1
Las escuelas del pueblo estaban cerradas con motivo de la festividad, pero Brian Rusk no habría acudido aunque hubiera habido clases.
Brian estaba enfermo.
No era ninguna enfermedad física; ni sarampión, ni varicela, ni siquiera diarrea (la más humillante y debilitadora de todas). Tampoco era una enfermedad mental, exactamente; su mente sufría los efectos, eso sí, pero parecía como si su estado mental solo fuera un efecto secundario de la enfermedad. La parte de su ser afectada por la dolencia estaba aún más honda que su mente; alguna parte esencial de su persona, una parte que no podía alcanzar la aguja o el microscopio de médico alguno, se había puesto gris y enferma. Brian siempre había sido un chico risueño y alegre, radiante como un sol, pero aquel sol había desaparecido, oculto tras densos bancos de nubes que aún seguían creciendo.
Las nubes habían empezado a aparecer la tarde que había embadurnado de fango las sábanas de Wilma Jerzyck y se habían hecho más espesas cuando el señor Gaunt se le había aparecido en el sueño, vestido con el uniforme de los Dodgers, para decirle que aún no había terminado de pagar el cromo de Sandy Koufax, pero los nubarrones no habían terminado de cubrir el cielo hasta que, aquella mañana, había bajado a desayunar.
Su padre, enfundado en el mono de trabajo gris que utilizaba en la Compañía de Puertas y Revestimientos Dick Perry, en South Paris, estaba sentado a la mesa de la cocina con el Portland Press-Herald abierto ante él.
—¡Jodidos Patriots! —le oyó mascullar tras la barricada del periódico—. ¡A ver si fichan de una puñetera vez a un tipo que sepa pasar la condenada pelota!
—No digas palabrotas delante de los niños —intervino Cora desde el otro extremo de la cocina. Pero no lo dijo con su habitual energía e irritación. Su voz sonaba distante y preocupada.
Brian ocupó su silla y vertió leche sobre los copos de avena del tazón.
—¡Eh, Bri! —dijo Sean animadamente—. ¿Quieres que vayamos al centro? Podemos echar unas partidas en los videojuegos…
—Tal vez —respondió Brian—. Supongo…
En aquel instante descubrió el titular de la primera página del periódico y dejó la frase a medias.
RIÑA SANGRIENTA DEJA A DOS MUJERES
MUERTAS EN CASTLE ROCK
«Fue un duelo», afirman fuentes de la policía del estado.
Había fotografías de dos mujeres, la una junto a la otra. Brian las reconoció a ambas. Una era Nettie Cobb, que vivía en Ford Street, al doblar la esquina. Su madre decía que estaba chiflada, pero a Brian siempre le había caído bien. En un par de ocasiones se había detenido a hacer unas caricias a su perrito mientras ella lo llevaba de paseo, y la mujer le había parecido tan normal como cualquiera.
La otra mujer era Wilma Jerzyck.
Hundió la cuchara en los cereales, pero no llegó a probarlos. Cuando su padre se hubo marchado al trabajo, Brian echó los copos de avena ablandados al cubo de la basura y se escabulló escalera arriba a su cuarto, pensando que su madre no tardaría en aparecer dando voces y preguntando cómo era capaz de echar comida a la basura mientras los niños se morían de hambre en África (al parecer, su madre creía que la idea de unos niños muriéndose de hambre podía estimular el apetito), pero no fue así; aquella mañana, su madre parecía perdida en su propio mundo. Sean, en cambio, estaba en plena forma. Incordiante, como de costumbre.
—Entonces ¿qué dices, Bri? ¿Quieres que bajemos al centro? ¿Quieres? —Sean casi bailaba de nerviosismo delante de él, saltando de un pie al otro—. Podríamos echar unas partidas en los videojuegos, o tal vez entrar a mirar en esa tienda nueva que tiene todas esas cosas raras en el escaparate…
—¡Ni se te ocurra acercarte por allí, Sean! —lo interrumpió Brian; al oírlo, su hermano pequeño retrocedió un paso y su rostro se cubrió con una expresión de sorpresa y consternación—. ¡Eh, vamos, lo siento! —dijo Brian al darse cuenta—. Pero no debes entrar en esa tienda, Sean. Ese local no vale nada.
A Sean le temblaba el labio inferior.
—Pues Kevin Pelkey dice…
—¿A quién vas a creer, a ese idiota o a tu hermano mayor? Hablo en serio, Sean. Esa tienda no es un buen sitio. Es… —Se humedeció los labios y luego proclamó lo que le pareció la más absoluta verdad—: Ese lugar es malo.
—¿Qué te pasa, Brian? —le preguntó Sean con voz irritada y llorosa—. ¡Llevas todo el fin de semana alelado! ¡Igual que mamá!
—No me encuentro muy bien, eso es todo.
—Bueno… —Sean se puso a pensar. Entonces se le iluminó el rostro—. Quizá te sientas mejor después de unas partidas de videojuegos. ¡Podemos jugar al Raid Aéreo, Bri! ¡En el salón de juegos tienen el Raid Aéreo, ese que te sientas dentro y se inclina adelante y atrás! ¡Es fabuloso!
Brian se lo pensó unos instantes. No. Se sentía incapaz de bajar a la galería de juegos; aquella mañana no se veía con ánimos. Tal vez no volvería a pisarla nunca más. Allí estarían los demás chicos —en un día como aquel, seguro que habría que guardar cola para los buenos videojuegos como el Raid Aéreo—, pero en aquel momento él era distinto de todos los demás. Y quizá sería diferente para siempre.
Al fin y al cabo, él tenía un cromo de Sandy Koufax de 1956.
De todos modos, quiso hacer algo agradable por Sean, por quien fuera, algo que compensara un poco la jugarreta monstruosa que le había hecho a Wilma Jerzyck. Así pues, le dijo a Sean que quizá le apeteciera echar unas partidas de videojuegos por la tarde; mientras tanto, le daría unas cuantas monedas para que jugara por su cuenta.
Brian las sacó de la botella grande de plástico de CocaCola que le servía de hucha.
—¡Caray! —exclamó Sean con ojos desorbitados—. ¡Aquí hay ocho…, nueve…, diez monedas! ¡Realmente, debes de estar enfermo!
—Sí, creo que lo estoy. Que te diviertas, Sean. Y no se lo cuentes a mamá, o te obligará a devolvérmelas.
—Está en su habitación, concentrada con esas gafas de sol —dijo Sean—. Ni tan siquiera se da cuenta de que estamos aquí. —Hizo una pausa antes de añadir—: Odio esas gafas. Son realmente repulsivas. —Observó más detenidamente a su hermano y murmuró—: Desde luego, no tienes muy buena cara, Brian.
—No me encuentro nada bien —le respondió Brian con franqueza—. Creo que me acostaré.
—Bueno… Te esperaré un rato, a ver si te mejoras. Estaré viendo los dibujos animados del canal Cincuenta y seis. Si te encuentras mejor, baja.
Sean agitó las monedas entre las manos.
—Lo haré —prometió Brian, y cerró la puerta sin hacer ruido mientras su hermano pequeño se alejaba.
Pero no mejoró. En el transcurso del día fue sintiéndose cada vez
(más nublado)
peor. Brian pensó en el señor Gaunt. Pensó en Sandy Koufax. Pensó en aquel destacado titular del periódico: RIÑA SANGRIENTA DEJA A DOS MUJERES MUERTAS EN CASTLE ROCK. Pensó en aquellas fotos, en aquellos rostros familiares formados por tramas de puntos negros.
En un momento dado, casi se quedó dormido, pero entonces se puso a sonar el pequeño tocadiscos del dormitorio de sus padres. Mamá había puesto otra vez sus estridentes discos de Elvis de 45 revoluciones. No había hecho otra cosa en todo el fin de semana. Los pensamientos le daban vueltas y vueltas en la cabeza como jirones de tela atrapados por un huracán.
RIÑA SANGRIENTA
«Decían que tenías mucha clase…, pero no era más que una mentira …»
Fue un duelo.
SANGRIENTA: Nettie Cobb, la mujer del perro.
«Nunca has cogido un conejo…»
Cuando se hace un trato conmigo, se deben recordar dos cosas.
RIÑA: Wilma Jerzyck, la mujer de las sábanas.
El señor Gaunt sabe más que nadie…
«… y no eres amigo mío.»
… y el trato no estará cerrado hasta que el señor Gaunt decide que lo está.
Los pensamientos siguieron girando y girando, una mezcla confusa de terror, culpabilidad y sufrimiento, como un torbellino al compás de los éxitos de oro de Elvis Presley. A mediodía, el estómago empezó a molestarle. Corrió al baño del fondo del pasillo calzado solo con los calcetines, cerró la puerta y vomitó en la taza lo más silenciosamente que pudo. Su madre no lo oyó. Seguía en su dormitorio, donde Elvis le estaba diciendo en aquel momento que quería ser su osito de peluche.
Mientras regresaba lentamente a su habitación, sintiéndose peor que nunca, lo asaltó una inquietante y terrible certeza: su cromo de Sandy Koufax había desaparecido. Alguien se lo había robado durante la noche, mientras dormía. Había desencadenado un asesinato por aquel cromo, y ahora había desaparecido.
Rompió a correr, casi resbaló sobre la alfombra del centro de su habitación y, por fin, cogió el álbum de cromos de béisbol de encima de la cómoda. Pasó las hojas a tan aterrada velocidad que arrancó varias de ellas de las anillas. Pero el cromo —el cromo— seguía allí, con aquella cara delgada mirándolo desde debajo de la cubierta de plástico, en la última hoja. Seguía allí, y Brian sintió que lo invadía un alivio inmenso, atroz.
Extrajo el cromo de la bolsa, volvió a la cama y se tendió en ella con el cartoncito entre las manos. No se veía capaz de separarse de él nunca más. Era lo único que había sacado de aquella pesadilla. Lo único. Ya no le gustaba, pero era suyo. Si quemándolo hubiese podido devolver la vida a Nettie Cobb y a Wilma Jerzyck, ya estaría buscando una cerilla (al menos, Brian estaba convencido de que eso sería lo que haría), pero no podía resucitarlas, y como no podía, la idea de perder el cromo y quedarse sin nada le resultaba insoportable.
Así pues, lo sostuvo entre las manos, miró al techo y escuchó la voz apagada de Elvis, que había pasado a «Wooden Heart». No era de extrañar que Sean le dijese que tenía mal aspecto; estaba pálido, con los ojos saltones, sombríos y apáticos. Y ahora que pensaba en ello, también su corazón parecía de madera, como en el título de la canción.
De pronto, un nuevo pensamiento, realmente horrible, cortó la oscuridad que reinaba en su cabeza con el brillo fugaz y siniestro de un cometa: ¡Lo habían visto!
De un respingo, se incorporó hasta quedar sentado en la cama, mirándose en el espejo del armario con una expresión aterrorizada. ¡La bata verde chillón! ¡El pañuelo rojo chillón cubriendo los rulos! ¡La señora Mislaburski!
«¿Qué sucede ahí, chico?»
«No lo sé exactamente. Creo que el señor y la señora Jerzyck están discutiendo.»
Brian se levantó de la cama y se acercó a la ventana, casi esperando ver el coche patrulla del comisario Pangborn entrando en el camino particular de la casa en aquel mismo instante. No era así, pero Brian estaba seguro de que no tardaría en presentarse. Porque cuando dos mujeres se mataban mutuamente en una riña sangrienta, se abría una investigación. Interrogarían a la señora Mislaburski y la mujer contaría que había visto a un chico en casa de los Jerzyck. Y aquel chico, le diría al comisario, era Brian Rusk. En el piso de abajo sonó el teléfono. Su madre no lo descolgó, aunque tenía un supletorio en el dormitorio, y se limitó a continuar canturreando, a coro con la música del tocadiscos. Finalmente, Brian oyó que Sean atendía la llamada.
—¿Diga?
Con toda calma, Brian reflexionó: Me lo sacará. No sé mentir, y menos a un policía. Ni siquiera supe mentir a la señora Leroux respecto a quién rompió el jarrón de su mesa, ese día que salió de clase para acudir a las oficinas. El comisario me lo sacará y me meterán en la cárcel por asesinato.
Esa fue la primera vez que Brian Rusk pensó en el suicidio. Todos aquellos pensamientos no tenían nada de extravagantes, ni de románticos; eran muy tranquilos, muy racionales. Su padre tenía una escopeta de caza en el garaje, y en aquel momento la escopeta parecía perfectamente coherente. La escopeta parecía la respuesta a todo.
—¡Brian! ¡Teléfono!
—¡No quiero hablar con Stan! —le gritó a su hermano—. ¡Dile que lo llamaré mañana!
—No es Stan —respondió Sean—. Es un hombre. Una persona mayor.
Unas grandes manos heladas atenazaron el corazón de Brian y lo apretaron. Ya estaba, pensó. Seguro que era el comisario Pangborn.
Brian, tengo algunas preguntas que hacerte. Son preguntas muy serias. Me temo que si no las respondes satisfactoriamente, tendré que ir a detenerte. Tendré que ir en mi coche patrulla. Muy pronto, tu nombre aparecerá en los periódicos y tu cara saldrá por la tele y todos tus amigos lo verán, Brian. Tus padres también lo verán, y tu hermano pequeño. Y cuando enseñen tu foto, el locutor del noticiario dirá: «Este es Brian Rusk, el chico que contribuyó a la muerte de Wilma Jerzyck y de Nettie Cobb».
—¿Quién…? ¿Quién es, Sean? —preguntó desde su habitación con un hilo de voz muy chillona.
—No lo sé. —Sean había tenido que distraer su atención de Transformers y su voz sonaba irritada—. Creo que ha dicho que se llamaba Crowfix o algo parecido.
¿Crowfix?
Brian se detuvo en el umbral del pasillo. El corazón amenazó con salírsele del pecho. En sus pálidas mejillas ardían dos grandes rosas coloradas, como las de un payaso.
Crowfix no.
Koufax.
Sandy Koufax lo llamaba por teléfono. Pero Brian tuvo una idea bastante clara de quién era en realidad.
Bajó la escalera como si tuviera plomo en los pies. Cuando cogió el auricular del teléfono, le pareció que pesaba doscientos kilos, por lo menos.
—Hola, Brian —dijo suavemente el señor Gaunt.
—¿Eh…? Hola —respondió Brian con el mismo hilillo de voz chillona.
—No tienes que preocuparte de nada —le aseguró el señor Gaunt—. Si la señora Mislaburski te hubiese visto arrojar las piedras, no te habría preguntado qué sucedía en la casa, ¿no te parece?
—¿Cómo ha sabido eso? —Brian se sintió de nuevo a punto de vomitar.
—¡Bah!, eso no importa. Lo principal es que hiciste lo que debías, Brian. Exactamente lo que debías. Dijiste que creías que los Jerzyck estaban discutiendo. Si la policía llega a enterarse de que estabas allí, solo pensará que oíste a la persona que arrojaba las piedras. Y pensará que no viste a esa persona porque estaba en la parte trasera de la casa.
Brian echó un vistazo a la sala de la tele desde la puerta, para asegurarse de que Sean no estaba escuchándolo a escondidas. No era así.
Su hermanito estaba sentado con las piernas cruzadas delante del televisor, con una bolsa de palomitas de maíz de microondas entre ellas.
—¡Pero no sé mentir! —dijo en un susurro al señor Gaunt—. ¡Cuando digo una mentira, siempre me pillan!
—Esta vez no sucederá, Brian —le respondió el hombre—. Esta vez vas a hacerlo como un campeón.
Y lo más terrible de todo fue que Brian estuvo seguro de que, también en aquello, el señor Gaunt sabía más que nadie.
2
Mientras su hijo mayor pensaba en el suicidio y luego conversaba con el señor Gaunt en un desesperado y quedo susurro, Cora Rusk continuó bailando calmosamente por el dormitorio, envuelta en su bata.
Pero Cora no estaba en el dormitorio.
Cuando se ponía las gafas de sol que el señor Gaunt le había vendido, Cora estaba en Graceland.
Cruzaba bailando salones fabulosos que olían a Pine-Sol y a comida frita, estancias donde los únicos sonidos eran el suave zumbido de los acondicionadores de aire (en Graceland, solo unas pocas ventanas se abrían alguna vez; muchas estaban cerradas con clavos y todas tenían persianas), el susurro de sus pisadas sobre las gruesas alfombras y Elvis cantando «My Wish Came True», con su voz suplicante y perturbadora. Bailaba bajo la enorme araña de luces de cristal francés del comedor y ante las vidrieras con los pavos reales del anagrama de la compañía. Pasaba las manos por las cortinas de rico terciopelo azul. El mobiliario era de estilo colonial americano. Las paredes estaban pintadas de color rojo sangre.
La escena cambió como un fundido lento en una película y Cora se encontró en el cuarto del sótano. En una pared había hileras de cornamentas de animales, y en otra, columnas de discos de oro enmarcados. De una tercera sobresalían filas de pantallas de televisión apagadas. Detrás del mueble bar, largo y curvo, había estanterías repletas de Gatorade, de sabores naranja, lima y limón.
Con un chasquido, la aguja cambiadiscos de su viejo fonógrafo portátil con la foto de El Rey en la cubierta de vinilo dejó caer otro de los microsurcos de 45 revoluciones. Elvis empezó a cantar «Blue Hawaii» y Cora se encontró bailando el hulahula en la Jungle Room, la sala con los ceñudos dioses Tiki, el sofá con las gárgolas en los brazos, el espejo con su delicado marco de plumas arrancadas de las pechugas de faisanes vivos.
Continuó bailando. Con las gafas de sol que había comprado en Cosas Necesarias, Cora continuó bailando. Bailaba en Graceland mientras su hijo mayor volvía al piso de arriba, casi arrastrándose, y se dejaba caer en la cama y contemplaba el rostro delgado de Sandy Koufax y pensaba en coartadas y en escopetas de caza.
3
La escuela secundaria de Castle Rock, que se alzaba entre la oficina de correos y la biblioteca pública, era un adusto edificio de ladrillo rojo, superviviente de los tiempos en que los prohombres del pueblo no se sentían cómodos con una escuela a menos que pareciera un reformatorio. El edificio, erigido en 1926, cumplía admirablemente tal requisito. Cada año, el pueblo parecía un poco más cerca de tomar la decisión de construir otra nueva, una que tuviera ventanas de verdad en lugar de troneras y un terreno de juegos que no pareciera el patio de una penitenciaría y aulas con un sistema de calefacción eficaz para el invierno.
La sala de logopedia de Sally Ratcliffe era un cuchitril en el sótano, encajonado entre la sala de calderas y el cuarto de suministros con sus rimeros de toallas de papel, tiza, libros de texto y bidones de fragante serrín rojo. Entre la mesa de la reeducadora y la media docena de pequeños pupitres para los alumnos, apenas quedaba espacio para darse uno la vuelta, pero, a pesar de todo, Sally había intentado hacer el lugar lo más alegre posible. Era consciente de que a la mayoría de los chicos a quienes se hacía acudir a terapia de lenguaje —los tartamudos, los que ceceaban, los disléxicos, los gangosos— la experiencia les producía temor e incomodidad. Sus compañeros se burlaban de ellos y sus padres los juzgaban con severidad. No había pues necesidad de que, encima, el ambiente en el aula fuera más desagradable de lo necesario.
Por eso había en la sala dos móviles colgados de las cañerías del techo, llenas de polvo, retratos de astros del rock y de la televisión en las paredes y un gran póster de Garfield en la puerta. El bocadillo de palabras que salía de la boca de Garfield decía: «¡Si un gato fino como yo puede decir esas tonterías, tú también puedes!».
Sally se había retrasado mucho en sus informes, a pesar de que la escuela solo llevaba abierta cinco semanas. Había previsto dedicar todo el día a ponerse al corriente, pero a la una y cuarto volvió a recogerlos todos, los devolvió al archivo de donde habían salido, cerró el mueble con un fuerte golpe y echó la llave. Se dijo a sí misma que se marchaba temprano porque hacía un día demasiado bonito para pasarlo encerrada en el sótano, por mucho que las calderas guardaran, por una vez, un piadoso silencio. Sin embargo, aquello no era toda la verdad. Sally tenía planes muy concretos para aquella tarde.
Quería marcharse a casa, sentarse en su silla junto a la ventana con el sol bañándole el regazo y meditar sobre la fabulosa astilla de madera que había comprado en Cosas Necesarias.
Cada vez se había convencido más de que el fragmento de madera era auténticamente milagroso, uno de los pequeños tesoros divinos que el Altísimo había esparcido por la tierra para que sus fieles los hallaran. Tenerlo en las manos era como un refrescante sorbo de agua de pozo en un día de calor. Tenerlo en las manos era como ser saciada cuando una estaba hambrienta. Tenerlo en las manos era como…
En fin, tenerlo en las manos era el éxtasis.
Además, había otra cuestión que inquietaba a Sally. Había dejado la astilla en el cajón inferior de la cómoda del dormitorio, debajo de la ropa interior, y había tenido buen cuidado de cerrar con llave al salir de casa, pero la invadía una sensación terrible, irritante, de que alguien podía entrar por la fuerza y robar
(la reliquia, la sagrada reliquia)
la astilla. Sabía que no era una idea muy lógica: ¿qué ladrón querría robar un pedazo de madera vieja y gris, aunque la encontrara? Pero si el ladrón, por casualidad, la tocaba…, si aquellos sonidos e imágenes llenaban su cabeza como habían llenado la de ella cada vez que encerraba el fragmento de madera entre sus pequeñas manos…, entonces…
Así que decidió irse a casa. Se pondría unos pantalones cortos y una camiseta y se pasaría una hora o así en tranquila
(exaltación)
meditación, experimentando cómo el suelo bajo sus pies se convertía en una cubierta de embarcación que se balanceaba lentamente, escuchando los mugidos, balidos y demás voces de los animales, percibiendo la luz de un sol diferente, a la espera del momento mágico —Sally estaba segura de que llegaría si sostenía la astilla el tiempo suficiente, si permanecía muy, muy quieta y muy, muy devota— en que la proa del barco enorme y pesado iría a descansar en la cima de la montaña con un gran crujido. No sabía por qué Dios había juzgado conveniente bendecirla a ella, entre todos los devotos del mundo, con aquel milagro radiante y luminoso, pero ya que lo había hecho, Sally tenía la intención de experimentarlo de la forma más plena y completa posible.
Salió por la puerta lateral y cruzó el terreno de juegos hasta el aparcamiento de los profesores. Una mujer joven y bonita con el cabello rubio oscuro y unas piernas muy largas. Unas piernas que despertaban muchos comentarios en la barbería cuando Sally Ratcliffe pasaba por delante sobre sus recatados tacones bajos, casi siempre con el bolso en una mano y la Biblia —llena de folletos— en la otra.
—¡Cielos, a esa mujer le llegan las piernas hasta la barbilla! —comentó en una ocasión Bobby Dugas.
—No dejes que te impresionen —había respondido Charlie Fortin—. No vas a tenerlas nunca alrededor de tu culo. Sally pertenece a Dios y a Lester Pratt. Por este orden.
La barbería había estallado en una cordial carcajada machista el día que Charlie había tenido aquella ocurrencia, aquella auténtica patada en la espinilla. Al otro lado del cristal, Sally Ratcliffe había seguido su camino hacia la Reunión de Estudio de la Biblia para Adultos Jóvenes que dirigía el reverendo Rose los jueves por la tarde, ignorante de todo, despreocupada, envuelta en la seguridad de su alegre inocencia y de su virtud.
Pero si por casualidad Lester Pratt se hallaba en la barbería (y solía visitarla al menos una vez cada tres semanas para retocarse las puntas del cabello, que llevaba muy corto, al estilo militar), no se oía el menor chascarrillo acerca de las piernas de Sally, ni sobre ninguna otra parte de su anatomía. Para la mayoría de los vecinos del pueblo interesados en tales cosas, estaba claro que, en opinión de Lester, Sally cagaba petunias perfumadas. Y uno no le discutía tales cosas a un hombretón como Lester. Este era un tipo bastante amistoso, pero en lo referente a Dios y a Sally Ratcliffe, siempre se ponía absolutamente serio. Y un hombretón de su corpulencia, si quería, era muy capaz de arrancarle a uno brazos y piernas para luego volver a colocárselas con una nueva e interesante distribución.
Sally y él habían tenido algunas citas bastante ardientes, pero nunca habían llegado a consumar el acto. Habitualmente, Lester regresaba a casa después de aquellas sesiones en un estado de absoluto desasosiego, con la cabeza a punto de estallar de alegría y las pelotas a punto de reventar de frustración, soñando con la noche, ya no lejana, en que no tendría que frenar. A veces, Lester se preguntaba si no la inundaría la primera vez que lo hicieran de verdad.
Sally también aguardaba con impaciencia el momento de casarse y poner fin a la frustración sexual, aunque aquellos últimos días las caricias de Lester le habían parecido un poco menos importantes. Había reflexionado sobre si contarle lo del fragmento de madera de Tierra Santa que había comprado en Cosas Necesarias, la astilla que contenía aquel milagro, pero al final no se había decidido. Pensaba hacerlo, desde luego. Los milagros debían compartirse; sin duda, era un pecado no compartirlos. Pero Sally se había sorprendido (y también decepcionado un poco) por el sentimiento de celoso egoísmo que experimentaba cada vez que se le ocurría la idea de mostrar la astilla a Lester e invitarlo a cogerla entre las manos.
¡No! —había gritado en su interior una voz enfadada, infantil, la primera vez que había pensado en ello—. ¡No! ¡Es mía! ¡Para él no significaría tanto como para mí! ¡Imposible!
Llegaría el día en que la compartiría con él, igual que llegaría el momento en que compartiría su cuerpo, pero aún no había llegado la hora para ninguna de ambas cosas.
Aquel cálido día de octubre le pertenecía estrictamente a ella.
En el aparcamiento de los profesores había pocos vehículos, y el Mustang de Lester era el más nuevo y flamante de todos. Sally había tenido un problema tras otro con su coche —algo en el árbol de la transmisión se averiaba continuamente—, pero en realidad aquello apenas la preocupaba. Por la mañana, cuando había llamado a Les para preguntarle si podía disponer del coche otra vez (acababa de devolvérselo el día anterior, a la hora de comer, después de usarlo durante seis días), él había accedido a llevárselo hasta la puerta de su casa. Volvería haciendo jogging, había dicho, y luego iría con un grupo de amigos a jugar un rato a fútbol de contacto. Sally supuso que Lester habría insistido en dejarle el coche incluso si él lo hubiera necesitado, y le pareció absolutamente normal y natural que lo hiciese. La muchacha era consciente —de una forma vaga e imprecisa que era resultado de la intuición, más que de la experiencia— de que Les pasaría a través de aros de fuego si ella se lo pedía, y aquello establecía una cadena de adoración que Sally aceptaba con infantil complacencia. Les la adoraba; los dos adoraban a Dios; todo estaba como era debido; por los siglos de los siglos, amén.
Subió al Mustang, y cuando se volvió para dejar el bolso en el salpicadero, sus ojos descubrieron algo blanco que sobresalía de debajo del asiento del acompañante. Parecía un sobre.
Se inclinó, alargó la mano y lo sacó, pensando únicamente lo raro que resultaba encontrar algo como aquello en el Mustang; por lo general, Les conservaba el coche tan escrupulosamente limpio como su persona. En la cara del sobre había una sola palabra, pero bastó para producir un pequeño aguijonazo de incomodidad a Sally Ratcliffe. La palabra era «Amorcito», escrita con una letra bastante fluida. Una letra femenina.
Dio la vuelta al sobre. Estaba cerrado y no llevaba nada escrito.
—¿Amorcito? —murmuró Sally dubitativa, y de pronto se dio cuenta de que estaba sentada en el coche de Lester, con todas las ventanillas cerradas todavía, sudando como una posesa.
Puso en marcha el motor, bajó el cristal de su lado y luego alargó el brazo para hacer lo mismo con el de la puerta del acompañante.
Al moverse, le pareció captar un leve aroma a perfume. Si era verdad, no era suyo. Sally no usaba perfumes, ni maquillaje; su religión le enseñaba que tales aditamentos eran cosa de fulanas. (Además, ella no los necesitaba.)
De todos modos, no era perfume. Lo que has olido era solo el aroma de las últimas madreselvas que crecen junto a la verja del patio de juegos, se dijo. Solo eso.
—¿Amorcito? —repitió contemplando el sobre.
El sobre no le respondió. Permaneció allí, entre sus manos, con aire relamido. Los dedos de Sally revolotearon sobre él; luego lo doblaron en un sentido y en otro. Le pareció que dentro había una hoja de papel —una por lo menos— y algo más. Ese «algo más» parecía, al tacto, una fotografía.
Sostuvo el sobre contra el parabrisas, pero no sirvió de nada porque el sol caía desde atrás. Pasado un instante de duda, bajó del coche y levantó el sobre al trasluz. Solo distinguió un rectángulo claro —la carta, supuso— y otro cuadrado más oscuro que, probablemente, sería una foto adjunta de
(Amorcito)
quienquiera que mandase la carta a Les.
Aunque, por supuesto, el sobre no había sido enviado. Al menos, no había llegado por correo. No llevaba sellos ni direcciones. Solo aquella inquietante palabreja. Y tampoco había sido abierto, lo cual significaba… ¿Qué? ¿Que alguien lo había deslizado en el Mustang de Lester mientras Sally estaba ordenando sus expedientes?
Tal vez. También podía significar que alguien lo había dejado en el coche la noche anterior —o por la tarde, incluso— y Lester no había reparado en él. Al fin y al cabo, cuando ella lo había visto solo sobresalía una esquina, y el sobre podía haber estado totalmente oculto bajo el asiento y haberse deslizado un poco hacia delante mientras iba hacia la escuela aquella mañana.
—¡Adiós, señorita Ratcliffe! —oyó que decía alguien. Sally bajó el sobre con un gesto brusco y se lo escondió entre los pliegues de la falda. El corazón se le aceleró acusador.
Era el pequeño Billy Marchant, que atajaba a través del patio de juegos con su monopatín bajo el brazo. Sally lo saludó con la mano y se apresuró a montar de nuevo en el coche. Notaba el rostro ardiente. Se había ruborizado. Era una tontería —no, una locura—, pero se estaba comportando casi como si Billy la hubiera sorprendido haciendo algo que no debía.
¿Y no es así?, pensó. ¿Acaso no intentabas echar un vistazo a una carta que no es tuya?
En ese momento Sally notó los primeros cosquilleos de los celos. Quizá sí que iba dirigida a ella; mucha gente en Castle Rock sabía que había utilizado el coche de Lester casi tanto como él durante las últimas semanas. Y aunque la carta no le perteneciera, Lester sí era suyo. ¿Acaso no acababa de pensar, con la sólida y placentera complacencia que solo sienten de forma tan exquisita las mujeres cristianas jóvenes y bonitas, que Lester atravesaría aros de fuego por ella? Pero no.
«Amorcito.»
El sobre y su contenido no iban dirigidos a ella, de eso estaba segura. Sally no tenía ninguna amiga que la llamara encanto, querida o amorcito. Iban dirigidos a Lester. Y…
La solución se le ocurrió de golpe, y Sally se derrumbó contra el asiento anatómico de color verdeazulado con un pequeño suspiro de alivio. Lester era instructor de educación física en el instituto; solo tenía chicos, por supuesto, pero cada día lo veían muchas alumnas, chicas jóvenes e impresionables. Y Les era un hombre joven y atractivo.
Alguna chiquita del instituto se ha enamorado platónicamente de él y le ha dejado una nota en el coche, se dijo. Eso es todo. Y ni siquiera se ha atrevido a dejarla en el salpicadero, donde Les pudiera verla de inmediato.
—A Les no le importará que la abra —decidió en voz alta al tiempo que rompía una esquina del sobre y depositaba el fragmento de papel en el cenicero, en el que nunca se había apagado un cigarrillo—. Esta noche nos reiremos con gusto de este asunto.
Terminó de rasgar uno de los lados del sobre, lo colocó hacia abajo y cayó en su mano una foto en papel Kodak. Sally la miró y, por un instante, su corazón se desacompasó como si fuera a detenerse. Luego exhaló un jadeo. Sus mejillas adquirieron un tono rojo subido y se llevó una mano a la boca, en cuyos labios se había formado una pequeña «o» de sorpresa y consternación.
Sally no había entrado nunca en El Tigre Achispado y, por tanto, no reconoció el local, pero la muchacha no era tan cándida como para no saber cómo era un bar; había visto suficientes en la tele para reconocerlos. La foto mostraba a un hombre y a una mujer sentados alrededor de una mesa en lo que parecía un rincón (un rincón íntimo, insistía en calificarlo su mente) de una gran sala. Sobre la mesa había una jarra de cerveza y dos vasos. Detrás de la pareja y a su alrededor había más mesas y más gente sentada a ellas. Al fondo se veía una pista de baile.
El hombre y la mujer se estaban besando.
Ella llevaba un pequeño corpiño de lamé que dejaba la cintura al descubierto y una faldita que parecía de lino blanco. Una faldita cortísima. Una de las manos del hombre ceñía por la cintura a la mujer, acariciándole la piel con familiaridad. La otra mano desaparecía literalmente bajo la falda, tirando de la tela aún más hacia arriba. Sally alcanzó a distinguir borrosamente las braguitas de la desconocida.
Esa pequeña fulana…, pensó Sally con irritada consternación.
El hombre quedaba de espaldas al fotógrafo y Sally solo distinguía su barbilla y una oreja, pero advirtió que era muy musculoso y que tenía el cabello negro, cortado al cepillo y extremadamente corto. Vestía una camiseta azul de manga corta de esas que los chicos de la escuela llamaban «una camiseta de lucir músculos» y unos pantalones de chándal deportivo con una tira blanca en el lateral.
Lester.
Lester explorando el terreno bajo la falda de aquella golfa.
¡No!, proclamó su mente con pánico, negándose a aceptarlo. ¡No podía ser él! ¡Lester no salía de bares! ¡Ni siquiera probaba el alcohol! ¡Y jamás besaría a otra mujer, porque estaba enamorado de ella! Sí, Sally estaba segura de ello, porque…
—Porque él lo dice.
Su voz, apagada y apática, resultaba extraña a sus propios oídos. Sally tuvo ganas de estrujar la foto entre las manos y arrojarla por la ventanilla del coche, pero no se atrevió. Si lo hacía y alguien encontraba luego aquella instantánea, ¿qué iba a pensar ese alguien? Se inclinó de nuevo sobre la foto y la estudió con ojos celosos y atentos.
La cara del hombre tapaba la mayor parte de los rasgos de la mujer, pero Sally distinguió el perfil de su frente, el rabillo de un ojo, la mejilla izquierda y el perfil de la mandíbula. Y un detalle aún más importante: pudo precisar cómo llevaba peinados sus cabellos negros aquella mujer. Lucía una melena revuelta, con un flequillo desordenado sobre la frente.
Judy Libby tenía el cabello negro. Y lo llevaba peinado en una melena revuelta, con un flequillo desordenado sobre la frente.
Te equivocas, se dijo. No, peor aún: estaba loca. Les había roto con Judy cuando esta había abandonado la congregación. Luego, la joven se había marchado del pueblo. A Portland, o a Boston, o a algún lugar parecido. Todo aquello no era más que una broma de alguien, una ocurrencia retorcida y mezquina contra Lester. Sally sabía muy bien que Les jamás…
Pero… ¿de verdad lo sabía? ¿Estaba realmente segura?
Toda su anterior complacencia se volvió burlona contra ella y una vocecilla que no había oído nunca hasta entonces le habló de pronto desde algún rincón recóndito del corazón: La confianza del inocente es la herramienta más útil del mentiroso.
De todos modos, la mujer de la foto no tenía que ser necesariamente Judy; ni el hombre tenía que ser Lester. Al fin y al cabo, una no podía estar segura de quién formaba una pareja mientras se estaba besando, ¿verdad? Ni siquiera podía estarlo en el cine, si una llegaba tarde y entraba en pleno beso, aunque fuera entre dos estrellas famosas. No, había que esperar a que los actores terminaran y mirasen de nuevo a la cámara.
Aquello no era ninguna película, le aseguró la voz. Aquello era la vida real. Y si no eran ellos, ¿qué hace este sobre en el coche?
De nuevo sus ojos se fijaron en la mujer, cuya mano derecha se cerraba ligeramente alrededor del cuello
(de Lester)
de su amigo. Sus dedos terminaban en unas uñas largas y cuidadas, pintadas con un esmalte oscuro. Judy Libby tenía las uñas así. Sally recordó que no le había sorprendido en absoluto que Judy dejara de acudir a la iglesia. Una chica con unas uñas como aquellas, recordó haber pensado, debía de tener en la cabeza muchas más cosas que al Señor de los cielos.
Muy bien, se dijo; era probable que fuese Judy Libby, pero eso no significaba que su acompañante fuera Lester. Aquello podía ser una mezquina manera de vengarse de los dos porque Lester la había dejado plantada cuando, por fin, se había dado cuenta de que era tan cristiana como Judas Iscariote. Al fin y al cabo, muchos hombres llevaban aquel corte de pelo y cualquiera podía comprarse una camiseta de manga corta azul y un pantalón de chándal deportivo con ribetes blancos a lo largo de la pernera.
Entonces los ojos de Sally tropezaron con algo más y su corazón, súbitamente, pareció llenarse de perdigones de plomo. El hombre llevaba un reloj de muñeca. Un reloj digital. Y Sally lo reconoció aunque no estaba enfocado con nitidez. ¿Cómo no iba a reconocerlo, si ella misma lo había regalado a Lester por su cumpleaños el mes anterior?
Podía ser una coincidencia, insistió débilmente su razón. Solo era un Seiko; Sally no se había podido permitir otra cosa, y cualquiera podía tener un reloj como aquel. Pero la nueva voz que había aparecido en su mente soltó una carcajada áspera y desalentadora. La nueva voz quería saber a quién creía estar engañando.
Y había más. Sally no alcanzaba a ver la mano bajo la falda de la chica (¡gracias a Dios por sus pequeños favores!, pensó), pero sí el brazo que sobresalía de la tela. Y en aquel brazo había dos grandes lunares justo por debajo del codo. Casi se tocaban, dibujando en la piel la figura de un ocho.
¿Cuántas veces, sentada junto a Lester en el columpio del porche, había pasado amorosamente las yemas de los dedos sobre aquellos mismos lunares? ¿Cuántas veces los había besado con ternura mientras Les le acariciaba los pechos (acorazados con un recio sujetador J. C. Penney especialmente escogido para tales conflictos amorosos en el porche trasero) y le jadeaba al oído palabras de cariño y promesas de fidelidad inquebrantable?
Era Lester, decididamente. Un reloj podía ponerse y quitarse, pero unos lunares no… Recordó un fragmento de una vieja canción discotequera: «Chicas malas… tut-tut… bip-bip…».
—Golfa, golfa…, ¡golfa! —masculló a la foto con una voz inesperadamente ronca y rencorosa. ¿Cómo era posible que Lester hubiera vuelto con ella? ¿Cómo?
Tal vez —apuntó la voz—, porque ella le deja hacer lo que tú no.
Sally alzó el pecho bruscamente; un pequeño resuello de desánimo, siseante, se coló entre sus dientes y garganta abajo.
¡Pero la pareja de la foto estaba en un bar! ¡Y Lester no…!
Entonces se dio cuenta de que aquella era una consideración muy secundaria.
Si Lester se veía con Judy, si la engañaba respecto a eso, una mentira sobre si tomaba o no cerveza carecía de importancia, ¿verdad?
Con mano temblorosa, Sally dejó a un lado la foto y extrajo del sobre la nota doblada que la acompañaba. Era una única hoja de papel de carta de color melocotón con borde de barbas.
Al sacarla percibió un ligero aroma, vago y dulzón, procedente del papel. Se lo acercó a la nariz y aspiró profundamente.
—¡Golfa! —exclamó en un ronco murmullo angustiado.
Si Judy Libby hubiera aparecido en aquel momento, Sally se habría lanzado sobre ella para clavarle sus uñas, por muy cortas que las tuviera. Ojalá tuviera delante a Judy, se dijo. Y ojalá tuviera también a Lester. Desde luego, Les iba a tardar una buena temporada en volver a jugar a fútbol cuando hubiera terminado con él. Una larga temporada.
Desdobló la nota. Era breve y estaba escrita con la caligrafía redondeada, típica del método Palmer, de una escolar.
Querido Les:
Felicia sacó esta foto cuando estuvimos en El Tigre la otra noche. ¡Dijo que debería utilizarla para hacernos chantaje! Pero solo lo decía en broma. Me la dio y yo te la doy ahora como recuerdo de nuestra GRAN NOCHE. Fue TERRIBLEMENTE ATREVIDO Y PERVERSO por tu parte ponerme la mano bajo la falda de esa manera «y en un lugar público», pero me puso MUY CACHONDA. Además, eres TAN FUERTE… Cuanto más miro la foto, más «cachonda» me voy poniendo. ¡Si te fijas, incluso se me ven las bragas! Menos mal que Felicia ya no estaba después, ¡¡¡cuando ya no las llevaba!!! Nos veremos pronto. Mientras tanto, guarda la foto «en conmemoración mía». Yo seguiré pensando en ti y en ESO TAN GRANDE que tienes. Será mejor que no siga escribiendo, antes de que me ponga más caliente, o tendré que hacer también algo atrevido y perverso. Y, por favor, deja de preocuparte de YA SABES QUIÉN. Está demasiado pendiente de onrar a Dios para ocuparse de nosotros.
Tuya,
JUDY
Sally permaneció sentada tras el volante del Mustang de Lester durante casi media hora, leyendo la nota una y otra vez, con la mente y las emociones revueltas en un guiso de rabia, celos y resentimiento.
Esa golfa estúpida no sabe ni cómo se escribe «honrar», pensó.
Sus ojos no dejaban de encontrar nuevas frases en las que fijarse. La mayoría de ellas eran las que venían escritas en mayúsculas:
«Gran noche.»
«Terriblemente atrevido y perverso.»
«Muy cachonda.»
«Tan fuerte.»
«Eso tan grande.»
Pero la frase que volvía a ella una y otra vez, la que más conseguía hacer crecer su rabia, era aquella perversión blasfema de la fórmula ritual de la Comunión:
«… guarda la foto en conmemoración mía».
Inopinadamente, unas imágenes obscenas asaltaron la mente de Sally. Los labios de Lester cerrándose sobre uno de los pezones de Judy Libby mientras esta canturreaba con voz ronca: «Tomad y bebed todos … en conmemoración mía». Lester, de rodillas entre las piernas abiertas de Judy Libby mientras ella le decía que tomara y comiera de aquello, en conmemoración suya.
Estrujó la hoja de papel de color melocotón entre sus dedos hasta formar con ella una pelota, y la arrojó al suelo del coche. Luego se sentó muy erguida tras el volante, con la respiración jadeante y el cabello revuelto en mechones sudorosos (se había pasado la mano libre por la frente en un gesto inadvertido mientras estudiaba la nota). Al cabo de unos momentos inclinó el cuerpo, alargó la mano y recogió el papel arrugado. Lo alisó un poco y volvió a introducirlo en el sobre junto con la foto. Le temblaban tanto las manos que solo consiguió su propósito al tercer intento, y cuando por fin lo logró, rasgó sin querer hasta la mitad otro de los lados del sobre.
—¡Golfa! —exclamó de nuevo, y estalló en lágrimas. Unas lágrimas calientes, que escocían como si fuesen de ácido—. ¡Zorra! ¡Y tú…, tú, mentiroso hijo de puta!
Introdujo la llave en el contacto. El Mustang despertó con un rugido tan feroz como Sally se sentía. Puso la primera y salió a toda potencia del aparcamiento del profesorado entre una nube de humo azulado y un chirrido quejumbroso de caucho quemado.
Billy Marchant, que estaba practicando saltos de desniveles con el monopatín en el campo de juegos, levantó la vista sorprendido.
4
Un cuarto de hora más tarde, Sally estaba en el dormitorio de su casa, hurgando entre la ropa interior de la cómoda en busca de la astilla sin encontrarla. Su rabia contra Judy y contra el maldito mentiroso de su novio había quedado eclipsada por un terror abrumador… ¿Y si había desaparecido? ¿Y si se la habían robado, a pesar de todo?
Sally había entrado en casa el sobre roto y, por fin, se dio cuenta de que aún lo llevaba en la mano izquierda, entorpeciéndole la búsqueda. Lo arrojó a un lado y empezó a sacar del cajón su recatada ropa interior de algodón a puñados, desperdigándola por todas partes. Cuando ya se disponía a soltar un grito, mezcla de pánico, rabia y frustración, encontró el fragmento de madera. Había abierto el cajón con tanta fuerza que la astilla se había deslizado hasta el rincón de la esquina izquierda.
Lo cogió con la mano derecha y, al momento, notó que fluía en su interior la paz y la serenidad. Tomó el sobre con la zurda y sostuvo ambos objetos delante de ella, el bien y el mal, lo sagrado y lo profano, el alfa y la omega. Luego dejó el sobre roto en el cajón y le arrojó encima la ropa interior, apilada de cualquier manera.
Se sentó, cruzó las piernas, inclinó la cabeza sobre la astilla y cerró los ojos esperando notar una vez más cómo el suelo empezaba a mecerse suavemente debajo de ella, esperando la paz que la embargaba cuando oía las voces de los animales, de los pobres animales irracionales salvados por la gracia de Dios en un tiempo de iniquidad.
Pero en lugar de ello Sally escuchó la voz del hombre que le había vendido la reliquia. Realmente, deberías hacer algo respecto a ese asunto, le dijo el señor Gaunt desde lo más hondo del fragmento de madera. Realmente, deberías hacer algo respecto a este…, a este desagradable asunto.
—Sí —murmuró—. Sí, ya lo sé.
Sally Ratcliffe se quedó sentada toda la tarde en su calurosa habitación de soltera, pensativa y soñadora, encerrada en el círculo de oscuridad que la astilla extendía a su alrededor. Una oscuridad como la piel de una cobra real.
5
—«Mira mi rey, todo vestido de verde … iko-iko un día … no es un hombre, es una máquina de amar…»
Mientras Sally Ratcliffe meditaba, sumida en su nueva oscuridad, Polly Chalmers estaba sentada bajo una franja de sol brillante que entraba por una ventana que había abierto para respirar un poco de aire insólitamente cálido de aquella tarde de octubre. Polly estaba trabajando con su máquina de coser Singer Dress-O-Matic mientras cantaba «Iko-iko» con su voz clara y agradable de contralto.
Rosalie Drake entró en aquel momento y comentó:
—Sé de alguien que hoy se encuentra mejor. Mucho mejor, a juzgar por lo que oigo.
Polly alzó la vista y dirigió a Rosalie una sonrisa extrañamente compleja.
—Sí, y no —respondió.
—Eso significa que te sientes mejor y que no puedes evitarlo, ¿verdad?
Polly reflexionó un momento y asintió con la cabeza. No era aquello exactamente, pero Rosalie no andaba descaminada. Las dos mujeres que habían muerto juntas el día anterior volvían a estar juntas a aquellas horas, en la funeraria Samuels. Al día siguiente, por la mañana, serían objeto de sendos funerales en dos iglesias distintas; pero al caer la tarde, Nettie y Wilma volverían a ser vecinas, esta vez en el cementerio Tierra Natal.
Polly se consideraba responsable en parte de las muertes; al fin y al cabo, Nettie no habría regresado nunca a Castle Rock, de no haber sido por ella. Había escrito las cartas precisas, había asistido a las audiencias correspondientes e incluso había buscado a Netitia Cobb una casa donde vivir. Y todo eso, ¿por qué? Lo peor de todo era que Polly no conseguía recordarlo con precisión; en aquel momento solo recordaba que le había parecido un acto de caridad cristiana y una última responsabilidad de una vieja amistad familiar.
No pretendía escabullirse de su culpabilidad, ni estaba dispuesta a permitir que nadie la convenciera de que no tenía culpa alguna (Alan, juiciosamente, ni lo había intentado), pero no estaba segura de que, de haber podido, hubiera cambiado nada de cuanto había hecho. Según parecía, había estado siempre fuera de su alcance el cambiar o controlar la parte más profunda de la locura de Nettie; y sin embargo, la mujer había pasado tres años felices y productivos en Castle Rock. Tal vez aquellos tres años eran preferibles a la vida larga y gris que habría llevado en la institución mental antes de que la vejez o el simple aburrimiento la llevaran a la tumba. Y si Polly, con sus acciones, había firmado la orden de ejecución de Wilma Jerzyck, ¿no había sido la propia Wilma quien había escrito los pormenores de tal documento? Al fin y al cabo, había sido Wilma, y no Polly, quien había matado al cariñoso e inofensivo perrito de Nettie Cobb con un sacacorchos.
Había otra parte de ella, una parte más simple, que tan solo se lamentaba por la muerte de una amiga y seguía perpleja por el hecho de que Nettie pudiera haber realizado un acto tan espantoso cuando, a su modo de ver, la mujer parecía realmente muy mejorada.
Polly había pasado buena parte de la mañana ocupada con los preparativos funerarios y llamando a los escasos parientes de Nettie (como ya esperaba, todos habían indicado que no asistirían a la ceremonia); aquellas tareas, aquellas gestiones burocráticas en torno a la muerte, la habían ayudado a dar salida a su propia pena… como se supone que debe hacer cualquier buen ritual funerario.
Con todo, había algunas cosas que no dejaban de rondarle la cabeza.
La lasaña, por ejemplo. Aún estaba en el frigorífico, tapada con el papel de aluminio para evitar que se resecara. Supuso que Alan y ella se la comerían para cenar, si Alan tenía tiempo para la cena, naturalmente. Ella sola sería incapaz de comerla. No soportaba la idea.
También seguía recordando lo pronto que Nettie había advertido su dolor, la precisión con que había medido aquel dolor, y cómo le había llevado los guantes térmicos insistiendo en que aquella vez era posible que la aliviasen. Y, por supuesto, recordaba lo último que le había dicho Nettie: «Te quiero, Polly».
—¡Tierra llamando a Polly, Tierra llamando a Polly! ¡Adelante, Polly! ¿Me escucha? —entonó Rosalie. Ella y Polly habían recordado juntas a Nettie aquella mañana, reviviendo anécdotas y momentos, y habían llorado juntas en la trastienda, apoyándose la una en la otra entre los rollos de tela. En aquel instante Rosalie también parecía feliz, tal vez por el mero hecho de haber oído canturrear a Polly.
O tal vez porque Nettie no era del todo real para ninguna de las dos, reflexionó Polly. Sobre aquella mujer había reinado una sombra. No de esas completamente negras, eso no; solo lo bastante opaca para que resultara difícil distinguir a la mujer que ocultaba. Eso era lo que hacía tan frágil la pena que inspiraba.
—Te escucho —respondió Polly por fin—. Me siento mejor, en efecto. Y no puedo evitarlo. Y estoy muy agradecida de que así sea. ¿Tienes suficiente con eso?
—De momento, me basta —asintió Rosalie—. No sé qué me ha sorprendido más cuando he entrado, si oírte cantar o verte dándole otra vez a la máquina de coser. Levanta las manos.
Polly obedeció. Sus manos, con los dedos torcidos y los nódulos de la artrosis que le agrandaban de forma grotesca los nudillos, jamás podrían confundirse con las de una reina de la belleza, pero Rosalie apreció enseguida que la hinchazón se había reducido espectacularmente desde el viernes anterior, cuando el dolor constante había obligado a Polly a marcharse muy pronto a casa.
—¡Vaya! —exclamó Rosalie preocupada—. ¿Te duelen todavía?
—Desde luego, pero hacía un mes que no las tenía tan bien. Mira.
Lentamente dobló los dedos hasta casi cerrar el puño. Luego volvió a extenderlos con el mismo cuidado.
—Hace un mes por lo menos que no conseguía cerrar así la mano.
La verdad era un poco más sombría, como bien sabía Polly; no era capaz de cerrar el puño sin experimentar agudos dolores desde abril o mayo por lo menos.
—¡Vaya!
—De modo que me siento mejor —repitió Polly—. Y si Nettie estuviera aquí para compartirlo, las cosas serían casi perfectas.
Las dos mujeres oyeron cómo se abría la puerta principal de la tienda.
—¿Querrás salir a ver quién es? —pidió Polly a Rosalie—. Me gustaría terminar de coser esta manga.
—Claro que sí. —Rosalie dio un paso, pero se detuvo un momento y se volvió hacia Polly—. A Nettie no le importaría que te sintieras bien, ¿sabes?
—Ya lo sé —asintió Polly con voz grave.
Rosalie abandonó la trastienda para atender a la cliente. Cuando hubo salido, Polly se llevó la mano izquierda al pecho y acarició con cuidado el bultito, no mayor que una bellota, que descansaba entre sus pechos bajo el suéter azul.
Azká. Qué palabra tan maravillosa, pensó mientras volvía a poner en marcha la máquina de coser y empezaba a mover en una dirección y otra la tela del vestido (su primera creación desde el verano) bajo el rápido y borroso movimiento plateado de la aguja.
Se preguntó vagamente cuánto querría el señor Gaunt por el amuleto. Todo lo que pida no será suficiente, se dijo. No voy a…, no debo pensar así cuando sea el momento de fijar el precio, pero es la pura verdad. Cueste lo que me cueste, será una ganga.