SEIS

1

Wilma Jerzyck no conocía a su marido, Pete, tanto como ella creía.

Aquel jueves por la noche, Wilma se acostó tras tomar una decisión: lo primero que haría a la mañana siguiente sería trazar un plan respecto a Nettie Cobb y ocuparse del asunto. Sus frecuentes disputas con la gente terminaban, a veces, diluyéndose sin más; pero cuando las cosas iban a mayores, siempre era Wilma quien escogía el lugar y las armas para el duelo. La primera regla de su carácter peleón era: «Decir siempre la última palabra». La segunda era: «Hacer siempre el primer movimiento». Ese primer movimiento era lo que había bautizado «ocuparse del asunto», y por ello entendía encargarse de Nettie inmediatamente. Comentó a Pete que solo quería ver cuántas vueltas podía darle a la cabeza de aquella chiflada antes de que le saltara de los hombros.

Wilma estaba convencida de que pasaría casi toda la noche despierta y furiosa, tensa como la cuerda de un arco; no habría sido la primera vez. Sin embargo, cayó dormida apenas diez minutos después de acostarse, y al despertar, se sentía revitalizada y extrañamente tranquila. Sentada a la mesa de la cocina el viernes por la mañana, envuelta en la bata, se le ocurrió que tal vez fuera demasiado pronto para ocuparse del asunto para siempre. Con la llamada de la noche anterior, casi había matado del susto a Nettie; pese a lo furiosa que estaba, no se le había escapado el detalle. Solo alguien sordo como una tapia podría haberlo ignorado.

¿Por qué no dejar a miss Enferma Mental de 1991 colgando de un hilo durante algún tiempo? Dejar que fuera ella quien se pasara las noches en vela, preguntándose desde dónde caería la cólera de Wilma. Pasar unas cuantas veces con el coche por delante de su casa, tal vez hacer alguna llamada telefónica más. Mientras daba sorbos al café (Pete estaba al otro lado de la mesa, mirándola con aire atemorizado por encima de la sección de deportes del periódico), se le ocurrió que si Nettie estaba tan loca como todo el mundo decía, tal vez no tendría que ocuparse del asunto siquiera. Aquella podía resultar una de esas raras ocasiones en que los asuntos se ocupaban de sí mismos. La idea se le antojó tan estimulante que incluso permitió a Pete darle un beso mientras recogía la cartera y se preparaba para salir hacia el trabajo.

Wilma no sospechó en ningún momento que el ratón asustado que tenía por marido pudiera haberla drogado, pero aquello era precisamente lo que había hecho Pete Jerzyck. Y no era la primera vez.

Wilma sabía que tenía intimidado a su esposo, pero no se hacía idea de hasta qué punto. Pete no solo le tenía miedo; sentía por ella un pavor reverencial, como los nativos de ciertas zonas tropicales que adoraban en otros tiempos, llenos de terror supersticioso, a la Gran Diosa Montaña del Trueno, que podía dominar en silencio sus apacibles vidas durante años, durante generaciones incluso, antes de estallar de repente en una mortífera erupción de lava ardiente.

Tales nativos, reales o hipotéticos, tenían sin duda unos rituales propiciatorios que tal vez no fueran de gran ayuda cuando la montaña despertaba y lanzaba sus rayos y truenos y sus ríos de fuego contra los pueblos, pero que sin duda contribuían a la tranquilidad de todos cuando la montaña estaba en calma. Pete Jerzyck no tenía ritos esotéricos con los que adorar a Wilma, de modo que tuvo que recurrir a medidas más prosaicas. A medicamentos con receta en lugar de hostias de comulgar, por así decirlo.

Concertó una cita con Ray van Allen, el único médico de cabecera de Castle Rock, y le dijo que quería algo que le aliviara la sensación de ansiedad. Estaba saturado de trabajo, le contó a Ray, y cuanto más subían sus porcentajes de comisiones, más le costaba dejar en la oficina los problemas laborales. Finalmente, había decidido que era hora de ver si el médico le recetaba algo que le calmara un poco aquellos nervios.

Ray van Allen no sabía nada de las presiones en el negocio de las inversiones inmobiliarias, pero tenía una idea bastante clara de cuáles debían de ser las presiones de vivir con Wilma. El médico sospechaba que Pete Jerzyck sufriría mucha menos ansiedad si no abandonara nunca la oficina, pero, por supuesto, no era quién para decirlo. Extendió una receta de Xanax, recitó las advertencias de costumbre y deseó al hombre buena suerte y el amparo divino. Viendo a Pete recorrer la senda de la vida en compañía de aquella furia, el médico estaba convencido de que necesitaría ambas cosas.

Pete había usado el Xanax, pero no había abusado. Tampoco le contó nada a Wilma. ¡Menuda le habría dado si se enteraba de que estaba «drogándose»! Tuvo buen cuidado de guardar siempre la receta en el portafolios, que contenía documentos sin el menor interés para Wilma. Tomaba cinco o seis pastillas al mes, la mayoría de ellas los días anteriores a que Wilma tuviera la regla.

Luego, el verano anterior, Wilma había tenido una trifulca con Henrietta Longman, la propietaria del salón de belleza The Beauty Rest, al final de Castle Hill. La discusión había surgido por una permanente chapucera. Después del intercambio inicial de gritos, las dos mujeres volvieron a pelearse al día siguiente en el supermercado Hemphill y, una semana después, tuvieron otro agarrón en Main Street. Este último estuvo a punto de degenerar en una riña a golpes.

Después de aquel episodio, Wilma había ido y venido por toda la casa como una leona enjaulada, jurando que iba a coger a aquella cerda e iba a mandarla al hospital.

—¡Necesitará un buen salón de belleza, cuando haya acabado con ella! —había mascullado Wilma con los dientes apretados—. No te quepa la menor duda. Mañana voy a subir ahí. Voy a presentarme allí y a ocuparme del asunto.

Pete se había dado cuenta con creciente alarma de que Wilma no lo decía por hablar; estaba decidida a hacerlo. Dios sabía qué escándalo podía montar. Había tenido visiones de Wilma sumergiendo la cabeza de Henrietta en una cuba de una sustancia viscosa y corrosiva que dejaría a la mujer tan calva como Sinead O’Connor durante el resto de la vida.

Había esperado que se produjera alguna moderación en el estado de ánimo de Wilma una vez pasada la noche, pero cuando su mujer se levantó a la mañana siguiente, estaba todavía más furiosa. Pete no lo habría creído posible, pero lo parecía. Las bolsas oscuras bajo los ojos eran una proclama de la noche en vela que había pasado.

—Wilma —le había dicho con un hilillo de voz—, creo que, en realidad, no es muy buena idea que vayas a The Beauty Rest esta mañana. Estoy seguro de que, si lo piensas un poco…

—¡Ya lo pensé suficiente anoche —había replicado Wilma, enfocando sobre él aquella mirada aterradoramente fija— y decidí que, cuando termine con ella, no va a quemar las raíces del cabello a nadie más! Cuando acabe con ella, necesitará un perro lazarillo hasta para encontrar el camino del retrete. Y si me vuelves con monsergas, Pete, ya puedes irte buscando otro maldito pastor alemán de la misma camada.

Desesperado, sin estar seguro de si daría resultado pero incapaz de pensar en otra solución para prevenir la inminente catástrofe, Pete Jerzyck había sacado el frasco de la bolsa interior del portafolios y había dejado caer una tableta de Xanax en el café de Wilma. Después, se había marchado a la oficina.

En un sentido muy real, aquella había sido la Primera Comunión de Pete Jerzyck.

Había pasado el día en una agonía de suspense y había llegado a casa aterrorizado ante lo que pudiera encontrar (la fantasía que más se repetía en su cabeza era la de Henrietta Longman muerta y Wilma en la cárcel). Estuvo encantado de encontrar a Wilma en la cocina, tarareando.

Pete respiró hondo, se ajustó su chaleco a prueba de balas emocional y preguntó a su esposa qué había sucedido con la mujer del salón de belleza.

—No abre hasta mediodía y, para entonces, ya no me sentía tan furiosa —contestó Wilma—. De todos modos, subí a verla; me lo había prometido, así que lo hice. Y… ¿sabes qué? ¡Me invitó a una copa de jerez y me dijo que quería devolverme el dinero!

—¡Vaya! ¡Estupendo! —había respondido Pete, aliviado y satisfecho…, y así había terminado l’affaire Henrietta. Durante varios días había temido que volviera a estallar la cólera de Wilma, pero no lo hizo. Al menos, no estalló contra el mismo asunto.

Tras aquello, Pete había considerado la posibilidad de sugerir a Wilma que acudiera a la consulta del doctor Van Allen para que este le extendiera su propia receta de tranquilizantes, pero descartó la idea después de meditarla detenidamente. Wilma era capaz de mandarlo de cabeza al lago —de ponerlo en órbita a golpes, incluso— si se atrevía a sugerirle que se «drogara». «Tomar drogas» era cosa de yonquis, y los tranquilizantes eran para los medio yonquis. ¡No, gracias! Ella afrontaría la vida cara a cara. Además, pensó Pete a regañadientes, había una realidad innegable: a Wilma le gustaba enfadarse. Una Wilma poseída de una rabia ciega era una Wilma satisfecha, una Wilma imbuida de un propósito elevado.

Y él la amaba… igual que los nativos de esa hipotética isla tropical amaban, sin duda, a su Gran Diosa Montaña del Trueno. El pavor reverencial de Pete y su admiración temerosa por su esposa no hacían sino aumentar el amor que sentía por ella. Su mujer era WILMA, una furia desatada, y Pete decidió que solo intervendría para intentar desviarla de su curso cuando temiese que Wilma pudiera salir malparada…, lo cual, a través de una mística transubstanciación amorosa, repercutiría también en él.

Desde entonces, le había administrado Xanax en secreto en tres ocasiones. La última de ellas —y la más espantosa, con mucho— había sido la Noche de las Sábanas Embarradas. Pete había insistido casi frenéticamente en que su mujer tomara una taza de té, y cuando por fin la furia había consentido en ello (después del breve, pero absolutamente satisfactorio, diálogo telefónico con la loca de Nettie Cobb), el hombre había preparado la infusión muy cargada y le había añadido no una sino dos tabletas de Xanax. A la mañana siguiente experimentó un gran alivio al comprobar lo mucho que había descendido el termostato de su esposa.

Estos eran los detalles que a Wilma Jerzyck, confiada en el poder que ejercía sobre la mente de su marido, le habían pasado por alto; también fue lo que evitó que Wilma se limitara a irrumpir en casa de Nettie a bordo de su Yugo y dejara calva a tirones a la infeliz (o, al menos, lo intentara) aquel viernes por la mañana.

2

De todos modos, no era que Wilma se hubiera olvidado de Nettie, que la hubiera perdonado o que hubiera llegado a abrigar la menor duda respecto a quién había atentado contra sus sábanas; no había en la tierra medicina capaz de conseguirlo.

Poco después de que Pete se marchara al trabajo, Wilma subió al coche y avanzó despacio por Willow Street (en el parachoques trasero del pequeño Yugo amarillo llevaba una pegatina que proclamaba al mundo SI NO TE GUSTA CÓMO CONDUZCO, JÓDETE). Dobló a la derecha por Ford Street y redujo aún más la marcha al acercarse a la pulcra casita de Nettie. Le pareció ver que se movía una de las cortinas y lo consideró un buen comienzo… pero solo un comienzo.

Dio la vuelta a la manzana (pasando ante la puerta de los Rusk, en Pond Street, sin dedicarle una sola mirada), volvió a pasar frente a su casa y enfiló por segunda vez Ford Street. En esta ocasión, tocó dos veces el claxon del Yugo al acercarse a la casa de Nettie y, a continuación, aparcó frente a su puerta con el motor al ralentí.

La cortina se movió de nuevo. Esta vez no había confusión posible: la mujer la estaba espiando. Wilma la imaginó tras la cortina, temblando de terror y de culpabilidad, y la escena le resultó aún más placentera que la imagen con que se había acostado, aquella en la que retorcía el pescuezo a la loca hasta que la cabeza de esta giraba como la de la niña de El exorcista.

—¡Un, dos, tres; al escondite inglés! —murmuró con aire torvo cuando la cortina dejó de moverse—. ¡Te he visto!

Dio otra vuelta a la manzana y se detuvo por segunda vez frente a la casa de Nettie, haciendo sonar el claxon para avisar a su presa de que allí estaba de nuevo. En esta ocasión, permaneció sentada tras el volante frente a la casa durante casi cinco minutos. La cortina se movió dos veces. Por último, Wilma se alejó, satisfecha.

Esa loca pasará el resto del día buscándome, pensó mientras aparcaba el coche en el camino particular y se apeaba. Con el susto que le he dado, seguro que tendrá miedo a poner un solo pie fuera de casa.

Wilma entró en la suya, con paso ligero y el corazón alegre, y se dejó caer en el sofá con un catálogo. Poco después, ordenaba con aire feliz tres nuevos juegos de sábanas: uno blanco, otro amarillo y el último multicolor.

3

Raider se sentó sobre los cuartos traseros en el centro de la alfombra del salón, observando a su dueña. Por último, lanzó un inquieto gañido, como para recordar a Nettie que era un día laborable y ya llegaba media hora tarde. Aquella mañana tocaba pasar el aspirador por el piso de arriba de la casa de Polly y el hombre de la compañía telefónica iría con los aparatos nuevos, los que funcionaban con las grandes teclas. Se suponía que eran más cómodos para las personas que padecían una artritis tan terrible como la de Polly.

Pero ¿cómo podía marcharse?

Aquella loca polaca estaba allí fuera, en alguna parte, patrullando en su cochecito.

Nettie continuó sentada, con la pantalla de lámpara en el regazo. La había tenido en el regazo desde que la loca polaca había pasado ante la casa en el coche por primera vez. Luego había vuelto, había aparcado y había hecho sonar el claxon. Al verla marcharse, Nettie había creído que el asunto había terminado, pero no: la mujer volvió por tercera vez. Nettie se había convencido de que la loca polaca intentaría entrar en la casa, y por eso se había quedado allí sentada, apretando contra sí la pantalla de cristal con un brazo y a Raider con el otro, preguntándose qué haría si la loca polaca lo intentaba realmente, cómo se defendería. No lo sabía…

Por fin, había reunido el valor suficiente para echar otro vistazo por la ventana, y la loca polaca había desaparecido. Su primera sensación de alivio dio paso rápidamente al pánico. Temió que la loca polaca estuviera patrullando las calles, esperando a que ella saliera; y aún le espantaba más la idea de que la loca polaca pudiera entrar en la casa vacía.

Que irrumpiera en la casa y viera la hermosa pantalla y la arrojara al suelo y la rompiera en mil pedazos.

Raider emitió un nuevo gañido.

—Ya lo sé —respondió ella con una voz que era casi un quejido—. ¡Ya lo sé!

Tenía que marcharse. Tenía una responsabilidad y sabía cuál era y a quién se la debía. Polly Chalmers se había portado bien con ella. Había sido Polly quien había escrito la recomendación que le había permitido salir de Juniper Hill, y había sido Polly quien había avalado en el banco el crédito para la casa. De no ser por Polly, cuyo padre había sido el mejor amigo del suyo, aún estaría viviendo en una habitación de alquiler al otro lado del puente.

Pero ¿y si la loca polaca volvía en su ausencia?

Raider no podía proteger la pantalla; era valiente, pero solo era un cachorro. Si intentaba enfrentarse a la loca polaca, esta era capaz de hacerle daño. Notó que la cabeza, atrapada en el torbellino de aquel terrible dilema, empezaba a darle vueltas. Lanzó un nuevo gemido.

Y de pronto, misericordiosamente, se le ocurrió una idea.

Se levantó del asiento, con la pantalla siempre acunada en sus brazos, y atravesó la sala de estar, en penumbra con las cortinas corridas. Cruzó la cocina y abrió la puerta de la esquina del fondo, que daba paso a un cobertizo anexo a la casa. Las sombras de la pila de leña y de los numerosos objetos allí almacenados se recortaron en la semioscuridad.

Una solitaria bombilla colgaba del techo al final de un cable. No había interruptor ni cadena de la que tirar; para encenderla, había que terminar de enroscarla en el portalámparas. Alzó la mano para hacerlo, pero interrumpió el gesto. Si la loca polaca acechaba en el patio de atrás, vería que se encendía la luz. Y, si la veía, sabría exactamente dónde buscar la pantalla de cristal emplomado, ¿verdad?

—¡Ah, no! ¡No me cogerás tan fácilmente! —masculló en un susurro mientras se abría paso a tientas entre el armario de su madre y la librería holandesa, hasta la pila de leña—. ¡Nada de eso, Wilma Jerzyck! No soy estúpida, ¿sabes? ¡Te lo advierto!

Sujetando la pantalla contra el vientre con la zurda, Nettie utilizó la mano derecha para despejar de telarañas viejas y llenas de polvo la única ventana del cobertizo. Después echó un vistazo al patio trasero, pasando la mirada casi espasmódicamente de un punto al siguiente. Permaneció de ese modo casi un minuto, sin apreciar el menor movimiento en el patio. En un momento determinado le pareció ver a la loca polaca agachada en el rincón izquierdo del fondo del patio, pero una mirada más detenida la convenció de que solo era la sombra del roble del patio de los Fearon, cuyas ramas bajas se extendían sobre el suyo. Las ramas se mecían un poco con el viento y por eso las sombras de aquel rincón habían parecido por un segundo la silueta de una mujer loca (de una polaca loca, para ser exactos).

Raider lanzó un gañido quejumbroso a su espalda. Nettie se volvió y lo encontró ante la puerta del cobertizo, una silueta negra con la cabeza ladeada.

—Ya lo sé —murmuró—. Ya lo sé, muchacho…, pero vamos a engañarla. Esa mujer cree que soy tonta, pero voy a demostrarle que anda muy equivocada.

Retrocedió a tientas. Sus ojos se estaban acostumbrando a la penumbra y decidió que, finalmente, no necesitaría enroscar la bombilla. De puntillas, pasó la mano por la repisa superior del armario hasta que sus dedos encontraron la llave del mueble. La que abría los cajones se había perdido hacía años, pero no importaba. Nettie tenía la que necesitaba.

Abrió el armario y depositó la pantalla de cristal emplomado en el interior, entre las pelusas de polvo y los excrementos de ratón.

—Merece lucir en un lugar mejor, lo sé —le susurró a Raider—. Pero aquí estará segura, y eso es lo que importa.

Volvió a introducir la llave en la cerradura, le dio la vuelta y comprobó que la puerta había quedado cerrada. Lo estaba, a toda prueba, y de pronto sintió como si su corazón se hubiera descargado de un lastre enorme. Probó de nuevo la puerta del armario, asintió enérgicamente y se guardó la llave en el bolsillo de la bata. Cuando llegara a casa de Polly, la ensartaría en una cuerda y se la colgaría al cuello. Sería lo primero que haría.

—¡Ven aquí! —le ordenó a Raider, que había empezado a menear el rabo, percibiendo tal vez que la crisis había pasado—. Ya nos hemos ocupado de esto y ahora debo ir a trabajar. ¡Llego tarde!

Cuando estaba poniéndose el abrigo, empezó a sonar el teléfono. Nettie dio dos pasos hacia él y, acto seguido, se detuvo.

Raider emitió su solitario y severo ladrido y la miró. ¿Acaso no sabía lo que tenía que hacer cuando sonaba el teléfono?, preguntaban sus ojos. Incluso él, que solo era un perro, lo sabía.

—No —murmuró Nettie.

¡Sé lo que has hecho, vieja loca, sé lo que has hecho, sé lo que has hecho y voy… voy a… COGERTE!

—No pienso contestar. Me marcho al trabajo. Ella es la loca, no yo. ¡Yo no le he hecho nada! ¡Absolutamente nada!

Raider asintió con un ladrido.

El teléfono dejó de sonar.

Nettie se tranquilizó un poco, pero el corazón continuó latiéndole con fuerza.

—Sé buen chico —le dijo al perro con una caricia—. Volveré tarde porque me voy tarde. Pero te quiero, y si te acuerdas de eso, serás un buen chico todo el día.

Era el encantamiento de salir hacia el trabajo que Raider conocía bien, y meneó el rabo. Nettie abrió la puerta y miró en ambas direcciones antes de cruzar el umbral. Pasó un mal momento cuando distinguió un destello de amarillo, pero no era el coche de la loca polaca; el niño de los Pollard había dejado su triciclo Fisher-Price en la acera de la calle, nada más.

Nettie sacó la llave para cerrar la puerta; luego rodeó la casa hasta la parte trasera para comprobar que la puerta del cobertizo estaba cerrada. Perfecto. Se encaminó a la casa de Polly con el bolso colgado del brazo y pendiente de si veía el coche de la loca polaca (tratando de decidirse entre ocultarse tras un seto o, simplemente, mantenerse firme y desafiante, en el caso de que apareciera). Casi había llegado al final de la manzana cuando se le ocurrió que no había comprobado la puerta delantera con todo el cuidado que debía. Echó una ojeada nerviosa al reloj y retrocedió sobre sus pasos. Comprobó la puerta delantera. Estaba cerrada a cal y canto. Nettie exhaló un suspiro de alivio y, a continuación, decidió que debía comprobar también la puerta del cobertizo, solo para asegurarse.

—Más vale prevenir que curar —dijo para sí mientras se dirigía a la parte posterior de la casa.

Su mano se quedó paralizada en pleno gesto de asir el tirador de la puerta del cobertizo.

En la casa, el teléfono volvía a sonar.

—Está loca —dijo Nettie con un gemido—. ¡No le he hecho nada!

La puerta del cobertizo estaba cerrada, pero Nettie se quedó ante ella hasta que el teléfono enmudeció. Después puso rumbo al trabajo otra vez, con el bolso colgado del brazo.

4

Esta vez llegó a alejarse casi dos manzanas antes de que volviera a asaltarla, como una cuchillada, el convencimiento de que, finalmente, tal vez no había cerrado la puerta delantera. Sabía que lo había hecho, pero tenía miedo de equivocarse.

Se detuvo, indecisa, junto al buzón de correos azul de la esquina de Ford Street y Deaconess Way. Casi había decidido continuar adelante cuando vio un coche amarillo asomando en la intersección una calle más allá. No era el coche de la loca polaca, sino un Ford, pero Nettie pensó que tal vez era un presagio. Volvió rápidamente a su casa y comprobó de nuevo las dos puertas. Cerradas. Llegó otra vez a la acera antes de que se le ocurriera que también debía inspeccionar la puerta del armario y comprobar que seguía bien cerrada.

Sabía que lo estaba, pero tenía miedo de equivocarse.

Abrió la puerta delantera y entró en la casa. Raider saltó a su encuentro, agitando el rabo enérgicamente, y Nettie lo acarició un instante…, pero solo un instante. Tenía que cerrar la puerta de la casa, porque la loca polaca podía aparecer en cualquier momento.

¡En cualquier momento! Cerró de golpe, pasó el pestillo y volvió al cobertizo. La puerta del armario estaba cerrada, por supuesto. Regresó a la casa y se detuvo un momento en la cocina. Ya empezaba a inquietarse, a pensar que había cometido un error y que en realidad la puerta del armario no había quedado bien cerrada. Quizá no había tirado de la manija lo bastante fuerte para estar real y absolutamente segura al ciento por ciento. Quizá solo estaba encajada.

Volvió sobre sus pasos y, mientras se disponía a cerciorarse, empezó a sonar el teléfono. Regresó corriendo a la casa con la llave del armario agarrada en su mano derecha, sudorosa.

Se dio con la espinilla contra un taburete y lanzó un grito de dolor.

Cuando llegó a la sala, el teléfono había enmudecido otra vez.

—Hoy no puedo ir a trabajar —murmuró—. Tengo que… que…

(montar guardia)

Exacto. Tenía que montar guardia.

Descolgó el auricular y marcó el número rápidamente, antes de que su mente empezara a roerla de nuevo, como Raider roía sus juguetes de cuero sin curtir.

—¿Hola? —respondió Polly—. Aquí Coser y Cantar.

—Hola, Polly. Soy yo.

—¿Nettie? ¿Todo anda bien?

—Sí, pero llamo desde mi casa. Tengo el estómago revuelto. —Para entonces, eso no era ninguna mentira—. Quería pedirte si podría tomarme el día libre. Ya sé que hoy tocaba pasar el aspirador por el piso de arriba… y que viene el hombre del teléfono… pero…

—Está bien —dijo Polly de inmediato—. El hombre del teléfono no viene hasta las dos y hoy pensaba marcharme pronto, de todos modos. Las manos todavía me duelen demasiado para trabajar todo el día. Yo lo recibiré.

—Si me necesitas, cuenta conmigo…

—No, no, de verdad —le aseguró Polly con calidez, y Nettie notó el escozor de unas lágrimas. Polly era tan amable…

—¿Te encuentras muy mal, Nettie? ¿Quieres que llame al doctor Van Allen?

—No…, solo son unos retortijones. Pronto estaré mejor. Si puedo, iré por la tarde.

—Tonterías —replicó Polly enérgica—. No has pedido un día libre desde que trabajas para mí. Métete en la cama y duerme un rato más. Y te lo advierto: si se te ocurre venir, te mando a casa otra vez.

—Gracias, Polly —le dijo Nettie, al borde de las lágrimas—. Eres muy buena conmigo.

—Te lo mereces todo. Tengo que dejarte, Nettie… Hay clientes. Acuéstate. Te llamaré esta tarde para ver cómo te encuentras.

—Gracias.

—No tienes que dármelas. Hasta luego.

—Hasta luego —repitió Nettie, y colgó.

Rápidamente, acudió a la ventana y apartó la cortina de un manotazo. La calle estaba vacía…, de momento. Volvió al cobertizo, empleó la llave para abrir el armario y sacó la pantalla. Una sensación de calma y paz la embargó en cuanto tuvo el preciado objeto entre sus brazos. Lo llevó a la cocina, lo limpió con agua jabonosa tibia, lo enjuagó y lo secó con sumo cuidado.

Abrió uno de los cajones de la cocina y sacó el cuchillo de carnicero. Llevó este y la pantalla a la sala de estar y se sentó en la penumbra. Permaneció allí toda la mañana, muy erguida en el sillón, con la pantalla de cristal emplomado en el regazo y empuñando el cuchillo de carnicero con la derecha.

Hubo dos llamadas telefónicas.

Nettie no contestó ninguna de ellas.