho zzisco —le contestó LaPointe. Acto seguido, como para demostrarlo, inclinó el cuerpo hacia delante y vomitó abundantemente entre sus piernas abiertas.
Alan miró a su alrededor, vagamente consciente de que no era solo cosa de sus oídos. El sonido del teléfono era real. Pero en aquel momento una llamada telefónica carecía de importancia. Vio a Hugh tumbado boca abajo junto a la pared del fondo y se acercó a él. Apoyó la oreja contra la espalda de Hugh, tratando de captar los latidos de su corazón a través de la camisa. Al principio, lo único que consiguió oír fue el repetido timbrazo del teléfono. Parecía como si todos los aparatos de todas las mesas estuvieran sonando a la vez.
—¡Contesta esa condenada llamada o descuelga el auricular! —ordenó con malos modos a Norris.
Este se acercó al teléfono más cercano (casualmente, el de su propio escritorio), pulsó la tecla parpadeante y descolgó el auricular.
—No nos moleste ahora —dijo—. Estamos en plena situación de emergencia. Tendrá que llamar más tarde.
Y volvió a dejar el aparato en la horquilla sin esperar respuesta.
24
Henry Beaufort apartó el teléfono, el pesadísimo teléfono, del oído y lo miró con ojos empañados e incrédulos.
—¿Cómo dice? —susurró.
De pronto ya no pudo seguir sosteniendo el auricular.
El peso le resultaba excesivo. Lo dejó caer al suelo, se derrumbó lentamente junto a él y se quedó allí tendido, jadeando.
25
A juicio de Alan, Hugh estaba decididamente muerto. Lo agarró por los hombros, le dio media vuelta… y resultó que no era Hugh. El rostro estaba demasiado cubierto de sangre, sesos y fragmentos de hueso para poder decir quién era, pero, con seguridad, no se trataba de Hugh Priest.
—¿Qué coño está pasando aquí? —preguntó perplejo.
26
Danforth «Buster» Keeton, sujeto con las esposas a su propio Cadillac en medio de la calle, observó cómo Ellos lo contemplaban. Ahora que el Comisario Perseguidor y su Ayudante Perseguidor se habían marchado, Ellos no tenían nada más que mirar. Los observó y comprendió que todos formaban parte de Ellos. Todos y cada uno de Ellos.
Bill Fullerton y Henry Gendron habían salido a la puerta de la barbería. Bobby Dugas estaba entre los dos, con el delantal de barbero aún atado en torno al cuello y colgándole por delante como una servilleta gigantesca. Charlie Fortin había asomado la cabeza del taller de la Western Auto. Scott Garson y sus asquerosos amigos abogados, Albert Martin y Howard Potter, estaban delante del banco, donde probablemente habían estado hablando de él cuando había estallado el alboroto. Miradas.
Jodidas miradas.
Por todas partes veía miradas.
Todas dirigidas hacia él.
—¡Os estoy viendo! —exclamó de pronto—. ¡Os veo a todos! ¡A todos! ¡Y sé muy bien lo que tengo que hacer! ¡Sí señor! ¡Podéis estar seguros de que lo sé!
Buster abrió la puerta del Cadillac e intentó meterse en él, pero no pudo. Las esposas estaban sujetas al tirador exterior de la portezuela, y aunque la cadena entre las manillas era larga, no alcanzaba.
Uno de Ellos se echó a reír.
Buster captó la carcajada con toda nitidez.
Y miró a su alrededor.
Muchos vecinos de Castle Rock se habían detenido frente a los comercios de la calle principal del pueblo para observarlo con unos ojillos negros, como perdigones, de ratas inteligentes.
Allí estaban todos menos el señor Gaunt.
Pero, aun así, el señor Gaunt estaba presente en cierto modo; el señor Gaunt estaba dentro de la cabeza de Buster, diciéndole exactamente lo que debía hacer.
Buster escuchó… y empezó a sonreír.
27
El camión de la Budweiser que Hugh casi había tocado de refilón con su coche hizo un par de breves paradas ante sendas tiendas de alimentación al otro lado del puente y finalmente se detuvo en el aparcamiento de El Tigre Achispado, a las cuatro y un minuto de la tarde. El conductor se apeó, cogió la tablilla con las hojas de ruta y demás papeles, se subió hasta la cintura los pantalones caqui y se encaminó hacia el local.
Se detuvo a un par de metros de la puerta, con una expresión de perplejidad. Del umbral del bar sobresalía un par de pies.
—Pero ¿qué…? —exclamó el conductor—. ¿Le pasa algo, amigo?
Un débil gemido asmático llegó hasta sus oídos: «… socorro…»
El chófer corrió al interior y descubrió a Henry Beaufort, agonizante, encogido en el suelo tras la barra.
28
—Ezz Lezzter Pratt —graznó John LaPointe. Sostenido por Norris a un lado y por Sheila al otro, había avanzado renqueando hasta Alan, que estaba arrodillado junto al cuerpo.
—¿Quién? —preguntó Alan. Se sentía como si de pronto se encontrara metido en una comedia absurda. Ricky y Lucy se van al carajo. Eh, Lester, pensó; tendrás que dar unas cuantas explicaciones.
—Lezzter Pratt —repitió John con dolorosa paciencia—. El profezzor de educazzión fízzica del inztituto.
—¿Y qué hace aquí? —inquirió Alan.
John LaPointe movió la cabeza con gesto fatigado.
—Ni idea, Alan. Zólo zé que entró y ze volvió loco.
—Que alguien me dé una explicación —exigió el comisario—. ¿Dónde está Hugh Priest? ¿Dónde está Clut? ¿Qué demonios está pasando aquí?
29
George T. Nelson se detuvo a la entrada del dormitorio y miró a su alrededor incrédulo.
La estancia producía la impresión de haber acogido una fiesta de un grupo punk —los Sex Pistols, tal vez los Cramps—, junto con sus fans.
—¿Qué…? —empezó a decir, pero no pudo continuar. Tampoco tuvo necesidad de hacerlo. Ya sabía qué. Era la coca. Tenía que serlo. Llevaba vendiéndola entre los profesores del instituto de Castle Rock los últimos seis años (no todos los profesores sabían apreciar lo que Ace Merrill llamaba a veces «el polvo del bingo boliviano», pero los que sí sabían, lo apreciaban muchísimo) y había dejado media onza de coca casi pura bajo el colchón.
Era el polvo, sin duda. Alguien se había ido de la lengua y uno de los testigos se había vuelto codicioso. George supuso que lo había sabido en el mismo momento de detener el coche en el camino particular de la casa, cuando había visto la ventana rota de la cocina.
Cruzó la habitación y levantó el colchón con las manos entumecidas e insensibles. Debajo no encontró nada. La coca había desaparecido. Unos dos mil dólares en cocaína casi pura se habían esfumado. Como un sonámbulo, se dirigió al baño para comprobar si su pequeña reserva secreta seguía en el frasco de Anacid, en el estante superior del armario de las medicinas. Nunca había necesitado una dosis tanto como en aquel momento.
Llegó al quicio de la puerta y se detuvo, con los ojos como platos. No era el desorden lo que llamó su atención, aunque también aquel cuarto había sido puesto patas arriba con gran ahínco. Era el retrete. El aro de la taza estaba bajado y cubierto de una fina capa de polvo blanco.
George tuvo la certeza de que el polvo blanco no era talco infantil Johnson’s.
Se acercó al retrete, se humedeció el dedo y lo pasó por el polvillo. Se llevó el dedo a la boca y la punta de la lengua se le quedó dormida casi al instante. En el suelo, entre la taza y la bañera, había una bolsita de plástico vacía. La escena estaba clara. No tenía sentido, pero estaba clara.
Alguien había entrado, había encontrado la coca… y luego la había tirado por el retrete. ¿Por qué? ¿Por qué? No lo sabía, pero decidió que cuando diera con el autor de aquel desaguisado, se lo preguntaría. Justo antes de arrancarle la cabeza de los hombros. No perdería nada con probar.
Su reserva, sus tres gramitos, estaba intacta. Salió con ella del cuarto de baño y de pronto se detuvo otra vez cuando sus ojos advirtieron con sorpresa un nuevo espanto. No había visto aquella abominación al cruzar el dormitorio desde el pasillo, pero desde aquel ángulo era imposible pasarlo por alto.
Permaneció inmóvil un largo momento, con los ojos abiertos de horrorizada perplejidad y una vibración convulsiva en la garganta. Las venas hinchadas de sus sienes latieron apresuradamente como las alas de un pajarillo. Por fin, consiguió emitir una sola palabra, breve y sofocada:
—¡Mamá…!
En el piso de abajo, detrás del sofá de color harina de avena de George T. Nelson, Frank Jewett seguía dormido.
30
Los espectadores de Lower Main Road, que habían salido a las aceras atraídos por los gritos y el tiroteo, eran testigos ahora de un nuevo espectáculo: la fuga a cámara lenta del presidente de su Consejo Municipal.
Buster introdujo la cabeza y un brazo en el Cadillac, se estiró todo lo que pudo y puso el contacto en posición ENCENDIDO. Luego pulsó el botón que hacía bajar el cristal del lado del conductor. Volvió a cerrar la puerta y empezó a introducirse cuidadosamente en el vehículo a través de la ventanilla.
Todavía tenía las piernas fuera desde las rodillas, el brazo izquierdo detrás del cuerpo en un gesto forzado, debido a las esposas sujetas al tirador de la portezuela, y la cadena de estas sobre su grueso muslo izquierdo, cuando Scott Garson avanzó hasta él.
—¡Eh, Danforth! —dijo el banquero con un titubeo—, me parece que no deberías hacer eso. Creo que estás detenido.
Buster miró por debajo de su sobaco derecho, percibiendo su propio olor —muy intenso, a aquellas alturas; realmente, muy penetrante— y vio a Garson del revés. El banquero estaba justo detrás de Buster, como si tuviera la intención de volver a sacarlo del coche a rastras.
Buster encogió las piernas cuanto pudo y luego las disparó con un movimiento enérgico, como un poni quitándose de encima los mosquitos a coces en medio de un prado. Los tacones de sus zapatos acertaron en pleno rostro de Garson con un chasquido que a Buster le resultó absolutamente satisfactorio. A Garson se le hicieron trizas las gafas de montura de oro. Lanzó un aullido quejumbroso, retrocedió tambaleándose con el rostro ensangrentado entre las manos y cayó de espaldas en medio de Main Street.
—¡Ja! —resopló Buster—. No te lo esperabas, ¿verdad? No te lo esperabas en absoluto, ¿verdad, hijo de puta perseguidor?
Con movimientos serpenteantes, terminó de introducirse en el coche. La cadena de las esposas fue suficientemente larga para permitirlo. La articulación del hombro le crepitó alarmantemente y luego giró lo suficiente para permitirle colarse bajo su propio brazo y deslizar el trasero en el asiento. Por fin estaba sentado al volante con la mano esposada fuera de la ventanilla, y arrancó.
Scott Garson incorporó el tronco del asfalto a tiempo de ver cómo el Cadillac sé le venía encima. La rejilla del radiador, como una enorme montaña de cromados, pareció mirarlo de reojo.
El banquero rodó frenéticamente sobre sí mismo hacia la izquierda, evitando la muerte por una fracción de segundo. Uno de los grandes neumáticos delanteros del Cadillac le pasó por encima de la mano derecha, aplastándosela con considerable eficacia. Después se la pisó el neumático trasero del mismo lado, completando el trabajo. Garson se quedó tendido boca arriba, contemplando sus dedos grotescamente machacados, que ahora tenían más o menos el aspecto de una espátula de extender masilla, y empezó a gritar al cálido cielo azul.
31
—¡TAMMMYYY FAAAYYYE!
El grito sacó a Frank Jewett de su profundo sopor. Durante los primeros instantes de confusión no tuvo la menor idea de dónde estaba, solo que era un lugar estrecho, angosto. Un lugar desagradable. También notó que tenía algo en la mano y se preguntó qué sería.
Levantó la mano y estuvo a punto de sacarse un ojo con el cuchillo de la carne.
—¡Oooooohhh, noooooo! ¡TAMMMYYY FAAAYYYE!
De repente lo recordó todo: estaba detrás del sofá de su viejo y buen «amigo» George T. Nelson, y quien gritaba era el propio George, llorando a grandes voces por su periquito muerto. Junto con eso, volvió a su mente todo lo demás: las revistas esparcidas por el despacho, la nota del chantaje, la posible…, no, la probable (cuanto más pensaba en ello, más probable le parecía) ruina de su carrera y de su vida.
Y ahora le llegaban los sollozos de George T. Nelson. Frank no daba crédito a lo que oía. Llorar por un maldito pajarraco… En fin, se dijo Frank, muy pronto voy a poner fin a tu pena, George. ¿Quién sabe?, tal vez incluso termines en el paraíso de los pájaros.
Los sollozos se aproximaban al sofá. Tanto mejor. Así podría saltar sobre él —¡sorpresa, George!— y el muy cerdo estaría muerto antes de sospechar siquiera lo que estaba pasando. Frank ya estaba a punto de saltar cuando George T. Nelson, sollozando todavía como si fuera a rompérsele el corazón, se dejó caer pesadamente en el sofá. Era un hombre corpulento y su peso llevó el sofá hacia atrás, contra la pared. No oyó el sorprendido ¡uuuf! sofocado que surgió de detrás de él; sus propios sollozos lo acallaron. Alargó la mano para coger el teléfono, marcó entre lágrimas y escuchó que Fred Rubin respondía (casi milagrosamente) a la primera.
—¡Fred! —gritó—. ¡Fred, ha sucedido algo terrible! ¡Quizá todavía esté pasando! ¡Oh, Dios, Fred! ¡Dios santo!
Debajo y detrás de él, Frank Jewett pugnaba por respirar. Recordó las historias de Edgar Allan Poe que había leído de niño, relatos sobre tipos enterrados vivos. Su rostro estaba adquiriendo el color de un ladrillo viejo. La recia pata de madera que le había aprisionado el pecho cuando George T. Nelson se había derrumbado en el sofá era como una barra de plomo. El respaldo del mueble le presionaba el hombro y un lado del rostro.
Encima de él, George T. Nelson estaba haciéndole a Fred Rubin una confusa descripción de lo que había encontrado al llegar a la casa. Por último, hizo una breve pausa y añadió en un alarido:
—¡Me da igual si no debería hablar de eso por teléfono…! ¿Cómo va a importarme eso si me ha matado a Tammy Faye? ¡Ese cerdo ha matado a Tammy Faye! ¿Quién puede haberlo hecho, Fred? ¿Quién? ¡Tienes que ayudarme!
Otro silencio, mientras George T. Nelson escuchaba a su interlocutor, y Frank se dio cuenta, con creciente pánico, de que estaba a punto de desmayarse. De pronto comprendió qué tenía que hacer: utilizar la Llama automática para disparar a través del sofá. Tal vez no matara a George T. Nelson, quizá ni siquiera lo tocara, pero de lo que no cabía duda era de que atraería su atención, y Frank calculó que, cuando tal cosa sucediera, había muchas posibilidades de que George T. Nelson levantara su gordo trasero del sofá antes de que él muriese allí abajo, con la nariz aplastada contra el calefactor del zócalo.
Abrió la mano con la que sostenía el cuchillo e intentó alcanzar la pistola que llevaba bajo el cinturón. Como en una pesadilla, una oleada de terror lo asaltó al advertir que no podía alcanzarla. Sus dedos se abrían y cerraban a unos centímetros de la empuñadura con incrustaciones de marfil del arma. Intentó alargar la mano todo lo que le permitían las fuerzas que le quedaban, pero el hombro atrapado no podía moverse en absoluto. El gran sofá y el considerable peso de George T. Nelson lo mantenían firmemente encajado contra la pared. Era como si lo hubieran clavado a ella.
Unas rosas negras —anuncio de la proximidad de la asfixia— empezaron a abrir sus capullos ante los ojos saltones de Frank.
Desde una distancia que parecía imposible, escuchó a su viejo «amigo» gritar a Fred Rubin, quien sin duda era el socio de George T. Nelson en el asunto de la cocaína.
—¿De qué estás hablando? ¡Llamo para contarte que han entrado en mi casa y tú me dices que vaya a ver al tipo de esa tienda nueva? ¡Ahora no necesito chucherías, Fred, lo que necesito es…!
Dejó la frase a medias, se levantó y deambuló por la estancia. Con las últimas fuerzas que le quedaban, Frank consiguió apartar el sofá de la pared unos centímetros. No era gran cosa, pero al menos volvía a ser capaz de aspirar pequeños sorbos de un aire increíblemente maravilloso.
—¿Que vende qué? —exclamó George T. Nelson—. ¡Vaya, vaya! ¡Dios bendito! ¿Por qué no has empezado por ahí?
Un nuevo silencio. Frank permaneció tendido tras el sofá como una ballena varada, tomando aire y esperando que el monstruoso pálpito de su cabeza no terminara haciéndola estallar. Al cabo de un momento se levantaría y le volaría las pelotas a su viejo «amigo» George T. Nelson. Al cabo de un momento. Cuando recuperara el aliento. Y cuando las grandes flores negras que en aquel momento llenaban su visión hubieran desaparecido. Al cabo de un momento. De dos, como mucho.
—Está bien, iré a verlo —accedió George T. Nelson—. Dudo mucho que sea el hacedor de milagros que tú crees, pero cualquier maldito puerto es bueno en una tormenta, ¿verdad? De todos modos, tengo que decirte una cosa: me importa un carajo si ese hombre trafica o no. Me propongo encontrar al hijo de puta que me ha hecho esto; ese es el asunto que encabeza mi orden de prioridades. Y cuando dé con él, voy a estamparlo en la pared más cercana, ¿lo has entendido bien?
Lo he entendido perfectamente, pensó Frank; pero queda por ver quién estampa a quién en esa pared de que hablas, mi querido y viejo compañero de juergas.
—¡Sí, he anotado el nombre! —gritó George T. Nelson por el teléfono—. ¡Gaunt! ¡Gaunt, maldita sea!
Colgó el auricular con un fuerte golpe y luego debió de arrojar el teléfono al otro extremo de la sala, pues Frank oyó el ruido de unos cristales al romperse. Instantes después, George T. Nelson soltó un último juramento y abandonó la casa a toda prisa. El motor de su Iroc-Z cobró vida con un rugido. Frank oyó que maniobraba en el camino particular de la casa mientras él, lentamente, separaba el sofá de la pared. En el exterior sonó un chillido de los neumáticos sobre el asfalto y George T. Nelson, el viejo «amigo» de Frank, desapareció de la escena.
Dos minutos después, un par de manos asomó de detrás del sofá y agarró el respaldo del mueble tapizado de color harina de avena. Y un momento más tarde apareció entre las manos el rostro de Frank M. Jewett, pálido y contraído, con las gafas sin montura a lo Mr. Weatherbee torcidas sobre su nariz pequeña y respingona y una de las lentes cuarteada. La tapicería trasera del sofá había dejado unas marcas rojas punteadas en su mejilla derecha. Entre sus cabellos, que mostraban una incipiente calvicie, llevaba varias pelotillas de polvo.
Poco a poco, como un cadáver inflado que se eleva desde el lecho de un río hasta flotar justo por debajo de la superficie, la sonrisa reapareció en el rostro de Frank. Su querido «amigo», George T. Nelson, se le había escapado esta vez. Pero George T. Nelson no tenía ninguna intención de abandonar el pueblo; la conversación telefónica lo había dejado muy claro. Seguro que lo encontraría antes de que terminara el día, pensó Frank. No podía ser de otra manera, en un pueblo del tamaño de Castle Rock.
32
Sean Rusk estaba en el quicio de la puerta de la cocina de su casa, mirando con inquietud hacia el garaje. Cinco minutos antes, su hermano mayor se había metido allí; Sean estaba asomado a la ventana de su habitación y lo había visto por casualidad. Brian llevaba algo en una mano. Estaba demasiado lejos para que Sean distinguiese qué era, pero no necesitaba verlo. Lo sabía muy bien. Era aquel cromo de béisbol nuevo, el que obligaba a Brian a escabullirse escalera arriba para echarle vistazos. Brian no sabía que Sean conocía la existencia de aquel cromo, pero así era. Sean incluso sabía quién salía en el cromo, porque aquella tarde había vuelto a casa mucho antes que su hermano y se había colado en la habitación de este para echarle un vistazo. No tenía ni la menor idea de por qué Brian se preocupaba tanto por aquel cromo viejo, sucio, de bordes picados y colores difuminados. Además, el jugador era un tipo del que Sean no había oído hablar nunca, un lanzador del Los Angeles Dodgers llamado Sammy Koberg que tenía una estadística de una victoria y tres derrotas como únicos partidos disputados en toda su carrera. Aquel tipo no había estado ni siquiera una temporada completa en las ligas mayores. ¿Por qué Brian se preocupaba tanto por un cromo tan vulgar?
Sean lo ignoraba. Solo estaba seguro de dos cosas: de que Brian estaba ofuscado con el cromo y de que su comportamiento durante la última semana, más o menos, le daba miedo. Su hermano parecía salido de uno de esos anuncios de la tele sobre los jóvenes enganchados a las drogas. Pero Brian no tomaría drogas, ¿verdad?
Algo en la expresión de Brian en el momento de encaminarse al garaje había asustado tanto a Sean que este había corrido a contárselo a su madre. No estaba seguro de qué decirle exactamente, pero su indecisión resultó no tener importancia porque no tuvo ocasión de decir nada. Encontró a su madre dando vueltas por el dormitorio, soñando despierta; iba envuelta en su albornoz y llevaba puestas las estúpidas gafas de sol que había comprado en la tienda nueva.
—¡Mamá, Brian está…! —empezó a decir, pero no pudo continuar.
—Vete, Sean. Mamá está ocupada en este momento.
—¡Pero mamá…!
—¡Vamos, Sean! ¡Te he dicho que salgas!
Y antes de que pudiera añadir una palabra más, Sean se vio expulsado del dormitorio sin contemplaciones. Mientras su madre lo echaba a empujones, se le abrió el albornoz y el pequeño, antes de que pudiera apartar la mirada, advirtió que no llevaba nada debajo. Ni siquiera un camisón.
Tras esto, su madre había cerrado de un portazo. Y se había encerrado por dentro.
Sean se encontraba ahora junto a la puerta de la cocina, esperando impaciente a que Brian saliera otra vez del garaje… Pero Brian no aparecía.
La inquietud del pequeño había aumentado progresiva y furtivamente hasta convertirse en un terror apenas controlado. Sean cruzó el umbral de la cocina, recorrió al trote el camino que separaba la casa del garaje y entró en este.
Dentro estaba oscuro, olía a aceite y hacía un calor explosivo. Al principio no vio a su hermano en las sombras y pensó que tal vez había salido al patio por la puerta trasera. Luego sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y emitió un leve jadeo quejumbroso.
Brian estaba sentado contra la pared del fondo, junto a la cortadora de césped. Había cogido el fusil de su padre y tenía la culata apoyada en el suelo. La boca del cañón apuntaba hacia su rostro. Brian sostenía el cañón con una mano mientras la otra agarraba el cromo de béisbol, viejo y sucio, que de algún modo se había adueñado de su vida durante la semana anterior.
—¡Brian! —gritó Sean—. ¿Qué haces?
—No te acerques más, Sean o te saltará todo encima.
—¡Brian! ¡No! —exclamó Sean, rompiendo a llorar—. ¡No digas esas cosas! ¡Me… me asustas!
—Quiero que me prometas una cosa. —Brian se había quitado los zapatos y los calcetines y procedió a introducir el dedo gordo de uno de sus pies en el guardamonte del Remington.
Sean notó la entrepierna mojada y caliente. Jamás en su corta vida había tenido tanto miedo.
—¡Brian, por favor! ¡Por favor!
—Quiero que me prometas que nunca entrarás en la tienda nueva —continuó Brian—. ¿Me has oído?
Sean avanzó un paso más hacia su hermano. El dedo del pie de Brian se dobló un poco más sobre el gatillo del fusil.
—¡No! —chilló Sean, retrocediendo al instante—. Quiero decir, ¡sí! ¡Sí!
Brian bajó un poco la boca del cañón al ver que su hermanito se apartaba. El dedo gordo apoyado en el gatillo se relajó un poco.
—Prométemelo.
—¡Sí! ¡Lo que tú quieras! ¡Pero no hagas eso! ¡No… no sigas tomándome el pelo, Brian! ¡Vamos a casa a ver Transformers! ¡No…, escoge tú el programa! ¡El que quieras! ¡Incluso el de Wapner! ¡Veremos a Wapner, si quieres! ¡Toda la semana! ¡Todo el mes! ¡Y yo lo veré contigo! ¡Pero deja de asustarme, Brian, por favor, deja de asustarme!
Brian dio la impresión de no haberle oído. Sus ojos parecían flotar en su rostro distante y sereno.
—No entres nunca ahí —prosiguió—. Cosas Necesarias es un lugar perverso y el señor Gaunt es un hombre perverso. Solo que el señor Gaunt no es un hombre como los demás, Sean. Ni siquiera es un ser humano. Júrame que nunca comprarás una de esas cosas perversas que vende el señor Gaunt.
—¡Lo juro! ¡Lo juro! —balbuceó Sean—. ¡Lo juro por mamá! ¡Lo juro!
—No —replicó Brian—. No puedes jurar por ella, porque el señor Gaunt también la ha atrapado. Júralo por ti, Sean. Júralo por ti mismo.
—¡Está bien! —exclamó Sean en el interior caluroso y en penumbra del garaje, al tiempo que extendía las manos hacia su hermano en un gesto implorante—. ¡Está bien, lo juro por mí! ¡Y ahora baja el fusil, Brian, por favor…!
—Te quiero, hermanito. —Brian contempló el cromo durante unos instantes—. ¡A la mierda, Sandy Koufax! —añadió, y presionó el gatillo del arma con el dedo del pie.
El agudísimo alarido de horror de Sean se alzó por encima del estampido, que sonó potente y grave en el garaje caluroso y oscuro.
33
Leland Gaunt contempló Main Street desde detrás del escaparate de la tienda, con una ligera sonrisa en los labios. El sonido del disparo procedente de Ford Street le llegó muy apagado, pero Gaunt tenía un oído muy fino y lo captó.
La sonrisa se le ensanchó un poco.
Descolgó el rótulo de la puerta, el que anunciaba que solo estaba abierto mediante cita concertada, y colocó otro nuevo. Este decía:
CERRADO HASTA NUEVO AVISO.
—Ahora vamos a divertirnos de verdad —dijo Leland Gaunt sin dirigirse a nadie en concreto—. ¡No veas!