SIETE

1

El viernes, 11 de octubre, fue un día excelente para la tienda más nueva de Castle Rock, sobre todo cuando la mañana dejó paso a la tarde y la gente empezó a cobrar la paga semanal. Tener dinero fresco en la mano era un incentivo para visitar la tienda, y también lo eran los comentarios favorables de quienes se habían detenido a husmear en ella el miércoles anterior. Naturalmente, cierto número de vecinos opinaba que no se podía confiar en el juicio de una gente lo bastante vulgar para entrar en un establecimiento el mismísimo día de la inauguración, pero quienes así pensaban eran una minoría, y la campanilla de plata de la puerta de Cosas Necesarias tintineó alegremente todo el día.

Desde el miércoles, el señor Gaunt había recibido o desembalado nuevas remesas de mercaderías. A los interesados en el asunto les resultaba difícil de creer que se hubiera efectuado una entrega de material, pues nadie había visto ningún camión de transporte, pero el detalle no tenía gran importancia, en cualquier caso. Aquel viernes, en Cosas Necesarias había muchos más objetos a la venta, y eso era lo que contaba.

Muñecas, por ejemplo. Y rompecabezas de madera bellamente trabajados, algunos por ambos lados. También había un juego de ajedrez único, cuyas piezas eran fragmentos de cristal de roca tallados en forma de animales africanos por alguna mano primitiva pero dotada de un talento fabuloso: jirafas a medio galope como caballos, rinocerontes con la cabeza agachada en actitud combativa en lugar de las torres, chacales por peones, reyes leones y sinuosos leopardos por reinas. Había un collar de perlas negras visiblemente caro —cuánto, nadie se atrevió a preguntarlo (al menos, aquel primer día)—, pero cuya belleza hacía casi doloroso admirarlo; varios visitantes de Cosas Necesarias volvieron a sus casas con una sensación de melancolía y de extraña inquietud, y con la imagen del collar de perlas meciéndose en la oscuridad justo detrás de sus ojos, negro sobre negro. Y no todos los que salían de la tienda en aquel estado eran mujeres.

También había una pareja de marionetas danzantes ataviadas como bufones y una cajita de música, antigua y tallada con maestría. El señor Gaunt comentó respecto a ella que estaba seguro de que al abrirla sonaba una melodía insólita, si bien no recordaba cuál era. La cajita estaba cerrada y el hombre no tuvo apuro en reconocer que el comprador tendría que encontrar a alguien que le fabricara una llave para ella, y comentó que aún había algunos viejos artesanos capaces de llevar a cabo tal encargo. Varias personas le preguntaron si podrían devolver la cajita de música en el caso de que, efectivamente, consiguieran abrir la tapa y descubrieran que la melodía no era de su gusto. Ante tal pregunta, el señor Gaunt se limitó a sonreír y a señalar un rótulo nuevo colgado en la pared, que rezaba:

NO SE ADMITEN DEVOLUCIONES

NI SE EFECTÚAN CAMBIOS

CAVEAT EMPTOR!

—¿Qué significa eso? —preguntó Lucille Dunham. Lucille trabajaba de camarera en la cafetería de Nan y se había decidido a entrar con su amiga Rose Ellen Myers durante el descanso para el desayuno.

—Significa que si te da gato por liebre, tú te quedas el gato y él se queda los cuartos —respondió Rose Ellen. Al momento, vio que el señor Gaunt la había oído (aunque la mujer habría jurado que apenas un segundo antes lo había visto en el extremo opuesto de la tienda) y se puso roja como un tomate.

El señor Gaunt, sin embargo, se limitó a soltar una breve risilla.

—Exacto —dijo a continuación—. ¡Eso es exactamente lo que significa!

Un revolver de cañón largo en una caja, con una tarjeta ante ella que decía NED BUNTLINE ESPECIAL; una marioneta de madera de un chico pelirrojo, pecoso y con una sonrisa amistosa permanente (PROTOTIPO DE TÍTERE, decía la tarjeta); cajas de papel de carta y sobres, muy bonitos pero nada extraordinarios; una selección de postales antiguas; juegos de escritorio; pañuelos de lino; animales disecados. Parecía haber un objeto para cada gusto y —aunque no había una sola etiqueta de precio en todo el local— para cada presupuesto.

Aquel día, al señor Gaunt el negocio le fue de maravilla. La mayoría de los objetos que vendió eran bonitos, pero nada excepcionales. Con todo, consiguió hacer algunos tratos «especiales», y todos ellos se produjeron durante los contados períodos en los que solo había en la tienda un único cliente.

—Cuando el negocio se tranquiliza, yo me inquieto —le comentó con su amistosa sonrisa a Sally Ratcliffe, la profesora de dicción de Brian Rusk—. Y cuando me pongo nervioso, a veces me vuelvo atolondrado. Mala cosa para el vendedor, pero excelente para el comprador.

La señorita Ratcliffe era miembro devoto de la grey baptista del reverendo Rose, había conocido en la iglesia a su prometido, Lester Pratt, y además de la chapa con el lema NO A LA NOCHE DE CASINO lucía otra que decía ¡YO SOY UNO DE LOS SALVADOS! ¿Y TÚ? La astilla con la tarjeta MADERA PETRIFICADA DE TIERRA SANTA llamó de inmediato su atención, y no puso reparos cuando el señor Gaunt sacó el objeto de la vitrina y se lo depositó en la mano. Compró la reliquia por diecisiete dólares y la promesa de gastar una pequeña broma inocua a Frank Jewett, el director de la escuela secundaria de Castle Rock. Sally Ratcliffe dejó la tienda con aire lánguido y abstraído cinco minutos después de entrar.

El señor Gaunt se había ofrecido a envolverle la compra, pero la maestra había rehusado diciendo que prefería llevarlo tal cual. Quien la viera alejarse por la acera no habría podido asegurar si sus pies tocaban el suelo o flotaban sobre él.

2

La campanilla de plata tintineó.

Cora Rusk entró en el local decidida a comprar la foto de El Rey y sufrió una terrible decepción cuando el señor Gaunt le dijo que ya la había vendido. Cora quiso saber quién la había comprado.

—Lo siento —le respondió el señor Gaunt—, pero fue una mujer de otro estado. El coche que conducía llevaba matrícula de Oklahoma.

—¡La hemos hecho buena…! —exclamó con voz colérica y con profunda zozobra. Cora no se había dado perfecta cuenta de lo mucho que codiciaba aquella foto hasta que el señor Gaunt le había informado de que ya no estaba.

Henry Gendron e Yvette, su esposa, estaban en la tienda durante aquel encuentro, y el señor Gaunt pidió a Cora que aguardara un minuto mientras los atendía. Creía tener otra cosa, le dijo, que quizá le resultaría aún más interesante. Cuando hubo vendido a los Gendron un osito de peluche —un regalo para su hija— y los hubo despachado, pidió a Cora que esperara un momento más mientras buscaba en la trastienda. Cora esperó, pero sin gran interés o expectación. Un plomizo abatimiento se había adueñado de ella. La mujer había visto cientos de fotos de El Rey, miles tal vez, y tenía media docena de ellas excelentes, pero aquella le había parecido… especial, de algún modo. Odió a la mujer de Oklahoma.

Momentos después, el señor Gaunt regresó con una funda de gafas de piel de lagarto. La abrió y enseñó a Cora unas gafas de aviador con los cristales ahumados de un tono gris intenso. A la mujer se le cortó el aliento y se llevó la mano derecha al cuello, presa de un temblor.

—¿Son las…? —empezó a decir, pero no pudo continuar.

—… las gafas de sol de El Rey —asintió el señor Gaunt con gesto grave—. Una de los sesenta pares que tenía. Aunque me han dicho que estas eran sus favoritas.

Cora compró las gafas de sol por diecinueve dólares y cincuenta centavos.

—También quiero que me proporciones una pequeña información. —El señor Gaunt miró a Cora con un destello en los ojos—. Llamémoslo un recargo, ¿te parece?

—¿Información? —inquirió Cora dubitativa—. ¿Qué clase de información?

—Mira ahí fuera, Cora.

Ella obedeció, pero sus manos no soltaron las gafas ni un instante. Al otro lado de la calle, el coche 1 de la policía de Castle Rock estaba aparcado ante The Clim Joint. Alan Pangborn conversaba en la acera con Bill Fullerton.

—¿Ves a ese hombre? —preguntó Gaunt.

—¿Quién? ¿Bill Ful…?

—No, tonta —dijo Gaunt—. El otro.

—¿El comisario Pangborn?

—Exacto.

—Sí, lo veo.

Cora se sentía embotada y aturdida. La voz de Gaunt parecía llegarle desde una gran distancia. No podía dejar de pensar en su compra, en las maravillosas gafas de sol. Deseaba llegar a casa para probárselas… Pero, por supuesto, no podía marcharse hasta que Gaunt se lo permitiera, porque la transacción no estaría ultimada hasta que él lo dijera.

—Tiene todo el aspecto de lo que mis compañeros de profesión llaman una venta difícil —comentó el señor Gaunt—. ¿Qué opinas de él, Cora?

—Es listo —respondió ella—. Nunca será como el viejo comisario George Bannerman, según dice mi marido, pero es listo como un zorro.

—¿De veras? —La voz de Gaunt había adquirido de nuevo aquel tono insistente y cansino. Sus ojos, convertidos en dos rendijas, no se apartaron un solo instante de Alan Pangborn—. Bueno, ¿quieres saber un secreto, Cora? No me gusta demasiado la gente lista, y me molestan mucho las ventas difíciles. De hecho, me repugnan las ventas difíciles. No confío en la gente que siempre quiere repasar las cosas buscando taras antes de comprar.

Cora no dijo nada. Se limitó a seguir donde estaba, con la funda y las gafas de sol de El Rey en la mano izquierda y la vista perdida más allá del cristal de la puerta.

—Si quisiera que alguien vigilara las idas y venidas de un tipo listo como el comisario, ¿quién crees que sería el más indicado?

—Polly Chalmers —respondió Cora con voz narcotizada—. Está coladísima por él.

Gaunt movió la cabeza en un gesto seco de negativa. Su mirada siguió atentamente al comisario cuando este se acercó al coche patrulla, volvió la cabeza unos instantes hacia Cosas Necesarias, se sentó al volante y se alejó calle abajo.

—Polly no sirve.

—¿Sheila Brigham? —apuntó Cora dubitativa—. Es la encargada de la centralita en la comisaría.

—Buena idea, pero tampoco me sirve. Otra venta difícil. En todos los pueblos hay algunas, Cora. Una lástima, pero así son las cosas.

Cora siguió pensando en su estado distante y adormilado.

—¿Eddie Warburton? —propuso por fin—. Es el portero del ayuntamiento.

A Gaunt se le iluminó el rostro.

—¡El conserje! —exclamó—. ¡Sí! ¡Excelente! ¡Realmente excelente!

Se inclinó hacia Cora y le estampó un beso en la mejilla.

Ella se echó atrás con una mueca, restregándose frenéticamente la zona donde se había producido el contacto. Escapó de su garganta un breve sonido, como una náusea, pero Gaunt no pareció darse cuenta. Una sonrisa ancha y radiante le cruzaba el rostro.

Cora dejó la tienda (frotándose todavía la mejilla con la palma de la mano) en el momento en que entraban Stephanie Bonsaint y Cyndi Rose Martin, del club de bridge de Ash Street. Cora, en su apresuramiento, estuvo a punto de arrollar a Steffie Bonsaint; tenía unos deseos terribles de llegar a casa lo antes posible. De llegar a casa y ponerse de una vez aquellas gafas. Pero, antes de hacerlo, quería lavarse la cara y librarse de aquel beso repulsivo. Lo notaba en la piel, ardiente como una fiebre insidiosa.

Sobre la puerta, la campanilla de plata emitió su tintineo.

3

Mientras Steffie se detenía junto al escaparate, absorta en los dibujos cambiantes del viejo calidoscopio que había descubierto allí, Cyndi Rose se acercó al señor Gaunt y le recordó que en su visita del miércoles le había dicho que tal vez tendría un jarrón de Lalique a juego con el que había comprado ese día.

—Bueno —respondió el señor Gaunt, sonriéndole con una expresión que parecía preguntar a la mujer si era capaz de guardar un secreto—, quizá lo tenga. ¿Podría librarse de su amiga un par de minutos?

Cyndi Rose pidió a Steffie que se adelantara hasta la cafetería de Nan y fuera pidiéndole una taza de café; ella iría enseguida, le aseguró. Steffie obedeció, pero con una expresión de desconcierto.

El señor Gaunt pasó a la trastienda y regresó con un jarrón de Lalique. Cyndi Rose comprobó que no solo hacía juego con el que ya tenía, sino que era su pareja idéntica.

—¿Cuánto? —inquirió mientras acariciaba la suave curva del jarrón con un dedo no del todo firme. Entonces evocó con cierta desilusión la satisfacción que había sentido el miércoles al adquirir el anterior a precio de saldo.

El hombre, al parecer, no había hecho más que echarle el cebo. Y ahora que la tenía prendida en el anzuelo, empezaría a recoger el sedal. Aquel segundo jarrón no iba a ser una ganga de treinta y un dólares; esta vez, estaba segura de que el señor Gaunt le exprimiría el bolsillo. Pero, a pesar de todo, deseaba tenerlo para acompañar al primero en la repisa de la chimenea del salón; sí, lo deseaba ardientemente.

Por eso, casi no pudo creer lo que oía cuando Leland Gaunt respondió:

—Ya que es mi primera semana, ¿por qué no lo dejamos en una oferta especial: dos por el precio de uno? Aquí tiene, querida; disfrútelo.

Su sorpresa fue tal que el jarrón estuvo a punto de resbalársele de las manos cuando el señor Gaunt lo depositó en ellas.

—Pero… he entendido que decía…

—Has entendido bien —la interrumpió él, y de pronto, Cyndi Rose descubrió que no podía apartar la vista de sus ojos. Francie se equivocó con ellos, pensó de forma vaga, remota y distraída. No son verdes, sino grises. Gris oscuro—. Aunque sí quiero pedirte a cambio una cosa.

—¿Una cosa?

—Sí… ¿Conoces a un ayudante del comisario que se llama Norris Ridgewick…?

La campanilla de plata de la puerta tintineó de nuevo.

Everett Frankel, el ayudante técnico sanitario que trabajaba para el doctor Van Allen, compró la pipa que Brian Rusk había visto en su visita previa a la inauguración de Cosas Necesarias; Frankel la adquirió por doce dólares y el compromiso de gastar una broma a Sally Ratcliffe. El pobre Slopey Dodd, el tartamudo que asistía a logopedia de los martes por la tarde con Brian, compró una tetera de peltre para el aniversario de su madre. Le costó setenta y un centavos… y la promesa, formulada sin reservas, de gastarle una broma muy divertida a Lester Pratt, el novio de Sally. El señor Gaunt le dijo a Slopey que, cuando llegara el momento, él mismo le proporcionaría los contados objetos que necesitaría para llevar a cabo la broma. Slopey comentó que aquello se-se-sería estu-tu-tu-pendo. June Gavineaux, esposa de uno de los dueños de granjas lecheras más ricos de la región, se quedó una vasija de cloisonné por noventa y siete dólares y el compromiso de gastar una bromita al padre Brigham, de Nuestra Señora de las Aguas Serenas. No mucho después de que la mujer se hubiera marchado, el señor Gaunt cerró un trato que incluía gastarle una broma parecida al reverendo Willie.

Fue un día ajetreado y fructífero, y cuando colgó por fin en el cristal de la puerta el rótulo de CERRADO y corrió la cortina, Gaunt estaba cansado pero satisfecho. El negocio había funcionado espléndidamente e incluso había dado un paso para asegurarse de que el comisario Pangborn no sería un estorbo. Eso era magnífico. La inauguración era la parte más agradable de su operación, pero siempre resultaba tensa y, en ocasiones, incluso podía ser arriesgada. Por supuesto, tal vez se equivocaba acerca de Pangborn, pero Gaunt había aprendido a fiarse de su instinto en tales asuntos, y el comisario le parecía un hombre del cual era mejor mantenerse a distancia… al menos hasta que estuviera en condiciones de enfrentarse a él llevando la iniciativa.

El señor Gaunt calculó que iba a ser una semana terriblemente atareada y que en el pueblo se armaría un buen número de líos antes de que terminara.

Sí, un buen montón de líos.

4

Eran las seis y cuarto de la tarde del viernes cuando Alan detuvo el coche en el camino particular de la casa de Polly y apagó el motor. La mujer estaba en la puerta, esperándolo, y lo besó cálidamente. Alan vio que se había enfundado los guantes incluso para aquella brevísima incursión al frío y frunció el ceño.

—No empecemos —protestó ella—. Hoy las tengo un poco mejor. ¿Has traído el pollo?

El comisario sostuvo en alto las bolsas blancas salpicadas de grasa.

—Soy vuestro servidor, señora mía.

Ella le hizo una pequeña reverencia.

—Y yo, la vuestra.

Tomó las bolsas de las manos de él y le hizo pasar a la cocina. Alan tomó una silla de las que circundaban la mesa, le dio la vuelta y se sentó a horcajadas, apoyando los brazos en el respaldo mientras la observaba despojarse de los guantes y colocar el pollo asado en una fuente de cristal. Había comprado el pollo en Cluck-Cluck Tonite. El establecimiento tenía un nombre horriblemente rural, pero el pollo era bastante bueno (las almejas eran otro cantar, según Norris). El único problema cuando uno vivía a treinta kilómetros de distancia era que el pollo se enfriaba…, pero precisamente para remediar aquello se habían inventado los hornos microondas, pensaba Alan. De hecho, a su modo de ver, los tres únicos servicios aceptables que podía ofrecer un microondas eran recalentar el café, hacer palomitas de maíz y dar el toque final a la comida preparada en lugares como el Cluck-Cluck Tonite.

—¿De veras notas una mejoría? —insistió mientras ella introducía la fuente en el horno y pulsaba los botones correspondientes. No era preciso ser más concreto; los dos sabían a qué se refería.

—Solo un poco —reconoció ella—, pero estoy bastante segura de que pronto estarán mucho mejor. Empiezo a notar hormigueos de calor en las palmas, y normalmente eso indica que empieza la mejoría.

Polly sostuvo las manos en alto. Al principio de conocer a Alan, se había sentido dolorosamente avergonzada de aquellas manos torcidas y deformadas, y aún le producía cierta incomodidad mostrárselas, pero había llegado a aceptar el interés del hombre como parte del amor que sentía por ella. Él, por su parte, seguía viéndolas rígidas y torpes, como si Polly llevara puestos unos guantes invisibles; unos guantes confeccionados por un operario tosco y descuidado que se los hubiera enfundado y los hubiera cosido a sus muñecas para siempre.

—¿Has tomado alguna pastilla?

—Solo una. Esta mañana.

En realidad había tomado tres —dos por la mañana y una a primera hora de la tarde— y el dolor no había sido más soportable que el día anterior. Polly temía que el hormigueo al que se había referido no fuera otra cosa que figuraciones de su imaginación. No le gustaba engañar a Alan, pues estaba convencida de que el amor y las mentiras rara vez combinaban bien, y nunca a largo plazo; sin embargo, había estado sola mucho tiempo y una parte de ella aún se sentía aterrada ante la continua solicitud del hombre. Confiaba en él, pero le daba miedo que supiera demasiadas cosas de ella.

Alan se había vuelto cada vez más insistente con el tema de la clínica Mayo y Polly sabía que, si el hombre se hacía una idea cabal de lo terrible que era el dolor en aquella ocasión, se pondría aún más pesado. Ella no quería que sus malditas manos se convirtieran en el componente más importante de su amor… y quizá temía también el diagnóstico que pudiera resultar de una consulta en un lugar como la clínica Mayo. Se sentía capaz de vivir con el dolor; de lo que no estaba segura era de poder hacerlo sin esperanza.

—¿Quieres sacar las patatas del horno? —preguntó—. Quiero llamar a Nettie antes de sentarnos a cenar.

—¿Qué le sucede a Nettie?

—Tiene el estómago revuelto. Hoy no ha venido a trabajar y quiero asegurarme de que no es una gripe intestinal. Rosalie dice que hay una verdadera epidemia, y a Nettie le dan pánico los médicos.

Alan, que conocía el modo de pensar de Polly Chalmers mucho mejor de lo que la mujer habría creído posible, se dijo: ¡Vaya, mira quién fue a hablar!, mientras Polly se dirigía hacia el teléfono. Alan era un policía y no podía prescindir de sus dotes de observación cuando estaba fuera de servicio. Era un reflejo automático que ya ni siquiera intentaba reprimir. De haber sido un poco más observador durante los últimos meses de vida de Annie, quizá ella y Todd aún estarían vivos.

Había advertido los guantes que Polly llevaba puestos al acudir a la puerta. Había advertido que se los quitaba con los dientes, en lugar de tirar de ellos con los dedos de la mano contraria. La había observado mientras colocaba el pollo en la fuente y se había percatado de la ligera mueca que tensaba su boca al levantar la fuente para introducirla en el microondas. Todo aquello eran malas señales, y se acercó a la puerta que separaba la cocina del salón con la intención de observar si Polly marcaba el número con seguridad o con torpeza y esfuerzo. Aquel era uno de los métodos más fiables para medir la intensidad de sus dolores. Y lo que escuchó le proporcionó el primer signo de esperanza. Al menos, por tal lo tomó.

Polly marcó el número de Nettie con gesto rápido y confiado, y desde el otro extremo de la sala, Alan no alcanzó a advertir que tanto el teléfono desde el cual hacía la llamada como los demás de la casa habían sido sustituidos aquel mismo día por unos aparatos de teclas más grandes de lo normal. El hombre volvió a la cocina, pero no dejó de prestar atención, aguzando el oído.

—¿Nettie? Hola… Estaba a punto de colgar. ¿Te he despertado…? ¿Sí…? ¡Oh…! Bueno, ¿qué tal estás…? ¡Ah, bien…! Me he acordado de ti… No, tengo la cena resuelta; Alan ha traído pollo asado de ese sitio de Oxford, el Cluck-Cluck… Sí, claro, ¿verdad?

Alan sacó una bandeja de uno de los armarios colgados sobre la encimera, mientras pensaba: Me esta mintiendo respecto a las manos. No importa lo bien que maneje el teléfono, las tiene tan mal como el año pasado, o incluso peor.

La idea de que Polly le hubiera mentido no lo desanimó apenas; su postura respecto a la ocultación de la verdad era mucho más indulgente que la de ella. Por ejemplo, estaba lo del niño. Lo había tenido a principios de 1971, unos siete meses después de dejar Castle Rock en un autobús de la Greyhound. Polly le había contado que el bebé —un varón al que había puesto el nombre de Kelton— había muerto en Denver a los tres meses de nacer. Síndrome de muerte súbita infantil; la peor pesadilla para la reciente madre. Era una historia perfectamente posible y Alan no había tenido la menor duda de que, en efecto, Kelton Chalmers estaba muerto. El relato de Polly solo tenía un problema: no era verdad. Alan era policía y reconocía una mentira en cuanto la oía.

(excepto si era Annie quien la decía)

Sí, pensó. Excepto si era Annie quien la decía. La excepción quedó debidamente anotada en el registro.

¿Qué le decía que Polly estaba mintiendo? ¿La rapidez del parpadeo de sus ojos, su mirada demasiado abierta y fija? ¿El gesto de su mano al levantarse para dar ligeros tirones del lóbulo izquierdo? ¿El movimiento de cruzar y descruzar las piernas, aquel ademán instintivo en los niños que venía a decir «estoy mintiendo»?

Todo ello y, a la vez, nada en concreto. Básicamente, era un zumbido que se le había disparado dentro de la cabeza, igual que se dispara la alarma de un arco de detección de metales en un aeropuerto cada vez que pasa por él algún tipo con una placa metálica en el cráneo.

La mentira no lo enfureció ni lo preocupó. Había quien mentía por interés, quien mentía por dolor, quien lo hacía por la simple razón de que la noción de decir la verdad le resultaba absolutamente ajena, y había personas que mentían porque esperaban el momento oportuno para revelar la verdad. A Alan le dio la impresión de que la falsa historia de Polly acerca de Kelton entraba en esta última categoría, y se contentó con esperar. Algún día, ella se decidiría a confiarle sus secretos. No había prisa.

No había prisa. El mero hecho de pensar aquello ya era un lujo.

La voz de Polly —que le llegaba desde el salón, modulada y serena y, de algún modo, perfecta— también parecía un lujo. Alan todavía no había superado el sentimiento de culpabilidad por el mero hecho de estar allí y saber dónde guardaba Polly todos los platos y utensilios, de saber en qué armario del dormitorio tenía las medias de nailon y hasta dónde llegaba la línea exacta de su bronceado de verano, pero nada de aquello importaba cuando escuchaba su voz. Aquello solo tenía en realidad una explicación, un hecho simple que se imponía a todo lo demás: el sonido de la voz de Polly se estaba convirtiendo en el sonido del hogar.

—Puedo acercarme más tarde si quieres, Nettie… ¿De veras…? Bueno, sí; probablemente es lo mejor… ¿Mañana…?

Polly se echó a reír con un sonido claro, agradable, que a Alan siempre le hacía sentir que el mundo, de algún modo, se revitalizaba. El hombre reflexionó para sí que sería capaz de esperar mucho tiempo a que Polly le desvelase sus secretos, si seguía dedicándole risas como aquella de vez en cuando.

—¡Cielos, no! ¡Mañana es sábado! ¡Pienso pasarme el día acostada y pecando!

Alan sonrió. Abrió el cajón de debajo de la cocina, encontró un par de manoplas y abrió el horno convencional. Una patata, dos patatas, tres patatas, cuatro. ¿Cómo diablos se le había ocurrido a Polly que serían capaces de comerse cuatro patatas asadas grandes entre los dos? Pero, por supuesto, ya sabía por anticipado que iba a encontrar demasiadas, porque era típico de Polly. Sin duda, tras el hecho de aquellas cuatro patatas se ocultaba otro secreto, y algún día, cuando conociera todos los porqués (o la mayoría de ellos, o aunque solo fuera algunos), tal vez desaparecerían sus sentimientos de culpa y de indiferencia.

Sacó las patatas del horno. Un momento después, el microondas emitió su pitido.

—¡Tengo que dejarte, Nettie…!

—¡Ya está! —gritó Alan—. ¡Lo tengo todo bajo control! ¡No olvide que soy policía, señora!

—… pero llámame si necesitas algo. ¿Seguro que te encuentras bien…? Y si no, me lo dirías, ¿verdad, Nettie…? Está bien… ¿Qué…? No, solo preguntaba… Tú también… Buenas noches, Nettie.

Cuando Polly volvió a la cocina, Alan había puesto el pollo en la mesa y estaba ocupado pelándole una de las patatas en el plato.

—¡Alan, cariño! ¡No era preciso que lo hicieras…!

—Entra todo en el servicio, señora.

Otra cosa que Alan había acabado por comprender era que cuando Polly tenía las manos tan mal, la vida se convertía para ella en una serie de pequeños combates terriblemente penosos; los gestos normales de la vida cotidiana se transformaban en una serie de obstáculos agotadores, y el castigo por el fracaso era la vergüenza, además del dolor. Llenar el lavaplatos. Echar leña al fuego de la chimenea. Utilizar el cuchillo y el tenedor para despojar de su envoltorio la patata asada.

—Siéntate —añadió Alan—, y ataquemos el pollo.

Polly lo abrazó y lo apretó contra sí con la parte interna de los antebrazos, en lugar de con las manos, como no le pasó por alto al observador infatigable que Alan llevaba dentro. Sin embargo, otra parte de él menos fría percibió cómo se apretaba contra el suyo el cuerpo apetecible de Polly y aspiró el dulce aroma de su champú.

—Eres el mejor de los hombres —le susurró ella.

Alan la besó, con ternura al principio, luego con más pasión. Sus manos se deslizaron desde la cintura de Polly hasta sus nalgas redondas y firmes.

—Alto, muchacho —dijo ella por fin—. Primero, comamos; después, ya veremos.

—¿Es una invitación formal? —Si realmente no tenía mejor las manos, pensó Alan, sería un sacrificio para ella.

—Formal y solemne —asintió Polly, sin embargo, y Alan tomó asiento satisfecho.

Por el momento.

5

—¿Viene Al a pasar el fin de semana? —le preguntó Polly mientras recogían la mesa. El hijo superviviente de Alan estudiaba en la Milton Academy, al sur de Boston.

—Mmm… —respondió Alan mientras vaciaba de restos los platos.

Con una naturalidad un poco demasiado forzada, Polly continuó diciendo:

—Se me ha ocurrido que, como el lunes no hay clases porque es el día de Colón…

—Piensa ir a casa de Dorf, en Cape Cod —explicó Alan—. Dorf es Carl Dorfman, su compañero de habitación. Al llamó el martes para preguntarme si podía ir a pasar allí los tres días de fiesta, y le di permiso.

Polly le rozó el brazo y él se volvió a mirarla.

—¿Qué parte de eso es culpa mía, Alan?

—¿Qué parte de qué es culpa tuya? —replicó él, sinceramente sorprendido.

—Ya sabes a qué me refiero; eres un buen padre y no eres tonto. ¿Cuántas veces ha venido Al desde que empezó de nuevo el curso?

De pronto, Alan comprendió adónde pretendía ir a parar la mujer y, aliviado, le lanzó una sonrisa.

—Solo una —respondió—, y porque tenía que hablar con Jimmy Catlin, su compinche de pirateo informático en el instituto. Algunos de sus programas favoritos no funcionaban en el nuevo Commodore Sesenta y cuatro que le regalé por su cumpleaños.

—¿Lo ves? A eso me refiero, Alan. Para él, estoy intentando ocupar el lugar de su madre demasiado pronto y…

—¡Oh, vamos! ¿Cuánto llevas dándole vueltas a la idea de que Al te ve como la Madrastra Malvada?

Polly frunció las cejas en un gesto enfurruñado.

—Espero que me perdonarás si no encuentro la idea tan divertida como por lo visto te resulta a ti.

Él la tomó suavemente por los brazos y la besó en la comisura de los labios.

—A mí tampoco me resulta divertida. A veces, y precisamente pensaba en eso hace un momento, estar contigo hace que me sienta un poco extraño. Me da la impresión de que es demasiado pronto. No es cierto, pero a veces me lo parece. ¿Entiendes a qué me refiero?

Ella asintió. Su ceño se relajó un poco, pero no por completo.

—Claro que sí. En las películas y en televisión, los personajes siempre pasan un poco más de tiempo llorando dramáticamente, ¿verdad?

—Acabas de poner el dedo en la llaga. En las películas tienes muchas más lágrimas y mucha menos pena. Porque la pena es demasiado real. La pena es… —Apartó suavemente las manos de los brazos de Polly, levantó lentamente un plato y empezó a limpiarlo—. ¡La pena es brutal!

—Sí.

—De modo que a veces me siento un poco culpable, es cierto. —Alan se quedó amargamente sorprendido del tono defensivo que había notado acechando en su voz—. En parte, porque parece demasiado pronto, aunque no lo sea, y en parte porque parece que me he consolado demasiado fácilmente, lo cual no es cierto. Esta idea de que debería sentir más pena aún está presente a veces, no puedo negarlo, pero debo decir en mi favor que sé que eso no es cierto…, porque una parte de mí, una gran parte de mí en realidad, sigue afligido.

—Debes de ser humano —respondió ella en un susurro—. ¡Qué fantásticamente exótico y que excitantemente perverso!

—Sí, supongo que sí. En cuanto a Al, también se está enfrentando al asunto a su manera. Y es una buena manera, lo suficiente para que me enorgullezca de él. Todavía echa de menos a su madre, pero si siente verdadera pena, y me temo que no estoy totalmente seguro de que así sea, es por Todd por quien llora. Pero esa idea de que no venga porque no apruebe tu presencia…, porque no apruebe nuestra relación… queda completamente descartada.

—Me alegro de que así sea. No sabes cuánto me alivia oírlo. De todos modos, sigue pareciéndome que…

—¿… que lo nuestro no está del todo bien?

Ella asintió.

—Entiendo lo que sientes, pero la conducta de los chicos, aunque sea normal en un noventa y ocho coma seis por ciento, nunca parece completamente correcta a los adultos. A veces olvidamos la facilidad con que curan sus heridas y casi siempre olvidamos lo rápido que cambian. Al se aleja. De mí, de sus antiguos amigos como Jimmy Catlin, del mismo Castle Rock. Se aleja, eso es todo. Como un cohete cuando entra en acción la tercera fase del impulsor. Los jóvenes siempre lo hacen, y supongo que indefectiblemente es una especie de triste sorpresa para sus padres.

—De todos modos, parece muy pronto —insistió Polly con suavidad—. Diecisiete años parecen muy pocos para echar a volar solo.

—Es pronto, en efecto —asintió Alan. Lo dijo en un tono que no era exactamente de enfado—. Perdió a su madre y a su hermano en un accidente estúpido. Su vida estalló en pedazos, la mía también y los dos nos unimos como supongo que padres e hijos hacen siempre en tales circunstancias para ver si pueden recuperar el mayor número de pedazos posible. Nos las arreglamos bastante bien, me parece, pero estaría ciego para no darme cuenta de que las cosas han cambiado. Mi vida está aquí, Polly, en Castle Rock. La suya, no. Ya no. Pensaba que tal vez volvería a estarlo, pero la mirada que apareció en sus ojos cuando le sugerí que tal vez quisiera hacer el traslado al instituto del pueblo para el semestre de otoño me dejó las cosas muy claras. Al no quiere volver aquí porque encuentra demasiados recuerdos. Creo que esto podría cambiar… con el tiempo…, y por ahora no voy a insistirle. Pero no tiene nada que ver con nosotros dos, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. ¿Alan?

—¿Mmm?

—La echas de menos, ¿verdad?

—Sí —se limitó a responder Alan—. Todos los días.

Perplejo, se descubrió de pronto al borde de las lágrimas. Dio media vuelta y abrió al azar uno de los cajones, intentando dominarse. La manera más fácil de hacerlo era desviar la conversación. Y deprisa.

—¿Cómo está Nettie? —preguntó, y constató con alivio que su voz sonaba normal.

—Dice que esta noche está mejor, pero ha tardado muchísimo en contestar al teléfono. He llegado a imaginármela tendida en el suelo, inconsciente.

—Debía de estar dormida.

—Me ha dicho que no, y no lo parecía, por la voz. ¿Sabes la voz que pone la gente cuando la despierta el teléfono?

Alan asintió. Era otra cosa de la que sabía bastante un policía. Muchas veces había estado a un lado u otro de la línea, realizando o recibiendo una llamada que interrumpía el sueño.

—Decía que estaba revolviendo entre unas cosas viejas de su madre en el cobertizo, pero…

—Si tiene descomposición, lo más probable es que llamaras mientras estaba en el trono y no haya querido decirlo —apuntó Alan con voz seca.

Polly, al escuchar el comentario, se echó a reír.

—¡Seguro que es eso! ¡Resulta muy propio de ella!

—Claro —asintió él. Echó un vistazo al fregadero y cerró el grifo—. Cielo, ya está todo limpio.

—Gracias, Alan. —Polly le dio un leve beso en la mejilla.

—¡Oh, vaya, mira qué he encontrado! —dijo él, al tiempo que llevaba su mano tras la oreja de la mujer y sacaba de ella una moneda de medio dólar—. ¿Siempre guardas el dinero ahí, encanto?

—¿Cómo lo haces? —preguntó ella, contemplando la moneda con auténtica fascinación.

—¿Hacer qué? —La pieza de medio dólar pareció flotar sobre los nudillos de su mano derecha, que subían y bajaban armoniosamente. Alan pellizcó la moneda entre los dedos corazón y anular y volvió la mano. Cuando le dio la vuelta otra vez, el medio dólar había desaparecido—. ¿Crees que debería escaparme con algún circo?

Polly sonrió.

—No… Quédate conmigo. Alan, ¿crees que soy tonta por preocuparme tanto de Nettie?

—En absoluto —respondió él. Llevó la mano izquierda, donde había ido a parar la moneda, al bolsillo del pantalón, la sacó vacía y cogió un trapo de secar los platos—. La sacaste del asilo, le diste un empleo y la has ayudado a comprar una casa. Te sientes responsable de ella y supongo que, en cierto modo, lo eres. Si no te preocuparas por ella, me preocuparías tú a mí.

Polly cogió el último vaso del escurreplatos. Alan advirtió el súbito desaliento de su rostro y supo que la mano no iba a ser capaz de sostenerlo, aunque el vaso ya estaba casi seco. Reaccionó rápidamente, doblando las rodillas y extendiendo la mano. Efectuó el movimiento con tal agilidad que a Polly casi le pareció un paso de danza. El vaso cayó limpiamente en su mano, que lo esperaba con la palma hacia arriba a menos de un palmo del suelo.

El dolor que la había importunado toda la noche —y el temor añadido a que Alan descubriera lo terrible que era— quedó enterrado de pronto bajo una oleada de deseo tan intensa e inesperada que hizo más que sorprenderla; la asustó. Y llamar a aquello «deseo» era un poco pacato. Lo que sentía era más simple, era una emoción de cariz absolutamente primario. Lo que sentía era lascivia.

—Te mueves como un auténtico gato —comentó mientras él se incorporaba. Su voz sonó profunda y un poco arrastrada. Polly continuó admirando la agilidad con que había doblado las piernas, la felina flexión de los largos músculos de sus muslos, la curva suave de una pantorrilla—. ¿Cómo puede moverse tan deprisa un hombre de tu tamaño?

—No lo sé —respondió él, y la miró con sorpresa y perplejidad—. ¿Qué sucede, Polly? Te veo rara. ¿Te sientes mal?

—Me siento —dijo ella— a punto de correrme en las bragas.

Entonces, a él también lo invadió la lujuria. Sin más. La sensación no tenía nada de malo, ni tampoco de bueno. Simplemente, allí estaba.

—¿A ver si es verdad? —murmuró él, y se acercó a Polly con aquella misma agilidad, con aquella asombrosa rapidez de la que nadie le creería capaz viéndolo deambular por Main Street—. Vamos a comprobarlo.

Dejó el vaso en la repisa con la mano izquierda y deslizó la diestra entre las piernas de Polly antes de que ella supiera qué estaba sucediendo.

—Alan, ¿qué estás…? —Y en ese instante, mientras el pulgar del hombre presionaba con medida energía su clítoris, el «haciendo» se convirtió en un «¡hacien-doooh!» y Alan la levantó del suelo sin aparente esfuerzo, exhibiendo una fuerza sorprendente.

Polly le echó los brazos al cuello teniendo buen cuidado, incluso en aquel cálido momento, de sujetarse con los antebrazos; sus manos sobresalían tras la espalda de Alan como haces de pequeñas estacas rígidas, pero, de pronto, eran la única parte de su cuerpo con aquella rigidez. El resto parecía estar derritiéndose.

—¡Alan, déjame en el suelo!

—Ni pensarlo —replicó, y la levantó aún más. Cuando Polly empezó a escurrirse hacia atrás, él deslizó la mano libre entre sus omóplatos y la empujó hacia él. De pronto, Polly se mecía hacia delante y hacia atrás sobre la mano que la sostenía por la entrepierna, como en un caballito de cartón, y Alan la ayudaba a impulsarse, y ella se sentía como si estuviera en un columpio maravilloso con los pies al viento y el cabello en las estrellas.

—Alan…

—Agárrate fuerte, encanto —dijo él, y se reía, como si la mujer no pesara más que un saco de plumas. Ella se echó hacia atrás, casi ajena en su creciente excitación a la mano que la sostenía por la espalda, sabiendo solo que no la dejaría caer; luego, él la atrajo de nuevo hacia delante y con una mano le acarició la espalda mientras el pulgar de la otra seguía haciéndole cosas allá abajo, cosas que ella ni siquiera había imaginado, y volvió a mecerse hacia atrás murmurando su nombre con voz febril.

El orgasmo le llegó como una dulce bala explosiva que la desgarrara desde el centro en todas las direcciones. Sus piernas se agitaron hacia delante y hacia atrás a medio palmo por encima del suelo de la cocina (una de sus zapatillas salió despedida y cruzó volando la estancia hasta caer en la sala de estar), la cabeza le cayó hacia atrás de modo que su negra melena se desparramó sobre el antebrazo del hombre como un torrente cosquilleante, y en el momento culminante de su placer, Alan la besó en la suave curva del cuello.

Después la dejó en el suelo… y tuvo que apresurarse a sostenerla de nuevo, al ver que le fallaban las rodillas.

—¡Oh, Dios mío! —Polly suspiró, iniciando una débil risilla—. ¡Oh, Dios mío, Alan, no volveré a lavar estas bragas nunca más!

Aquellas palabras despertaron la hilaridad del hombre, que soltó una sonora carcajada. Se derrumbó sobre una de las sillas de la cocina con las piernas extendidas ante sí y continuó riéndose, aullando casi, mientras se sujetaba el vientre con las manos. Polly dio un paso hacia él. Alan la agarró, la obligó a sentarse en su regazo unos momentos y luego se levantó, con ella en brazos.

Polly notó que la invadía de nuevo aquella oleada vertiginosa de emoción y de necesidad, pero en esta ocasión era más clara, mejor definida. Ahora, pensó. Ahora sí que es deseo. Deseo muchísimo a este hombre.

—Llévame arriba —murmuró—. Y si no puedes llegar hasta allí, llévame al sofá. Y si no puedes llegar hasta el sofá, échame aquí mismo, en el suelo de la cocina.

—Creo que al menos podré cargar contigo hasta el salón —replicó él—. ¿Qué tal las manos, cielo?

—¿Qué manos? —preguntó ella vagamente, y cerró los ojos. Se concentró en la radiante alegría de aquel momento, desplazándose a través del tiempo y del espacio en los brazos de Alan, moviéndose en la oscuridad rodeada por la fuerza de aquel hombre. Apretó la mejilla contra su pecho y, cuando él la depositó en el sillón, lo atrajo hacia sí… y esta vez utilizó las manos para hacerlo.

6

Estuvieron en el sofá casi una hora, y luego en la ducha durante un tiempo que Polly fue incapaz de calcular. En cualquier caso, hasta que el agua caliente empezó a acabarse y les obligó a parar. Entonces Alan la llevó a la cama, donde se quedó tendida, demasiado exhausta y demasiado satisfecha para hacer otra cosa que charlar un rato, envueltos en las sábanas.

Polly había previsto que aquella noche haría el amor con Alan, pero más por apaciguar la inquietud de este que por un auténtico deseo por parte de ella. Desde luego, no había esperado una serie de estallidos como la que se había producido…, pero se alegraba. Notaba que el dolor de las manos empezaba a molestarla otra vez, pero esa noche no necesitaría un Percodan para dormir.

—Eres un amante fantástico, Alan.

—Tú también.

—¡Esto es unanimidad! —Ella rió, y reclinó la cabeza contra su pecho. Escuchó el pausado latir de su corazón, como si este dijera: «Bueno, lo de esta noche no ha sido ningún esfuerzo extraordinario, ni para mí ni para el jefe». Volvió a pensar, no sin un ligero eco de su voraz pasión de un rato antes, en lo rápido que era Alan; lo fuerte, también… pero, sobre todo, lo rápido. Lo conocía desde que Annie había empezado a trabajar para ella, era su amante desde hacía cinco meses y no había descubierto su rapidez de movimientos hasta aquella noche. Había sido como una versión con todo el cuerpo de los trucos con las monedas, los juegos con las cartas y las sombras chinescas que los niños y niñas del pueblo corrían a pedirle que repitiera cuando lo veían pasar. Resultaba inquietante, pero también maravilloso.

Advirtió que empezaba a quedarse dormida. Quería preguntar a Alan si pensaba quedarse toda la noche, y decirle que guardara el coche en el garaje si lo hacía, porque Castle Rock era un pueblo pequeño donde corrían pronto las habladurías, pero era demasiado esfuerzo. Alan se ocuparía. Alan, empezaba a pensar, siempre se ocupaba de todo.

—¿Algún nuevo encuentro con Buster o con el reverendo Rose?

Alan sonrió al escuchar su voz soñolienta.

—Tranquilidad en ambos frentes, al menos de momento. Cuanto menos veo a Keeton y al reverendo, mejor me caen. Y hoy, siguiendo este razonamiento, han ganado varios puntos.

—Estupendo —murmuró ella.

—Sí, pero aún hay algo mejor.

—¿Qué?

—Norris ha vuelto de buen humor. Le ha comprado una caña a tu amigo, el señor Gaunt, y solo habla de salir a pescar este fin de semana. Creo que se va a helar el culo…, el poco que tiene, claro; pero si Norris es feliz, yo también. Ayer lamenté muchísimo que Keeton lo apabullara de aquella manera. Hay quien se burla de Norris porque es larguirucho y parece un poco aturdido, pero en los últimos tres años se ha convertido en un agente de policía de un pueblo pequeño bastante aceptable. Y es tan sensible a las cosas como cualquiera. No es culpa suya que parezca medio hermano de Don Knotts.

—Hummm…

Flotaba. Se sumía en una dulce oscuridad donde no había dolor. Polly se dejó ir y, mientras el sueño se adueñaba de ella, en su rostro apareció una leve mueca gatuna de satisfacción.

7

A Alan le costó más conciliar el sueño.

La voz interior había vuelto, pero su tono de falsa alegría había desaparecido. Esta vez sonaba inquisitiva, quejumbrosa, casi perdida. ¿Dónde estamos, Alan?, preguntaba. ¿No te has equivocado de alcoba, de cama, de mujer? Me parece que ya no entiendo nada.

De pronto, Alan se descubrió sintiendo lástima por aquella voz. No era la autocompasión, pues la voz no le había parecido nunca tan ajena a él. Se le pasó por la cabeza que la voz tenía tan pocas ganas de hablar como él —el resto de él, el Alan que existía en el presente y el que proyectaba ser en el futuro— de escucharla. Era la voz del deber, de la pena. Y seguía siendo la voz de la culpa.

Hacía poco más de dos años, Annie Pangborn había empezado a sufrir dolores de cabeza. No eran graves o, al menos, eso decía ella, aunque le gustaba tan poco hablar del asunto como a Polly hablar de su artritis. Luego, un día, mientras estaba afeitándose —eso debió de ser muy a principios de 1990—, Alan había visto en el lavamanos, junto al jabón, la tapa del frasco familiar de Anacid 3. Se había dispuesto a enroscar la tapa, pero se había detenido de pronto, recordando haber cogido un par de aspirinas del frasco, que contenía doscientas veinte tabletas, a finales de la semana anterior. Entonces la había encontrado casi llena. En aquel momento, estaba vacía.

Alan se había limpiado a toda prisa los restos de crema de afeitar del rostro y había bajado a Coser y Cantar, donde trabajaba Annie desde que Polly Chalmers había abierto la tienda. Había llevado a su esposa a tomar un café, y a hacerle unas cuantas preguntas. Le había pedido explicaciones acerca del frasco de aspirinas.

Tumbado en la cama, recordó haberse sentido un poco asustado.

(Solo un poco, asintió, lúgubre, la voz interior).

Pero solo un poco, porque nadie toma ciento noventa tabletas de aspirina en una semana; nadie. Annie le replicó que no fuera tonto, que estaba limpiando la repisa junto al lavamanos y se le había caído dentro el frasco de Anacid; la tapa estaba mal cerrada y se había derramado de su interior un montón de tabletas. Como muchas de ellas se habían mojado y empezaban a deshacerse, las había tirado por el retrete.

Esa fue su explicación.

Pero Alan era policía y, aunque estuviera fuera de servicio, no podía abandonar los hábitos automáticos de observación que se adquieren con el paso del tiempo. Era incapaz de desconectar el detector de mentiras. Si se observaba a alguien mientras contestaba a las preguntas que uno le hacía, si se fijaba uno bien, casi siempre podía saber cuándo mentía. Alan había interrogado una vez a un hombre que señalaba cada mentira hurgando con la uña del pulgar en el colmillo. La boca articulaba la mentira; el cuerpo, al parecer, estaba condenado a revelar la verdad. Así pues, Alan había extendido la mano por encima de la mesa en el reservado de la cafetería de Nan donde estaban sentados, había tomado las manos de Annie entre las suyas y le había pedido que le dijera la verdad. Y cuando, tras una breve vacilación, ella le había dicho que sí, que los dolores de cabeza eran un poco más fuertes y que, efectivamente, había estado tomando unas cuantas aspirinas para quitárselo, pero que no había tomado todas las píldoras que faltaban en el frasco, que era verdad que se le habían caído en el lavamanos, Alan la había creído. Se había dejado engañar por el truco más viejo del manual, ese que los timadores llaman «cambiar de palo»: si dices una mentira y te cogen, vuelve atrás y cuenta media verdad. Si se hubiera fijado mejor, se habría percatado de que Annie seguía engañándolo. La habría obligado a reconocer algo que entonces le había parecido casi imposible, pero de lo que ahora no cabía ninguna duda: que los dolores de cabeza eran lo bastante terribles para que tomara al menos veinte aspirinas al día. Y si ella lo hubiera reconocido, Alan la habría llevado a la consulta de un neurólogo de Portland o de Boston antes de que terminara la semana. Pero Annie era su esposa y, en aquellos tiempos, él era menos observador cuando estaba fuera de servicio.

Así pues, se había limitado a concertarle una cita con Ray van Allen, y Annie había acudido sin poner reparos. Ray no había encontrado nada y Alan no se lo había reprochado nunca. Ray había efectuado las pruebas de reflejos habituales, le había mirado los ojos con su fiel oftalmoscopio, le había hecho pruebas de visión para comprobar si había algún defecto y la había enviado al Hospital Regional de Oxford para unas radiografías. Sin embargo, no había solicitado un TAC y, cuando Annie dijo que los dolores de cabeza habían pasado, Ray la había creído. Alan sospechaba que había actuado bien al creerla. Sabía que los médicos son tan buenos conocedores del lenguaje corporal como los policías. Los pacientes son casi tan dados a mentir como los sospechosos, y por idéntico motivo: por miedo, simplemente. Y cuando Ray veía a Annie, no estaba fuera de servicio.

Así pues, era posible que los dolores de cabeza hubieran desaparecido realmente entre el momento en que Alan había hecho su descubrimiento y el día en que Annie fue a ver al doctor Van Allen. Era probable que hubieran desaparecido. Más tarde, durante una larga conversación que los dos hombres mantuvieron mientras compartían unas copas de coñac en la casa del médico en Castle View, Ray había explicado a Alan que, en los casos en que el tumor estaba situado encima del tronco cerebral, era habitual que los síntomas aparecieran y remitieran alternativamente. «A menudo, los tumores del tronco cerebral llevan asociados ataques epilépticos», le había contado a Alan. «Si Annie hubiera sufrido alguno…», y se había encogido de hombros. Sí. Tal vez. Y hasta era posible que un hombre llamado Thad Beaumont fuera un copartícipe no encausado en la muerte de su esposa y de su hijo, pero Alan tampoco encontró en su corazón animosidad y rencor contra Thad.

No todo lo que sucede en un pueblo pequeño llega al conocimiento de los vecinos, por agudo que sea su oído y por larga que tengan la lengua. En Castle rock, la gente sabía de Frank Dodd, el policía que se había vuelto loco y había matado a aquellas mujeres en tiempos del comisario Bannerman, y sabían de Cujo, el San Bernardo que se había vuelto rabioso en la comarcal número 3, y sabían que la casa junto al lago de Thad Beaumont, novelista y celebridad del pueblo, había ardido hasta los cimientos en el verano de 1989, pero ignoraban las circunstancias del incendio y el hecho de que Beaumont hubiera sido acosado por un hombre que en realidad no era en absoluto humano, sino una criatura para la que no existía nombre alguno. Alan Pangborn, en cambio, estaba al corriente de aquellas cuestiones, y de vez en cuando, aún se le aparecían en sueños. Todo aquello había terminado tiempo antes de que Alan fuera plenamente consciente de los dolores de cabeza de Annie, excepto que no había terminado, en realidad. Gracias a las llamadas de borracho de Thad, Alan había sido testigo involuntario del hundimiento del matrimonio de Thad y de la progresiva erosión de la cordura del escritor. Y también estaba el asunto de su propia cordura. Alan había leído en la consulta de algún médico un artículo sobre los agujeros negros, unos grandes lugares vacíos del universo que por lo visto eran torbellinos de antimateria y que absorbían con voracidad todo lo que se ponía a su alcance. A finales del verano de 1989 y durante el otoño, el asunto Beaumont se había convertido en el agujero negro privado del comisario. Había días en los que se descubría cuestionando los más elementales conceptos de la realidad y preguntándose si de verdad había sucedido todo aquello. Había noches en que permanecía despierto en la cama hasta que el alba iluminaba el este, temeroso de dormirse y de que volviera a presentarse aquel sueño: un Toronado negro lanzado hacia él, un Toronado negro con un monstruo en descomposición al volante y un adhesivo en el parachoques trasero que decía HIJO DE PUTA DE CATEGORÍA. Por esa época, la mera visión de un gorrión posado en el pasamanos del porche y dando pequeños saltos por el césped le hacía sentirse a punto de gritar. Si le hubieran preguntado, Alan habría dicho: «Cuando empezaron los problemas de Annie, estaba trastornado». Pero no había sido simplemente eso; en algún sitio, en lo más profundo de su mente, había estado librando una batalla desesperada por conservar la cordura. HIJO DE PUTA DE CATEGORÍA… ¡Cómo volvía aquello a su recuerdo! ¡Y cuánto lo asustaba! Eso, y los gorriones. Estaba trastornado aquel día de marzo cuando Annie y Todd habían montado en el viejo Scout que conservaban para hacer los recados en el pueblo y alrededores, y se habían marchado al supermercado Hemphill’s. Alan había repasado hasta la saciedad su comportamiento de aquella mañana y no había encontrado en ella nada raro, nada fuera de lo normal. Estaba en su estudio cuando se marcharon. Todd se había vuelto para decirle adiós con la mano antes de subir al Scout. Fue la última vez que los vio con vida. A cinco kilómetros de la casa por la carretera 117, y a menos de dos kilómetros del supermercado, el Scout se había salido de la calzada a gran velocidad y se había estrellado contra un árbol. La policía del estado calculó, por los daños, que Annie —de ordinario una conductora prudentísima— iba por lo menos a ciento diez kilómetros por hora. Todd llevaba puesto el cinturón de seguridad. Annie, no. Probablemente, ella había muerto al salir despedida a través del parabrisas, dejando atrás una pierna y medio brazo. Todd quizá estaba vivo todavía cuando el depósito de combustible estalló. Eso era lo que más angustiaba a Alan. Que su hijo de diez años, que escribía una columna de astrología en broma para el periódico de la escuela y que solo vivía para el béisbol, pudiera haber estado vivo todavía. Que pudiera haber muerto quemado mientras trataba de abrir el cierre del cinturón de seguridad.

Se había efectuado una autopsia y esta había revelado la existencia del tumor cerebral. Era pequeño, le había dicho Van Allen. Del tamaño de un cacahuete, habían sido sus palabras. Lo que se había callado era que habría sido operable, de haberse diagnosticado; esa parte de la información la dedujo Alan por la cara de circunstancias y por la mirada baja de Van Allen. El médico añadió que, en su opinión, Annie había sufrido el ataque que les habría alertado del verdadero problema, de haberse producido antes.

El ataque podía haber convulsionado su cuerpo como una poderosa corriente eléctrica, haciéndole pisar a fondo el pedal del acelerador hasta perder el control del vehículo. No contó a Alan todas esas cosas por propia iniciativa; lo hizo porque Alan lo interrogó sin piedad y porque Van Allen vio que, por mucho que le doliera, Alan quería saber la verdad… o, al menos, toda la que el médico, o cualquiera que no estuviese en el coche aquel día, podía llegar a saber. «Por favor», le había dicho Van Allen, mientras apretaba la mano del comisario afectuosa y brevemente. «Ha sido un accidente terrible, pero nada más que un accidente. Es preciso que encajes el golpe. Tienes otro hijo, y ahora te necesita tanto como tú a él.» Y Alan lo había intentado. El horror irracional del asunto de Thad Beaumont, del asunto de los

(gorriones, los gorriones están volando)

pájaros, había empezado a difuminarse, y Alan había intentado sinceramente reconstruir su vida: viudo, comisario de pueblo, padre de un adolescente que crecía y se alejaba de él demasiado deprisa, no por culpa de Polly, sino del accidente. A causa de aquel trauma horrible, entumecedor: «Hijo, tengo que darte una noticia terrible; ahora tienes que ser valiente…». Y entonces, claro, se había echado a llorar, y al poco rato, Al lloraba también.

Pese a todo, los dos habían emprendido la tarea de reconstrucción, y todavía estaban en ello. Con el tiempo, las cosas habían mejorado…, pero había dos detalles que se negaban a borrarse del recuerdo.

Uno era el enorme frasco de aspirinas, casi vacío en apenas una semana. El otro era el hecho de que Annie no llevara el cinturón de seguridad abrochado.

Annie siempre llevaba el cinturón. Absolutamente siempre.

Después de tres semanas de noches agitadas e insomnes, concertó cita con un neurólogo de Portland a pesar de todo. Fue porque aquel hombre podía tener mejores respuestas a las preguntas que Alan sentía la necesidad de plantear, y porque estaba cansado de arrancárselas por la fuerza a Ray van Allen. El médico se apellidaba Scopes y, por primera vez en su vida, Alan utilizó su trabajo como escudo: le dijo a Scopes que sus preguntas estaban relacionadas con una investigación policial en marcha. El doctor confirmó las principales sospechas de Alan: en efecto, la gente con tumores cerebrales sufrían accesos de irracionalidad y, a veces, mostraban tendencias suicidas. Cuando una persona con un tumor cerebral se suicidaba, según Scopes, cometía el acto siguiendo un impulso, tras un período de reflexión que podía durar apenas un minuto o incluso unos segundos. Alan preguntó entonces si una persona en tal estado se llevaría consigo a otra.

Scopes se sentó tras su escritorio, se echó hacia atrás en el sillón con las manos entrelazadas en la nuca y no pudo observar las de Alan, juntas entre las rodillas y tan apretadas que los dedos tenían una palidez mortal. Sí, desde luego, respondió Scopes. No era un dato infrecuente en tales casos; los tumores del tronco cerebral provocaban a menudo comportamientos que un lego calificaría de psicóticos. Uno era la conclusión de que la aflicción que padece el enfermo es un sentimiento compartido por sus seres amados o por toda la raza humana; otra era la idea de que los seres amados del enfermo no querrían seguir viviendo si este moría. Scopes mencionó a Charles Whitman, el dirigente de los boy-scout que se había encaramado a lo alto de la torre Texas y había matado a dos docenas de personas antes de poner fin a su vida, y a una maestra suplente de enseñanza primaria de Illinois que había matado a varios de sus alumnos antes de marcharse a casa y pegarse un tiro en la cabeza. La autopsia había revelado la existencia de tumores cerebrales en ambos casos. Era un comportamiento observado, pero que no abarcaba todos los casos, ni siquiera la mayoría de ellos. Los tumores cerebrales provocaban a veces síntomas extraños, incluso exóticos; en ocasiones, no causaban ningún tipo de síntoma. Era imposible saberlo con seguridad.

Imposible saberlo. Así que olvídalo, había pensado Alan.

Buen consejo, pero difícil de tragar. Por lo del frasco de aspirinas. Y lo del cinturón de seguridad.

Sobre todo, era lo del cinturón lo que acechaba siempre en el fondo de la mente de Alan, como una pequeña nube negra que, simplemente, se negaba a desvanecerse. Annie jamás conducía sin atárselo. Ni siquiera para ir a la esquina. En cambio, Todd llevaba puesto el suyo, como siempre. ¿Significaba algo aquello? Si ella había decidido, en algún momento después de que saliera marcha atrás del camino de la casa por última vez, matarse y llevarse consigo a Todd, ¿no habría insistido en que Todd se desabrochara también el suyo? Incluso deprimida, confusa y en un acceso de dolor, no habría querido que Todd sufriera, ¿verdad que no?

Imposible saberlo con seguridad. Así que olvídalo, se había recordado. Pero incluso en aquel momento, allí acostado en la cama de Polly, con ella dormida a su lado, le resultaba un consejo difícil de seguir. Su mente volvió a ello, como un cachorro enfrascado en roer un pedazo de cuero sin curtir, viejo y raído, con sus dientes pequeños y afilados.

Al llegar a aquel punto, siempre le venía a la cabeza una imagen, una idea dantesca que finalmente lo había empujado hacia Polly Chalmers, porque Polly era la mujer con quien más había intimado Annie en el pueblo (y, teniendo en cuenta el caso Beaumont y el precio que el asunto se había cobrado en el equilibrio psíquico de Alan, Polly había estado, probablemente, más pendiente de Annie que él durante sus últimos meses de vida).

La imagen de pesadilla era la de Annie desabrochándose el cinturón de seguridad, pisando el acelerador a fondo y apartando las manos del volante. Apartándolas porque tenía otro trabajo para ellas en aquellos últimos segundos.

Apartándolas para poder quitar el cinturón a Todd, también.

Esa era la imagen: el Scout rugiendo carretera abajo a ciento diez, desviándose a la derecha, saliéndose de la calzada en dirección a los árboles bajo un blanco cielo de marzo que prometía lluvia, mientras Annie luchaba por soltar el cinturón de seguridad de Todd, y este, asustado y llorando, le golpeaba las manos con sus pequeños puños para impedírselo. Alan veía transformarse el rostro bienamado de Annie en la máscara diabólica de una bruja y veía la cara de Todd contraída de terror. A veces despertaba en plena noche, con el cuerpo envuelto en una pegajosa funda de sudor y la voz de Todd resonando en sus oídos: ¡Los árboles, mamá! ¡Cuidado con los ÁRBOLEEES!

Por eso un día, a la hora de cerrar la tienda, había acudido a ver a Polly para preguntarle si podía invitarla a su casa a tomar una copa o, en el caso de que no le pareciera buena idea, si le permitiría a él pasarse por la suya.

Sentado en la cocina de la casa que había compartido con Annie (la cocina debida, le dijo la voz interior), entre sorbos de una taza de té para Polly y otra de café para él, Alan había empezado a hablarle, lentamente y a trompicones, de su pesadilla.

—Necesito saber, si es posible, si Annie atravesaba períodos de depresión o de irracionalidad que me ocultaba o que no supe advertir —expuso—. Necesito saber si…

Hizo una pausa, momentáneamente impotente. Sabía qué palabras tenía que pronunciar, pero cada vez le resultaba más difícil articularlas. Era como si el canal de comunicación entre su mente confusa y desdichada y su boca se hiciera cada vez más corto y estrecho y amenazara con quedar muy pronto completamente cerrado a la navegación.

Con un gran esfuerzo, prosiguió:

—Necesito saber si se suicidó. Porque no fue solo Annie quien murió, ¿entiendes? Todd murió con ella, y si Annie dio signos…, si tuvo síntomas que no supe advertir, entonces yo también soy responsable de la muerte del pequeño. Es una duda que debo resolver.

Se había detenido allí, con el corazón latiéndole pesadamente en el pecho. Se pasó una mano por la frente y se sorprendió un poco al ver que le quedaba empapada en sudor.

—Alan… —dijo ella, al tiempo que posaba una mano en la muñeca del comisario y sus ojos azul celeste clavaban la mirada en los de él—. Si yo hubiera detectado esos síntomas y no se lo hubiera contado a nadie, sería tan culpable como tú pareces querer ser.

Alan recordaba que la había mirado, boquiabierto. En efecto, Polly podía haber descubierto algo en el comportamiento de Annie que a él se le hubiera escapado.

Hasta allí había llegado en su razonamiento. Pero la idea de que advertir una conducta extraña conllevara una responsabilidad de hacer algo al respecto no se le había pasado por la cabeza hasta aquel instante.

—¿Y no notaste nada? —preguntó por fin.

—No. He estado reflexionando mucho acerca del tema. No quiero menospreciar tu pena y tu sentimiento de pérdida, pero no eres el único que los siente. Y tampoco eres el único que ha hecho un minucioso examen de conciencia desde el accidente. He revivido mentalmente esas últimas semanas anteriores hasta quedar aturdida, repasando escenas y conversaciones a la luz de lo que estableció la autopsia. Ahora mismo vuelvo a hacerlo, teniendo en cuenta lo que me has contado del frasco de aspirinas. ¿Y sabes qué he encontrado?

—¿Qué?

—Nada. —Polly lo dijo con una falta de énfasis que resultó extrañamente convincente—. Nada en absoluto. Algunas veces me pareció encontrarla un poco pálida. Recuerdo un par de ocasiones en que la oí hablar sola mientras cosía el dobladillo de una falda o desembalaba una pieza de tela. Es lo más excéntrico que recuerdo haberle visto hacer, y yo misma confieso haber hecho lo mismo muchas veces. ¿Y tú?

Alan asintió.

—En general, Annie seguía siendo como cuando la conocí: alegre, amistosa, servicial… y una buena amiga.

—Pero…

La mano de Polly que lo sujetaba por la muñeca aumentó un poco la presión.

—No, Alan. Sin peros. Ray van Allen también está con lo mismo, ¿sabes? No trates de arreglarlo. Y tú, ¿le consideras responsable? ¿Te parece que Ray tiene la culpa de lo sucedido por no haber detectado el tumor?

—No, pero…

—¿Y qué dices de mi caso? Yo trabajaba con ella todos los días, codo con codo la mayor parte del tiempo; tomábamos café juntas a las diez, almorzábamos juntas a mediodía y tomábamos café juntas otra vez a las tres. Con el tiempo, llegamos a sincerarnos; nos conocíamos y simpatizábamos, Alan. Sé que estaba a gusto contigo, como compañero y como amante, y sé que quería a los niños. Pero si tenía tendencias suicidas a consecuencia de su enfermedad… nunca lo advertí. Así que dime: ¿me consideras responsable también a mí?

Y sus ojos azul celeste, francos y curiosos, se clavaron en los de él.

—No, pero…

La mano apretó de nuevo, levemente pero con gesto imperioso.

—Quiero preguntarte una cosa. Es importante, de modo que piénsalo bien.

Alan asintió.

—Ray era su médico y, si había algo, él no lo diagnosticó. Yo era su amiga y, si dio algún indicio, no lo vi. Tú eras su marido y, si le pasaba algo, tampoco tú te diste cuenta. Y piensas que ahí se acaba todo, que no hay más testimonios, pero no es verdad.

—No entiendo adónde pretendes llegar.

—Había alguien más que se relacionaba íntimamente con ella —había dicho Polly—. Alguien más cercano a ella, supongo, que incluso tú o yo.

—¿De quién estás hab…?

—¡Alan! ¿Qué hizo Todd?

Su única reacción fue mirarla desconcertado. Era como si acabara de escuchar una palabra en alguna lengua extranjera.

—¡Todd! —repitió ella en tono impaciente—. ¡Tu hijo Todd! ¡El que te tiene despierto por las noches! Es él, ¿verdad? No ella, sino él.

—Sí —reconoció Alan—. Él.

La voz le salió vacilante, completamente distinta de la suya, y notó que algo empezaba a moverse en su interior, algo grande y fundamental. En aquel momento, tendido allí en la cama de Polly, recordó aquel momento en torno a la mesa de la cocina de su casa con una nitidez casi sobrenatural: la mano de Polly en su muñeca bajo el rayo oblicuo del sol de última hora de la tarde, los cabellos de fino hilo de oro, sus ojos luminosos, su tierna inquietud.

—¿Acaso obligó a Todd a montar en el coche por la fuerza, Alan? ¿Lo viste patalear, chillar, resistirse?

—No, claro que no; era su madre y…

—¿De quién fue la idea de que Todd la acompañara a comprar aquel día? ¿De Annie o del niño? ¿Lo recuerdas?

Alan empezó a negar, pero de pronto se acordó. Estaba sentado tras el escritorio del estudio, repasando unas órdenes de detención recién recibidas, y le llegaban sus voces, procedentes del salón.

Tengo que bajar al supermercado, Todd… ¿Quieres venir?

¿Puedo quedarme a ver los vídeos nuevos?

Supongo que sí. Pregúntale a tu padre si quiere algo.

—Fue idea de Annie —le dijo a Polly.

—¿Estás seguro?

—Sí. Pero se lo preguntó. No lo obligó.

Aquella cosa interior, aquella cosa fundamental, seguía moviéndose aún. Pronto iba a caer, pensó, y le arrancaría las entrañas cuando lo hiciera, porque sus raíces eran profundas y extensas dentro de sí.

—¿Todd tenía miedo de ella?

Era casi como si Polly lo interrogara, igual que él lo había hecho con Ray van Allen, pero parecía incapaz de detenerla. Y tampoco estaba seguro de querer hacerlo. Allí había algo, sin duda; algo que jamás se le había pasado por la cabeza en sus largas noches en vela. Algo que todavía estaba vivo.

—¿Todd, asustado de Annie? ¡Cielos, no!

—¿Ni siquiera durante los últimos meses antes del accidente?

—No.

—¿Ni en las últimas semanas?

—En esa época no estaba en buenas condiciones para observar las cosas, Polly. Acababa de suceder todo ese extraño asunto de Thad Beaumont, el escritor…, ese caso de locos…

—¿Quieres decir que estabas tan confuso que ni siquiera te dabas cuenta de la presencia de Todd y de Annie, o que no parabas mucho por casa?

—No… Sí… Quiero decir…, por supuesto que estaba en casa, pero…

Estar al otro lado del interrogatorio, recibiendo aquel fuego graneado de preguntas, producía una sensación extraña. Era como si Polly lo hubiera drogado con novocaína y luego hubiese empezado a usarlo como saco de entrenamiento. Y aquel algo fundamental, fuera lo que fuese, seguía en movimiento, seguía rodando hacia el límite en el que la gravedad empezaría a funcionar no para sostenerlo, sino para tirar de él hacia abajo.

—¿Alguna vez vino Todd a decirte que su madre le daba miedo?

—No.

—¿Vino alguna vez a decirte: «Papá, creo que mamá piensa matarse y llevarme consigo para hacerle compañía»?

—¡Polly! ¡Eso es ridículo! Yo…

—¿Lo hizo?

—¡No!

—¿Te contó alguna vez que Annie hacía o decía cosas raras?

—No…

—Y Al estaba en la escuela, ¿verdad?

—¿Qué tiene que ver todo esto con…?

—A Annie solo le quedaba un hijo en el nido. Cuando tú estabas fuera, trabajando, tenían ese nido para ellos dos. Annie cenaba con él, le ayudaba con los deberes de la escuela, veía la tele con él…

—Le leía… —añadió Alan. La voz le salió confusa, extraña. Casi no la reconoció.

—Probablemente, era la primera persona que Todd veía cada mañana y la última que contemplaba cada noche —continuó Polly. Su mano se posó sobre la muñeca de Alan. Sus ojos se fijaron directamente en los de él—. Si había alguien en situación de ver lo que se avecinaba, era la persona que murió con ella. Y esa persona nunca dijo una palabra.

De repente, aquello de su interior cayó. Empezó a mudársele el rostro. Notó que lo hacía: era como si desde una veintena de lugares distintos le hubiesen atado unas cuerdas y de cada una tirara una mano, suave pero insistentemente. Una oleada de calor le inundó la garganta e intentó sofocarla. La oleada de calor le bañó el rostro. Sus ojos se llenaron de lágrimas; la figura de Polly Chalmers se desdobló, tembló y luego se rompió en prismas de luz y de imagen. Hinchó el pecho, pero sus pulmones parecían no encontrar aire. Su mano se volvió con aquella escalofriante rapidez y se agarró a las de ella. El dolor debió de ser terrible, pero la mujer no emitió el menor quejido.

—¡La echo de menos! —le gritó a Polly, y un largo sollozo, transido de dolor, transformó sus palabras en un par de jadeos—. ¡Los echo en falta a los dos! ¡Dios, cómo los echo de menos!

—Lo sé —murmuró Polly con suavidad—. Lo sé. Eso es lo que te sucede en realidad, ¿verdad? Lo mucho que los echas de menos.

Alan rompió a llorar. Al había llorado todas las noches durante dos semanas y su padre había estado allí para abrazarlo y ofrecerle el consuelo de que era capaz, pero Alan no había llorado. Ahora lo hacía. Los sollozos se adueñaron de él y lo llevaron a su antojo; no tenía ningún poder para detenerlos o ponerles freno. No podía moderar su pena, y finalmente descubrió, con profundo e incoherente alivio, que no tenía ninguna urgencia para hacerlo.

A ciegas, apartó la taza de café y la oyó estrellarse contra el suelo en algún otro mundo, donde se rompió en pedazos. Posó sobre la mesa la cabeza acalorada y palpitante, cruzó los brazos en torno a ella y continuó llorando.

En algún momento, notó que Polly le levantaba la cabeza con sus manos frías, sus manos deformadas y cariñosas, y se la apoyaba en su vientre. Polly la mantuvo allí y Alan continuó llorando mucho, muchísimo rato.

8

El brazo de Polly resbalaba de su pecho. Alan lo movió con cuidado, consciente de que si le tocaba la mano, aunque solo fuera levemente, la despertaría. Con la mirada en el techo, se preguntó si Polly habría provocado deliberadamente su pena aquel día. Se inclinaba a pensar que sí, que había sabido o intuido que necesitaba expresar su dolor mucho más de lo que necesitaba encontrar unas respuestas que, casi con certeza, de todos modos no existían.

Aquel había sido el comienzo de su relación, aunque él no lo había reconocido como un comienzo; lo había tomado más bien como el final de algo. Entre aquella tarde y el día en que por fin había reunido el valor suficiente para pedir a Polly que saliera a cenar con él, había pensado a menudo en la mirada de sus ojos azules y en el tacto de su mano en la muñeca. Recordó la suave insistencia con que lo había empujado hacia unas ideas que había pasado por alto o a las que no había prestado suficiente atención. Y durante esa época había intentado contemplar con otros sentimientos la muerte de Annie; una vez levantado el bloqueo de carreteras entre él y su dolor, esos otros sentimientos habían irrumpido como un torrente. Entre ellos, el principal y más inquietante había sido una rabia demoledora hacia ella por haber ocultado una enfermedad que podía haberse tratado y curado… y por haberse llevado a su hijo con ella aquel día. Había hablado con Polly de aquellos sentimientos en Los Abedules una noche helada y lluviosa del último abril.

—Has dejado de pensar en suicidios para empezar a imaginar asesinatos —le comentó ella—. Por eso estás tan enfadado, Alan.

Él movió la cabeza y se dispuso a negarlo, pero Polly se inclinó sobre la mesa y le puso uno de sus dedos torcidos sobre los labios un momento. ¡Chitón! Y el gesto sobresaltó tanto a Alan que este enmudeció.

—Sí —continuó ella—. Esta vez no voy a sermonearte, Alan. Hace mucho tiempo que no salgo a cenar con un hombre y me gusta demasiado para interpretar el papel de fiscal jefe. Pero la gente no se enfada con los demás, al menos de la manera que tú lo haces, porque sufra un accidente, salvo que haya existido alguna negligencia grave por alguna parte. Si Annie y Todd hubieran muerto porque le fallaron los frenos al Scout, podrías echarte la culpa por no haberlos comprobado, o podrías demandar a Sonny Jackett por haber hecho una chapuza la última vez que llevaste el coche a revisión, pero no le echarías la culpa a ella. ¿Tengo razón, o no?

—Supongo que sí.

—¡Claro que la tengo! Tal vez fue realmente un accidente de algún tipo, Alan. Sabes que pudo sufrir alguna especie de ataque mientras conducía, porque el doctor Van Allen te lo dijo. Pero ¿has pensado alguna vez que quizá dio un golpe de volante para evitar un ciervo? ¿Que pudo ser algo tan simple como eso?

Tal vez. Un ciervo, un pájaro o incluso un coche de frente que había invadido su carril.

—Sí, pero, el cinturón de seguridad…

—¡Olvida el maldito cinturón! —replicó ella con tanta energía y vehemencia que algunos de los comensales próximos se volvieron a mirarla brevemente—. Tal vez le dolía la cabeza y eso le hizo olvidarse de ponérselo, por una vez. Pero eso no significa que estrellara deliberadamente el coche. Y un dolor de cabeza, uno fuerte, explicaría por qué Todd, en cambio, lo llevaba puesto. Y tampoco esa es la cuestión.

—¿Cuál es, entonces?

—La cuestión es que aquí hay demasiados «tal vez» para que continúes alentando tanto rencor. Incluso si son ciertas tus peores sospechas, nunca lo sabrás con seguridad, ¿verdad?

—No.

—Y, aunque lo averiguaras… —Polly lo miró fijamente. Sobre la mesa, entre ellos, había una vela. A la llama de esta, sus ojos eran más oscuros y Alan vio en ellos un pequeño destello de luz—. En fin, un tumor cerebral también es un accidente. No hay culpables en eso, Alan, no hay…, ¿cómo lo llamáis en vuestro oficio…?, no hay acción dolosa. Hasta que no aceptes eso, no habrá ninguna oportunidad.

—¿Oportunidad de qué?

—Oportunidad para nosotros —replicó ella con calma—. Me caes muy bien, Alan, y no soy demasiado vieja para arriesgarme, pero tengo la edad suficiente para haber vivido unas cuantas experiencias tristes sobre adónde pueden conducirme mis emociones cuando escapan a mi control. Y no permitiré que se acerquen siquiera a tal punto hasta que seas capaz de dejar en paz a Annie y a Todd.

Alan la miró, sin habla. Ella lo contempló con expresión grave por encima de la mesa de la vieja taberna, cuya chimenea encendida bañaba de tonos anaranjados una de sus suaves mejillas y el lado izquierdo de su frente. Fuera, el viento daba una larga nota de trombón bajo las ramas.

—¿He sido indiscreta? —preguntó Polly—. En ese caso, me gustaría que me llevaras a casa, Alan. Me revienta tanto sentirme avergonzada como callarme lo que pienso.

Él alargó la mano por encima de la mesa y rozó levemente sus dedos.

—No, no has sido indiscreta. Me gusta escucharte, Polly.

Ella sonrió al oírlo. La sonrisa iluminó todo su rostro.

—Entonces, tendrás tu oportunidad —dijo.

Y así comenzó su relación. No se habían sentido culpables por verse, pero habían reconocido la necesidad de mantener el secreto, no solo porque estaban en un pueblo pequeño donde él era un funcionario electo y ella necesitaba de la aprobación de la comunidad para mantener a flote su negocio, sino también porque ambos se daban cuenta de la posibilidad de sentirse culpables. Al parecer, ninguno de los dos era demasiado viejo para correr riesgos, pero los dos estaban un poco crecidos para ser imprudentes. Era preciso andarse con cautela.

Más adelante, en mayo, Alan y Polly se habían acostado juntos por primera vez y ella le había contado lo que había hecho en los años transcurridos entre «antes» y «ahora»… Le había contado la historia que él no había creído a pies juntillas, la historia que Alan estaba convencido que algún día volvería a contarle sin aquella mirada demasiado directa y sin aquel gesto, demasiado repetido, de llevarse los dedos de la mano izquierda al lóbulo de la oreja.

Alan comprendía lo difícil que había sido para ella confiarle lo que le había contado en esa ocasión y se conformaba con esperar a que un día le explicara el resto. Tenía que conformarse con eso. Porque era preciso ser prudente. De momento, era suficiente, más que suficiente, enamorarse de Polly mientras transcurría, adormecedor y perezoso, el largo verano de Maine.

Y entonces, en la penumbra del dormitorio de Polly, con la mirada puesta en el techo de plancha de hojalata, se preguntó si había llegado el momento de hablar otra vez de matrimonio. Ya lo había intentado en una ocasión, en agosto, y ella había hecho de nuevo aquel gesto con el dedo. ¡Chitón! Alan suponía que…

Pero el hilo de sus pensamientos conscientes había empezado a romperse ya, y el sueño se adueñó de él sin resistencia.

9

En el sueño, estaba de compras en un inmenso supermercado, avanzando entre estanterías por un pasillo tan largo que se perdía en la distancia hasta reducirse a un punto. Allí había de todo, estaban todas las cosas que siempre había deseado y no había podido permitirse: un reloj sensible a la presión y un genuino sombrero fedora de fieltro de Abercrombie & Fitch, una cámara de cine de ocho milímetros Bell and Howell y cientos de objetos más… Pero había alguien detrás de él, justo detrás de su hombro, justo donde su vista no alcanzaba.

«Aquí abajo llamamos a eso cosa de locos, muchacho», comentó una voz.

Era una voz que Alan conocía. Pertenecía a aquel hijo de puta de categoría, al conductor del Toronado negro. A George Stark.

«Aquí abajo llamamos a esta tienda Terminal —continuó la voz—, porque es el lugar donde terminan todos los productos y servicios.»

Alan vio salir, deslizándose entre una enorme selección de ordenadores Apple bajo un rótulo que decía A DISPOSICIÓN GRATUITA DEL PÚBLICO, un enorme ofidio con cuerpo de pitón y cabeza de serpiente de cascabel. Dio media vuelta para huir, pero una mano sin líneas en la palma lo asió por el brazo y lo detuvo.

«Adelante —invitó la voz en tono persuasivo—. Coge lo que quieras, muchacho. Coge todo lo que quieras… y paga por ello.»

Pero cada uno de los objetos que escogió resultó ser el cinturón de seguridad requemado y consumido de su hijo Todd.