DIECISÉIS

1

Nettie yacía en un sencillo féretro gris que había pagado Polly Chalmers. Alan le había pedido que le dejara compartir el gasto, pero Polly se había negado con aquel ademán sencillo pero terminante que él había acabado por conocer, respetar y aceptar. El ataúd estaba colocado en unas andas de acero sobre un hoyo abierto en el cementerio Tierra Natal, cerca de la zona donde estaba enterrada la familia de Polly. El túmulo de tierra junto al féretro estaba cubierto con una alfombra de hierba artificial de un verde luminoso que despedía un febril centelleo bajo los cálidos rayos del sol. La falsa hierba siempre causaba escalofríos a Alan. Había en ella algo obsceno, repulsivo, que le desagradaba aún más que la costumbre de los empresarios de pompas fúnebres de, primero, maquillar a los muertos y, después, vestirlos con sus mejores galas para darles el aspecto de quien se dirige a una reunión de grandes negocios en Boston, en lugar de a una larga temporada de descomposición entre las raíces y los gusanos.

El reverendo Tom Killingworth, el ministro metodista que dirigía los servicios en Juniper Hill dos veces por semana y que había conocido bien a Nettie, se encargó del funeral a petición de Polly. La homilía fue breve pero cálida, llena de referencias a aquella Nettie Cobb que él había conocido, una mujer que lenta y valientemente estaba saliendo de las sombras de la locura, que había tomado la animosa decisión de intentar relacionarse una vez más con el mundo que tanto daño le había hecho.

—Cuando era pequeño —contó Tom Killingworth—, mi madre tenía en la salita de costura una placa con un precioso refrán irlandés. Decía: «Que llegues al cielo media hora antes de que el diablo se entere de que has muerto». Nettie Cob tuvo una vida dura, en muchos sentidos triste, pero a pesar de todo no creo que ella y el diablo tuvieran nunca mucho que ver. A pesar de su muerte terrible y prematura, el corazón me dice que Nettie ha subido al cielo y que el diablo aún no se ha enterado de la noticia. —El reverendo Killingworth alzó los brazos en el tradicional gesto de bendición y añadió—: Oremos por ella.

Del otro lado de la colina, donde Wilma Jerzyck estaba siendo enterrada al mismo tiempo, llegó el sonido de numerosas voces alzándose a coro en respuesta a las invocaciones del padre John Brigham. En aquella comitiva, los coches aparcados formaban una cola desde el lugar de la sepultura hasta la puerta de entrada este del cementerio. Toda aquella gente había acudido por Peter Jerzyck, el superviviente, más que por su difunta esposa. En cambio, solo cinco personas acompañaban a Nettie: Polly, Alan, Rosalie Drake, el viejo Lenny Partridge (quien acudía a todos los funerales por norma general, salvo que se enterrara a algún miembro del ejército de los papistas) y Norris, que estaba muy pálido y parecía aturdido. Los peces no debían de haber picado, pensó Alan.

—Que el Señor os bendiga y conserve fresco y verde el recuerdo de Nettie Cobb en vuestros corazones —dijo Killingworth, y junto a Alan, Polly rompió a llorar otra vez. El hombre le pasó un brazo por los hombros y Polly se apoyó en él agradecida. La mano de la mujer buscó la suya y le entrelazó los dedos con fuerza—. Que el Señor vuelva su rostro hacia vosotros; que Él os bañe con su gracia; que alegre vuestras almas y os dé la paz. Amén.

A aquella hora de la tarde hacía aún más calor que el día de Colón y, cuando Alan levantó la cabeza, unos brillantes rayos de sol se reflejaron en las barras de acero del féretro, casi cegándolo. Se pasó la mano libre por la frente, bañada por un sudor plenamente veraniego. Polly buscó un pañuelo de papel en el bolso y se enjugó las lágrimas.

—¿Te encuentras bien, cariño? —preguntó Alan.

—Sí…, pero tengo que llorar por ella, Alan. ¡Pobre Nettie! ¡Pobrecilla! ¿Por qué ha sucedido esto? ¿Por qué?

Y rompió otra vez en sollozos.

Alan, que también se hacía la misma pregunta, la estrechó en sus brazos. Por encima del hombro, vio que Norris se alejaba hacia donde estaban aparcados los coches de la comitiva de Nettie. El agente tenía el aire de un hombre que no sabe dónde está, que no parece del todo despierto. Alan frunció el ceño. Entonces, Rosalie Drake se acercó a Norris, le dijo algo, y el agente la abrazó.

Norris también la conocía, pensó Alan. El agente estaba triste por lo sucedido, eso era todo. Estos últimos días estás persiguiendo un montón de sombras, se dijo. Tal vez la verdadera cuestión es qué te sucede a ti.

Momentos después, Killingworth se acercó a ellos, y Polly, recobrando el dominio de sí misma, se volvió hacia él para agradecerle el sermón. Killingworth le tendió las manos y Alan, con contenido asombro, observó la tranquilidad con que Polly permitía que una de las suyas quedara engullida entre las manazas del reverendo. No recordaba haber visto a Polly ofrecer la mano con tanta naturalidad y de tan buena gana.

Polly no estaba solo un poco mejor; estaba mucho mejor. ¿Qué demonios había sucedido?

Al otro lado de la colina, la voz nasal, casi irritante, del padre John Brigham proclamó:

—La paz sea con vosotros.

—Y con tu espíritu —respondió a coro el cortejo fúnebre.

Alan contempló de nuevo el sencillo féretro gris junto a la repulsiva alfombra de hierba artificial y pensó: Que la paz sea contigo, Nettie. Ahora y por fin, que la paz sea contigo.

2

Mientras se desarrollaban los funerales gemelos en Tierra Natal, Eddie Warburton aparcaba frente a la casa de Polly. Se deslizó fuera del coche —no un coche nuevo y reluciente como el que le había echado a perder aquel blanco de mierda del taller de la Sunoco, sino un simple medio de transporte— y miró con cautela a un lado y a otro. Todo parecía en orden; la calle sesteaba bajo lo que podría haber sido una tarde de primeros de agosto.

Eddie avanzó a paso rápido por el camino particular de la casa al tiempo que sacaba un sobre de aspecto oficial del interior de la camisa. El señor Gaunt lo había llamado apenas diez minutos antes para decirle que era hora de liquidar la cuenta pendiente por el medallón, y acudió enseguida, naturalmente. El señor Gaunt era uno de esos hombres que, cuando dicen «¡rana!», uno salta.

Ascendió los tres peldaños de acceso al porche. Una ligera ráfaga de brisa cálida agitó las campanillas situadas sobre la puerta, haciéndolas tintinear a coro. Pese a ser el sonido más suave y civilizado del mundo, Eddie dio un respingo al oírlo. Echó un nuevo vistazo a un lado y a otro, no vio a nadie y bajó la mirada al sobre. Iba dirigido, con mucha formalidad, a la «Sra. Patricia Chalmers». Eddie no tenía ni idea de que Polly se llamara en realidad Patricia, y el descubrimiento le trajo sin cuidado. Su objetivo era gastar aquella bromita y, acto seguido, largarse de allí lo antes posible.

Dejó caer la carta por la ranura del buzón y el sobre se deslizó hasta el suelo, donde aterrizó sobre el resto del correo: dos catálogos y una programación de televisión por cable. Era un simple sobre de pedidos comerciales con el nombre y la dirección de Polly centrados sobre el franqueo mecánico, con el sello correspondiente en el ángulo superior derecho y los datos del remitente en el superior izquierdo:

Departamento de Bienestar Infantil de San Francisco

Geary Street, 666

94112, San Francisco, California.

3

—¿Qué les has hecho? —preguntó Alan mientras él y Polly descendían lentamente por la cuesta en dirección al coche familiar del hombre.

Alan había esperado poder cruzar unas palabras con Norris, pero el agente se había introducido en su Volkswagen y ya se marchaba. Probablemente, de vuelta al lago para seguir pescando un rato más, antes de que el sol se pusiera.

Polly se volvió hacia él. Estaba demasiado pálida y tenía los ojos aún enrojecidos, pero en sus labios apareció una sonrisa vacilante.

—¿A qué te refieres?

—A tus manos. ¿Qué has hecho para tenerlas tan bien? Parece cosa de magia.

—Sí —respondió ella, y las abrió delante de sí con los dedos extendidos, de modo que ambos pudieran contemplarlas—. Lo parece, ¿verdad?

Ahora, su sonrisa era un poco más natural. Aún tenía los dedos retorcidos, nudosos y con las articulaciones abultadas, pero la hinchazón aguda que presentaban el viernes anterior por la noche había desaparecido casi por completo.

—Vamos, Polly, explícamelo.

—No estoy segura de querer contártelo —respondió ella—. En realidad, me da un poco de apuro.

Se detuvieron a decir adiós a Rosalie cuando esta pasó ante ellos al volante de su viejo Toyota azul.

—Vamos —insistió Alan—. Confiesa.

—Bueno, supongo que solo ha sido cuestión de encontrar por fin al médico adecuado. —Polly suspiró. Poco a poco, el color iba volviendo a sus mejillas.

—¿Y qué médico es ese?

—El doctor Gaunt —le reveló ella con una risilla nerviosa—. El doctor Leland Gaunt.

—¡Gaunt! —Alan la miró con sorpresa—. ¿Qué tiene que ver con tus manos?

—Llévame a su tienda y te lo contaré por el camino.

4

Cinco minutos más tarde (una de las mejores ventajas de vivir en Castle Rock, se decía Alan en ocasiones, era que casi todo estaba a solo cinco minutos de cualquier parte), aparcó el coche en uno de los espacios en semibatería frente a Cosas Necesarias. En la puerta de la tienda había un rótulo que el comisario ya había visto antes:

MARTES Y JUEVES SOLO CITAS CONCERTADAS.

De pronto, a Alan —quien no había pensado hasta entonces en aquel aspecto de la tienda nueva— se le ocurrió que tener cerrado excepto para «citas concertadas» era una extraña manera de llevar un comercio en un pueblo.

—¿Alan? —inquirió Polly indecisa—. Pareces enfadado.

—No estoy enfadado —respondió él—. ¿Por qué narices tendría que estarlo? La verdad es que no sé cómo me siento. Supongo… —Emitió una breve risilla, meneó la cabeza y repitió—: Supongo que estoy lo que Todd llamaba «apabullado». ¿Remedios de curandero? No parece muy propio de ti, Polly.

Ella apretó los labios de inmediato, y al volverse a mirarlo, en sus ojos había un destello de advertencia.

—¿A qué viene ese tono despectivo? Esto no es una cadena de oraciones en los anuncios de la última página del Inside View. No debes burlarte de algo si funciona, Alan. ¿No te parece?

Él abrió la boca (no estaba seguro de para decir qué), pero Polly continuó antes de que pudiera pronunciar palabra.

—Mira esto.

Alzó las manos a la luz del sol que entraba por el parabrisas; luego las abrió y las cerró sin esfuerzo varias veces.

—Está bien, no debería haber usado ese tono. Lo que quería…

—Sí, no deberías haberlo usado.

—Lo siento.

Entonces ella volvió todo el cuerpo para mirarlo de frente, allí sentada donde tantas veces había estado Annie, sentada en lo que un día había sido el coche de la familia Pangborn. Alan se preguntó por qué no había vendido aún el vehículo. ¿Qué le pasaba, estaba loco acaso?

Polly posó sus manos sobre las de Alan, suavemente.

—Esto está empezando a resultarme realmente incómodo, Alan. Nosotros no discutimos nunca, y no voy a empezar a hacerlo ahora. Acabo de enterrar a una buena compañera y no pienso tener, además, una pelea con mi novio.

Una lenta sonrisa iluminó el rostro de Alan.

—¿Es eso lo que soy? ¿Tu novio?

—Bueno…, mi amigo, entonces. ¿Puedo llamarte así, por lo menos?

Él la abrazó, un poco sorprendido de lo cerca que habían estado de tener una bronca. Y no porque Polly se sintiera peor, sino paradójicamente porque se sentía mejor.

—Encanto, puedes llamarme como quieras. Sabes que te quiero un montón.

—Y no vamos a pelearnos, por nada del mundo.

—Por nada del mundo —asintió él con gesto solemne.

—Porque yo también te quiero, Alan.

Él la besó en la mejilla antes de retirar los brazos.

—Déjame ver esa aspa que te ha dado el tal Gaunt.

—No es un aspa; es un azká. Y no me lo ha dado; me lo ha prestado a prueba. Por eso estoy aquí, para comprarla. Acabo de decírtelo. Espero que no me pida por él la luna y las estrellas.

Alan observó el rótulo de la puerta y la cortina bajada tras el cristal. Me temo que eso será lo que te pedirá, querida, pensó.

Todo aquello no le hacía ninguna gracia. Le había costado mucho apartar los ojos de las manos de Polly durante el funeral, y la había visto manipular el cierre del bolso sin esfuerzo, hurgar en él hasta encontrar un Kleenex, y volver a cerrar con las yemas de los dedos en lugar de mover el bolso torpemente para ajustar el cierre con los pulgares, maniobra que por lo general le resultaba menos dolorosa.

Alan sabía muy bien que Polly tenía mejor las manos, pero todo aquello acerca de un amuleto mágico —y de eso se trataba en el fondo, si uno hurgaba un poco en el azúcar glaseado que cubría el pastel— le ponía terriblemente nervioso. Aquello apestaba a fraude.

MARTES Y JUEVES SOLO CITAS CONCERTADAS.

No. Desde que había llegado a Maine, no había visto comercios que tuvieran horarios solo para citas concertadas, excepto unos cuantos restaurantes de lujo como Maurice. Y nueve de cada diez veces, en Maurice, uno podía entrar sin más y conseguir una mesa, excepto en verano, por supuesto, cuando los turistas se multiplicaban como setas.

SOLO CITAS CONCERTADAS.

Sin embargo, durante toda la semana había visto (con el rabillo del ojo, por así decirlo) gente entrando y saliendo de la tienda. No multitudes, tal vez, pero era evidente que la manera de hacer negocios del señor Gaunt, por extraña que resultara, no le había perjudicado. A veces los clientes llegaban en grupitos, pero con mucha mayor frecuencia se acercaban en solitario… o así se lo parecía a Alan si hacía memoria de la semana anterior. ¿Y no era aquella la forma de proceder de los timadores? Lo aislaban a uno del grupo, lo dejaban solo, le hacían sentirse a gusto y luego le convencían para que aprovechara una ganga única y comprara el túnel Lincoln por un precio ridículo.

—¿Alan? —Polly dio unos ligeros golpes con los nudillos en la frente del hombre—. ¿Alan, estás ahí?

Él se volvió para mirarla con una sonrisa.

—Sí, estoy aquí, Polly.

La mujer había acudido al funeral de Nettie con una blusa larga sin mangas y un pañuelo de cuello. Mientras Alan rumiaba, se había quitado el pañuelo y procedía a desabrocharse con dedos ágiles los dos botones superiores de la blusa blanca.

—¡Más! —dijo él con una mirada de reojo—. ¡El escote! ¡Queremos el escote!

—Basta —replicó ella con modestia pero sonriendo—. Estamos en medio de la calle principal del pueblo y son las dos y media de la tarde. Además, venimos de un entierro, por si lo has olvidado.

—¿Tan tarde es? —preguntó Alan sorprendido.

—Si las dos y media es tarde, sí. —Polly dio unos golpecitos con la yema del índice en la muñeca del hombre—. ¿No miras nunca eso que llevas sujeto ahí?

Alan consultó el reloj y observó que estaban más cerca de las tres menos veinte que de las dos y media. La escuela secundaria terminaba a las tres. Si quería estar allí cuando Brian Rusk saliera, tenía que ponerse en marcha enseguida.

—Déjame ver ese dije —contestó.

Polly asió la cadenita de plata que llevaba en torno al cuello y sacó con ella el pequeño objeto de plata. Lo acunó en la palma de la mano y cerró los dedos en torno a él cuando Alan hizo un gesto de ir a tocarlo.

—Esto…, me parece que no deberías hacerlo. —Polly lo dijo con una sonrisa, pero su incomodidad saltaba a la vista—. Podría perturbar las vibraciones, o algo así.

—¡Oh, Polly, vamos! —exclamó él molesto.

—Escucha —le dijo la mujer—, dejemos las cosas claras, ¿de acuerdo? ¿Quieres? —En su voz asomaba de nuevo la cólera. Polly intentaba dominarla, pero ahí estaba—. Para ti es fácil tomarte esto a la ligera. No eres tú quien debe emplear esas teclas enormes en el teléfono, ni tomar esas recetas de Percodan.

—¡Vamos, Polly, eso son…!

—No, nada de «¡Vamos, Polly!» —Brillantes puntos de color habían inundado sus mejillas. Más adelante, al reflexionar sobre el asunto, la mujer comprendería que parte de aquella ira procedía de un hecho muy sencillo: el domingo anterior se había sentido igual que Alan se sentía ahora. Algo había sucedido desde entonces para cambiar de punto de vista, y asimilar aquel cambio no era fácil—. Esto funciona. Sé que es una locura, pero funciona. El domingo por la mañana, cuando Nettie vino a verme, yo estaba consumida de dolor. Incluso había empezado a pensar que la auténtica solución a todos mis problemas podría ser una doble amputación. El dolor era tan terrible que le daba vueltas en la cabeza a tal idea con una sensación que era casi de sorpresa. Algo así como: «¡Por supuesto! ¡La amputación! ¿Cómo no se me había ocurrido antes? ¡Si es evidente!». Pues bien, Alan, hoy, apenas dos días después, lo único que tengo es lo que el doctor Van Allen llama «dolor fugitivo», e incluso este parece estar desapareciendo. Recuerdo que hace un año más o menos pasé una semana a dieta de arroz integral porque se suponía que tenía efectos beneficiosos. ¿Tan distinto te parece esto?

Conforme hablaba, la cólera había desaparecido de su voz; sus ojos miraban a Alan con un aire casi de súplica.

—No lo sé, Polly. Te aseguro que no lo sé.

La mujer abrió la mano y sostuvo el azká entre los dedos pulgar e índice. Alan se inclinó hacia delante para observarlo, pero esta vez no hizo el menor movimiento para tocarlo. Era un objeto de plata de pequeño tamaño, no completamente esférico. Unos minúsculos agujeros, no mucho mayores que los puntos negros que componen las fotografías de un periódico, tachonaban su mitad inferior.

El dije despedía un apagado brillo bajo la luz del sol.

Mientras lo observaba, le invadió un sentimiento poderoso e irracional: no le gustaba. Aquel objeto no le gustaba en absoluto. Alan tuvo que contener el impulso, súbito y poderoso, de alargar la mano y, simplemente, arrancarlo del cuello de Polly y arrojarlo por la ventana abierta.

Exacto. Una idea fantástica. Hazlo, y te encontrarás recogiendo los dientes por todo el coche, se dijo.

—A veces me da la impresión de que algo se mueve en su interior —apuntó Polly con una sonrisa—. Como un frijol saltarín mexicano, o algo parecido. Qué tontería, ¿verdad?

—No lo sé.

Alan contempló el dije con profundo recelo mientras Polly volvía a colocárselo en el interior de la blusa. Sin embargo, una vez hubo desaparecido de la vista y los dedos de la mujer —sus dedos innegablemente más ágiles— hubieron terminado de abrochar la blusa hasta el cuello, la sensación empezó a diluirse. Lo que no se desvaneció fue su creciente sospecha de que el señor Leland Gaunt estaba timando a la mujer que amaba… Si así era, Polly no debía de ser la única.

—¿No has pensado que podría ser otra cosa? —Alan hablaba ahora con el cuidado de un hombre que utiliza las piedras resbaladizas de un vado para atravesar un río de aguas rápidas—. Ya sabes que en alguna ocasión has tenido remisiones.

—¡Pues claro que lo sé! —replicó Polly con nerviosa paciencia—. ¡Son mis manos!

—Solo intento…

—Estaba segura de que reaccionarías así, Alan. Las cosas son bastante sencillas: sé muy bien qué se experimenta en una remisión de los dolores artríticos y te aseguro que esto no tiene nada que ver. Durante los cinco o seis últimos años he tenido períodos en los que me encontraba bastante bien, pero ni en el mejor de esos momentos me he sentido tan bien como ahora. Esto es diferente. Es como… —Dejó la frase en el aire, pensativa, y luego hizo un gesto de frustración casi exclusivamente con manos y hombros—. Es como estar bien otra vez. No espero que entiendas exactamente a qué me refiero, pero no puedo expresarlo mejor.

Alan asintió ceñudo. Entendía muy bien lo que ella decía, y también entendía que hablaba en serio. Tal vez el azká había liberado algún poder curativo latente en su propia mente. ¿Era posible tal cosa, aunque la enfermedad en cuestión no fuera de origen psicosomático? Los rosacruces pensaban que ese tipo de cosas se producían continuamente. Bien mirado, lo mismo creían los millones de personas que habían comprado el libro de L. Ron Hubbard sobre la dianética. Alan no sabía qué pensar; lo único que podía afirmar con rotundidad era que nunca había sabido de un ciego que recuperara la vista por la fuerza de la voluntad o de un herido que detuviera una hemorragia mediante un esfuerzo de concentración.

Y de una cosa más estaba seguro: en aquella situación había algo que olía mal. Algo apestaba como un pez que llevara tres días muerto bajo el cálido sol.

—Dejemos ya el asunto —propuso Polly—. Estoy agotada de tanto contenerme para no enfadarme contigo. Entra ahí conmigo y habla con el señor Gaunt tú mismo. Ya es hora de que lo conozcas, de todos modos. Quizá él pueda explicarte mejor qué hace el amuleto… y qué no.

Alan consultó de nuevo el reloj. Las tres menos catorce minutos. Durante un breve instante, pensó en hacer lo que Polly proponía y dejar a Brian Rusk para más tarde. Sin embargo, parecía conveniente ir a encontrarlo a la salida de la escuela, hablar con él lejos de su casa. Conseguiría mejores respuestas si charlaba con el chico sin la presencia de su madre; de lo contrario, esta rondaría en torno a ellos como una leona protegiendo a su cachorro, los interrumpiría y quizá hasta le diría a su hijo que no respondiera. Ahí estaba el meollo del asunto: si resultaba que su hijo tenía algo que ocultar o, simplemente, la señora Rusk lo pensaba, a Alan le podía resultar muy difícil, si no imposible, conseguir la información que necesitaba.

En la tienda lo aguardaba un posible artista del timo; en Brian Rusk podía tener la clave para la solución de un doble asesinato.

—No puedo, cariño —respondió Alan—. Quizá hoy mismo, un poco más tarde, pero ahora debo acudir a la escuela secundaria para hablar con alguien, y tengo que irme pitando.

—¿Es algo relacionado con Nettie?

—Con Wilma Jerzyck…, pero si mi corazonada es cierta, también afectará a Nettie. Si descubro algo, te lo contaré más tarde. Mientras tanto, ¿puedo pedirte una cosa?

—¡Estoy decidida a comprarlo, Alan! ¡No son tus manos!

—No es eso. Doy por sentado que lo comprarás. Solo quería decirte que le pagues con un cheque. Gaunt no tiene por qué no aceptarlo…, si es un comerciante honrado, por supuesto. Tú vives en el pueblo y tienes el banco al otro lado de la calle, pero si sucede algo raro, dispondrás de unos días para dar orden de que no se atienda el pago.

Sí, era un consejo muy razonable. Polly tuvo que reconocerlo. Y era aquella postura tan lógica, aquella terca racionalidad frente a lo que a ella le parecía una auténtica curación milagrosa, lo que provocaba en aquel momento la cólera de la mujer, que reprimió el impulso de chasquear los dedos delante de la cara de Alan y gritarle: «¿No ves esto? ¿Acaso estás ciego, Alan?». El hecho de que Alan tuviera razón, de que el señor Gaunt no debería tener problemas con el cheque si era un comerciante honesto, no hacía sino enfurecerla aún más.

Ten cuidado, le susurró una voz. Ten cuidado, no te precipites, piénsatelo bien antes de abrir la boca. Recuerda que amas a este hombre.

Pero otra voz, una voz más fría y que apenas reconoció como suya, replicó: ¿De veras? ¿Le quiero de verdad?

—Está bien… —Polly suspiró al fin con los labios apretados, al tiempo que se apartaba de él deslizándose por el asiento—. Gracias por cuidar de mis intereses, Alan. A veces se me olvida lo mucho que necesito a alguien que lo haga, ¿sabes? Me aseguraré de extenderle un cheque.

—Polly…

—No, Alan. Dejémoslo ya. Hoy no quiero seguir discutiendo contigo ni un momento más.

Ella abrió la puerta y se apeó con agilidad. Al hacerlo, se le subió la falda dejando a la vista por unos instantes sus muslos larguísimos, que le cortaban a uno la respiración.

Alan se dispuso a salir por su lado, decidido a detenerla, a hablar con ella, a tranquilizar las cosas y a hacerle ver que solo había expresado sus dudas en voz alta porque le preocupaba lo que le sucediese. Después echó otro vistazo al reloj. Las tres menos nueve. Aunque se diera prisa, Brian Rusk podía escapársele.

—Hablaremos esta noche —dijo por la ventanilla.

—Estupendo —respondió ella—. Llámame, Alan.

Se encaminó hacia la puerta bajo el toldo sin volver la cabeza. Antes de poner el coche marcha atrás y reincorporarse al tráfico, Alan escuchó el tintineo de una campanilla de plata.

5

—¡Señora Chalmers! —exclamó el señor Gaunt con satisfacción, al tiempo que hacía una pequeña marca en la hoja de papel colocada junto a la caja registradora. La lista de nombres ya estaba casi completa; el de Polly era el penúltimo.

—Por favor, llámeme Polly.

—Perdone. —La sonrisa de Leland Gaunt se hizo más franca—. Polly.

Ella le devolvió la sonrisa, pero su mueca era forzada. Una vez dentro de la tienda, sentía cierta pena por el modo en que se habían separado, enfadados, ella y Alan. De pronto se encontró esforzándose por no romper en sollozos.

—Señora Chalmers… Polly… ¿Se encuentra usted mal? —Gaunt salió de detrás del mostrador—. Está un poco pálida.

Su rostro tenía una expresión de genuina preocupación. Y aquel era el hombre que Alan creía un estafador, pensó Polly. Si pudiera verlo en aquel momento…

—Es el sol, creo —respondió con una voz no del todo firme—. Hace mucho calor ahí fuera.

—Pero aquí se está fresco —apuntó él en tono tranquilizador—. Vamos, Polly. Venga a sentarse.

La condujo hasta una de las sillas de terciopelo rojo, con la mano cerca de su rabadilla pero sin llegar a tocarla en ningún momento. Polly se sentó, con las rodillas juntas.

—Casualmente, estaba mirando por la ventana —comentó Gaunt, tomando asiento en la silla contigua y recogiendo las manos sobre el regazo—. Me ha parecido que usted y el comisario discutían.

—No es nada —susurró ella, pero al instante un grueso lagrimón le cayó del ojo izquierdo y le resbaló por la mejilla.

—Al contrario —dijo Gaunt—. Significa mucho.

Polly levantó la vista hacia él sorprendida, y los ojos color avellana del señor Gaunt cautivaron su mirada. ¿Eran de aquel color cuando los había visto la vez anterior? No lograba recordarlo con certeza. Lo único que sabía era que, al mirarlos, todas las penas del día —el funeral de la pobre Nettie, la estúpida pelea que había tenido con Alan— empezaban a disolverse.

—¿De… de veras?

—Creo que todo va a salir perfectamente, Polly —afirmó con voz suave—, si confías en mí. ¿Qué me dices? ¿Confías en mí?

—Sí —contestó ella, aunque algo en su interior, algo lejano y difuso, le gritó un aviso desesperado—. Sí. Diga lo que diga Alan, confío en usted con todo mi corazón.

—Eso está muy bien —asintió el señor Gaunt. Alargó la mano y tomó una de las de Polly. Ella hizo una mueca de desagrado, pero enseguida recuperó su expresión indiferente y adormilada—. Está muy, muy bien. Y no era preciso que tu amigo, el comisario, se preocupara; para mí, tu cheque personal es tan bueno como el oro.

6

Alan vio que iba a llegar tarde a menos que conectara la luz intermitente y la pusiera sobre el techo del vehículo, y no quería hacerlo. No quería que Brian Rusk viera un coche de la policía; quería que el chico viera un automóvil familiar algo desvencijado, parecido al que conducía su padre, probablemente.

Era demasiado tarde para llegar a la escuela antes de que terminara la jornada. Alan aparcó en el cruce de Main Street y la calle de la escuela. Era la ruta más lógica que podía coger Brian, y Alan iba a tener que esperar que la lógica funcionara un poco aquella tarde.

Se apeó del coche, se apoyó en el parachoques y se palpó los bolsillos buscando un chicle. Estaba desenvolviéndolo cuando oyó el timbre de las tres en punto en la escuela, vago y distante en el aire cálido.

Decidió hablar con el señor Leland Gaunt, de Akron, Ohio, con cita previa o sin ella, tan pronto como terminara con Brian Rusk, pero, de forma igualmente repentina, cambió de idea. Antes llamaría a la oficina del fiscal general en Augusta y haría que comprobasen el nombre de Gaunt en el listado de timadores. Si no encontraban nada allí, podrían enviar el nombre al ordenador LAWS de búsqueda e identificación, en Washington. En opinión de Alan, aquel ordenador era una de las pocas cosas buenas que había hecho la administración Nixon.

Los primeros chiquillos bajaban ya por la calle entre gritos, brincos y risas. De pronto, a Alan se le ocurrió una idea y abrió la puerta del conductor del coche. Alargó la mano hasta el asiento del acompañante, abrió la guantera y revolvió lo que había dentro. Mientras lo hacía, la lata de nueces de broma que había sido de Todd cayó al suelo del vehículo.

Estaba ya a punto de rendirse cuando encontró lo que buscaba. Lo cogió, cerró la guantera enérgicamente y volvió a salir del coche. En las manos tenía un pequeño sobre de cartón con un adhesivo en el centro que decía:

El truco de la flor plegable

Piedra Negra, Compañía de Magia

Greer St., 19 Paterson, N. J.

A continuación sacó del sobre otro aún más pequeño, una especie de grueso bloc de papel de seda multicolor que procedió a colocar bajo la pulsera del reloj. Todos los magos tienen diversos «escondites» de «recursos» sobre su persona y en sus ropas, y cada cual tiene su escondite favorito. El de Alan era bajo la pulsera del reloj. Una vez en su sitio el famoso truco de la flor plegable, Alan volvió a la vigilancia por si aparecía Brian Rusk. Vio a un chico en bicicleta que zigzagueaba armando alboroto entre los grupos de jóvenes peatones y se puso en guardia al instante. Luego comprobó que era uno de los gemelos Hanlon y se permitió relajarse un poco.

—Ve más despacio o te pondré una multa —le gruñó Alan cuando el chico pasó a toda velocidad por las inmediaciones. Jay Hanlon lo miró desconcertado y casi chocó contra un árbol. Cuando continuó pedaleando, lo hizo a una velocidad mucho más reducida y tranquila.

El comisario lo siguió con la mirada unos instantes, divertido; luego se volvió de nuevo en dirección a la escuela y reanudó su búsqueda de Brian Rusk.

7

Sally Ratcliffe subió la escalera desde su pequeña sala de logopedia hasta la planta baja de la escuela secundaria cinco minutos después de que sonara el timbre de las tres en punto y cruzó el vestíbulo en dirección a su despacho. El vestíbulo se estaba vaciando rápidamente, como sucedía siempre que los días eran cálidos y despejados. Fuera, entre un griterío, grupos de alumnos cruzaban el césped hacia los autocares números 2 y 3, que aguardaban soñolientos junto al bordillo. Los zapatos bajos de Sally resonaban en el suelo con un taconeo. En la mano llevaba un sobre de papel marrón. El nombre escrito en el sobre, Frank Jewett, estaba vuelto contra su pecho, suavemente redondeado.

Hizo una pausa ante la sala 6, la puerta contigua a la del despacho, y echó un vistazo a través del cristal reforzado con alambres. Al otro lado, el señor Jewett estaba hablando con la media docena de maestros encargados de dirigir los deportes de otoño e invierno.

Frank Jewett era un hombrecillo gordinflón que siempre le recordaba a Mr. Weatherbee, el director del colegio en las tiras de Archie. Igual que Mr. Weatherbee, a Jewett siempre se le deslizaban las gafas por la nariz.

Sentada a su derecha estaba Alice Tanner, la secretaria de la escuela. Parecía estar tomando notas.

El señor Jewett miró a su izquierda, vio a Sally asomada a la ventana y le dedicó una de sus melindrosas sonrisitas. Ella levantó la mano a modo de saludo y se obligó a devolverle la sonrisa, recordando los tiempos en que la alegría asomaba espontáneamente a sus labios; sonreír, después de rezar, era entonces para ella lo más natural del mundo.

Algunos de los otros maestros se volvieron para averiguar a quién miraba su intrépido líder. Lo mismo hizo Alice Tanner. Alice agitó los dedos en dirección a Sally con aire tímido y una mueca de dulzura de sacarina.

Lo saben, se dijo Sally. Todos y cada uno de ellos sabían que Lester y ella ya eran agua pasada. Irene había estado tan encantadora la noche anterior, tan comprensiva, y tan impaciente por vomitar lo que había escuchado… Aquella pequeña zorra…

Sally respondió agitando los dedos y advirtió la correspondiente sonrisa tímida —y absolutamente falsa— que se formaba en sus labios. Ojalá te aplaste un camión camino de tu casa, estúpida con aspecto de puta, pensó para sí. Después continuó su camino taconeando con sus recatados zapatos.

Cuando el señor Gaunt la había llamado durante su hora libre y le había dicho que había llegado el momento de terminar de pagar la maravillosa astilla santa, Sally había reaccionado con entusiasmo y una especie de amargo placer. Percibía que la «bromita» que había prometido gastar al señor Jewett era muy perversa, pero eso le parecía estupendo. Aquella tarde se sentía perversa.

Puso la mano en el tirador de la puerta del despacho… y se detuvo.

¿Qué te pasa?, se preguntó de pronto. Tienes la astilla, ese maravilloso pedazo de madera santa que lleva en su interior esa visión maravillosa y sagrada. ¿No se supone que objetos como ese hacen mejor a la persona? ¿Que la hacen más serena, más en contacto con Dios Padre Todopoderoso? Tú no pareces más serena ni más en contacto con nadie. Te sientes como si alguien te hubiera llenado la cabeza con alambre de espino.

—Sí, pero no es culpa mía, y tampoco de la astilla —murmuró Sally—. Es culpa de Lester. Del señor Lester «Gran Polla» Pratt.

Una chica bajita, con gafas y un gran aparato en los dientes, apartó la vista del cartel que estaba estudiando y observó con curiosidad a Sally.

—¿Qué miras tú, Irvina? —inquirió Sally.

—Nada, zeñorita Ratcliff —respondió la niña con un parpadeo.

—Entonces ve a mirar a otra parte —soltó Sally—. La escuela ya ha terminado, ¿sabes?

Irvina echó a correr pasillo abajo, lanzando de vez en cuando una mirada desconfiada por encima del hombro.

Sally abrió la puerta del despacho y entró. Había encontrado el sobre exactamente donde el señor Gaunt le había dicho que estaría, detrás de los cubos de basura junto a las puertas de la cafetería. El nombre del señor Jewett lo había escrito ella de su puño y letra.

Echó un nuevo vistazo por encima del hombro para asegurarse de que aquella putilla de Alice Tanner no salía tras ella. Después abrió la puerta del despacho interior, cruzó la estancia y dejó el sobre en el escritorio de Frank Jewett.

Ahora quedaba el otro asunto. Abrió el cajón superior del escritorio y sacó unas tijeras de buen tamaño. Se inclinó y tiró del último cajón de la izquierda. Estaba cerrado. El señor Gaunt ya le había advertido que probablemente lo estaría. Sally lanzó una mirada a la antesala y comprobó que seguía vacía y que la puerta que daba al pasillo continuaba cerrada. Estupendo. Excelente. Introdujo la punta de las tijeras en la rendija superior del cajón cerrado y tiró de ellas con fuerza. La madera se astilló y Sally notó la sensación, extraña y placentera, de que los pezones se le ponían erectos. Aquello resultaba divertido. Arriesgado pero divertido.

Introdujo de nuevo las tijeras —esta vez, las puntas se hundieron bastante más— y las movió hacia arriba haciendo palanca. La cerradura saltó y el cajón se deslizó sobre las guías, dejando a la vista el contenido. Sally abrió la boca en un gesto de absoluta sorpresa. Después inició una risilla con unos grititos amortiguados que, en realidad, más parecían chillidos que carcajadas.

—¡Vaya, señor Jewett! ¡Eres un chico muy descarado!

En el cajón había un grueso montón de revistas de pequeño formato y, en efecto, el título de la que estaba encima era Chico descarado. La imagen borrosa de la tapa mostraba a un niño de unos nueve años con una gorra de motorista estilo años cincuenta y nada más.

Sally introdujo las manos en el cajón y sacó las revistas. Había una decena de ellas, tal vez más. Chicos felices, Ricuras desnudas, La flauta dulce, La granja de Bobby. Hojeó una y no pudo creer lo que estaba viendo. ¿De dónde salían aquellas revistas? Desde luego, no las vendían en el almacén, ni siquiera en aquel estante superior sobre el cual predicaba el reverendo Rose a veces en la iglesia, el que tenía aquel rótulo de SOLO PARA MAYORES DE 18 AÑOS, POR FAVOR.

De pronto, una voz que conocía bien habló en su cabeza: Deprisa, Sally. La reunión casi ha terminado y no querrías que te sorprendieran aquí, ¿verdad?

Y también escuchó una segunda voz, de mujer, que Sally fue incapaz de identificar. Aquella segunda voz era como la que se oía en el teléfono cuando se habla con alguien y se produce un cruce de líneas: Más que justo, decía la voz desconocida. Me parece divino.

Sally acalló la voz y llevó a cabo lo que el señor Gaunt le había indicado que hiciera: esparcir las revistas sucias por todo el despacho del señor Jewett. Después dejó las tijeras en su sitio y abandonó la estancia rápidamente, cerrando la puerta tras ella. Abrió la del antedespacho y se asomó. No había nadie en el pasillo…, pero las voces procedentes del aula 6 eran más audibles y se oían unas risas. Estaban a punto, en efecto, de levantar la sesión; había sido una reunión inusualmente breve.

Menos mal que tenía al señor Gaunt, pensó Sally mientras salía al pasillo. Casi había llegado a la puerta principal de la escuela cuando oyó salir al grupo del aula 6. Sally no se volvió. Se dio cuenta de que no había pensado en Lester Pratt durante los últimos cinco minutos, cosa que le pareció estupenda. Podía irse a casa, prepararse un buen baño de burbujas, meterse en la bañera con su astilla maravillosa y pasarse las dos horas siguientes sin pensar en el señor Lester «Gran Polla» Pratt. ¡Qué fantástico sería! ¡Sí, qué cambio tan fantástico…!

Pero ¿qué acababa de hacer allí dentro? ¿Qué contenía el sobre? ¿Quién lo había puesto allí, junto a la cafetería? ¿Y cuándo? Y, lo más importante, ¿qué había provocado con su intervención?

Se quedó inmóvil unos instantes, notando cómo la frente y las sienes se le perlaban de sudor. Abrió los ojos, saltones y alarmados, como los de un cervatillo asustado. Después los entornó y echó a andar otra vez. Llevaba puestos unos pantalones ajustados que le rozaban de un modo extrañamente placentero, lo cual le recordó sus frecuentes sesiones de besuqueo con Lester.

No me importa qué he hecho, pensó. En realidad, espero que sea algo realmente perverso. Jewett se merece una broma perversa, con ese aire de Mr. Weatherbee pero con esas asquerosas revistas en el cajón. Espero que le dé un ataque cuando entre en el despacho.

—Sí, espero que a ese jodido le dé un ataque —susurró para sí. Era la primera vez en su vida que pronunciaba aquella palabra, y los pezones se le endurecieron y empezaron a cosquillear otra vez. Sally apretó el paso, pensando vagamente que quizá había otras cosas que podía hacer en la bañera. De pronto le pareció que ella también tenía un par de necesidades. No estaba muy segura de cómo satisfacerlas exactamente, pero tenía la impresión de que sabría descubrirlo.

Al fin y al cabo, ya se sabe, a Dios rogando y con el mazo dando.

8

—¿Te parece un precio justo? —preguntó el señor Gaunt a Polly.

Ella se dispuso a responder, pero se interrumpió. De repente, algo parecía haber desviado la atención del señor Gaunt; su mirada estaba perdida en el vacío y sus labios se movían en silencio, como si rezara.

—¿Señor Gaunt?

El dueño de la tienda se sobresaltó ligeramente. Luego volvió a fijar la mirada en ella y sonrió.

—Perdona, Polly. A veces mi cabeza divaga y…

—El precio parece más que justo. —Polly sonrió—. Me parece divino.

La mujer sacó el talonario de cheques del bolso y empezó a escribir. De vez en cuando se preguntaba vagamente qué estaba haciendo allí, pero luego notaba los ojos del señor Gaunt buscando los suyos, y cuando los alzaba para cruzar sus miradas, las dudas y las preguntas se acallaban al instante.

—Asegúrate de rellenar la matriz —le indicó el señor Gaunt—. Seguro que ese entrometido amigo tuyo querrá verla.

—Quiere venir a visitarle —le dijo Polly, mientras realizaba lo que Gaunt le acababa de sugerir—. Cree que es usted un timador.

—Tu amigo hace muchas suposiciones y también muchos planes —murmuró el señor Gaunt—, pero sus planes van a cambiar y sus suposiciones se desvanecerán como la niebla una mañana ventosa. Puedes estar segura.

—Usted no… no va a hacerle daño, ¿verdad?

—¿Yo? Me tienes en muy mal concepto, Patricia Chalmers. Yo soy un pacifista, uno de los grandes pacifistas del mundo. No levantaría un dedo contra nuestro comisario. Solo me refiero a que esta tarde estará ocupado al otro lado del puente. Todavía no lo sabe, pero tendrá mucho trabajo.

—¡Oh!

—Verás, Polly…

—¿Sí?

—Ese cheque no constituye el pago completo por el azká.

—¿Ah, no?

—No. —Gaunt tenía en las manos un sobre blanco sin marcas. Polly no tenía la más remota idea de dónde había salido, pero no le dio la menor importancia al detalle—. Para terminar de pagar el amuleto, tendrás que ayudarme a gastar una pequeña a alguien.

—¿A Alan? —De pronto se sintió alarmada como un conejo de bosque al captar el olor de un incendio una tarde de canícula—. ¿Gastarle una broma a Alan?

—¡Claro que no! —respondió él—. Pedirte que gastaras una broma a alguien que conoces, y más aún a alguien a quien crees que amas, sería poco ético, querida.

—¿De veras?

—Sí…, aunque creo que deberías reflexionar con calma sobre tu relación con el comisario. Tal vez descubrirías que todo se reduce a una elección bastante simple: un pequeño dolor ahora para ahorrarte un gran dolor más tarde. Dicho de otro modo, los que se casan con prisas suelen tener tiempo de sobra para arrepentirse.

—No lo comprendo.

—Ya lo sé. Me entenderás mejor, Polly, cuando hayas visto tu correo. ¿Sabes?, no soy el único que ha atraído la atención de ese fisgón. Pero de momento hablemos de esa broma que quiero que gastes. El objeto de la broma es un tipo al que he empleado hace poco. Se llama Merrill.

—¿Ace Merrill?

La sonrisa del señor Gaunt se desvaneció al instante.

—No me interrumpas, Polly. No me interrumpas nunca cuando esté hablando. No vuelvas a hacerlo si no quieres que las manos se te hinchen como pequeños neumáticos llenos de gas venenoso.

Polly se apartó hacia atrás, rehuyéndolo, con los ojos brumosos y soñadores muy abiertos.

—Yo… lo siento.

—Está bien. Acepto tus disculpas… por esta vez. Ahora escúchame. Y presta mucha atención.

9

Frank Jewett y Brion McGinley, profesor de geografía y entrenador de baloncesto de la escuela secundaria, salieron del aula 6 y se dirigieron al antedespacho del director pisando los talones a Alice Tanner.

Frank, sonriente, iba contándole a Brion un chiste que le había explicado aquel mismo día un representante de libros de texto. Era sobre un médico que no conseguía diagnosticar la enfermedad que sufría una mujer. Finalmente, había conseguido determinar que era una de dos, el sida o la enfermedad de Alzheimer, pero era incapaz de concretar cuál de ellas.

—Entonces el marido de la enferma coge aparte al médico —continuó Frank mientras entraba en el antedespacho. Alice estaba inclinada sobre su mesa repasando una pequeña pila de mensajes, y Frank bajó la voz. Alice podía ser una verdadera lata cuando había por medio un chiste que fuera un poco subido de tono.

—¿Sí?

—Sí. El tipo está realmente preocupado y dice: «Vaya, doctor, ¿no puede hacer nada más? ¿No hay ninguna manera de averiguar cuál de las dos padece?».

Alice escogió dos de los volantes rosas y se dirigió al despacho con ellos. Llegó hasta la puerta, la abrió y se detuvo en seco, como si hubiera chocado contra un muro de piedra invisible. Ninguno de los dos sonrientes blancos pueblerinos de mediana edad se dio cuenta de ello.

—«Claro, es muy fácil», contesta el doctor. «Intérnese cuarenta kilómetros en el bosque con su esposa y déjela allí. Si encuentra el camino de vuelta, no folle con ella.»

Brion McGinley miró a su jefe con la boca abierta y una expresión estúpida; permaneció así unos instantes y luego estalló en sonoras carcajadas. Jewett se unió a ellas. Sus carcajadas eran tan estentóreas que ninguno de los dos oyó a Alice la primera vez que llamó al director.

La segunda vez no hubo problemas. La segunda vez pronunció el nombre en un auténtico alarido.

Frank Jewett se apresuró a acercarse a ella.

—¿Alice? ¿Qué…?

Y entonces vio de qué se trataba y lo asaltó un miedo terrible, vidrioso. Se quedó mudo. Notó un furioso hormigueo en el saco de los testículos; las pelotas parecían querer volver al lugar del que habían salido.

Las revistas.

Las revistas secretas del cajón inferior.

Estaban esparcidas por todo el despacho como un confeti de pesadilla: niños de uniforme, niños en henares, niños con sombreros de paja, niños cabalgando caballitos de madera.

—Por Dios santo, ¿qué…?

La voz, ronca de horror y de fascinación, surgió de la izquierda de Frank. Este volvió la cabeza en esa dirección (los tendones del cuello le crepitaron como los muelles oxidados de una puerta batiente) y vio a Brion McGinley contemplando el confuso revoltijo de revistas con unos ojos tan saltones que parecían a punto de salírsele de las órbitas.

Es una travesura, intentó decir. Una estúpida broma pesada, nada más; esas revistas no son mías. Basta con mirarme para ver que unas revistas como esas no tienen… no tienen ningún interés para un hombre… un hombre de mi… mi…

¿Su qué?

No lo sabía y, en realidad, tampoco importaba porque, de todos modos, se había quedado sin habla. La había perdido por completo.

Los tres adultos permanecieron donde estaban, en un silencio estupefacto, contemplando el despacho de Frank Jewett, director de la escuela secundaria.

Una revista, que había estado en precario equilibrio en el borde del asiento para las visitas, agitó sus páginas en respuesta a una corriente de aire algo caliente que entraba por la ventana entreabierta y luego cayó al suelo. Jovencitos descarados, prometía la cubierta.

Una broma, sí, pensé. Diré que es una jugarreta, pero ¿me creerán? ¿Y si el cajón está forzado? ¿Me creerán si lo está?

—¿Señora Tanner? —preguntó una voz de muchacha detrás de ellos.

El trío —Jewett, Tanner, McGinley— se volvió con aire culpable. Dos chicas de octavo curso, con el uniforme rojo y blanco de las animadoras deportivas, habían entrado en el antedespacho. Alice Tanner y Brion McGinley se movieron casi a la vez para impedir la visión del despacho del director (Frank Jewett parecía clavado en el suelo, petrificado), pero llegaron un poco tarde.

Los ojos de las animadoras se abrieron de par en par. Una de ellas, Darlene Vickery, se llevó las manos a su boquita de rosa y miró al director con aire incrédulo.

Estupendo, pensó Frank. Al día siguiente, a mediodía, todos los alumnos de la escuela lo sabrían. Y a la hora de la cena, todo el pueblo se habría enterado.

—Marchaos, chicas —ordenó la señora Tanner—. Alguien le ha gastado una broma de mal gusto, de muy mal gusto al señor Jewett. No debéis decir a nadie una palabra de esto, ¿entendéis?

—Sí, señora Tanner —respondió Erin McAvoy; tres minutos después ya estaba contando a su mejor amiga, Donna Beaulieu, que el despacho del señor Jewett estaba decorado de fotos de chicos que llevaban brazaletes de heavy metal y poco más.

—Sí, señora Tanner —dijo Darlene Vickery; a los cinco minutos estaba explicando lo sucedido a Natalie Priest.

—Vamos —intervino Brion McGinley. Intentó sonar severo, pero aún tenía la voz afectada por la conmoción—. Largaos.

Las dos chicas salieron a toda prisa, con un revuelo de falditas de animadoras en torno a sus rodillas robustas.

Brion se volvió lentamente hacia Jewett.

—Para mí que… —empezó a decir, pero Frank Jewett no le prestó atención. Entró en su despacho con movimientos lentos, como sonámbulo. Cerró la puerta en la que había pintada la palabra DIRECTOR con meticulosos trazos negros y empezó a recoger las revistas lentamente.

¿Por qué no te limitas a darles una confesión por escrito?, gritó una parte de su mente.

No hizo caso de aquella voz. Otra parte más profunda de su ser, la voz primitiva de la supervivencia, se dejaba oír también, y esta parte le decía que en aquel momento era más vulnerable que nunca. Si hablaba con Alice o con Brion en aquel instante, si intentaba explicarse, no haría más que colgarse como el Amán de la Biblia.

Alice llamaba a la puerta. Frank no hizo caso y continuó su vagar de sonámbulo por el despacho, recogiendo las revistas que había acumulado a lo largo de los últimos nueve años, pidiéndolas por correo una a una y yendo a buscarlas cada vez a la oficina de correos de Gates Falls, convencido en cada ocasión de que la policía del estado o algún equipo de inspectores fiscales caería sobre él como una tonelada de ladrillos. Nunca había sucedido nada. Pero, ahora, aquello…

No creerán que son tuyas, insistió la voz primitiva. No se permitirán creerlo; lo contrario perturbaría demasiado este pequeño pueblo alegre y confiado. Cuando recobres el dominio de ti mismo, deberías ser capaz de convencerlos, se dijo. Pero… ¿quién había hecho una cosa como aquella? ¿Quién podía haberlo hecho? (A Frank no se le ocurrió en ningún momento preguntarse qué loco arrebato le había empujado a trasladar las revistas allí, ¡a su despacho!, precisamente.)

Solo se le ocurría un nombre; el de la única persona de Castle Rock con la que había compartido su vida secreta. George T. Nelson, el maestro de trabajos manuales del instituto. George T. Nelson, quien, bajo su fachada de macho, era un homosexual de pies a cabeza. George T. Nelson, con quien Frank Jewett había asistido una vez a una fiesta en Boston, una fiesta en la que había muchos hombres de mediana edad y un grupito reducido de jovencitos desnudos. Una fiesta de esas que pueden llevarle a uno a la cárcel por el resto de su vida. Una de esas fiestas…

Sobre el escritorio había un sobre de papel marrón, en cuyo centro vio escrito su nombre. Frank Jewett notó una horrible sensación de temor en la boca del estómago. Era como si tuviera allí un ascensor fuera de control. Levantó la vista y encontró a Alice y a Brion mirándolo, casi mejilla con mejilla. Tenían los ojos muy abiertos, como la boca, y Frank pensó que por fin sabía cómo debía de sentirse un pez en un acuario.

«¡Marchaos!», les dijo con un gesto. Pero no se fueron, y por alguna razón, aquello no le sorprendió. Aquello era una pesadilla, y en las pesadillas las cosas no salían nunca como uno quería. Por eso eran pesadillas. Experimentó una profunda sensación de pérdida y de desorientación, pero en algún lugar bajo aquella sensación, como una chispa viva bajo un montón de leña menuda húmeda, ardía una llamita azulada de rabia.

Ocupó su asiento tras el escritorio y puso el montón de revistas en el suelo. Vio que el cajón había sido forzado, como temía. Rasgó el sobre y volcó el contenido sobre la mesa. La mayor parte de este eran fotografías satinadas. Fotografías suyas y de George T. Nelson en aquella fiesta de Boston. Estaban retozando con varios jovencitos (el mayor de aquellos muchachitos no debía de tener más de doce años), y en todas las fotos, la cara de George T. Nelson estaba borrada, pero la de Frank Jewett aparecía nítida como el cristal.

Lo cual tampoco sorprendió mucho a Frank.

En el sobre venía una nota. La sacó y la leyó.

Frank, viejo amigo.

Lamento hacer esto, pero tengo que dejar el pueblo y no me queda tiempo para andarme con rodeos. Quiero dos mil dólares. Tráemelos a casa esta tarde a las siete. De momento puedes salir bien librado de esta; aunque te costará esfuerzo, no será un auténtico problema para un cerdo escurridizo como tú. Pero pregúntate si te gustaría ver clavadas en cada poste de teléfonos del pueblo, justo debajo de los carteles contra la Noche de Casino, copias de estas estampitas. Te meterán entre rejas, amigo. Recuerda, dos mil dólares en mi casa, a las siete y cuarto como máximo, o desearás haber nacido sin polla.

Tu amigo,

GEORGE

Tu amigo.

¡Tu amigo!

Sus ojos no dejaban de releer aquella última línea con una especie de incredulidad, de asombro y de horror.

¡Hijo de puta, Judas traidor! ¿AMIGO?

Brion McGinley seguía golpeando la puerta, pero cuando Frank Jewett alzó la vista de lo que había captado su atención en el escritorio, el puño de Brion se detuvo a medio gesto. El director estaba pálido como la cera, salvo por dos brillantes círculos sonrojados en las mejillas, como los de un payaso. Los dientes asomaban entre sus labios, abiertos en una tensa sonrisa. En aquel momento no se parecía en nada a Mr. Weatherbee.

Mi amigo, pensó Frank. Estrujó la nota con una mano al tiempo que devolvía las fotografías satinadas al interior del sobre. La llama azul de rabia se había convertido en anaranjada. La leña menuda húmeda empezaba a prender. Iré a verlo, claro que sí, se dijo. Iré a tratar este asunto con mi amigo George T. Nelson.

—Claro que sí —murmuró en tono audible—. ¡Desde luego que iré a verlo! —añadió, y sonrió de nuevo.

10

Iban a dar las tres y cuarto y Alan estaba llegando a la conclusión de que Brian Rusk debía de haber tomado otra ruta distinta, pues el flujo de alumnos que salía de la escuela casi había cesado. Y justo cuando ya se llevaba la mano al bolsillo para sacar las llaves del coche, descubrió una figura solitaria en bicicleta que se acercaba por la calle de la escuela. El chico pedaleaba lentamente, casi arrastrándose sobre el manillar, y llevaba la cabeza tan hundida que Alan no conseguía verle la cara.

En cambio, no tenía ninguna dificultad para identificar lo que el muchacho llevaba en la cesta de la bicicleta. Una nevera portátil.

11

—¿Lo has entendido? —preguntó Gaunt a Polly, que tenía el sobre en las manos.

—Sí, lo… lo he entendido. —Sin embargo, en su rostro ausente apareció una ligera mueca de inquietud.

—No pareces muy contenta.

—Bueno, yo…

—Los objetos como el azká no siempre funcionan bien en las personas que no están contentas —dijo el señor Gaunt. Señaló con el índice el bultito que formaba la bolita de plata sobre la piel de su escote y, una vez más, Polly creyó notar que algo se movía en el interior del amuleto. En aquel mismo instante, unos horribles calambres de dolor invadieron sus manos, extendiéndose como una red de crueles garfios de acero.

Polly exhaló un sonoro gemido.

El señor Gaunt dobló el dedo con el que había señalado el amuleto, abandonando su aire imperioso. Polly notó de nuevo el movimiento en la bolita de plata, esta vez más claramente, y el dolor desapareció.

—No querrás que las cosas vuelvan a ser como antes, ¿verdad? —le preguntó el señor Gaunt con voz sedosa.

—¡No! —exclamó Polly. Sus pechos subían y bajaban aceleradamente. Empezó a frotarse las manos con movimientos frenéticos y sus ojos no se apartaron un instante de las pupilas de Gaunt—. ¡No, por favor!

—Porque las cosas podrían ir de mal en peor, ¿verdad?

—¡Sí, claro que podrían!

—Y nadie lo entiende, ¿verdad? Ni siquiera el comisario. Él no sabe qué es despertarse a las dos de la madrugada con el infierno en las manos, ¿verdad?

Polly asintió y rompió a llorar.

—Haz lo que te digo y nunca más tendrás que volver a despertarte en ese estado. ¡Ah, otra cosa!: haz lo que te digo, y si alguien en Castle Rock averigua que tu hijo murió quemado en un incendio en San Francisco, no lo sabrá por mí.

La mujer emitió un grito ronco, desorientado; el grito de una mujer desesperada, presa impotente de una terrible pesadilla.

El señor Gaunt sonrió.

—Existe más de una clase de infierno, ¿no es cierto, Polly?

—¿Cómo se ha enterado de eso? —musitó—. No lo sabe nadie. Ni siquiera Alan. A él le dije que…

—Me he enterado porque saber las cosas es mi oficio. Y el suyo es sospechar, Polly. Alan no se tragó lo que le contaste.

—Pero si me dijo…

—Seguro que te dijo muchas cosas, pero no te creyó. La mujer que contrataste para cuidar del niño era una drogadicta, ¿verdad? Lo sucedido no fue culpa tuya, pero, por supuesto, las cosas que condujeron a esa situación fueron el resultado de decisiones personales, ¿no es así, Polly? De tus decisiones. La chica que pagabas para cuidar de Kelton perdió el conocimiento y dejó caer una colilla de cigarrillo (o tal vez de porro) en una papelera. Suyo fue el dedo que apretó el gatillo, podría decirse, pero el arma estaba cargada debido a tu orgullo, a tu negativa a someterte e inclinar la cabeza ante tus padres y demás buena gente de Castle Rock.

Los sollozos de Polly eran más intensos.

—Sin embargo, ¿acaso una mujer joven no tiene derecho a su orgullo? —inquirió con suavidad el señor Gaunt—. Cuando ha perdido todo lo demás, ¿no tiene al menos derecho a este, a la moneda sin la cual el bolso está absolutamente vacío?

Polly alzó su rostro surcado de lágrimas, desafiante.

—Entonces pensé que era asunto mío —afirmó—. Y aún sigo creyéndolo. Si es o no es orgullo, ¿qué más da?

—Sí —respondió el hombre en tono conciliador—. Has hablado como una valiente…, pero ellos te habrían obligado a desdecirte, ¿verdad? Tus padres, me refiero. Quizá no habría sido agradable (sobre todo con el niño siempre presente para recordarles lo sucedido, y con las malas lenguas que viven en un delicioso remanso de paz como este pueblo), pero sin duda habría sido posible.

—¡Claro! ¡Y me habría pasado el día tratando de escabullirme de mi madre! —estalló ella en un tono furioso y ofensivo que casi no se parecía en nada a su voz normal.

—Sí —convino el señor Gaunt en el mismo tono tranquilizador—. Por eso te mantuviste en tus trece. Tuviste a Kelton y conservaste tu orgullo. Y cuando Kelton murió, todavía te quedó el orgullo…, ¿verdad?

Polly lanzó un grito de pena y de dolor y hundió su rostro, bañado en lágrimas, entre las manos.

—Eso duele más que las manos, ¿no? —continuó el señor Gaunt. Polly asintió con la cabeza sin apartar el rostro de las manos. El dueño de la tienda se llevó los largos dedos de las suyas, repulsivas, detrás de la cabeza y añadió con el tono de voz de quien pronuncia un panegírico—: ¡La naturaleza humana! ¡Cuánta nobleza! ¡Cuánta disposición a sacrificar al compañero!

—¡Basta! —gimió ella—. ¿No puede callar?

—Es un secreto, ¿verdad, Patricia?

—Sí.

Gaunt le tocó la frente. Polly emitió un gemido sofocado pero no se apartó.

—Esa es una puerta al infierno que te gustaría mantener cerrada, ¿no es eso?

La mujer asintió, con el rostro aún entre las manos.

—Entonces haz lo que te digo, Polly —le susurró él. Cogió una de las manos de Polly, la apartó de su rostro y empezó a acariciarla—. Haz lo que te digo y ten la boca cerrada. —Contempló detenidamente las mejillas húmedas y los ojos enrojecidos y llorosos de la mujer y frunció los labios en una breve mueca de disgusto—. No sé qué me pone más enfermo, una mujer llorando o un hombre riéndose. Sécate esas jodidas mejillas, Polly.

Con gesto lento, adormilado, la mujer sacó del bolso un pañuelo con los bordes de encaje y empezó a hacerlo.

—Así está mejor —dijo Gaunt, y se levantó—. Ahora dejaré que te vayas a casa, Polly; tienes cosas que hacer. Pero quiero que sepas que ha sido un placer hacer tratos contigo. Siempre me han gustado las mujeres que se enorgullecen de sí mismas.

12

—Eh, Brian, ¿quieres ver un truco?

El chico de la bicicleta alzó la cabeza rápidamente, apartándose el cabello de la frente, y Alan vio en su rostro una expresión inconfundible: miedo puro, sin adulteraciones.

—¿Un truco? —le dijo el muchachito con voz temblorosa—. ¿Qué truco?

Alan no sabía de qué tenía miedo el muchacho, pero se dio cuenta de una cosa: sus trucos de magia, en los que había confiado a menudo para romper el hielo con los niños, habían provocado en esta ocasión el efecto exactamente opuesto. Era mejor realizar el truco lo antes posible, olvidarlo y empezar de nuevo.

Levantó el brazo izquierdo, en cuya muñeca llevaba el reloj, y dirigió una sonrisa al rostro asustado, vigilante y pálido de Brian Rusk.

—Como verás, no tengo nada en la manga y el brazo está descubierto hasta el hombro. Pero ahora… ¡abracadabra!

Alan pasó la mano derecha abierta por el antebrazo izquierdo, lentamente, y al hacerlo soltó sin esfuerzo, con el pulgar, el pequeño paquete que guardaba bajo el reloj. Cuando cerró el puño, abrió el lazo casi microscópico que mantenía cerrado el paquete. Juntó las palmas y, cuando las separó, apareció un gran ramo de inverosímiles flores de papel donde un momento antes no había más que aire.

Alan había hecho el truco cientos de veces y nunca mejor que aquella calurosa tarde de otoño, pero en el rostro de Brian no apareció la reacción esperada: un momento de desconcierto y sorpresa, seguido de una sonrisa que era una parte asombro y dos partes admiración. El chico lanzó una mirada sumaria al ramo (al comisario le pareció advertir alivio en aquella breve mirada, como si Brian esperara que el truco fuera de características mucho menos agradables) y volvió a clavarla rápidamente en el rostro de Alan.

—No está mal, ¿verdad? —preguntó Alan, y abrió los labios en una gran sonrisa que resultaba tan genuina como la dentadura de su abuelo.

—Ajá —dijo Brian.

—¡Vaya!, me parece que no estás muy impresionado…

Alan juntó las manos, recogiendo el ramo con gran habilidad. Era muy fácil…, demasiado, en realidad. Sería cuestión de ir pensando en comprar otra versión del truco de la flor plegable. Aquellos juegos no duraban mucho. El pequeño resorte que acababa de utilizar empezaba a aflojarse y el papel de brillantes colores no tardaría en rasgarse.

Abrió las manos de nuevo, con una sonrisa más esperanzada en esta ocasión. El ramo había desaparecido, convertido de nuevo en un pequeño cuadrado de papel bajo la pulsera del reloj. Brian Rusk no le devolvió la sonrisa; su rostro no mostraba la menor expresión.

Los restos del bronceado estival no podían enmascarar la palidez que había debajo, ni el hecho de que sus facciones estuvieran en un estado inhabitual de agitación prepuberal: una rociada de granos en la frente, otra más considerable junto a la comisura de los labios y varias espinillas de cabeza negrísima anidadas bajo las aletas de la nariz. Bajo los ojos se le adivinaban unas sombras amoratadas, como si hiciera mucho tiempo desde la última noche que había dormido a pierna suelta.

Aquel muchacho estaba muy lejos de encontrarse bien, pensó Alan. Allí había algo bastante dislocado, tal vez incluso roto. Parecía haber dos posibilidades claras: o bien Brian Rusk había visto al causante de los destrozos en casa de los Jerzyck, o los había efectuado él mismo. Tanto en un caso como en el otro, el chiquillo era un filón, pero si se trataba de lo segundo, Alan casi no podía hacerse idea del tamaño y del peso del sentimiento de culpa que debía de estar atormentando al pobre Brian en aquellos momentos.

—Es un truco excelente, comisario —dijo el muchacho en una voz inexpresiva, carente de emoción—. De verdad.

—Gracias… Me alegro de que te haya gustado. ¿Sabes de qué quiero hablar contigo, Brian?

—Yo… supongo que sí —respondió este, y Alan, de pronto, tuvo la certeza de que el chiquillo iba a confesarle que había sido él quien había roto los cristales de la casa. Allí mismo, en aquella esquina, se lo confesaría, y Alan daría un paso de gigante para descubrir lo que había sucedido entre Nettie y Wilma.

Pero Brian no añadió nada más. Se limitó a mirar a Alan con sus ojos cansados y ligeramente enrojecidos.

—¿Qué sucedió, hijo? —preguntó Alan con su misma voz calmada—. ¿Qué pasó mientras estabas junto a la casa de los Jerzyck?

—No lo sé —le respondió Brian. Su voz sonaba apática—. Pero anoche soñé con eso. Y el domingo por la noche también. Soñé que iba a esa casa, solo que en el sueño veía quién hacía realmente todo ese ruido.

—¿Y quién era, Brian?

—Un monstruo —respondió este. Su tono de voz no cambió, pero un gran lagrimón había aparecido en cada uno de sus ojos, hinchándose en los arcos inferiores de los párpados—. En el sueño, llamo a la puerta en lugar de alejarme en la bici como hice, y la puerta se abre y aparece un monstruo que… que se me… come.

Las lágrimas rebosaron de sus ojos y rodaron lentamente por la perturbada piel de sus mejillas.

Y Alan se dijo que, en efecto, también podía tratarse de eso, de simple miedo. El miedo que podía sentir un chico de la edad de Brian que abriera la puerta del dormitorio de sus padres en un mal momento y los encontrara jodiendo. Al ser demasiado pequeño para saber qué estaban haciendo, creería que se estaban peleando. Y si hacían mucho ruido, tal vez incluso pensaría que estaban matándose.

Pero…

Pero no acababa de convencerlo. Así de simple. Alan tenía la impresión de que el muchacho le estaba mintiendo a pesar de su mirada macilenta, de aquella mirada que decía: «Quiero contárselo todo». ¿Qué significaba aquello? No estaba seguro, pero la experiencia le indicaba que la respuesta más probable era que Brian conocía a quien había arrojado las piedras. Quizá era alguien a quien Brian se sentía obligado a proteger. O quizá el autor del estropicio sabía que Brian lo había visto y el chiquillo también lo sabía. Tal vez Brian tenía miedo de las represalias.

—Alguien lanzó un montón de piedras contra la casa de los Jerzyck —dijo Alan en voz baja y (esperaba) tranquilizadora.

—Sí, señor —respondió Brian, casi en un suspiro—. Supongo que sí. Supongo que pudo ser eso. Yo pensé que se estaban peleando, pero pudo ser alguien arrojando piedras. ¡Crash, bum, bang!

—¿Pensaste que se estaban peleando?

—Sí, señor.

—¿De veras fue eso lo que pensaste?

—Sí, señor.

Alan exhaló un suspiro.

—En fin, ahora ya sabes lo que sucedió. Y sabes que fue una cosa mala. Arrojar piedras a las ventanas de las casas es un asunto muy grave, aunque no suceda nada más a consecuencia de ello.

—Sí, señor.

—Pero en esta ocasión sí que sucedió algo. Lo sabes, ¿verdad, Brian?

—Sí, señor.

Aquellos ojos lo observaban desde la cara pálida y tranquila. Alan empezó a entender dos cosas: el muchacho quería, en efecto, contarle lo sucedido, pero casi con toda seguridad no lo haría.

—Pareces muy desgraciado, Brian.

—¿Sí, señor?

—Ese «sí, señor»… ¿significa que, efectivamente, eres desgraciado?

Brian asintió, y otros dos lagrimones brotaron de sus ojos y le corrieron por el rostro. Alan experimentó dos poderosas emociones contradictorias: una profunda lástima y una incontenible exasperación.

—¿Por qué te sientes desgraciado, Brian? Cuéntamelo.

—Antes tenía un sueño fabuloso —explicó Brian en una voz tan baja que resultaba casi inaudible—. Era una estupidez, pero resultaba fabuloso a pesar de todo. Era sobre la señorita Ratcliffe, mi logopeda. Ahora sé que era una estupidez, pero entonces no lo sabía y así resultaba mejor. ¿Y sabe qué, comisario? Ahora sé muchas más cosas.

Aquellos ojos terriblemente desgraciados se alzaron hasta encontrar de nuevo los de Alan.

—Ese sueño que tengo…, el del monstruo que arroja rocas…, me da miedo, comisario. Pero lo que realmente me hace sentir desgraciado son las cosas que ahora sé. Es parecido a saber cómo hace su truco el mago.

Inclinó la cabeza ligeramente y Alan habría jurado que Brian le observaba la pulsera del reloj.

—A veces es mejor ser tonto. Ahora también sé eso.

Alan posó una mano en el hombro del muchacho.

—Brian, vamos a dejarnos de tonterías, ¿quieres? Cuéntame qué sucedió. Dime lo que viste y qué hiciste.

—Me acerqué a preguntar si querían que les limpiara de nieve el camino particular este invierno —dijo el chiquillo con una voz mecánica, monocorde, que sobresaltó terriblemente a Alan.

El chico tenía el aspecto de uno de tantos chicos norteamericanos de once o doce años (deportivas Converse, tejanos, una camiseta con la cara de Bart Simpson), pero su voz sonaba como la de un robot mal programado en peligro de sobrecargarse. Por primera vez, Alan se preguntó si Brian no habría visto a sus propios padres arrojando las piedras a los cristales de los Jerzyck.

—Oí ruidos —continuó el chiquillo. Hablaba empleando frases sencillas, enunciativas, como se enseña a los detectives de la policía a hablar ante los tribunales—. Eran ruidos alarmantes. Golpes y cosas que se rompían. Así que me alejé en la bici lo más deprisa que pude. La mujer de la casa de al lado estaba en el porche y me preguntó qué sucedía. Creo que ella también estaba asustada.

—Sí —dijo Alan—. Jillian Mislaburski. Hablé con ella.

El comisario tocó la nevera portátil colocada a duras penas en la cesta de la bicicleta de Brian. No le pasó inadvertida la mueca de tensión en los labios del chico cuando lo hizo.

—¿Llevabas contigo esa nevera el domingo por la mañana, Brian?

—Sí, señor. —El chico se secó las mejillas con el revés de la mano y observó con cautela el rostro de Alan.

—¿Qué llevabas en ella?

Brian no dijo nada, pero Alan creyó captar un temblor en sus labios.

—¿Qué había ahí dentro, Brian?

El chico continuó callado.

—¿No la llevarías llena de piedras…?

Con gesto lento y solemne, Brian movió la cabeza: no.

Por tercera vez, el comisario preguntó:

—¿Qué había ahí dentro?

—Lo mismo que hay ahora —susurró Brian.

—¿Puedo abrirla y verlo?

—Sí, señor —respondió Brian con su voz apática—. Supongo que sí.

Alan abrió un ala de la tapa e inspeccionó el interior de la nevera. Estaba llena de cromos de béisbol, de todas las colecciones: Topps, Fleer, Donruss.

—Son para cambiarlos. Los llevo conmigo casi a todas partes —explicó Brian.

—¿Que… los llevas contigo?

—Sí, señor.

—¿Por qué, Brian? ¿Por qué arrastras una nevera llena de cromos de béisbol dondequiera que vas?

—Acabo de decírselo: son para cambiarlos. Uno nunca sabe cuándo surgirá la oportunidad de hacer un buen trato con alguien. Todavía estoy buscando un Joe Foy, que estuvo en el equipo del Sueño Imposible de mil novecientos sesenta y siete, y un cromo del primer año de Mike Greenwell como profesional. El Caimán es mi jugador favorito.

Y esta vez Alan creyó ver un leve y fugaz destello de diversión en los ojos del chico; y casi percibió una voz telepática que entonaba: «¡Te he engañado! ¡Te he engañado!». Pero seguro que solo eran imaginaciones suyas; solo la voz de su propia frustración, remedando la del muchacho.

Era eso, ¿no?

Bueno, ¿y qué esperaba encontrar en aquella nevera, de todos modos? ¿Un montón de piedras y, en cada una, una nota sujeta con gomas elásticas? ¿Realmente había pensado que Brian se encaminaba a hacer lo mismo en otra casa?

Sí, reconoció. Una parte de él había pensado exactamente aquello. Brian Rusk, El Diminuto Terror de Castle Rock. El Lapidador Loco. Y lo peor de todo fue que estaba bastante seguro de que Brian Rusk sabía lo que le pasaba por la cabeza.

«¡Te he engañado! ¡Te he engañado, comisario!»

—Brian, por favor, dime qué está pasando aquí. Si lo sabes, cuéntamelo, por favor.

Brian cerró la tapa de la nevera portátil y permaneció mudo. La tapa produjo un leve chasquido en la soñolienta tarde otoñal.

—¿No lo sabes?

Brian movió la cabeza lentamente y Alan interpretó que el gesto significaba algo más: el chiquillo no podía responder.

—Dime una cosa al menos: ¿tienes miedo de algo? ¿Estás asustado por algo, Brian?

Brian volvió a mover la cabeza con la misma parsimonia.

—Vamos, hijo, dime de qué tienes miedo. Tal vez yo pueda hacer que desaparezca. —Alan se llevó el índice a la insignia que lucía junto al bolsillo izquierdo de la camisa de uniforme y dio unos golpecitos sobre ella—. El pueblo me paga por llevar esta estrella y por algo más, ¿sabes? Porque a veces puedo hacer que desaparezcan las cosas que asustan a la gente.

—Yo… —empezó a decir Brian, pero en aquel instante cobró vida, con su voz chillona, la radio policial que Alan había instalado bajo el salpicadero de su coche privado hacía tres o cuatro años.

—¡Coche uno, coche uno, aquí base! ¿Me recibes? Cambio.

Brian apartó su mirada de Alan y la dirigió hacia el coche y hacia la voz de Sheila Brigham. La voz de la autoridad, de la policía. Alan advirtió que, si el chico había estado a punto de decirle algo (y tal vez solo eran ilusiones suyas pensar que lo había estado), el momento había pasado. Su rostro había vuelto a cerrarse como una concha de almeja.

—Por ahora, ve a casa, Brian. Ya volveremos a hablar de ese… de ese sueño tuyo un poco más adelante, ¿de acuerdo?

—Sí, señor —respondió el chico—. Supongo que sí.

—Mientras tanto, piensa en lo que te he dicho: la mayor parte del trabajo de un comisario consiste en hacer desaparecer las cosas que asustan a la gente.

—Ahora tengo que irme, comisario. Si no llego enseguida a casa, mi madre se pondrá furiosa conmigo.

Alan asintió:

—Claro, Brian. Ni tú ni yo queremos tal cosa. Hasta luego.

Observó al muchacho mientras se alejaba. Brian llevaba la cabeza hundida y, de nuevo, más que pedalear parecía caminar penosamente con la bici entre las piernas. Allí pasaba algo raro, tanto que determinar lo que había sucedido entre Wilma y Nettie empezó a parecerle menos importante que descubrir la causa de aquella expresión fatigada y perturbada en las facciones del chiquillo.

Al fin y al cabo, las dos mujeres estaban muertas y enterradas. Brian Rusk, en cambio, aún estaba vivo.

Regresó junto al viejo coche familiar que debería haber cambiado hacía más de un año, introdujo la cabeza por la ventanilla, cogió el micrófono y pulsó el botón de transmisión.

—Sí, Sheila, aquí coche uno. La recibo. ¿Qué quiere?

—Henry Payton ha llamado preguntando por usted, Alan —dijo Sheila—. Ha dicho que era urgente. Quiere que le ponga en contacto con usted. Cambio.

—Hágalo —respondió Alan, mientras notaba que el pulso se le aceleraba.

—Quizá tarde un par de minutos. Cambio.

—Muy bien, esperaré aquí. Coche uno. Cambio y cierro.

Se apoyó en el costado del coche bajo la sombra moteada de un árbol, micrófono en mano, a la espera de saber qué era tan urgente en la vida de Henry Payton.

13

Cuando Polly llegó a su casa, a las tres menos veinte, se sentía arrastrada en dos direcciones completamente diferentes. Por una parte, experimentaba la necesidad imperiosa y acuciante de llevar a cabo la tarea que el señor Gaunt le había encomendado (a la mujer no le gustaba darle el nombre que él había utilizado, una «broma»; Polly Chalmers no tenía nada de bromista), de cumplir lo prometido para que, de una vez por todas, el azká fuera definitivamente suyo.

Por otra parte, experimentaba la necesidad imperiosa y acuciante de ponerse en contacto con Alan, de contarle exactamente lo que acababa de sucederle… o al menos todo lo que lograba recordar. Y una de las cosas que recordaba muy bien —una cosa que la llenaba de vergüenza y de una especie de horror sordo, pero que recordaba a pesar de todo— era la siguiente: el señor Leland Gaunt odiaba al hombre que ella amaba. Polly también sabía que el señor Gaunt estaba haciendo algo —«algo»— que estaba muy mal. Alan tenía que saberlo. Aunque el azká dejara de surtir efecto, tenía que decírselo.

No hablarás en serio, se recriminó.

Pero sí, una parte de ella hablaba absolutamente en serio. Era aquella parte que se sentía aterrada ante Leland Gaunt aunque no fuese capaz de recordar qué había hecho este, exactamente, para provocarle tal sensación de terror.

«¿Quieres que las cosas vuelvan a ser como antes, Polly? ¿Quieres volver a sentir las manos como si estuvieran llenas de metralla?»

No…, pero tampoco quería que le pasara nada a Alan. Ni que el señor Gaunt consiguiera lo que se proponía hacer, si era algo que iba a perjudicar al pueblo (y Polly sospechaba que así sería). Finalmente, tampoco quería participar en aquello siguiendo sus instrucciones de acudir a la vieja casa desierta de los Camber, al final de la carretera comarcal 3, para gastar allí una especie de jugarreta que ni siquiera entendía.

Así, aquellos sentimientos encontrados, cada uno comandado por su propia voz imperiosa, tiraban de ella mientras regresaba lentamente a su casa. Si el señor Gaunt la había hipnotizado de alguna manera (había salido de la tienda convencida de ello, pero, a cada momento que pasaba, se sentía menos segura de lo sucedido), los efectos ya habían desaparecido. (Polly estaba realmente segura de ello.) Y nunca en la vida se había sentido tan incapaz de decidir qué camino tomar. Era como si le hubieran sorbido del cerebro algún elemento químico vital para la toma de decisiones.

Finalmente, entró en casa dispuesta a hacer lo que le había aconsejado el señor Gaunt (aunque ya no recordaba con claridad cuál había sido ese consejo). Echaría un vistazo al correo y luego llamaría a Alan para contarle qué le había pedido el señor Leland Gaunt.

Si lo haces, susurró la voz interior, el azká dejará de funcionar de verdad.

Sí, pero aún quedaba la cuestión de lo que estaba bien y lo que estaba mal. Aún quedaba eso. Llamaría a Alan, se disculparía por haber sido tan desagradable con él y luego le contaría qué quería de ella el señor Gaunt.

Tal vez incluso le daría el sobre que le había entregado el hombre de la tienda, el que se suponía que debía colocar en la caja metálica.

Tal vez.

Sintiéndose un poco mejor, Polly introdujo la llave en la puerta delantera de la casa, regocijándose de nuevo ante la agilidad con que lo hacía, casi sin darse cuenta de ella, y dio la vuelta a la cerradura. El correo estaba en su lugar de costumbre sobre la moqueta. Aquella tarde no había mucho; normalmente se juntaba más propaganda cuando el servicio de correos tenía un día libre. Se agachó a recogerlo. Había un programa de televisión por cable con el rostro sonriente e increíblemente atractivo de Tom Cruise en la portada, un catálogo de la colección Horchow y otro de The Sharper Image. También había…

Polly vio la única carta y un nudo de pánico empezó a crecerle en el estómago. Iba dirigida a Patricia Chalmers, de Castle Rock, y la remitía el Departamento de Bienestar Infantil de San Francisco, sito en el 666 de Geary Street. Polly recordaba muy bien la dirección, 666 de Geary Street, después de las tres visitas que había hecho al departamento. Tres entrevistas con tres burócratas del servicio de asistencia social, dos de los cuales habían sido hombres. Hombres que la habían mirado como se miraría un envoltorio de caramelo que se le hubiera pegado en uno de sus mejores zapatos. La tercera de las burócratas había sido una mujer negra, muy grande y corpulenta, que sabía escuchar y sabía reír, y había sido aquella mujer la que había estampado finalmente su aprobación a la solicitud de Polly. Pero esta recordaba el número 666 de Geary Street, segundo piso, aún con más detalle. Recordaba la luz del ventanal del fondo del pasillo, que formaba una larga mancha lechosa sobre el linóleo; el eco de las máquinas de escribir de los despachos, con las puertas siempre abiertas; el grupo de hombres que consumía cigarrillos en torno al cenicero lleno de arena del otro extremo del pasillo. Recordó su forma de mirarla, pero, sobre todo, evocó la sensación que había experimentado allí, vestida con su única ropa buena —un traje pantalón oscuro de poliéster, una blusa blanca de seda, unas medias muy finas y zapatos de tacón bajo—, y lo aterrorizada y sola que se había sentido allí, porque el lúgubre pasillo del 666 de Geary Street, segundo piso, le había producido la impresión de un lugar sin corazón y sin alma. Allí se había aprobado su solicitud de Ayuda a Menores, pero lo que más recordaba de aquel sitio era, por supuesto, las negativas; y las miradas de los hombres, cómo le habían mirado los pechos (iban mejor vestidos que Norville, el tipo del restaurante, pero salvo eso no eran muy distintos a él, se dijo), y las bocas de los hombres, la mueca de decorosa desaprobación que aparecía en ellas mientras estudiaban el problema de Kelton Chalmers, el hijo bastardo de aquella pequeña golfa, de aquella recién llegada a la ciudad que en aquel momento no tenía aspecto de hippy, claro que no, pero que sin duda volvería a quitarse aquella blusa de seda y aquel decente traje pantalón en cuanto saliera del edificio, por no hablar del sujetador, para ponerse un par de tejanos ajustados por arriba y acampanados en las perneras y una camiseta teñida a mano que le marcase los pezones. Sus ojos habían dicho todo aquello y más, y aunque la respuesta oficial había llegado a través del correo, Polly había sabido de inmediato que su petición sería rechazada.

Cada una de esas dos primeras veces había abandonado el edificio deshecha en llanto, y al recordarlo revivió el sabor amargo de las lágrimas rodándole por las mejillas. Eso, y cómo la había mirado la gente por la calle.

En sus ojos no había preocupación; solo cierta curiosidad embotada.

Polly había querido borrar de su recuerdo para siempre aquella época y aquel sórdido pasillo del segundo piso, pero de repente todo volvía a su mente con tanta claridad que percibía el olor de la cera del suelo, veía el reflejo lechoso de la luz que entraba por el ventanal, oía el eco vago de las máquinas de escribir mecánicas dando cuenta de un día más en las entrañas de la burocracia.

¿Qué querrían? Dios santo, ¿qué podía querer de ella la gente del 666 de Geary, después de tanto tiempo?

¡Rompe ese sobre!, casi gritó una voz dentro de ella, y la orden fue tan imperiosa que estuvo a punto de obedecerla, pero en lugar de eso lo abrió.

En el interior había una solitaria hoja de papel. Una fotocopia. Y aunque el sobre estaba dirigido a ella, Polly advirtió con desconcierto que no sucedía lo mismo con la carta; iba dirigida al comisario Alan Pangborn.

Bajó la vista hasta el pie del escrito. El nombre mecanografiado bajo la firma decía John L. Perlmutter, y ese nombre despertó un remotísimo recuerdo en ella. Sus ojos descendieron un poco más y, en el mismo margen inferior de la carta, observó una nota: «cc: Patricia Chalmers».

En fin, no era una «cc», una copia con papel carbón, sino una fotocopia, pero ello no modificaba en nada el desconcertante hecho de que la carta iba dirigida a Alan (y ese detalle sembró en su mente la primera idea confusa de que se la habían enviado a ella por error).

Pero por todos los santos, ¿qué…?

Polly se sentó en el banco del vestíbulo y empezó a leer el escrito.

Mientras lo hacía, una sorprendente serie de emociones cruzó su rostro como formaciones de nubes un día revuelto y ventoso: perplejidad, comprensión, vergüenza, horror, cólera y, finalmente, furia.

Lanzó un solitario grito, «¡No!», y volvió atrás y se obligó a releer toda la carta lentamente, de principio a fin.

Departamento de Bienestar Infantil de San Francisco

Geary Street, 666

94112, San Francisco, California.

23 de septiembre de 1991

Comisario Alan J. Pangborn

Comisaría de policía del condado de Castle

Edificio municipal, 2

04055, Castle Rock, Maine.

He recibido su carta de fecha 1 de septiembre y le escribo para decirle que no puedo ofrecerle ninguna ayuda en este asunto. Este departamento tiene como política no proporcionar información sobre los solicitantes de ayudas para niños en la asistencia social más que cuando le obliga a hacerlo una orden válida de un tribunal. Le he enseñado su carta a Martin D. Chung, responsable de nuestro departamento legal, quien me ha encargado que le diga que se ha remitido una copia de su carta a la oficina del fiscal general de California. El señor Chung ha solicitado un dictamen sobre si su petición cumple los requisitos legales. Sea cual fuere el resultado de este dictamen, debo decirle que encuentro impropia y ofensiva su curiosidad por la vida de esa mujer en San Francisco.

Le sugiero, comisario Pangborn, que deje en paz este asunto antes de que incurra en dificultades legales.

Sinceramente,

JOHN L. PERLMUTTER

Director ayudante

cc: Patricia Chalmers

Después de la cuarta lectura de aquella carta, Polly se levantó del banco y se dirigió a la cocina. Lo hizo con pasos lentos, más como quien nada que como quien camina. Al principio, sus ojos estaban confusos, pero un rato después, cuando hubo descolgado el teléfono y marcó el número de la comisaría en las teclas de gran tamaño, ya se habían despejado y la mirada que ardía en ellos expresaba una emoción muy simple e inconfundible: una rabia tan profunda que casi era odio.

Su amante había estado husmeando en su pasado. A Polly la idea le parecía increíble, y a la vez extraña y horriblemente posible. Durante los últimos cuatro o cinco meses se había comparado muchas veces con Alan Pangborn, lo cual significaba que se había sentido inferior en muchísimas ocasiones. A las lágrimas de él había correspondido con una serenidad engañosa, que escondía muchísima vergüenza y dolor y secreto orgullo desafiante. A la sinceridad de Alan, con su pequeña sarta de mentiras. ¡Qué virtuoso le había parecido! ¡Qué abrumadoramente perfecto! ¡Y qué hipócrita le había sonado la insistencia con que ella le aconsejaba que olvidase el pasado!

Mientras tanto, él había estado siguiéndole el rastro e intentando descubrir la verdadera historia de Kelton Chalmers.

—¡Cerdo! —murmuró Polly. Mientras escuchaba los zumbidos del teléfono a la espera de que descolgaran, los nudillos de la mano que sostenía el auricular palidecieron de tensión.

14

Por lo general, Lester Pratt salía del instituto de Castle Rock en compañía de algunos amigos y, juntos, bajaban al supermercado Hemphill a tomar unos refrescos y luego seguían hasta la casa o el piso de alguien para dedicar un par de horas a cantar himnos, a echar una partidita o, simplemente, a charlar. Aquel día, en cambio, Lester abandonó la escuela en solitario, con la mochila a la espalda (despreciaba el tradicional maletín de maestro) y la cabeza gacha. Si Alan hubiera estado allí para ver a Lester cruzando a paso lento el césped de la escuela en dirección al aparcamiento de profesores, le habría sorprendido el parecido entre la actitud del hombre y la de Brian Rusk.

En tres ocasiones durante la mañana, Lester había intentado ponerse en contacto con Sally para saber qué diablos la había enfurecido tanto. El último intento había sido durante el descanso para almorzar. El hombre sabía que Sally estaba en la escuela secundaria, pero lo máximo que había logrado acercarse a ella había sido una breve conversación con Mona Lawless, profesora de matemáticas de sexto y de séptimo curso y amiga de Sally.

—No se puede poner al teléfono —le había dicho Mona, con todo el calor de un ultracongelador cargado de helados.

—¿Por qué? —había replicado él, casi en un gemido—. ¡Vamos, Mona, explícame por qué!

—No lo sé. —El tono de voz de Mona había pasado de la temperatura de un helado en un congelador a la del equivalente verbal del nitrógeno líquido—. Lo único que puedo decirte es que se ha quedado a dormir en casa de Irene Lutjens, que hace cara de haberse pasado toda la noche llorando y que dice que no quiere hablar contigo.

Y todo esto es culpa tuya, decía también el tono gélido de Mona. Lo sé porque eres un hombre y todos los hombres son pura mierda; el tuyo es solo un ejemplo más, un caso concreto e ilustrativo de la situación general.

—¡No tengo la más remota idea de a qué viene todo esto! —había exclamado Lester—. ¿Querrás decirle una cosa de mi parte, al menos? Dile que no sé por qué está enfadada conmigo. Dile que, sea lo que sea, debe de tratarse de un malentendido, porque no tengo la menor idea de qué es.

Se había producido entonces una larga pausa, y cuando Mona volvió a hablar, la temperatura de su voz había subido algunos grados. No muchos, pero ya no producía aquella sensación de hidrógeno líquido.

—Está bien, Lester. Se lo diré.

Al llegar al aparcamiento de profesores, Lester Pratt alzó la cabeza por fin, medio esperando que Sally estuviera en el asiento del acompañante del Mustang, dispuesta a besarle y darlo todo por olvidado. Sin embargo, el coche estaba vacío. La única persona en las inmediaciones era aquel simplón de Slopey Dodd, que practicaba con su monopatín por el aparcamiento.

Steve Edwards apareció detrás de Lester y le dio una palmada en el hombro.

—¡Qué hay, Les! ¿Te apetece venir a mi casa a tomar una Coca-Cola? Varios muchachos han dicho que se acercarían. Tenemos que hablar de ese ultrajante hostigamiento de los católicos. No olvides que esta noche se celebra en la iglesia la gran reunión, y estaría bien que los Adultos Jóvenes pudieran presentar un frente unido cuando sea el momento de decidir qué hacer. Le mencioné la idea a Don Hemphill y me dijo que sí, estupendo, adelante.

Steve miró a Lester como si esperara de él unas palmaditas en la cabeza.

—Esta tarde no puedo, Steve. Tal vez en otro momento.

—¡Eh, Les! ¿No me has entendido? ¡Quizá no haya otro momento! ¡Esos papistas ya no se andan con chiquitas!

—Te digo que no puedo ir —replicó Les. «Y más te vale que no sigas insistiendo», añadió su expresión.

—Está bien, pero… ¿por qué no?

Porque tengo que averiguar qué demonios he hecho para que mi novia se enfade tanto, pensó Lester. Y voy a averiguarlo, aunque tenga que zarandearla para que me lo diga.

Pero en voz alta respondió:

—Tengo cosas que hacer, Steve. Cosas importantes, acepta mi palabra.

—Si se trata de Sally, Les…

Los ojos de Lester centellearon peligrosamente.

—Ni una palabra de Sally.

Steve, un joven inofensivo cuyo celo se había inflamado a consecuencia de la controversia sobre la Noche de Casino, aún no ardía con el suficiente fulgor para no tener en cuenta la línea que Lester Pratt acababa de trazar con tanta claridad. Pero tampoco estaba del todo dispuesto a darse por vencido. Sin Lester Pratt, una reunión de estrategia de los Adultos Jóvenes sería un fiasco, por muchos miembros del grupo de los AA. JJ. que se presentaran. En un tono de voz más moderado, preguntó:

—¿Sabes lo de ese anónimo que recibió Bill?

—Sí —contestó Lester.

El reverendo Rose lo había encontrado en el suelo del vestíbulo de la casa parroquial. Era el anónimo de la «Jodida Rata Babtista», ya conocido por todos. El reverendo lo había hecho circular en una reunión de AA. JJ., varones solo, convocada apresuradamente, porque según él era imposible dar crédito a lo que decía a menos que uno viera con sus propios ojos aquel vil escrito. Resultaba difícil de entender, había añadido el reverendo Rose, lo bajo que habían caído los católicos en sus intentos por acallar la legítima oposición a su noche de juego inspirada por el diablo; leer con sus propios ojos aquella detestable inmundicia tal vez ayudara a aquellos «sanos jóvenes» a comprender con qué se enfrentaban. «Pues ¿no decimos que más vale prevenir que curar?», había concluido el reverendo Rose con grandilocuencia. A continuación había sacado el anómino (lo llevaba guardado en una bolsa de plástico, como si quienes lo manejaban tuvieran que protegerse de una infección) y lo había hecho circular entre el grupo.

Al terminar de leerlo, Lester había estado dispuesto a hacer sonar un buen puñado de campanas católicas, pero ahora le traía sin cuidado, le parecía lejano y un tanto infantil. ¿A quién le importaba si los católicos jugaban con dinero de broma y regalaban unos neumáticos nuevos o un par de electrodomésticos? Si se trataba de escoger entre los católicos y Sally Ratcliffe, Lester sabía muy bien cuál iba a ser su elección.

—¡… una reunión para intentar decidir el siguiente paso! —seguía diciendo Steve, que empezaba a calentarse de nuevo—. Tenemos que tomar la iniciativa en este asunto, Lester. ¡Es preciso que lo hagamos! Según el reverendo Bill, es de esperar que esos que se hacen llamar Católicos Preocupados no hayan dicho con esa nota su última palabra. Su siguiente paso podría ser…

—¡Oye, Steve, haz lo que te dé la gana, pero déjame en paz!

Steve enmudeció y lo miró, visiblemente sorprendido, esperando de forma igualmente patente que Lester, por lo general un tipo de lo más pacífico, recobrara el dominio de sí y se excusara. Cuando comprendió que no iba a escuchar ninguna disculpa, dio media vuelta y empezó a retroceder hacia la puerta de la escuela, poniendo distancia entre él y Lester.

—Muchacho, estás de un humor de perros —murmuró mientras se alejaba.

—¡Exacto! —replicó Lester agresivo. Cerró sus manazas con fuerza y apoyó los puños en las caderas.

Pero Lester estaba más que enfadado; estaba dolido, maldita fuera; se sentía agraviado, y cuantas más vueltas daba al asunto, peor se sentía. Tenía ganas de sacudir a alguien. Al pobre Steve Edwards no, desde luego; lo único que sucedía era que dejarse irritar por Steve parecía haber disparado un conmutador en su cerebro. Aquel conmutador había permitido que fluyera electricidad a un montón de recursos e instrumentos mentales que normalmente estaban silenciosos y en sombras. Por primera vez desde que se enamorara de Sally, Lester —por lo general el más pacífico de los hombres— también se sentía enfadado con ella. ¿Qué derecho tenía Sally a mandarlo a la mierda? ¿Qué derecho tenía a llamarlo cerdo?

Estaba furiosa por alguna causa, ¿verdad? Sí, lo estaba. Incluso era posible que él, de algún modo, le hubiera dado un motivo para enfurecerse de aquella manera. No tenía la más remota idea de cuál podía ser tal causa, pero decidió suponer (solo por seguir con su argumentación) que existía. ¿Le daba ello derecho a perder los estribos y dejarlo plantado sin tener siquiera el detalle de exigirle antes una explicación? ¿Le daba derecho a quedarse en casa de Irene Lutjens para escabullirse de sus intentos de verla, a negarse a contestar sus llamadas, o a emplear a Mona Lawless como mensajera?

Voy a encontrarla, se dijo Lester, y a enterarme de qué he hecho para molestarla. Luego, cuando lo averigüe, podremos arreglar las cosas. Entonces, le largaré el mismo discurso que dirijo a los novatos cuando empiezan los entrenamientos de baloncesto, respecto a que la confianza es la clave del trabajo en equipo.

Se quitó la mochila de la espalda, la arrojó al asiento trasero y se instaló al volante. Al hacerlo, vio algo que asomaba debajo del asiento del copiloto. Algo negro. Parecía un billetero.

Lester lo levantó del suelo al instante, pensando en un primer momento que debía de pertenecer a Sally. Si lo había dejado olvidado en algún momento del largo fin de semana, ya debía de haberlo echado en falta. Estaría preocupada, y si él podía aliviar su preocupación respecto al billetero perdido, tal vez el resto de la conversación resultaría un poco más sencillo.

Pero no era de Sally; lo comprobó en cuanto echó una mirada de cerca al objeto que había recuperado de debajo del asiento. El billetero que tenía en las manos era de cuero negro. El de Sally era de gamuza azul sin curtir, y más pequeño.

Lo abrió por curiosidad. Y lo primero que vio le dejó sin aliento como un directo en el plexo solar. Era la tarjeta de identificación oficial del agente John LaPointe.

¿Por todos los santos, qué hacía John LaPointe en su coche?

Sally lo ha tenido todo el fin de semana, le susurró su mente. ¿Y qué diablos piensas que hacía aquí ese tipo?

—No —dijo en voz alta—. De ninguna manera. Sally no lo haría. No aceptaría verle. Ni pensarlo.

Pero no había duda de que se habían visto. Ella y LaPointe habían salido juntos más de un año a pesar de los crecientes enconos entre los católicos y los baptistas de Castle Rock. Habían roto antes del alboroto acerca de la Noche de Casino, pero…

Lester se apeó del coche e inspeccionó los bolsillos del billetero. Su sensación de incredulidad aumentó. Allí estaba el permiso de conducir de LaPointe, en cuya fotografía llevaba el bigotillo que se había dejado crecer mientras salía con Sally. Lester sabía cómo llamaba cierta gente los bigotes de aquel estilo: «el placer del conejito». También encontró la licencia de pesca de John LaPointe, una foto de sus padres, la licencia de caza y luego…

Lester contempló fijamente la foto que acababa de encontrar. Era una instantánea de John y Sally. Un foto de un tipo y de su novia. Estaban delante de lo que parecía una caseta de tiro de una feria. Se miraban mutuamente y se reían. Sally tenía en los brazos un gran oso de peluche. Probablemente, LaPointe acababa de ganarlo para ella.

Contempló la escena. Una vena se le había hinchado en medio de la frente y latía con potentes impulsos, muy prominente.

¿Qué le había llamado Polly? ¿Cerdo mentiroso?

—¡Pues vaya quién fue a hablar! —masculló.

Dentro de él empezó a crecer la rabia. Muy deprisa. Y cuando alguien le tocó en el hombro, Lester Pratt se volvió, soltando el billetero y levantando los puños. Estuvo en un tris de enviar hasta mediados de la semana siguiente, de un puñetazo, al inofensivo y tartamudo Slopey Dodd.

—¿Entrena… nador P… Pratt? —preguntó Slopey. Tenía los ojos muy abiertos y saltones, pero no parecía asustado. Interesado tal vez, pero no asustado—. ¿Se encu… cuentra bien?

—Sí, estoy bien —respondió Lester con voz apagada—. Vete a casa, Slopey. No deberías andar con el monopatín por el aparcamiento de los profesores.

Se inclinó para recoger el billetero, pero Slopey estaba tres palmos más cerca del suelo y se le adelantó. Echó un vistazo curioso a la foto del carnet de conducir de LaPointe y luego devolvió el billetero al entrenador Pratt.

—Sí —dijo Slopey—. Es el mismo ti… tipo, no hay du… duda.

El chico saltó a su tabla y se dispuso a alejarse sobre ella. Lester lo agarró por la camisa antes de que pudiera hacerlo. El monopatín se deslizó bajo los pies de Slopey, avanzó por su cuenta, encontró un bache y volcó. La camiseta de AC/DCA LOS QUE VAN A VIVIR EL ROCK, NUESTRO SALUDO, decía— que llevaba Slopey se rompió por el cuello, pero al chiquillo no pareció importarle; tampoco mostró una gran sorpresa, y menos aún miedo, ante las acciones de Lester. Este no se dio cuenta. Lester ya no estaba para apreciar matices. Era uno de esos hombres normalmente sosegados que tienen bajo esa capa de placidez un genio vivo y áspero, un arrasador huracán emocional a la espera de desencadenarse. Hay gente que vive toda su existencia ignorando ese temible torbellino. Lester, en cambio, acababa de descubrir el suyo (o, mejor, este lo había descubierto a él), y se encontraba completamente bajo su poder.

Lester, sin dejar de sujetar a Slopey por la camisa con su manaza, casi del tamaño de una lata de jamón, inclinó su rostro sudoroso sobre el de Slopey. La vena del centro de su frente latía más deprisa que nunca.

—¿Qué es eso de que «es el mismo tipo, sin duda»?

—Que… que es el mi… mismo tipo que se fu… fue con la señori… rita Ra… atcliffe después de cla… clase, el viernes.

—¿Que se fue con ella después de clase? —repitió Lester con voz ronca, al tiempo que sacudía a Slopey con tal fuerza que al chaval le castañetearon los dientes—. ¿Estás seguro de eso?

—Sí —respondió el chico—. Se fu… fueron los dos en su co… oche, entrenador Pratt. Con… conducía el hombre.

—¿Que conducía él? ¿Que ese hombre conducía mi coche? ¿Que John LaPointe conducía mi coche con Sally a su lado?

—Sí, e… es el mismo, sin du… duda —insistió Slopey, señalando de nuevo la foto del carnet de conducir de John LaPointe—. Pe… pero antes de su… subir, él le dio un be… beso.

—¿En serio? —inquirió Lester. Su expresión se había serenado repentinamente—. ¿Eso hizo?

—¡Oh, sí, va… aya si lo hizo! —aseguró Slopey, y una amplia sonrisa, un tanto lasciva, iluminó su rostro.

Con una voz suave y sedosa, absolutamente distinta del tono áspero de «¡Eh, chicos, vamos a por ellos!» que era habitual en él, Lester preguntó:

—¿Y ella le devolvió el beso? ¿Qué dirías tú, Slopey?

Slopey puso los ojos en blanco en un gesto de arrobamiento.

—¡Yo di… diría que s… sí! Los dos se ba… babeaban la ca… ara, entrena… ador Pratt!

—Se babeaban la cara… —murmuró Lester con su nueva voz suave y sedosa.

—Sí.

—Se babeaban la cara… —Lester se asombró con su nueva voz suave y sedosa.

—Se lo a… aseguro.

Lester soltó a Slopester, como lo llamaban sus contados amigos, y se enderezó. La vena del centro de su frente seguía latiendo con fuerza. Había empezado a sonreír. Era una mueca desagradable que dejaba a la vista una dentadura que parecía poseer muchas más piezas, blancas y cuadradas, de las que tiene un hombre normal. Sus ojos azules se habían convertido en dos pequeños triángulos bizcos. Sus cabellos, de corte militar, salían de punta de su cabeza en todas direcciones.

—¿En… entrena… ador Pratt? —preguntó Slopey—. ¿Su… ucede a… algo?

—No —respondió Lester Pratt con su nueva voz suave y sedosa. La sonrisa de su rostro no vaciló lo más mínimo—. Nada que no pueda remediar.

Mentalmente, Lester tenía ya sus manos en torno al cuello de aquel falso, aquel papista, aquel ganador de ositos de peluche, ladrón de chicas y comemierdas gabacho de John LaPointe. Aquel gilipollas de uniforme. El mismo gilipollas que, según las apariencias, había enseñado a la chica que Lester amaba, a la chica que apenas entreabría los labios unos milímetros cuando Lester la besaba, a babearle toda la cara.

Primero se ocuparía de John LaPointe. Eso no sería ningún problema. Cuando lo hubiera hecho, tendría que hablar con Sally.

O algo.

—Nada en absoluto que no pueda remediar —repitió con su nueva voz suave y sedosa, mientras volvía a sentarse al volante del Mustang.

El coche se ladeó sensiblemente hacia la izquierda cuando, con sus casi cien kilos de puro solomillo y filete, se instaló en el asiento anatómico. Puso el motor en marcha, aceleró con una serie de rugidos como los de un tigre hambriento en una jaula y salió lanzado con un chirriar de neumáticos.

Slopester, entre toses y apartando con gesto teatral el polvo que le venía a la cara, se dirigió hacia donde había quedado volcado el monopatín.

El cuello de la camiseta había quedado completamente arrancado del resto de la prenda y formaba una especie de gargantilla negra justo por encima de las prominentes clavículas del muchacho.

Slopey sonreía. Acababa de hacer exactamente lo que el señor Gaunt le había ordenado y todo había salido a pedir de boca. El entrenador Pratt se había puesto más furioso que un gato panza arriba.

Ahora ya podía irse a casa a disfrutar de su tetera.

—So… solo me f… falta una co… cosa. Ojalá me pu… udiera librar de la tar… tartamu… udez —dijo, sin dirigirse a nadie en particular.

Slopey montó en el monopatín y se alejó de la escuela.

15

Sheila tuvo dificultades para conectar a Alan con Henry Payton. Hubo un momento en que estuvo segura de haber perdido la comunicación con Henry, quien parecía sumamente nervioso, y temió que tendría que volver a llamarlo a Oxford. Luego, cuando apenas acababa de conseguir semejante hazaña tecnológica, se iluminó la señal de la línea privada de Alan. Sheila dejó a un lado el cigarrillo que se disponía a encender y atendió la llamada.

—Comisaría de Castle Rock; despacho del comisario Pangborn.

—Hola, Sheila. Quiero hablar con Alan.

—¿Polly? —Sheila frunció el ceño. Estaba segura de que era su voz, pero nunca había oído a Polly Chalmers emplear el tono que utilizaba en aquella ocasión: un tono frío y cortante, como el de una secretaria ejecutiva de una gran empresa—. ¿Eres tú?

—Sí —respondió Polly sin cambiar el tono—. Quiero hablar con Alan.

—No puedo ponerte ahora, Polly. Está hablando con Henry Payton en este…

—No importa —la cortó Polly—. Esperaré a que termine.

Sheila empezó a sentirse aturdida.

—Bueno…, verás, lo haría, pero es un poco más complicado de lo que crees. Alan está…, en fin, está de patrulla. He tenido que pasarle la llamada de Henry Payton por la radio del coche.

—Si le has podido pasar la llamada de Payton, también podrás pasarle la mía —replicó Polly en tono frío—. ¿De acuerdo?

—Bueno, sí, pero no sé cuánto tiempo van a…

—No me importa si hablan hasta que el infierno se congele —volvió a interrumpirla Polly—. No cortes mi llamada, y cuando hayan terminado, ponme con Alan. Ya sabes que no te pediría que lo hicieras si no fuera importante, ¿verdad, Sheila?

Sí, Sheila lo sabía. Y sabía también otra cosa: Polly empezaba a darle miedo.

—¿Te encuentras bien, Polly?

Se produjo un largo silencio, hasta que por fin Polly respondió con otra pregunta.

—Oye, Sheila, ¿no habrás mecanografiado alguna carta del comisario dirigida al Departamento de Bienestar Infantil de San Francisco? O, por casualidad, ¿no habrás visto salir para el correo algún sobre con esa dirección?

De pronto, en la cabeza de Sheila se encendieron unas luces rojas, toda una serie de ellas. Sheila casi idolatraba a Alan Pangborn y Polly Chalmers lo estaba acusando de algo. No estaba segura de qué, pero reconocía un tono acusatorio cuando lo oía. Lo reconocía muy bien.

—No puedo dar ese tipo de información —respondió; su tono de voz había descendido veinte grados—. Supongo que será mejor que se lo pidas al comisario, Polly.

—Sí, supongo que será mejor. Retén la llamada y ponme con él cuando puedas, por favor.

—¿Qué sucede, Polly? ¿Te has enfadado con Alan? Porque debes saber que él nunca haría nada que…

—Ya no sé nada de nada —replicó Polly—. Si te he pedido algo que no debía, lo siento. Y ahora, ¿retendrás mi llamada y me pondrás en contacto con él lo antes posible, o tendré que salir a buscarle personalmente?

—No, no, te pondré cuando pueda —dijo Sheila. Su corazón era presa de una extraña inquietud, como si hubiera sucedido algo terrible. Como tantas mujeres de Castle Rock, ella también había creído que Alan y Polly estaban profundamente enamorados, y como tantas mujeres del pueblo, también Sheila tendía a ver a la pareja como personajes de un cuento de hadas, con tintes oscuros, donde al final todo acabaría felizmente. De algún modo, el amor encontraría un camino. Pero en esa ocasión la voz de Polly sonaba más que enfadada; parecía llena de dolor y de algo más. Para Sheila, aquel algo más sonaba casi a odio—. Mantente a la espera, Polly. Puede tardar un rato.

—Está bien. Gracias, Sheila.

—De nada.

Sheila pulsó la tecla correspondiente de la centralita y buscó un cigarrillo. Lo encendió y aspiró una profunda chupada mientras observaba con expresión ceñuda la lucecita parpadeante.

16

—¿Alan? —dijo Henry Payton—. ¿Estás ahí, Alan?

Parecía un locutor transmitiendo desde el interior de una gran caja de galletitas saladas vacía.

—Sí, te oigo, Henry.

—He recibido una llamada del FBI hace apenas media hora —informó Henry desde el interior de la caja de galletas—. Hemos tenido una suerte increíble con esas huellas de que te hablé.

A Alan se le aceleró el corazón como si cambiara de marcha.

—¿Las del pomo de la puerta de la casa de Nettie? ¿Las parciales?

—Exacto. Tenemos una posible identificación con un tipo del pueblo. Un tipo con antecedentes por raterías en mil novecientos setenta y siete. También coinciden con las huellas que le tomaron en el servicio militar.

—¡No me tengas en ascuas! ¿Quién es?

—El nombre del individuo es Hugh Albert Priest.

—¡Hugh Priest! —exclamó Alan. No se habría sorprendido más si Payton hubiera mencionado a J. Danforth Quayle. Hasta donde alcanzaba a saber Alan, ambos hombres conocían por igual a Nettie Cobb—. ¿Por qué iba Hugh a querer matarle el perro a Nettie? O, ya puestos, ¿a querer romperle los cristales a Wilma?

—No conozco al caballero, de modo que no sé qué responder —dijo Henry—. ¿Por qué no le haces una visita y se lo preguntas? Y, ya puestos, ¿por qué no te ocupas de ello enseguida, antes de que el tipo se ponga nervioso y decida irse a casa de unos parientes en algún rincón de Dakota del Sur, por ejemplo?

—Buena idea —respondió Alan—. Me pondré en contacto contigo más tarde. Gracias.

—Mantenme al corriente, colega; se supone que el caso es mío, ¿recuerdas?

—Sí. Te mantendré informado.

Se oyó un seco sonido metálico, ¡bink!, al cortarse la comunicación; tras ello, la radio transmitió el zumbido de fondo de una línea telefónica. Alan se preguntó por un momento qué pensarían la Nynex y la AT&T de los jueguecitos que estaban haciendo. Luego se inclinó para descolgar el micrófono. Al hacerlo, el zumbido dio paso a la voz de Sheila Brigham. Una voz inusitadamente vacilante.

—Alan, tengo al teléfono a Polly Chalmers. Me ha pedido que le pusiera con usted cuando estuviera libre. Cambio.

El comisario parpadeó.

—¿Polly? —De pronto se asustó, como uno se asusta cuando suena el teléfono a las tres de la madrugada. Polly no había solicitado nunca un servicio como aquel, y si le hubiesen preguntado, Alan habría asegurado que nunca lo haría; habría ido contra su noción de lo que era un comportamiento correcto, y para Polly, el comportamiento correcto era de capital importancia—. ¿Qué sucede, Sheila? ¿Te lo ha dicho? Cambio.

—No, comisario. Cambio.

No, claro que no. Alan también estaba seguro de ello; Polly no pregonaba sus asuntos por ahí.

El mero hecho de preguntarlo demostraba lo sorprendido que estaba.

—¿Comisario?

—Pásamela, Sheila. Cambio.

—De acuerdo, Alan.

¡Bink!

El comisario permaneció inmóvil bajo el sol, con el corazón latiéndole demasiado deprisa y demasiado fuerte. Aquello no le gustaba.

Se escuchó un nuevo ¡bink!, seguido de la voz de Sheila. Distante, casi perdida.

—Adelante, Polly. Ahora deberíais poder hablar.

—¿Alan?

La voz sonó tan fuerte que Alan dio un respingo. Era la voz de un gigante. De un gigante enfadado. Al menos ya sabía eso. Una palabra había bastado.

—Aquí estoy, Polly. ¿De qué se trata?

Durante unos momentos solo hubo silencio. En alguna parte, muy dentro de aquel silencio, se escuchaba el leve murmullo de otras voces en otras llamadas. Alan tuvo tiempo de preguntarse si se habría cortado la comunicación…, tiempo casi de albergar la esperanza de que así fuera.

—Alan, ya sé que la línea está abierta, pero seguro que entiendes a qué me refiero. ¿Cómo has podido? ¿Cómo has podido?

Había algo que le sonaba familiar en aquella conversación. Algo.

—Polly, no entiendo qué…

—Sí, claro que lo sabes —replicó ella. Su voz se hacía cada vez más apagada, más difícil de entender; Alan se dio cuenta de que, si todavía no lloraba, pronto lo haría—. Resulta duro descubrir que no se conoce a una persona como creía. Resulta duro descubrir que la cara del ser amado no es más que una máscara.

Algo familiar, sí, y finalmente sabía de qué se trataba. Aquello era como las pesadillas que habían seguido a la muerte de Annie y de Todd, las pesadillas en las que él, Alan, se encontraba en la cuneta y los veía pasar en el coche, camino de la muerte. Él lo sabía, pero no podía hacer nada por impedirlo. Intentaba agitar los brazos pero le pesaban demasiado. Intentaba gritar y no podía recordar cómo se hacía para abrir la boca. Y Annie y Todd pasaban junto a él como si fuera invisible.

En aquel momento sucedía algo parecido; era como si, de una forma misteriosa, también se hubiera vuelto invisible para Polly.

—Annie… —Advirtió con horror el nombre que había surgido de sus labios y se corrigió de inmediato—. Polly. No tengo idea de qué estás diciendo, Polly, pero…

—¡Claro que sí! —replicó ella a gritos—. ¡No digas que no cuando lo sabes muy bien! ¿No podías esperar a que yo te lo contara, Alan? Y, si no podías esperar, ¿por qué no me lo preguntaste, al menos? ¿Por qué tenías que hacer eso a mis espaldas? ¿Cómo has podido hacer algo a mis espaldas?

Alan cerró los ojos con fuerza en un esfuerzo por contener sus pensamientos acelerados y confusos, pero no sirvió de gran cosa. Al hacerlo, recordó una imagen espantosa: Mike Horton, del Journal-Register de Norway, inclinado sobre el interceptador de comunicaciones del periódico y tomando notas afanosamente con su taquigrafía de andar por casa.

—No sé qué crees que he hecho, pero te equivocas. Encontrémonos y hablemos de ello…

—No. Creo que ahora no podría verte, Alan.

—Sí, claro que puedes. Y vas a hacerlo. Voy a…

En aquel instante recordó el comentario de Henry Payton: «¿Por qué no le haces una visita enseguida, antes de que se ponga nervioso y decida irse a casa de unos parientes en algún rincón de Dakota del Sur, por ejemplo?».

—¿Vas a qué? —preguntó ella—. Dime, ¿qué vas a hacer?

—Acabo de recordar una cosa —respondió Alan en voz baja.

—¿Ah, sí? ¿Recuerdas ya una carta que escribiste a principios de septiembre, Alan? ¿Una carta a San Francisco?

—Sigo sin saber de qué me estás hablando, Polly. No puedo ir a verte ahora mismo porque tengo que atender otro asunto muy… muy urgente, pero más tarde…

Polly continuó hablando entre una serie de sollozos y jadeos que deberían haber hecho difícil de entender lo que decía, pero no era así.

—¿No me has entendido, Alan? Ya no habrá un «más tarde». Tú…

—¡Polly, por favor…!

—¡No! ¡Déjame en paz! ¡Olvídate de mí, maldito fisgón!

¡Bink!

De pronto, Alan se encontró escuchando de nuevo el zumbido de la línea telefónica abierta. Volvió la mirada hacia el cruce de Main y la calle de la escuela como si no supiera dónde estaba ni cómo había llegado hasta allí. Sus ojos tenían la expresión vacía y perpleja que se aprecia a menudo en la mirada de los boxeadores los momentos anteriores a que les fallen las rodillas y caigan derrumbados sobre la lona para echar un sueñecito.

¿Cómo había sucedido aquello? ¿Y cómo había sucedido tan deprisa?

No tenía la menor idea. Todo el pueblo parecía haberse vuelto ligeramente loco durante la última semana… y, ahora, incluso Polly se había contagiado. ¡Bink!

—¿Hum…, comisario?

Era Sheila y, por su tono de voz susurrante y dubitativo, Alan comprendió que había escuchado parte, al menos, de la conversación.

—¿Está usted ahí, Alan? ¿Me recibe?

Alan sintió un súbito impulso, sorprendentemente poderoso, de arrancar el micrófono del soporte y arrojarlo a los arbustos, más allá de la cuneta, y luego alejarse en el coche. A cualquier parte. Dejar de preocuparse por todo y lanzarse tras el sol en el coche.

En lugar de ello, reunió todas sus fuerzas y se obligó a pensar en Hugh Priest.

Eso era lo que tenía que hacer, porque daba la impresión de que tal vez había sido Hugh quien había provocado la muerte de las dos mujeres. En aquel momento, de quien debía ocuparse era de Hugh, no de Polly, y descubrió que tras aquella decisión se ocultaba una gran sensación de alivio.

Pulsó el botón de TRANSMITIR.

—Aquí estoy, Sheila. Cambio.

—Alan, creo que he perdido la comunicación con Polly. Yo… no tenía intención de escuchar lo que decían, pero…

—Está bien, Sheila; ya habíamos terminado. —Había algo horrible en aquellas palabras, pero Alan se negó a pensar en ello de momento—. ¿Quién está ahí con usted? Cambio.

—John está de guardia —respondió Sheila, visiblemente satisfecha del giro que había tomado la conversación—. Clut está de patrulla. Cerca de Castle View, según su última comunicación.

—De acuerdo.

La cara de Polly, encendida de una cólera de origen desconocido, intentó inundar la superficie de su mente. Alan la obligó a retirarse y se concentró de nuevo en Hugh, pero por un instante no vio ningún rostro en absoluto; solo una terrible oscuridad.

—¿Alan? ¿Sigue ahí? Cambio.

—Sí, claro. Llama a Clut y dile que acuda a casa de Hugh Priest, cerca del final de Castle Hill Road. Él sabrá dónde es. Imagino que Hugh estará trabajando, pero, por si se le ha ocurrido tomarse el día libre, quiero que Clut pase por su casa y le traiga a la comisaría para interrogarlo. ¿Recibido?

—Recibido, Alan.

—Dígale que actúe con extremo cuidado. Dígale que se busca a Hugh para interrogarlo acerca de la muerte de Nettie Cobb y de Wilma Jerzyck. Supongo que Clut será capaz de imaginar el resto de las instrucciones. Cambio.

—¡Oh! —Sheila sonaba alarmada y a la vez excitada—. Entendido, comisario.

—Yo voy a ver si encuentro a Hugh en el aparcamiento para camiones. Cambio y cierro.

Mientras colgaba de nuevo el micrófono (parecía como si llevara cuatro años sosteniéndolo), Alan pensó que si le hubiera contado a Polly lo que acababa de revelarle a Sheila, la situación que tenía entre manos habría resultado un poco menos desagradable.

O tal vez no. ¿Cómo podía saberlo, cuando ni siquiera conocía cuál era la situación? Polly lo había acusado de entrometerse, de meter las narices en algo. Aquello abarcaba un gran territorio, del cual no tenía mapa alguno. Además, había otra cosa. Decir a la telefonista de la comisaría que emitiera una orden de busca y captura formaba parte de su trabajo, igual que asegurarse de que los agentes supieran que el hombre que buscaban podía ser peligroso. En cambio, ofrecer la misma información a la novia de uno por un canal de radioteléfono abierto era un asunto completamente distinto.

Había hecho lo que debía y era consciente de ello. Pero no mitigaba el dolor de su corazón, y se esforzó de nuevo por concentrar su mente en el asunto que tenía entre manos: encontrar a Hugh Priest, encerrarlo, conseguirle un maldito abogado si lo quería y luego preguntarle por qué había clavado un sacacorchos en el pecho de Raider, el perro de Nettie.

El esfuerzo dio resultado por unos instantes, pero cuando puso en marcha el motor del coche familiar y se separó del bordillo, la cara que seguía viendo en su mente era la de Polly y no la de Hugh.