1
Danforth Keeton no sufría ningún tumor cerebral, pero sí tenía un terrible dolor de cabeza cuando, a primera hora de la mañana del sábado, tomó asiento en su despacho. Sobre el escritorio, junto a una pila de libros de registro de impuestos municipales de los años 1982 a 1989 encuadernados en rojo, había un montón de correspondencia revuelta: cartas de la oficina de tributación del estado de Maine y fotocopias de las comunicaciones que había remitido en respuesta.
Todo empezaba a derrumbarse a su alrededor y Keeton lo sabía, pero no podía hacer nada para evitarlo.
Keeton había viajado a Lewiston a última hora del día anterior, había regresado a Castle Rock hacia las doce y media y había pasado el resto de la noche deambulando inquieto de un extremo a otro del estudio mientras su esposa dormía el sueño de los sedantes en el piso de arriba. Durante aquellas horas se había descubierto una y otra vez con la cabeza vuelta hacia el pequeño armario situado al fondo de la estancia. En él había un cajón alto lleno de jerséis, la mayoría de ellos viejos y comidos por la polilla. Debajo de los jerséis había una caja de madera tallada que había hecho su padre antes de que la enfermedad de Alzheimer se abatiera sobre él como una sombra, despojándolo de todas sus considerables facultades y recuerdos. Dentro de la caja había un revólver.
Keeton se descubrió pensando en el revólver cada vez con más insistencia. No para usarlo consigo, no; al menos, en un primer momento. Para usarlo con Ellos. Con los Acusadores. Con sus Perseguidores.
A las seis menos cuarto, había salido de casa y había recorrido en coche las calles, silenciosas al alba, entre la vivienda y el ayuntamiento. Eddie Warburton, con una escoba en la mano y un Chesterfield en la boca (la medalla de oro macizo de san Cristóbal que había comprado en Cosas Necesarias el día anterior estaba a buen recaudo bajo su camisa azul de batista), le había observado subir con esfuerzo los peldaños hasta la segunda planta. Los dos hombres no habían cruzado palabra. Eddie ya se había acostumbrado a las apariciones de Keeton a horas intempestivas, que venían produciéndose desde hacía un año, más o menos, y Keeton hacía más tiempo todavía que no reparaba siquiera en la presencia de Eddie.
El presidente del Consejo Municipal recogió los papeles del escritorio, reprimió el impulso de, simplemente, romperlos en pedazos y esparcirlos por todas partes, y empezó a ordenarlos. La correspondencia de la oficina de impuestos en un montón y sus respuestas en otro. Keeton guardaba aquellos documentos en sendas carpetas en el cajón inferior del archivador del despacho, un cajón cuya única llave guardaba en el bolsillo.
Al pie de la mayoría de las cartas constaba esta anotación: DK/sl. «DK», naturalmente, era Danforth Keeton. «sl» era Shirley Laurence, su secretaria, que tomaba dictados y mecanografiaba la correspondencia. Sin embargo, pese a que constaran sus iniciales, Shirley no había pasado a máquina ninguna de las respuestas de Keeton a las cartas de tributación.
Había cosas que era preferible guardar en secreto.
Mientras repasaba los escritos, le llamó la atención una frase: «… y advertimos discrepancias en la Liquidación Trimestral de Impuestos Locales número 11, del año fiscal 1989…».
Rápidamente, dejó la hoja a un lado.
Otra: «… y tras revisar cierto número de actas de la Seguridad Social correspondientes al último trimestre de 1987, tenemos serias objeciones a…».
Al montón.
Otra más: «… creemos que su solicitud para un aplazamiento de la inspección parece prematura en este momento…».
Las hojas pasaron borrosas ante sus ojos en un torbellino vertiginoso que le hizo sentirse como si estuviera en un carrusel de feria fuera de control.
«… cuestiones sobre esos fondos para empresas de producción maderera…»
«… no constan datos de que el Consejo Municipal haya remitido…»
«… el reparto de la aportación del estado a los fondos no ha quedado documentado debidamente…»
«… las facturas de las cuentas de gastos que faltan deben remitirse sin demora a…»
«… los recibos de compra no bastan para…»
«… puede requerir la documentación completa de gastos…»
Y, finalmente, aquella última carta, la que había llegado el día anterior. La que lo había llevado a Lewiston, donde había jurado no volver a poner los pies durante la temporada de carreras de trotones.
Keeton la contempló desolado. La cabeza le palpitaba pesadamente y una gran gota de sudor le resbalaba lentamente por el centro de la espalda. Bajo sus ojos, el agotamiento dibujaba dos bolsas oscuras. En la comisura de los labios tenía un afta.
El membrete, debajo del sello del estado, era como un grito:
OFICINA DE IMPUESTOS
Presidencia del Estado
Augusta, Maine, 04330
El encabezamiento, frío y formal, resultaba amenazador: «Al presidente del Consejo Municipal de Castle Rock».
Solo eso. Nada, esta vez, de «querido Dan» o «apreciado señor Keeton». Nada de recuerdos a la familia en la despedida. La carta era fría y desagradable como la estocada de un punzón para el hielo.
Querían hacer una auditoría de los libros municipales.
De todos los libros.
Los registros de impuestos municipales, los registros de devoluciones de impuestos estatales y federales, los registros de gastos municipales, los registros de mantenimiento de carreteras, los presupuestos de la policía local, el presupuesto del departamento de parques y jardines, incluso los libros de contabilidad relativos a la empresa experimental de cultivo de árboles financiada por el estado de Maine. Ellos querían verlo todo, y querían verlo el 17 de octubre. Para esa fecha faltaban solo cinco días.
Ellos.
La carta iba firmada por el tesorero del estado, el interventor del estado y el más amenazador de los tres, el fiscal general de Maine (es decir, el policía supremo del estado).
—¡Ellos! —masculló Keeton a la carta. Agitó el papel entre los dedos y lo oyó crujir ligeramente. Al oír el sonido, repitió entre dientes—: ¡Ellosss!
Dejó de golpe la carta en el montón, encima de las demás. Cerró la carpeta. Mecanografiado en una etiqueta se podía leer claramente: CORRESPONDENCIA, OFICINA DE IMPUESTOS DE MAINE. Keeton contempló la carpeta cerrada durante unos instantes. Después cogió un bolígrafo del portaplumas (el juego de escritorio había sido un regalo del personal de los juzgados del condado) y garabateó sobre la carpeta las palabras OFICINA DE MIERDAS DE MAINE con letras grandes y temblorosas. Contempló unos momentos lo que había escrito y puso debajo OFICINA DE GILIPOLLAS DE MAINE. Mantuvo el bolígrafo entre sus dedos apretados, empuñándolo como un cuchillo. Después lo arrojó al otro extremo de la estancia, donde cayó en un rincón con un ligero ruido.
Keeton cerró la otra carpeta, la que contenía las copias de las cartas que había escrito él (y a las que siempre había añadido las iniciales en minúscula de la secretaria), cartas que había urdido durante largas noches de insomnio y que, en último término, habían resultado inútiles.
Notó que le latía una vena en el centro de la frente. Se levantó del asiento, llevó las dos carpetas al archivador, las guardó en el cajón del fondo, lo cerró con gesto enérgico y se detuvo a comprobar que había quedado bien cerrado. Después se acercó a la ventana, respiró hondo varias veces e intentó tranquilizarse mientras contemplaba el pueblo, aún dormido.
Se la tenían jurada. Sus Acusadores. Se descubrió preguntándose por enésima vez quién los había azuzado contra él. Si conseguía dar con aquel tipo, con el Perseguidor Jefe, cogería el revólver de su escondite en la caja de madera bajo los jerséis agujereados por la polilla y acabaría con él. Pero no lo haría enseguida, nada de eso. Le iría volando un pedazo cada vez y haría que, mientras tanto, aquel hijo de puta cantara el himno nacional.
Su mente volvió a aquel agente larguirucho, Ridgewick. ¿Podía haber sido él? No parecía lo bastante listo…, pero ya se sabe que las apariencias engañan. Pangborn había dicho que Ridgewick había multado el Cadillac por orden suya, pero que lo dijera no significaba que fuera cierto. Y en el lavabo de la comisaría, cuando Ridgewick le había llamado Buster, en los ojos del policía había advertido una mirada de desprecio perspicaz y burlona. ¿Trabajaba ya Ridgewick en el departamento cuando habían empezado a llegar las primeras cartas de la oficina de impuestos? Keeton estaba seguro de que sí. Más tarde buscaría un momento para revisar el expediente del tipo, para confirmarlo.
¿Y qué había del propio Pangborn? Desde luego, era lo bastante listo y, casi con seguridad, lo odiaba (¿no lo odiaban todos?, ¿no odiaban todos Ellos a Danforth Keeton?); además, Pangborn conocía a mucha gente en Augusta. Conocía bien a todos Ellos. ¡Diablos, si se diría que hablaba con Ellos por teléfono cada día! La factura del teléfono, incluso con la nueva centralita, era astronómica.
¿No podía ser que ambos, Pangborn y Ridgewick, estuvieran conchabados en aquello?
—El Llanero Solitario y Tonto, su fiel compañero indio —murmuró en voz baja, y sonrió siniestramente—. Si has sido tú, Pangborn, lo lamentarás. Y si habéis sido los dos, lo lamentaréis ambos. —Sus dedos se cerraron en un firme puño—. No toleraré indefinidamente esta persecución, podéis estar seguros.
Sus uñas perfectamente cuidadas se clavaron en la carne, pero Keeton no se dio cuenta de la sangre que empezaba a manar de sus manos. Quizá Ridgewick. Quizá Pangborn. Quizá Melissa Clutterbuck, la zorra frígida que ocupaba el cargo de tesorera municipal. Quizá Bill Fullerton, el vicepresidente del Consejo (Keeton sabía a ciencia cierta que Fullerton ambicionaba su puesto y que no descansaría hasta arrebatárselo)…
O tal vez fueran todos ellos.
Todos juntos.
Keeton exhaló el aliento en un largo y torturado suspiro, formando una nubecilla de vaho sobre el cristal reforzado con alambre de la ventana del despacho. La cuestión era qué iba a hacer al respecto, qué iba a hacer entre aquel momento y el día 17.
Y la respuesta era muy simple: no lo sabía.
2
De joven, la vida de Danforth Keeton había sido en blanco y negro, sin matices, y al muchacho le había parecido estupenda. Había acudido a la escuela secundaria de Castle Rock y había empezado a trabajar por horas en la agencia de automóviles de la familia a los catorce años, lavando los coches de demostración y dando cera a los modelos del salón de exposición. Keeton Chevrolet era una de las franquicias Chevrolet más antiguas de Nueva Inglaterra y la piedra angular del edificio financiero de los Keeton. Un edificio que había sido muy sólido, al menos hasta fechas bastante recientes.
Durante los cuatro años en la escuela secundaria, había sido «Buster» para prácticamente todo el mundo. Había escogido asignaturas de la rama mercantil, había sacado un sostenido promedio de notables, había dirigido el consejo estudiantil casi sin ayuda y había continuado los estudios en la Escuela de Administración de Empresas Traynor, en Boston.
En Traynor había obtenido un sobresaliente tras otro y se había graduado con tres semestres de adelanto. Cuando regresó a Castle Rock, dejó enseguida bien sentado que sus días como «Buster» habían terminado.
Había sido una vida excelente hasta que, hacía nueve o diez años, Steve Frazier y él habían acudido a Lewiston. Fue entonces cuando empezó el problema; fue entonces cuando su vida de certidumbres, en blanco o negro, había empezado a llenarse de matices grises.
Danforth no había sido nunca amante del juego: ni cuando era Buster en la escuela del pueblo, ni cuando era Dan en la Traynor, ni cuando fue el señor Keeton, de Keeton Chevrolet y miembro del Consejo Municipal. Hasta donde sabía Danforth, nadie en su familia había sido jugador; de su infancia no recordaba ni siquiera pasatiempos inocentes como algún bingo casero o alguna pequeña apuesta al parchís. No existía ningún tabú contra aquellas cosas, ningún no se debe, pero nadie en su casa lo hacía. Keeton no había hecho una sola apuesta a nada hasta aquel primer viaje al hipódromo de Lewiston con Steve Frazier. Y, desde aquel momento, nunca había hecho una sola apuesta en ningún otro lugar, ni necesitaba hacerlo. El hipódromo de Lewiston era suficiente ruina para Danforth Keeton.
Por aquel entonces era miembro del Consejo Municipal, el tercero en el escalafón. Steve Frazier, que en la actualidad ya llevaba cinco años enterrado, era el presidente del Consejo de Castle Rock en esa época. Keeton y Frazier habían «subido a la ciudad» (siempre se referían así a los viajes a Lewiston) junto con Butch Nedeau, supervisor de Servicios Sociales del condado en el pueblo, y Harry Samuels, que había pertenecido al Consejo la mayor parte de su vida adulta y que, probablemente, seguiría formando parte de él hasta la muerte. El motivo del viaje había sido una conferencia estatal de funcionarios de condado sobre las nuevas normas de distribución de los fondos de compensación… y habían sido esos fondos, por supuesto, lo que le habían causado la mayor parte de sus problemas. Sin ellos, Keeton se habría visto obligado a cavar su propia tumba a pico y pala. Gracias a ellos, había tenido a su alcance un recurso financiero para ir trampeando.
La conferencia había durado dos días. Por la noche, Steve había sugerido salir a divertirse un poco en la gran ciudad. Butch y Harry habían declinado la oferta. Keeton tampoco tenía interés en pasar la tarde con Steve Frazier, un fanfarrón gordo y viejo con cerebro de serrín; sin embargo, le había acompañado. Suponía que lo habría hecho aunque Steve le hubiera propuesto pasar la velada visitando los más profundos pozos de mierda del infierno. Al fin y al cabo, Steve era el presidente del Consejo. Harry Samuels se contentaría con mantenerse segundo, tercero o cuarto en el escalafón durante el resto de su vida, y Butch Nadeau ya había declarado que pensaba dejar el cargo al término de la legislatura. Danforth Keeton, por el contrario, tenía ambiciones y Frazier, por muy fanfarrón gordo y viejo que fuese, era la clave para hacerlas realidad.
Así pues, los dos habían salido de parranda. El primer alto lo hicieron en The Holly. PÁSELO EN GRANDE EN THE HOLLY, decía el rótulo sobre la puerta, y Frazier se lo había pasado realmente en grande, tomando whisky con agua como si a las copas les hubieran quitado el whisky y silbando a las chicas del striptease, casi todas gordas, casi todas viejas y absolutamente todas lentas. Keeton pensó que la mayoría de ellas parecían drogadas. Mientras estaba allí, se le antojó también que la velada iba a ser muy larga.
Pero, a continuación, habían acudido al hipódromo de Lewiston y todo había cambiado.
Habían llegado a tiempo para la quinta carrera y, pese a las protestas de Keeton, Frazier lo había empujado hacia las ventanillas de apuestas como un perro pastor conduciría a pequeños mordiscos hasta el rebaño a una oveja descarriada.
—Steve, yo no sé nada de esto y…
—¡No importa! —replicó Frazier alegremente, echándole el aliento de bebedor en pleno rostro—. ¡Esta noche vamos a tener suerte, Buster! ¡Lo presiento!
Keeton no tenía la menor idea de cómo se hacía una apuesta, y el parloteo constante de Frazier le impidió oír con claridad lo que decían los demás apostantes de la cola cuando llegaban ante la ventanilla con el rótulo 2 DÓLARES.
Cuando llegó a ella, empujó un billete de cinco dólares hacia el cajero y dijo:
—Número cuatro.
—¿Ganador, colocado o testigo? —preguntó el cajero.
Por un momento, Keeton fue incapaz de responder. Detrás del cajero descubrió algo asombroso. Tres empleados contaban una enorme pila de billetes y formaban fajos con ellos. Allí había más dinero del que Keeton había visto nunca junto.
—¿Ganador, colocado o testigo? —repitió el hombre con impaciencia—. Dese prisa, amigo. Esto no es la biblioteca pública.
—Ganador —dijo Keeton. No tenía la menor idea de qué significaba «colocado» o «testigo», pero «ganador» era una palabra que entendía perfectamente.
El cajero le devolvió un boleto y tres dólares de cambio: un billete de un dólar y otro de dos. Keeton observó este último con curiosidad e interés mientras Frazier hacía su apuesta. Sabía que existían billetes de dos dólares, pero no recordaba haber visto ninguno. Llevaba la efigie de Thomas Jefferson. En realidad, todo era curioso e interesante: el olor de los caballos, de las palomitas de maíz y de los cacahuetes, los movimientos apresurados de la multitud, la atmósfera de urgencia. Aquel lugar estaba despierto de un modo que Keeton reconoció y al que respondió de inmediato. Había experimentado aquella especie de estado de alerta especial en su fuero interno, sí, muchas veces, pero en aquella ocasión la percibía por primera vez en el mundo exterior. Danforth «Buster» Keeton, que raramente se sentía parte de nada, se sintió integrante de aquello. Profundamente integrante.
—Esto es mucho mejor que The Holly —comentó a Frazier cuando este volvió a su lado.
—Sí, las carreras de trotones no están mal —respondió Frazier—. Nunca serán lo mismo que la Serie Mundial de béisbol, pero ya se sabe. Vamos a acercarnos a la barrera. ¿Por qué caballo has apostado?
Keeton no se acordaba. Tuvo que mirar el boleto.
—El número cuatro —dijo.
—¿Colocado o testigo?
—Esto… ganador.
Frazier hizo un gesto de disgusto bienhumorado con la cabeza y le dio una palmada en la espalda.
—Apostar a ganador es de incautos, Buster. Es de primos aunque la pizarra de premios diga lo contrario. Pero ya aprenderás.
Y había aprendido, desde luego.
En alguna parte, sonó un timbre con un potente ¡Brrrrrrannnggg! que sobresaltó a Keeton. Una voz exclamó: «¡Y allá VAAAN!», por los altavoces del hipódromo. Un rugido atronador se levantó de la multitud y Keeton notó una súbita descarga de electricidad que le recorría el cuerpo. Las pezuñas tatuaron la pista de arena. Frazier asió por el codo a Keeton con una mano mientras, con la otra, se abría paso entre el gentío hasta la valla, a menos de veinte metros de la línea de llegada.
El locutor del hipódromo retransmitía la carrera. El número siete, My Lass, en cabeza en la primera curva, con el número ocho, Broken Field, segundo, y el número uno, How Do?, tercero. El número cuatro se llamaba Absolutely, el nombre más idiota para un caballo que había oído Keeton en su vida, e iba en sexto lugar. Apenas le prestó atención. Estaba extasiado con la velocidad de los caballos, con sus pelajes brillantes bajo los focos, con el torbellino de las ruedas de los sulkies al tomar la curva, con los brillantes colores de las sedas que llevaban los conductores. Cuando los caballos entraron en la recta de contrameta, Broken Field empezó a acosar a My Lass para hacerse con la cabeza. My Lass perdió el paso y Broken Field lo pasó como una centella. Al mismo tiempo, Absolutely empezó a remontar por el exterior. Keeton lo vio antes de que la voz incorpórea del locutor anunciara la noticia por todo el hipódromo, y apenas notó que Frazier le daba codazos; apenas oyó sus gritos.
—¡Ese es tu caballo, Buster! ¡Es tu caballo y tiene posibilidades!
Mientras los caballos enfilaban la recta final hacia el lugar donde estaban los dos hombres, todos los espectadores se pusieron a gritar y Keeton volvió a notar la corriente eléctrica que lo atravesaba. Pero esta vez no fue una chispa, sino un auténtico rayo, y se puso a gritar con ellos. Al día siguiente, estaría tan afónico que apenas podría articular unos susurros.
«¡Absolutely!», chilló. «¡Vamos, Absolutely, hijo de puta, CORRE!»
—Trota —lo corrigió Frazier, riéndose tanto que le corrían las lágrimas por las mejillas—. Vamos, hijo de puta, y trota. Eso es lo que debes decir, Buster.
Keeton no le prestó atención. Estaba mandándole ondas mentales al caballo, enyiándole fuerza telepática a Absolutely por el aire.
«Ahora son Broken Field y How Do?, How Do? y Broken Field —entonó la voz divina del locutor—. Y Absolutely reduce distancias rápidamente cuando llegan a los últimos doscientos metros…»
Los caballos se acercaron, levantando una polvareda. Absolutely trotaba con el cuello arqueado y la cabeza estirada hacia delante, subiendo y bajando las patas como pistones. Superó a How Do? y a Broken Field, que venía flaqueando visiblemente, justo a la altura donde estaban Keeton y Frazier. Absolutely aún seguía ampliando la ventaja cuando cruzó la línea de llegada.
Cuando aparecieron los números en el marcador de apuestas, Keeton tuvo que preguntar a su acompañante qué significaban. Frazier echó una ojeada al boleto, luego al marcador, y emitió un mudo silbido.
—¿Recupero el dinero? —preguntó Keeton ansioso.
—Has hecho un poco más que eso, Buster. Absolutely estaba treinta a uno.
Esa noche, antes de abandonar el hipódromo, Keeton había ganado algo más de trescientos dólares. Y así empezó su obsesión.
3
Tomó el gabán del perchero del rincón de su despacho, se lo echó encima y se volvió para marcharse, pero se detuvo con la mano en el tirador de la puerta y echó un nuevo vistazo a la estancia. En la pared opuesta a la ventana había un espejo. Keeton lo miró durante un largo momento, con aire dubitativo, y luego se aproximó a él. Había oído cómo usaban Ellos los espejos; no se chupaba el dedo.
Acercó la cara al cristal, sin prestar atención al reflejo de su piel pálida y sus ojos inyectados en sangre. Se llevó una mano a cada mejilla para evitar los reflejos y entornó los ojos, buscando una cámara al otro lado. Buscándolos a Ellos.
No vio nada.
Tras unos momentos así, se retiró del espejo, frotó el cristal manchado con la manga del gabán, sin apenas fijarse en lo que hacía, y salió del despacho. No había nada, todavía. Eso no significaba que Ellos no fueran a acudir esa noche, a quitar el espejo y a reemplazarlo por otro de aquellos que permitían ver desde el otro lado. El espionaje era otra herramienta de trabajo para los Acusadores. En adelante, tendría que comprobar el espejo cada día.
—Pero soy capaz —dijo al pasillo vacío de la segunda planta—. Puedo hacerlo. Creedme.
Eddie Warburton estaba fregando el suelo del vestíbulo y no levantó la vista cuando Keeton salió a la calle.
Tenía el coche aparcado atrás, pero no se sentía con ganas de conducir. Estaba demasiado confuso para ponerse al volante; si lo intentaba, era probable que terminase metiendo el Caddy en algún escaparate. Sumido en su confusión, tampoco se dio cuenta de que se alejaba de su casa, en lugar de encaminarse hacia ella. Eran las siete y cuarto de la mañana del sábado y era la única persona que caminaba por el pequeño centro comercial de Castle Rock.
Su recuerdo volvió por unos instantes a aquella primera noche en el hipódromo de Lewiston. Parecía que no podía hacer nada mal. Steve Frazier había perdido treinta dólares y, después de la novena carrera, anunció que se iba. Keeton contestó que él pensaba quedarse un poco más. Apenas miró a Frazier y casi no se dio cuenta de que se había ido. Recordó haber pensado que era estupendo no tener a alguien al lado diciéndole todo el rato Buster esto, Buster lo otro. Odiaba aquel apodo, y Steve lo sabía, naturalmente. Por eso lo empleaba.
La semana siguiente había vuelto al hipódromo, esa vez solo, y había perdido sesenta dólares de sus anteriores ganancias. Apenas le importó. Aunque a menudo pensaba en aquellos enormes montones de fajos de billetes, no se trataba del dinero, en realidad; el dinero solo era el símbolo que uno se llevaba consigo, algo que decía que había estado allí, que había participado, aunque solo fuera por unos breves momentos, del gran espectáculo. Lo que le importaba de verdad era la excitación tremenda, impresionante, que recorría a la multitud cuando sonaba el timbre, los cajones se abrían con su sonido seco, como un chasquido, y el locutor gritaba: «¡Y allá VAAAN!». Lo que le importaba era el rugido de los espectadores cuando el pelotón doblaba la tercera curva y se lanzaba furiosamente por la recta de contramenta, las exhortaciones histéricas —como salidas de una reunión religiosa— que atronaban en las gradas cuando los trotones salían de la cuarta curva y echaban todos sus restos en la recta final. Aquello le hacía sentirse vivo, ¡oh, sí!, muy vivo. Le hacía sentirse tan vivo que…
… que era peligroso.
Keeton había decidido que era mejor mantenerse apartado del hipódromo. Tenía un futuro claramente perfilado. Se proponía llegar a presidente del Consejo Municipal cuando Steve Frazier dejara por fin el cargo, y cuando llevara seis o siete años en él, intentaría presentarse para la Cámara de Representantes del Estado. Después, ¿quién sabía? Un cargo de ámbito nacional no estaba fuera del alcance de un hombre ambicioso, capaz… y cuerdo.
Ese era el verdadero problema del hipódromo. Al principio no se había dado cuenta, pero no tardó mucho en advertirlo. El hipódromo era un lugar donde la gente pagaba, cogía un boleto… y dejaba a un lado la cordura durante unos minutos. Keeton había visto demasiada locura en su propia familia para sentirse cómodo con la atracción que ejercía sobre él aquel hipódromo de Lewiston. Era un pozo de brocal resbaladizo, un cepo con dientes ocultos, un revólver cargado con el seguro quitado. Cuando iba, era incapaz de marcharse hasta que había terminado la última carrera de la velada. Lo sabía. Lo había intentado. En una ocasión, había conseguido llegar casi hasta las puertas giratorias de la salida, antes de que algo en lo más hondo de su cerebro, algo poderoso, enigmático y reptiliano, despertara de improviso, se adueñara de él y lo obligara a dar media vuelta. A Keeton le aterrorizó la idea de despertar del todo a aquel reptil. Era mejor dejarlo dormir.
Y eso había hecho durante tres años. Luego, en 1984, Steve Frazier se había retirado y Keeton había sido elegido presidente del Consejo. Fue entonces cuando empezaron los auténticos problemas.
Había vuelto a las carreras para celebrar su victoria y, ya que estaba de celebración, decidió hacerla por todo lo alto. Pasó sin detenerse ante las taquillas de dos y de cinco dólares y fue directamente a la de apuestas de diez dólares. Aquella noche había perdido ciento sesenta, más de lo que le resultaba cómodo reconocer (al día siguiente, le dijo a su esposa que solo habían sido cuarenta), pero, desde luego, no más de lo que podía permitirse. Rotundamente, no.
Regresó al hipódromo una semana después, dispuesto a recuperar lo perdido para poder retirarse en paces. Y casi lo consiguió. Casi. Esa era la palabra clave. Igual que casi había cruzado la puerta giratoria. La semana siguiente, perdió doscientos diez dólares. Era un hueco en la cuenta del banco que Myrtle notaría, de modo que, para cubrir una parte, tomó prestado un poco de dinero de los fondos para pequeños gastos del municipio. Cien dólares. Una minucia, en realidad.
Pasado aquel punto, todo empezaba a hacerse borroso. El pozo tenía las paredes resbaladizas, en efecto, y cuando uno empezaba a deslizarse por ellas, estaba perdido. Uno podía desperdiciar energías clavando los dedos en las paredes para así conseguir frenar un poco la caída…, pero aquello, por supuesto, solo significaba prolongar la agonía.
Si había habido un punto sin retorno, había sido el verano de 1989. En verano había carreras de trotones cada noche, y Keeton asistió a todas las sesiones durante la segunda quincena de julio y todo el mes de agosto. Durante un tiempo, Myrtle había creído que utilizaba el hipódromo como excusa, que en realidad se estaba viendo con otra mujer, pero eso era ridículo. Realmente ridículo. A Keeton no se le habría empinado aunque la propia Diana hubiese descendido de la luna en su carro con la túnica abierta y un cartel de FÓLLAME, DANFORTH colgado al cuello. El recuerdo de lo mucho que había echado mano a los fondos municipales habría hecho que su pobre miembro se encogiera hasta el tamaño de una goma de borrar.
Cuando Myrtle se convenció por fin de la verdad, de que solo se trataba de las carreras después de todo, se había sentido aliviada. Aquello lo mantenía lejos de casa, donde tenía tendencia a ser un poco tirano, y no podía estar perdiendo demasiado, había razonado la mujer, ya que los extractos de cuenta no mostraban excesivas fluctuaciones. Sencillamente, Danforth había encontrado un entretenimiento que lo mantenía ocupado a sus años.
Solo carreras de caballos, después de todo, pensó Keeton a la vez que recorría Main Street con las manos hundidas en los bolsillos del gabán. Soltó entre dientes una carcajada extraña y alocada que habría hecho volver la cabeza a quien la hubiese oído. Myrtle no había perdido de vista la cuenta corriente. Jamás se le había ocurrido que Danforth pudiera saquear los bonos del Tesoro que constituían los ahorros de toda su vida. De igual modo, solo él sabía que Keeton Chevrolet estaba tambaleándose al borde de la quiebra.
Su mujer llevaba control de la cuenta corriente y de la contabilidad del hogar.
Él era un contable público.
En cuestiones de malversaciones, un contable público puede disimularlas mejor que la mayoría de la gente…, pero al final siempre termina por descubrirse el pastel. La cuerda y el papel y la caja que envolvían el pastel de Keeton habían empezado a romperse en otoño de 1990. Keeton había mantenido oculto el asunto lo mejor que había podido, con la esperanza de recuperarse en el hipódromo. Para entonces había conocido a un corredor, lo cual le permitía apostar cantidades mayores de las que se manejaban en las taquillas.
Sin embargo, aquello tampoco había cambiado su suerte.
Entonces, aquel verano, había empezado en serio la persecución. Hasta aquel momento, Ellos solo habían jugado con él. Ahora venían dispuestos a acabar con su presa, y el día del Juicio Final estaba a menos de una semana vista.
Los cogeré, pensó Keeton. Todavía no estoy acabado. Todavía tengo un par de triunfos en la manga.
Pero no sabía cuáles eran aquellos triunfos; ese era el problema.
No importa. Hay un modo. Sé que hay un mod…
Allí se detuvieron sus pensamientos. Se encontraba ante la nueva tienda, Cosas Necesarias, y lo que vio en el escaparate borró de su cabeza todo lo demás durante un par de segundos.
Era una caja de cartón rectangular, de colores brillantes, con un grabado en la parte frontal. Un juego de mesa, supuso. Pero era un juego de mesa sobre carreras de caballos, y Danforth Keeton habría jurado que el grabado, que mostraba a dos trotones llegando a la línea de meta cuello con cuello, representaba el hipódromo de Lewiston. Si aquello del fondo no era el graderío principal de Lewiston, estaba viendo visiones.
El nombre del juego era BOLETO GANADOR.
Keeton se quedó admirándolo casi cinco minutos, hipnotizado como un chiquillo ante una exposición de trenes eléctricos. Luego, con paso lento, se adentró bajo el toldo verde oscuro para ver si el establecimiento abría en sábado. En efecto, había un cartel colgado por dentro en la puerta, pero solo tenía escrita una palabra, y esa palabra, naturalmente, era
ABIERTO.
Keeton lo miró un momento, pensando —como había hecho Brian Rusk días antes— que debía de tratarse de un error. En Castle Rock, las tiendas de Main Street no abrían a las siete de la mañana, y mucho menos un sábado. A pesar de todo, tanteó el tirador de la puerta, que cedió fácilmente bajo su impulso.
Cuando la puerta se hubo abierto a medias, una campanilla de plata tintineó sobre su cabeza.
4
—En realidad, no es un juego —comentaba cinco minutos después Leland Gaunt—. En eso se equivoca usted.
Keeton estaba instalado en el mismo asiento de respaldo alto, cómodo y lujoso, donde aquella semana se habían acomodado Nettie Cobb, Cyndi Rose Martin, Eddie Warbutton, Everett Frankel, Myra Evans y bastantes más vecinos del pueblo. Tenía en la mano una taza de buen café de Jamaica. Gaunt, que parecía un tipo muy agradable para ser forastero, había insistido en que la aceptara. En aquel momento, Gaunt se encontraba inclinado sobre el escaparate, del cual sacaba con cuidado la caja. Iba vestido con una chaqueta de media gala de color vino, sumamente elegante y ni un ápice fuera de lugar. Le había contado a Keeton que solía abrir a horas intempestivas porque padecía de insomnio.
—Desde que era un muchacho —había añadido con una risilla triste—, y de eso hace mucho tiempo.
Sin embargo, a Keeton le produjo la impresión de un hombre fresco como una rosa. Salvo los ojos, tan enrojecidos que parecía que aquel era su auténtico color natural.
Gaunt regresó con la caja y la depositó sobre una mesilla próxima a Keeton.
—Ha sido la caja lo que me ha llamado la atención —dijo este—. El grabado me recuerda mucho el hipódromo de Lewiston. De vez en cuando, me doy una vuelta por allí.
—Le gusta la acción, ¿no es eso? —inquirió Gaunt con una sonrisa.
Keeton se disponía a decir que nunca apostaba, pero cambió de idea. Aquella sonrisa no era simplemente amistosa; era una mueca de conmiseración, y de pronto comprendió que estaba ante un compañero de sufrimientos. Eso solo venía a corroborar lo descuidado que se estaba volviendo para los detalles, pues cuando había estrechado la mano al señor Gaunt, había experimentado una oleada de repulsión tan profunda e inesperada como si sufriera un espasmo muscular. Durante el instante que había durado el apretón, Keeton había tenido el convencimiento de que había encontrado al Perseguidor Jefe. Tendría que andarse con cuidado con aquello; era absurdo inquietarse por cualquier cosa.
—Alguna vez he apostado, para qué negarlo —asintió.
—Desgraciadamente, yo también —dijo Gaunt. Sus ojos inyectados en sangre clavaron la mirada en los de Keeton, y los dos hombres compartieron un momento de perfecto entendimiento… o eso fue lo que experimentó Keeton—. He apostado en casi todos los hipódromos del Atlántico al Pacífico, y estoy seguro de que el grabado de la caja es Longacre Park, en San Diego. Ya desaparecido, por supuesto; ahora, en el solar han edificado una urbanización.
—¡Oh! —exclamó Keeton.
—Pero permítame enseñarle esto. Creo que lo encontrará interesante.
Quitó la tapa de la caja y extrajo cuidadosamente una pista de carreras de hojalata, colocada sobre una plataforma, de aproximadamente un metro de larga por tres palmos de ancha. Tenía el aspecto de los juguetes que Keeton había tenido de niño, aquellos juguetes baratos fabricados en Japón después de la guerra. La pista era una réplica de un circuito de dos millas. En ella había ocho finas ranuras y, detrás de la línea de salida, se encontraban ocho delgados caballos de latón, cada uno de ellos ensartado en una varilla de metal que sobresalía de la ranura correspondiente e iba soldada al vientre del animal.
—¡Vaya! —exclamó Keeton, y sonrió. Era la primera vez que lo hacía en varias semanas, y la expresión le pareció extraña y fuera de lugar.
—Pues aún no ha visto nada —replicó Gaunt, devolviéndole la sonrisa—. Este objeto fue fabricado en mil novecientos treinta o mil novecientos treinta y cinco, señor Keeton. Es una verdadera antigüedad. Pero, para algunos apostadores de la época, era mucho más que un simple juguete.
—¿Ah, sí?
—Desde luego. ¿Sabe usted qué es un tablero ouija?
—Claro. Ese juego en que uno pregunta algo y el tablero se supone que transmite la respuesta del mundo de los espíritus.
—Exacto. Pues bien, en tiempos de la Depresión, había muchos apostadores habituales para los que Boleto Ganador era una especie de tablero ouija de los caballos.
Sus ojos se clavaron de nuevo en los de Keeton, sonrientes y amistosos, y Keeton fue incapaz de apartar los suyos igual que lo había sido de abandonar el hipódromo antes de que terminara la última carrera en la única ocasión en que lo había intentado.
—Qué ridículo, ¿verdad?
—Sí —admitió Keeton. Pero no le pareció nada ridículo. Le pareció perfectamente…, perfectamente…
Perfectamente razonable.
Gaunt rebuscó en la caja y sacó de ella una pequeña llave de latón.
—Cada vez gana un caballo distinto. Supongo que en el interior lleva algún mecanismo aleatorio…, tosco pero bastante eficaz. Ahora observe.
Introdujo la llave en un agujero del lado de la plataforma de latón sobre la que se alineaban los caballos de latón y la hizo girar. Se oyeron unos ligeros chasquidos, chirridos y carraqueos, ruidos de resortes al enroscarse. Cuando la llave llegó al tope y dejó de girar, Gaunt la retiró.
—¿Cuál escoge? —preguntó.
—El cinco —dijo Keeton. Se inclinó hacia delante y se le aceleró el corazón. Era una estupidez (y la prueba definitiva, supuso, de su adicción irrefrenable), pero volvía a notar que lo invadía la misma excitación que en el hipódromo.
—Muy bien, yo llevaré el seis. ¿Quiere que apostemos un poco, solo para hacer interesante el juego?
—¡Claro! ¿Cuánto?
—No. Dinero, no —respondió Gaunt—. Hace muchos años que mis días de apostar con dinero terminaron, señor Keeton. Esas son las apuestas menos interesantes de todas. Pongamos lo siguiente: si gana su caballo, le haré un pequeño favor. Lo que usted decida. Si gana el mío, será usted quien me haga ese pequeño favor.
—¿Y si gana alguno de los otros nos olvidamos de la apuesta?
—De acuerdo. ¿Está preparado?
—Lo estoy —dijo Keeton tenso, y se inclinó más aún sobre la pista de hojalata, con las palmas de las manos juntas entre sus gruesos muslos.
Junto a la línea de salida había otra pequeña ranura de la cual sobresalía una palanquita de metal.
—¡Y allá vaaan! —musitó Gaunt, al tiempo que la empujaba.
Los engranajes y ruedas bajo la pista empezaron a moverse. Los caballos dejaron atrás la línea de salida, deslizándose por sus respectivas calles. Al principio iban lentos, tambaleándose sobre las ranuras y avanzando a trompicones mientras un resorte principal, o una serie de ellos, se expandía en el interior del juguete; sin embargo, cuando se aproximaron a la primera curva, empezaron a tomar velocidad.
El caballo con el número dos se colocó en cabeza, seguido del siete; los demás iban detrás, en pelotón.
—¡Vamos, cinco! —exclamó Keeton con voz contenida—. ¡Vamos, corre, bicho!
Como si lo hubiese oído, el pequeño caballo de latón empezó a adelantarse al pelotón. A medio recorrido, había llegado a la altura del siete. El número seis —el caballo de Gaunt— también había empezado a asomar la cabeza.
El juego Boleto Ganador traqueteaba y vibraba sobre la mesilla. El rostro de Keeton se cernía sobre la pista de hojalata como una luna grande y llena de hendiduras. Una gota de sudor cayó de él sobre el pequeño jockey de latón que montaba el caballo número tres; de haber sido de verdad, tanto el jockey como su montura habrían quedado empapados.
En la tercera curva, el número siete aceleró y superó al dos, pero el número cinco de Keeton resistió con todas sus fuerzas y el seis de Gaunt se colocó a sus talones. Los cuatro salieron de la última curva en abanico, muy por delante del resto, vibrando violentamente en las ranuras.
—¡Vamos, estúpido hijo de puta! —aulló Keeton. Había olvidado que aquello solo eran unas piezas de hojalata moldeadas para darles una remota apariencia de caballos. Había olvidado que estaba en la tienda de un hombre a quien acababa de conocer. Aquella excitación incontrolable se había apoderado de él y lo zarandeaba como un terrier lo hace con una rata—. ¡Vamos, sigue adelante! ¡Corre, desgraciado, CORRE! ¡Échale huevos!
El cinco consiguió ponerse a la cabeza de la carrera… y pasó adelante. El caballo de Gaunt estaba pegado a su flanco cuando el de Keeton cruzó la línea de llegada, vencedor. Al mecanismo se le acababa la cuerda, pero la mayoría de los caballos consiguió dar de nuevo la vuelta a la pista hasta la línea de salida antes de que se agotara del todo. Gaunt utilizó el dedo para empujar a los rezagados hasta su lugar correspondiente, a punto para otra carrera.
—¡Vaya! —exclamó Keeton, secándose el sudor de la frente. Se sentía completamente agotado… pero también mucho mejor de lo que se había sentido en muchísimo tiempo—. ¡Ha sido estupendo!
—Estupendo de verdad —asintió Gaunt.
—Antes sí que sabían hacer las cosas, ¿verdad?
—Desde luego. —Gaunt asintió de nuevo con una sonrisa—. Y me parece que le debo a usted un favor, señor Keeton.
—¡Oh!, olvídelo… Era una broma.
—No, en serio. Un caballero paga siempre sus deudas. Basta con que me haga saber con un par de días de antelación cuándo piensa ponerse en contacto con su corredor de apuestas.
Ponerse en contacto con su corredor de apuestas.
La frase hizo que lo recordara todo. ¡Corredores de apuestas! ¡Ellos serían quienes se pondrían en contacto con los corredores de apuestas! ¡Ellos! El jueves, serían Ellos quienes visitarían a los corredores y… y entonces ¿qué? Entonces ¿qué?
En su mente se formaron visiones de titulares de periódico desacreditándolo.
—¿Le gustaría saber cómo empleaban este juguete los buenos apostadores de los años treinta? —preguntó con suavidad Gaunt.
—Desde luego —asintió Keeton, pero no tenía un especial interés en saberlo. No lo tenía… hasta que levantó la vista. Los ojos de Gaunt se clavaron entonces una vez más en los suyos, los capturaron de nuevo, y la idea de utilizar un juego infantil para escoger ganadores volvió a parecerle perfectamente lógica.
—Pues bien —explicó Gaunt—, tomaban el periódico del día o el «Boletín del Hipódromo» y hacían las carreras. En el tablero, quiero decir. En cada una, daban a cada caballo el nombre de uno de los que salían en el periódico; lo hacían tocando cada caballito de latón con el dedo y diciendo al mismo tiempo el nombre. Luego pulsaban la palanquita y los soltaban. Y lo repetían con todo el programa del día: ocho, diez, una docena de carreras. Después acudían al hipódromo y apostaban a los caballos que habían ganado en casa.
—¿Y funcionaba? —preguntó Keeton. Su voz parecía llegarle de otro lugar. De un lugar lejano. Le parecía estar flotando en los ojos de Leland Gaunt. Flotando en una espuma roja. Era una sensación extraña pero muy agradable, en realidad.
—Por lo visto, sí. Probablemente no era más que una estúpida superstición, pero… ¿quieres comprar este juguete y probar tú mismo?
—Sí —dijo Keeton.
—Eres un tipo que necesita urgentemente un Boleto Ganador, ¿verdad, Danforth?
—Necesito más de un Boleto Ganador. Necesito todo un fajo de ellos. ¿Cuánto?
Leland Gaunt se echó a reír.
—¡Oh, no…! ¡No me vengas con esas! ¡Y menos cuando ya estoy en deuda contigo! Te propongo una cosa: abre la cartera y dame el primer billete que encuentres en él. Estoy seguro de que será el correcto.
De modo que Keeton abrió la cartera y sacó un billete sin apartar la vista de los ojos de Gaunt, y por supuesto era un billete con la efigie de Thomas Jefferson; un billete como el que lo había metido en todo aquel lío.
5
Gaunt lo hizo desaparecer con la habilidad de un prestidigitador al hacer un truco y dijo:
—Pero hay un pequeño detalle…
—¿Cuál?
Gaunt se inclinó hacia delante. Miró directamente a Keeton y le puso la mano en la rodilla por un instante.
—Señor Keeton, usted está al corriente de la existencia de… de Ellos, ¿verdad?
A Keeton se le cortó la respiración, como sucede a veces en sueños, cuando uno se encuentra sumido en una pesadilla.
—Sí —susurró—. ¡Dios mío, sí!
—Pues este pueblo está lleno de Ellos —continuó Gaunt en el mismo tono grave y confidencial—. Absolutamente infestado. Hace menos de una semana que he abierto la tienda y ya me he dado cuenta. Creo que deben de andar detrás de mí. En realidad, estoy completamente seguro de ello. Tal vez necesite su ayuda, Keeton.
—Sí —respondió Keeton. Con voz más firme, añadió—: ¡Por Dios que tendrá usted toda la ayuda que necesite!
—Bueno… Usted acaba de conocerme y no me debe absolutamente nada…
Keeton, quien ya consideraba a Gaunt como el mejor amigo que había hecho en los últimos diez años, abrió la boca para protestar. Gaunt levantó la mano y las protestas cesaron al momento.
—… y no tiene la menor idea de si le he vendido algo que realmente funciona o solo otro saco de sueños… de esos que se convierten en pesadillas cuando uno empieza a vivirlos. Estoy seguro de que ahora lo ve todo muy claro; tengo unas grandes dotes de persuasión, si me está bien el decirlo. Pero yo me fío de los clientes satisfechos, señor Keeton, y solo de ellos. Llevo muchos años en este negocio y me he labrado una fama entre mis clientes satisfechos. Así que llévese el juguete. Si le funciona, estupendo. Si no, regálelo al Ejército de Salvación o arrójelo al vertedero municipal. ¿Qué puede costarle? ¿Un par de dólares?
—Un par de dólares —asintió Keeton vagamente.
—Pero si funciona y puede usted quitarse de la cabeza esos problemas económicos pasajeros, vuelva a visitarme. Nos sentaremos a tomar café como hemos hecho esta mañana… y hablaremos de Ellos.
—Es demasiado tarde para arreglar el asunto del dinero —dijo Keeton con la voz clara pero desconectada de quien habla en sueños—. No hay suficientes carreras en las que pueda apostar en cinco días.
—En cinco días pueden cambiar muchas cosas —dijo el señor Gaunt con aire pensativo. Se levantó con sinuosa agilidad y añadió—: Tiene por delante un día espléndido… y yo también.
—Pero… Ellos —protestó Keeton—. ¿Qué hay de Ellos?
Gaunt posó una de sus manos largas y heladas en el brazo de Keeton y este, incluso en su estado de aturdimiento, notó un nudo en el estómago ante el contacto.
—Ya nos ocuparemos de Ellos más adelante —murmuró el hombre—. No se inquiete por eso.
6
—¡John! —exclamó Alan cuando LaPointe se coló en la comisaría por la puerta del callejón—. ¡Me alegro de verte!
Eran las diez y media de la mañana del sábado y la comisaría de Castle Rock estaba más desierta que nunca. Norris andaba de pesca por alguna parte y Seaton Thomas había ido a Sanford a visitar a sus dos hermanas solteras. Sheila Brigham estaba en la rectoría de Nuestra Señora de las Aguas Serenas, ayudando a su hermano a redactar otra carta al periódico explicando la naturaleza esencialmente inocua de la Noche de Casino. El padre Brigham también quería expresar en la carta su convencimiento de que William Rose estaba más chiflado que un escarabajo pelotero en un montón de estiércol. Uno no podía decir algo así directamente, por supuesto, y menos en un periódico familiar, pero el padre John y la hermana Sheila estaban haciendo todo lo posible para trasmitir el mensaje entre líneas. Andy Clutterbuck se encontraba de servicio en alguna parte, o eso suponía Alan; no había tenido noticia de él desde que había llegado al despacho, hacía una hora. Hasta la irrupción de John LaPointe, el único ocupante del edificio municipal aparte de él parecía ser Eddie Warburton, que estaba atareado con el aparato del agua fría del rincón.
—¿Qué hay, doc? —preguntó John, sentándose en la esquina del escritorio de Alan.
—¿Un sábado por la mañana? No mucho. Pero mira esto. —Alan se desabrochó el puño derecho de la camisa caqui y levantó la manga—. Por favor, fíjate que la mano no se separa en ningún momento de la muñeca.
—¡Mmm! —murmuró John. Sacó una barra de chicle del bolsillo del pantalón, la desenvolvió y se la llevó a la boca.
Alan mostró la palma de la diestra abierta, le dio la vuelta para enseñar el revés y cerró los dedos en un puño. Introdujo el dedo índice de la zurda en el puño y sacó de él una punta de un tejido de seda. Luego interrogó con las cejas a John.
—No está mal, ¿verdad?
—Si eso es el pañuelo de Sheila, no le va a gustar nada encontrarlo arrugado y oliendo a tu sudor —respondió John. Parecía bastante indiferente ante aquella demostración.
—No es culpa mía que lo dejase en la mesa —replicó Alan—. Además, los magos no sudan. Y ahora, ¡eh! ¡Abracadabra!
Sacó el pañuelo de Sheila de su puño y lo agitó espectacularmente en el aire. La tela se hinchó y fue a posarse sobre la máquina de escribir de Norris como una mariposa de brillante colorido.
Alan miró a John y suspiró.
—No te ha impresionado mucho…
—Es un buen truco —respondió John—, pero ya lo he visto unas cuantas veces. Treinta o cuarenta, tal vez.
—¿Tú qué dices, Eddie? —dijo Alan en voz más alta—. No está mal para un cochino policía de pueblo, ¿no?
Eddie apenas apartó la mirada del aparato del agua, que en aquel momento estaba rellenando con un puñado de botellas de plástico con la etiqueta AGUA MINERAL.
—No lo he visto, comisario. Lo siento.
—Sois imposibles. Los dos —protestó Alan—. Pero estoy practicando una variante, John. Y esa si que va a asombrarte, te lo prometo.
—¡Mmm! Alan, ¿todavía quieres que vaya a inspeccionar los retretes de ese restaurante nuevo en River Road?
—Sí, todavía quiero.
—¿Por qué me toca siempre a mí el trabajo más desagradable? ¿Por qué no va Norris…?
—Norris comprobó los servicios del campamento de montaña Senderos Felices en julio y en agosto —le cortó Alan—. En junio lo hice yo. Deja de protestar, Johnny. Te toca a ti. Y también quiero que tomes muestras de agua. Utiliza un par de esas bolsas especiales que nos mandaron de Augusta. Todavía queda un puñado de ellas en el armario del pasillo. Creo que las vi detrás de la caja de galletas Hi-Ho de Norris.
—Está bien —aceptó John—, tú ganas. Pero aunque lo interpretes como otra queja, me parece que la comprobación de la salubridad de las aguas es responsabilidad del propietario del restaurante. Lo he consultado.
—Desde luego que lo es, pero estamos hablando de Timmy Gagnon.
—Johnny… ¿Qué te sugiere ese nombre?
—Me sugiere que no compraría una hamburguesa en ese nuevo local de Riverside, el Barbacoa Delish, aunque me estuviera muriendo de hambre.
—¡Pues eso! —exclamó Alan. Se levantó y asió por el hombro a John—. Espero que podamos cerrarle el local a ese chapucero hijo de su madre antes de que la población de perros y gatos abandonados de Castle Rock empiece a disminuir.
—Es un chiste bastante macabro, Alan.
—No, es lo que se puede esperar de Timmy Gagnon. Coge las muestras de agua esta mañana y las mandaré al laboratorio de Sanidad de Augusta antes de marcharme esta noche.
—¿Qué piensas hacer esta mañana?
Alan se bajó la manga y se abrochó el puño.
—Ahora mismo voy a hacer una visita a Cosas Necesarias —respondió—. Quiero conocer a ese tal Leland Gaunt. Le ha causado una gran impresión a Polly y, por lo que he oído, no es la única que ha quedado prendada de él. Y tú, ¿le has conocido?
—Todavía no —respondió John LaPointe. Los dos se encaminaron hacia la puerta—. Pero he estado cerca del lugar un par de veces. En el escaparate tiene un interesante revoltillo de cosas.
Pasaron charlando junto a Eddie, que en ese momento estaba sacando el polvo al gran botellón de cristal con un trapo que había extraído del bolsillo posterior.
Cuando los dos hombres pasaron a su lado, no los miró. Parecía sumido en su universo privado. Pero en cuanto la puerta se hubo cerrado tras ellos, Eddie Warburton corrió a la mesa de la centralita y descolgó el teléfono.
7
—Está bien… Sí… Sí, entiendo.
Leland Gaunt estaba junto a la caja registradora, con un teléfono inalámbrico Cobra pegado a la oreja. Una sonrisa fina como los cuernos de la luna iluminaba sus labios.
—Gracias, Eddie. Muchas gracias.
Gaunt dio unos cuantos pasos hacia la cortina que separaba el local de la trastienda. Inclinó el cuerpo a través de la cortina y recogió algo. Cuando volvió a sacar el cuerpo, tenía un rótulo en la mano.
—Ya puedes ir a casa… Sí…, puedes estar seguro de que no lo olvidaré. Jamás olvido una cara ni un servicio, Eddie, y esa es una de las razones por las que me disgusta profundamente que me recuerden tanto una cosa como la otra. Adiós.
Pulsó el botón de COLGAR sin esperar respuesta, recogió la antena y se guardó el aparato en el bolsillo de la chaqueta. La cortina de la puerta estaba bajada de nuevo.
El señor Gaunt coló la mano entre ella y el cristal para quitar el rótulo que decía
ABIERTO
y reemplazarlo por el que acababa de coger de la trastienda. Después se acercó al escaparate para ver a Alan Pangborn mientras este se aproximaba.
Pangborn echó una ojeada al escaparate tras el cual estaba Gaunt y permaneció allí unos momentos antes de acercarse a la puerta; incluso se llevó las manos a los lados de la cara y apretó la nariz contra el cristal durante unos instantes. Pero, aunque Gaunt estaba justo delante de él con los brazos cruzados sobre el pecho, el comisario no lo vio.
Al señor Gaunt le desagradó el policía nada más verle la cara. Lo cual tampoco fue una gran sorpresa para él. Aún era más experto en leer expresiones que en recordarlas, y las palabras que veía en aquella eran muchas y, de algún modo, estaban cargadas de peligro.
La expresión de Pangborn cambió de pronto; sus ojos se agrandaron un poco, el gesto bienhumorado de su boca se convirtió en una apretada rendija. Gaunt experimentó un acceso de miedo, breve pero absolutamente insólito. ¡Me está viendo!, fue lo primero que pensó. Aunque, por supuesto, tal cosa era imposible. El comisario retrocedió medio paso… y se echó a reír. Gaunt comprendió al instante lo sucedido, pero ello no moderó un ápice su instantánea y profunda aversión hacia Pangborn.
—Lárgate de aquí, comisario —musitó—. Lárgate y déjame en paz.
8
Alan se quedó mirando el escaparate largo rato y se descubrió preguntándose a qué se debía, exactamente, tanto alboroto con aquel local. Había hablado con Rosalie Drake antes de acudir a casa de Polly la tarde anterior, y Rosalie le había descrito la tienda como una especie de réplica de Tiffany’s en Nueva Inglaterra, pero el juego de porcelana del escaparate no parecía nada del otro mundo, nada que justificase levantarse de la cama a media noche para escribir a mamá contándoselo; como mucho, parecía sacado de una subasta benéfica. Varios de los platos estaban descantillados y uno de ellos mostraba una raja como la raya del cabello de parte a parte.
En fin, pensó Alan, cada cual sabía de lo suyo. Tal vez aquella porcelana tenía cien años, costaba una fortuna y él era demasiado inculto para saberlo.
Se llevó las manos a los costados de la cara y apoyó los cantos en el cristal para observar el interior de la tienda, pero no había nada que ver: las luces estaban apagadas y el local aparecía desierto. Entonces le pareció captar algo, una extraña silueta transparente que lo observaba con fantasmagórico y malévolo interés.
Retrocedió medio paso antes de darse cuenta de que estaba viendo el reflejo de su propio rostro. Sonrió ligeramente, avergonzado del error.
Alan se encaminó a la puerta. La cortina estaba echada y, colgado del gancho de una ventosa de plástico transparente adherida al cristal, pendía un rótulo escrito a mano.
HE IDO A PORTLAND A RECOGER
UN LOTE DE MERCANCÍA.
DISCULPEN LAS MOLESTIAS.
VUELVAN CUANDO GUSTEN, POR FAVOR.
El comisario sacó el billetero del bolsillo trasero del pantalón, tomó una de sus tarjetas de visita y escribió una breve nota al dorso.
Apreciado señor Gaunt:
He pasado por aquí el sábado por la mañana para saludarlo y darle la bienvenida al pueblo. Lamento no haberlo encontrado. Espero que le guste Castle Rock. Volveré a acercarme el lunes. Tal vez podamos tomar un café. Si hay algo que pueda hacer por usted, tiene mis números de teléfono —el de la oficina y el de mi domicilio particular— en la tarjeta.
ALAN PANGBORN
Se inclinó, deslizó la tarjeta bajo la puerta y se incorporó. Se detuvo un momento más a contemplar el expositor y se preguntó quién iba a querer aquella vajilla inclasificable. Mientras miraba, le invadió una sensación extrañamente penetrante: la sensación de ser observado. Se volvió, pero solo vio a Lester Pratt. Lester estaba pegando una de aquellas condenadas octavillas en un poste de teléfonos y no parecía en absoluto pendiente de él. Alan se encogió de hombros y emprendió el regreso al edificio municipal por la calle principal. Ya habría tiempo el lunes para conocer a Leland Gaunt. Sí, el lunes sería buen día.
9
Gaunt lo siguió con la mirada hasta que Alan desapareció de la vista; luego se acercó a la puerta y recogió la tarjeta que el comisario había introducido por debajo de ella. Leyó con atención ambas caras y sonrió. De modo que tenía intención de volver el lunes, ¿eh? Eso era estupendo, porque Gaunt tenía la premonición de que, para ese día, el comisario de Castle Rock iba a tener otros asuntos de los que ocuparse. Un buen montón de otros asuntos. Y eso también era estupendo porque había tenido ocasión de conocer a otros hombres como Pangborn y era mejor mantenerlos a distancia, sobre todo cuando uno estaba todavía abriendo su negocio y tanteando a la clientela. Los hombres como Pangborn veían demasiado.
—A ti te ha sucedido algo, comisario —masculló—. Algo que te ha hecho aún más peligroso de lo que deberías ser. Lo he visto en tu cara. ¿Qué ha sido? ¿Ha sido algo que hiciste, algo que viste, o ambas cosas?
Se quedó allí, contemplando la calle, y sus labios se entreabrieron lentamente hasta dejar a la vista su dientes grandes e irregulares. Hablaba en el tono de voz grave y relajado de quien ha sido durante mucho tiempo su propio y mejor interlocutor.
—Según me han contado, eres una especie de prestidigitador de salón, mi uniformado amigo. Te gustan los trucos, ¿no? ¡Pues yo voy a enseñarte algunos nuevos antes de marcharme del pueblo! Y estoy seguro de que te asombrarán.
Cerró la mano en torno a la tarjeta de Alan, doblándola primero y luego estrujándola. Cuando estuvo completamente oculta en el puño, una lengua de fuego azulada saltó entre sus dedos corazón y anular. Abrió de nuevo la mano y, aunque aún se alzaban unas pequeñas volutas de humo de la palma, no había en ella el menor rastro de la tarjeta. Ni siquiera unos restos de ceniza.
—¡Abracadabra! —añadió Gaunt en un susurro.
10
Myrtle Keeton se acercó a la puerta del despacho de su marido por tercera vez en lo que iba de día y escuchó con atención. Aquella mañana, cuando se había levantado de la cama hacia las nueve, Danforth ya estaba allí dentro con la puerta cerrada. En aquel momento, a la una de la tarde, aún seguía allí, con la llave echada. Un rato antes, cuando le había preguntado si quería el almuerzo, él le había respondido con voz apagada que se largara, que estaba ocupado.
La mujer levantó los nudillos para llamar otra vez… e hizo una pausa. Ladeó ligeramente la cabeza. Del otro lado de la puerta le llegaba un ruido extraño, un traqueteo chirriante que le recordó el sonido del reloj de cuco de su madre durante la semana anterior a que se estropeara definitivamente.
Dio unos ligeros toques a la puerta.
—¿Danforth…?
—¡Lárgate! —La voz de su marido sonaba agitada, pero Myrtle no acertó a decir si era de excitación o de miedo.
—¿Te encuentras bien, Danforth?
—¡Sí, maldita sea! ¡Largo! ¡Salgo enseguida!
Chirridos y traqueteos…. Sonaba como un puñado de tierra en una batidora. Myrtle se asustó un poco. Ojalá a Danforth no le hubiera dado una crisis nerviosa allí dentro, pensó. Últimamente se había comportado de una forma tan extraña…
—Danforth, ¿quieres que baje a la panadería y compre unos bollos?
—¡Sí! —gritó él—. ¡Sí, sí! ¡Bollos! ¡Papel higiénico! ¡Lo que te dé la gana! ¡Ve a donde te parezca y haz lo que quieras, pero déjame en paz!
La mujer permaneció ante la puerta un momento más, preocupada. Pensó en volver a llamar pero decidió no hacerlo. Ya no estaba segura de querer saber qué hacía Danforth en el despacho. Ni siquiera estaba ya segura de querer que abriera la puerta.
Se puso los zapatos y el grueso abrigo de otoño —hacía sol, pero el día era frío— y se dirigió al coche. Fue con él hasta The Country Oven, al final de Main Street, y compró media docena de dónuts: con azúcar glaseado para ella y con chocolate y coco para Danforth. Esperaba que los bollos le alegraran el ánimo; a ella, un poco de chocolate siempre la animaba.
De regreso, volvió casualmente la vista hacia el escaparate de Cosas Necesarias. Y lo que allí descubrió le hizo apretar el pedal del freno con ambos pies, en seco. Si hubiera llevado a alguien detrás, la habría embestido sin ninguna duda.
En el expositor se encontraba la muñeca más magnífica que había visto nunca.
La cortina estaba levantada, por supuesto. Y el rótulo colgado del gancho de la ventosa de plástico transparente decía de nuevo:
ABIERTO.
Por supuesto.
11
Polly Chalmers se pasó la tarde del sábado de la manera más insólita en ella: no haciendo nada en absoluto. Estaba sentada junto a la ventana en su mecedora Boston con las manos recogidas sobre el regazo, observando el paso esporádico de los coches por la calle. Alan la había llamado antes de salir de patrulla, le había contado que no había visto a Leland Gaunt y le había preguntado si se encontraba bien y si necesitaba algo. Ella le había asegurado que estaba bien y que no necesitaba nada, gracias. Ambas cosas eran falsas; no se encontraba bien en absoluto y había varias cosas que precisaba. Encabezaba la lista un remedio contra la artritis.
No, Polly; lo que necesitas en realidad es un poco de valor, pensó. El suficiente para plantarte ante el hombre al que quieres y decirle: «Alan, he falseado la verdad en algunas de las cosas que te conté sobre los años en que estuve lejos de Castle Rock y te he mentido abiertamente sobre lo que fue de mi hijo. Ahora querría pedirte perdón y contarte la verdad».
Parecía fácil dicho así, abiertamente. Tan solo se hacía cuesta arriba cuando se encontraba mirando a los ojos al hombre que amaba. O cuando intentaba encontrar la llave que abriera su propio corazón sin que este se rompiera en pedazos, sangrante y doliente.
Dolor y mentiras; mentiras y dolor. Los dos temas en torno a los cuales parecía girar su vida últimamente.
—¿Qué tal te encuentras hoy, Polly?
—Bien, Alan. Me encuentro bien.
En realidad, estaba aterrada. No era que las manos le dolieran terriblemente en aquel momento, pero casi deseaba que así fuera porque el dolor, por terrible que resultara cuando por fin la asaltase, era preferible a aquella espera.
Aquel mismo día, poco antes de mediodía, había notado en las manos un cosquilleo cálido, casi una vibración, que formaba aros de calor en torno a los nudillos y en la base del pulgar; ahora lo percibía acechando en el nacimiento de cada uña, formando pequeños arcos acerados como sonrisas desprovistas de humor. Había notado aquel hormigueo en dos ocasiones anteriores y sabía qué significaba. Iba a sufrir lo que su tía Betty, que había padecido aquel mismo tipo de artritis, llamaba «un ataque realmente malo». Según Betty, «cuando empiezan a cosquillearme las manos, siempre sé que ha llegado el momento de asegurar las escotillas». En aquel momento, también Polly intentaba asegurar las suyas, aunque con una notoria falta de éxito.
En el exterior, dos chicos caminaban por la calle, lanzándose un balón de fútbol de un lado a otro de la calzada. El de la derecha, el hijo pequeño de los Lawe, intentó parar un pase alto. El balón se le escurrió de los dedos y botó en el jardín de Polly. El chico la vio asomada a la ventana y la saludó con la mano antes de recogerlo. Polly levantó la suya para corresponder al saludo… y notó una sorda punzada de dolor, como un grueso lecho de brasas bajo una ráfaga errante de viento. Después el dolor desapareció de nuevo y solo quedó aquel cosquilleo de mal agüero, que le evocaba aquella sensación especial que se percibía a veces en el aire antes de una violenta tormenta eléctrica.
El dolor llegaría cuando fuera el momento, y ella no podía hacer nada para impedirlo. En cambio, las mentiras que había contado a Alan acerca de Kelton…, eso era harina de otro costal. Y no era que la verdad fuera tan horrible, tan escandalosa… o que Alan no sospechara, o supiera a ciencia cierta incluso, que le había mentido. Sí, Polly había visto la incredulidad en su rostro. Entonces ¿por qué le resultaba tan difícil? ¿Por qué?
En parte, debido a la artritis, supuso. Y, en parte, por la medicación para el dolor a la que, últimamente, había recurrido cada vez más. Las dos cosas, juntas, la dejaban sumida en una especie de aturdimiento que hacía que hasta el ángulo recto más nítido pareciera extrañamente sesgado. Y también estaba el dolor del propio Alan… y la sinceridad con que había hablado de él. Alan le había expuesto sus sentimientos sobre lo sucedido sin la menor vacilación.
Los sentimientos de Alan respecto al extraño accidente que había costado la vida a Annie y a Todd eran confusos y terribles, y estaban envueltos en un torbellino desagradable (y atemorizador) de emociones negativas, pero los había expuesto ante ella a pesar de todo. Lo había hecho porque quería descubrir si ella había advertido algo en el estado mental de Annie que a él se le había pasado por alto…, pero también porque jugar limpio y ser sincero respecto a aquellos temas formaba parte de su carácter. Polly temía qué pensaría Alan cuando descubriese que ella no siempre jugaba limpio, que no solo sus manos sino también su corazón habían sido tocados por una helada madrugadora.
Inquieta, cambió de posición en la mecedora.
Tenía que decírselo. Tarde o temprano, tenía que hacerlo. Y nada de lo anterior explicaba por qué le resultaba tan difícil; nada de aquello explicaba por qué le había mentido de entrada. Es decir, no se trataba de que hubiese matado a su propio hijo ni nada semejante…
Emitió un suspiro, un sonido que casi pareció un sollozo, y volvió a agitarse en el asiento. Buscó con la vista a los chicos del balón, pero ya se habían marchado. Polly se arrellanó en la mecedora y cerró los ojos.
12
Polly no era la primera chica en quedar embarazada como resultado de un combate de lucha libre al término de una cita nocturna, ni la primera en discutir agriamente con sus padres y demás parientes a consecuencia de ello. Sus padres habían querido que se casara con Paul «Duke» Sheehan, el chico que la había dejado en estado.
Polly había replicado que no se casaría con Duke aunque fuera el último chico de la tierra. Eso era cierto, pero lo que su orgullo no le permitía decirles era que Duke tampoco quería casarse con ella: el mejor amigo del chico le había dicho que ya estaba haciendo preparativos despavoridos para alistarse en la Marina en cuanto cumpliera los dieciocho…, lo cual sucedería en poco más de cinco semanas.
—A ver si lo entiendo bien —había intervenido Newton Chalmers, y sus palabras habían roto el último débil puente que aún seguía tendido entre él y su hija—. Ese chico ha sido lo bastante hombre para echar un polvo pero no lo bastante para casarse…, ¿no es eso?
Polly había intentado largarse de casa en aquel momento, pero su madre la había cogido por su cuenta. Si no quería casarse, le había dicho Lorraine Chalmers con la voz tranquila, dulce y razonable que casi había vuelto loca a Polly durante su adolescencia, tendría que enviarla a casa de tía Sarah, en Minnesota. Se quedaría en Saint Cloud hasta que tuviera al bebé, y luego lo entregaría en adopción.
—Ya sé por qué quieres que me vaya —le había replicado Polly—. Es por la tía abuela Evelyn, ¿verdad? Temes que se entere de que me han preñado y te borre del testamento. Es por el dinero, ¿verdad? Yo no te importo en absoluto. No te importo una m…
La voz dulce y razonable de Lorraine Chalmers siempre había enmascarado un temperamento de gato salvaje, y en aquel momento había roto el frágil último puente que seguía tendido entre ella y Polly al cruzarle la cara de un bofetón.
Así pues, Polly había huido. Hacía tantísimo tiempo de aquello… Fue en julio de 1970.
Salió corriendo y no se detuvo hasta llegar a Denver, donde trabajó durante una temporada hasta que nació el niño en un dispensario de beneficencia que sus pacientes llamaban «el Parque de las Agujas».
Había decidido entregar al niño en adopción, pero algo, tal vez el contacto con él cuando la comadrona lo había puesto en sus brazos tras el parto, le hizo cambiar de idea. Puso al bebé el nombre de Kelton, como el abuelo paterno de Polly. La decisión de quedarse con el niño la asustó un poco porque le gustaba considerarse una chica práctica y sensata, y nada de lo que le había sucedido durante el último año encajaba con tal imagen.
Primero, la chica práctica y sensata había quedado embarazada de soltera en una época en que las chicas prácticas y sensatas, simplemente, no hacían aquellas cosas. Luego, la chica práctica y sensata había huido de su casa y había tenido a su hijo en una ciudad que no había pisado antes y de la cual no sabía nada. Y, para colmo, aquella chica práctica y sensata había decidido quedarse el bebé y llevarlo consigo hacia un futuro que no podía ver, que no podía ni siquiera intuir.
Por lo menos, no se había quedado el bebé por despecho o por desafío; nadie podría echarle eso en cara. Polly se había visto sorprendida por el amor, la más simple, poderosa e implacable de todas las emociones.
Después había reanudado su viaje. No; habían reanudado su viaje. Trabajó en diversos empleos temporales y terminaron en San Francisco, que había sido su destino, probablemente, desde que Polly saliera de Castle Rock. A principios del verano de 1971, la ciudad era una especie de Xanadú hippy, una tienda psicodélica entre colinas, llena de freaks, folkies, yippies y grupos de música con nombres como Moby Tic o los Ascensores Planta Trece.
Según la canción sobre San Francisco que popularizó Scott MacKenzie durante uno de aquellos años, se suponía que el verano era un campo de amor en la ciudad. Polly Chalmers, que no había sido el ideal de una hippy ni siquiera en aquel tiempo, no supo encontrar aquel campo de amor. El edificio donde vivían ella y Kelton estaba lleno de buzones forzados y de yonquis que llevaban el signo de la paz en torno al cuello y, las más de las veces, navajas automáticas en las botas de motorista, sucias y llenas de rozaduras.
Los visitantes más habituales del vecindario eran los portadores de citaciones judiciales, los periodistas y los policías. Muchos policías, y entonces nadie los llamaba «maderos» a la cara; los policías tampoco habían encontrado el campo del amor y estaban muy molestos por ello.
Polly solicitó el subsidio de paro y se encontró con que no llevaba en California el tiempo suficiente; tal vez con el tiempo las cosas hubiesen cambiado, pero en 1971, para una joven madre soltera, la vida era tan difícil en San Francisco como en cualquier otra parte.
Presentó una solicitud a la Asistencia Social y esperó conseguir algo por aquel conducto. A Kelton no le faltó nunca una comida, pero ella vivía al día, una mujer joven y flaca, a menudo hambrienta y siempre asustada, una mujer joven que muy pocos de sus antiguos conocidos habrían reconocido. Sus recuerdos de aquellos tres primeros años en la costa Oeste, unos recuerdos guardados en lo más hondo de su mente como unas ropas viejas en el desván, eran inconexos y extravagantes, imágenes de pesadilla. ¿No era esa la causa de gran parte de sus reparos a contar a Alan lo sucedido en aquellos años? ¿No era que, simplemente, quería mantenerlos donde estaban, sin despertarlos? Polly no había sido la única en sufrir las consecuencias dantescas de su orgullo, de su terca negativa a solicitar ayudas y a la perversa hipocresía de la época, que proclamaba el triunfo del amor libre al tiempo que marcaba a las muchachas solteras con hijos como seres al margen de la sociedad normal; también Kelton las había padecido. Kelton había sido rehén de su fortuna mientras Polly había recorrido pesadamente la senda de su sórdida cruzada de locos.
Lo horrible era que su situación había ido mejorando lentamente. En la primavera de 1972 había podido optar por fin a la ayuda estatal; le habían prometido que recibiría el primer cheque de la oficina de AS y había empezado a hacer planes para mudarse a un lugar un poco mejor, cuando se produjo el incendio.
Había recibido la llamada en el restaurante donde trabajaba y, en sus sueños, Norville, el cocinero de platos rápidos que siempre intentaba meterse en su cama por esa época, se volvía hacia ella una y otra vez, tendiéndole el teléfono, y repetía sin cesar: «Polly, es la policía. Quieren hablar contigo. Polly, es la policía. Quieren hablar contigo».
Desde luego que querían hablar con ella, porque habían encontrado los cuerpos de una mujer joven y de un niño en el tercer piso humeante del edificio de viviendas. Los dos habían quedado irreconocibles.
Ya sabían quién era el niño; si Polly no estaba en el trabajo, también sabrían quién era la mujer.
Había seguido trabajando durante tres meses tras la muerte de Kelton. Su soledad había sido tan intensa que casi se había vuelto loca, tan profunda y completa que ni siquiera había tenido conciencia de cuánto estaba sufriendo. Por fin, escribió a casa. Solo les dijo a sus padres que estaba en San Francisco, que había tenido un niño y que ya no lo tenía con ella. No habría dado más detalles aunque la hubieran amenazado con atizadores al rojo.
En esa época, volver a casa no formaba parte de sus planes —al menos de sus planes conscientes—, pero empezaba a considerar que si no restablecía algunos de sus viejos vínculos, una parte valiosa de sí misma empezaría a morir poco a poco, igual que un árbol vigoroso muere desde las ramas hasta el tronco cuando es privado de agua demasiado tiempo.
Su madre contestó enseguida al apartado de correos que Polly le dio como dirección, rogándole que volviera a Castle Rock…, que volviera a casa. Le enviaba un giro postal de setecientos dólares.
En el piso donde vivía desde la muerte de Kelton hacía mucho calor, y Polly se detuvo a tomar un vaso de agua fría a media tarea de hacer las maletas. En aquel momento se dio cuenta de que se disponía a volver a casa solo porque su madre se lo había pedido, casi suplicado. En realidad, ni había pensado en lo que hacía; un error, casi con seguridad. Era aquella conducta irreflexiva, y no el revolcón con Duke Sheehan, lo que la había llevado a la situación en que estaba.
Así pues, se sentó en su cama estrecha de soltera y consideró el asunto. Reflexionó largo y tendido. Por fin, anuló el giro y escribió una carta a su madre. Ocupaba menos de una página, pero tardó más de cuatro horas en redactarla.
«Quiero volver o, al menos, intentarlo, pero no quiero que volvamos a sacar los trapos sucios y a revolcarnos en ellos —escribió—. No sé si nadie puede conseguir lo que realmente quiero, empezar una nueva vida en un lugar viejo, pero deseo intentarlo. Se me ha ocurrido una idea: carteémonos durante un tiempo. Tú y yo, yo y papá… Me he dado cuenta de que es más difícil mostrar enfado y resentimiento cuando se escribe, de modo que probemos a comunicarnos así algún tiempo antes de hablar cara a cara.»
Se relacionaron de aquella manera durante casi seis meses, y luego, un día de enero de 1973, los señores Chalmers se presentaron a su puerta, maleta en mano. Tenían habitación en el hotel Mark Hopkins, le dijeron, y no pensaban volver a Castle Rock sin ella.
Polly reflexionó, presa de todo un abanico de emociones: rabia de que fueran tan despóticos, mortificada sorpresa ante la naturaleza dulce y casi infantil de aquella arbitrariedad, pánico porque las preguntas que tan de plano había evitado contestar en las cartas le fueran repetidas con insistencia en casa.
Prometió ir a cenar con ellos, nada más. Cualquier otra decisión tendría que esperar. Su padre le dijo que solo habían reservado una noche en el Mark Hopkins. Tendrían que prorrogar la estancia, replicó Polly.
Las viejas discusiones, tan fáciles de evitar por correspondencia, empezaron de nuevo antes de que apuraran la copa del aperitivo. Al principio fueron ligeros chispazos, pero cuando su padre continuó bebiendo, se convirtieron en un muro de fuego incontrolable. Fue su padre quien prendió la llama al decir que ambos consideraban que Polly había aprendido la lección y que era hora de enterrar el hacha de guerra. Su madre la había avivado al adoptar su voz fría, dulce y razonable de siempre. ¿Dónde está el bebé, querida? Al menos, eso tendrías que contárnoslo. Supongo que lo entregaste a las hermanas, ¿no?, dijo.
Polly reconoció aquellas voces y lo que significaban. La de su padre expresaba su necesidad de restablecer el control. Era preciso que volviera el control, a toda costa. La de su madre pretendía expresar amor y preocupación del único modo que la mujer conocía: pidiendo información. Ambas voces, tan familiares, tan amadas y tan odiadas, despertaron en Polly su vieja cólera ciega. Dejaron el restaurante a medio segundo plato, y al día siguiente, los señores Chalmers tomaron el avión de regreso a Maine sin su hija.
Tras un paréntesis de tres meses, la relación epistolar se había reanudado, al principio con ciertas vacilaciones. La madre de Polly fue la primera en escribir, disculpándose por lo desastroso del encuentro. Los ruegos para que volviera a casa desaparecieron, lo cual sorprendió a Polly… y llenó de ansiedad un rincón profundo de su ser, cuya existencia casi desconocía. Creyó percibir que su madre, por fin, la rechazaba. A la vista de las circunstancias, era una reacción estúpida e indulgente consigo misma, pero eso no cambiaba en lo más mínimo aquellos sentimientos elementales.
«Supongo que ya sabrás lo que haces —escribió a Polly—. A tu padre y a mí nos resulta difícil aceptarlo porque todavía te vemos como nuestra chiquitina. Creo que a tu padre le asustó encontrarte tan guapa y tan mayor. Y no debes tenerle muy en cuenta su comportamiento. Últimamente no se ha encontrado demasiado bien; el estómago le ha dado otro achuchón. El doctor dice que es la vesícula y que cuando acceda a pasar por el quirófano todo se arreglará, pero me preocupa verlo así.»
Polly había contestado en el mismo tono conciliador. Le resultó más sencillo hacerlo así, ahora que había empezado un curso de comercio y había pospuesto indefinidamente sus planes de regresar a Maine. Y entonces, a finales de 1975, había recibido el telegrama. Era breve y brutal: TU PADRE TIENE CÁNCER. ESTÁ MURIÉNDOSE. POR FAVOR, VUELVE A CASA. TE QUIERE, MAMÁ.
Su padre aún vivía cuando Polly llegó al hospital de Bridgton, con la cabeza dándole vueltas debido al largo viaje en avión y a los viejos recuerdos que despertaba en ella la visión de los lugares por los que iba pasando. A cada curva de la carretera que conducía desde el aeropuerto de Portland hacia las colinas altas y las montañas bajas del Maine occidental, asaltaba su mente el mismo pensamiento: ¡La última vez que vi esto, era una niña!
Newton Chalmers yacía en una habitación privada, entrando y saliendo de la inconsciencia, con cánulas en los orificios nasales y rodeado de máquinas que formaban un voraz semicírculo en torno a él. Murió tres días después. Polly tenía intención de volver enseguida a California, que ya casi consideraba su hogar, pero cuatro días después del funeral por el padre, su madre sufrió un ataque cardíaco que la dejó incapacitada.
Polly se instaló en la casa y se encargó de cuidar a su madre durante los tres meses y medio siguientes. Y cada noche, en algún momento, soñaba con Norville, el cocinero de platos rápidos del restaurante.
En aquellos sueños, Norville se volvía hacia ella una y otra vez, sosteniendo el teléfono con la mano derecha, la que tenía tatuada en el dorso un águila y la leyenda ANTES LA MUERTE QUE EL DESHONOR. «Polly, es la policía —decía Norville—. Quieren hablar contigo. Polly, es la policía. Quieren hablar contigo…»
Su madre ya se levantaba de la cama y hablaba de vender la casa y trasladarse a California con Polly (algo que no haría nunca, pero Polly no quería desengañarla; para entonces ya era más adulta y un poco más considerada), cuando le sobrevino el segundo ataque. Y así fue cómo una tarde desapacible, en marzo de 1976, Polly se encontró en el cementerio Tierra Natal, junto a su tía abuela Evelyn, contemplando el ataúd colocado en andas junto a la sepultura recién excavada de su padre.
El cuerpo de este había reposado en la cripta de Tierra Natal durante todo el invierno, a la espera de que la tierra se deshelara lo suficiente para permitir el entierro. En una de esas grotescas coincidencias que ningún novelista decente se atrevería a inventar, la inhumación del marido había tenido lugar justo el día antes de que muriera la esposa. La alfombra de césped que debía cubrir la sepultura aún no había sido repuesta; la tierra aún estaba a la vista y la tumba parecía obscenamente desnuda. La mirada de Polly no dejó de ir del féretro de su madre a la sepultura de su padre. Es casi como si ella solo estuviese esperando a que su marido recibiera una sepultura decente, reflexionó.
Cuando el breve servicio funerario terminó, la tía Evvie la llamó aparte. La última pariente viva de Polly, una anciana seca como un palillo, vestida con un gabán de hombre y con unas botas impermeables de un rojo extrañamente festivo, se detuvo junto al coche funerario de Hay & Peabody. Sostenía en la comisura de sus labios un Herbert Tareyton, y cuando Polly se acercó, pellizcó entre las uñas una cerilla y la llevó a la punta del cigarrillo. Aspiró profundamente y expulsó el humo al frío aire primaveral. Tenía el bastón (una sencilla vara de fresno; aún faltaban tres años para que le concediesen el Bastón del Post como persona de más edad del pueblo) firmemente plantado entre los pies.
Allí sentada tras la ventana, en una mecedora que habría merecido sin duda la aprobación de la anciana, Polly calculó que tía Evvie debía de tener ochenta y ocho años esa primavera —ochenta y ocho años y seguía fumando como una chimenea—, aunque su aspecto no había cambiado apenas desde que Polly era un chiquilla que esperaba un dulce del suministro, aparentemente infinito, que guardaba tía Evvie en el bolsillo de su delantal. Muchas cosas habían cambiado en Castle Rock durante los años que había estado ausente, pero tía Evvie no era una de ellas.
—Bueno, ya ha terminado —le había dicho tía Evvie con su voz ronca por el tabaco—. Ya están enterrados, Polly. Los dos, tu padre y tu madre.
A Polly, al oírla, le saltaron las lágrimas en un torrente de pesar. Al principio pensó que tía Evvie intentaría consolarla y se le puso la piel de gallina al imaginar el contacto con la anciana. No quería que la reconfortara.
Pero no tenía de qué preocuparse, en realidad. Evelyn Chalmers no había sido nunca una mujer partidaria de consolar al triste. En realidad, había reflexionado Polly tiempo después, la anciana tal vez estaba convencida de que la idea misma del consuelo era una ilusión. En cualquier caso, se quedó allí plantada con el bastón entre sus botas impermeables rojas, fumando y esperando a que las lágrimas de Polly dieran paso a unos lloriqueos y unos hipidos conforme recobraba el dominio.
Cuando lo hubo recuperado del todo, tía Evvie le preguntó:
—Ese niño que tuviste… Tu hijo…, ese con el cual tus padres perdieron tanto tiempo dándole vueltas a qué habría sido de él…, está muerto, ¿verdad?
Aunque Polly había ocultado celosamente su secreto a todo el mundo, se descubrió asintiendo.
—Se llamaba Kelton —dijo.
—Me parece un buen nombre —comentó tía Evvie. Aspiró el humo del cigarrillo y luego lo exhaló lentamente de la boca para poder inhalarlo de nuevo por la nariz, en lo que Lorraine Chalmers había denominado «doble bombeo», y arrugó esta en gesto de desagrado mientras lo hacía—. Lo supe la primera vez que viniste a verme a tu regreso. Lo vi en tus ojos.
—Hubo un incendio —explicó Polly, levantando los ojos hacia ella. Tenía un pañuelo en la mano, pero estaba tan empapado que ya no le servía para nada. Se lo guardó en el bolsillo del abrigo y utilizó los puños para enjugarse las lágrimas, frotándose los ojos con ellos como una niña pequeña que se hubiera caído del patinete y se hubiera hecho un rasguño en la rodilla—. Probablemente lo causó la muchacha que había contratado para cuidarlo.
—Una lástima —dijo tía Evvie—. ¿Quieres saber un secreto, Trisha?
Polly asintió con una ligera sonrisa. Su verdadero nombre era Patricia, pero había sido Polly para todo el mundo desde la infancia.
Para todos, menos para tía Evvie.
—El pequeño Kelton ha muerto…, pero tú no. —Tía Evvie arrojó el cigarrillo y, con un dedo índice largo y huesudo, dio unos golpecitos en el pecho a Polly para dar más énfasis a sus palabras—. Tú no. ¿Qué piensas hacer ahora?
Polly meditó la respuesta.
—Volver a California —contestó por fin—. Es lo único que sé.
—Sí, y está bien para empezar. Pero eso no basta. —Y a continuación tía Evvie dijo algo muy parecido a lo que la propia Polly diría, varios años después, cuando salió a cenar a Los Abedules con Alan Pangborn—: Tú no tienes ninguna culpa de lo sucedido, Trisha. ¿Te has convencido ya de ello?
—Yo… no lo sé.
—Eso significa que no. Hasta que lo asumas por completo, no importará adónde vayas ni qué hagas. No tendrás ninguna oportunidad.
—¿Oportunidad de qué? —preguntó Polly desconcertada.
—Oportunidad para ti. Para vivir tu propia vida. Ahora mismo tienes el aspecto de una mujer que ve fantasmas. No todo el mundo cree en ellos, pero yo sí. ¿Sabes quiénes son los fantasmas, Trisha?
Polly movió la cabeza en un lento gesto de negativa.
—Los hombres y las mujeres que no pueden superar el pasado —explicó tía Evvie—. Esos son los fantasmas de verdad, y no ellos —continuó, señalando con el brazo extendido el ataúd dispuesto todavía sobre las andas junto a la tumba recién excavada—. Los muertos muertos están. Los enterramos, y enterrados quedan.
—Pero yo pienso…
—Sí —la cortó tía Evvie—. Ya sé que lo haces. Pero ellos no. Tu madre y mi sobrino, no. Ni tampoco tu hijo, el que murió mientras estuviste fuera. ¿Comprendes lo que te digo?
Sí, Polly lo comprendía un poco.
—Tienes razón al no querer quedarte aquí, Polly. Al menos, de momento. Regresa donde estabas. O vete a otro lugar nuevo: Salt Lake City, Honolulu, Bagdad, a donde te parezca… No importa porque, tarde o temprano, volverás aquí. Estoy segura de ello; este lugar te pertenece y tú perteneces a él. Está escrito en cada rasgo de tu cara, en tu modo de caminar, en tu manera de hablar, incluso en tu gesto de entornar los ojos cuando miras a un desconocido. Castle Rock fue hecho para ti y tú para él. De modo que no hay prisa; «Ve a donde quieras», como dicen las Escrituras, pero ve allí viva, Trisha. No seas uno de esos fantasmas. Si te conviertes en uno de ellos, quizá sea mejor que no regreses.
La anciana miró a su alrededor con aire meditabundo, girando la cabeza por encima del bastón, antes de añadir:
—Este condenado pueblo ya tiene suficientes fantasmas.
—Lo intentaré, tía Evvie.
—Sí, sé que lo harás; lo llevas en tu carácter, también. —Tía Evvie la estudió detenidamente—. Eras una niña lista y emprendedora, aunque nunca tuviste mucha suerte. Pero, en fin, la suerte es para los estúpidos, para los pobres diablos que no tienen otra esperanza a que aferrarse. En cuanto a ti, me da la impresión de que sigues siendo lista y emprendedora, y eso es lo importante. Creo que lo conseguirás. —Luego, con brusquedad, casi con arrogancia, añadió—: Te quiero, Trisha Chalmers. Siempre te he querido.
A continuación, con el tacto habitual que emplean jóvenes y mayores a la hora de mostrarse afecto, se dieron un abrazo. Polly aspiró el viejo aroma del sachet de tía Evvie, un suave perfume de violetas que la hizo llorar de nuevo.
Cuando terminó el abrazo, tía Evvie se llevó la mano al bolsillo del gabán. Polly creyó que iba a sacar un pañuelo, pensando con gran asombro que por fin, después de tantos años, iba a verla llorar. Pero se equivocaba. En lugar del pañuelo, la anciana extrajo del bolso un solitario caramelo, como en aquellos tiempos de su infancia, cuando Polly Chalmers era una chiquilla con las trenzas colgando sobre la pechera de su blusa marinera.
—¿Quieres un dulce, cariño? —le preguntó con afectuosa alegría.
13
El crepúsculo había empezado a extenderse por el firmamento.
Polly se enderezó en la mecedora, consciente de que casi se había quedado dormida. Se dio un golpe en una de las manos y una intensa punzada de dolor le subió por el brazo antes de ser reemplazada una vez más por aquel hormigueo cálido y de mal agüero. Esta vez iba a pasarlo fatal. Aquella misma noche, o tal vez al día siguiente, el dolor sería terrible.
No te preocupes por lo que no puedes cambiar, Polly. En cambio, hay una cosa que sí puedes, que debes cambiar. Tienes que decirle a Alan la verdad acerca de Kelton. Tienes que dejar de guardar ese fantasma en tu corazón.
Pero otra voz se alzó en respuesta; una voz irritada, asustada, clamorosa. La voz del orgullo, supuso, nada más, pero se quedó asombrada de la fuerza y el ardor con que exigía que aquellos viejos tiempos, que aquella vida pasada, no fueran exhumados… ni por Alan, ni por nadie. Que, por encima de todo, la breve vida y la penosa muerte de su hijo no debían ser entregadas a la lengua afilada y perversa de la habladuría popular.
¿Qué tontería es esa, Trisha?, preguntó en su mente tía Evvie, la anciana que había muerto a tan avanzada edad, dándole al doble bombeo con sus queridos Herbert Tareyton hasta el final. ¿Qué importa que Alan sepa cómo murió en realidad Kelton? ¿Qué importa si se enteran todas las viejas cotorras del pueblo, desde Lenny Partridge hasta Myrtle Keeton? ¿Crees que a alguien le importa ya un pimiento tu bombo, tonta? No te hagas ilusiones; lo tuyo ya es agua pasada. Apenas merece una segunda taza de café en Nan’s.
Tal vez fuera cierto, pero el niño había sido suyo. Sí, maldita fuera, suyo. Durante su vida y en su muerte, había sido suyo. Y ella también había sido suya, no de su padre, de su madre o de Duke Shehan. Solo se había pertenecido a sí misma. Aquella chica asustada y solitaria que se lavaba las medias cada noche en el fregadero oxidado de la cocina porque solo tenía tres pares, la chica asustada que siempre tenía un afta a punto de salirle en la comisura de los labios o en las aletas de la nariz, la muchacha que a veces se sentaba junto a la ventana que daba al patio de luces y posaba la frente febril sobre los brazos y lloraba, aquella chica le pertenecía. Los recuerdos de sí misma y de su hijo juntos en la oscuridad de la noche, de Kelton mamando de sus pequeños pechos mientras ella leía una novela de bolsillo de John D. MacDonald y las sirenas inconexas ululaban a través de las calles empinadas y abigarradas de la ciudad, aquellos recuerdos eran suyos. Las lágrimas que había vertido, los silencios que había soportado, las largas tardes nebulosas en el restaurante, tratando de evitar las manos largas y los dedos rápidos de Norville Bates, la vergüenza con la que había firmado finalmente una paz incómoda, la independencia y la dignidad que había intentado mantener con tanta decisión y de manera tan poco concluyente… todas aquellas cosas eran suyas, y el resto del pueblo no debía compartirlas.
Polly, la cuestión no es lo que compartas con el pueblo, y lo sabes. La cuestión es lo que compartas con Alan.
Sentada en la mecedora, movió la cabeza a un lado y a otro, completamente inconsciente de que estaba haciendo aquel gesto de negación. Pensó que, probablemente, había oído demasiadas veces dar las tres de la madrugada en interminables noches oscuras para decidirse a revelar su paisaje interior sin oponer resistencia.
Más adelante se lo contaría todo a Alan (Polly ni siquiera había tenido intención de ocultar la verdad completa durante tanto tiempo), pero aún no había llegado el momento. Desde luego que no…, sobre todo cuando sus manos le decían que en los días siguientes no iba a ser capaz de pensar apenas en nada más que en ellas.
Oyó sonar el teléfono. Debía de ser Alan, que llegaba de patrullar y quería saber cómo estaba. Polly se incorporó y cruzó la sala hasta el aparato. Lo descolgó cuidadosamente con ambas manos, dispuesta a decirle lo que creía que él quería escuchar. La voz de tía Evvie intentó entrometerse, intentó decirle que su comportamiento era inadecuado, infantil y autocomplaciente; tal vez incluso peligroso. Polly acalló la voz rápidamente, con aspereza.
—¿Diga? —respondió con animación—. ¡Ah, hola, Alan! ¿Cómo estás? Estupendo.
Polly escuchó unos momentos y sonrió. Si hubiera observado su imagen en el espejo del pasillo, habría visto una mujer que parecía estar gritando, pero no miró.
—Bien, Alan —contestó—. Me encuentro bien.
14
Casi era hora de salir para el hipódromo.
Casi.
—Vamos —susurró Danforth Keeton. El sudor le resbalaba por el rostro como si fuera aceite—. Vamos, vamos, vamos.
Estaba sentado, encorvado sobre Boleto Ganador. Había barrido todo lo demás del escritorio para hacerle sitio y se había pasado casi todo el día jugando con él. Había empezado con su ejemplar de Historia del Turf: cuarenta años del derbi de Kentucky. Había corrido al menos dos docenas de Derbys, dando a los caballitos de latón de Boleto Ganador el nombre de los participantes con los gestos exactos que había descrito el señor Gaunt. Y los caballitos de latón que llevaban el nombre de los caballos ganadores del derbi según el libro habían llegado en cabeza cada vez. Era asombroso, tan asombroso que ya eran las cuatro de la tarde cuando se dio cuenta de que había pasado todo el día reviviendo carreras del pasado, y había diez absolutamente nuevas que se celebrarían en el hipódromo de Lewiston aquella misma tarde.
Todo aquel dinero esperándolo…
Durante la última hora, el ejemplar del día del Daily Sun de Lewiston había permanecido a la izquierda del tablero de Boleto Ganador, doblado por la página de las carreras. A la derecha tenía una hoja de papel que había arrancado de la agenda. En la hoja, con la letra grande y apresurada de Keeton, aparecía escrita la siguiente lista:
1.ª Carrera: BAZOOKA JOAN
2.ª Carrera: FILLY DELFIA
3.ª Carrera: TAMMY’S WONDER
4.ª Carrera: I’M AMAZED
5.ª Carrera: BY GEORGE
6.ª Carrera: PUCKY BOY
7.ª Carrera: CASCO THUNDER
8.ª Carrera: DELIGHTFUL SON
9.ª Carrera: TIKO-TIKO
Solo eran las cinco de la tarde, pero Danforth Keeton ya estaba corriendo la última carrera de la noche. Los caballos traqueteaban y oscilaban a lo largo de las ranuras. Uno de ellos tomó seis largos de delantera y cruzó la línea de llegada con gran ventaja sobre los demás.
Keeton cogió el periódico y repasó de nuevo el programa de carreras de la sesión. Su rostro despedía tal luminosidad que parecía un santo de los altares.
—¡Malabar! —musitó, y agitó los puños en el aire. El lápiz que tenía asido salió volando y cayó como una aguja de coser fugitiva—. ¡Es Malabar! ¡Treinta a uno! ¡Treinta a uno, por fin! ¡Malabar, Dios santo!
Garabateó el nombre en el papel con entrecortados jadeos. Cinco minutos después, el juego del Boleto Ganador estaba a buen recaudo en el armario del despacho y Danforth Keeton salía camino de Lewiston en su Cadillac.