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Alan tomó asiento frente a Polly en un reservado de la cafetería de Nan y advirtió al instante que la mujer aún sufría intensos dolores, tan intensos como para haber tomado un Percodan a primera hora de la tarde, cosa que no hacía con frecuencia. El comisario se dio cuenta de ello antes incluso de que Polly abriera la boca. Se lo notó en los ojos, en la especie de brillo que despedían. Alan había llegado a acostumbrarse a él, pero seguía sin gustarle. Y no creía que nunca llegara a aceptarlo. Se preguntó, no por primera vez, si ya sería adicta al medicamento, y supuso que, en la situación de Polly, tal adicción solo sería un efecto secundario, algo que cabía esperar, tener en cuenta y achacar al problema principal. Y este era, en pocas palabras, que la mujer tenía que vivir con un dolor que él, probablemente, era incapaz de imaginar siquiera.
Su voz no reflejó ninguno de aquellos pensamientos cuando preguntó:
—¿Qué tal van las cosas, cariño?
—Bueno, ha sido un día muy interesante —respondió ella con una sonrisa—. «Mmmuy… inderesande», como decía el tipo de aquella serie de humor, ¡A reír!
—¡Pero si no tienes edad suficiente para acordarte!
—Sí que la tengo. Alan…, ¿quién es esa?
El comisario se volvió y siguió la mirada de Polly a tiempo de ver pasar ante la gran vidriera de la cafetería a una mujer con un paquete rectangular en los brazos. La mujer caminaba con la vista fija al frente y un hombre que iba en dirección contraria tuvo que apartarse rápidamente para evitar una colisión. Alan repasó rápidamente el enorme archivo de nombres y rostros que guardaba en la memoria y obtuvo lo que Norris, quien estaba profundamente enamorado de la jerga policial, habría denominado sin duda «una identificación parcial».
—Evans. Mabel o Mavis o algo parecido. Es la mujer de Chuck Evans.
—Parece como si se acabara de fumar un porro de panameña roja de primera calidad —comentó Polly—. Qué envidia.
Acudió a tomarles nota Nan Roberts en persona. Nan era miembro de los Soldados Baptistas de Cristo del reverendo Rose, y ese día llevaba una pequeña chapa amarilla prendida sobre el pecho izquierdo. Era la tercera de tales chapas que Alan veía aquella tarde, y supuso que vería muchas más en las siguientes semanas. En el distintivo se veía una máquina tragaperras dentro de un círculo negro con una franja roja que lo cruzaba en diagonal. No llevaba ninguna leyenda escrita, pero dejaba perfectamente clara la opinión de su portadora respecto a la «Noche de Casino».
Nan era una mujer de mediana edad con unos pechos enormes y unas facciones dulces y bonitas que evocaban a uno a su madre y a los pasteles de manzana de la infancia. En su local, como bien sabían Alan y todos sus ayudantes, el pastel de manzana también era excelente, sobre todo con una gran bola de helado de vainilla derritiéndose encima. Era fácil dejarse confundir por el aspecto de Nan, pero muchos hombres de negocios, sobre todo los agentes inmobiliarios, habían comprobado las perniciosas consecuencias de caer en tal error. Detrás de aquel rostro dulce había una mente como un ordenador en pleno funcionamiento y debajo de sus abultados pechos maternales, donde debería haber tenido el corazón, había una pila de libros de contabilidad. Nan era propietaria de un buen pedazo de Castle Rock, incluidos cinco —al menos— de los edificios comerciales de Main Street, y ahora que Papi Merrill estaba enterrado, Alan sospechaba que era, probablemente, la persona más rica del pueblo.
Nan le recordaba a la madama de un burdel de Utica, a quien había detenido en una ocasión. La mujer le había ofrecido un soborno, y al ver que lo rechazaba, había intentado con todas sus fuerzas aplastarle los sesos con una jaula de pájaros. El inquilino de esta, un loro medio desplumado que a veces soltaba «Me he tirado a tu mamá, Frank» con voz malhumorada y pensativa, se encontraba en la jaula en aquella ocasión. A veces, cuando Alan veía marcarse la arruga vertical en el entrecejo de Nan Roberts, le daba la impresión de que la mujer era perfectamente capaz de hacer algo por el estilo. Y le pareció perfectamente natural que Nan, quien ya se limitaba a ocuparse de la caja registradora, acudiera en persona a tomar nota al comisario del condado. Era ese toque personal que tanto se aprecia.
—Hola, Alan —saludó—. ¡Cuánto tiempo sin verte! ¿Dónde has estado?
—Aquí y allá —respondió él—. Dando vueltas por ahí.
—Bueno, no te olvides de tus viejos amigos mientras lo haces —continuó Nan, lanzándole unas de sus radiantes sonrisas maternales. Era preciso pasar mucho tiempo cerca de Nan, reflexionó Alan, para darse cuenta de las contadísimas ocasiones en que aquella sonrisa iluminaba el rostro de la mujer—. Pásate por aquí de vez en cuando.
—No hay para tanto, Nan —dijo el comisario—. Aquí me tienes.
Nan soltó una carcajada tan estentórea y sonora que los clientes de la barra, la mayor parte de ellos trabajadores de las compañías madereras, volvieron un instante la cabeza hacia ella. Más tarde, pensó Alan, aquellos hombres contarían a sus amigos que habían visto a Nan Roberts y al comisario conversando alegremente. Como grandes amigos.
—¿Café, Alan?
—Sí, por favor.
—¿Te apetece un pedazo de pastel para acompañarlo? Pastel casero, hecho con manzanas del huerto de McSherry, del pueblo de Sweden. Cogidas ayer mismo.
Por lo menos, se dijo Alan, la mujer no intentaba venderles que las había arrancado del árbol con sus propias manos.
—No, gracias.
—¿Seguro? ¿Qué dices tú, Polly?
Polly dijo que no con la cabeza.
Nan fue a por el café.
—No te cae demasiado bien, ¿verdad? —preguntó Polly en voz baja.
Alan pensó en ello, un poco sorprendido. En realidad, no se trataba de si le caía bien o mal.
—¿Nan? No tengo nada contra ella. Es solo que me gusta saber cómo es realmente la gente, si puedo.
—¿Y saber también qué es lo que quiere realmente?
—Eso ya sería demasiado —respondió riéndose—. Me conformaría con saber qué es lo que trama.
Polly sonrió —a Alan le encantaba hacerla sonreír— y dijo:
—Aún terminaremos convirtiéndote en un filósofo yanqui, Alan Pangborn.
Él le acarició el revés de su mano enguantada y le devolvió la sonrisa.
Nan llevó el café en una gruesa taza de loza blanca y se alejó enseguida. Al menos, algo podía decirse en favor de ella, pensó Alan: la mujer sabía cuándo se habían cumplido las formalidades y era momento de desaparecer de escena. Era algo que no todas las personas con los intereses y ambiciones de Nan llegaban a aprender.
—Bueno —empezó a decir Alan entre sorbos de café—, cuéntame qué es eso tan interesante.
Polly empezó a contarle con todo lujo de detalles cómo Rosalie Drake y ella habían visto aquella mañana a Nettie Cobb acercarse a la nueva tienda y debatirse indecisa ante la puerta del establecimiento, hasta reunir finalmente el valor necesario para entrar.
—¡Eso es espléndido! —exclamó, y lo decía sinceramente.
—Sí, pero eso no es todo. Cuando salió de Cosas Necesarias, ¡había comprado algo! Jamás la he visto tan contenta y tan… animada como hoy. Sí, esa es la palabra: animada. ¿Te has fijado en lo pálida y cetrina que está normalmente?
Alan asintió.
—Pues bien, esta mañana tenía las mejillas encendidas y el cabello desordenado, y hasta ha soltado un par de veces una risilla.
—¿Estás segura de que solo ha estado de compras? —preguntó Alan, poniendo los ojos en blanco.
—¡No seas bobo! —exclamó Polly, como si ella no hubiera hecho la misma insinuación a Rosalie—. En cualquier caso, Nettie esperó a que te marcharas, como de costumbre, y luego entró a vernos para enseñarnos lo que había comprado. ¿Sabes esa pequeña colección de objetos de cristal que tiene en su casa?
—No. Hay algunas cosas en el pueblo que han escapado a mi atención, aunque te parezca imposible.
—Tiene media docena de piezas, la mayoría de ellas heredadas de su madre. Una vez me dijo que había tenido más, pero algunas se habían roto. En cualquier caso, adora las pocas cosas que posee, y el hombre de la tienda le ha vendido la pantalla de lámpara de cristal emplomado más espléndida que he visto en años. Al principio he pensado que era una Tiffany. Por supuesto, no lo es. Imposible: Nettie no podría permitirse de ningún modo una pieza de auténtico cristal de Tiffany. Pero es una pieza absolutamente espléndida.
—¿Cuánto le ha costado?
—No se lo he preguntado, pero seguro que el calcetín o lo que sea donde guarda sus ahorros está vacío a estas horas.
Alan frunció el ceño ligeramente.
—¿Estás segura de que no la ha estafado?
—¡Vamos, Alan…! ¿Siempre has de ser tan suspicaz? Puede que Nettie no rija demasiado bien en algunas cosas, pero es una experta en piezas de cristal emplomado. Ha dicho que era una ganga y eso significa que probablemente lo es. Y está tan contenta…
—Bien, eso es estupendo. Justo Lo Que Buscaba.
—¿Qué…?
—Era el nombre de una tienda de Utica —explicó Alan—. Hace mucho tiempo de eso. Yo era un crío todavía. Justo Lo Que Buscaba.
—¿Y qué? ¿Tenía lo que tú buscabas? —inquirió ella en tono burlón.
—No lo sé. No entré nunca.
—Pues bien —continuó Polly—, al parecer nuestro señor Gaunt piensa que tal vez tiene lo que yo busco.
—¿A qué te refieres?
—Nettie me trajo de Cosas Necesarias el envase del pastel y dentro venía una nota. Del señor Gaunt. —Polly le acercó su bolso por encima de la mesa—. Búscala tú mismo. Esta tarde no estoy para mover mucho los dedos.
Alan no prestó atención al bolso, por el momento.
—¿Tan mal estás, Polly?
—Estoy mal —se limitó a responder—. He estado peor, pero no voy a engañarte: nunca he estado mucho peor. Llevo así toda la semana, desde que cambió el tiempo.
—¿Piensas ir a ver al doctor Van Allen?
—Todavía no —contestó la mujer tras un suspiro—. Seguro que pronto pasará. Cada vez que el dolor me da así de fuerte, empieza a remitir justo cuando empiezo a pensar que voy a volverme loca en cualquier momento. Al menos, siempre ha sucedido así, aunque supongo que algún día el dolor no aflojará. Si el lunes no se ha calmado, iré a que me visite, pero, de todos modos, lo único que puede hacer el doctor es extenderme recetas, y no quiero terminar adicta a los calmantes, si puedo evitarlo.
—Pero…
—Ya basta, Alan —lo interrumpió ella—. Ya basta por hoy, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —asintió el comisario, un poco a regañadientes.
—Fíjate en la nota. Es muy amable… y bastante curiosa.
Alan abrió el cierre del bolso, vio un sobre delgado sobre el billetero y lo extrajo. El papel tenía un tacto agradable, casi cremoso. En la cara del sobre, escrito con una letra tan absolutamente pasada de moda que parecía sacada de un diario antiguo, se leía: «Sra. Polly Chalmers».
—Esta caligrafía es muy curiosa —comentó entre sorprendido y divertido—. Creo que dejó de utilizarse poco después de la era de los dinosaurios.
Sacó del sobre una solitaria hoja de papel de barba, en cuya parte superior había un membrete que decía:
COSAS NECESARIAS
Castle Rock, Maine
Leland Gaunt, propietario.
La caligrafía del texto no era tan florida y recargada como la del sobre, pero tanto el lenguaje que utilizaba como la letra seguían teniendo un delicioso aire anticuado.
Querida Polly:
Gracias de nuevo por la tarta de chocolate. Es mi favorita y estaba deliciosa. También quiero agradecerle su amabilidad y su consideración al haber pensado en mí; supongo que imaginaría lo nervioso que iba a estar el día de la inauguración, y más estando en plena temporada baja.
Tengo entre mis existencias (aunque todavía no dispongo de ellas, pues estoy pendiente de recibirlas por transporte aéreo) un objeto que en mi opinión puede interesarle mucho. En realidad no es más que una chuchería, pero me acordé de él en cuanto usted se marchó de la tienda, y con el paso de los años, he comprobado que rara vez me equivoco en mis intuiciones. Espero recibirlo el viernes o el sábado. ¿Por qué no se pasa por la tienda el sábado por la tarde, si tiene ocasión? Estaré todo el día en el local, haciendo inventario de las existencias, y me sentiría encantado de mostrárselo. Por ahora, prefiero no extenderme más; el objeto al que me refiero hablará por sí mismo. En cualquier caso, permítame al menos expresarle una vez mi agradecimiento con una taza de té.
Espero que Nettie esté satisfecha con su adquisición. Es una mujer encantadora y esa pantalla parece haberla hecho muy feliz.
Sinceramente suyo,
LELAND GAUNT
—¡Qué misterioso! —comentó Alan, devolviendo la nota al sobre y este al bolso de Polly—. ¿Piensas ir a husmear, como decimos en la jerga policial?
—Con una invitación tan formal, y después de ver la pantalla de lámpara de Nettie, ¿cómo podría negarme? Sí, creo que me dejaré caer por allí… si estoy mejor de las manos. ¿Querrás acompañarme, Alan? Puede que el señor Gaunt también tenga algo para ti.
—Tal vez. Pero quizá prefiera quedarme a ver el partido de los Patriots. Ya va siendo hora de que ganen alguno.
—Se te nota cansado, Alan. Tienes unas ojeras muy marcadas.
—Ha sido un día de perros. Para empezar, he tenido que intervenir justo a tiempo de evitar que el presidente del Consejo Municipal y uno de mis ayudantes se rompieran la cara a golpes en los aseos de la comisaría.
Polly se inclinó hacia delante con aire preocupado.
—¿De qué estás hablando?
El comisario le explicó la trifulca entre Keeton y Norris Ridgewick, y terminó refiriéndose al extraño comportamiento de Keeton y cómo este había utilizado repetidas veces a lo largo del día la palabra «persecución». Cuando acabó de hablar, Polly permaneció largo rato en silencio.
—¿Y bien? —inquirió Alan finalmente—. ¿Qué te parece?
—Estaba pensando que aún han de pasar muchos años hasta que te enteres de todo lo que necesitas saber acerca de Castle Rock. Probablemente, lo mismo puede decirse de mí. Estuve ausente del pueblo mucho tiempo y no le he contado a nadie dónde estuve ni qué fue de mi «pequeño problema», y me parece que hay mucha gente en el pueblo que no confía en mí. Pero tú vas recogiendo datos y te acuerdas de las cosas. ¿Sabes cómo me sentí cuando regresé a Castle Rock?
Alan movió la cabeza interesado. Polly no solía referirse al pasado, ni siquiera con él.
—Fue como ver un capítulo de un culebrón que has dejado de seguir hace tiempo. Aunque hayas estado un par de años sin ver un capítulo, reconoces de inmediato a los personajes y sus problemas porque, en realidad, no cambian nunca. Seguir de nuevo uno de esos programas es como volver a calzarse un par de cómodas zapatillas viejas.
—¿Qué quieres decirme con eso?
—Que el pueblo es como un serial que aún no conoces en absoluto. Por ejemplo, ¿sabías que el tío de Danforth Keeton estuvo internado en Juniper Hill en la misma época que Nettie?
—No.
—Pues sí —continuó Polly—. Bill Keeton empezó a tener problemas mentales en torno a los cuarenta años. Según mi madre, era un esquizofrénico. No sé si es el término adecuado o si solo era una palabra que mi madre conocía de haberla oído en la televisión, pero de lo que no cabe duda es de que a ese hombre le sucedía algo. Recuerdo haberle visto parar a la gente por la calle para largarle un discurso sobre cualquier cosa: la deuda nacional, la condición de comunista de John Kennedy o no sé qué más. En esa época, yo apenas era una cría. Pero una cosa sí recuerdo perfectamente, Alan: me daba mucho miedo cuando lo veía en aquel estado.
—Es muy lógico —asintió él.
—A veces deambulaba por la calle con la cabeza gacha, hablando consigo mismo en una voz que era sonora y, a la vez, refunfuñona. Mi madre me advertía de que no debía hablar con él cuando se comportaba de aquella manera, ni siquiera si íbamos camino de la iglesia y él también. Finalmente, Bill intentó matar a tiros a su esposa. Al menos, eso entendí, pero ya sabes cómo se distorsionan estas cosas con el paso del tiempo. Tal vez lo único que hizo fue exhibir la pistola reglamentaria delante de su mujer. Sucediera lo que sucediese, fue suficiente para que lo encerraran en la cárcel del condado. Luego se celebró una de esas audiencias para evaluar si era responsable de sus actos y, al terminar la vista, fue recluido en Juniper Hill.
—¿Y aún sigue allí?
—No, ya murió. Su estado mental degeneró bastante deprisa, una vez internado. Cuando finalmente falleció, estaba catatónico. Al menos eso he oído decir.
—¡Santo cielo!
—Pero las cosas no terminan ahí. Ronnie Keeton, el padre de Danforth y hermano de Bill, pasó cuatro años en el ala de enfermedades mentales del hospital de veteranos en Togus, a mediados de los setenta. En la actualidad está en un asilo. Enfermedad de Alzheimer. Y también hubo una tía abuela o una prima, no estoy segura, que se suicidó en los años cincuenta, después de un escándalo. No estoy segura de qué se trataba, pero en una ocasión oí comentar que le gustaban más las mujeres que los hombres.
—¿Qué pretendes decirme con eso? ¿Que toda la familia está loca?
—No —respondió Polly—. Solo estoy exponiendo una serie de hechos para que veas que conozco una historia del pueblo que tú ignorabas. Una historia de las que no se cuentan durante los discursos del Cuatro de Julio en el parque municipal. No pretendo sacar conclusiones; eso es asunto de la policía.
La mujer dijo esto último con tal seriedad que Alan soltó una risilla. Sin embargo, no pudo evitar una punzada de inquietud. ¿Era posible que la locura fuera hereditaria? En el instituto, en psicología, le habían enseñado que tal idea era un cuento de viejas. En cambio, años después, en la academia de policía de Albany, un conferenciante había afirmado que era cierto (al menos, podía serlo en determinados casos) que algunas enfermedades mentales podían rastrearse en los árboles genealógicos con la misma claridad que otros rasgos físicos, como los ojos azules o la barbilla partida. Uno de los ejemplos que había utilizado el ponente había sido el alcoholismo, pero Alan no logró recordar si también había dicho algo de la esquizofrenia. Hacía ya tanto tiempo de su paso por la academia…
—Supongo que será mejor que empiece a investigar acerca de Buster —comentó lentamente—. Te aseguro, Polly, que la idea de que el presidente del Consejo Municipal de Castle Rock pueda estar convirtiéndose en una bomba ambulante no me alegra el día, precisamente.
—Claro que no. Y es probable que resulte una falsa alarma. Solo creía que debías saberlo. La gente del pueblo responderá a tus preguntas… si sabes plantear las adecuadas. Si no, todos te verán dar vueltas a ciegas y no harán nada por ayudarte.
Alan sonrió. Polly tenía toda la razón.
—Todavía no te lo he contado todo. Cuando he acabado con Buster, he recibido la visita del reverendo Willie…
—¡Chist! —soltó Polly con tal vigor que Atan calló, desconcertado. La mujer miró a su alrededor, se aseguró de que nadie había prestado atención a lo que estaban diciendo y se volvió de nuevo hacia Alan—. A veces me desesperas, Alan. Si no aprendes a ser discreto, podrías perder el cargo en las elecciones de dentro de dos años… y quedarte en la calle con una gran sonrisa de perplejidad en la cara, preguntándote qué ha sucedido. Tienes que andar con cuidado. Si Danforth Keeton es una bomba ambulante, el reverendo es un auténtico misil.
Alan se inclinó sobre la mesa, acercándose más a la mujer, y replicó:
—Reconozco que es un pelmazo santurrón y pomposo, pero tampoco hay para tanto.
—¿De qué se trata? ¿De esa «Noche de Casino»?
El comisario asintió. Polly posó sus manos sobre las de él.
—¡Pobre Alan! Tan tranquilo que parece el pueblo desde fuera, ¿verdad?
—Normalmente lo es.
—¿Cómo ha ido la visita? ¿El reverendo se ha marchado enfurecido?
—Desde luego que sí —respondió Alan—. Era nuestra segunda conversación sobre la legalidad de la «Noche de Casino». Supongo que tendremos varias más hasta que los católicos celebren esa maldita fiesta y podamos dar por zanjado el tema.
—Es un auténtico pelmazo santurrón, ¿verdad? —insistió Polly en voz aún más baja. Sus facciones eran serias, pero sus ojos centelleaban de animación.
—Sí. Y ahora el asunto de las chapas. Es la última novedad en la campaña.
—¿Qué chapas?
—Esas que, en lugar de una cara sonriente, llevan el dibujo de una máquina tragaperras tachado con un aspa. Nan lleva prendida una de ellas. Me pregunto de quién habrá sido la idea.
—Probablemente de Don Hemphill. Es un buen baptista y está en el comité republicano del estado. Don sabe bastante de campañas políticas, pero supongo que está comprobando que resulta mucho más difícil modificar la opinión pública cuando se trata de un asunto de religión. —Polly le acarició las manos y añadió—: Tómatelo con calma, Alan. Ten paciencia. Espera. Esta es la esencia de la vida en Castle Rock: tomarse las cosas con calma, tener paciencia y esperar a que el ocasional mal olor se desvanezca. ¿No tengo razón?
Alan le dedicó una sonrisa, alargó las manos y tomó las de ella con gran cuidado. Sí, con un cuidado extraordinario.
—Sí, tienes razón —respondió—. ¿Tienes ganas de compañía esta noche, encanto?
—Verás, Alan, no sé si…
—Tranquila, no estaba pensando en una juerga —le aseguró el hombre—. ¿Y si encendemos el fuego en la chimenea, nos sentamos frente a ella y me entretienes sacando unos cuantos muertos más del armario del pueblo?
Polly le dedicó una sonrisa lánguida.
—Creo que durante los últimos seis o siete meses te has puesto al corriente de todos los trapillos sucios que conozco, incluidos los míos. Si quieres profundizar en tus conocimientos acerca de los asuntos de Castle Rock, tendrías que hacer amistad con el viejo Lenny Partridge… o con ella. —Señaló con un gesto de cabeza a Nan y, bajando la voz hasta convertirla en un susurro, añadió—: La diferencia entre Lenny y Nan es que el primero se contenta con enterarse de las cosas. A Nan Roberts, en cambio, le gusta utilizar lo que llega a su conocimiento.
—¿A qué te refieres?
—Me refiero a que Nan no siempre ha pagado el precio de mercado por las propiedades que ha adquirido —expuso Polly.
Alan la observó pensativo. Nunca había visto a Polly comportarse de aquel modo: introspectiva, habladora y deprimida, todo a una. Por primera vez desde que la mujer se había convertido en su amiga y, más adelante, en su amante, el comisario se preguntó si estaba oyendo a Polly Chalmers… o más bien al fármaco que había tomado.
—Me parece que esta noche es mejor que me dejes sola —continuó ella con súbita decisión—. Cuando me siento como hoy, no resulto una buena compañía. Me doy cuenta por la cara que has puesto.
—Eso no es verdad, Polly.
—Iré a casa a tomar un buen baño, largo y caliente. Y no voy a beber más café. Desconectaré el teléfono, me acostaré temprano y es posible que mañana por la mañana, cuando despierte, me sienta como nueva. Tal vez entonces podamos…, ya sabes, montar esa juerga que dejamos pendiente.
—Me tienes preocupado —respondió él.
Polly movió sus dedos con suavidad, delicadamente, entre los del hombre.
—Ya lo sé —musitó—. No sirve de nada, pero te lo agradezco, Alan. Más de lo que te imaginas.
2
Hugh Priest redujo la marcha al pasar ante El Tigre Achispado camino de su casa, procedente del aparcamiento de camiones de Castle Rock; luego, volvió a acelerar. Llegó hasta su casa, aparcó el Buick en el camino particular y entró en la vivienda.
La casa tenía dos habitaciones: la que utilizaba como dormitorio y otra donde hacía todo lo demás. Una mesa de formica desportillada, cubierta de bandejas de aluminio de comida congelada (en la mayoría de las cuales había colillas de cigarrillo aplastadas en una salsa convertida en gelatina) presidía el centro de esta última. Hugh se acercó al armario abierto y, de puntillas, tanteó con la mano el estante superior. Por un momento, pensó que la cola de zorro había desaparecido, que alguien había entrado en la casa y se la había robado, y el pánico prendió fuego a una bola de calor en sus entrañas. Por fin, sus dedos tropezaron con la suavidad sedosa del preciado objeto, y Hugh exhaló un profundo suspiro.
Se había pasado casi todo el día pensando en la cola de zorro, en cómo iba a atarla a la antena del Buick y en el aspecto que tendría agitándose alegremente en el extremo. Ya había estado a punto de colocarla por la mañana, pero a aquella hora todavía estaba lloviendo y no le había gustado la idea de que el agua la convirtiera en un pedazo de piel peluda y empapada colgando sin gracia en el exterior del coche. En aquel momento, por fin, decidió que había llegado la hora de instalarla y salió con ella, apartando de un puntapié una lata vacía de zumo de frutas, mientras la acariciaba entre los dedos. ¡Qué tacto tan agradable tenía!
Hugh entró en el garaje (tan lleno de cachivaches que no quedaba espacio para el coche desde hacía años) y, después de rebuscar un rato, encontró un pedazo de alambre bastante recio. El hombre ya había hecho planes para aquella noche: primero sujetaría la cola de zorro a la antena de la radio del coche con el pedazo de alambre; luego cenaría algo, y a continuación viajaría a Greenspark, donde Alcohólicos Anónimos celebraba una reunión en el Salón de la Legión Americana, a las siete en punto. Tal vez era demasiado tarde para iniciar una nueva vida…, pero no para intentar averiguarlo, para saber con seguridad si era capaz o no de planteárselo.
Hizo un pequeño nudo corredizo en el alambre y lo sujetó firmemente al grueso extremo de la cola de zorro. A continuación se dispuso a atar el otro extremo del alambre en torno a la antena, pero sus dedos, que habían iniciado la operación con gestos rápidos y precisos, no tardaron en perder aquella primera energía. Hugh notó que su confianza desaparecía y que, en el vacío que esta dejaba, empezaba a instalarse la duda.
Hugh se imaginó llegando al aparcamiento frente a la Legión Americana y entrando en la reunión. Hasta allí, todo iba bien. Pero entonces imaginó a un chiquillo, como aquel que había aparecido delante de su camión hacía poco, pasando ante el local de la Legión mientras él explicaba a los reunidos que se llamaba Hugh P. y que era incapaz de dominarse respecto al alcohol. Algo llama la atención del muchacho: un destello anaranjado que destaca bajo el resplandor blanco azulado de las lámparas de sodio que iluminan el aparcamiento. El chico se acerca al Buick y examina la cola de zorro. Primero la toca; después, la acaricia. El chico mira a un lado y a otro, comprueba que no hay nadie y tira del adorno, rompiendo el alambre…
Hugh casi pudo ver al chiquillo entrando en el local de máquinas de videojuegos y comentando con sus colegas: «¡Eh, mirad qué he cogido en el aparcamiento de la Legión! No está mal, ¿verdad?». Notó que le atenazaba el pecho una sensación de rabia y frustración, como si todo aquello no fueran simples especulaciones, sino hechos ya consumados. Acarició la cola de zorro y miró a su alrededor bajo la creciente penumbra de media tarde, como si esperara encontrar a una multitud de chavales de dedos largos congregada ya al otro lado de la calle, aguardando a que se metiera otra vez en casa y pusiera en el horno dos bandejas de comida precocinada para aprovechar el momento y arrebatarle el preciado objeto.
Decididamente, era mejor no ir a Greenspark. Los chicos no respetaban nada hoy en día. Eran capaces de llevarse cualquier cosa por el mero placer de robarla. Al cabo de un par de días, perdían interés por lo robado y acababan arrojándolo en una zanja o en un solar vacío. La imagen mental —muy nítida, casi como una visión— de su querida cola de zorro abandonada en algún basurero, empapada por la lluvia y perdiendo el color entre envoltorios de hamburguesas y latas de cerveza vacías, llenó a Hugh de una sensación de rabia e inquietud.
Correr un riesgo como aquel sería una locura.
Desenrolló el cable que sujetaba la cola de zorro a la antena, volvió con ella a la casa y la dejó de nuevo en el estante superior del armario. En esa ocasión ajustó la puerta del mueble, pero no pudo cerrarlo con llave.
Tengo que conseguir una cerradura decente, pensó. Los chicos son capaces de entrar en cualquier casa. Hoy en día no existe ningún respeto por la autoridad. Ninguno en absoluto.
Se acercó al frigorífico, sacó una lata de cerveza, la contempló unos segundos y volvió a guardarla. Tal como se sentía aquella noche, no le bastaría con una cerveza —ni siquiera con cuatro o cinco— para tranquilizarse. Abrió uno de los cajones inferiores de la despensa, donde guardaba el surtido de utensilios de cocina adquirido en una subasta benéfica, revolvió entre cazuelas y sartenes, y localizó finalmente la botella medio llena de Black Velvet que guardaba allí para una emergencia. Llenó un vaso pequeño hasta la mitad, meditó unos instantes y terminó de llenarlo hasta el borde. Tomó un par de tragos, notó el estallido de calor en el estómago y volvió a colmar el vasito. Empezó a sentirse un poco mejor, un poco más relajado. Volvió la vista hacia el armario y sonrió. La cola de zorro estaba segura allá arriba, y lo estaría todavía más cuando comprara un buen candado en la Western Auto y lo instalara. Era estupendo conseguir por fin algo que uno ansiaba y necesitaba, pero era aún mejor cuando ese algo estaba guardado a buen recaudo. Eso era lo mejor de todo.
Acto seguido, su sonrisa se difuminó ligeramente.
¿Para eso la compraste? ¿Para guardarla en un estante, tras una puerta cerrada con llave?
Tomó un nuevo trago, lentamente. De acuerdo, pensó, tal vez no era tan buena idea, pero era mejor que arriesgarse a que se la robara algún chiquillo de dedos largos.
—Al fin y al cabo —dijo en voz alta—, ya no estamos en mil novecientos cincuenta y cinco. Hoy corren otros tiempos.
Asintió enérgicamente a sus propias palabras, pero la voz interior continuó insistiendo. ¿De qué le servía tener la cola de zorro allí dentro? ¿De qué le servía a él, o a nadie?
Sin embargo, un par o tres de copas acallaron aquel pensamiento. Un par o tres de copas consiguieron que el hecho de guardar su preciado objeto en el armario pareciera la decisión más lógica y razonable del mundo. Hugh decidió retrasar la cena. Una decisión tan sensata merecía ser celebrada con otro par de tragos.
Llenó de nuevo el vasito, tomó asiento en una de las sillas de la cocina, de patas tubulares de acero, y encendió un cigarrillo. Y allí sentado, mientras seguía bebiendo y echando la ceniza en una de las bandejas de comida congelada, se olvidó por fin de la cola de zorro y se puso a pensar en Nettie Cobb. Nettie, la chiflada. Iba a gastarle una broma a la mujeruca. Tal vez aguardara a la semana siguiente o acaso a la otra…, pero parecía preferible no retrasarlo tanto. El señor Gaunt le había dicho que no le gustaba perder el tiempo, y Hugh estaba seguro de que el tipo hablaba en serio.
La perspectiva lo llenó de expectación.
El asunto rompería la monotonía.
Hugh continuó bebiendo y fumando, y cuando, a las diez menos cuarto, cayó dormido por fin sobre las sucias sábanas de su cama estrecha en la habitación contigua, lo hizo con una sonrisa en los labios.
3
Wilma Jerzyck terminó su turno de trabajo en el supermercado Hemphill’s a las siete, hora de cierre del establecimiento. A las siete y cuarto aparcaba el coche en el camino particular de su casa. Tras las cortinas corridas de la ventana de la sala de estar escapaba una luz suave. La mujer entró en la casa y le llegó el aroma a macarrones y queso. Hasta allí, al menos, las cosas iban bien.
Pete estaba repantigado en el sofá, descalzo, viendo La ruleta de la fortuna con el Portland Press-Herald doblado sobre los muslos.
—He encontrado la nota —dijo al verla entrar, incorporándose rápidamente hasta quedar sentado como era debido, al tiempo que dejaba el periódico a un lado— y he puesto la cazuela al fuego. La cena estará lista a las siete y media.
El hombre miró a Wilma con sus ojos castaños, vivaces y ligeramente ansiosos. Como un perro con un intenso deseo de complacer a su dueño, Pete Jerzyck había sido adiestrado desde el principio a comportarse en casa como era debido. Aún tenía algunos deslices, pero hacía mucho tiempo que la mujer no lo encontraba tumbado en el sofá con los zapatos puestos, y aún más que no se atrevía a encender la pipa en la casa. Y, desde luego, era más fácil que nevara en agosto que Pete se olvidara de bajar otra vez la tapa del retrete después de orinar.
—¿Has recogido la colada?
Una expresión mezcla de sorpresa y de culpabilidad perturbó las facciones del rostro redondo y abierto del hombre.
—¡Vaya! Me he puesto a leer el periódico y se me ha olvidado. Voy por ella ahora mismo…
Pete ya estaba poniéndose los zapatos.
—Da igual —dijo ella, encaminándose a la cocina.
—¡No, Wilma, ahora salgo!
—No te molestes —replicó la mujer con voz dulce—. No quiero que dejes el periódico ni el concurso de la tele solo porque venga de pasar seis horas de pie detrás de una caja registradora. Quédate ahí sentado, Pete, y sigue disfrutando.
Wilma no tuvo que volver la cabeza para observar su reacción. Tras siete años de matrimonio, estaba sinceramente convencida de que Pete Michael Jerzyck ya no tenía secretos para ella. La expresión del hombre sería de dolida y débil desazón. Cuando ella abandonara la sala de estar, Pete se quedaría inmóvil unos instantes con el aire de alguien que acabara de salir del baño y no lograra recordar si había utilizado el papel higiénico; después, empezaría a poner la mesa y a servir los platos. Durante la cena, le preguntaría cómo había ido el día en el supermercado, escucharía sus respuestas muy atento y no la interrumpiría ni una sola vez con los detalles de su jornada de trabajo en Williams-Brown, la gran agencia inmobiliaria de Oxford donde estaba empleado (lo cual le iría de perlas a Wilma, ya que para ella no había tema más aburrido que la gestión inmobiliaria). Después de cenar, Pete recogería la mesa sin que se lo pidieran, mientras ella echaba un vistazo al periódico. Y el marido haría todo aquello voluntariamente, como compensación por haberse olvidado de una pequeña tarea sin importancia. A Wilma no le molestaba en absoluto tener que ocuparse de recoger la ropa del tendedero —de hecho, le encantaba el tacto y el olor de la ropa secada al sol—, pero no tenía la menor intención de permitir que Pete lo advirtiera. Aquel era su pequeño secreto.
Wilma tenía muchos de tales secretillos, y todos ellos los ocultaba por la misma razón: en una guerra, una tenía que sacar provecho de todas las ventajas a su alcance. Algunas noches, cuando llegaba a casa, tenía que librar escaramuzas durante un par de horas hasta obligar a Pete a una retirada completa y conseguir reemplazar en su teatro de operaciones mental las banderas azules de este por las suyas rojas. Esta vez, en cambio, había ganado la batalla apenas dos minutos después de cruzar la puerta, y la situación le encantaba.
La mujer estaba convencida de que el matrimonio era una aventura permanente por el mundo de la agresión, y en una campaña tan larga —en la que no se podía prender prisioneros, ni dar cuartel, ni dejar sin arrasar parcela alguna del territorio marital—, las victorias tan fáciles como aquella terminarían un día por resultar insípidas. Sin embargo, ese día aún no había llegado, y Wilma salió de la casa en dirección al tendedero con la cesta de la ropa bajo el brazo y el corazón alegre bajo sus pechos prominentes.
Apenas había llegado al centro del patio cuando, de pronto, se detuvo desconcertada. ¿Dónde diablos estaban las sábanas?
Desde allí ya debería distinguir sus formas rectangulares, grandes y blancas, flotando en la oscuridad; sin embargo, no las veía por ninguna parte. ¿Habrían volado? Imposible, pensó. Aquella tarde había soplado una ligera brisa, pero en absoluto un ventarrón. ¿Acaso se las habían robado?
En aquel instante, se levantó una ligera racha de viento y la mujer captó una especie de aleteo relajado y sonoro. Muy bien, se dijo; las sábanas seguían allí…, en alguna parte. Cuando una era la hija mayor de un clan católico de trece hermanos, era capaz de reconocer sin la menor duda el sonido de una sábana tendida al oreo.
Sin embargo, en esta ocasión, el sonido tenía algo de extraño. Parecía demasiado pesado.
Wilma avanzó un paso más. Su rostro, que siempre tenía la expresión ligeramente sombría de una mujer que prevé problemas, se hizo aún más lúgubre. Por fin alcanzaba a distinguir las sábanas… o, al menos, unas formas que debían de corresponder a estas. Pero no eran blancas, sino oscuras.
Dio otro paso adelante, esta vez más corto, y la brisa recorrió de nuevo el patio. Las formas rectangulares aletearon en dirección a ella entonces, hinchándose, y algo pesado y viscoso la golpeó antes de que pudiera levantar la mano. Algo pegajoso le acarició las mejillas; algo pastoso y pringoso la envolvió, casi como si una mano fría y pegajosa intentara agarrarla.
Wilma no era una mujer que se asustara con facilidad o a menudo, pero en aquel instante lanzó un chillido de alarma y soltó la cesta de la ropa. El pesado aleteo llegó de nuevo a sus oídos y la mujer intentó apartarse de la silueta oscura que se cernía ante ella, pero su tobillo izquierdo tropezó con la cesta de mimbre y trastabilló hasta apoyar una rodilla en el suelo, evitando caer de bruces gracias solo a una combinación de suerte y de rapidez de reflejos.
Un objeto húmedo y pesado le recorrió la espalda y una sustancia densa y mojada le resbaló por los costados del cuello. Wilma soltó un nuevo chillido y se apartó gateando del tendedero. Unos mechones de cabello habían escapado del pañuelo que le cubría la cabeza y le colgaban a ambos lados del rostro produciéndole cosquillas. La sensación le resultaba desagradable, pero aún le resultaba más repulsiva aquella caricia húmeda y viscosa de la sábana oscura colgada de la cuerda del tendedero.
La puerta de la cocina se abrió con estrépito y la voz alarmada de Pete inquirió:
—¿Wilma? ¿Estás bien, Wilma?
Detrás de ella se produjo un nuevo aleteo, un sonido desagradable, como la risilla de unas cuerdas vocales cuajadas de barro. En el patio contiguo, el perro de los Haverhill empezó a ladrar histéricamente con su voz aguda y antipática, ¡guau! ¡guau!, ¡guau!, lo cual no contribuyó a mejorar el estado nervioso de Wilma.
La mujer se levantó y vio que Pete descendía cautelosamente los peldaños del porche.
—¿Wilma? ¿Te has caído? ¿Estás bien?
—¡Sí! —gritó ella furiosa—. ¡Sí, me he caído! ¡Y estoy perfectamente! ¡Enciende la luz, coño!
—¿Te has hecho daño…?
—¡Enciende la luz de una puñetera vez! —repitió Wilma exasperada, y se pasó la mano por la delantera del abrigo. Cuando la retiró, vio la prenda cubierta de una sustancia pegajosa y fría. Estaba tan furiosa que podía ver sus propios latidos como brillantes puntitos luminosos ante los ojos. Sobre todo, estaba furiosa consigo misma por haberse dejado llevar por el pánico. Aunque solo fuera durante un segundo.
¡Guau! ¡Guau! ¡Guau!
El condenado cachorro del patio vecino ladraba como un loco. ¡Señor, cuánto odiaba a los perros! Sobre todo, a los escandalosos.
La silueta de Pete subió de nuevo los peldaños de la cocina, abrió la puerta, introdujo la mano y, al instante, el patio quedó bañado en una luz radiante.
Wilma bajó la mirada y vio una amplia banda marrón oscura que cruzaba la pechera de su abrigo de entretiempo recién estrenado. Se pasó los dedos con furia por la mejilla, sostuvo la mano ante sí y comprobó que también estaba manchada de marrón. Notó, asimismo, un reguero que le caía, lento y viscoso, por el centro de la espalda.
—¡Barro!
Lo dijo tan estupefacta de incredulidad que no se dio cuenta de que hablaba en voz alta. ¿Quién podía haberle hecho aquello? ¿Quién se había atrevido?
—¿Qué has dicho, cariño? —preguntó Pete. El hombre, que había dado unos pasos hacia ella, se detuvo a prudente distancia. La expresión de Wilma temblaba de un modo que a Pete Jerzyck le resultó alarmante en extremo. Era como si un nido de víboras hubiera eclosionado bajo su piel.
—¡Barro! —volvió a gritar Wilma, extendiendo las manos hacia él…, contra él. Unas partículas pardas salieron despedidas de las yemas de sus dedos—. ¡Barro, he dicho! ¡Barro!
Pete dirigió la mirada más allá de ella, comprendiendo por fin. Y se quedó boquiabierto. Wilma se volvió, siguiendo su mirada. El foco colocado encima de la puerta de la cocina iluminaba el tendedero y el jardín con despiadada claridad, dejando a la vista todo lo que había que ver. Las sábanas que había colgado recién limpias pendían de las pinzas en amasijos decaídos y pastosos. No estaban simplemente salpicadas de fango; estaban embadurnadas, bañadas en barro.
Wilma estudió el jardín y observó unos profundos hoyos, de los cuales procedía el fango. Descubrió un rastro en la hierba por el cual había ido y venido el autor del desaguisado, primero cargando, luego avanzando hasta las cuerdas del tendedero, luego arrojando el barro y, finalmente, desandando sus pasos para coger nueva munición.
—¡Me cago en sus muertos! —gritó.
—Wilma…, entra en casa, cielo. Te… —Tras unos instantes de vacilación, Pete dio muestras de alivio cuando, por fin, se le ocurrió una idea aceptable—. Te prepararé un té.
—¡A la mierda el té! —aulló Wilma, al límite mismo de su capacidad vocal, y en la casa de al lado el perro de los Haverhill continuó como un poseso, guauguauguau, ¡oh, cuánto odiaba a los perros, aquel jodido escandaloso iba a volverla loca!
No pudo contener más la ira y cargó contra las sábanas. A zarpazos, empezó a recogerlas. Sus dedos tropezaron con la cuerda de tender más próxima y esta saltó como una prima de guitarra. Las sábanas colgadas de ella cayeron al suelo con un suspiro empapado, carnoso. Con los puños apretados y los ojos entornados como los de un niño en pleno berrinche, Wilma dio un único salto, que a Pete le recordó el de una rana, y aterrizó encima de una de ellas. La sábana soltó un cansino fluuus y se hinchó, salpicándole las medias de gotitas de barro. Era el toque final. La mujer abrió la boca y expresó su rabia con un alarido. ¡Ah, cuando encontrara a quien había hecho aquello…! Sí, ¡aquello! ¡Verlo para creerlo! ¡Cuando lo encontrara…!
—¿Todo anda bien por ahí, señora Jerzyck? —inquirió la voz de la señora Haverhill, trémula de alarma.
—¡Sí, maldita sea, estamos tomando una copa mientras vemos el programa de Lawrence Welk! ¿Por qué no hace callar a ese perro de una vez? —gritó Wilma con todas sus fuerzas.
Se apartó de la sábana embarrada, jadeante y con el cabello despeinado en torno a su rostro rojo de ira. Se lo echó hacia atrás con un gesto furioso. Aquel maldito perro iba a volverla loca. Aquel escandaloso cachorro de mierda…
Sus pensamientos se interrumpieron, se quebraron con un crujido casi audible.
Perros.
Jodidos perros escandalosos.
¿Y quién vivía casi a la vuelta de la esquina, en Ford Street?
Rectificación: ¿Qué mujer chiflada, dueña de un jodido perro escandaloso llamado Raider, vivía casi a la vuelta de la esquina?
Exacto: Nettie Cobb. La chiflada de Nettie.
Su perro se había pasado toda la primavera ladrando, lanzando aquellos agudísimos gañidos de cachorro que le ponían a una los nervios de punta. Finalmente, Wilma había llamado por teléfono a Nettie para decirle que, si no era capaz de hacer callar al perro, tendría que librarse de él. Una semana después, tras comprobar que las cosas no cambiaban (al menos, en la medida que Wilma consideraba aceptable), había telefoneado de nuevo a Nettie para decirle que, si no hacía que el perro dejara de ladrar, tendría que llamar a la policía. Y la noche siguiente, cuando el condenado cachorro había iniciado una vez más sus ladridos y gañidos, Wilma Jerzyck la había denunciado por teléfono.
Una semana más tarde, Nettie se había presentado en el supermercado. Al contrario que Wilma, Nettie parecía formar parte de ese tipo de gente que tiene que meditar detenidamente las cosas (que rumiarlas, incluso) antes de ponerse en acción. Una vez en el supermercado, se había puesto a la cola de la caja registradora de Wilma, aunque no había comprado ningún producto. Al llegarle el turno, la mujer había mirado a Wilma y le había dicho con una vocecilla chillona y sofocada:
—Deja de molestarnos a mí y a Raider, Wilma Jerzyck. Mi cachorro se porta bien y será mejor que dejes de buscarnos problemas.
Wilma, siempre a punto para una pelea, no había mostrado el menor desconcierto al verse abordada así en su puesto de trabajo. De hecho, incluso le había gustado.
—Nettie Cobb, todavía no sabes lo que son problemas. Pero si no eres capaz de hacer callar a tu maldito perro, te aseguro que pronto te enterarás.
Su interlocutora se había puesto pálida como la leche, pero se había mantenido erguida con aire de dignidad ofendida, asiendo el bolso con tal fuerza que los tendones de sus antebrazos flacos y huesudos se le marcaron desde la muñeca hasta el codo.
—Ya te he advertido —había respondido antes de abandonar el supermercado a toda prisa.
—¡Oh, qué miedo! ¡Creo que me he meado encima! —había exclamado Wilma a voz en grito mientras Nettie se alejaba (el sabor a pelea siempre la ponía de buen humor), pero su interlocutora no se había vuelto; su única reacción había sido apretar un poco más el paso.
Después de aquel episodio, Wilma no había vuelto a oír al perro, lo cual la había decepcionado bastante puesto que los meses de primavera le habían resultado muy aburridos. Pete no daba la menor muestra de rebeldía y la mujer se había dejado invadir por una melancolía de final de invierno que el renovado verdor de árboles y hierba no parecía capaz de disipar. Lo que Wilma necesitaba de verdad para dar color y sabor a su vida era una buena disputa. Por unos momentos, le había parecido que Nettie Cobb interpretaría perfectamente el papel de contrincante, pero, con el cambio de modales del chucho, Wilma había empezado a convencerse de que debería buscarse la diversión en otra parte.
Entonces, una noche del mes de mayo, el perro había empezado a ladrar otra vez. Solo se había dejado oír unos minutos, pero Wilma había corrido al teléfono para llamar de nuevo a Nettie, cuyo número había anotado en la agenda por si se presentaba una ocasión como aquella.
Cuando Nettie contestó, Wilma no perdió el tiempo en cortesías sino que fue directamente al grano.
—Soy Wilma Jerzyck, querida. Llamo para decirte que, si no haces callar a ese perro, me encargaré de hacerlo yo misma.
—¡Ya ha callado! —había replicado Nettie a gritos—. ¡Lo he metido en casa tan pronto como he llegado y le he oído ladrar! ¡Déjanos en paz a los dos, Wilma, te lo advierto! ¡Si no lo haces, lo lamentarás!
—Y tú recuerda lo que te he dicho —había insistido Wilma—. Ya estoy harta. La próxima vez que ese maldito chucho empiece a alborotar, no me molestaré en llamar a la policía. ¡Yo misma me ocuparé de rebanarle el pescuezo!
Wilma había colgado sin dar tiempo a Nettie a añadir nada más. La norma fundamental en los enfrentamientos con el enemigo (fuera este un pariente, una vecina o su esposo) era que el agresor tenía que ser el último en hablar.
Desde aquel episodio, el perro no había vuelto a ladrar. Bueno, quizá sí pero, en tal caso, Wilma no se había dado cuenta. En primer lugar, en realidad los ladridos nunca habían sido tan molestos; además, Wilma había iniciado una disputa más productiva con la mujer que dirigía el salón de belleza de Castle View. A aquellas alturas, casi se había olvidado de Nettie y de Raider.
Pero tal vez Nettie no la había olvidado a ella. El día anterior, Wilma había encontrado a la vieja chiflada en la nueva tienda, y si las miradas matasen, reflexionó, habría caído fulminada allí mismo.
En aquel momento, plantada en medio del patio junto a las sábanas embarradas, recordó la expresión de miedo y desafío que había cubierto las facciones de aquella bruja loca, la mueca tensa de sus labios dejando al descubierto los dientes por un instante. Wilma conocía muy bien el destello del odio en una mirada, y era aquello lo que había advertido en los ojos de Nettie al cruzarse con ella la tarde anterior.
Te advertí… que lo lamentarías, pensó.
—Wilma, vamos adentro —sugirió Pete, al tiempo que posaba la mano en el hombro de la mujer con gesto cauto.
La mujer se la quitó de encima con una enérgica sacudida.
—Déjame en paz.
Pete retrocedió un paso. Pareció como si quisiera retorcerse las manos pero no se atreviera.
Tal vez Nettie también ha olvidado el incidente, pensó Wilma. Al menos, hasta que ayer volvió a verme en la tienda nueva. O quizá no ha dejado de darle vueltas a algún plan
(te lo advertí)
en esa cabeza suya medio loca desde entonces y nuestro encuentro la ha empujado finalmente a ponerse en acción.
En algún instante de aquellos últimos momentos, Wilma había tenido la certeza de que Nettie era la autora del hecho. No recordaba haberse cruzado durante el último par de días con nadie más que tuviera algún asunto pendiente con ella. En el pueblo había más gente con la que se llevaba mal, pero una jugarreta como aquella, una jugarreta cobarde y traicionera como aquella, encajaba perfectamente con la mirada que Nettie le había dirigido la tarde anterior. Aquella mueca, mezcla de miedo
(lo lamentarás)
y de odio. La expresión de Nettie había sido la de un perro, la de un chucho cobarde incapaz de morder si no era por la espalda y a traición.
Sí, había sido Nettie Cobb, sin duda. Cuantas más vueltas le daba Wilma, más convencida estaba de ello. Lo que había hecho era imperdonable. No porque hubiera dejado en aquel estado las sábanas recién lavadas, ni porque fuera una jugarreta cobarde. Ni siquiera porque fuese la acción de una persona que no estaba en sus cabales.
Era imperdonable porque la había asustado.
Solo durante un segundo, es cierto, durante aquel segundo en que la sustancia parda y viscosa había surgido de la oscuridad con su aleteo y le había envuelto el rostro, acariciándolo como si fuera la mano fría de algún monstruo…, pero incluso un único instante de miedo era demasiado. Era… imperdonable.
—¿Wilma? —inquirió Pete cuando la mujer volvió su rostro desabrido hacia él. No le gustó nada la expresión que vio a la luz del reflector del porche, que convertía sus facciones en una sucesión de superficies blancas y relucientes y de hoyos sumidos en negras sombras. A Pete no le gustó en absoluto la mirada fija que observó en sus ojos—. ¿Te encuentras bien, cielo?
La mujer pasó junto a su marido sin prestarle la menor atención. Pete corrió tras Wilma mientras esta volvía a entrar en la casa… y se dirigía al teléfono.
4
Nettie estaba sentada en el salón de su casa, con Raider a sus pies y la pantalla de cristal emplomado recién adquirida en el regazo, cuando sonó el teléfono. Eran las ocho menos veinte. Dio un respingo y agarró la pantalla con más fuerza, volviendo la vista hacia el aparato con una mueca de temor y desconfianza. Por unos momentos tuvo la certeza —absurda, por supuesto, pero Nettie parecía incapaz de librarse de tales pensamientos— de que sería alguna Persona con Autoridad que la llamaba para decirle que debía devolver aquella hermosa pantalla, que pertenecía a otra persona, que un objeto tan maravilloso no podía en modo alguno formar parte de su pequeña colección de pertenencias, que la mera idea resultaba ridícula.
Raider alzó la mirada hacia ella unos instantes, como inquiriendo si pensaba contestar a la llamada, y volvió a bajar la cabeza hasta apoyar el hocico sobre las patas delanteras.
Nettie dejó a un lado la pantalla con sumo cuidado y descolgó el auricular. Probablemente sería Polly, que la llamaba para preguntarle si podría comprar algo para cenar en el supermercado Hemphill antes de entrar a trabajar la mañana siguiente.
—¿Dígame? —respondió con voz enérgica. Toda su vida había sentido terror a las Personas con Autoridad, y había llegado a la conclusión de que la mejor manera de afrontar aquel terror era hablar como si también ella fuera una Persona con Autoridad. Con ello no lograba ahuyentar el miedo, pero al menos podía mantenerlo a raya.
—¡Sé que has sido tú, bruja loca! —escupió una voz al otro lado de la línea. La exclamación la golpeó, tan brusca y horripilante como la estocada de un punzón para el hielo.
Nettie se quedó sin aliento, como si hubiera recibido un golpe en el vientre; una mueca de horror paralizante le heló el rostro y el corazón estuvo a punto de salírsele por la boca. Raider volvió a levantar la testuz hacia ella, con aire inquisitivo.
—¿Quién…? ¿Quién…?
—Sabes perfectamente quién soy —espetó la voz. Y Nettie la reconoció, en efecto. Era Wilma Jerzyck. No cabía duda: era aquella mujer perversa.
—¡Raider no ha vuelto a ladrar! —exclamó entonces con voz aguda, con la voz débil y chillona de alguien que acabara de inhalar el contenido entero de un globo de helio—. ¡Ya ha crecido y no ha vuelto a ladrar! ¡Lo tengo aquí, a mis pies!
—¿Te lo has pasado bien arrojando barro a mis sábanas, vieja chiflada? —Wilma estaba furiosa. ¡Aquella idiota aún intentaba fingir que se trataba del asunto del perro!
—¿Sábanas? ¿Qué sábanas? Yo… —Nettie volvió la mirada hacia la pantalla de cristal emplomado y pareció sacar nuevas fuerzas de ella—. ¡Déjame en paz, Wilma Jerzyck! ¡La que está para que la encierren eres tú, no yo!
—Lo que me has hecho va a salirte caro. No tolero que nadie entre en mi patio y me ensucie las sábanas de barro aprovechando que no estoy. ¡Nadie! NADIE, ¿entendido? ¿Te lo has metido bien en esa cabezota chiflada? No sabrás dónde ni cuándo y, sobre todo, no sabrás cómo…, ¡pero me las pagarás! ¡Ya te pillaré!, ¿me oyes?
Nettie, paralizada, mantuvo el teléfono apretado contra la oreja. Su cara mostraba una palidez mortal, salvo una línea de color rojo subido que le cruzaba la frente de lado a lado a media altura, entre las cejas y el perfil del cuero cabelludo. Tenía los dientes apretados y las mejillas se le hinchaban y desinflaban como un fuelle mientras respiraba en acelerados jadeos por las comisuras de los labios.
—¡Déjame en paz o lo lamentarás! —chilló al fin con su voz aguda, desmayada, de helio. Raider se había incorporado, con las orejas erguidas y los ojos brillantes y ansiosos. El perro percibía una sensación de amenaza en la sala y soltó un solitario ladrido, muy serio. Nettie ni reparó en ello—. ¡Lo lamentarás muchísimo! ¡Yo… conozco gente! ¡Personas con Autoridad! ¡Las conozco muy bien! ¡No tengo por qué tolerar esto!
Con una voz grave, sincera y totalmente encolerizada, Wilma replicó, pronunciando despacio cada palabra:
—Venir a joderme ha sido la peor equivocación que has cometido en tu vida. No me verás llegar.
Se oyó un chasquido.
—¡No te atreverás! —aulló Nettie. Por sus mejillas corrían unas lágrimas. Lágrimas de terror, de rabia abismal e impotente—. ¡No te atreverás, mal bicho! ¡Te… te…!
Escuchó un segundo chasquido, seguido de la señal de línea.
Nettie colgó el auricular y permaneció sentada en la silla, muy erguida, mirando al vacío durante casi tres minutos. Luego empezó a sollozar.
Raider ladró otra vez y apoyó las patas delanteras en el borde de la silla. Nettie lo acarició y continuó llorando sobre su pelambre. El perro le dio un lametón en el cuello.
—No dejaré que te haga daño, Raider —murmuró. Aspiró el calor dulce y limpio del can, tratando de encontrar consuelo en él—. No permitiré que esa mujer mala te haga daño. Ella no es ninguna Persona con Autoridad, en absoluto. Solo es un mal bicho, y si intenta hacerte daño… o hacérmelo a mí… lo lamentará.
Se irguió por fin, encontró un Kleenex encajado entre el cojín de la silla y los barrotes del respaldo y lo utilizó para enjugarse las lágrimas. Estaba aterrorizada, pero también notaba la comezón de la rabia royéndole las entrañas. Era la misma sensación que había tenido antes de coger el espetón de la carne del cajón bajo el fregadero y clavárselo a su marido en el cuello.
Cogió la pantalla de cristal emplomado de encima de la mesa y la abrazó con ternura.
—Si intenta algo, lo lamentará muchísimo —musitó.
Permaneció sentada en aquella postura, con Raider a sus pies y la pantalla de la lámpara en el regazo, muchísimo rato.
5
Norris Ridgewick patrullaba despacio por Main Street en el coche oficial, vigilando los edificios del lado oeste de la calle. Faltaba poco para terminar el turno y estaba contento. Recordaba lo bien que se había sentido por la mañana, antes de que aquel idiota lo agarrara por la espalda mientras estaba ante el espejo del cuarto de baño de la comisaría, ajustándose la gorra y pensando con satisfacción que estaba en perfecto orden de revista. Sí, recordaba el incidente, pero el recuerdo parecía muy antiguo, en tono sepia como una fotografía del siglo anterior.
Durante toda la jornada, desde que el idiota de Keeton lo había agredido hasta aquel instante, no había dado pie con bola. Se había detenido a almorzar en Cluck-Cluck Tonite, el puesto de pollo asado junto a la carretera 119. Allí, normalmente, la comida era bastante buena; sin embargo, en esta ocasión, le había producido un acceso agudo de indigestión y acidez, seguido de una inmediata descomposición de vientre. Hacia las tres había sufrido un pinchazo en la carretera local número 7, cerca de la vieja casa Camber, y había tenido que detenerse a cambiar la rueda. Mientras procedía a ello, se había limpiado los dedos en la pechera de la camisa de uniforme recién salida de la lavandería, sin darse cuenta de lo que hacía, pensando únicamente en secarse las yemas de los dedos para poder agarrar mejor las tuercas después de aflojarlas con la llave, y había dejado cuatro rayas grises oscuras de grasa perfectamente visibles cruzando la camisa. Luego, en el momento en que había descubierto con consternación el desaguisado, los retortijones de la descomposición le habían revuelto de nuevo las tripas y había tenido que internarse a toda prisa entre los matorrales, en una carrera para ver si conseguía bajarse los pantalones antes de ensuciarlos. Norris consiguió ganar la carrera…, pero no le había gustado el aspecto de los matojos entre los que se había visto forzado a acuclillarse. Los arbustos le habían parecido zumaques venenosos y el agente había pensado que, con el día que había tenido hasta entonces, lo más probable era que lo fuesen.
Norris continuó patrullando lentamente ante los edificios que formaban el centro comercial de Castle Rock: el Norway Bank and Trust, la Western Auto, la cafetería de Nan, el solar vacío donde se había levantado el emporio de chucherías de Papi Merrill, Coser y Cantar, la recién inaugurada Cosas Necesarias, la tienda de útiles y maquinaria…
De pronto, Norris pisó el freno y detuvo el coche. Acababa de ver algo asombroso en el escaparate de Cosas Necesarias. Al menos, le parecía haberlo visto.
Echó un vistazo por el retrovisor, pero la calle estaba desierta. El semáforo del extremo inferior de la zona comercial se apagó de repente y permaneció a oscuras unos segundos mientras, en su interior, varios relés entraban en acción con minuciosa precisión. Momentos después, en el semáforo se encendió la luz ámbar intermitente. Las nueve en punto, pensó Norris. La hora del relevo.
Dio marcha atrás calle arriba y detuvo el coche junto al bordillo. Volvió la vista hacia la radio, estuvo a punto de anunciar un 10-22 —agente abandonando el vehículo— y, finalmente, decidió no hacerlo. Solo tenía intención de echar una ojeada rápida al escaparate de la tienda. Subió un poco el volumen del receptor y bajó el cristal de la ventanilla antes de apearse. Con eso bastaría.
Seguro que no es verdad lo que te ha parecido ver, se previno a sí mismo, alzándose de un tirón los pantalones mientras cruzaba la acera. Imposible. Hoy es un día de disgustos y decepciones, no de descubrimientos afortunados. Seguro que solo es una vieja Zebco…
Pero no. La caña de pescar del escaparate de Cosas Necesarias estaba expuesta en un armonioso conjunto con una red y un par de brillantes botas de agua amarillas y, decididamente, no era una Zebco. Era una Bazun, y Norris no había visto ninguna desde la muerte de su padre, hacía dieciséis años. El muchacho tenía catorce por esa época y, desde entonces, había guardado un recuerdo sumamente grato de la caña de pescar Bazun por dos razones: por lo que era y por lo que representaba.
Respecto a lo primero, la Bazun era la mejor caña de pescar del mundo para ríos y lagos. Así de rotundo.
En cuanto a lo que representaba, Norris la relacionaba inmediatamente con sus mejores épocas. Ni más ni menos. Con los buenos tiempos cuando un muchachito espigado y delgaducho llamado Norris Ridgewick acompañaba a su padre. Con los buenos tiempos cuando los dos se internaban en los bosques junto a algún riachuelo en las cercanías del pueblo; con los buenos momentos pasados en el bote, sentados en medio del lago mientras, a su alrededor, la bruma que se alzaba de las aguas en pequeñas columnas de vapor lo cubría todo con un manto blanquecino y les encerraba en su reducido mundo privado. Un mundo hecho solo para hombres. En otro mundo distinto y distante, las madres no tardarían en empezar a preparar el desayuno, y ese otro mundo también estaba bien, pero no tanto como el que disfrutaba con su padre. Ningún mundo había sido tan bueno como aquel, ni antes ni después.
Tras el infarto coronario que había acabado con su padre, la caña de pescar Bazun había desaparecido. Norris recordaba haberla buscado en el garaje después del funeral, sin éxito. Había revuelto el sótano e incluso había mirado en el armario del dormitorio de sus padres (aunque sabía que su madre habría preferido que Henry Ridgewick guardara allí un elefante que una caña de pescar), pero la Bazun había desaparecido. Norris siempre había sospechado de su tío Phil. En varias ocasiones había reunido el valor suficiente para preguntárselo, pero cada vez se había echado atrás al llegar el momento decisivo.
Ahora, al contemplar aquella caña —que bien podría haber sido la misma—, Norris se olvidó de Buster Keeton por primera vez en lo que iba de día. Estaba apabullado por un recuerdo sencillo y perfecto: su padre sentado en la proa del bote, con la caja de aparejos entre los pies, tendiendo la Bazun al muchacho para servirse una taza de café del gran termo rojo con franjas grises. Evocó el aroma del café, caliente y reconfortante, e incluso el olor de la loción para después del afeitado de su padre: Southern Gentleman era la marca.
De pronto, la vieja sensación de pérdida y de pesar se reavivó y lo envolvió en su abrazo gris, y Norris deseó tener aún a su padre. Después de todos aquellos años, el dolor que había sentido entonces volvía a roerle los huesos, tan vivo y voraz como el día en que su madre había vuelto del hospital y le había cogido las manos y había dicho: «Ahora tenemos que ser muy valientes, Norris».
El foco en lo alto del escaparate arrancaba brillantes reflejos de la carcasa de acero del carrete, y todo aquel amor de entonces, aquel amor oscuro y dorado, le embargó de nuevo. Norris contempló otra vez la caña de pescar Bazun y evocó el aroma a café recién hecho surgiendo del gran termo rojo con franjas grises y la superficie amplia y tranquila del lago. Volvió a sentir mentalmente la textura áspera del mango de corcho de la caña y, con un gesto lento, levantó la mano para restregarse los ojos.
—¿Agente? —preguntó una voz sosegada.
Norris soltó una pequeña exclamación y se separó del escaparate de un brinco. Por unos frenéticos instantes, pensó que finalmente iba a ensuciarse los pantalones: el final perfecto para un día perfecto. Después, el retortijón pasó y Norris volvió la cabeza. Un hombre alto con una chaqueta de tweed lo observaba con una sonrisa desde el umbral de la puerta abierta de la tienda.
—¿Le he sobresaltado? —inquirió el hombre—. Lo siento muchísimo.
—No —respondió Norris, y luego logró esbozar una sonrisa en correspondencia. El corazón aún le latía como un martillo pilón—. Bueno, tal vez un poco… Estaba observando esa caña de pescar y recordando viejos tiempos.
—Acabo de recibirla hoy mismo —explicó su interlocutor—. Es vieja, pero está en magníficas condiciones. Es una Bazun, ¿sabe? Una marca no muy conocida, pero apreciadísima entre los pescadores expertos. Es…
—… japonesa —apuntó Norris—. Lo sé. Mi padre tenía una.
—¿De veras? —La sonrisa del hombre se ensanchó aún más. La dentadura que dejó a la vista era irregular, pero a Norris siguió pareciéndole una sonrisa agradable—. Vaya coincidencia, ¿verdad?
—Desde luego que sí —asintió Norris.
—Soy Leland Gaunt, el dueño de este establecimiento.
El hombre le tendió la mano y una pasajera repulsión recorrió a Norris cuando aquellos largos dedos se cerraron en torno a su diestra. Con todo, el apretón de Gaunt solo duró un momento y, cuando cesó el contacto, la extraña sensación desapareció de inmediato. Norris decidió que era cosa de su estómago, aún revuelto por las almejas indigestas que había tomado en el almuerzo. La próxima vez que pasara por Cluck-Cluck Tonite, se limitaría a tomar pollo, que, al fin y al cabo, era la especialidad de la casa.
—Creo que podría hacerle una oferta ajustadísima por esa caña —sugirió el señor Gaunt—. ¿Por qué no entra un momento, agente Ridgewick, y hablamos de ello?
Norris se sorprendió un poco. Estaba seguro de que no se había presentado a aquel individuo y abrió la boca para preguntar cómo sabía su apellido, pero volvió a cerrarla de inmediato. En el uniforme, encima de la insignia, llevaba una placa con su nombre. Ahí estaba la explicación, naturalmente.
—En realidad, no debería —respondió, y señaló hacia el coche patrulla moviendo el pulgar por encima del hombro. Desde donde estaba, captaba la radio, aunque lo único que emitía eran las crepitaciones de la electricidad estática; no había recibido una sola llamada en toda la noche—. Estoy de servicio, ¿sabe? Bueno, acabo a las nueve pero, técnicamente, hasta que no devuelva el coche…
—Solo tardaremos un par de minutos —insistió Gaunt, y sus ojos estudiaron a Norris con regocijo—. Cuando me decido a hacer una oferta a alguien, agente Ridgewick, no pierdo el tiempo. Sobre todo cuando el hombre en cuestión recorre las calles en plena noche para proteger mi negocio.
Norris estuvo a punto de responder que las nueve en punto no eran, precisamente, plena noche y que en un pueblo pequeño y apacible como Castle Rock proteger las inversiones de los comerciantes locales era poco más que un trabajo rutinario. Entonces volvió a contemplar la caña Bazun, y la vieja añoranza, tan sorprendentemente intensa y fresca, volvió a inundarlo. Pensó en salir al lago con la caña aquel mismo fin de semana. Salir a primera hora de la mañana con una caja de gusanos y un gran termo de café recién hecho de la cafetería de Nan. Sería casi como tener de nuevo con él a su padre.
—Bien…
—¡Oh, vamos, entre! —le instó Gaunt—. Si yo puedo hacer una pequeña venta fuera de horario, usted puede hacer una pequeña compra en horas de trabajo a cuenta del contribuyente. Y desde luego, agente Ridgewick, no creo que nadie vaya a robar el banco esta noche, ¿no le parece?
Norris volvió la mirada al banco, cuya fachada pasaba alternativamente del amarillo al negro bajo el medido parpadeo del semáforo intermitente, y soltó una breve carcajada.
—Sí, tiene razón.
—¿Y bien?
—De acuerdo —asintió Norris—. Pero si no cerramos el acuerdo en un par de minutos, tendré que dejarlo para otro momento.
Leland Gaunt emitió al unísono un gruñido y una risa.
—Me parece que ya escucho el suave sonido de mis bolsillos vueltos del revés —dijo—. Entre, agente Ridgewick; bastará ese par de minutos.
—Desde luego, me encantaría tener esa caña —admitió Norris. No era una buena manera de empezar una transacción y lo sabía, pero no pudo evitar el comentario.
—Y la tendrá —le aseguró Gaunt—. Voy a hacerle la mejor oferta de su vida, agente Ridgewick.
Hizo pasar a Norris al interior de Cosas Necesarias y cerró la puerta.