1
El lunes 14 de octubre, día de Colón, amaneció despejado y caluroso en Castle Rock. Los vecinos se levantaron refunfuñando y quejándose de la elevada temperatura, y cuando se congregaron en grupos —en el parque municipal, en Nan’s, en los bancos situados frente al edificio del Consejo Municipal—, el comentario general fue que aquel calor no era normal. Probablemente, decían algunos, tenía algo que ver con los malditos pozos de petróleo incendiados en Kuwait, o tal vez con aquel agujero en la capa de ozono del que tanto hablaban en la tele. Algunos viejos del pueblo declararon que, en su juventud, jamás se habían alcanzado los veintidós grados a las siete de la mañana en un día de mediados de octubre.
Por supuesto, aquello era exagerar las cosas y la mayoría de los vecinos (si no todos) era consciente de ello; cada dos o tres años, por regla general, el veranillo de aquellas fechas se desmadraba un poco y, durante cuatro o cinco días, se alcanzaban unas temperaturas propias de mediados de julio. A continuación, una mañana, uno se levantaba de la cama sintiéndose como si hubiera pillado un resfriado estival y, al asomarse a la ventana, descubría el césped del patio delantero tieso de la helada y observaba un par de remolinos de nieve impulsados por un viento helado. Todos en el pueblo eran conscientes de aquello, pero el tiempo era un tema de conversación demasiado bueno para echarlo a perder reconociéndolo. Nadie quería discutir; no era buena idea hacerlo cuando las temperaturas subían de forma tan anormal. Con el calor, la gente solía volverse desagradable y quisquillosa. Y si los vecinos de Castle Rock querían un ejemplo tangible de lo que podía suceder cuando la gente se volvía desagradable y quisquillosa, solo tenían que echar un vistazo a la intersección de las calles Willow y Ford.
—A esas dos mujeres les dio muy fuerte —opinó Lenny Partridge, el vecino de más edad del pueblo y el más chismoso, desde los peldaños que daban acceso a la sede del juzgado del condado, un recinto como una sombrerera que ocupaba el ala oeste del edificio municipal—. Las dos se volvieron más locas que un par de ratas en una letrina rebosante. Esa Nettie Cobb acabó con su marido a cuchilladas, ya sabéis. —Lenny se subió a tirones el braguero que llevaba debajo de los pantalones y añadió—: Lo degolló como a un cerdo, sí señor. ¡Vaya con algunas mujeres, cuando se les cruzan los cables! —El viejo alzó la vista hacia el cielo—. Con este calor, seguro que habrá más disputas. Ya lo he visto otras veces. Lo primero que debería hacer el comisario Pangborn es ordenar a Henry Beaufort que no abra el bar hasta que el tiempo vuelva a la normalidad.
—A mí eso me trae sin cuidado, viejo —replicó Charles Fortin al oírlo—. En el supermercado de Hemphill puedo comprarme cerveza suficiente para un par de días y bebérmela en casa.
El comentario provocó la risa del grupito reunido en torno a Lenny y le valió a Fortin una mirada ceñuda y feroz del propio señor Partridge. El grupo se disgregó. Día festivo o no, la mayoría de aquellos hombres tenía que trabajar. Algunos de los desvencijados camiones de transporte de madera aparcados frente a la cafetería de Nan estaban ya en movimiento, rumbo a Sweden y Nodd’s Ridge y más allá del lago Castle, para recoger la carga de troncos.
2
Danforth «Buster» Keeton estaba sentado en el despacho de su casa, con los calzoncillos por única indumentaria. Los calzoncillos estaban empapados en sudor. No había abandonado la estancia desde el domingo por la tarde, cuando había hecho una breve escapada al edificio municipal. Allí había cogido el expediente de la oficina de impuestos y se lo había llevado a casa. El presidente del Consejo Municipal de Castle Rock estaba engrasando su revólver Colt por tercera vez. Tenía intención de cargarlo en algún momento de la mañana. Luego se proponía matar a su esposa. A continuación, pensaba ir otra vez al edificio municipal, encontrar a aquel hijo de puta de Ridgewick (Keeton no tenía idea de que Norris se había tomado el día libre) y matarlo. Finalmente, proyectaba encerrarse en su despacho oficial y pegarse un tiro.
Keeton había llegado a la conclusión de que solamente dando aquellos pasos podría escapar definitivamente a los Acusadores. Pensar lo contrario había sido una tontería por su parte. A Ellos no podía detenerlos ni siquiera un juego de salón que escogía por arte de magia los caballos ganadores en el hipódromo. No señor. Había aprendido la lección la tarde anterior, al llegar a casa y encontrar aquellos horribles papelitos rosa pegados con cinta adhesiva por toda la casa.
De pronto sonó el teléfono del escritorio. Sobresaltado, Keeton apretó el gatillo del Colt. Se escuchó un seco chasquido. De haber estado cargada el arma, la bala habría atravesado limpiamente la puerta del despacho.
Descolgó el auricular y vociferó irritado:
—¿Es que no podéis dejarme en paz ni un minuto?
La voz tranquila que respondió le hizo enmudecer en el acto. Era la voz del señor Gaunt, y su sonido fluyó sobre el alma en carne viva de Keeton como un bálsamo reconfortante.
—¿Ha tenido suerte con el juguete que le vendí, señor Keeton?
—¡Sí! ¡Funcionó! —respondió este en tono jubiloso. Había olvidado por completo, al menos por un instante, que hacía unos segundos estaba ultimando los preparativos para una agitada mañana de asesinatos y suicidio—. ¡Gané las apuestas en todas las carreras, cielo santo!
—Vaya, eso es estupendo —comentó el señor Gaunt con entusiasmo.
Pero a Keeton volvió a ensombrecérsele la expresión. Su voz se redujo a apenas un susurro.
—Luego…, ayer…, cuando llegué a casa…
Le resultó imposible continuar. Y entonces, al cabo de un momento, comprobó con gran sorpresa y aún mayor satisfacción que no necesitaba hacerlo.
—… descubrió que Ellos habían estado en su casa, ¿no es eso? —inquirió el señor Gaunt.
—¡Sí, en efecto! ¿Cómo lo ha sab…?
—Ellos están por todas partes, en este pueblo —lo interrumpió Gaunt antes de que terminara—. Ya se lo comenté la última vez que nos vimos, ¿recuerda?
—Sí. Y… —Keeton enmudeció bruscamente. Su rostro se contrajo en una mueca de alarma—. Señor Gaunt, ¿se da cuenta de que Ellos podrían tener intervenida la línea? ¡Podrían estar escuchando nuestra conversación en este momento!
El señor Gaunt mantuvo la calma.
—Podrían, en efecto, pero le aseguro que no nos oye nadie. Señor Keeton, no me considere tan estúpido, por favor. Como le dije, ya me las he tenido con Ellos otras veces. Muchas.
—No me cabe la menor duda —asintió Keeton. Estaba dándose cuenta de que el regocijo desbordante que había experimentado con Boleto Ganador era poco o nada en comparación con lo que sentía entonces al encontrar, después de lo que parecían siglos de lucha y de oscuridad, un alma gemela.
—Tengo un aparatito electrónico conectado a la línea —continuó el señor Gaunt con su voz calmada y melosa—. Si la comunicación está intervenida, se enciende una lucecita. En este momento la estoy viendo y permanece apagada, señor Keeton. Está tan oscura como el corazón de algunos en el pueblo.
—Usted también lo sabe, ¿verdad? —musitó Danforth con voz temblorosa y llena de fervor. Se sentía al borde de las lágrimas.
—Sí. Y te he llamado para decirte que no debes precipitarte, Keeton. —La voz era suave, adormecedora. Mientras la escuchaba, Keeton notó que la cabeza se le iba como un globo infantil lleno de helio—. Lo que te propones hacer solo serviría para facilitarles más las cosas a Ellos. ¿No te das cuenta de lo que sucedería si murieses?
—No —murmuró Keeton, vuelto hacia la ventana con la mirada perdida y borrosa.
—¡Ellos celebrarían una fiesta! —exclamó el señor Gaunt sin alzar la voz—. ¡Beberían hasta emborracharse en el despacho del comisario Pangborn y luego irían en comitiva al cementerio Tierra Natal para mearse sobre tu tumba!
—¿El comisario Pangborn? —inquirió Keeton con voz dubitativa.
—No creerás en serio que un zángano como ese agente Ridgewick se metería en un asunto así sin que se lo ordenaran sus superiores, ¿verdad?
—No, claro que no.
En aquel momento empezaba a ver las cosas con más claridad. Ellos. Hasta aquel momento, Ellos siempre habían sido como una torturadora nube oscura en torno a él; una nube que, cuando intentaba atraparla, se le escapaba entre los dedos y lo dejaba sin nada en las manos. En aquel momento, por fin, empezaba a entender que Ellos tenían rostros y nombres. Incluso podían ser vulnerables. Y ese conocimiento le resultaba tremendamente reconfortante.
—Pangborn, Fullerton, Samuels, la mujer de Williams, tu propia esposa. Todos forman parte del asunto, Keeton, pero sospecho…, sí, tengo firmes sospechas de que el comisario Pangborn es el cabecilla. Si estoy en lo cierto, seguro que él se sentiría feliz si acabaras con un par de sus subordinados y luego te quitaras de en medio. En fin, supongo que eso es lo que se ha propuesto conseguir desde el primer momento. Pero tú vas a engañarlo, Keeton.
—¡Sííí! —masculló Keeton con rabia—. ¿Qué debo hacer?
—Hoy, nada. Haz tu vida como de costumbre. Esta tarde, ve a las carreras si quieres y sácale provecho a tu reciente compra. Si te comportas ante Ellos con normalidad, como de costumbre, eso los desconcertará. Sembrará la confusión y la incertidumbre entre el enemigo.
—La confusión y la incertidumbre. —Keeton pronunció las palabras poco a poco, paladeándolas.
—Sí. Yo también estoy urdiendo mis planes, y cuando llegue el momento, te los haré saber.
—¿Me lo promete?
—Claro que sí, Keeton. Eres muy importante para mí. De hecho, incluso diría que no podría prescindir de ti.
El señor Gaunt colgó. Keeton guardó el revólver y el equipo de limpieza del arma. Después fue al piso de arriba, arrojó las ropas sudorosas al cesto de la colada, se duchó y se vistió. Cuando bajó, Myrtle rehuyó su proximidad al principio, pero Keeton le habló con ternura y le besó la mejilla. Tras aquello, Myrtle empezó a relajarse. La crisis, se debiera a lo que se debiese, parecía haber pasado.
3
Everett Frankel era un hombretón pelirrojo con aspecto de irlandés de pura cepa, lo cual no era de extrañar, ya que los antepasados de su madre procedían de la mismísima Cork. Llevaba cuatro años como ayudante del doctor Van Allen, que lo había contratado poco después de que se licenciara de la Marina.
Aquel lunes por la mañana, Everett llegó al consultorio general de Castle Rock a las ocho menos cuarto y Nancy Ramage, la enfermera jefe, le preguntó si podía ir inmediatamente a la granja de los Burgmeyer. Según le explicó, Helen Burgmeyer había sufrido un ataque epiléptico durante la noche. Si el diagnóstico de Everett confirmaba tal cosa, tendría que traerla al pueblo en el coche para que el doctor, que llegaría enseguida, la reconociera y decidiera si tenía que ser trasladada al hospital para hacerle más pruebas.
De ordinario, a Everett le habría disgustado que la primera tarea del día fuese tener que acudir a una visita domiciliaria, sobre todo a una casa tan alejada del pueblo, pero en una mañana tan anormalmente calurosa como aquella, una salida al campo parecía ideal.
Además, estaba la pipa.
Una vez en su Plymouth, abrió la guantera y la sacó. Era una pipa de espuma de mar, con una tabaquera ancha y profunda. La había tallado un maestro artesano; pájaros, flores y enredaderas rodeaban la cazoleta formando un diseño que realmente parecía cambiar cuando uno lo observaba desde diferentes ángulos. Everett había dejado la pipa en la guantera no porque estuviera prohibido fumar en la consulta del doctor, sino porque no le gustaba la idea de que otra gente (sobre todo una entrometida como Nancy Ramage) la viera. Primero querrían saber dónde la había conseguido. Después le preguntarían cuánto había pagado por ella.
Además, algunos de los curiosos podían codiciarla.
Se llevó la boquilla a los labios, la sostuvo entre los dientes y, una vez más, se maravilló de lo perfectamente que parecía encajar allí, de lo perfectamente en su sitio que la notaba en la boca. Por un instante, movió el retrovisor para verse en él y dio un rotundo aprobado a la imagen que le devolvió el espejo. La pipa, en su opinión, le hacía parecer mayor, más listo y más guapo. Y cuando apretó la pipa entre los dientes, con la cazoleta apuntando un poco hacia arriba justo en el ángulo más garboso, se sintió aún mayor, aún más listo, aún más guapo.
Tomó Main Street abajo con la intención de cruzar el puente metálico entre el pueblo y el campo, y redujo la marcha al acercarse a Cosas Necesarias. El toldo verde tiró de él como un anzuelo y, de pronto, le pareció muy importante —imperioso incluso— detenerse allí.
Aparcó el coche, empezó a apearse de él y entonces recordó que aún llevaba la pipa apretada entre los dientes. Se la quitó de la boca (notando una pequeña punzada de pena al hacerlo) y volvió a guardarla en la guantera. Esta vez llegó a poner los dos pies en la acera antes de dar media vuelta y cerrar las cuatro puertas del Plymouth.
Con una buena pipa como aquella, no se podía correr riesgos. Cualquiera podía sentir la tentación de robar una pipa tan bonita. Cualquiera.
Se acercó a la tienda y se detuvo de pronto, decepcionado. En la puerta colgaba un rótulo.
CERRADO EL DÍA DE COLÓN
decía. Everett se disponía a dar media vuelta cuando se abrió la puerta y apareció el señor Gaunt, con un aspecto resplandeciente y sumamente garboso, también él, luciendo una chaqueta de color de cervato con parches en los codos y unos pantalones gris carbón.
—Pase, señor Frankel —invitó Gaunt—. Me alegro de verlo.
—Bueno, me dispongo a salir del pueblo por asuntos del trabajo y se me ha ocurrido detenerme para decirle otra vez lo mucho que me gusta la pipa. Siempre había querido una así.
Radiante, el señor Gaunt respondió:
—Ya lo sé.
—Pero he visto que tiene cerrado y no quiero molestar, así que…
—Mi tienda no está nunca cerrada para mis clientes favoritos, señor Frankel, y le cuento a usted entre ellos. En un lugar preferente de la lista, se lo aseguro. Entre.
Y le tendió la mano.
Everett rehuyó el contacto. Leland soltó una alegre carcajada al observarlo y se apartó para que el joven asistente sanitario pudiera pasar.
—En realidad, no puedo quedarme… —empezó a decir Everett, pero notó que sus pies lo impulsaban hacia la penumbra de la tienda como si actuaran por cuenta propia.
—Claro que no —asintió Gaunt—. El sanador debe cumplir las visitas concertadas, liberando las cadenas de la enfermedad que atan y constriñen el cuerpo y… —Una sonrisa, una mueca con las cejas enarcadas y las mandíbulas apretadas y prominentes, apareció en su rostro al añadir—: Y expulsando a los demonios que encadenan el espíritu, ¿me equivoco?
—Me parece que no —respondió Everett. Cuando el señor Gaunt cerró la puerta, notó un nudo de inquietud en el estómago. Esperaba que no le pasara nada a la pipa. No sería la primera vez que desvalijaban un coche en el pueblo. En ocasiones, lo habían hecho incluso a plena luz del día.
—A la pipa no le sucederá nada —le tranquilizó el señor Gaunt, al tiempo que sacaba del bolsillo un sobre blanco con una palabra escrita en el anverso. La palabra era «Amorcito»—. ¿Recuerda que me prometió gastarle una pequeña broma a alguien, doctor Frankel?
—No soy doc…
El señor Gaunt frunció las cejas de un modo que indujo a Everett a callar y desistir de explicaciones. El joven retrocedió medio paso.
—¿Lo recuerdas o no? —insistió Gaunt con brusquedad—. Será mejor que me contestes pronto, muchacho. Ya no estoy tan seguro de esa pipa como hace un momento.
—¡Ya recuerdo! —exclamó Everett. Su voz sonó apresurada y llena de alarma—. ¡Sally Ratcliffe! ¡La profesora de logopedia!
El abultado centro de la que parecía una única ceja del señor Gaunt se relajó. Everett Frankel se relajó con ella.
—Eso es. Y ha llegado el momento de gastar esa bromita, doctor. Toma esto.
Le entregó el sobre. Everett lo cogió, teniendo buen cuidado de no rozar los dedos del señor Gaunt al hacerlo.
—Hoy es fiesta escolar, pero la joven señorita Ratcliffe está en su despacho poniendo al día los archivos —explicó el señor Gaunt—. Ya sé que vas camino de la granja Burgmeyer…
—¿Cómo sabe eso? —inquirió Everett perplejo.
El señor Gaunt desechó la pregunta con un ademán de impaciencia y prosiguió:
—… pero quizá tengas un momento para pasarte a verla a la vuelta, ¿verdad?
—Supongo que sí…
—Y como los forasteros en una escuela, incluso cuando no están los alumnos, son vistos con cierta suspicacia, puedes explicar tu presencia dejándote caer un momento por el despacho de la enfermera de la escuela, ¿de acuerdo?
—Si ella está allí, supongo que podría hacerlo —admitió Everett—. De hecho, en realidad debería pasarme por allí, porque…
—… porque todavía no has recogido las actas de vacunación —acabó la frase el señor Gaunt—. Está bien. En realidad, ella no estará allí, pero tú no tienes por qué saber eso, ¿verdad? Solo tienes que asomar la cabeza por la enfermería y ya podrás marcharte. Pero, sea al llegar o al marcharte, quiero que dejes este sobre en el coche que la señorita Ratcliffe ha tomado prestado a su novio. Quiero que lo pongas debajo del asiento del conductor, pero no completamente debajo. Tienes que dejarlo allí con una esquina del sobre a la vista.
Everett sabía perfectamente quién era el novio de la señorita Ratcliffe: el profesor de educación física del instituto. De haber podido elegir, Everett habría preferido gastarle la broma al propio Lester Pratt, antes que a su chica. Pratt era un joven baptista, rollizo y musculoso, que solía llevar camisetas de manga corta y pantalones de entrenamiento azules con una tira blanca en la parte exterior de cada pernera, desde la cintura hasta el tobillo. El fornido muchacho pertenecía a esa clase de personas por cuyos poros rezuma el sudor y el fervor por Jesucristo en cantidades iguales (y copiosas). Everett nunca le había prestado mucha atención. Esta vez, se preguntó vagamente si Lester se habría acostado ya con Sally, que era un bocado muy apetitoso. Probablemente no, se dijo. También se le pasó por la cabeza que, cuando Lester se excitaba después de una buena sesión de magreo en el balancín del porche, era probable que Sally lo obligara a hacer unas cuantas flexiones en el patio trasero o a dar unas cuantas decenas de vueltas a la carrera alrededor de la casa.
—¿Sally ha vuelto a coger el Prattmóvil?
—Sí —respondió el señor Gaunt con cierta irritación—. ¿Has terminado ya de hacerte el gracioso, doctor Frankel?
—Desde luego —asintió.
En realidad, Everett experimentaba una sorprendente sensación de alivio. Hasta aquel momento había sentido cierta inquietud por la «bromita» que el señor Gaunt quería que gastase; ahora, sin embargo, quedaba claro que su preocupación era infundada. Gaunt no pretendía obligarlo a poner un petardo en el zapato de la maestra, o un poderoso laxante en su vaso de leche con cacao, o algo parecido. ¿Qué daño podía hacer un sobre?
La sonrisa del señor Gaunt, luminosa y resplandeciente, apareció de nuevo en sus facciones.
—Estupendo —asintió. Acto seguido, se aproximó más a Everett y este advirtió con horror que el señor Gaunt parecía a punto de pasarle el brazo por los hombros.
El muchacho se apresuró a retroceder un poco. De este modo, el señor Gaunt fue conduciéndolo hasta la puerta principal de la tienda y la abrió.
—Que disfrute de la pipa. —Gaunt cambió de nuevo el tratamiento—. ¿Le he dicho alguna vez que perteneció a sir Arthur Conan Doyle, el creador del gran Sherlock Holmes?
—¡No! —exclamó Everett Frankel.
—Por supuesto que no —asintió Gaunt con una sonrisa—. Eso habría sido una mentira y yo no miento nunca en cuestiones de negocios. No se olvidará de su pequeño encargo, ¿verdad, doctor Frankel?
—Le aseguro que no.
—Entonces, le deseo un buen día.
—Lo mismo le di…
Pero Everett se había quedado sin interlocutor. La puerta, con la persiana bajada, ya se había cerrado detrás de él.
El joven se quedó mirándola un momento y después regresó lentamente hasta el Plymouth. Si alguien le hubiera pedido que explicara detalladamente lo que le había contado al señor Gaunt y lo que este le había dicho, Everett habría pasado un mal rato, porque era incapaz de recordar una sola palabra con precisión. Se sentía como si le hubieran administrado una dosis de un anestésico ligero.
Cuando estuvo de nuevo tras el volante del coche, lo primero que hizo fue abrir la guantera, depositar en ella el sobre con la palabra «Amorcito» y sacar la pipa. Una cosa que sí recordaba era el comentario burlón del señor Gaunt sugiriendo que la pipa había pertenecido a A. Conan Doyle. Y pensar que casi lo había creído… ¡Qué estúpido! Uno solo tenía que llevársela a los labios y sujetar la boquilla entre los dientes para darse perfecta cuenta de que el propietario original de aquella pipa había sido Hermann Goering.
Everett Frankel puso en marcha el coche y dejó atrás el pueblo a velocidad moderada. Camino de la granja Burgmeyer, tuvo que detenerse un par de veces en la cuneta para admirar de nuevo lo mucho que la pipa mejoraba su apariencia.
4
Albert Gendron tenía su clínica dental en el edificio Castle, una construcción de ladrillos carente de gracia que se levantaba frente al edificio municipal y a la estructura de cemento, cuadrada y de poca altura, que albergaba la Compañía de Aguas del condado, al otro lado de la calle. El edificio Castle había extendido su sombra sobre el río Castle y el puente metálico desde 1924, y albergaba las oficinas de tres de los cinco abogados del condado, de un optometrista, de un médico especialista en oído, de varios agentes inmobiliarios independientes, de un consejero de créditos, de un servicio de recogida de mensajes telefónicos que llevaba una sola mujer, y de un taller de marcos. La otra media docena de despachos del edificio estaba desocupada en aquel momento.
Albert, que se contaba entre los feligreses más asiduos de Nuestra Señora de las Aguas Serenas desde los tiempos del viejo padre O’Neal, empezó a subir la escalera hacia su consulta; sus cabellos, negros en otro tiempo, estaban ya salpicados de canas y sus amplios hombros se hundían como no habían hecho nunca en sus años mozos, pero, a pesar de ello, Albert seguía siendo un hombre de proporciones imponentes: con sus dos metros largos y sus ciento veinte kilos, era el tipo más corpulento del pueblo, si no del condado entero.
Ascendió la estrecha escalera hasta el cuarto y último piso lentamente, haciendo pausas en los rellanos para recuperar el aliento antes de continuar, preocupado por el soplo cardíaco que le había diagnosticado el doctor Van Allen. Cuando llegó a la mitad del último tramo de peldaños, vio una hoja de papel sujeta con cinta adhesiva al cristal translúcido esmerilado de la puerta del consultorio, ocultando el rótulo en el que se leía ALBERT GENDRON, CIRUJANO DENTAL.
Cuando aún estaba a cinco peldaños del rellano, consiguió descifrar la salutación que encabezaba la nota y el corazón se le aceleró de inmediato, a pesar del soplo. Pero esta vez no fue debido al esfuerzo físico, sino a un acceso de rabia.
¡PRESTA ATENCIÓN, COMEDOR DE SARDINAS!, decía el encabezamiento de la hoja en grandes letras rojas, escritas con rotulador.
Albert arrancó la nota del cristal y la leyó rápidamente. Mientras lo hacía, expulsó el aire de los pulmones por la nariz con unos resoplidos ásperos y estentóreos como los de un toro preparado para embestir.
¡PRESTA ATENCIÓN, COMEDOR DE SARDINAS!
Hemos intentado razonar con vosotros —«Que escuche quien tenga oídos»—, pero no ha servido de nada. SOIS TERCOS EN VUESTRO RUMBO A LA CONDENACIÓN Y POR SUS OBRAS LOS CONOCERÉIS. Hemos tolerado vuestra idolatría papista e incluso vuestra licenciosa adoración al Becerro de Oro, pero ahora habéis llegado demasiado lejos. ¡NO TOLERAREMOS QUE JUGUÉIS A DADOS CON EL DIABLO EN CASTLE ROCK!
Este otoño, cualquier cristiano decente puede captar el OLOR A AZUFRE Y A FUEGO INFERNAL en Castle Rock. Si vosotros no lo notáis, es porque tenéis la nariz taponada con vuestros propios pecados y vuestra degradación. ¡PRESTAD ATENCIÓN A NUESTRO AVISO Y SEGUIDLO: ABANDONAD VUESTRO PLAN PARA CONVERTIR ESTE PUEBLO EN UN CUBIL DE LADRONES Y TAHÚRES, O TENED LA SEGURIDAD DE QUE OLERÉIS EL FUEGO DEL INFIERNO! ¡ABANDONADLO, O CAERÁ SOBRE VOSOTROS UNA LLUVIA DE AZUFRE!
«Y serán arrojados al infierno los inicuos, y todas las naciones que han olvidado a Dios.» Salmos, 9, 17.
SEGUID NUESTRO CONSEJO, O VUESTROS GRITOS DE LAMENTACIÓN SE OIRÁN DESDE MUY LEJOS.
LOS BAPTISTAS PREOCUPADOS DE CASTLE ROCK
—¡Menuda mierda! —masculló Albert por fin, al tiempo que estrujaba la nota en un puño del tamaño de una maza—. Ese baptista idiota vendedor de zapatos finalmente ha perdido el juicio.
Lo primero que hizo una vez hubo abierto la consulta fue llamar al padre John para advertirle de que las cosas quizá se pusieran un poco más tensas durante los días que faltaban para la Noche de Casino.
—No se preocupe, Albert —respondió el padre Brigham con calma—. Si ese idiota intenta algo, le enseñaremos que nosotros, los comedores de sardinas, sabemos responder como es debido…, ¿no es cierto?
—Sí que lo es, padre —respondió Albert. Aún tenía la nota entre los dedos, hecha una pelota. Volvió la vista hacia ella y bajo su bigote de morsa asomó una sonrisilla antipática—. Rotundamente cierto.
5
A las diez y cuarto de la mañana, el panel digital de la fachada del banco anunciaba que la temperatura en Castle Rock era de veinticinco grados. Al otro lado del puente, el sol caluroso produjo un brillante guiño, un lucero fugaz, en el punto donde la carretera estatal 117 aparecía sobre el horizonte para extenderse luego hacia el pueblo. Alan Pangborn estaba en su despacho, repasando informes sobre la muerte de las dos mujeres, y no advirtió aquel reflejo del sol sobre el metal y el cristal. Y aunque lo hubiera visto, no le habría despertado un gran interés; al fin y al cabo, solo era un coche que se aproximaba. Sin embargo, el destello salvajemente brillante del cristal y los cromados que se acercaban al puente lanzados a más de cien kilómetros por hora anunciaban la llegada de un personaje importante en el destino de Alan Pangborn… y en el del pueblo entero.
En la puerta de Cosas Necesarias, el rótulo que ponía
CERRADO EL DÍA DE COLÓN
fue descolgado por una mano de largos dedos que emergía de la manga de una chaqueta deportiva de color cervato. Un nuevo rótulo ocupó el lugar del anterior. En él se leía:
SE NECESITA AYUDANTE.
6
Al cruzar el puente, el coche aún iba a más de setenta en una zona limitada a cuarenta. Era un bólido que los chicos del instituto habrían admirado con asombro y envidia: un Dodge Challenger de color verde lima con la parte trasera levantada de manera que el morro apuntara hacia el asfalto. A través de los cristales ahumados de las ventanillas apenas se lograba distinguir la barra de seguridad que formaba un arco de lado a lado del techo, entre los asientos de delante y los traseros. La parte posterior de la carrocería estaba cubierta de adhesivos: HEARTS, FUELLY, FRAM, ESTADO CUÁQUERO, GOODYEAR CÁMARA ANCHA, BATERÍAS RAM. El motor rugía satisfecho, bien provisto de la gasolina de noventa y seis octanos que, más arriba de Portland, solo podía comprarse en la autopista de Oxford Plains.
El coche redujo un poco la marcha en la intersección de Main y Laurel y luego se detuvo, con un chirrido de ruedas, en uno de los espacios de aparcamiento en semibatería frente a la barbería The Clip Joint. En aquel preciso instante no había ningún cliente afeitándose o cortándose el pelo, y tanto Bill Fullerton como Henry Gendron, su ayudante, estaban sentados en las sillas de los clientes, bajo los viejos anuncios de jabón de afeitar y de lociones capilares. Bill y Henry se habían repartido el periódico de la mañana. Cuando el conductor del coche aceleró el motor unos instantes, provocando un petardeo en el tubo de escape, los dos barberos levantaron la vista.
—Una máquina mortal como pocas he visto anteriormente —comentó Henry.
Bill asintió y se pellizcó el labio inferior entre el pulgar y el índice de la mano derecha.
—Ajá —murmuró.
Los dos observaron con expectación cómo se apagaba el motor y se abría la puerta del conductor. De las oscuras entrañas del Challenger emergió un pie enfundado en una bota negra de motorista llena de rozaduras. Tras el pie apareció una pierna envuelta en la tela de dril de unos tejanos descoloridos y ajustados. Un momento después, el conductor salió por fin y se incorporó bajo el sol de aquel día insólitamente caluroso. Se quitó las gafas ahumadas, las colgó en el escote de la camisa y echó un vistazo a su alrededor con aire despreocupado y despreciativo.
—¡Vaya, vaya! —murmuró Henry—. Parece una falsa moneda recién fabricada.
Bill Fullerton contempló al recién llegado con la sección de deportes del periódico sobre los muslos y la boca ligeramente entreabierta.
—Ace Merrill —anunció—. Tan seguro como que vivo y respiro.
—¿Qué diablos hace aquí? —exclamó Henry en tono irritado—. Creía que estaba en Mechanic Falls, que ahora amargaba la existencia a los de allí.
—No lo sé —respondió Bill, y repitió el gesto de pellizcarse el labio—. Míralo. Gris como una rata y, probablemente, dos veces más ruin. ¿Qué edad tendrá, Henry?
Henry se encogió de hombros.
—Más de cuarenta y menos de cincuenta, es lo único que puedo decirte. De todos modos, ¿a quién le importa la edad que tenga? Para mí, su presencia solo significa problemas.
Como si lo hubiese oído, Ace se volvió hacia la cristalera de la barbería y levantó la mano en un gesto de saludo lento y sarcástico. Los dos hombres dieron un respingo y se revolvieron con aire indignado, como un par de solteronas que acabaran de darse cuenta de que el insolente silbido libertino procedente del salón de billar iba dirigido a ellas.
Ace hundió las manos en los bolsillos de sus Low Riders y se alejó calmosamente. Era la estampa de un hombre con todo el tiempo del mundo y toda la insolencia del universo conocido.
—¿No crees que deberías llamar al comisario Pangborn? —preguntó Henry.
Bill Fullerton insistió en pellizcarse el labio. Finalmente, movió la cabeza en gesto de negativa.
—Seguro que no tarda en enterarse de que Ace anda otra vez por el pueblo —respondió—. No necesita que se lo diga yo. Ni tú, desde luego.
Los dos hombres enmudecieron y siguieron con la vista a Ace Merrill hasta que desapareció Main Street arriba.
7
Viendo a Ace caminar con insolencia Main Street arriba, nadie habría dicho que era un hombre con un gravísimo problema. Un problema con el que Buster Keeton habría podido identificarse hasta cierto punto; Ace debía a unos tipos una cantidad bastante elevada. Más de ochenta mil dólares, para ser exactos. Pero, en el caso de Buster, lo peor que podían hacerle los acreedores era meterlo entre rejas. Si Ace no tenía el dinero pronto, el 1 de noviembre para ser exactos, era probable que los suyos lo enviaran al otro mundo.
Los chicos a los que Ace Merrill había aterrorizado en otro tiempo —chicos como Teddy Duchamp, Chris Chambers y Vern Tessio— lo habrían reconocido al instante a pesar de su cabello gris. Durante los años en que Ace había trabajado en la fábrica textil de la localidad (la fábrica llevaba cerrada ya cinco años), tal vez no habría sido así. Por aquel entonces sus vicios habían sido la cerveza y los pequeños hurtos. A consecuencia de la primera había acumulado una considerable cantidad de kilos y como resultado de los segundos había atraído considerablemente la atención del difunto comisario George Bannerman. Más tarde, Ace descubrió la cocaína. Dejó el trabajo en la fábrica, perdió veinte kilos de la noche a la mañana y se graduó en robos de primera clase como consecuencia de aquella maravillosa sustancia. Su situación financiera empezó a fluctuar como un yoyó con los grandiosos altibajos que solo experimentan los negociantes de alto riesgo en la bolsa y los traficantes de cocaína. Podía empezar el mes en la ruina y terminarlo con cincuenta o sesenta mil dólares enterrados bajo las raíces del manzano muerto que se alzaba detrás de su casa-remolque en Cranberry Bog Road. Un día disfrutaba de una cena francesa de siete platos en Maurice, y al día siguiente tenía que contentarse con macarrones precocinados y queso en la cocina del remolque. Todo dependía del mercado y del suministro porque Ace, como la mayoría de los traficantes de cocaína, era su propio mejor cliente.
Casi un año después de que el nuevo Ace —alto, delgado, con algunas canas y enganchado hasta el cuello— emergiera de la capa de grasa que había ido acumulando desde que rompiese sus relaciones con la enseñanza pública, conoció a unos tipos de Connecticut. Aquellos tipos traficaban con armas, además de con polvos. Ace se entendió con ellos desde el primer momento; igual que él, los hermanos Corson eran sus propios mejores clientes.
Le ofrecieron lo que representaba una franquicia de alto calibre para la zona central de Maine, y Ace Merrill aceptó de buena gana. Igual que la decisión de empezar a traficar con coca había sido más que una simple cuestión comercial, también en aquel nuevo negocio había más que intereses económicos. Si había algo en el mundo que a Ace le gustara más que los coches o la coca, eran las armas.
En una de las ocasiones en que se encontró apurado de fondos había acudido a ver a su tío, que le había prestado dinero a medio pueblo y tenía fama de haber amasado una fortuna. Ace no había visto ninguna razón para que su tío fuera a negarle el préstamo; era joven (bueno, cuarenta y ocho años; relativamente joven), tenía perspectivas y era de su propia sangre. Su tío, sin embargo, tenía una visión muy diferente de las cosas.
—No —respondió Reginald Marion «Papi» Merrill a su petición—. Sé muy bien de dónde sacas el dinero; cuando lo tienes, claro. Lo sacas de esa mierda de polvos.
—Vamos, tío Reginald…
—Déjate de «tío Reginald» —le interrumpió Papi—. Ahora mismo, llevas una mancha de esos polvos en la aleta de la nariz. Descuidados. Los tipos que usan esa mierda blanca y comercian con ella se vuelven siempre descuidados. Y la gente descuidada termina en la cárcel. Eso, si tiene suerte. De lo contrario, termina criando malvas en cualquier lodazal, bajo un metro de tierra. Y yo no puedo cobrar mi dinero cuando la persona que me lo debe está muerta o haciendo cola para el cementerio. Lo que quiero decir con esto es que no te prestaría ni el sudor de mi sucio culo.
El apuro que había llevado a Ace a pedir dinero a su tío se había producido poco después de que Alan Pangborn jurase el cargo de comisario en el condado de Castle. Y el primer gran éxito que se apuntó Alan fue sorprender a Ace y a dos de sus compinches tratando de forzar la caja fuerte del despacho de Henry Beaufort en El Tigre Achispado. Fue una actuación policial excelente, de manual, y Ace se encontró en la cárcel de Shaw menos de cuatro meses después de que su tío le hubiese advertido de que terminaría en ella. La acusación por intento de robo fue retirada en un acuerdo privado, pero, a pesar de ello, Ace fue sentenciado a una larga estancia a la sombra por escalo con nocturnidad.
Salió de la cárcel en la primavera de 1989 y se trasladó a Mechanic Falls, donde le esperaba un empleo: la empresa de la autopista de Oxford Plains participaba en el programa estatal de reinserción y John «Ace» Merrill consiguió un empleo de auxiliar de mantenimiento y de mecánico a tiempo parcial.
Para entonces, muchos de sus viejos amigos seguían allí todavía —por no hablar de sus viejos clientes—, y Ace no tardó en volver a hacer negocios y a sufrir hemorragias nasales.
Conservó el trabajo hasta que la sentencia se levantó oficialmente, y ese mismo día se despidió. Había recibido una llamada de los hermanos Corson desde Danbury, Connecticut, y muy pronto estuvo de nuevo vendiendo armas, además de perico boliviano.
Al parecer, mientras Ace estaba en chirona, el negocio había tomado mayores vuelos: en lugar de pistolas, rifles y fusiles de repetición, se encontró haciendo suculentos trapicheos con armas automáticas y semiautomáticas. El punto culminante se produjo en junio de aquel año, cuando vendió un misil Thunderbolt tierra-tierra a un extranjero con acento sudamericano. El extranjero guardó el Thunderbolt a buen recaudo y pagó a Ace diecisiete mil dólares en billetes de cien con los números de serie no consecutivos.
—¿Para qué se utiliza una cosa como esa? —le había preguntado Ace a su cliente con cierta fascinación.
—Para lo que uno quiera, señor —había respondido el extranjero, sin un atisbo de sonrisa.
Luego, en julio, todo se había ido al traste. Ace aún no acababa de explicarse cómo podía haber sucedido; lo único que entendía era que probablemente habría hecho mejor quedándose con los hermanos Corson como proveedores de coca y de armas. Ace había negociado la compra de un kilo de nieve colombiana a un tipo de Portland, financiando el trato con la ayuda de Mike y Dave Corson. El precio quedó establecido en ochenta y cinco mil. El material parecía valer el doble de aquel precio, a juzgar por los análisis que había efectuado. Ace sabía que ochenta y cinco mil dólares eran mucho más de lo que estaba acostumbrado a manejar, pero se sentía confiado y dispuesto a dar el paso. En aquella época, el lema principal de la vida de Ace Merrill era «¡No hay problema!». Desde entonces, las cosas habían cambiado. Habían cambiado mucho.
Los cambios empezaron cuando Dave Corson lo llamó desde Danbury, Connecticut, para preguntarle a qué creía que estaba jugando, tratando de pasar bicarbonato de sosa por cocaína. Al parecer, el tipo de Portland había conseguido engañar a Ace, por muchos análisis que este hubiera hecho, y cuando Dave Corson empezó a comprenderlo, dejó de parecer tan amistoso. De hecho, se mostró abiertamente hostil.
Ace podría haber intentado desaparecer del mapa. En lugar de ello, había apelado a todo su valor —que no era poco, incluso a sus ya bastantes años— y acudió a ver a los hermanos Corson. Les ofreció su versión de lo sucedido en la parte trasera de una furgoneta Dodge con moqueta en el suelo, un sofá cama y un espejo en el techo. Fue muy convincente. Tuvo que serlo, porque la furgoneta había aparcado al final de una pista de tierra embarrada a varios kilómetros al oeste de Danbury, porque al volante iba un negrazo al que llamaban Timmi «Demasiado Alto» y porque los dos hermanos Corson, Mike y Dave, estaban sentados uno a cada lado de Ace, con sendos fusiles sin retroceso H&K entre las manos.
Mientras hablaba, Ace recordó lo que le había dicho su tío antes del golpe fracasado en El Tigre Achispado. «La gente descuidada termina entre rejas. Eso, si tiene suerte. De lo contrario, termina criando malvas en cualquier lodazal, bajo un metro de tierra.» Muy bien, Papi había acertado en cuanto a la primera parte; ahora, Ace se proponía desplegar toda su capacidad de convicción para evitar la segunda. En los lodazales no había programas de reinserción.
Su alegato resultó, en efecto, muy convincente. Y en algún punto del mismo pronunció un nombre mágico: Ducky Morin.
—¿Le compraste esa mierda a Ducky? —exclamó Mike Corson, y sus ojos inyectados en sangre parecieron a punto de saltarle de las órbitas—. ¿Estás seguro de que era él?
—Claro que estoy seguro —dijo Ace—. ¿Por qué?
Los hermanos se miraron unos instantes y se echaron a reír. Ace no sabía a qué venían sus risas, pero se alegró de oírlas de todos modos. Parecían una buena señal.
—¿Qué aspecto tenía? —inquirió Dave Corson.
—Es un tipo alto…, no tanto como él. —Ace señaló con el pulgar al chófer, que llevaba puestos unos auriculares walkman y se mecía a un lado y a otro siguiendo un ritmo que solo él oía—. Pero es bastante alto. Es canadiense o, al menos, habla como ellos. Y lleva un pendiente de oro en la oreja.
—Es él, sin duda —asintió Mike Corson.
—A decir verdad, me sorprende que nadie se haya cargado ya a ese tipo —añadió Dave Corson. Miró a su hermano y los dos movieron la cabeza al unísono en un ademán de asombro perfectamente compartido.
—Pensaba que era un tipo de fiar —intervino Ace—. Siempre lo ha sido, que yo sepa.
—Pero estuviste una temporada a la sombra, ¿no? —apuntó Mike Corson.
—Sí, unas pequeñas vacaciones en el hotel de las rejas —añadió su hermano.
—Debías de estar encerrado cuando ese Ducky descubrió el crack —dijo Mike—. Fue entonces cuando su reputación empezó a caer en picado.
—Últimamente, a Ducky le gusta utilizar un pequeño truco con sus clientes —apuntó Dave—. ¿Sabes en qué consiste el timo de la estampita, Ace?
Ace reflexionó unos instantes; luego movió la cabeza en gesto de negativa.
—Claro que lo sabes —dijo Dave—. Porque esa es la causa de que te estés jugando el culo. Ducky te enseñó un montón de bolsas llenas de polvo blanco. Una estaba llena de coca buena. Las demás estaban llenas de mierda. Igual que tú, Ace.
—¡Pero si hicimos las pruebas! —protestó Ace—. ¡Escogí una bolsa al azar y analicé el polvo!
Mike y Dave se miraron con una siniestra mueca burlona.
—Hicieron las pruebas —murmuró Dave Corson.
—Escogió una bolsa al azar —añadió Mike Corson.
Los dos alzaron los ojos al techo y se miraron mutuamente en el espejo.
—¿Y bien? —intervino Ace, pasando la vista de un hermano a otro. Se alegraba de ver que conocían a Ducky, y también se alegraba de que aceptasen que no había tenido intención de engañarlos, pero nada de todo aquello reducía su inquietud. Lo estaban tratando como a un imbécil, y Ace Merrill no era ningún imbécil.
—¿Bien qué? —Mike Corson se volvió hacia él—. Si no hubieras estado convencido de que la bolsa que analizabas era la misma que habías escogido, no habrías cerrado el trato, ¿verdad? Ducky es como un prestidigitador que, una y otra vez, hace el mismo viejo truco con los naipes. «Escoja una carta, cualquiera.» Seguro que has oído esa frase más de una vez, ¿verdad, Ace, tonto del culo?
A pesar de las armas, Ace no podía tolerar aquello.
—¡No vuelvas a llamarme eso!
—¡Te llamaremos lo que nos dé la gana! —replicó Dave—. Nos debes ochenta y cinco de los grandes, Ace, y lo que hemos obtenido hasta ahora a cambio de ese dinero es un montón de bicarbonato que no vale más de un dólar y medio. Si nos da la gana, podemos llamarte hijo de puta.
Los hermanos Corson intercambiaron una mirada, comunicándose sin palabras. Dave se levantó, dio unos golpecitos en el hombro a Timmy «Demasiado Alto» y entregó su arma al chófer.
A continuación, Dave y Mike se apearon de la furgoneta y organizaron un pequeño conciliábulo entre ambos junto a un montón de hojas de zumaque en el margen de un sembrado. Ace no sabía qué estaban diciendo, pero se daba perfecta cuenta de cuál era el tema de la conversación. Los Corson estaban discutiendo qué hacer con él.
Tomó asiento en el borde del sofá, sudando como un cerdo, y esperó a que volvieran. Sin dejar de apuntarle con el H&K y de mover la cabeza al ritmo de la música, Timmy «Demasiado Alto» se retrepó en el sillón tapizado que había dejado libre Mike Corson. Ace reconoció las voces que le llegaban, muy débilmente, de los auriculares del chófer. Eran Marvin Gaye y Tammi Terrell cantando «My mistake», su gran éxito del momento.
Mike y Dave regresaron por fin.
—Vamos a concederte tres meses para que pagues —anunció Mike, y a Ace casi le fallaron las rodillas de alivio—. De momento, tenemos más interés en recuperar nuestro dinero que en arrancarte la piel a tiras. Pero hay algo más.
—Queremos ajustarle las cuentas a Ducky Morin —declaró Dave—. Lo de ese tipo ya dura demasiado.
—Ducky nos está dando mala reputación a todos —protestó su hermano.
—Y pensamos que tú puedes dar con él —continuó Dave Corson—. Creemos que si te encuentra pensará que tonto del culo una vez, tonto del culo para siempre.
—¿Tienes algo que comentar a eso, tonto del culo? —le preguntó Mike.
Ace no tuvo nada que comentar. Se sentía satisfecho con la alegría de saber que llegaría vivo al siguiente fin de semana.
—Te damos de plazo hasta el uno de noviembre —anunció Dave—. Tráenos el dinero el uno de noviembre y luego iremos todos a por Ducky. Si no lo traes, veremos cuántos pedazos podemos hacer con tu cuerpo antes de que te llegue la muerte.
8
Al estallar aquel feo asunto, Ace tenía en su poder una docena de armas diversas de gran calibre, tanto automáticas como semiautomáticas, y empleó la mayor parte de su período de gracia intentando convertir esas armas en dinero. Una vez vendidas, podría transformar el dinero en coca. No había mejor producto que la cocaína cuando uno tenía que reunir una gran suma a toda prisa.
Pero el mercado de las armas parecía atravesar un período de calma chicha. Consiguió colocar la mitad de las existencias —ninguna de las armas grandes— y nada más. Durante la segunda semana de septiembre había establecido un contacto prometedor en el bar Piece of Work de Lewiston. El contacto le había insinuado de todas las maneras posibles que le gustaría comprar un mínimo de seis armas automáticas, y tal vez hasta diez, si junto a ellas le daba el nombre de un proveedor de munición de confianza. Para Ace, aquello no representaba ningún inconveniente; los hermanos Corson eran los proveedores de munición más fiables que conocía.
Antes de cerrar el trato, Ace acudió al mugriento lavabo del local para hacerse un par de rayas. Se sentía bañado por el feliz y reconfortante resplandor que ha hechizado a tantos presidentes norteamericanos: creía empezar a ver luz al final del túnel.
Colocó el espejito que llevaba en el bolsillo de la chaqueta sobre la tapa del retrete y se agachó para depositar sobre él un poco de coca, cuando le llegó una voz del excusado contiguo al que ocupaba. Ace no llegó a descubrir nunca a quién pertenecía. Solo de una cosa estaba seguro: era muy posible que aquella voz le hubiera salvado de pasar quince años encerrado en una penitenciaría federal.
—El tipo con el que estás hablando lleva un micrófono —le informó la voz desde el retrete contiguo.
Ace salió del baño y abandonó el local por la puerta trasera.
9
Después de salvarse por los pelos en aquel mal encuentro (jamás se le ocurrió la posibilidad de que su desconocido informador solo pretendiera gastarle una broma), una especie de extraña parálisis se adueñó de Ace. Le entró miedo a hacer otra cosa que comprar de vez en cuando un poco de coca para su uso personal. Nunca había experimentado semejante sensación de impotencia. Una sensación que odiaba, pero ante la cual no sabía cómo reaccionar. Lo primero que hacía cada mañana era mirar el calendario. Noviembre parecía echarse encima a toda velocidad.
Hasta que por fin, aquella mañana, había despertado antes del amanecer con un pensamiento iluminándole la mente como una extraña luz azul: tenía que volver a casa. Tenía que regresar a Castle Rock. Allí estaba la respuesta. Volver a casa parecía la decisión más sensata…, pero, incluso si resultaba equivocada, el cambio de escenario tal vez le ayudaría, al menos, a romper aquel extraño tapón que tenía en la cabeza.
En Mechanic Falls solo era John Merrill, un ex recluso que vivía en una chabola con plásticos en las ventanas y una puerta de cartones. En cambio, en Castle Rock siempre había sido Ace Merrill, el ogro que aparecía en las pesadillas de toda una generación de niños. En Mechanic Falls era un desgraciado, un blanco pobre que no tenía donde caerse muerto, un tipo que conducía un buen Dodge pero no tenía garaje donde guardarlo. Como mínimo, en Castle Rock había sido, al menos durante un tiempo, una especie de rey.
De modo que había vuelto al pueblo, y allí estaba. Y ahora ¿qué?
Ace no lo sabía. Castle Rock le pareció más pequeño, más siniestro y más vacío de lo que recordaba. Imaginó que Pangborn andaba rondando por alguna parte y que muy pronto Bill Fullerton lo llamaría por la radio para contarle quién había vuelto. Entonces Pangborn iría a su encuentro para preguntarle qué venía a hacer al pueblo. Le preguntaría si tenía algún empleo. Ace no lo tenía y ni siquiera podía decir que había acudido a visitar a su tío, porque Papi estaba en su tienda de baratijas cuando el local había sufrido el incendio. Imaginó que el comisario le diría entonces: «Muy bien, Ace; entonces ¿por qué no vuelves a meterte en esa máquina tuya y sigues tu camino lejos de Castle Rock?».
¿Qué iba a responder a eso? Ace no tenía ni idea; solamente sabía que el destello de luz azulada con el que había despertado seguía brillando tenuemente en su interior.
Comprobó que el solar donde se había levantado el Emporium Galorium seguía vacío. En el terreno solo quedaban malas hierbas, unos cuantos restos de tablones chamuscados y basura. Los fragmentos de cristales rotos reflejaban el sol en destellos de luz cálida que hacían lagrimear. No había allí nada que ver, pero Ace quiso, de todas formas, acercarse a mirar. Empezó a cruzar la calzada, y casi había llegado al otro lado cuando le llamó la atención el toldo verde de dos tiendas más arriba.
COSAS NECESARIAS
leyó en el lateral del toldo. ¿Qué nombre era aquel para una tienda? Ace dio unos pasos calle arriba para descubrirlo. Podía dejar para más tarde la visita al solar vacío donde su tío había tenido su trampa para turistas; no parecía que nadie fuera a llevárselo.
Lo primero que vieron sus ojos fue el rótulo
SE NECESITA AYUDANTE
en la puerta. Apenas le prestó atención. Ace no sabía qué había ido a buscar en Castle Rock, pero, desde luego, no era un empleo como mozo de almacén.
En el escaparate había una serie de objetos que parecían de bastante calidad; la clase de material que Ace se llevaría si hiciera un trabajito nocturno en casa de algún ricachón. Un juego de ajedrez con figurillas talladas de animales salvajes como piezas. Una gargantilla de perlas negras que le pareció valiosa, aunque enseguida imaginó que las perlas serían artificiales. Desde luego, en aquel pueblucho de pelagatos no había nadie que pudiera permitirse un collar de perlas negras auténticas. De todos modos, era un buen trabajo; la impresión que producían era bastante real. Y…
Ace entornó los ojos para observar mejor el libro colocado detrás de las perlas. El tomo estaba situado de tal modo que quien echara una ojeada al escaparate pudiera ver fácilmente la portada, que mostraba la silueta de dos hombres en pie sobre un risco en plena noche. Uno llevaba un pico y el otro una pala. Los dos hombres parecían estar excavando un hoyo. El título del libro era Tesoros perdidos y enterrados de Nueva Inglaterra. El nombre del autor estaba impreso en pequeñas letras blancas bajo la ilustración.
Reginald Merrill, decía.
Ace se acercó a la puerta y probó el pomo. Este cedió sin esfuerzo. La campanilla del dintel emitió su tintineo. Acto seguido, Ace Merrill entró en Cosas Necesarias.
10
—No —dijo Ace, con la vista puesta en el libro que el señor Gaunt había sacado del escaparate y le había puesto en las manos—. Este no es el que quiero. Se ha equivocado al cogerlo.
—Es el único libro del escaparate, se lo aseguro —respondió el señor Gaunt con cierta perplejidad en la voz—. Si no me cree, puede comprobarlo usted mismo.
Por un momento, Ace estuvo tentado de hacerlo; finalmente, dejó escapar un pequeño suspiro de exasperación.
—No; está bien —murmuró.
El libro que le mostraba el hombre de la tienda era La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson. Para Ace, lo sucedido parecía bastante claro: tenía a Papi en la cabeza y había cometido un error al leer el título. De todos modos, su primer y gran error había sido regresar a Castle Rock. ¿Por qué diablos lo había hecho?
—Escuche, este local que ha montado aquí es muy interesante, pero ahora tengo prisa. Ya nos veremos en otra ocasión señor…
—Gaunt —dijo su interlocutor tendiéndole la mano—. Leland Gaunt.
Ace le tendió la suya y los largos dedos de Gaunt la engulleron. En el momento de producirse el contacto, una energía poderosa, galvanizante, pareció recorrer a Merrill de pies a cabeza. Su mente se llenó de nuevo con aquella luz intensamente azul; pero esta vez fue como una llamarada enorme, abrasadora.
Retiró la mano perplejo y notó que le flojeaban las rodillas.
—¿Qué ha sido eso? —susurró.
—Creo que lo llaman «un toque de atención» —respondió el señor Gaunt, sin abandonar su plácida compostura—. Porque ahora, señor Merrill, va usted a prestarme atención.
—¿Cómo ha sabido mi nombre? Yo no se lo he dicho.
—¡Oh, vamos!, sé muy bien quién eres —replicó el señor Gaunt con una risilla—. Te estaba esperando.
—¿Cómo puede decir eso? Si yo mismo no he sabido que vendría hasta que he subido al maldito coche.
—Discúlpame un momento, por favor.
Gaunt volvió junto al escaparate, se agachó y levantó del suelo un rótulo que tenía apoyado contra la pared. Después se acercó a la puerta, descolgó el de
SE NECESITA AYUDANTE
y colocó el que decía
CERRADO EL DÍA DE COLÓN.
—¿Por qué ha hecho eso? —Ace se sentía como si hubiera tropezado con una valla por donde corriera una moderada carga eléctrica.
—Es habitual que los comerciantes retiren los rótulos de «se busca ayudante» una vez han cubierto la vacante —respondió el señor Gaunt en un tono de voz algo severo—. Mi negocio en Castle Rock ha crecido a un ritmo muy satisfactorio y me he dado cuenta de que necesito una espalda fuerte y un par de brazos extra en el local. Últimamente me canso demasiado.
—¡Eh, no…!
—También necesito un chófer —continuó Gaunt—. Y tengo entendido que tu fuerte es conducir. Tu primer trabajo, Ace, será ir a Boston. Tengo un automóvil aparcado en un garaje de la ciudad. El coche te sorprenderá agradablemente: es un Tucker.
—¿Un Tucker? —Por un momento, Ace olvidó que no había vuelto al pueblo para aceptar un empleo de mozo de almacén…, ni tampoco de chófer, si de eso se trataba—. ¿Como los de la película?
—No exactamente. —El señor Gaunt se dirigió al mostrador presidido por su anticuada caja registradora, pasó por detrás, sacó una llave y abrió un cajón. Extrajo de él dos pequeños sobres, depositó uno de ellos encima del mostrador y tendió el otro a Ace—. Le han realizado ciertas modificaciones —añadió entonces—. Aquí tienes las llaves…
—¡Eh, vamos, espere un momento! Le he dicho que…
El señor Gaunt tenía los ojos de un color extraño que Ace no conseguía concretar, pero cuando se ensombrecieron y luego le lanzaron una mirada llameante, feroz, Ace advirtió que volvían a fallarle las rodillas.
—Estás metido en un buen lío, Ace, pero si no dejas de comportarte como un avestruz que esconde la cabeza bajo la arena, creo que voy a perder interés en ayudarte. Los mozos de almacén se encuentran a dólar la docena, te lo aseguro. A lo largo de los años he tenido cientos de ellos. Miles, tal vez. Así que déjate de monsergas y coge las llaves.
Ace tomó el pequeño sobre. Cuando las yemas de sus dedos rozaron los del señor Gaunt, aquel fuego oscuro y abrasador le llenó la cabeza una vez más. Un gemido escapó de su boca.
—Irás con tu coche a la dirección que te diré, y lo dejarás aparcado en el lugar que ahora ocupa el mío. Espero que estés de vuelta para la medianoche, como mucho. En realidad, creo que podrás llegar bastante antes de esa hora. Mi coche es mucho más rápido de lo que parece —añadió con una sonrisa que dejó a la vista sus grandes dientes irregulares.
Ace intentó una nueva protesta:
—Escuche, señor…
—Gaunt.
Ace asintió, meneando la cabeza arriba y abajo como una marioneta movida por un titiritero novato.
—En otras circunstancias, me encargaría de hacerle ese trabajo. Usted resulta… interesante. —No era la palabra que buscaba, pero era la mejor que se le ocurrió en aquel momento—. Por lo demás, tiene razón: estoy metido en un buen apuro y si no encuentro un buen montón de dinero en las dos próximas semanas…
—Bueno, ¿qué me dices del libro? —inquirió el señor Gaunt. Su tono de voz era a la vez irónico y reprobatorio—. ¿No era eso lo que te ha empujado a entrar?
—Pero no es el que yo…
Ace descubrió que aún lo tenía en las manos y volvió a mirarlo.
La ilustración era la misma, pero el título había cambiado y volvía a ser el que había visto en el escaparate: Tesoros perdidos y enterrados de Nueva Inglaterra, por Reginald Merrill.
—¿Qué es esto? —preguntó con voz apagada. Pero de repente lo comprendió. No estaba en Castle Rock; estaba en su casa, en Mechanic Falls, tendido en su cama sucia y revuelta, y todo aquello era un sueño.
—A mí me parece un libro —respondió el señor Gaunt—. Y por cierto, ¿no se llamaba así tu tío, Reginald Merrill? Qué coincidencia.
—Mi tío no escribió en su vida otra cosa que recibos y pagarés —replicó Ace con la misma voz apagada y soñolienta. Levantó de nuevo la mirada y descubrió que no podía apartarla del rostro de Gaunt. Los ojos de este cambiaban vertiginosamente de color: azules…, grises…, castaños…, pardos…, negros.
—Bueno —reconoció el señor Gaunt—, tal vez el nombre del autor sea un seudónimo. Tal vez he sido yo mismo quien ha escrito esas páginas.
—¿Usted?
—Quizá ni siquiera es un libro, en realidad. Quizá ninguna de las cosas tan especiales que vendo es lo que parece ser. Tal vez son, en realidad, cosas grises con una única propiedad notable: la capacidad de adoptar la forma de aquellas otras cosas que pueblan los sueños de hombres y mujeres. —Hizo una pausa y luego añadió con aire pensativo—: Tal vez son sueños ellas mismas.
—No acabo de entenderlo.
El señor Gaunt sonrió.
—Lo sé. No importa. Si tu tío hubiera escrito un libro, Ace, si realmente lo hubiera hecho, ¿no podría haber sido sobre tesoros enterrados? ¿No dirías que los tesoros, sea enterrados en el suelo o en los bolsillos de los demás, eran un tema que le interesaba profundamente?
—Desde luego, le gustaba el dinero —asintió Ace con voz sombría.
—Entonces ¿adónde fue a parar el que tenía? —le inquirió Gaunt—. ¿No te lo dejó a ti? Seguro que sí; ¿no eres acaso su único pariente vivo?
—¡No me dejó ni un maldito centavo! —replicó Ace en un grito de rabia—. En el pueblo, todos decían que el muy cerdo guardaba hasta el primer dólar que había ganado, pero cuando murió no tenía en sus cuentas bancarias ni cuatro mil dólares, que se fueron en el entierro y en limpiar las ruinas que había dejado el incendio. Y cuando abrieron la caja de seguridad que tenía en el banco, ¿sabe qué encontraron?
—Sí —respondió el señor Gaunt. Y aunque su expresión seguía seria, casi comprensiva, sus ojos se reían—. Cupones de ahorro. Seis libretas de cupones Plaid y catorce de cupones Gold Bond.
—¡Exacto! —Ace dirigió una siniestra mirada a Tesoros perdidos y enterrados de Nueva Inglaterra. Su inquietud y su sensación de brumosa desorientación habían quedado engullidas, al menos de momento, por la rabia—. ¿Y sabe otra cosa? ¡Los cupones Golden Bond ni siquiera pueden canjearse ya! ¡La empresa ha cerrado! En Castle Rock, todo el mundo le tenía miedo, incluso yo se lo tenía, y todos pensaban que era más rico que el tío Gilito del pato Donald, pero murió pobre.
—Tal vez no confiaba en los bancos —argumentó el señor Gaunt—. Tal vez enterró su tesoro. ¿Te parece posible eso, Ace?
Ace abrió la boca. La cerró. Volvió a abrirla, y a cerrarla.
—¡Basta! —ordenó el señor Gaunt—. Pareces un pez en un acuario.
Ace miró el libro que tenía en la mano. Lo apoyó en el mostrador y pasó rápidamente las páginas, llenas de apretadas líneas impresas en un cuerpo pequeño. Y algo apareció entre ellas mientras las hojeaba.
Era un pedazo de papel marrón, grande y de bordes irregulares, y lo reconoció al instante: había sido arrancado de una bolsa de la compra del supermercado de Hemphill.
Cuántas veces, de muchacho, había visto a su tío cortar pedazos de papel marrón como aquel de las bolsas que guardaba bajo la vieja caja registradora Tokeheim.
Cuántas veces le había visto hacer cuentas, o redactar pagarés, en papeles como aquel…
Lo desdobló con manos temblorosas.
Era un plano, hasta ahí estaba claro, pero al principio no distinguió nada en él: solo un puñado de líneas y cruces y círculos garabateados al azar.
—¿Qué coño…?
—Necesitas algo para concentrar la atención, eso es todo. —El señor Gaunt suspiró—. Tal vez te sirva esto.
Ace alzó la vista. El señor Gaunt había colocado un pequeño espejo con un florido marco de plata sobre la vitrina de cristal próxima a la caja registradora. A continuación, abrió el otro sobre que había sacado del cajón del mostrador y vertió una generosa cantidad de cocaína sobre el espejo. A los ojos de Ace, nada inexpertos, el material parecía de fabulosa calidad; el foco situado sobre la vitrina arrancaba miles de pequeños destellos de las escamas limpias.
—¡Dios santo! —A Ace empezó a hormiguearle la nariz solo con ver la cocaína—. ¿Es colombiana?
—No, es un híbrido especial. Procede de las llanuras de Leng —respondió el señor Gaunt. Extrajo un abrecartas de oro del bolsillo interior de la chaqueta de cervato y empezó a extender el montón de polvo blanco en líneas largas y gruesas.
—¿Dónde queda eso?
—Más allá de las montañas, muy lejos —respondió el señor Gaunt sin levantar la vista—. Déjate de preguntas, Ace. Para quien debe dinero, lo mejor es disfrutar de las cosas buenas que surgen en su camino.
Guardó el abrecartas y, del mismo bolsillo, sacó un tubito de cristal y se lo ofreció a Ace.
—Sírvete tú mismo.
El tubo era sorprendentemente pesado y Ace imaginó que no era de vidrio, en definitiva, sino de alguna especie de cristal de roca. Se inclinó sobre el espejo, pero entonces titubeó. ¿Y si aquel viejo tenía el sida o algo parecido?
«Déjate de preguntas, Ace. Para quien debe dinero, lo mejor es disfrutar de las cosas buenas que surgen en su camino.»
—Amén —murmuró en voz alta, y aspiró.
Su cabeza se llenó de ese vago sabor a plátano y limón que siempre parece tener la cocaína realmente buena. Era suave, pero también potente. Ace advirtió que su corazón empezaba a latir con fuerza. Al mismo tiempo, sus pensamientos se hicieron extraordinariamente nítidos y adquirieron la brillantez de unos cromados recién bruñidos. Recordó entonces un comentario que había oído a un tipo poco después de que se enamorara de aquel polvo blanco: «Las cosas tienen más nombres cuando uno va hasta arriba de coca. Muchos más nombres».
Entonces no había entendido a qué se refería; sin embargo, después de aquella raya le pareció que por fin lo sabía.
Ofreció el tubo de cristal a Gaunt, pero este hizo un gesto de negativa con la cabeza.
—Nunca antes de las cinco —rechazó—. Pero tú toma la que quieras.
—Gracias —murmuró Ace.
Miró de nuevo el plano y descubrió que podía interpretarlo perfectamente. Las dos líneas paralelas con la X entre ellas indicaban sin duda el puente, el Tin Bridge, y una vez descifrado aquello, todo lo demás encajaba sin problemas. El garabato sinuoso que corría entre las paralelas, atravesaba la X y seguía hasta el extremo superior del papel era la carretera estatal 117. El círculo pequeño con el grande debajo tenía que representar la vaquería de los Gavineaux; el círculo grande debía de ser el establo. Todo encajaba. Resultaba tan claro, tan nítido y tan rutilante como el tonificante montón de droga que aquel individuo tan increíblemente sofisticado había vertido de la papelina.
Ace se inclinó de nuevo sobre el espejo.
—Preparados, apunten…, ¡fuego! —murmuró, y aspiró dos líneas más. ¡Bang! ¡Zap!—. ¡Cielos, vaya coca tan potente! —exclamó en un jadeo.
—De primera —asintió el señor Gaunt con gesto grave.
Ace alzó la vista, con la súbita certeza de que su interlocutor se estaba burlando de él, pero la expresión del señor Gaunt era serena y franca. Ace se inclinó otra vez sobre el mapa.
En esta ocasión, las aspas le llamaron la atención. Había un total de siete…, no, en realidad eran ocho. Una parecía encontrarse en las tierras baldías y pantanosas del viejo Trebehold, pero el viejo Trebehold estaba muerto, había fallecido hacía bastantes años y…, ¿pero no se había dicho en algún momento que su tío Reginald había adquirido la mayor parte de esas tierras como pago de un préstamo?
Otra de las aspas estaba en las lindes del parque natural, al otro lado de Castle View, si no le fallaba la geografía. Había dos más en la comarcal número 3, cerca de un círculo que probablemente era la propiedad del viejo Joe Camber, la finca Seven Oaks. Y otras dos en la tierra que presuntamente pertenecía a Diamond Match, en la ribera oeste del lago.
Ace miró a Gaunt con ojos frenéticos, inyectados de sangre.
—¿Mi tío enterró su dinero? ¿Es eso lo que significan las aspas? ¿Son esos los lugares donde enterró el dinero?
El señor Gaunt se encogió de hombros con gesto elegante.
—Te aseguro que no lo sé. Parece lógico, pero a menudo el comportamiento de la gente tiene poco que ver con la lógica.
—De todos modos, es posible. —Ace se entusiasmó. Se estaba poniendo frenético de nerviosismo y de exceso de coca; en los músculos largos de los brazos y del vientre, notaba como si le estallaran rígidos haces de alambre de cobre. Su rostro cetrino, salpicado de cicatrices de acné desde la adolescencia, había adquirido un intenso rubor—. ¡Es posible! Todos los lugares que tienen esas marcas…, ¡todo eso podría ser propiedad de Papi! ¿Se da usted cuenta? Tal vez mi tío colocó todas esas tierras en un fideicomiso, o como quiera que se llame…, para que nadie pudiera comprarlas…, para que nadie pudiera encontrar lo que había guardado en ellas…
Aspiró el resto de la coca del espejo y luego se inclinó sobre el mostrador. Sus ojos desorbitados y enrojecidos parecían a punto de saltarle de las órbitas.
—Esto podría sacarme del pozo de mierda en que estoy metido —masculló en un murmullo ronco y tembloroso—. Más incluso. ¡Podría hacerme rico!
—Sí —apuntó el señor Gaunt—. Yo diría que existe tal posibilidad. Pero ten presente eso de ahí, Ace.
Con un gesto del pulgar, Gaunt señaló la pared y el rótulo colgado en ella, que decía:
NO SE ADMITEN DEVOLUCIONES
NI SE EFECTÚAN CAMBIOS
CAVEAT EMPTOR!
Ace observó el rótulo.
—¿Qué significa?
—Significa que no eres el primero que cree haber encontrado la clave de grandes riquezas en un libro viejo —respondió el señor Gaunt—. También significa que sigo necesitando un mozo y un chófer.
Ace lo miró, casi perplejo. Luego se echó a reír.
—¿Está de broma? —dijo, y señaló el mapa—. Ahora tengo mucho que cavar.
El señor Gaunt suspiró apresuradamente, dobló el pedazo de papel marrón, lo puso de nuevo entre las hojas del libro y guardó este en el cajón bajo el mostrador. Llevó a cabo todo el proceso con increíble rapidez.
—¡Eh! —aulló Ace—. ¿Qué está haciendo?
—Acabo de recordar que ya había prometido ese libro a otro cliente, señor Merrill. Y en realidad la tienda está cerrada… Ya sabe, hoy es el día de Colón.
—¡Espere un momento!
—Naturalmente, si hubieras aceptado el empleo, estoy seguro de que habría podido arreglar las cosas. Pero ya veo que estás muy ocupado; seguro que quieres asegurarte de que tus asuntos están en orden antes de que los hermanos Corson te den el pasaporte.
Ace había empezado a abrir y cerrar la boca de nuevo. Intentaba recordar dónde estaban las pequeñas aspas del plano, pero le resultaba imposible. Todas las marcas del plano parecían fundirse en una gran cruz en su mente acelerada, una gran cruz como las que se ven en los cementerios.
—¡Está bien! —exclamó—. ¡Está bien, acepto el jodido empleo!
—En ese caso, creo que el libro vuelve a estar a la venta, después de todo —respondió el señor Gaunt. Sacó de nuevo el volumen del cajón y consultó la solapa—. Cuesta un dólar y medio. —Una sonrisa ancha, que recordaba la de un tiburón, dejó a la vista su dentadura irregular—. Un dólar treinta y cinco, con el descuento para empleados.
Ace sacó el billetero del bolsillo trasero, se le cayó de las manos y estuvo a punto de darse con la cabeza contra el borde de la vitrina cuando se agachó a recogerlo.
—Pero tiene que darme unas horas libres —le exigió al señor Gaunt.
—Desde luego.
—Porque, realmente, tengo mucho que cavar.
—Por supuesto.
—El tiempo vuela.
—Una observación muy aguda.
—¿Qué le parece cuando vuelva de Boston?
—¿No estarás demasiado cansado?
—Señor Gaunt, no puedo permitirme estar cansado.
—En eso quizá pueda ayudarte —apuntó el señor Gaunt. Su sonrisa se ensanchó aún más y sus dientes sobresalieron de ella como la dentadura de una calavera—. Me refiero a que tal vez pueda tener un poco de ese estimulante para ti.
—¿Qué? —exclamó Ace con los ojos como platos—. ¿Qué ha dicho?
—¿Perdón?
—Nada —dijo Ace—. No importa.
—Está bien…, ¿todavía tienes las llaves que te he dado?
Ace descubrió, sorprendido, que se había guardado el sobre que contenía las llaves en el bolsillo trasero del pantalón.
—Bien.
El señor Gaunt marcó un dólar con treinta y cinco en la vieja caja registradora, cogió el billete de cinco que Ace había depositado sobre el mostrador y le devolvió tres con sesenta y cinco. Ace los recogió como un sonámbulo.
—Ahora —dijo Gaunt cuando hubo terminado de cobrar— deja que te dé unas cuantas direcciones. Y recuerda lo que te he dicho antes: quiero que estés de vuelta para medianoche. Si no has regresado a medianoche, me enfadaré mucho. Cuando me enfado, a veces pierdo los estribos, y no te gustaría estar presente si tal cosa ocurre.
—¿Le sucede lo que a La Masa? —apuntó Ace Merrill en tono burlón.
El señor Gaunt lo miró con una sonriente ferocidad que hizo retroceder un paso a Ace.
—Sí —dijo a continuación—. Eso es precisamente lo que me sucede, Ace. Me transformo en La Masa. Te aseguro que es verdad. Ahora presta atención.
Ace prestó atención.
11
Eran las once menos cuarto y Alan se disponía a bajar a la cafetería de Nan para tomar un café rápido, cuando Sheila Brigham lo llamó por el intercomunicador para decirle que tenía a Sonny Jackett al teléfono. Sonny insistía en hablar con el comisario y solo con él.
Alan descolgó el auricular del teléfono.
—Hola, Sonny. ¿Qué puedo hacer por ti?
—Verás… —dijo Sonny Jackett con su acento arrastrado del Este—. Me disgusta echarte otra tajada en el plato después de la ración doble que tuviste ayer, comisario, pero creo que ha vuelto al pueblo un viejo amigo tuyo.
—¿De quién se trata?
—De Ace Merrill. He visto su coche aparcado calle arriba, no lejos de aquí.
¡Oh, mierda! ¿Qué más pasará ahora?, pensó Alan.
—¿Lo has visto? —preguntó.
—No, pero el coche es inconfundible. Un Dodge Challenger verde chillón, del estilo que los jóvenes llaman un correcaminos. Lo he visto varias veces en la región.
—Muy bien. Gracias, Sonny.
—No hay de qué. Y bien, Alan, ¿qué crees que está haciendo ese sujeto en Castle Rock?
—No lo sé —dijo el comisario y, al colgar, pensó: Pero supongo que será mejor que lo averigüe.
12
Al lado del Challenger verde había un espacio vacío. Alan aparcó allí el coche patrulla número 1 y se apeó. Vio a Bill Fullerton y a Henry Gendron observándolo con un brillo de interés en los ojos tras el escaparate de la barbería y levantó una mano para saludarlos. Henry señaló con el índice el otro lado de la calle. Alan asintió y cruzó la calzada. Wilma Jerzyck y Nettie Cobb se mataban a cuchilladas en una esquina una mala tarde, y al día siguiente aparecía en el pueblo Ace Merrill. Castle Rock se estaba convirtiendo en el circo Barnum & Bailey, se dijo el comisario. Cuando llegó a la acera opuesta, vio a Ace saliendo de la sombra que proyectaba el toldo verde de Cosas Necesarias. Ace llevaba algo en una mano. Al principio no estuvo seguro de qué se trataba, pero cuando tuvo más cerca a Ace, Alan se dio cuenta de que había identificado perfectamente el objeto; lo único que sucedía era que su mente había sido incapaz de creer lo que le decían los ojos. Ace Merrill no era el tipo de persona que uno esperaba ver con un libro en la mano. Los dos hombres se cruzaron justo delante del solar donde en otro tiempo se había levantado el Emporium Galorium.
—Hola, Ace —dijo Alan.
Ace no pareció en absoluto sorprendido de verlo. Sacó las gafas de sol del escote de la camisa, abrió las patillas de un gesto seco con una sola mano y se las colocó.
—¡Vaya, vaya, vaya…! ¿Qué tal va todo, jefe?
—¿Qué haces en Castle Rock, Ace? —preguntó Alan con calma.
Ace levantó la mirada al cielo con exagerado interés. En los cristales de sus Ray-Ban parpadearon unos pequeños reflejos luminosos.
—Es un buen día para dar un paseo en coche —comentó—. De auténtico verano.
—Sí, un día precioso —asintió Alan—. ¿Tienes el permiso de conducir en regla, Ace?
Su interlocutor lo miró con una mueca de reproche.
—¿Cree que habría cogido el coche si no lo tuviera? Estaría cometiendo una infracción, ¿no?
—Me temo que eso no es una respuesta.
—Pasé otro examen cuando me dieron la libertad —le dijo Ace—. Tengo todos los documentos en regla. ¿Qué me dice ahora, jefe? ¿Le parece suficiente respuesta?
—Quizá sea mejor que lo compruebe personalmente. —Alan extendió la mano.
—¡Vaya, me parece que no se fía de mí…! —protestó Ace, sin abandonar aquel tono de voz entre jocoso y burlón. No obstante, Alan captó la rabia que se ocultaba bajo el sarcasmo.
—Digamos que soy de Missouri…
Ace pasó el libro a la mano izquierda para sacar la cartera del bolsillo del pantalón con la diestra y Alan distinguió con más claridad la portada. En ella se leía La isla del tesoro, por Robert Louis Stevenson. Echó una ojeada al permiso de conducir. Estaba vigente y en orden.
—Los papeles del coche están en la guantera, si quiere cruzar la calle y comprobarlos también —apuntó Ace. Esta vez, Alan captó con más nitidez su cólera contenida. Y también su arrogancia de siempre.
—Creo que me fiaré de tu palabra, Ace. Y ahora ¿por qué no me dices qué es lo que has venido a hacer aquí realmente?
—He venido a echarle un vistazo a eso —respondió Ace, indicando el solar vacío—. No sé por qué, pero he sentido la necesidad de hacerlo. Supongo que no me cree, pero le aseguro que es la pura verdad.
Alan, cosa extraña, le creyó.
—Veo que también has comprado un libro.
—No se me ha olvidado leer —respondió Ace—. Espero que al menos me concederá eso, jefe.
—Está bien. —Alan enganchó los pulgares en el cinturón—. Has venido a echar un vistazo y has comprado un libro. Si no tienes nada más que hacer por aquí, supongo que te largarás enseguida del pueblo, ¿verdad?
—¿Y si no quiero? Supongo que se apresuraría a buscar algo para detenerme, ¿verdad? ¿Acaso en su vocabulario no existe la palabra «rehabilitación», comisario Pangborn?
—Claro que sí —replicó Alan—, pero en la definición no dice nada de Ace Merrill.
—Vamos, vamos, comisario, no me busque las cosquillas.
—No te las busco. Si me decidiera a hacerlo, te enterarías enseguida.
Ace se quitó las gafas de sol.
—Vosotros, los policías, nunca tenéis suficiente, ¿verdad? Nunca soltáis una presa.
Alan guardó silencio.
Al cabo de un momento, Ace pareció recuperar la calma y volvió a colocarse las Ray-Ban.
—¿Sabe una cosa? Creo que, a fin de cuentas, voy a marcharme. Tengo cosas que hacer en otra parte.
—Estupendo. Manos ocupadas, manos felices.
—Pero si me da la gana de volver, lo haré. ¿Me oye bien, jefe?
—Te oigo perfectamente, Ace, y quiero advertirte que será mejor que no lo hagas. ¿Entendido?
—No me da miedo, comisario.
—Si no me haces caso —replicó Alan—, eres aún más idiota de lo que pensaba.
Ace observó por un momento a Alan a través de los cristales ahumados de las gafas y soltó una carcajada. A Alan no le gustó en absoluto su sonido: era una risa inquietante, extraña e inconexa. Sin moverse de donde estaba, observó a Ace mientras este cruzaba la calle con su anticuado pavoneo de matón, abría la portezuela del coche y montaba en él.
Unos momentos más tarde, el motor se puso en marcha con un rugido. Los gases del tubo de escape produjeron un estentóreo petardeo; los transeúntes se detuvieron y volvieron la cabeza para ver qué sucedía.
Lleva un silenciador no reglamentario, pensó Alan. Podría denunciarlo por eso.
Sin embargo, ¿para qué hacerlo? Tenía asuntos más importantes entre manos que ocuparse de Ace Merrill, quien de todos modos ya se marchaba del pueblo. Esta vez para siempre, esperaba Alan.
Vio que el Challenger verde hacía un giro prohibido en Main Street y se enfilaba hacia el río y la salida del pueblo. Después el comisario se volvió y observó con aire pensativo el toldo verde, calle arriba. Ace había vuelto al pueblo de sus años mozos para comprar un libro; La isla del tesoro, para ser exacto. Y lo había comprado en Cosas Necesarias.
Pero la tienda estaba cerrada todo el día, ¿no? Al menos era lo que decía el rótulo, pensó.
Decidió acercarse hasta el local y comprobó que no se había equivocado respecto al rótulo. Este decía:
CERRADO EL DÍA DE COLÓN.
Si había recibido a Ace, también lo recibiría a él, se dijo Alan, y levantó la mano para llamar. Pero antes de que sus nudillos tocaran la puerta, sonó el buscapersonas que llevaba sujeto al cinturón. Alan pulsó el botón que hacía enmudecer el odioso artilugio y se quedó ante la puerta de la tienda un momento más, indeciso. Sin embargo, en realidad no había mucho que decidir respecto a lo que debía hacer. Si uno era abogado o ejecutivo de una empresa, tal vez podía permitirse el lujo de hacer caso omiso del buscapersonas durante un rato, pero cuando se era comisario del condado —y funcionario electo, no contratado—, no cabían muchas dudas respecto al orden de prioridades.
Alan se apartó de la puerta y cruzó la acera; al llegar al bordillo, se detuvo y dio media vuelta sobre sus talones. Se sentía casi como el jugador que hace de «cosa» en el juego del Semáforo Rojo, ese cuya tarea es cazar a los otros jugadores en movimiento para enviarlos de nuevo a la casilla inicial. Volvía a experimentar la sensación de ser observado, y en esta ocasión era muy intensa. Alan tuvo la certeza de que, al volverse, advertiría algún movimiento delator en la cortina bajada tras el cristal de la puerta. Pero no percibió nada. La tienda seguía adormilada bajo el sol anormalmente cálido de octubre, y de no haber visto con sus propios ojos a Ace saliendo de ella, Alan habría jurado que el local estaba vacío, a pesar de la sensación de ser observado que lo asaltaba.
Cruzó la calle hasta el coche patrulla, se inclinó para coger el micrófono y llamó a comisaría.
—Ha llamado Henry Payton —le informó Sheila—. Ya tiene los informes preliminares de Henry Ryan acerca de Nettie Cobb y Wilma Jerzyck… ¿Cambio?
—Le escucho. Cambio.
—Henry ha dicho que, si quiere conocer los detalles más interesantes, estará en su despacho desde ahora hasta mediodía. Cambio.
—Muy bien. Ahora estoy en Main Street. No tardaré en volver. Cambio.
—Esto… ¿Alan?
—¿Sí?
—Henry también ha preguntado si pensamos instalar un fax antes de final de siglo. Así podría mandarle los informes en lugar de tener que llamarle continuamente para leérselos. Cambio.
—Dígale que envíe una carta al presidente del Consejo Municipal solicitándolo —replicó Alan malhumorado—. Henry sabe muy bien que no soy yo quien hace los presupuestos.
—Bueno, bueno… Solo le estoy repitiendo lo que él ha dicho. No es necesario que se ponga tan quisquilloso. Cambio.
Pero Sheila también parecía bastante irascible y quisquillosa, pensó Alan.
—Corto y cierro —respondió por último.
Luego subió al coche y colgó el micrófono en el soporte. Echó un breve vistazo al panel digital de la fachada del banco, que indicaba las diez y cincuenta minutos de la mañana y una temperatura de veintiocho grados. ¡Santo cielo, no nos merecemos esto!, se dijo Alan. Este condenado calor nos está afectando a todos.
Alan regresó despacio al edificio municipal, perdido en sus pensamientos. No podía quitarse de encima la sensación de que en Castle Rock estaba sucediendo algo. Algo que estaba a punto de quedar fuera de control. Era una tontería, desde luego, una inmensa tontería, pero no podía quitársela de encima.