1
A un cuarto de hora para la medianoche de aquel larguísimo domingo de octubre, una puerta del sótano del ala pública del hospital Kennebec Valley se abrió para dejar paso al comisario Alan Pangborn. Este avanzó con paso lento y la cabeza gacha. Sus pies, enfundados en las zapatillas con goma elástica del hospital, se arrastraban sobre el linóleo. En el rótulo de la puerta batiente que acababa de dejar atrás podía leerse:
DEPÓSITO DE CADÁVERES
PROHIBIDA LA ENTRADA A TODA PERSONA
NO AUTORIZADA.
Al otro extremo del pasillo, un conserje en mono de trabajo utilizaba una pulidora para abrillantar el suelo con pasadas lentas y perezosas. Alan se encaminó hacia él mientras se quitaba el gorro hospitalario de la cabeza. Levantó la bata verde que llevaba encima de su ropa y se guardó el gorro en uno de los bolsillos traseros de los pantalones tejanos. El leve zumbido de la pulidora tuvo un efecto adormecedor sobre él. Un hospital de Augusta era el último lugar en la tierra donde habría querido estar aquella noche.
Cuando se acercó al conserje, este alzó la cabeza y detuvo la máquina.
—No tiene usted muy buen aspecto —saludó a Alan.
—No me sorprende. ¿Tiene un cigarrillo?
El conserje sacó un paquete de Lucky del bolsillo del pecho, hizo asomar uno de una sacudida y se lo ofreció a Alan.
—Pero no se lo fume aquí dentro —dijo entonces. Indicó la puerta del depósito de cadáveres con un gesto de la cabeza y añadió—: El doctor Ryan se pone hecho una furia.
Alan asintió.
—¿Dónde, pues?
El conserje lo condujo hasta un pasillo que cruzaba el que ocupaban y señaló una puerta a medio camino en el nuevo corredor.
—Esa puerta da al callejón contiguo al edificio. Pero manténgala abierta con algo o tendrá que dar toda la vuelta hasta la entrada principal para volver aquí. ¿Tiene cerillas?
Alan echó a andar por el pasillo.
—Llevo encendedor. Gracias por el cigarrillo.
—He oído que ahí dentro había trabajo doble —comentó el conserje a su espalda.
—Es cierto —asintió Alan sin volverse.
—Las autopsias son una mierda, ¿verdad?
—Sí —murmuró Alan.
Detrás de él se reanudó el suave zumbido de la pulidora de suelos. Desde luego que eran una mierda. Las autopsias de Nettie Cobb y Wilma Jerzyck habían sido las número veintitrés y veinticuatro de su carrera, y todas habían sido una mierda, pero aquellas dos se habían llevado la palma.
La puerta que había indicado el conserje era de esas equipadas con una barra de apertura de seguridad. Alan buscó algo con que impedir que se cerrara pero no encontró nada. Se quitó la bata verde, hizo una bola con ella y abrió la puerta. El aire nocturno penetró en el pasillo, frío pero increíblemente vigorizante después del rancio olor a alcohol del depósito de cadáveres y de la sala de autopsias anexa. Alan colocó la bata enrollada contra el dintel de la puerta y salió. Con cuidado, dejó que la puerta empezara a cerrarse, comprobó que la bata impedía que se ajustara el pestillo y se olvidó del asunto. Apoyó la espalda en la pared de bloques de hormigón ligero junto a la raya de luz que, como un trazo de lápiz, escapaba a través de la puerta ligeramente entornada y encendió el cigarrillo.
La primera bocanada que inhaló hizo que la cabeza le diera vueltas. Llevaba casi dos años intentando dejar el tabaco y casi lográndolo. Pero siempre sucedía algo. Esa era la maldición y la bendición del trabajo de policía; siempre sucedía algo.
Alzó la vista hacia las estrellas, que normalmente le resultaban relajantes, y no distinguió muchas. Los focos de alta densidad que rodeaban el hospital amortiguaban su brillo. Logró distinguir la Osa Mayor, Orion y un leve punto rojizo que probablemente era Marte, pero nada más.
Marte, pensó. Eso es. Sí, eso es, sin duda. Los señores de la guerra de Marte aterrizaron en Castle Rock hacia el mediodía y los primeros humanos que encontraron fueron Nettie y esa furia de Wilma Jerzyck. Los señores de la guerra las mordieron y les contagiaron la rabia. Es lo único que encaja.
Se le ocurrió volver allá adentro y decirle a Henry Ryan, el forense jefe del estado de Maine: «Ha sido un caso de intervención extraterrestre, doctor. Caso cerrado». Pero le dio la impresión de que a Ryan no le haría gracia. También para él había sido una noche muy larga.
Alan dio una profunda calada al cigarrillo. El sabor era absolutamente magnífico, por mucho que le mareara, y el comisario creyó entender perfectamente por qué habían prohibido fumar en las zonas públicas de todos los hospitales del país. Calvino tenía toda la razón: nada que le hiciera a uno sentirse de aquella manera podía ser bueno. Mientras tanto, añadió Alan para sí, dadme más de esa nicotina… ¡da tanto gusto!
Pensó vagamente en lo estupendo que sería comprar un cartón entero de aquellos Lucky, arrancar los dos extremos y luego encender todo el mazo con un soplete. Pensó en lo estupendo que sería emborracharse. Pero probablemente era un mal momento para eso. Era otra norma inflexible en su vida: cuando realmente necesitaba pillar una buena cogorza, no podía permitírselo por una u otra razón. Alan se preguntó si tal vez los alcohólicos del mundo eran los únicos que se ceñían de verdad a sus prioridades.
La raya de luz como un trazo de lápiz aumentó de grosor hasta convertirse en una barra, Alan volvió la cabeza y vio a Norris Ridgewick. Norris salió al callejón y se apoyó en la pared al lado de Alan. Aún lucía el gorro verde, pero lo llevaba ladeado y con las cintas de atarlo colgando sobre la espalda de la bata. Sus facciones tenían el mismo tono verdoso que la prenda.
—Dios santo, Alan…
—Han sido las primeras, ¿verdad?
—No. Ya había presenciado una autopsia cuando estaba en North Wyndham. Un caso de inhalación de humos. Pero estas… ¡Dios santo, Alan…!
—Sí —dijo el comisario, y soltó el humo—. ¡Dios santo!
—¿Tienes otro cigarrillo?
—No, lo siento. Este me lo ha dado el conserje. No sabía que fumaras, Norris —añadió, mirando con ligera curiosidad al agente.
—No fumo. Pero he pensado que podía empezar a hacerlo…
Alan se rió por lo bajo.
—Estoy impaciente por salir de pesca mañana —continuó Ridgewick—. ¿O se han acabado los días libres hasta que resolvamos este asunto?
Alan se lo pensó un momento y luego movió la cabeza en gesto de negativa. La verdad era que no habían intervenido los señores de la guerra de Marte; en realidad, el caso parecía bastante sencillo. En cierto modo, eso era lo que lo hacía tan horrible. No vio ninguna razón para anular los días libres de Norris.
—Me alegro —dijo este—. Pero si quieres, voy. Por mí no hay problema, Alan.
—No creo que te necesite, Norris —insistió el comisario—. John y Clut han estado en contacto conmigo; Clut ha acompañado a los chicos del departamento de investigación criminal a hablar con Pete Jerzyck, y John está con el grupo que investiga los pasos de Nettie. Los dos han estado en contacto. El asunto está bastante claro. Es desagradable, pero está claro.
Y así era, pero Alan seguía inquieto. En algún nivel profundo de su mente, seguía presa de una gran desazón.
—Y bien, ¿qué sucedió? Quiero decir que ese mal bicho de Wilma Jerzyck llevaba años buscándosela, pero estaba convencido de que, cuando por fin alguien le parase los pies, el asunto terminaría con un ojo amoratado o un brazo roto, no con algo como esto. ¿Acaso ha sido solo una cuestión de haber escogido la persona que no debía?
—Sí, me parece que de eso se trata, más o menos —contestó Alan—. Wilma no podía escoger a una contrincante peor para empezar una enemistad continua y encarnizada.
—¿Wilma y Nettie andaban a la greña?
—Polly regaló un cachorro a Nettie la última primavera. El perrito ladró un poco al principio, y Wilma armó un buen cisco con sus protestas.
—¿De veras? No recuerdo haber visto denuncias de molestias.
—Solo presentó una, y yo me ocupé del asunto. Polly me pidió que lo hiciera. Se sentía responsable en parte, porque había sido ella quien le había dado el animal. Nettie me aseguró que tendría al perro dentro de casa todo el tiempo posible, y para mí ahí terminó el asunto.
»El perro dejó de ladrar, pero parece que Wilma siguió molestando a Nettie. Según Polly, Nettie cambiaba de acera cuando veía acercarse a Wilma, aunque estuviera a dos manzanas de distancia. Nettie incluso llegaba a hacerle signos deseándole mal de ojo. Y por fin, la semana pasada, cruzó la raya. Acudió a casa de los Jerzyck mientras Pete y Wilma estaban en el trabajo, vio las sábanas colgadas del tendedero y las embadurnó de barro del huerto.
Norris soltó un silbido.
—¿Hubo denuncia de eso, Alan?
El comisario movió la cabeza en gesto de negativa y respondió:
—Desde entonces hasta esta tarde, todo el asunto quedó entre las dos mujeres.
—¿Qué hay de Pete Jerzyck?
—¿Acaso no conoces a Pete?
—Bueno… —Norris dejó la contestación a medias y pensó en Pete. Y en Wilma. Y en los dos juntos. Después asintió lentamente—. Pete tuvo miedo de que Wilma se le comiera el hígado y se le tirara al cuello si intentaba hacer de moderador, de modo que se mantuvo al margen, ¿no es eso?
—Más o menos. Lo cierto es que tal vez logró apaciguar las cosas, al menos de momento. Clut dice que, según ha contado Pete a los tipos del DIC, Wilma quiso salir a por Nettie tan pronto vio lo sucedido con las sábanas. Estaba dispuesta a organizar un buen baile. Según parece, llamó por teléfono a Nettie y le dijo que iba a arrancarle la cabeza y a cagarse encima de su cuello.
Norris asintió. Entre la autopsia de Wilma y la de Nettie, había llamado a la comisaría de Castle Rock y había pedido una lista de las quejas y denuncias recibidas acerca de las dos mujeres. El expediente de Nettie era muy breve, solo un asunto: había matado a puñaladas a su marido. Fin de la historia. Ni antes ni después del suceso, incluidos los últimos años desde que había vuelto al pueblo, hubo noticia de otros accesos violentos. Wilma era decididamente harina de otro costal. Nunca había matado a nadie, pero la lista de quejas y denuncias —tanto formuladas por ella como contra ella— era larga y se remontaba a lo que por entonces era la escuela de enseñanza media de Castle Rock, donde había hinchado un ojo a una profesora suplente que la había castigado a quedarse después de clase. En dos ocasiones, las mujeres que habían tenido la mala fortuna o el mal juicio de enemistarse con Wilma habían acudido, preocupadas, a pedir protección policial. Wilma también había sido objeto de tres denuncias por agresión a lo largo de los años. Finalmente, todas las denuncias habían sido retiradas, pero no eran precisos muchos estudios para llegar a la conclusión de que nadie en su sano juicio provocaría voluntariamente la cólera de Wilma Jerzyck.
—Las dos mujeres eran mala medicina, la una para la otra —murmuró Norris.
—La peor.
—¿Dices que su marido convenció a Wilma de que no fuese a por Nettie la primera vez que amenazó con hacerlo?
—Pete es demasiado prudente para intentarlo siquiera. Lo que hizo, según Clut, es dejar caer dos píldoras de Xanax en la taza de té de su esposa. Eso le bajó el termostato. De hecho, Pete pensaba que el asunto ya era agua pasada.
—¿Tú le crees, Alan?
—Sí…, todo lo que puedo creer a alguien sin tener una charla cara a cara con él, por supuesto.
—¿Qué es eso que le echó en el té? ¿Droga?
—Un tranquilizante. Jerzyck ha contado a los del DIC que ya lo había utilizado un par de veces cuando Wilma se acaloraba, y que las pastillas la enfriaban de una manera muy eficaz. Pete pensaba que aquella vez también habían funcionado.
—Pero no fue así.
—Creo que al principio sí. Por lo menos, Wilma no fue a por Nettie con la intención de hacerla picadillo. Pero estoy seguro de que continuó molestando a Nettie, de que siguió con la táctica establecida cuando la discusión era solamente acerca del perro: llamadas telefónicas, pasadas en coche por delante de la casa… Cosas así. Nettie era muy susceptible y todo eso debió de afectarla mucho. John LaPointe y el grupo del DIC al que acompaña han ido a ver a Polly hacia las siete. Dice que notó a Nettie preocupada por algo. Esta mañana, Nettie le hizo una visita y, en ella, dejó escapar algo. Entonces Polly no lo comprendió. Supongo que ahora estará deseando haber prestado más atención —añadió con un suspiro.
—¿Qué tal se lo ha tomado Polly?
—Bastante bien, creo.
Alan había hablado dos veces con ella, una desde una casa próxima a la escena del crimen y una segunda desde el hospital, poco después de que Norris y él llegaran. En ambas ocasiones, la voz de Polly había sonado tranquila y controlada, pero Alan había notado las lágrimas y la confusión que se ocultaban tras aquella superficie cuidadosamente controlada. En la primera llamada, no le había sorprendido demasiado descubrir que Polly ya conocía la mayor parte de lo sucedido; las noticias, sobre todo las malas, viajan deprisa en los pueblos pequeños.
—¿Y qué ha provocado la gran explosión?
Alan miró a Norris, sorprendido, y entonces se dio cuenta de que su ayudante todavía no estaba al corriente. Entre autopsia y autopsia, Alan había recibido un informe más o menos completo de John LaPointe mientras Norris estaba al otro teléfono, hablando con Sheila Brigham y tomando nota de la lista de denuncias recibidas acerca de las dos mujeres.
—Una de ellas decidió intensificar las hostilidades —explicó—. Me inclino a pensar que fue Wilma, pero los detalles aún están difusos. Al parecer, esta mañana, mientras Nettie estaba de visita en casa de Polly, Wilma acudió a su casa. Nettie debió de marcharse sin cerrar con llave y sin siquiera ajustar la puerta, y el viento debió de abrirla. Ya has visto el día ventoso que hemos tenido…
—Sí.
—De modo que tal vez todo empezó como un paseíto más en coche por delante de la casa de Nettie para mantener a esta en tensión. Entonces Wilma debió de ver la puerta abierta y el acoso a distancia se convirtió en otra cosa. Bueno, tal vez no haya sucedido exactamente así, pero en general me suena bastante lógico.
Apenas habían salido de sus labios aquellas últimas palabras cuando Alan se dio cuenta de que no eran ciertas. No le sonaba nada lógico, y ese era el problema: debería haberle convencido, quería que le convenciera, pero no era así. Y lo que lo sacaba de quicio era que no había ninguna razón para tener aquella sensación de andar equivocado; al menos, ninguna que pudiera señalar con el dedo. A lo sumo podía concretarla preguntándose si Nettie habría cometido el descuido no solo de no echar la llave, sino de no comprobar que la puerta quedaba bien cerrada, si estaba tan paranoica respecto a Wilma como parecía haberse sentido, y aquel interrogante no bastaba para levantar sus suspicacias. No bastaba porque Nettie no estaba del todo en sus cabales y uno no podía hacer muchas suposiciones sobre lo que una persona en sus condiciones haría o dejaría de hacer. Aun así…
—¿Y qué hizo Wilma? —preguntó Norris—. ¿Poner la casa patas arriba?
—Le mató el perro.
—¿Qué?
—Ya me has oído.
—¡Cielos! ¡Qué mala leche!
—Sí, pero ya sabíamos que la tenía, ¿verdad?
—Es cierto, pero aun así…
Allí estaba de nuevo. Incluso en boca de Norris Ridgewick, de quien a pesar de los años transcurridos solo podía esperarse que llevara a cabo como era debido el veinte por ciento de su trabajo burocrático, como mucho: Es cierto, pero aun así…
—Lo hizo con uno de esos artilugios multiuso del ejército suizo. Utilizó el sacacorchos, donde clavó una nota en la que decía que era la respuesta por haberle manchado de barro las sábanas. Acto seguido, Nettie fue a casa de Wilma con un puñado de piedras de buen tamaño, envueltas con otras tantas notas sujetas con gomas elásticas. Las notas decían que era el último aviso para Wilma. Nettie arrojó las piedras contra los cristales de la casa de Wilma y no dejó uno sano en el piso de abajo.
—¡Madre de Dios! —exclamó Norris, no sin admiración.
—Los Jerzyck salieron hacia las diez y media para oír misa de once. Después de misa, comieron con los Pulaski. Pete Jerzyck se quedó a ver el partido de los Patriots con Jake Pulaski, de modo que esta vez ni siquiera pudo intentar enfriar los ánimos de su mujer.
—¿Y se encontraron en esa esquina por casualidad?
—Lo dudo. Tengo la impresión de que Wilma llegó a su casa, vio el estropicio y llamó a Nettie para desafiarla.
—¿Como en un duelo, quieres decir?
—Sí; eso, exactamente.
Norris dejó escapar un silbido; luego se quedó callado unos momentos, con las manos a la espalda y la mirada perdida en la oscuridad.
—De todos modos, ¿por qué tenemos que asistir a esas condenadas autopsias, Alan? —preguntó por fin.
—Cuestión de protocolo, supongo —respondió Alan, pero era más que eso, al menos para él. Cuando a uno le preocupaba el aspecto de un caso, o la sensación que le producía (y a Alan le inquietaban ambas cuestiones de aquel caso), cabía la posibilidad de encontrar en la autopsia algo que sacara su mente del punto muerto en que se encontraba y que hiciera entrar alguna de las marchas. Cabía la posibilidad de encontrar un gancho donde colgar el sombrero.
—Pues creo que ya es hora de que el condado contrate a un funcionario de protocolo —gruñó Norris, y Alan se echó a reír.
Pero por dentro no reía, y no solo porque lo sucedido iba a ser un golpe terrible para Polly en los días siguientes. Había algo en el caso que no acababa de casar. A primera vista, no había nada raro, pero en el lugar donde vivía el instinto (donde a veces se escondía), los dioses marcianos de la guerra aún parecían cobrar más sentido. Al menos para Alan.
¡Eh, vamos! ¿Es que no acabas de explicárselo todo a Norris, de pe a pa, en el tiempo que se tarda en fumar un cigarrillo?, se dijo.
Sí, era cierto. Y ahí estaba en parte el problema. ¿Era posible que dos mujeres, aunque una estuviera medio chiflada y la otra fuera puro veneno, se encontraran en una esquina y se despedazaran mutuamente como un par de adictos al crack pasados de rosca, por razones tan simples?
Alan no lo sabía. Y precisamente porque no lo sabía, arrojó la colilla del Lucky y empezó a repasar de nuevo todo el asunto.
2
Para Alan, el asunto había empezado con una llamada de Andy Clutterbuck. El comisario acababa de apagar el televisor donde estaba viendo el partido de los Patriots y los Jets (los Patriots ya perdían por un touchdown y un gol de campo, y apenas habían transcurrido tres minutos del segundo cuarto) y se estaba poniendo el abrigo cuando sonó el teléfono. Alan tenía pensado pasarse por Cosas Necesarias para ver si el señor Gaunt estaba en esa ocasión. Incluso era posible, suponía, que encontrase allí a Polly, después de todo. La llamada de Clut había cambiado aquellos planes.
Según Clut, al volver del almuerzo había sorprendido a Eddie Warburton en el momento de colgar el teléfono de la centralita. A decir de Eddie, había un alboroto en uno de los barrios del pueblo. Una pelea entre mujeres, o algo así. Sería buena idea, según él, que Clut llamara al comisario para ponerlo al corriente del problema.
—¿Qué diablos hace Eddie Warburton contestando el teléfono de la comisaría? —preguntó Alan con irritación.
—Bueno, supongo que no había nadie atendiendo la centralita y habrá pensado…
—Eddie conoce perfectamente el procedimiento a seguir en esos casos: cuando la centralita está desatendida, las llamadas debe recogerlas El Hijoputa.
—No sé por qué ha cogido el teléfono —replicó Clut con impaciencia apenas contenida—, pero me parece que eso carece de importancia. Hace cuatro minutos, mientras estaba hablando con Eddie, ha llegado una segunda llamada acerca del incidente. Era una anciana. No me ha dado el nombre: o bien estaba demasiado nerviosa para dármelo o, simplemente, no ha querido hacerlo. En cualquier caso, va y dice que se ha producido una violenta pelea en la esquina de Ford y Willow. Se trata de dos mujeres. La comunicante dice que utilizan armas blancas. También dice que todavía están allí.
—¿Todavía están peleándose?
—No; están caídas en el suelo. Las dos. La pelea ha terminado.
—Ya. —La mente de Alan empezó a trabajar más deprisa, como un tren expreso acelerando—. ¿Has registrado la llamada, Clut?
—Por supuesto que sí.
—Bien. Seaton está de servicio esta tarde, ¿no? Dile que vaya al lugar de los hechos ahora mismo.
—Ya le he mandado hacia allí.
—Bendito seas. Ahora llama a la policía del estado.
—¿Quieres que venga una UIC?
—Todavía no. De momento, limítate a notificarles la situación. Nos encontraremos allí, Clut.
Cuando llegó a la escena del crimen y vio el alcance de lo sucedido, Alan llamó por la radio al cuartel Oxford, sede central de la policía del estado, y pidió que enviaran inmediatamente una Unidad de Investigación Criminal…, dos, si podían disponer de ellas. Para entonces, Clut y Season Thomas estaban ya ante las mujeres caídas en el suelo y, con los brazos abiertos, indicaban a la gente que cada cual se fuera a su casa. Norris llegó, echó un vistazo y luego sacó del portaequipajes del coche patrulla un rollo de cinta adhesiva amarilla con la leyenda ESCENA DEL CRIMEN - NO PASAR. La cinta tenía una gruesa capa de polvo, y más tarde Norris comentó a Alan que no había estado seguro de que aún pegara, de puro vieja.
Pero había servido, de todos modos. Norris la extendió en torno a los troncos de los robles, formando un gran triángulo alrededor de las dos mujeres, que parecían abrazadas al pie de la señal de stop. Los mirones no habían vuelto a sus casas, pero al menos se habían retirado a los patios de estas. Había una cincuentena de espectadores, y el número crecía conforme las llamadas telefónicas difundían la noticia y los vecinos acudían a toda prisa a contemplar el terrible suceso. Andy Clutterbuck y Seaton Thomas parecían casi lo bastante nerviosos para sacar sus armas y ponerse a lanzar disparos de advertencia. Alan comprendió muy bien cómo se sentían.
En Maine, el Departamento de Investigación Criminal se encarga de las pesquisas en los casos de asesinato, y para los policías de cuerpos menos importantes (que son casi todos), el momento más temible es el que transcurre entre el descubrimiento del crimen y la llegada del DIC. Los agentes de las policías locales y de los condados saben perfectamente que en ese lapso de tiempo a menudo se rompe la llamada «cadena de pruebas». La mayoría sabe también que todo lo que hagan durante ese período será revisado meticulosamente por tipos que siempre tienen algo que decir cuando ya es demasiado tarde —la mayor parte de ellos de los juzgados o de la oficina del fiscal general— y que creen que los policías de cuerpos poco importantes, incluso los de la policía del condado, son un puñado de patanes de manos torpes.
Además, aquellos grupos de gente silenciosa que observaban inmóviles desde sus patios al otro lado de la calle resultaban casi fantasmales. A Alan le recordaron los zombis de la galería comercial en El amanecer de los muertos.
Cogió el altavoz portátil del asiento trasero del coche patrulla y ordenó a todos los mirones que entraran en sus casas de inmediato, cosa que empezaron a hacer. Luego repasó mentalmente una vez más el procedimiento de actuación y llamó por radio a la comisaría. Sandra McMillan se había presentado para ocuparse del trabajo allí. Sandra no le merecía tanta confianza como Sheila Brigham, pero no era momento para andarse con remilgos, y Alan supuso que Sheila se enteraría de lo sucedido y no tardaría en presentarse en la comisaría. Si no la llevaba allí su sentido del deber, lo haría la curiosidad.
Alan le dijo a Sandy que localizara a Ray van Allen. Ray era el forense del condado de Castle Rock y Alan quería que estuviese allí cuando llegaran los del DIC, si era posible.
—Muy bien, comisario —dijo Sandy dándose importancia—. Recibido.
Alan volvió junto a sus hombres en la escena del suceso.
—¿Quién de vosotros ha comprobado que están muertas?
Clut y Seat Thomas se miraron con incómoda sorpresa y a Alan se le cayó el alma a los pies. Un punto para los tipos de la oficina del fiscal, o tal vez no. Todavía no había llegado la primera de las Unidades de Investigación Criminal, aunque ya oía acercarse más sirenas. Alan pasó bajo la cinta y se acercó a la señal de stop, caminando de puntillas como un chiquillo que intentara escabullirse de casa después de la hora límite.
La mayor parte de la sangre vertida estaba encharcada entre las víctimas y la cuneta sembrada de hojas, pero una fina rociada de gotitas —lo que los del departamento forense denominaban retrosalpicaduras— punteaba la zona alrededor de los cuerpos formando casi un círculo. Alan hincó una rodilla justo en el límite de ese círculo, alargó la mano y observó que podía alcanzar los cadáveres —no tenía ninguna duda de que lo eran—, si se inclinaba hacia delante hasta casi perder el equilibrio.
Volvió la vista hacia Seat, Norris y Clut. Los tres estaban detrás de él, muy juntos, observándolo con los ojos muy abiertos.
—Sacadme una foto —les pidió.
Clut y Seaton se limitaron a seguir mirándolo, como si acabaran de recibir una orden en tagalo, pero Norris corrió al coche de Alan y rebuscó en la parte trasera hasta encontrar la vieja Polaroid, una de las dos que utilizaban para tomar fotografías de la escena del crimen. Alan proyectaba solicitar una cámara nueva, al menos, en la reunión del comité de asignaciones; sin embargo, aquella tarde, la reunión parecía importar muy poco.
Norris volvió corriendo con la cámara, enfocó y disparó. El motor de la máquina emitió un gemido.
—Es mejor que saques otra, solo para asegurarnos —indicó Alan—. Saca los también cuerpos. No quiero que esos tipos digan que hemos roto la cadena de pruebas. ¡Y una mierda, vamos a romperla!
Fue consciente de que su voz sonaba un poco irritable, pero no podía hacer nada por evitarlo.
Norris sacó otra instantánea para documentar la posición de Alan fuera del círculo de pruebas y la posición de los cuerpos al pie del poste de la señal de stop. Luego Alan se inclinó hacia delante otra vez, con cuidado, y apoyó los dedos en el cuello ensangrentado de la mujer que yacía encima. No encontró el menor pulso, por supuesto, pero al cabo de un segundo la presión de sus dedos hizo que la cabeza de la mujer resbalara del poste y el rostro quedara vuelto hacia él. Alan reconoció a Nettie y, de inmediato, pensó en Polly.
¡Oh, Señor!, se dijo, afligido. A continuación procedió a buscarle el pulso a Wilma, aunque esta tenía un cuchillo de carnicero hundido en el cráneo. Las mejillas y la frente estaban salpicadas de pequeños puntitos de sangre que parecían tatuajes paganos.
Alan se incorporó y volvió a donde aguardaban sus hombres, al otro lado de la cinta. Parecía incapaz de dejar de pensar en Polly y sabía que debía hacerlo. Tenía que quitársela de la cabeza o terminaría por cometer algún error en aquel asunto. Se preguntó si alguno de los mirones habría reconocido ya a Nettie. En tal caso, seguramente Polly se enteraría antes de que él pudiera llamarla. Alan rogó desesperadamente que no se le ocurriera acudir a verlo por sí misma.
Ahora no puedes preocuparte por eso, se reprendió. Por lo visto tienes en las manos un caso de doble asesinato.
—Saca la libreta —le dijo a Norris—. Vas a ser la secretaria del club.
—Vamos, Alan, ya sabes que cometo muchas faltas de ortografía.
—Limítate a escribir.
Norris entregó la Polaroid a Clut y sacó la libreta de notas del bolsillo trasero. Al hacerlo, cayó al suelo un bloc de advertencias de tráfico con su nombre estampado con tampón al pie de cada volante. Norris se inclinó, recogió el bloc de la acera y volvió a meterlo en el bolsillo con gesto ausente.
—Quiero que apuntes que la cabeza de la mujer situada encima, a la que denominaremos Víctima Uno, estaba apoyada contra el poste de la señal de stop. La he desplazado inadvertidamente mientras le buscaba el pulso.
Qué fácil era, pensó Alan, pasar del lenguaje normal a la jerga policial, en la que los coches se convertían en «vehículos», los ladrones se convertían en «delincuentes» y los muertos en «víctimas» numeradas.
Se volvió hacia Clut y le indicó que fotografiase aquella segunda configuración de los cuerpos, sintiéndose tremendamente aliviado de haber ordenado a Norris que documentara la posición original antes de tocar los cadáveres.
Clut tomó la foto. Alan se volvió hacia Norris.
—Quiero que anotes también que, al moverse la cabeza de la Víctima Uno, he podido identificarla como Netitia Cobb.
Seaton soltó un silbido.
—¿Quieres decir que es Nettie?
—Sí. Eso es lo que quiero decir.
Norris escribió deprisa la información en la libreta. Luego preguntó:
—¿Qué hacemos ahora, Alan?
—Esperar a la unidad de investigación del DIC e intentar poner buena cara cuando llegue —respondió el comisario.
La UIC llegó menos de tres minutos después en dos coches, seguidos por Ray van Allen en su desvencijado Subaru Brat. Cinco minutos más tarde llegó un equipo de identificación de la policía del estado en una camioneta azul. Tras apearse, todos los miembros del equipo sacaron unos habanos y los encendieron. Alan ya sabía que lo harían. Los cadáveres eran recientes y estaban al aire libre, pero el ritual de los habanos era inmutable.
Se inició entonces el desagradable trabajo conocido en la jerga policial como «asegurar la escena», que se prolongó hasta después del anochecer. Alan había trabajado en otras ocasiones con Henry Payton, comandante del cuartel Oxford (y, por tanto, responsable formal del caso y de los tipos de la UIC que trabajaban en él), y nunca había advertido en Henry el menor atisbo de imaginación. Aquel hombre era perseverante; carecía de talento pero era meticuloso y trabajador. Precisamente porque Henry era el encargado de la investigación, Alan se sintió lo bastante tranquilo para alejarse unos momentos y llamar a Polly.
Cuando volvió, los agentes estaban protegiendo las manos de las víctimas con unas bolsas de cierre elástico. Wilma Jerzyck había perdido uno de los zapatos y su pie enfundado en la media fue objeto del mismo tratamiento. El equipo de identificación entró en acción y tomó casi trescientas fotos. Para entonces ya habían llegado más policías del estado. Unos mantuvieron alejada a la gente, que empezaba a arremolinarse de nuevo, y otros desviaron a un equipo de televisión recién llegado hacia el edificio municipal. Un dibujante de la policía trazó un rápido bosquejo de la escena del crimen sobre una plantilla cuadriculada.
Finalmente, llegó el momento de ocuparse de los cuerpos, aunque antes quedaba un último detalle. Payton entregó a Alan un par de guantes quirúrgicos desechables y una bolsa de cierre elástico.
—¿El trinchante o la cuchilla? —preguntó.
—Yo cogeré la cuchilla —respondió Alan. Sería más repugnante, con la hoja aún salpicada de los sesos de Wilma Jerzyck, pero no quería tocar a Nettie. La mujer le había caído bien.
Con las armas del crimen recuperadas, etiquetadas, embaladas y camino de Augusta, los dos equipos de la UIC empezaron la investigación de la zona alrededor de los cuerpos, que aún yacían en su abrazo definitivo mientras la sangre embalsada entre ellos empezaba a adquirir la consistencia de un esmalte. Cuando Ray van Allen recibió por fin la autorización para cargarlos en la furgoneta de asistencia médica, la escena del crimen fue iluminada con las luces de carretera de un coche patrulla y los enfermeros tuvieron que proceder primero a separar a Wilma y a Nettie.
Durante la mayor parte de estas operaciones, la flor y nata de Castle Rock permaneció en torno al lugar, sintiéndose partícipe del drama.
Durante la última parte del ballet, extrañamente delicado, que se conocía como «investigación sobre el terreno», Henry Payton se acercó a Alan y los dos hombres contemplaron juntos las operaciones, sin intervenir.
—Qué manera tan asquerosa de pasar una tarde de domingo —comentó.
Alan asintió.
—Lamento que se te moviera la cabeza al tocarla. Mala suerte.
Alan asintió otra vez.
—De todos modos, no creo que nadie vaya a molestarte por eso. Al menos tienes una buena foto de la postura original. —Payton miró a Norris, que estaba hablando con Clut y con John LaPointe, recién llegado—. Has tenido suerte de que ese hombre tuyo no tapara el objetivo con el dedo.
—Vamos, Norris no es mal policía.
—No me gustaría que trabajase conmigo. De todos modos, el asunto parece bastante sencillo.
Alan estuvo de acuerdo. Y ahí estaba el problema; lo había sabido mucho antes de que Norris y él terminaran su turno dominical de servicio en un callejón detrás del hospital Kennebec Valley. Todo aquel asunto era, tal vez, demasiado sencillo.
—¿Piensas asistir al despiece? —preguntó Henry.
—Sí. ¿Se encargará Ryan?
—Eso he oído.
—He pensado que podría llevar a Norris conmigo. Los cuerpos irán primero al Oxford, ¿verdad?
—Sí. Allí es donde los registramos.
—Si Norris y yo nos vamos ahora, podemos estar en Augusta antes de que lleguen.
Henry Payton asintió.
—¿Por qué no? Creo que aquí ya está todo hecho.
—Me gustaría que uno de mis hombres acompañara a cada equipo de la UIC. Como observadores. ¿Tienes algún inconveniente?
Payton se lo pensó un poco.
—No, pero… ¿quién va a mantener el orden? ¿El viejo Seat Thomas?
Alan sintió un súbito estallido de algo que era tal vez demasiado fuerte para desecharlo como un simple comentario desafortunado. Había sido un día muy largo, había tenido que escuchar cómo Henry se burlaba de sus hombres a placer…, pero necesitaba tener a buenas a Henry para poder meter las narices en lo que, técnicamente, era un caso de la policía estatal. Así pues, contuvo la lengua.
—¡Vamos, Henry! Es domingo por la noche. Hasta El Tigre Achispado está cerrado.
—¿A qué viene ese interés en seguir el caso, Alan? ¿Acaso te hueles que hay algo raro detrás? Según me han dicho, las dos mujeres no se llevaban bien y la que estaba encima ya había liquidado a alguien. A su marido, nada menos.
Alan reflexionó unos instantes.
—No, no me huelo nada. Al menos, nada que pueda concretar. Es solo que…
—¿Que todavía no te entra en la cabeza?
—Algo así.
—Está bien. Acepto. Siempre que tus hombres entiendan que están para escuchar y observar, nada más.
Alan sonrió brevemente. Pensó en comentar a Payton que si daba orden a Clut y a John LaPointe de que hicieran preguntas, lo más probable era que no supieran por dónde empezar; sin embargo, decidió cerrar el pico.
—No os molestarán —aseguró Alan—. Puedes contar con ello.
3
Allí estaban pues, él y Norris Ridgewick, después del domingo más largo que alcanzaban a recordar. Sin embargo, el día tenía una cosa en común con las vidas de Nettie y de Wilma: había terminado.
—¿Pensabas pasar la noche en algún motel? —preguntó Norris vacilante. Alan no tuvo que emplear la telepatía para saber qué estaba pensando el agente. La jornada de pesca que se perdería al día siguiente.
—¡Diablos, no! —Alan se agachó y recogió la bata que había utilizado para mantener abierta la puerta—. Larguémonos de aquí.
—Buena idea —asintió Norris, dando la primera muestra de alegría desde que Alan se había encontrado con él en la escena del crimen.
Cinco minutos después se dirigían hacia Castle Rock por la carretera 43, con los faros del coche patrulla del condado taladrando la oscuridad ventosa. Cuando llegaron, ya habían transcurrido tres horas del lunes.
4
Alan detuvo el coche patrulla en la parte de atrás del edificio municipal y se apeó. Al otro lado del aparcamiento estaba su coche privado, junto al desvencijado Volkswagen Escarabajo de Norris.
—¿Te vas a casa enseguida? —preguntó a este.
Norris le dirigió una sonrisa de apuro y bajó la vista.
—En cuanto me ponga la ropa de civil.
—Norris, ¿cuántas veces te he dicho que no utilices el baño como vestuario?
—Vamos, Alan, no lo hago tan a menudo…
Los dos sabían, sin embargo, que Norris lo hacía siempre. Alan exhaló un suspiro.
—No me hagas caso. Ya has tenido suficiente por hoy. Lo siento.
—Ha sido una doble muerte violenta —respondió Norris con un encogimiento de hombros—. Cosas así no suceden todos los días por aquí. Cuando se produce una, supongo que todo el mundo echa una mano.
—Dile a Sandy o a Sheila que te extiendan un justificante de horas extra, si alguna de las dos está todavía ahí dentro.
—¿Y darle a Buster otro motivo para que me busque las cosquillas? —replicó Norris en un tono burlón cargado de acritud—. Prefiero evitarlo. Esas horas corren de mi cuenta, Alan.
—¿Buster ha seguido incordiándote? —Alan se había olvidado por completo del presidente del Consejo Municipal durante el último par de días.
—No, pero cuando nos cruzamos por la calle, me mira de una manera que pone los pelos de punta. Si las miradas matasen, ya estaría haciendo compañía a Nettie y a Wilma.
—Yo mismo me encargaré de ese justificante mañana por la mañana.
—Mientras el nombre que conste sea el tuyo, me parece bien —dijo Norris, al tiempo que echaba a andar hacia la puerta que indicaba SOLO EMPLEADOS MUNICIPALES—. Buenas noches, Alan.
—Buena suerte con la pesca.
A Norris se le iluminó la cara al momento.
—Gracias. Deberías ver la caña que he comprado en la tienda nueva, Alan. Es de primera.
—Seguro que sí —dijo Alan con una sonrisa—. Tengo ganas de ver a ese individuo de una vez. Parece que tiene algo para cada persona del pueblo; ¿por qué no va a tener, pues, algo para mí?
—¿Por qué no? —asintió Norris—. En esa tienda hay toda clase de cosas. Te sorprenderá cuando lo veas.
—Buenas noches, Norris. Y gracias de nuevo.
—No hay de qué.
Pero Norris se marchó visiblemente complacido.
Alan llegó hasta su coche, se puso al volante, salió del aparcamiento marcha atrás y tomó Main Street abajo. Inspeccionó los edificios a ambos lados de la calle de forma automática, sin siquiera darse cuenta de que lo hacía, pero almacenando la información mentalmente a pesar de ello. Una de las cosas que advirtió fue que había luz en la vivienda situada encima de Cosas Necesarias. Era una hora muy intempestiva para que alguien estuviera despierto todavía en un pueblo como aquel. El comisario pensó que tal vez el señor Leland Gaunt padecía de insomnio y se recordó que seguía pendiente la visita a la tienda, pero eso habría de esperar, supuso, hasta que hubiera aclarado a su entera satisfacción el triste asunto de Nettie y Wilma.
Llegó a la esquina de Main y Laurel y puso el intermitente para girar a la izquierda, pero se detuvo en medio de la intersección y, finalmente, decidió continuar hacia la derecha. Nada de volver a casa, se dijo. Su casa era un lugar frío y vacío, ahora que su otro hijo vivía con su amigo en Cape Cod. Allí había demasiadas puertas cerradas con demasiados recuerdos acechando tras ellas. Al otro lado de la ciudad había una mujer de carne y hueso, una mujer viva, que en aquel mismo instante tal vez necesitaba desesperadamente de alguien que le hiciera compañía. Casi tan desesperadamente, quizá, como el hombre de carne y hueso, el hombre vivo que era él, la necesitaba a ella.
Cinco minutos más tarde, Alan apagó los faros y detuvo el coche con suavidad en el camino particular de la casa de Polly. La puerta estaría cerrada, pero él sabía bajo qué rincón de los escalones del porche debía buscar.
5
—¿Qué haces aquí todavía? —preguntó Norris cuando entró en la comisaría aflojándose la corbata.
Sandra McMillan, una rubia descolorida que llevaba casi veinte años trabajando a tiempo parcial como funcionaria del condado, se estaba poniendo el abrigo en aquel mismo instante. Parecía muy cansada.
—Sheila tenía entradas para ver a Bill Cosby en Portland —le dijo al agente—. Quería quedarse, pero la convencí de que fuera. Prácticamente la saque de aquí a empujones. Porque, a ver, ¿cuántas veces viene Bill Cosby a Maine?
¿Y cuantas veces deciden dos mujeres hacerse pedazos la una a la otra por un perro que, muy probablemente, salió de la perrera del condado?, pensó Norris, pero no lo dijo en voz alta.
—No muchas, supongo —respondió.
—¡Casi nunca! —exclamó Sandy con un profundo suspiro—. Pero te diré un secreto: ahora que ya ha pasado todo, casi desearía haber aceptado cuando Sheila se ofreció a quedarse. Ha sido una noche de locura; creo que hasta la última emisora de televisión del estado ha llamado por lo menos nueve veces, y hasta las once más o menos, la comisaría parecía unos grandes almacenes en plena campaña de Navidad.
—En fin, ya puedes irte a casa. Te doy permiso. ¿Has conectado El Hijoputa?
El Hijoputa era el aparato que desviaba las llamadas a casa de Alan cuando no había nadie de servicio en la comisaría. Si nadie cogía el teléfono en casa de Alan a la cuarta señal, El Hijoputa intervenía para indicar al comunicante que marcara el número de la policía del estado en Oxford. Era un sistema algo chapucero que no habría funcionado en una gran ciudad, pero en el condado de Castle, que tenía el censo de población más pequeño de los dieciséis condados de Maine, era más que suficiente.
—Sí, lo he conectado.
—Bien hecho. Me da la impresión de que Alan no irá directamente a su casa.
Sandy enarcó las cejas en un gesto de complicidad.
—¿Ha habido alguna llamada del teniente Payton? —preguntó Norris.
—Ninguna en absoluto. —Sandy hizo una pausa—. ¿Ha sido muy horrible, Norris? A lo de esas dos mujeres me refiero…
—Sí, ha sido bastante horrible —asintió Ridgewick. Tenía su ropa de calle perfectamente ordenada en una percha que había colgado del tirador de un archivador. Desde hacía unos tres años tenía la costumbre de ponerse y quitarse el uniforme en la comisaría, aunque rara vez se cambiaba la ropa a horas tan intempestivas como aquella—. Vete a casa, Sandy. Ya cerraré yo cuando termine.
Empujó la puerta del servicio de caballeros y colgó la percha en la parte superior de la puerta del retrete. Estaba desabotonándose la camisa del uniforme cuando oyó unos golpecitos en la puerta.
—¿Norris? —preguntó Sandy.
—Me parece que soy el único aquí dentro —respondió él.
—Casi me olvido… Alguien te ha dejado un regalo. Está en tu mesa.
Norris hizo un alto antes de desabrocharse los pantalones.
—¿Un regalo? ¿De quién?
—No lo sé. Esta noche la comisaría era un auténtico manicomio. Pero el paquete lleva una tarjeta. Y un lazo. Debe de ser de tu amante secreta.
—Tan secreta que ni yo mismo la conozco… —murmuró Norris con verdadero sentimiento. Terminó de quitarse los pantalones y los colgó también de la puerta del retrete mientras se enfundaba los tejanos.
Fuera, Sandy McMillan sonrió con un punto de malicia.
—El señor Keeton ha estado por aquí esta noche —apuntó—. Quizá lo ha dejado él. Tal vez es un regalo de reconciliación.
—No caerá esa breva —respondió Norris con una carcajada.
—Bueno, ya me lo contarás mañana. Me muero de curiosidad. Es un paquete muy bonito. Buenas noches, Norris.
—Buenas noches.
¿Quién podía haberle dejado un regalo?, se preguntó mientras terminaba de subirse la cremallera.
6
Sandy se marchó. Al salir, se levantó el cuello del abrigo para resguardarse del frío nocturno, que le recordó que ya se acercaba el invierno.
Entre las muchas personas que había visto aquella noche estaba Cyndi Rose Martin, la esposa del abogado. Cyndi Rose había aparecido a primera hora de la noche, pero a Sandy ni siquiera se le había pasado por la cabeza comentárselo a Norris porque este no se movía en el restringido círculo profesional y social de los Martin. Cyndi Rose había entrado a preguntar por su esposo, lo cual había parecido bastante razonable a Sandy (aunque aquella noche había habido tal alboroto en la comisaría que no le habría parecido raro que la mujer preguntase por el mismísimo Mijail Barishnikov), ya que Albert Martin llevaba parte del papeleo legal del pueblo.
Sandy le había respondido que no había visto al señor Martin en toda la tarde aunque, si quería, podía ir al piso de arriba para comprobar si estaba reunido con el señor Keeton. Cyndi Rose dijo que probablemente lo haría, ya que estaba allí. Para entonces, la centralita telefónica volvía a estar iluminada como un árbol de Navidad y Sandy no vio que Cyndi Rose sacaba de su gran bolso el paquete rectangular con el brillante papel de aluminio y el lazo de raso azul y lo depositaba sobre el escritorio de Norris Ridgewick. Mientras lo hacía, las bonitas facciones de Cyndi Rose se iluminaron con una sonrisa, pero la sonrisa en sí no era en absoluto agradable. Era, de hecho, bastante cruel.
7
Norris oyó cerrarse la puerta de la comisaría y le llegó, apagado, el sonido del coche de Sandy al arrancar. Se metió los faldones de la camisa en los tejanos, se calzó las zapatillas deportivas y colocó con cuidado las prendas del uniforme en la percha. Olió el sobaco de la camisa y decidió que aún no era preciso llevarla a la lavandería. Estupendo, se dijo; un dólar ahorrado era un dólar ganado.
Cuando salió del aseo, volvió a colgar la percha del mismo tirador del archivo, donde no lo vería cuando fuera a marcharse. Aquello también era estupendo, porque Alan se ponía hecho una furia cuando Norris se olvidaba y se dejaba la ropa en cualquier rincón de la comisaría. Según Alan, el lugar terminaba por parecer una lavandería automática.
A continuación, se acercó a su escritorio. En efecto, alguien le había dejado allí un regalo, una caja envuelta en papel de embalar de aluminio de color azul celeste y con una cinta de raso azul que estallaba en un florido lazo en la parte superior. Debajo de la cinta había un sobre blanco cuadrado. Picado por la curiosidad, Norris sacó el sobre y lo abrió. Contenía una tarjeta, y en ella, escrito a máquina con letras mayúsculas, había un mensaje corto y enigmático:
¡¡¡SOLO UN RECORDATORIO!!!
Frunció el ceño. Le venían a la cabeza únicamente dos personas que siempre le estuvieran recordando cosas: Alan Pangborn y su madre, y esta llevaba cinco años muerta. Cogió el paquete, rompió la cinta y dejó el lazo a un lado con gesto cuidadoso. Después lo desenvolvió y dejó a la vista una sencilla caja de cartón blanca, de un palmo y medio de larga, diez centímetros de ancha y otros tantos de alta. La tapa estaba cerrada con cinta adhesiva.
Rompió la cinta adhesiva y abrió la caja. El objeto que esta contenía estaba cubierto con una capa de papel de seda blanco, lo bastante fina para que se apreciara bajo ella una superficie plana con una serie de aristas y crestas prominentes, pero no lo suficiente para permitirle reconocer de qué objeto se trataba.
Alargó la mano para sacar el papel y su dedo índice tropezó con algo duro. Una lengüeta metálica. Al momento, una poderosa mandíbula de acero se cerró sobre el papel y también sobre los tres dedos centrales de la mano de Norris Ridgewick. Un dolor intenso le recorrió el brazo. Soltó un grito y dio un paso atrás trastabillando, mientras se agarraba la muñeca derecha con la otra mano. La caja blanca cayó al suelo y el papel de seda crepitó al arrugarse.
¡Ah, maldita fuera, cómo dolía! Norris agarró el papel, que colgaba como un velo de su mano atrapada, y lo arrancó a tirones. Debajo de él encontró una ratonera victoriana. Alguien la había montado, colocado en la caja, cubierto con papel de seda para ocultarla y envuelto luego con un bonito papel azul de regalo. Y en aquel momento la tenía cerrada sobre los tres dedos centrales de su mano derecha. La trampa le había arrancado limpiamente la uña del índice, como pudo comprobar; lo único que quedaba allí era una sanguinolenta medialuna en carne viva.
—¡La hostia! —exclamó.
Llevado del dolor y la sorpresa, en lugar de retirar el cepo de acero, lo primero que se le ocurrió fue golpear la ratonera contra la mesa de John LaPointe. Lo único que consiguió con ello fue golpearse los dedos heridos contra la esquina metálica de la mesa y enviar una nueva oleada de dolor brazo arriba. Soltó un nuevo grito y, por fin, cogió la barra del cepo y tiró de ella. Sacó los dedos y soltó la trampa. La barra de acero emitió un chasquido contra la base de madera mientras el artilugio caía al suelo.
Norris se quedó quieto un momento, temblando; luego dio media vuelta sobre los talones y corrió al aseo de caballeros, abrió el grifo del agua fría con la mano izquierda e introdujo la derecha bajo el chorro. Los dedos le latían como una muela del juicio impactada. Se quedó allí un rato con los labios contraídos en una mueca, observando los hilillos de sangre que desaparecían por el sumidero, y recordó lo que había dicho Sandy: «El señor Keeton estuvo aquí, tal vez es un regalo de reconciliación».
Y la tarjeta: SOLO UN RECORDATORIO.
¡Sí, por supuesto! Había sido Buster. No cabía ninguna duda. Era justo el estilo de Buster.
—¡Hijo de puta! —masculló.
Notó cómo el agua fría le entumecía los dedos, amortiguando los latidos de dolor, pero era consciente de que este volvería con toda su intensidad antes de que llegara a casa. La aspirina lo mitigaría un poco, pero ya podía irse olvidando de pegar ojo aquella noche. O de salir de pesca por la mañana, añadió para sí.
¡Por supuesto que saldré! ¡Iré de pesca aunque las jodidas manos se me caigan a pedazos! ¡He hecho los planes, he esperado con impaciencia el momento, y ese cabrón de Danforth Buster Keeton no va a impedirmelo!
Cerró el grifo y utilizó una toalla de papel para secarse la mano con mucho cuidado. Ninguno de los dedos accidentados estaba roto —al menos, eso le parecía—, pero ya empezaban a hincharse, con agua fría o sin ella. El brazo de la trampa había dejado una marca amoratada que cruzaba los tres dedos a la altura de la segunda falange. La carne viva bajo lo que había sido la uña del dedo índice rezumaba pequeñas gotas de sangre, y las pulsaciones dolorosas ya empezaban otra vez.
Volvió a la zona de trabajo de la comisaría y contempló la ratonera caída de costado junto al escritorio de John. La recogió y la llevó a su mesa. Puso el artefacto en la caja y esta en el cajón superior del escritorio. Sacó el frasco de aspirinas del cajón de abajo y se llevó tres a la boca. Después recogió el papel de seda, el envoltorio, la cinta y el lazo y lo arrojó todo a la papelera, cubriéndolo con los papeles arrugados que ya había en ella.
No tenía la menor intención de contarle a Alan ni a nadie la treta ruin que le había gastado Buster. Sabía que no se reirían, pero estaba seguro de que pensarían: Solo Norris Ridgewick caería en una cosa así; ¡mira que meter la mano en una ratonera!
«Debe de ser tu amante secreta …, el señor Keeton estuvo aquí anoche …, quizá es un reglo de reconciliación.»
—Me encargaré de esto personalmente —declaró Norris con voz ronca y torva, mientras sostenía la mano herida contra el pecho—. Lo haré a mi modo, cuando llegue el momento.
De pronto, se le ocurrió un nuevo pensamiento cargado de urgencia: ¿Y si Buster no se había contentado con la ratonera, la cual, al fin y al cabo, podía no haber funcionado? ¿Y si había decidido acercarse por su casa? La caña de pescar Bazun estaba allí, y Norris ni siquiera la había guardado bajo llave; se había limitado a dejarla en un rincón del cobertizo, junto a la nasa.
¿Y si Buster lo sabía y había decidido partirla en dos?
—Si lo ha hecho, yo lo partiré en dos a él.
Norris lo dijo con una voz ronca y colérica, como un gruñido, que Henry Payton —y la mayoría de sus demás colegas servidores de la ley— no habría reconocido ni por asomo. Cuando dejó la comisaría, casi se olvidó de echar la llave a la puerta. Incluso se olvidó por unos instantes del dolor de la mano. Lo único que importaba era llegar a casa. Llegar a casa y cerciorarse de que la caña de pescar seguía en su sitio.
8
Cuando Alan entró en la habitación, la silueta bajo las mantas no hizo el menor movimiento y el hombre pensó que Polly estaba dormida. Probablemente, con la ayuda de un Percodan al acostarse. Se desnudó sin hacer ruido y se deslizó entre las sábanas junto a ella. En el momento de descansar la cabeza en la almohada, advirtió que la mujer tenía los ojos abiertos, vueltos hacia él. Alan tuvo un momentáneo sobresalto y dio un respingo.
—¿Qué extraño viene a la cama de esta doncella? —preguntó Polly en un susurro.
—Solo yo —respondió él con una ligera sonrisa—. Pido excusas por haberos despertado, señora.
—Estaba despierta —dijo ella, rodeándole el cuello con los brazos. Alan pasó los suyos en torno a su cintura. El intenso calor de su cuerpo bajo las mantas complació a Alan.
Polly era una especie de horno adormilado. Por un instante, notó algo duro contra el pecho y casi llegó a advertir que la mujer llevaba algo bajo el camisón de algodón, pero el bulto desapareció al instante, rodando entre el pecho izquierdo y la axila de Polly, sujeto a la cadenita de plata.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó.
Ella apretó la mejilla contra la suya, todavía abrazada a él. Alan notó sus manos acariciándole la nuca.
—Mal —respondió Polly. Pronunció la palabra en un suspiro tembloroso y luego rompió en sollozos.
Alan la retuvo entre sus brazos y le acarició los cabellos mientras ella lloraba.
—¿Por qué no me contó lo que le estaba haciendo esa mujer, Alan? —preguntó Polly por fin, al tiempo que se apartaba un poco de él. Ahora que sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, Alan distinguía su rostro: el cabello oscuro, los ojos también oscuros, la tez blanca…
—No lo sé —respondió.
—¡Si me lo hubiera dicho, yo me habría encargado del asunto! Habría ido a ver a Wilma Jerzyck y le… le…
No era el momento adecuado para decirle a Polly que, al parecer, Nettie había participado en el juego casi con el mismo entusiasmo y la misma malicia que la propia Wilma. Tampoco era el momento de explicarle que llegaba un punto en que las Nettie Cobb del mundo —y las Wilma Jerzyck también, suponía— ya no tenían arreglo. Llegaba un punto en que nadie podía ya hacer nada por ayudarlas.
—Son las tres y media de la madrugada —dijo—. No es buena hora para darle vueltas a lo que se debería o se podría haber hecho. —Vaciló un instante antes de continuar—. Según John LaPointe, Nettie te dijo algo acerca de Wilma esta mañana…, ayer por la mañana, ya. ¿Qué fue?
Polly repasó otra vez la escena.
—Bueno, yo no sabía que se refería a Wilma…, al menos entonces no lo sabía. Nettie me trajo una lasaña. Y yo tenía las manos…, en fin, las tenía muy mal. Ella se dio cuenta enseguida. Nettie es…, era…, quizá fuese, no sé, imprecisa en algunas cosas, pero yo no tenía secretos para ella.
—Nettie te quería muchísimo —afirmó Alan muy serio, y sus palabras provocaron un nuevo ataque de llanto. Había sabido que lo provocarían, como también sabía que algunas lágrimas era preciso verterlas sin importar la hora que fuese, pues, hasta que brotan, no hacen sino abrasar y consumir por dentro.
Al cabo de un rato, Polly se recuperó lo suficiente para continuar. Mientras hablaba, sus manos se cerraron de nuevo en torno a la nuca de Alan.
—Se empeñó en que me pusiera esos estúpidos guantes térmicos, aunque esta vez parece que surtieron cierto efecto. Claro que, de todos modos, creo que la crisis ya empezaba a remitir. Luego preparó café. Le pregunté si no tenía cosas que hacer en su casa y aseguró que no. Dijo que Raider estaba de guardia y luego añadió algo así: «De todos modos, creo que me dejará en paz. No la he visto ni he tenido noticias de ella, de modo que supongo que por fin ha entendido el mensaje». No son sus palabras exactas, Alan, pero eso fue, más o menos, lo que dijo.
—¿A qué hora vino a verte?
—Hacia las diez y cuarto. Puede que un poco antes o un poco más tarde, pero no mucho. ¿Por qué, Alan? ¿Te dice algo eso?
Cuando se había deslizado entre las sábanas, Alan habría sido capaz de quedarse dormido a los diez segundos de apoyar la cabeza en la almohada, pero en aquel momento volvía a estar totalmente desvelado y dando vueltas al asunto.
—No —respondió tras un momento de silencio—. No me dice nada, salvo que Nettie tenía a Wilma entre ceja y ceja.
—Todavía no puedo creerlo. Parecía tan mejorada… De verdad. ¿Recuerdas que te conté que el jueves pasado había reunido el valor suficiente para entrar por su cuenta en Cosas Necesarias?
—Sí.
Polly retiró los brazos y rodó boca arriba, incómoda. Cuando lo hizo, Alan oyó un ligero tintineo metálico, pero tampoco esta vez prestó atención al sonido. Su mente aún examinaba lo que Polly acababa de contarle, le daba vueltas como un joyero inspeccionaría una gema sospechosa.
—Tendré que encargarme de las gestiones para el funeral. —Polly suspiró—. Nettie tenía parientes en Yarmouth, algunos al menos, pero no querían saber nada de ella cuando vivía, así que menos les importará su muerte. De todos modos, tendré que llamarlos por la mañana. ¿Podré entrar en casa de Nettie, Alan? Creo que tenía una agenda y…
—Yo te la traeré. Tú no podrías sacar nada de la casa, al menos hasta que el doctor Ryan haga públicas las conclusiones de la autopsia, pero no veo ningún mal en dejarte copiar unos cuantos números de teléfono.
—Gracias.
De pronto, a Alan se le ocurrió una idea.
—Polly, ¿a qué hora se marchó Nettie?
—A las once menos cuarto, calculo. Incluso podían ser las once. No creo que estuviera aquí una hora entera. ¿Por qué?
—Por nada —respondió él.
Por un instante, se le había ocurrido que, si Nettie se había quedado lo suficiente en casa de Polly, no le habría dado tiempo de volver a su casa, descubrir al perro muerto, recoger las piedras, escribir las notas, sujetarlas a estas, ir a casa de Wilma y romperle los cristales. Pero si Nettie se había despedido de Polly a las once menos cuarto, le quedaban más de dos horas de margen. Mucho tiempo.
¡Eh, Alan! La voz, aquella vocecilla falsamente animada que casi siempre limitaba su intervención al tema de Annie y Todd, sonó de nuevo en su cabeza.
¿Cómo es que vuelves a buscar tres pies al gato en este asunto, colega?
Y Alan no supo qué decir. Había otra cosa para la que tampoco tenía respuesta: ¿cómo había transportado Nettie aquel cargamento de grandes pedruscos hasta la casa de los Jerzyck? La mujer no tenía permiso de conducir, ni la más remota idea de cómo se llevaba un coche.
Déjate de tonterías, muchacho, le aconsejó la voz. Escribió las notas en su casa, probablemente en el mismo vestíbulo y delante del cuerpo sin vida del animal, y cogió las gomas elásticas de su propia cocina. Y no tuvo que transportar las piedras; en el patio trasero de la casa de Wilma había suficientes para lo que se proponía, ¿verdad?
Verdad. Sin embargo, no podía quitarse de la cabeza la idea de que las piedras habían sido llevadas de otra parte, con las notas ya sujetas a ellas. No tenía ninguna razón en concreto para pensar tal cosa, pero le parecía estar ante… ante el típico estropicio que uno esperaría de un chiquillo. O de alguien que pensaba como un niño.
Alguien como Nettie Cobb.
¡Déjalo! ¡Olvídalo ya!
Pero no podía.
Polly le acarició la mejilla.
—Me alegro muchísimo de que hayas venido, Alan. Para ti también debe de haber sido un día horrible.
—Los he tenido mejores, pero ahora ya ha pasado. Tú también deberías olvidar el asunto. Duerme un poco. Mañana te espera un montón de gestiones. ¿Quieres que te alcance una píldora?
—No. Por lo menos ya tengo un poco mejor las manos. Alan…
Polly dejó la frase sin terminar, pero se agitó bajo las mantas, inquieta.
—¿Qué?
—Nada —añadió—. Nada importante. Ahora que estás aquí, creo que sí podré dormir. Buenas noches.
—Buenas noches, cariño.
Polly se apartó de él, tiró de las mantas hacia arriba y se quedó quieta. Alan pensó por un momento en la forma en que lo había abrazado y evocó el tacto de sus manos acariciándole la nuca. Si había sido capaz de flexionar los dedos de aquella manera, era verdad que estaba mejor. Era una buena noticia, tal vez la mejor desde que Clut lo había llamado durante el partido de fútbol americano. Ojalá las buenas noticias continuasen.
La mujer tenía una leve desviación del tabique nasal y Alan oyó que empezaba a roncar ligeramente. El sonido le resultó, de hecho, incluso agradable. Era un alivio compartir la cama con otra persona, con una persona de carne y hueso que hacía ruidos de verdad… y que a veces tiraba de las mantas. Alan sonrió en la oscuridad.
Después, su mente volvió a las muertes de aquella tarde y la sonrisa se desvaneció.
«De todos modos, creo que me dejará en paz. No la he visto ni he tenido noticias de ella, de modo que supongo que por fin ha entendido el mensaje.»
«No la he visto ni he tenido noticias de ella.»
«Supongo que por fin ha entendido el mensaje.»
No parecía haber puntos oscuros respecto a lo sucedido; incluso a Seat Thomas le habría bastado una breve inspección ocular de la escena del crimen a través de sus gafas trifocales para hacerse una idea exacta de los hechos. Las dos mujeres habían empleado utensilios de cocina en lugar de pistolas de duelo al amanecer, pero el resultado había sido el mismo: dos cuerpos en el depósito de cadáveres del hospital Kennebec Valley, abiertos en canal para la autopsia. El único interrogante por resolver era por qué había sucedido. Alan aún tenía algunas cuestiones que responder, algunos cabos sueltos que atar, pero no dudaba de que todo quedaría resuelto antes de que Wilma y Nettie recibieran sepultura.
Pero ahora las dudas eran más urgentes, y algunas de ellas
(supongo que por fin ha entendido el mensaje)
tenían nombre.
Para Alan, los casos criminales eran como un jardín rodeado de una alta tapia. Uno tenía que entrar, de modo que buscaba la puerta. A veces había varias, pero su experiencia le decía que siempre había por lo menos una. Era evidente que debía de existir. Si no, ¿cómo habría podido entrar el jardinero a sembrar y plantar? El acceso podía ser vistoso, con una flecha que lo indicara y un rótulo de neón parpadeante que pusiera ENTRADA AQUÍ, o bien podía ser pequeño y estar cubierto de tanta hiedra que fuese preciso emplear un buen rato buscándolo, pero siempre existía alguna entrada, y si uno la buscaba con suficiente empeño y no tenía miedo a hacerse rasguños o llagas en las manos de tanto apartar la maleza, siempre la encontraba.
A veces, la puerta de acceso a un caso era una prueba encontrada en la escena del crimen. Otras veces era un testigo presencial. Pero en algunos casos, era una serie de suposiciones basadas sólidamente en hechos y en la lógica. Las suposiciones que había formulado ante aquel caso eran: primera, que Wilma había seguido un patrón de conducta habitual en ella, basado en hostigar y fastidiar al objeto de su ira; segunda, que en aquella ocasión había escogido como víctima a quien no debía, y tercera, que Nettie había vuelto a reaccionar como cuando había matado a su esposo. De todos modos…
«No la he visto ni he tenido noticias de ella.»
Si Nettie había hecho realmente tal comentario, ¿en qué cambiaba aquello las cosas? ¿Cuántas suposiciones echaba por tierra aquella simple frase? Alan no sabía qué pensar.
Con la mirada perdida en la oscuridad del dormitorio de Polly, el comisario se preguntó si, después de todo, había encontrado la puerta que buscaba.
Sobre el papel, cabía la posibilidad de que Polly no hubiera entendido bien el comentario de Nettie. Sin embargo, Alan no lo creía. La conducta de Nettie, al menos hasta cierto punto, confirmaba lo que Polly afirmaba haberle oído comentar. El viernes anterior, Nettie no había acudido al trabajo y había llamado a Polly para decirle que estaba enferma. Quizá lo estuviera, o quizá solo se había quedado en su casa por miedo a Wilma. Esto último tenía sentido, pues Alan sabía por Pete Jerzyck que Wilma, tras descubrir el estropicio vandálico cometido con sus sábanas, había realizado como mínimo una llamada amenazadora a Nettie. Y era posible que hubiese hecho alguna más al día siguiente, sin que su esposo lo supiera. Sin embargo, el domingo por la mañana, Nettie había acudido a ver a Polly con la lasaña que le había preparado, y Alan no creía que la mujer se hubiese atrevido a hacerlo si Wilma aún seguía atizando el fuego.
Por otra parte, estaba el asunto de las piedras arrojadas contra las ventanas de la casa de Wilma. Todas las notas sujetas a ellas llevaban el mismo mensaje: TE DIJE QUE ME DEJARAS EN PAZ. ES MI ÚLTIMA ADVERTENCIA. Por lo general, una advertencia significa que la persona que la recibe tiene algún tiempo por delante para corregirse, pero a las dos mujeres se les había terminado el tiempo. Wilma y Nettie se habían encontrado en aquella esquina de la calle apenas un par de horas después de que fueran arrojadas las piedras.
El comisario dio por hecho que podía encontrar una explicación a esto último, si se ponía a ello. Cuando Nettie encontró a su perro, debió de haberse enfurecido. Idéntica reacción cabía esperar de Wilma cuando esta llegó a casa y vio los destrozos producidos. Para hacer estallar la chispa definitiva debía de haber bastado con una simple llamada telefónica. Una de las dos mujeres había hecho esa llamada… y el conflicto había pasado a mayores.
Alan se revolvió en la cama y, tendido de costado, deseó estar de nuevo en los viejos tiempos, cuando aún se podía conseguir el registro de las llamadas locales. De haber podido constatar que Wilma y Nettie habían hablado antes de su encuentro final, Alan se habría sentido mucho mejor.
Sin embargo, incluso si daba por hecho que la llamada se había realizado, aún quedaba por explicar el asunto de las notas.
Así es como debió de suceder, pensó. Nettie vuelve de casa de Polly, encuentra al perro muerto en el suelo del vestíbulo y lee la nota del sacacorchos. Después escribe el mismo mensaje en catorce o dieciséis hojas de papel y se las guarda en un bolsillo del abrigo. También se lleva un puñado de gomas elásticas. Cuando llega a casa de Wilma, va al patio posterior de los Jerzyck, escoge catorce o dieciséis piedras de buen tamaño y, con las gomas elásticas, sujeta las notas a ellas. Debió de hacer todo eso antes de arrojar una sola piedra, puesto que le habría llevado demasiado tiempo detenerse en medio de la fiesta para escoger más piedras y colocarles la nota correspondiente. Y una vez concluido el asunto, Nettie vuelve a casa y sigue llorando a su perrito un rato más.
Aquella explicación le sonaba completamente equivocada.
Le sonaba fatal, pues presuponía una sucesión encadenada de pensamientos y de acciones que, sencillamente, no encajaban con su conocimiento de Nettie Cobb. El asesinato de su esposo había sido consecuencia de largos años de malos tratos, pero el acto en sí había sido un impulso criminal cometido por una mujer que había perdido la cordura. Si las declaraciones sobre el caso que constaban en los archivos de George Bannerman eran correctas, estaba claro que Nettie no había escrito ninguna nota previa de advertencia a su marido.
Alan se inclinaba por otra hipótesis mucho más sencilla: Nettie llegaba de casa de Polly, encontraba a su perro muerto en el recibidor, cogía la cuchilla de carnicero del cajón de la cocina y salía a la calle con la intención de hacer picadillo a la polaca.
Sin embargo, si era eso lo que había sucedido, ¿quién había roto los cristales de la casa de los Jerzyck?
—Además, la sincronización de los hechos sigue siendo demasiado extraña —murmuró. Inquieto, Alan se dio media vuelta en la cama.
John LaPointe había acompañado al equipo de la UIC que había dedicado la tarde y las primeras horas de la noche del domingo a seguir el rastro de los movimientos de Nettie. Primero, esta había acudido a ver a Polly con la fuente de lasaña. Durante la visita, le había comentado que, de regreso a su casa, se proponía pasarse por la tienda nueva, Cosas Necesarias, para hablar con Leland Gaunt si lo encontraba allí. Según Polly, Gaunt le había mandado recado a través de Nettie para invitarla a echar una ojeada a cierto objeto aquella misma tarde, y Nettie tenía la intención de acercarse a la tienda para anunciar a Gaunt que Polly acudiría a verlo, probablemente, a pesar del dolor atroz de sus manos.
Si Nettie hubiera acudido a Cosas Necesarias, si realmente hubiese pasado algún tiempo allí curioseando, hablando con aquel comerciante recién llegado a quien todos en el pueblo consideraban tan fascinante y a quien Alan aún no conocía, su margen de tiempo se habría reducido mucho y habría dejado abierta la posibilidad de que otra mano misteriosa hubiera arrojado las piedras. Pero no había sido así. Nettie había encontrado cerrada la tienda. Gaunt había asegurado tanto a Polly, quien finalmente se había acercado a la tienda un rato después, como a los agentes del DIC que no había vuelto a ver a Nettie desde el día en que le había vendido la pantalla de cristal emplomado. En cualquier caso, Gaunt había pasado toda la mañana en la trastienda, catalogando mercancías y escuchando música clásica; si alguien hubiera llamado a la puerta, lo más probable era que no lo hubiese oído. Así pues, Nettie debía de haber vuelto a casa directamente y, por tanto, había tenido tiempo suficiente para hacer todas aquellas cosas que Alan consideraba tan impropias de ella.
El margen de tiempo para Wilma era aún más reducido. Su esposo tenía algunas herramientas de marquetería en el sótano y había estado ocupado allí desde las ocho hasta poco después de las diez. A esa hora, al ver que se le hacía un poco tarde, había guardado los útiles y había subido a vestirse para misa de once. Según había declarado a los agentes, Wilma estaba en la ducha cuando él entró en el dormitorio, y Alan no tenía ninguna razón para dudar del testimonio del recién viudo.
Las cosas deben de haber sucedido así, pensó Alan: Wilma sale de casa en su coche a las nueve treinta y cinco o las nueve cuarenta. Pete está en el sótano, fabricando jaulas para pájaros o lo que sea, y no advierte su ausencia. Wilma llega a casa de Nettie sobre las diez menos cuarto, apenas minutos después de que Nettie se haya marchado a ver a Polly, y ve la puerta abierta. Para Wilma, es como una invitación en bandeja de plata. Aparca, entra, mata al perro, escribe la nota en un acto impulsivo y luego se marcha. Aunque ninguno de los vecinos recuerda haber visto el Yugo amarillo canario, eso no significa que no haya estado allí. La mayoría de los vecinos estaba ausente, bien en la iglesia o pasando el día fuera del pueblo.
Wilma vuelve a su casa, va al piso de arriba y se desnuda mientras Pete termina de recoger el equipo de marquetería. Cuando el hombre entra en el baño principal para quitarse el serrín de las manos antes de ponerse la corbata y el abrigo, Wilma acaba de meterse en la ducha: de hecho, probablemente aún tiene medio cuerpo seco.
Que Pete Jerzyck encontrase a su esposa en la ducha era lo único en todo aquel asunto que Alan consideraba lógico. El sacacorchos empleado para acabar con el perro era un arma mortal, en efecto, pero bastante pequeña. Seguramente, Wilma habría querido limpiarse las manchas de sangre de manos y brazos.
Así pues, Wilma no se cruza con Nettie a la ida, ni con su marido a la vuelta, se dijo Alan. ¿Era posible que hubiese sucedido de ese modo? Sí. Por los pelos, pero era posible.
De modo que déjalo estar, Alan. Déjalo estar y duérmete.
Pero no podía dejarlo, porque el asunto aún le tenía abstraído. Profundamente abstraído.
De nuevo, dio media vuelta en la cama y oyó dar las cuatro en el reloj del comedor, en el piso de abajo. Aquello no le conducía a ninguna parte, pero parecía incapaz de quitarse de la cabeza el asunto.
Intentó imaginar a Nettie sentada pacientemente a la mesa de la cocina, escribiendo ESTE ES MI ÚLTIMO AVISO una y otra vez mientras, a menos de diez metros de ella, su querido perrito yacía muerto en el suelo. Por mucho que se esforzara, Alan era incapaz de imaginarlo. Lo que antes había tomado por una puerta de entrada a aquel jardín en concreto le parecía cada vez más un efecto óptico, una hábil pintura trompel’oeil sobre el muro alto y sólido que lo rodeaba.
¿De veras Nettie se había presentado ante la casa de Wilma en Willow Street y se había dedicado a romperle los cristales? Alan no lo sabía a ciencia cierta, pero de una cosa estaba seguro: Nettie Cobb seguía siendo una figura que despertaba interés en Castle Rock. Era la loca que había matado a su marido y que había pasado años encerrada en Juniper Hill. En las escasas ocasiones en que se desviaba de su rutina habitual, siempre llamaba la atención de la gente. Si aquel domingo por la mañana hubiera merodeado cerca de la casa de los Jerzyck —quizá murmurando para sí y, casi con seguridad, entre sollozos—, seguro que alguien se habría fijado. Por la mañana, Alan empezaría a llamar a las puertas entre las dos casas para formular algunas preguntas a los vecinos. Por fin, empezó a vencerle el sueño. La última imagen de que fue consciente fue una pila de rocas, cada una de ellas envuelta en una hoja de papel de cuaderno sujeta con gomas elásticas. Y su último pensamiento fue, de nuevo: Si no las arrojó Nettie, ¿quién lo hizo, entonces?
9
Mientras la madrugada desgranaba las horas camino del alba y del inicio de una nueva e interesante semana, un muchacho llamado Ricky Bissonette emergió del seto que rodeaba la casa parroquial baptista. En el interior del edificio, limpio como una patena, el reverendo William Rose dormía el sueño de los justos y de los virtuosos.
Ricky, de diecinueve años y no excesiva inteligencia, trabajaba en la gasolinera Sunoco de Sonny. Había cerrado el negocio horas antes pero se había quedado en la oficina esperando a que fuese lo bastante tarde (o lo bastante pronto) para ir a gastarle una broma al reverendo Rose. El viernes por la tarde, Ricky se había detenido en la tienda nueva y había trabado conversación con el propietario, un tipo muy interesante. De una cosa habían pasado a otra y, en un momento determinado, Ricky se dio cuenta de que le estaba contando al señor Gaunt su deseo más profundo y secreto. Mencionó el nombre de una joven modelo y actriz —una jovencísima modelo y actriz— y aseguró al señor Gaunt que daría cualquier cosa por unas fotos de la chica desnuda.
—Escuche, tengo algo que tal vez le interese, ¿sabe? —respondió el señor Gaunt. Echó un vistazo a la tienda como para cerciorarse de que estaban a solas, se acercó a la puerta y dio la vuelta al rótulo, que de ABIERTO pasó a CERRADO. Tras esto, volvió a su lugar junto a la caja registradora, revolvió unos objetos bajo el mostrador y sacó un sobre de papel marrón sin marcas—. Échele un vistazo a estas, señor Bissonette —dijo entonces, dirigiendo al joven un guiño cargado de lascivia—. Creo que le dejarán sorprendido. Tal vez incluso asombrado.
Perplejo, más bien se diría. Eran las fotos de la joven actriz y modelo que tanto codiciaba Ricky, y la chica estaba mucho más que desnuda. En algunas de las instantáneas estaba con un conocido actor. En otras, aparecía con dos conocidos actores, uno de los cuales era lo bastante viejo para ser su abuelo. Y en otras…
Pero antes de que pudiera ver más (y parecía haber al menos unas cincuenta, todas ellas en papel brillante y en tamaño dieciocho por veinticuatro, a todo color), el señor Gaunt se las había arrebatado de las manos.
—¡Esa es…! —Ricky tragó saliva y mencionó un nombre que sonaría mucho a los lectores de las revistas de papel satinado y a los espectadores de tertulias televisivas del corazón.
—¡Oh, no! —respondió el señor Gaunt, mientras sus ojos de color jade decían: «¡Oh, sí!»—. Estoy seguro de que no puede ser, pero el parecido es sorprendente, ¿verdad? Por supuesto, la venta de estas imágenes es ilegal; dejando aparte el contenido sexual, la chica, quienquiera que sea, no puede tener ni un minuto más de los diecisiete. Sin embargo, a pesar de ello se me puede convencer para que escuche una oferta por ellas, señor Bissonette. La fiebre que corre por mi sangre no es la malaria, sino el comercio. ¿Y bien? ¿Negociamos?
Habían negociado. Ricky Bissonette había terminado comprando setenta y dos fotografías pornográficas por treinta y seis dólares… y aquella pequeña broma.
Cruzó el césped de la casa parroquial a todo correr doblado por la cintura, se detuvo a la sombra del porche unos instantes para asegurarse de que no lo había visto nadie y luego subió los peldaños. Sacó una tarjeta blanca de tamaño postal del bolsillo de atrás, abrió la ranura del buzón, echó la tarjeta por ella y acompañó la pestaña de cobre con la yema de los dedos para que no hiciera ruido al cerrarse. Después saltó por encima de la barandilla del porche y atravesó de nuevo el césped a toda velocidad. Ricky tenía grandes planes para las dos o tres horas de oscuridad que aún le quedaban a aquella madrugada de lunes, y en aquellos planes entraban setenta y dos fotografías y un frasco grande de crema de manos Jergens.
La tarjeta, como una mariposa blanca, cayó revoloteando desde la ranura para el correo hasta el rodapiés descolorido del vestíbulo principal de la vicaría. Se posó en el suelo con la cara escrita boca arriba. El mensaje decía:
¿Cómo estás, estúpida mierda de rata babtista?
Te escribimos para advertirte que es mejor que dejes de ablar contra nuestra Noche de Casino. Solo queremos dibertirnos un poco no te hacemos ningún mal. Pero un grupo de nosotros, católicos leales, estamos artos de buestra bazofia babtista. Todos sabemos que vosotros babtistas sois una pandilla de lamecoños. Y ahora más te vale que prestes atención a ESTO, reberendo Willy. Si tú y esos gilipollas que tienes por compinches no dejáis de meter buestras narizes de mamones en nuestros asuntos, os las vamos a llenar de tanta mierda que el olor os perseguirá eternamente.
Déjanos en paz, estúpida mierda de rata babtista O LO LAMENTARÁS, HIJO DE PUTA. Solo es una avenencia de
LOS CATÓLICOS PREOCUPADOS DE CASTLE ROCK
El reverendo Rose descubrió la nota cuando bajó en albornoz a recoger el periódico de la mañana. Su reacción es más fácil de imaginar que de describir.
10
Leland Gaunt estaba ante la ventana de la habitación que daba a la calle, en el piso superior del local de Cosas Necesarias; desde allí, con las manos cogidas a la espalda, contemplaba la panorámica de Castle Rock.
La vivienda de cuatro habitaciones que tenía detrás habría provocado muecas de sorpresa en el pueblo, pues en ella no había nada. Nada en absoluto. Ni una cama, ni un electrodoméstico, ni una simple silla. Los armarios estaban abiertos y vacíos. Unas cuantas pelusas de polvo rodaban perezosamente por los suelos desprovistos de alfombras, impulsadas por una ligera corriente de aire que barría las estancias a la altura del tobillo. El único añadido que adornaba la casa era la cortina de la ventana ante la cual se hallaba el señor Gaunt. Aquella cortina era el único elemento de decoración que necesitaba, porque era lo único que podía divisarse desde la calle.
A aquellas horas el pueblo dormía. Las tiendas estaban a oscuras, las casas también, y el único movimiento en Main Street era el semáforo intermitente de Main y Watermill, cuyo parpadeo ámbar centelleaba en soñolientos latidos. Leland Gaunt contempló el pueblo con mirada tierna y amorosa. Todavía no era suyo, pero pronto lo sería. Ya ejercía cierto poder sobre él. Los vecinos todavía lo ignoraban, pero no tardarían en averiguarlo. Desde luego que sí.
La gran inauguración había salido muy bien. Muy bien.
El señor Gaunt se veía como un electricista del alma humana. En un pueblo pequeño como Castle Rock, todas las cajas de fusibles estaban perfectamente alineadas. Lo único que tenía que hacer era abrir las cajas y empezar a cruzar los cables. Podía provocar una sobrecarga en una Wilma Jerzyck y en una Nettie Cobb utilizando cables de otras cajas de fusibles: las de un jovenzuelo como Brian Rusk y de un borracho como Hugh Priest, por poner un ejemplo. Y de ese modo iba calentando a una persona contra otra, a un Buster Keeton contra un Norris Ridgewick, a un Frank Jewett contra un George Nelson, a una Sally Ratcliffe contra un Lester Pratt.
Esporádicamente, probaba alguno de sus fabulosos trabajos de conexión, solo para asegurarse de que todo funcionaba como era debido —eso era lo que había hecho el día anterior—, y luego volvía al trabajo oscuro, sin olvidarse de mandar una descarga a través de los circuitos de vez en cuando, para mantener el suspense. Para mantener el calor. Pero, sobre todo, tenía que permanecer en segundo plano, sin llamar la atención, hasta que todo estaba a punto, y entonces lo ponía en marcha.
Lo ponía a plena marcha.
De golpe.
Lo único que se requería para hacerlo era comprender la naturaleza humana y…
—Y, naturalmente, en realidad es una cuestión de oferta y demanda —musitó Leland Gaunt, sin dejar de admirar el pueblo dormido.
¿Y por qué? Bien, en realidad, porque sí. Solo porque sí.
La gente siempre lo reducía todo a las almas y, naturalmente, se llevaría cuantas pudiera cuando cerrara la tienda; para Leland Gaunt, las almas eran lo que los trofeos para un cazador, lo que los peces disecados para su pescador. En aquellos tiempos tenían escaso valor para él en sentido práctico, pero a pesar de ello seguía apoderándose de cuantas podía cuando se le presentaba una ocasión, por mucho que dijera lo contrario; no hacerlo habría sido faltar a las reglas del juego.
Pero era sobre todo el entretenimiento, y no las almas, lo que mantenía el interés del señor Gaunt. El mero entretenimiento. Con el paso del tiempo, aquella era la única razón que importaba, porque cuando los años se hacían largos y aburridos, uno se procuraba diversión allí donde podía encontrarla.
El señor Gaunt soltó las manos que tenía a la espalda —aquellas manos que provocaban repulsión en cualquiera que tuviera la desgracia de experimentar el contacto con ellas— y volvió a juntarlas con firmeza delante de sí, con los nudillos de la mano derecha apretados contra la palma de la izquierda y los nudillos de esta apretados contra la palma de la mano diestra. Las uñas de sus dedos eran largas, gruesas y amarillentas. También estaban muy afiladas, y al cabo de un momento se hundieron en la carne de sus dedos provocando un flujo rojo negruzco de sangre espesa.
Brian Rusk soltó un grito en sueños.
Myra Evans se llevó las manos a la entrepierna y empezó a masturbarse furiosamente; en su sueño, El Rey le hacía el amor.
Danforth Keeton soñó que estaba tendido en medio de la recta de llegada del hipódromo de Lewiston y se cubrió el rostro con las manos mientras los caballos se abalanzaban sobre él a galope tendido.
Sally Ratcliffe soñó que abría la puerta del Mustang de Lester Pratt y lo encontraba lleno de serpientes.
A Hugh Priest, sus propios gritos lo despertaron de una pesadilla en la que Henry Beaufort, el encargado de El Tigre Achispado, vertía gasolina para encendedor sobre su cola de zorro y le prendía fuego.
Everett Frankel, el ayudante técnico sanitario de Ray van Allen, soñó que se llevaba a los labios su pipa nueva y, al hacerlo, descubría que la boquilla se había convertido en una cuchilla de afeitar y le había cercenado la punta de la lengua.
Polly Chambers emitió unos leves gemidos, y en el interior del pequeño dije de plata que llevaba al cuello algo se movió y se agitó con un sonido como el revoloteo de unas pequeñas alas polvorientas. Y del amuleto surgió un aroma tenue y polvoriento, como un temblor de violetas.
Leland Gaunt relajó las manos lentamente. Sus dientes grandes e irregulares quedaron al descubierto en una ancha sonrisa, que resultaba a la vez alegre y terriblemente repulsiva. Por todo Castle Rock, las pesadillas se desvanecieron y los inquietos durmientes volvieron a su plácido reposo.
De momento.
Pronto saldría el sol. Y cuando asomara, se iniciaría una nueva jornada llena de sorpresas y de maravillas. Gaunt consideró que había llegado el momento de contratar a un ayudante, aunque tampoco ese ayudante sería inmune al proceso que había desencadenado. Cielos, no; eso estropearía toda la diversión.
Leland Gaunt permaneció ante la ventana y continuó contemplando el pueblo que se extendía bajo su vista, indefenso, entre aquella deliciosa oscuridad.