CUATRO

1

La lluvia había cesado al amanecer del jueves y a las diez y media, cuando Polly se asomó a la ventana de la fachada de Coser y Cantar y vio a Nettie Cobb, las nubes empezaban a levantarse. Nettie llevaba un paraguas cerrado y avanzaba a paso rápido por Main Street con el bolso sujeto bajo el brazo como si percibiera las fauces de alguna nueva tormenta abriéndose justo a su espalda.

—¿Qué tal las manos esta mañana, Polly? —preguntó Rosalie Drake.

Polly suspiró en silencio. Aquella tarde, suponía, tendría que responder satisfactoriamente a esa misma pregunta, pero formulada con más insistencia, cuando se encontrara con Alan, con quien se había citado para tomar café en Nan’s alrededor de las tres. Una, se dijo, no podía engañar a quienes la conocían desde hacía mucho tiempo, pues enseguida apreciaban la palidez de su rostro y las bolsas violáceas bajo los ojos. Y, más importante todavía, advertían la mirada inquieta y perturbada de estos.

—Mucho mejor, gracias —contestó. Aquello era exagerar bastante la verdad; sus manos estaban mejor, pero ¿mucho mejor? En absoluto…

—Pensaba que con la lluvia…

—Eso es lo peor de todo: que no hay modo de predecir qué desencadenará el dolor. Pero ahora olvídate de mis manos, Rosalie, y ven enseguida a mirar por la ventana. Creo que vamos a presenciar un pequeño milagro.

Rosalie llegó junto a Polly a tiempo de ver la menuda figura que, con el paraguas asido con fuerza en una mano —posiblemente para usarlo como arma defensiva, a juzgar por cómo lo empuñaba—, se acercaba con paso rápido hacia el toldo de Cosas Necesarias.

—¿Nettie? ¿Es ella de verdad?

Rosalie se quedó boquiabierta.

—Sí, es ella.

—¡Dios mío, va a entrar ahí!

Sin embargo, por un instante, pareció que la predicción de Rosalie iba a resultar fallida. Nettie se acercó a la puerta… y volvió a apartarse de ella. Se pasó el paraguas de una mano a otra y se quedó observando la fachada de Cosas Necesarias como si fuera una serpiente a punto de morderla.

—Vamos, Nettie —murmuró Polly por lo bajo—. ¡Atrévete, querida!

—Debe de haber visto el rótulo de CERRADO en el escaparate —apuntó Rosalie.

—No. En la puerta de la tienda hay otro que dice MARTES Y JUEVES, SOLO CITAS CONCERTADAS. Lo he visto esta mañana, cuando he abierto.

Nettie se acercó de nuevo a la puerta, alargó la mano hacia el tirador y volvió a apartarla.

—¡Dios, esta si que es buena! —exclamó Rosalie—. Nettie me comentó que quizá volvería a esa tienda y sé muy bien cuánto le gusta el cristal emplomado, pero ni se me pasó por la cabeza que fuera a hacerlo de veras.

—A primera hora me ha preguntado si podía salir de casa en el descanso de media mañana para acercarse a lo que ha llamado «ese nuevo local» y recoger el recipiente del pastel —añadió Polly en otro murmullo.

—¡Esa es nuestra Nettie! —asintió Rosalie—. Hasta hace poco, incluso me pedía permiso para ir al baño.

—Me ha dado la impresión de que una parte de ella esperaba que le dijera que no, que había demasiado trabajo. Pero creo que otra parte de ella también deseaba oírme decir que sí.

Polly no apartó ni un instante la mirada de la lucha feroz que se desarrollaba a menos de cuarenta metros: una miniguerra entre Nettie Cobb y Nettie Cobb. Si terminaba por entrar, ¡qué gran triunfo sería para ella! Polly notó un dolor sordo y cálido en las manos, bajó la vista y observó que había estado retorciéndolas. Al instante, se obligó a bajarlas a los costados.

—No se trata del recipiente del pastel ni del cristal emplomado —comentó Rosalie—. Es ese hombre, el señor Gaunt.

Polly Chalmers se volvió hacia ella. Rosalie soltó una risilla y se ruborizó un poco.

—Bueno —añadió—, no quiero decir que Nettie esté colada por él ni mucho menos, aunque es cierto que tenía los ojos un poco soñadores cuando la alcancé en la calle, a la salida de nuestra visita a la tienda. Sencillamente, el señor Gaunt fue muy amable con ella. Amable y sincero.

—Hay mucha gente que se muestra agradable con Nettie —replicó Polly—. Alan siempre hace esfuerzos extraordinarios por mostrarse amable con ella, pero Nettie sigue rehuyéndolo con aire asustado.

—Pero el señor Gaunt posee una especie de amabilidad muy especial —se limitó a afirmar Rosalie, y como para corroborarlo, vieron que Nettie volvía a asir el tirador y lo hacía girar. La puerta se abrió y la mujer se quedó inmóvil en el umbral aferrada a su paraguas, como si el pozo poco profundo de su capacidad de decisión se hubiera agotado por completo. En aquel instante, Polly tuvo la certeza de que su asistenta volvería a cerrar la puerta y se alejaría de la tienda a toda prisa. Sus manos, pese a la artritis, se cerraron en sendos puños.

Vamos, Nettie. Entra ahí. Arriésgate. Vuelve al mundo.

Entonces Nettie sonrió en respuesta a alguien que Polly y Rosalie no alcanzaban a ver.

Las dos mujeres intercambiaron una breve mirada y luego se abrazaron entre risas.

—¡Vamos allá, Nettie! —exclamó Rosalie.

—¡Dos puntos para nosotras! —asintió Polly, y para ella el sol asomó tras las nubes un par de horas antes de que lo hiciera por fin en el cielo sobre Castle Rock.

2

Cinco minutos más tarde, Nettie Cobb estaba sentada en una de las lujosas sillas de respaldo alto que Gaunt había instalado a lo largo de una de las paredes de la tienda. El paraguas y el bolso de la recién llegada estaban caídos en el suelo junto a ella, olvidados. Gaunt se hallaba sentado a su lado, con las manos de Nettie entre las suyas y su mirada penetrante clavada en los ojos vagos de la visitante. En una de las vitrinas del local, junto al recipiente del pastel de Polly Chalmers, había una pantalla de lámpara de cristal emplomado. La pantalla era un objeto moderadamente espléndido que habría costado trescientos dólares o más en cualquier tienda de antigüedades de Boston; Nettie Cobb, sin embargo, acababa de adquirirlo por diez dólares y cuarenta centavos, todo el dinero que llevaba en el monedero al entrar en la tienda. Pero en aquel momento, hermosa o no, la pantalla estaba tan olvidada como el paraguas.

—Un favor… —murmuraba Nettie en aquel momento, como si estuviera hablando en sueños. Movió las manos ligeramente, como para asirse con más fuerza a las del señor Gaunt. Este reaccionó devolviéndole el apretón, y una sonrisa de placer iluminó las facciones de la mujer.

—Sí, un favor. En realidad, una cosilla sin importancia. Conoces al señor Keeton, ¿verdad?

—Sí, claro —respondió ella—. Los conozco a los dos, a Ronald y a su hijo. ¿A cuál de ellos se refiere?

—Al hijo —precisó Gaunt mientras se frotaba la palma de las manos con sus largos pulgares. Tenía las uñas muy largas y de color ligeramente amarillo—. El presidente del Consejo Municipal.

—Todo el mundo lo llama Buster, a sus espaldas. Lo han llamado así desde que era un chiquillo —asintió Nettie con una risilla que sonó áspera, un poco histérica.

Sin embargo, Leland Gaunt no dio muestras de alarma; al contrario, el sonido no del todo correcto de la risa de la mujer pareció agradarle.

—Pues bien, quiero que termines de pagar esa pantalla gastándole una broma a Buster.

—¿Una broma? —Nettie adoptó una expresión de ligera alarma.

—Una travesura inocente —la tranquilizó Gaunt con una sonrisa—. Y él nunca sabrá que has sido tú. Pensará que ha sido otra persona.

—¡Oh! —Nettie desvió la mirada de Gaunt y la dirigió a la pantalla de cristal emplomado. Por un instante, sus ojos se iluminaron con un destello penetrante… de codicia, tal vez, o solo de mero anhelo y placer—. Bueno…

—No sucederá nada, Nettie. Nadie lo averiguará nunca… y esa pantalla será tuya.

Con voz pausada y reflexiva, la mujer murmuró:

—Mi marido solía gastarme muchas bromas. Quizá resulte divertido gastarle una a otro. —Miró de nuevo a Gaunt y, de pronto, el destello de sus ojos fue de alarma—. Siempre que no le haga daño. No quiero hacerle daño. A mi esposo se lo hice, ¿sabe?

—No te preocupes —respondió Gaunt con voz suave, acariciándole las manos—. No le hará el menor daño. Solo quiero que me ayudes a poner algunas cosas en su casa.

—¿Cómo voy a entrar en casa de Buster y…?

—Aquí tienes.

Gaunt le puso un objeto en la mano. Una llave. Nettie cerró el puño.

—¿Cuándo? —preguntó. Sus ojos soñadores volvían a estar fijos en la pantalla.

—Pronto. —Gaunt le soltó las manos y se levantó—. Y ahora, Nettie, tengo que ocuparme de embalar ese bello objeto en una caja para que se lo lleve. La señora Martin vendrá a ver un Lalique dentro de… —Consultó el reloj—. ¡Dios mío, dentro de quince minutos! De todos modos, no puedo expresarle lo contento que me siento de que se haya decidido a entrar. Hoy en día, muy pocas personas saben apreciar la belleza del cristal emplomado; y la mayoría de ellas son simples comerciantes, con cajas registradoras por corazón.

Nettie se incorporó también y contempló la pantalla con los ojos tiernos de una mujer enamorada. El nerviosismo angustiado con el que se había acercado a la tienda había desaparecido por completo.

—Es encantador, ¿verdad?

—Sí, muy encantador —asintió el señor Gaunt cálidamente—. Y no alcanzo a decirle…, no encuentro palabras para expresarle… lo feliz que me hace saber que esa pantalla tendrá una buena casa, un lugar donde alguien hará algo más que quitarle el polvo los miércoles por la tarde hasta que un día, después de años de hacerlo, la rompa en un momento de descuido y se limite a barrer los fragmentos para luego arrojarlos a la basura sin pensárselo más.

—¡Yo jamás haría una cosa así! —exclamó Nettie.

—Estoy seguro de que no —convino Gaunt—. Este es uno de sus encantos, Netitia.

La mujer lo miró, desconcertada.

—¿Cómo ha sabido mi nombre?

—Tengo un buen olfato para ellos. Nunca olvido un nombre ni una cara.

Leland Gaunt se retiró a la trastienda. Cuando volvió a aparecer tras la cortina, traía una lámina lisa de cartón blanco en una mano y un gran ovillo de papel de seda en la otra. Dejó el papel junto al recipiente de plástico del pastel (el ovillo de papel empezó de inmediato a expandirse, con breves crepitaciones y pequeños movimientos bruscos, hasta convertirse en algo que parecía un corpiño gigante) y empezó a doblar la plancha de cartón para hacer con ella una caja del tamaño exacto para la pantalla de la lámpara.

—Estoy seguro de que será usted una fiel custodia del objeto que acaba de comprar. Por eso se lo he vendido.

—¿De verdad? He pensado que… el señor Keeton… y la broma…

—¡No, no, no! —protestó el señor Gaunt, entre divertido y exasperado—. ¡Una broma puede gastarla cualquiera! ¡A la gente le encanta gastar bromas! Pero adjudicar objetos a las personas que los aman y los necesitan… eso es otro cantar. A veces creo que, en realidad, lo que vendo es felicidad… ¿Qué opina usted, Netitia?

—Bueno —respondió Nettie con franqueza—, yo solo sé que me ha hecho feliz, señor Gaunt. Muy feliz.

El dueño de Cosas Necesarias dejó a la vista sus dientes torcidos y desiguales en una amplia sonrisa.

—¡Estupendo! ¡Eso es estupendo! —exclamó. A continuación, comprimió el ovillo de papel de seda en la caja, protegió la pantalla con su crujiente blancura, cerró la caja y, con un gesto ceremonioso, aseguró la tapa con cinta adhesiva—. ¡Ya está! ¡Otra clienta satisfecha que ha encontrado su cosa necesaria!

El señor Gaunt le ofreció la caja y Nettie se hizo cargo de ella. Cuando sus dedos tocaron los de él, experimentó un estremecimiento de repulsión, aunque hacía unos momentos apenas los había estrechado entre sus manos con gran fuerza, con ardor incluso. Aquel interludio en las sillas ya empezaba, sin embargo, a parecer brumoso e irreal.

Gaunt colocó el recipiente del pastel sobre la caja blanca y Nettie advirtió que había algo en su interior.

—¿Qué es eso?

—Una nota para su patrona —explicó Gaunt.

Al instante, Nettie lo miró con expresión alarmada.

—¿No será sobre mí?

—¡Cielo santo, no! —respondió Gaunt con una breve carcajada, y Nettie se tranquilizó de inmediato. Cuando el señor Gaunt se reía, era imposible resistirse o desconfiar de él—. Cuide de su pantalla, Netitia, y vuelva por aquí otra vez.

—Lo haré —aseguró ella, y sus palabras podrían haberse referido a ambas cosas pero, en lo más profundo de su corazón (aquel almacén secreto donde necesidades y miedos se atropellaban con continuos codazos, como incómodos pasajeros de un vagón de metro abarrotado), Nettie tuvo la certeza de que, si bien era posible que volviera por la tienda, aquella pantalla de lámpara era lo único que compraría jamás en Cosas Necesarias.

¿Y qué, si era así? Era un objeto hermoso, de los que siempre le habían gustado, y el único que necesitaba para completar su modesta colección. Por un momento, pensó en contarle al señor Gaunt que su marido quizá estaría vivo todavía de no haber roto a propósito, catorce años atrás, una pantalla de lámpara de cristal emplomado muy parecida a la que acababa de comprar. Aquella había sido la gota que había colmado el vaso, el incidente que la había sacado definitivamente de sus casillas. A lo largo de sus años en común, el hombre le había roto muchos huesos y ella le había permitido seguir viviendo. Hasta que, por fin, había roto algo que Nettie necesitaba realmente, y ella le había quitado la vida.

Decidió que no venía a cuento explicarle nada al señor Gaunt. Parecía el tipo de hombre que ya debía de saberlo.

3

—¡Polly, Polly! ¡Nettie ya sale!

Polly dejó el maniquí de modista donde había estado prendiendo un dobladillo con movimientos lentos y meticulosos, y corrió a la ventana. Rosalie y ella, codo con codo, vieron salir a Nettie de Cosas Necesarias en un estado que solo podía describirse como excesivamente cargado. Llevaba el bolso bajo un brazo, el paraguas bajo el otro y, en las manos, el recipiente de plástico Tupperware de Polly en equilibrio sobre una caja blanca cuadrada.

—Será mejor que vaya a ayudarla —sugirió Rosalie.

—No. —Polly alargó la mano y retuvo a su empleada suavemente—. Será mejor que no. Creo que solo conseguirías confundirla y ponerla nerviosa.

Siguieron con la mirada a Nettie, que se encaminó calle arriba. Ya no avanzaba a paso rápido, como si la persiguiera una tormenta; casi parecía deslizarse sobre la acera.

No, se dijo Polly. Deslizarse, no. Es más bien como si… como si flotara.

De pronto, su mente estableció una de esas extrañas asociaciones de ideas que eran casi como referencias recíprocas y soltó una carcajada.

Rosalie la miró y enarcó las cejas.

—¿A qué viene esa risa?

—Fíjate en su expresión —explicó Polly sin apartar la vista de Nettie, mientras esta cruzaba Linden Street con pasos lentos y lánguidos.

—¿A qué te refieres?

—Parece una mujer que acaba de estar en la cama con alguien… y que ha tenido tres orgasmos seguidos.

Rosalie se ruborizó, observó a Nettie una vez más y, finalmente, estalló en carcajadas. Polly se unió a ella, y las dos, agarradas del brazo y meciéndose adelante y atrás, continuaron riéndose desenfrenadamente.

—¡Vaya! —exclamó Alan Pangborn desde la puerta de la tienda—. ¡Dos mujeres riéndose así cuando todavía falta un buen rato para el mediodía! Es demasiado temprano para que sea cosa del champán; ¿a qué vienen esas risas?

—¡Cuatro! —explotó Rosalie con una risilla incontenible, mientras las lágrimas le rodaban por las mejillas—. ¡Parece que haya tenido más bien cuatro!

Y volvieron a troncharse de risa, balanceándose hacia delante y hacia atrás sin soltarse y aullando mientras Alan seguía mirándolas con las manos en los bolsillos de los pantalones del uniforme, con una sonrisa burlona e inquisitiva.

4

Norris Ridgewick llegó a la comisaría vestido de calle unos diez minutos antes de que sonara el silbato de mediodía en la fábrica. Le tocaba el turno de tarde, de doce a nueve, durante todo el fin de semana, y Norris estaba encantado con ello. Que otro se encargara de los atestados en los accidentes de las carreteras y caminos del condado que se produjeran después del cierre de los bares, a la una de la madrugada. Él podía hacer el trabajo, lo había hecho en muchas ocasiones, pero casi siempre acababa vomitando la cena. A veces había devuelto la cena incluso si las víctimas estaban conscientes, incluso si habían salido ilesas y rondaban en torno al coche accidentado gritando que no tenían que someterse a ninguna maldita prueba de alcoholemia, que conocían sus derechos constitucionales. El estómago de Norris siempre reaccionaba igual. A Sheila Brigham le gustaba chincharlo diciendo que parecía el agente Andy de Twin Peaks, pero Norris sabía que no era verdad. Cuando el agente Andy veía a alguien muerto, se ponía a gritar. Norris, en cambio, no gritaba, pero era fácil que le vomitara encima, como había estado a punto de hacerlo sobre Homer Gamache el día que lo encontró tirado en una cuneta junto al cementerio Tierra Natal, muerto a golpes con su propio brazo artificial.

Norris echó un vistazo al orden del día y comprobó que Andy Clutterbuck y John LaPointe estaban de patrulla. Después repasó la lista de turnos de guardia. No había nada para él y se sintió aún más satisfecho. Para redondear el día —al menos, aquella parte de la jornada—, le habían traído el uniforme de reserva de la lavandería… en la fecha prometida, para variar. Así se ahorraría un viaje a casa para cambiarse.

Una nota prendida en la bolsa de plástico de la lavandería decía: «Eh, Barney, me debes cinco dólares y cuarto. Y esta vez no te escaquees, o serás un hombre más triste y más sabio cuando se ponga el sol». La nota iba firmada: «CLUT».

Ni siquiera el recado de la nota alteró el buen humor de Norris. Sheila Brigham era la única persona de la comisaría de Castle Rock que veía a Norris como un tipo sacado de Twin Peaks. (Norris tenía la impresión de que era también la única en todo el departamento de policía —además de él mismo, por supuesto— que seguía la serie.) Los demás —John LaPointe, Seat Thomas, Andy Clutterbuck— lo llamaban Barney, como el personaje de Don Knotts en el viejo Andy Griffith Show. A veces ese apodo lo irritaba. Pero aquel día no. Cuatro jornadas de segundo turno y tres días libres. Tenía ante él una semana entera de paz. De vez en cuando, la vida podía ser estupenda.

Sacó de la cartera un billete de cinco dólares y otro de uno y los dejó sobre la mesa de Clut. «Eh, Clut, no te amargues», anotó en el revés de un formulario de atestados. Firmó con su rúbrica y dejó el papel junto al dinero. Después rompió la bolsa de la lavandería para sacar el uniforme y se encaminó con él al aseo. Mientras se cambiaba de ropa empezó a silbar; a continuación contempló su reflejo en el espejo y movió las cejas en gesto de aprobación. Estaba listo para el servicio, sí señor. Estaba en perfecto orden de revista. Que los malhechores de Castle Rock se andaran con cuidado en las próximas horas, o…

Percibió en el espejo un movimiento a su espalda, pero antes de que pudiera hacer otra cosa que empezar a volver la cabeza, alguien lo agarró, le dio media vuelta y lo estrelló contra los azulejos de los urinarios. Norris se dio con la cabeza contra la pared, se le cayó la gorra y, un instante después, se encontró mirando el rostro redondo y rojo de ira de Danforth Keeton.

—¿Qué coño crees que estás haciendo, Ridgewick? —preguntó este.

Norris se había olvidado por completo de la multa que había colocado bajo el limpiaparabrisas del Cadillac de Keeton la noche anterior. De pronto, recordó toda la escena.

—¡Suéltame! —exclamó. Intentó dar a su voz un tono de indignación, pero lo que salió de su garganta fue un chillido de preocupación. Notó las mejillas cada vez más calientes. Siempre que se enfadaba o se asustaba (y en aquel momento sucedían ambas cosas), se sonrojaba como una colegiala.

Keeton, medio palmo más alto y casi cincuenta kilos más pesado que Norris, lo zarandeó enérgicamente unos instantes más, antes de soltarlo. Luego sacó la denuncia del bolsillo y la agitó ante las narices del agente.

—Este maldito papel lleva tu firma, ¿o no? —inquirió, como si Norris ya lo hubiera negado.

Norris sabía perfectamente que era su firma, estampada con el sello de goma pero perfectamente reconocible, y que la multa había sido cortada de su bloc de denuncias.

—Tenías el coche en nuestras plazas de aparcamiento —respondió, mientras se apartaba de la pared y se frotaba la parte posterior de la cabeza. Allí iba a estallar una buena, ¡vaya que sí! Al tiempo que remitía su sorpresa inicial (y Buster había estado a punto de hacerle saltar el corazón por la boca, no podía negarlo), crecía su cólera.

—¿Dónde?

—¡En el espacio reservado! —contestó a gritos. «¡Además, fue Alan en persona quien me ordenó que te pusiera la multa!», se disponía a añadir, pero se contuvo. ¿Por qué dar a aquella bola de sebo la satisfacción de cargarle la responsabilidad a otro?—. Ya te lo hemos advertido muchas veces, Bu… Danforth, y lo sabes muy bien.

—¿Qué me has llamado? —inquirió Danforth Keeton amenazadoramente. Sus mejillas y quijadas se habían llenado de manchas rojas del tamaño de cogollos de repollo.

—La multa sigue en pie —declaró Norris, ignorando la pregunta—. Por lo que a mí respecta, será mejor que la pagues. ¡Y tienes suerte de que no te denuncie, además, por agresión a un agente de la autoridad!

Danforth soltó una risotada, cuyo eco rebotó amortiguado en las paredes.

—¡No veo aquí a ningún agente de la autoridad! —replicó—. Solo veo un pedazo de mierda empaquetado como si fuera cecina de buey.

Norris se agachó a recoger la gorra. Tenía el estómago contraído de miedo —Danforth Keeton era un enemigo temible para cualquiera— y su cólera se había transformado en furia. Le temblaban las manos, pero, aun así, dedicó unos segundos a colocarse la gorra en la cabeza hasta dejarla perfectamente ajustada.

—Si quieres, puedes discutir el asunto con Alan…

—¡Lo estoy discutiendo contigo!

—… pero yo no pienso seguir hablando de ello. Asegúrate de pagar antes de treinta días, Danforth, o tendremos que ir a detenerte. —Norris se irguió cuanto le permitía su metro setenta de estatura y añadió—: Sabemos dónde encontrarte.

Hizo ademán de encaminarse a la puerta. Keeton, cuyo rostro ya parecía casi un crepúsculo en una zona arrasada por una explosión nuclear, avanzó una zancada para cerrarle el paso. Norris se detuvo y levantó la mano, señalándolo con el índice en un gesto de advertencia.

—Si me tocas, te meto en una celda, Buster. Lo digo en serio.

—Muy bien, ya es suficiente —replicó Keeton con voz lánguida, apagada—. Sí, ya tengo suficiente. Estás despedido. Ya puedes quitarte ese uniforme e ir buscando otro trab…

—No —intervino una voz detrás de los dos hombres, que se volvieron hacia donde había sonado. En el umbral de la puerta de los aseos estaba Alan Pangborn.

Keeton cerró los puños, apretando sus dedos gordos y lechosos.

—¡No te metas en esto!

Alan cruzó el umbral y la puerta se cerró lentamente tras él con un ruido silbante.

—No —repitió—. Fui yo quien ordenó a Norris que te pusiera la multa. También le dije que iba a perdonártela antes de la reunión de presupuestos. Es una multa de cinco dólares, Dan. ¿A qué diablos viene tanto alboroto?

La voz de Alan sonaba desconcertada. En efecto, el comisario estaba perplejo. Buster no había sido nunca un hombre de trato agradable, ni siquiera en sus mejores momentos, pero una reacción tan airada era excesiva incluso para lo habitual en él. Desde finales del verano, el presidente del Consejo Municipal parecía enfurecido y siempre a punto de perder los estribos —Alan había oído a menudo sus lejanos bramidos cuando los administradores municipales celebraban sus reuniones—, y sus ojos habían adoptado una mirada casi obsesionada. Por un instante, el comisario se preguntó si Keeton estaría enfermo, pero decidió dejar para más adelante sus especulaciones. De momento, tenía ante sí una situación bastante delicada.

—¡Ni alboroto ni niño muerto! —replicó Keeton con aire hosco, al tiempo que se alisaba el cabello, echándolo hacia atrás. Norris advirtió con cierta satisfacción que a Buster también le temblaban las manos—. ¡Pero estoy harto de imbéciles que se dan importancia como este agente tuyo…! Siempre intento hacer todo lo posible por el pueblo…, ¡qué diablos!, he hecho muchísimo por el pueblo… y estoy harto de esta persecución constante… —Hizo una breve pausa, la nuez de su cuello mantecoso tembló visiblemente, y luego exclamó—: ¡Me ha llamado Buster! ¡Y ya sabes cómo me molesta eso!

—Norris se disculpará —respondió Alan con parsimonia—, ¿verdad, Norris?

—No lo sé —replicó este. Tenía la voz temblorosa y seguía con el estómago en un puño, pero también seguía furioso—. Sé que no le gusta que lo llamen así, pero lo cierto es que me ha pillado por sorpresa. Yo estaba aquí, mirándome en el espejo para asegurarme de que llevaba la corbata recta, cuando me ha agarrado por detrás y me ha lanzado contra la pared. Me he dado un buen golpe en la cabeza. ¡Coño, Alan, no sé qué he podido decirle en ese momento!

Alan volvió la mirada hacia Keeton.

—¿Es cierto eso? —preguntó.

Keeton bajó la vista.

—Estaba furioso —murmuró, y Alan supuso que aquello era lo más parecido a una disculpa espontánea e indirecta que un hombre como Buster era capaz de expresar. Miró de nuevo a Norris para ver si su ayudante lo entendía así. Tuvo la impresión de que tal vez sí. Estupendo, pensó; era un primer paso fundamental para desactivar aquella especie de desagradable bomba fétida. El comisario se relajó un poco.

—Entonces ¿podemos dar por zanjado el incidente? —preguntó a los dos antagonistas—. ¿Podemos considerarlo agua pasada y hacer como si no hubiera sucedido?

—Por mí, de acuerdo —asintió Norris tras un momento.

Alan se conmovió. Norris era bastante torpe, tenía la costumbre de dejar latas de refrescos medio llenas en los coches patrulla que utilizaba, y sus informes y atestados eran horribles…, pero tenía un corazón de oro. Estaba dispuesto a ceder en la disputa, pero no porque tuviera miedo a Keeton. Si el corpulento presidente del Consejo Municipal pensaba que era por eso, cometía un gravísimo error.

—Siento haberte llamado Buster —añadió Norris. No lo lamentaba en absoluto, pero no perdía nada diciéndolo. Suponía.

Alan se volvió hacia el robusto hombretón de la llamativa chaqueta deportiva y la camisa de golfista de cuello abierto.

—¿Danforth?

—Está bien, no ha pasado nada —respondió el aludido. Lo dijo en un tono de ampulosa magnanimidad, y Alan se sintió invadido, como tantas veces, por una oleada de antipatía hacia él. Una vocecilla sumergida en las profundidades de su mente, la primitiva voz reptiliana del subconsciente, trasmitió su mensaje, breve pero muy claro: ¿Por qué no te da un infarto, Buster? ¿Por qué no nos haces un favor a todos y te mueres?

—Muy bien —asintió—. Asunto olvidado…

Keeton levantó el índice y lo interrumpió:

—Asunto olvidado, si…

—¿Si…? —Alan arqueó las cejas.

—… si podemos hacer algo con la multa. —Keeton sacó el papel y, estrujándolo entre los dedos como si fuera un trapo con el que se hubiera limpiado alguna mancha de origen dudoso, se lo tendió a Alan. El comisario exhaló un suspiro.

—Vamos a mi despacho, Danforth, y hablaremos del asunto. —Se volvió hacia Norris y añadió—: Tienes trabajo, ¿verdad?

—Sí —respondió el agente. Aún tenía el estómago en un puño. Su buen humor había desaparecido, probablemente para lo que quedaba de día, por culpa de aquel cerdo cebón, y ahora Alan iba a perdonarle la multa. Norris lo comprendía, era cosa de la política, pero entenderlo no significaba que le gustara.

—¿Prefieres esperar por aquí? —preguntó Alan. Era lo más aproximado a «¿Es preciso que discutamos esto?» que el comisario podía decir con Keeton presente y mirándolos encolerizado.

—No —contestó Norris—. Tengo cosas que hacer y sitios que inspeccionar. Ya hablaremos más tarde, Alan.

El agente Ridgewick abandonó el cuarto de aseo, rozando a Keeton al pasar junto a él, sin dirigirle la mirada. Aunque Norris no lo advirtió, Keeton tuvo que hacer un gran esfuerzo, casi heroico, para reprimir el impulso, irracional pero imperioso, de darle un puntapié en el culo para ayudarle a salir.

Alan decidió contemplar por unos instantes el reflejo de su imagen en el espejo para dar tiempo a que Norris desapareciera de la vista. Mientras tanto, Keeton aguardó junto a la puerta, observándolo con impaciencia. Por fin, Alan salió de nuevo al pasillo donde estaban las celdas de la comisaría, con Keeton pisándole los talones.

Ante la puerta del despacho, sentado en una de las dos sillas allí colocadas, se encontraba un hombre menudo y aseado que leía de forma ostentosa un libro encuadernado en piel que solo podía ser una Biblia. Al comisario se le cayó el alma a los pies. Había tenido la fundada esperanza de que ya no sucedería nada demasiado desagradable aquella mañana (solo faltaban dos o tres minutos para mediodía, de modo que la esperanza resultaba bastante razonable), pero se había equivocado de medio a medio.

El reverendo William Rose cerró su Biblia (cuya cubierta de cuero casi hacía juego con la ropa que vestía) y se puso en pie de un brinco.

—Esto…, comisario Pangborn…, ¿podría hablar con usted, por favor? —se apresuró a decir. El reverendo Rose era uno de esos baptistas integristas que empiezan a comerse los finales de las palabras cuando están emocionalmente alterados.

—Deme cinco minutos, reverendo Rose. Tengo que atender a un asunto.

—Lo que vengo a decirle es… es de extrema importancia…

Seguro que sí, pensó Alan.

—Lo mío también. Cinco minutos.

Abrió la puerta e invitó a Keeton a pasar a su despacho antes de que el reverendo Willie, como le gustaba llamar al padre Brigham, pudiera añadir nada más.

5

—Será algo referente a la «Noche de Casino» —apuntó Keeton cuando Alan hubo cerrado la puerta del despacho—. Ten presente lo que te digo. El padre John Brigham es un irlandés testarudo, pero lo prefiero mil veces al tipo de ahí fuera. Rose es un pelmazo increíblemente arrogante.

Apártate que tiznas, le dijo la sartén a la cazuela, pensó Alan.

—Toma asiento, Danforth.

Keeton así lo hizo. Alan rodeó el escritorio, le mostró la multa, la rompió en pequeños fragmentos y los arrojó a la papelera.

—Ya está. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —asintió Keeton, e hizo ademán de levantarse.

—No, quédate un momento más.

Keeton frunció el ceño y sus cejas tupidas se juntaron bajo la frente rosada y despejada como una nube de tormenta.

—Por favor —añadió Alan, y se dejó caer en la silla giratoria. Sus manos se juntaron e intentaron hacer un mirlo; Alan las detuvo a tiempo y las unió con firmeza sobre el escritorio—. La semana que viene celebraremos una reunión del comité de asignaciones para tratar asuntos presupuestarios con vistas a la reunión del Consejo Municipal de febrero… —empezó a decir.

—Exactamente —gruñó Keeton.

—… y esto es un asunto político —prosiguió Alan—. Yo acepto la situación y tu también. Acabo de romper una multa de aparcamiento perfectamente válida por consideraciones puramente políticas.

Con una pequeña sonrisa, Keeton comentó:

—Bueno, Alan, llevas aquí el tiempo suficiente para saber cómo funcionan las cosas en el pueblo. Una mano lava la otra.

El comisario cambió de postura en la silla y esta emitió sus pequeños crujidos y chirridos, unos sonidos que Alan oía a veces en sueños después de una jornada larga y pesada. Una jornada como estaba resultando aquella.

—Sí —replicó—, una mano lava la otra. Pero solo hasta aquí.

Las cejas se juntaron de nuevo.

—¿Qué significa eso?

—Significa que hay un punto, incluso en los pueblos pequeños, donde la política debe dejarse aparte. No es preciso que te recuerde que no soy un funcionario contratado. Los administradores municipales controlarán los fondos, pero a mí me han elegido los votantes. Y me han elegido para que los proteja y para que preserve y haga cumplir la ley. He prestado juramento y pienso mantener mi palabra.

—¿Me estás amenazando? Porque si se trata de eso…

En aquel preciso instante, sonó el silbato de la fábrica. Allí dentro el sonido les llegó muy apagado, pero pese a ello, Danforth Keeton dio un respingo como si le hubiera picado una avispa. Por un momento, puso unos ojos como platos y sus manos se cerraron sobre los brazos del asiento como dos zarpas blancas.

De nuevo, Alan se sintió perplejo. Está más inquieto que una yegua en celo, pensó. ¿Qué diablos le sucede?

Por primera vez en la vida, se encontró preguntándose si tal vez el honorable Danforth Keeton, que era presidente del Consejo Municipal de Castle Rock desde mucho antes de que Alan hubiera oído hablar siquiera del pueblo, estaría metido en algún asunto no del todo claro.

—No te amenazo —respondió. Keeton empezaba a relajarse otra vez, pero con cierta cautela…, como si temiera que el silbato volviera a sonar, solo para incordiarlo.

—Estupendo. Porque no es solo una cuestión de controlar los fondos, comisario Pangborn. El Consejo Municipal, junto con los tres comisionados del condado, posee competencias para la contratación de los ayudantes del comisario… y para su despido. Además de otras muchas competencias que conoces muy bien, sin duda.

—Pero esos trámites son una mera formalidad.

—Así ha sido siempre —corroboró Keeton. Sacó un habano del bolsillo interior de la chaqueta y lo hizo girar entre los dedos, haciendo crujir el celofán—. Pero eso no significa que haya de seguir siéndolo en adelante.

¿Quién amenazaba ahora a quién?, pensó Alan, pero se calló la pregunta.

En lugar de ello, se echó hacia atrás en su asiento y miró a Keeton. Este le sostuvo la mirada unos instantes; luego bajó la vista hacia el habano y empezó a quitarle el envoltorio.

—La próxima vez que aparques en las plazas reservadas, te pondré la multa yo mismo. Y no retiraré la denuncia —aseguró Alan—. Y sí alguna vez vuelves a tocar a uno de mis agentes, te denunciaré por agresión a la autoridad. Lo haré por muchas presuntas competencias que tenga el Consejo. Porque, conmigo, la política tiene un límite. ¿Entendido?

Keeton mantuvo la vista fija en el habano un largo rato, como si meditara. Cuando alzó de nuevo el rostro hacia Alan, sus ojos se habían convertido en dos pequeños cristales, duros como el pedernal.

—Si quieres comprobar lo duro que tengo el culo, comisario, sigue empujándome.

El rostro de Keeton llevaba escrita la rabia que sentía, desde luego, pero Alan percibió algo más en sus facciones. Miedo, le pareció. ¿Era algo visible, o más bien se lo decía su olfato? No estaba seguro, pero esa no era la cuestión. Lo que sí podía ser importante era la causa de aquel miedo. Sin duda, eso podía ser muy importante.

—¿Entendido? —repitió.

—Sí —dijo Keeton. Quitó el celofán del habano con un gesto brusco y seco y arrojó el papel al suelo. Se llevó el puro a la boca, lo sostuvo entre los dientes y añadió—: Y tú, ¿me has entendido a mí?

La silla volvió a crujir y chirriar cuando Alan se inclinó hacia delante de nuevo y clavó su mirada en Keeton con expresión muy grave.

—Entiendo lo que dices, Danforth, pero te aseguro que no comprendo tu actitud. Nunca hemos sido grandes amigos…

—¡Desde luego que no! —lo interrumpió Keeton, y procedió a cortar el extremo del habano con los dientes.

Por un instante, Alan pensó que su interlocutor iba a arrojar al suelo la punta cortada y decidió no tomárselo en cuenta (una vez más, cosas de la política), pero Keeton la escupió en la palma de la mano y la depositó en el cenicero impoluto de la mesa del comisario. Las hebras de tabaco rodaron hasta el fondo del cenicero como pequeños excrementos caninos.

—… pero siempre hemos mantenido unas relaciones de trabajo bastante cordiales —continuó el comisario—. Y ahora, esto. ¿Algo va mal, Danforth? Si es así y puedo ayudarte de alguna manera…

—No sucede nada —respondió Keeton, al tiempo que se incorporaba bruscamente. Volvía a estar enfadado; más que enfadado, en realidad. Alan casi pudo ver que le salía vapor por las orejas—. Es solo que estoy harto de esta… persecución.

Era la segunda vez que utilizaba aquella palabra. A Alan le sonó rara, inquietante. En realidad, toda la conversación le había resultado inquietante.

—Bueno, ya sabes dónde estoy —dijo por fin.

—¡Desde luego que lo sé! —contestó Keeton, y se encaminó hacia la puerta.

—Y haz el favor de recordar que esas plazas de aparcamiento están reservadas a la policía.

—¡A la mierda con el aparcamiento! —replicó Keeton, y abandonó el despacho dando un portazo.

Alan permaneció sentado detrás del escritorio y contempló largo rato la puerta cerrada, con una expresión de preocupación en el rostro.

A continuación se levantó, rodeó la mesa, recogió del suelo el cilindro de celofán arrugado, lo arrojó a la papelera y avanzó hasta la puerta para hacer entrar al reverendo Willie.

6

—El señor Keeton parecía bastante enfadado —comentó Rose al entrar. Con parsimonia, tomó asiento en la silla que el presidente del Consejo Municipal acababa de desocupar, miró con disgusto la punta de habano del cenicero y, por último, colocó su Biblia blanca con gran cuidado en el centro de su mezquino regazo.

—El próximo mes habrá muchas reuniones para discutir asignaciones presupuestarias —explicó Alan vagamente—. Seguro que todos los administradores municipales están nerviosos con los preparativos.

—Desde luego —asintió el reverendo Rose—. Porque Jesucristo nos dijo: «Dad al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios».

—Ajá —murmuró Alan. De pronto, deseó tener un cigarrillo, uno de esos Lucky o Pall Mall que rebosaban de alquitrán y de nicotina—. ¿En qué puedo ayudarle esta tarde, reve… reverendo Rose? —El comisario advirtió horrorizado lo cerca que había estado de llamarlo «reverendo Willie».

Rose se quitó las gafas redondas y sin montura, limpió los cristales y volvió a colocárselas, ocultando las dos pequeñas marcas rojas en el puente de la nariz. Sus cabellos negros, repeinados y engominados con alguna loción capilar que Alan podía oler pero no identificar, brillaban bajo la luz de los tubos fluorescentes del techo.

—Se trata de esa abominación que el padre John Brigham da en llamar «Noche de Casino» —anunció por fin el reverendo—. Como recordará, jefe Pangborn, vine a verle poco después de enterarme de esta idea espantosa para exigirle que se negara a autorizar tal acto en nombre de la decencia.

—Reverendo Rose, recordará usted que…

Rose levantó una mano con gesto imperioso y se llevó la otra al bolsillo de la chaqueta, de donde extrajo un folleto casi del tamaño de un libro de bolsillo. Alan comprobó con desánimo, pero no con sorpresa, que se trataba de la versión abreviada del Código Penal del estado de Maine.

—Pues ahora —prosiguió diciendo el reverendo con voz altisonante— vuelvo para exigirle que prohíba el acto no solo en nombre de la decencia, sino también en nombre de la ley.

—Reverendo Rose…

—Aquí está: artículo veinticuatro, sección nueve, párrafo dos, del Código Penal del estado de Maine —lo interrumpió el reverendo, con las mejillas encendidas de excitación, y Alan pensó para sí que en los últimos minutos lo único que había hecho era pasar de un chiflado a otro—. «Salvo en los casos citados —leyó Rose, adoptando el tono de voz que utilizaba en el púlpito y que tan bien conocían sus feligreses más fervorosos—, los juegos de azar, según quedan definidos en el artículo veintitrés del presente Código, en los que se requiera apuestas de dinero como condición para participar, serán considerados ilegales.» —El reverendo cerró el folleto con un gesto enérgico y miró a Alan con ojos llameantes—. ¡«Serán considerados ilegales»! —repitió a voz en grito.

Por un fugaz momento, Alan estuvo tentado de levantar los brazos hacia el cielo y añadir: «¡Alabado sea el Señor!». Cuando hubo pasado, respondió:

—Conozco los artículos del Código que se refieren al juego, reverendo Rose. Los revisé después de su anterior visita y consulté con Albert Martin, que se encarga de la mayor parte del trabajo legal en el ayuntamiento. Martin opina que el artículo veinticuatro no afecta a actividades como la Noche de Casino. —Hizo una pausa y añadió—: Y debo decirle que yo comparto esa opinión.

—¡Imposible! —soltó Rose—. Esa gente se propone convertir la casa del Señor en un garito de juego, ¿y usted me dice que eso es legal?

—Tan legal como las sesiones de bingo que se llevan celebrando en el Salón de las Hijas de Isabel desde mil novecientos treinta y uno.

—¡Pero esto no es un bingo! ¡Se trata de la ruleta! ¡De juegos de cartas con apuestas! ¡De… de… —al reverendo le tembló la voz— de partidas de dados!

De nuevo, Alan sorprendió sus manos tratando de dar forma a otro pájaro, y en esta ocasión las cerró con firmeza sobre el secante del escritorio.

—Hice que Albert escribiera una carta de consulta a Jim Tierney, el fiscal general del Estado, y su respuesta fue la misma. Lo siento, reverendo Rose. Sé que este asunto le molesta. A mí me sucede lo mismo con esos monopatines que usan los chicos. Si pudiera, los prohibiría, pero no puedo. En una democracia, a veces tenemos que tolerar cosas que no aprobamos o que no nos gustan.

—¡Pero estamos hablando de juegos de azar! —insistió el reverendo con una nota de verdadera aflicción en la voz—. ¡De jugar por dinero! ¿Cómo puede ser legal semejante ignominia si el mismo Código dice concretamente…?

—Tal como lo han planteado, no se jugará por dinero, en realidad. Cada… participante… ofrece un donativo al entrar en el local. A cambio, recibe una cantidad equivalente en fichas. Al final de la noche, se subastan varios premios. No dinero, sino premios, ¿entendido? Un vídeo, un horno-parrilla, un aspirador, una vajilla y cosas así. —Y un impulso irrefrenable le llevó a añadir—: Tengo entendido que el donativo inicial puede, incluso, ser deducible de impuestos.

—¡Es una abominación pecaminosa! —insistió el reverendo. Sus mejillas habían perdido el color y tenía dilatadas las ventanas de la nariz.

—Eso es un juicio moral, no legal. Este tipo de actos se celebra en todo el país.

—Es cierto —reconoció Rose. Se levantó, sosteniendo la Biblia ante sí como si fuera un escudo, y continuó—: Organizados por los católicos. A los católicos les encanta el juego. Pero yo me propongo poner fin a eso, jefe Pangborn. Con su ayuda o sin ella.

Alan también se puso en pie.

—Un par de cosas, reverendo. Primera, no es jefe, sino comisario Pangborn. Segunda, no soy quién para decirle a usted qué debe predicar desde su púlpito, igual que no puedo decirle al padre Brigham qué clase de actos debe celebrar en su iglesia, en el Salón de las Hijas de Isabel o en el de los Caballeros de Colón (siempre, claro está, que no estén expresamente prohibidos por las leyes del estado), pero sí puedo advertirle a usted que se ande con cuidado. De hecho, creo que es mi obligación advertírselo.

Rose le dirigió una mirada gélida.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Quiero decir que le veo muy exaltado. No tengo nada contra los pasquines que su gente ha pegado por todo el pueblo, ni contra las cartas en el periódico, pero existe un límite legal que no debe traspasar. Le aconsejo que se olvide del asunto.

—Cuando Jesucristo vio a las prostitutas y a los prestamistas en el templo, no consultó ningún Código Penal escrito, comisario. Cuando vio a esos hombres y mujeres perversos profanando la casa del Señor, no tuvo en cuenta los límites legales. ¡Nuestro Señor hizo lo que Él consideraba correcto!

—Sí —replicó Alan sin alzar la voz—, pero usted no es Él.

Rose lo miró fijamente durante unos largos instantes, con los ojos llameantes como quemadores de gas encendidos, y Alan pensó que el reverendo estaba loco de remate.

—Buenos días, jefe Pangborn —se despidió Rose con frialdad.

Esta vez, Alan no se molestó en corregirlo. Se limitó a asentir y alargar la mano, perfectamente consciente de que su interlocutor no iba a estrecharla. El reverendo dio media vuelta y se dirigió a la puerta con la Biblia apretada todavía contra el pecho.

—Olvídese del asunto, ¿de acuerdo, reverendo? —insistió Alan a sus espaldas.

Rose no volvió la cabeza ni pronunció palabra. Salió del despacho y dio un portazo con tal ímpetu que hizo tintinear el cristal. Alan se sentó de nuevo tras el escritorio y se llevó las palmas de las manos a las sienes.

Momentos después, Sheila Brigham asomó la cabeza por la puerta con expresión tímida.

—¿Alan?

—¿Se ha marchado? —preguntó el comisario sin levantar la vista.

—¿El predicador? Sí. Ha salido dando un portazo y furioso como una ventolera de marzo.

—Elvis no está en el edificio —le murmuró Alan con voz hueca.

—¿Qué?

—Nada —contestó, y levantó la vista—. Me convendría una buena dosis de droga dura, te lo aseguro. ¿Podría buscar en el archivo de pruebas y ver qué tenemos allí, Sheila?

La mujer sonrió.

—Ya lo he hecho y me temo que la alacena está vacía. ¿Le bastaría con una taza de café?

Alan le devolvió la sonrisa. La tarde que acababa de empezar, se dijo, tenía que ser mejor que la mañana. Era preciso que lo fuera.

—Me bastará.

—Estupendo.

Sheila cerró la puerta y Alan, por fin, dejó que sus manos se movieran con entera libertad. Muy pronto, una bandada de mirlos volaba a través de una franja iluminada por los rayos directos del sol en la pared opuesta a la ventana.

7

Los jueves, la última parte de la jornada en la escuela secundaria de Castle Rock estaba dedicada a actividades complementarias, y Brian Rusk, que era un alumno distinguido y no tenía que participar en ninguna actividad escolar hasta que se llevara a cabo la elección de actores para la función teatral de invierno, tenía permiso para marcharse antes a casa, lo cual compensaba el hecho de tener que salir más tarde los martes.

Aquel jueves por la tarde, Brian cruzó la puerta lateral casi antes de que terminara de sonar el timbre de final de clases. En la mochila, cómicamente abultada, llevaba no solo los libros sino también el impermeable que su madre le había obligado a ponerse por la mañana.

El corazón le latía con fuerza mientras se alejaba de la escuela dándole a los pedales. Tenía algo

(un recado)

que hacer. Una pequeña tarea que cumplir. Una tarea que parecía divertida, en realidad. Por fin sabía de qué se trataba. Lo había recordado con toda claridad mientras estaba pensando en las musarañas durante la clase de matemáticas.

Mientras bajaba la cuesta de Castle Hill por la calle de la escuela, el sol apareció tras las nubes deshilachadas por primera vez en lo que iba de día. Brian miró a su izquierda, y sobre la calzada mojada, avanzando a la misma velocidad que él, vio la sombra de un chico montado en la sombra de una bicicleta.

Hoy tendrás que ir deprisa si no quieres que te deje atrás, sombra, se dijo. Tengo cosas que hacer y sitios que visitar.

Brian cruzó pedaleando la zona comercial sin volver la vista hacia Main Street, donde estaba Cosas Necesarias. Solo se detuvo brevemente en los cruces para mirar rutinariamente a un lado y a otro antes de pasar y continuar su marcha apresurada. Cuando llegó al cruce de Pond (la calle donde vivía) con Ford Street, dobló a la derecha en lugar de enfilar Pond Street arriba hasta su casa. En la intersección de las calles Ford y Willow, se desvió a la izquierda. Willow Street era paralela a Pond; los patios traseros de las casas de ambas calles eran colindantes y estaban separados, en la mayoría de los casos, por unas vallas de tablones.

Pete y Wilma Jerzyck vivían en Willow Street.

Aquí tengo que andarme con un poco de cuidado, se dijo.

Pero Brian sabía ir con cautela; había trazado su plan mentalmente durante el trayecto desde la escuela y las ideas le habían ido saliendo con toda fluidez, casi como si las hubiera tenido en la cabeza desde el principio. Igual que el recuerdo de la tarea que se le había encomendado.

En casa de los Jerzyck reinaba el silencio y el camino particular estaba vacío, pero eso no significaba necesariamente que ya pudiera confiarse. Brian sabía que Wilma trabajaba, al menos a tiempo parcial, en el supermercado Hemphill’s, en la carretera 117; lo sabía porque la había visto allí en alguna ocasión, manejando una caja registradora con su perpetuo pañuelo en la cabeza, pero eso no implicaba que estuviera trabajando en aquel momento. Y el pequeño Yugo desvencijado que conducía la mujer podía estar guardado en el garaje de la casa, donde no podía verlo.

Brian subió el camino particular a golpe de pedal, se apeó de la bicicleta y la apoyó en el caballete. Notaba los latidos del corazón en los oídos y en la garganta, como un redoble de tambores. Mientras cubría la distancia que lo separaba de la puerta delantera, repasó mentalmente las frases que diría si resultaba que, después de todo, la señora Jerzyck estaba en casa.

«Hola, señora Jerzyck, ¿me conoce? Soy Brian Rusk y vivo en la calle de atrás. Voy a la escuela secundaria y dentro de poco vamos a vender suscripciones a la revista escolar para recaudar fondos y comprar con ellos uniformes nuevos para la banda. Estoy preguntando a los vecinos si les interesa suscribirse, y así, cuando tenga las revistas, volveré a visitar a los que hayan aceptado. Los que consigan más suscripciones se llevarán premios, ¿sabe?»

Cuando había elaborado todo aquello en su cabeza, le había parecido una buena excusa y aún seguía pareciéndoselo, pero ello no le impedía sentir cierta inquietud. Al llegar a la puerta se detuvo unos momentos, pendiente de algún ruido en el interior de la casa: una radio, un televisor sintonizado en algún culebrón (pero no Santa Bárbara; faltaba todavía un par de horas para el capítulo diario de la serie), un aspirador, tal vez. No oyó el menor signo de actividad, pero aquel silencio podía resultar tan engañoso como la ausencia de coches en el camino.

Pulsó el timbre de la puerta y desde algún rincón lejano de la casa le llegó débilmente el sonido: ¡ding-dong!

Aguardó ante la puerta, volviendo varias veces la cabeza a un lado y a otro para comprobar si alguien había advertido su presencia, pero Willow Street parecía completamente dormida. Y el jardín delantero de la casa de los Jerzyck estaba rodeado por un seto, lo cual era estupendo. Cuando uno tenía que hacer

(un recado)

algo que la gente —los padres de uno, por ejemplo— no aprobaría del todo, un seto como aquel era lo mejor del mundo.

Esperó medio minuto más sin que apareciera nadie. De momento, todo marchaba sobre ruedas…, pero era mejor asegurarse y no correr riesgos. Volvió a pulsar el timbre dos veces seguidas y en las entrañas de la casa sonó el correspondiente ¡ding-dong! ¡ding-dong!

Tampoco entonces hubo respuesta.

Estupendo. Todo estaba saliendo a pedir de boca. De hecho, todo estaba resultando sencillamente fantástico y absolutamente superguay.

Pero, fantástico y superguay o no, Brian no pudo resistir el impulso de echar otro vistazo —esta vez bastante furtivo— a ambos lados de la calle mientras empujaba la bicicleta, con el caballete aún bajado, entre la casa y el garaje. Allí, en la zona que los simpáticos obreros de la Compañía de Puertas y Revestimientos Dick Perry, de South Paris, denominaban el pasaje, dejó la bici antes de seguir hasta el patio trasero. El corazón le latía más fuerte que nunca. A veces, cuando el corazón se le aceleraba de aquella manera, la voz le temblaba, y Brian deseó fervientemente que si la señora Jerzyck andaba por allí plantando bulbos o algo parecido, la voz no lo traicionara mientras le contaba lo de la suscripción a la revista. Si la mujer se daba cuenta, tal vez sospecharía que no le estaba diciendo la verdad. Y no quería ni pensar en los problemas que ello le causaría.

Hizo un alto junto a la esquina posterior de la casa. Desde allí alcanzaba a ver parte del patio trasero de los Jerzyck, pero no todo. De pronto, lo que estaba haciendo ya no le parecía tan divertido. De pronto, le parecía una broma sin gracia; no más que eso pero, decididamente, tampoco menos. Una voz aprensiva sonó de improviso en su mente: ¿Por qué no montas otra vez en la bici, Brian? Vuelve a casa, tómate un vaso de leche y piénsate mejor todo esto.

Sí. Parecía una idea excelente, una idea muy sensata. Incluso empezó a dar media vuelta…, y entonces surgió en su cabeza una imagen. Y esa imagen resultó mucho más poderosa que la voz anterior. Vio un gran coche negro, un Cadillac o quizá un Lincoln Mark IV, que se detenía delante de su casa. La puerta del conductor se abría y aparecía por ella el señor Leland Gaunt. Pero el señor Gaunt ya no llevaba la chaqueta de media gala como la que vestía Sherlock Holmes en algunos relatos. El señor Gaunt que avanzaba por el paisaje imaginario de Brian lucía un formidable traje negro, el traje de un director de pompas fúnebres, y su expresión ya no resultaba amistosa. La cólera que despedían sus ojos azul oscuro les daba un tono aún más intenso. Sus labios dejaban a la vista la dentadura irregular, pero esta vez la mueca no era ninguna sonrisa. Sus piernas largas y delgadas recorrían el camino particular hasta la puerta de la casa de los Rusk como un par de tijeras y la sombra pegada a sus talones parecía la silueta del verdugo en una película de terror. Cuando llegara a la puerta, no se detendría a tocar el timbre, no señor. Sencillamente, irrumpiría en la casa. Si su madre trataba de interponerse en su camino, la apartaría de un empujón. Si su padre intentaba cerrarle el paso, lo derribaría de un puñetazo. Y si su hermano pequeño, Sean, salía en su defensa, el señor Gaunt lo enviaría volando al otro extremo de la casa, como un quarterback lanzando un pase largo. Después subiría la escalera a grandes zancadas, llamándolo a gritos, y las rosas del papel pintado de la pared se marchitarían cuando la sombra del verdugo pasara sobre ellas.

Y me encontraría, seguro, pensó Brian. Plantado allí, junto a la pared de la casa de los Jerzyck, su rostro era un compendio del desaliento. No serviría de nada que intentara esconderme, se dijo. No serviría de nada aunque me largara al mismísimo Bombay. Me encontraría. Y cuando lo hiciera…

Intentó detener la imagen, desconectarla, pero fue en vano. Vio cómo los ojos del señor Gaunt se agrandaban hasta convertirse en dos abismos azules cuyo fondo se perdía en una aterradora eternidad añil. Vio cómo las manos longilíneas del señor Gaunt, con sus dedos índice y corazón extrañamente iguales, se convertían en sendas garras que descendían sobre sus hombros, y notó que la piel se le erizaba de repulsión al contacto con ellas. Y oyó la voz resonante del señor Gaunt: ¡Tienes una cosa que me pertenece, Brian, y no me la has pagado!

¡Te la devolveré!, se oyó a sí mismo contestando en un alarido a aquel rostro contraído de furia. ¡Por favor, oh, por favor, te la devolveré, te la devolveré, pero no me hagas daño!

Brian volvió en sí, tan confuso como se había sentido el martes por la tarde al salir de Cosas Necesarias. Pero esta vez la sensación no resultaba tan agradable como entonces.

La cuestión era que no quería devolver el cromo de Sandy Koufax.

No quería devolverlo, porque era suyo.

8

Myra Evans llegó bajo el toldo de Cosas Necesarias en el preciso instante en que el hijo de su mejor amiga se adentraba por fin en el patio trasero de Wilma Jerzyck. Las miradas de Myra, primero a su espalda y luego a la acera opuesta de Main Street, fueron aún más furtivas que las de Brian a ambos lados de Willow Street.

Si Cora —que era realmente su mejor amiga— se enteraba de que estaba allí y, sobre todo, de la razón que la había llevado a la nueva tienda, probablemente no volvería a dirigirle la palabra en toda su vida.

No importa, pensó Myra. Le vinieron a la mente dos refranes y ambos le parecieron adecuados a la situación. Uno era: «Quien da primero da dos veces». El otro: «Ojos que no ven, corazón que no siente».

Por si acaso, Myra se había colocado unas grandes gafas de sol Foster Grant antes de bajar al centro. «Más vale prevenir que curar» era otro refrán que merecía la pena tener en cuenta.

Con estos pensamientos, Myra avanzó lentamente hasta la puerta y estudió el rótulo colgado en ella:

MARTES Y JUEVES, SOLO CITAS CONCERTADAS.

Myra no tenía cita concertada. Había acudido hasta allí llevada de un impulso irrefrenable, suscitado por una llamada de Cora hacía apenas veinte minutos.

—¡Le he estado dando vueltas al asunto todo el día! Sencillamente, tengo que comprarlo, Myra. Debería habérmelo quedado el miércoles, pero solo tenía cuatro dólares en el bolso y no estaba segura de si ese hombre aceptaría un cheque. Ya sabes lo embarazoso que resulta que no te lo acepten. No he dejado de reprochármelo ni un minuto. ¡Vaya, si apenas he pegado ojo en toda la noche! Seguro que te parece una tontería, pero es cierto.

Myra no lo consideraba una tontería y sabía que Cora decía la verdad, porque ella tampoco había dormido en toda la noche. Y Cora se equivocaba al considerar que la foto tenía que ser suya por el mero hecho de haberla visto primero. ¡Como si eso le otorgara una especie de derecho divino, o algo parecido!

—De todos modos, no creo que fuera ella quien la vio antes —murmuró Myra en voz baja y mohína—. Me parece que yo la vi primero.

La cuestión de quién había sido la primera en descubrir aquella fotografía absolutamente deliciosa era, en cualquier caso, discutible.

Lo que resultaba incuestionable, se dijo, era lo que le pasaría por la cabeza cada vez que acudiera a casa de Cora y viera la foto de Elvis colgada sobre la repisa de la chimenea, justo entre la figura de cerámica de Elvis y la jarra de cerveza de porcelana con la imagen de El Rey. Cuando se lo imaginaba, a Myra se le revolvía el estómago y se le formaba un nudo como un trapo mojado. Le recordaba a como se había sentido durante la primera semana de la guerra contra Irak.

¡Qué injusticia!

Cora tenía toda clase de bonitos objetos relacionados con Elvis e incluso lo había visto en concierto en una ocasión. Había sido en el Centro Cívico de Portland, aproximadamente un año antes de que El Rey fuera llamado al cielo para estar junto a su querida madre.

—Esa foto tiene que ser mía —murmuró, y haciendo acopio de todo su valor, llamó a la puerta.

Casi sin darle tiempo a llevar la mano al tirador, la puerta se abrió y un hombrecillo de hombros estrechos que salía de la tienda estuvo a punto de arrollarla.

—Disculpe —murmuró el hombre sin levantar la cabeza, y Myra apenas tuvo tiempo de reconocer las facciones del señor Constantine, el farmacéutico del centro comercial LaVerdiere. El hombre cruzó la calle a toda prisa y penetró en el parque municipal, sosteniendo en las manos un pequeño paquete embalado, sin dirigir una sola mirada a un lado ni a otro.

Cuando Myra se volvió otra vez hacia la puerta, el señor Gaunt estaba en el umbral, con una sonrisa en sus ojos pardo cereza.

—No tengo cita concertada… —murmuró Myra con un hilo de voz. Brian Rusk, acostumbrado desde siempre a oír a la mujer pronunciarse sobre cualquier asunto con un tono de absoluta autoridad y firmeza, no habría reconocido aquella vocecilla tímida ni en un millón de años.

—Ya la tiene, querida señora —respondió el señor Gaunt, quien se apartó a un lado sin dejar de sonreír—. ¡Bienvenida otra vez! ¡Pase sin compromiso y deje aquí un poco de la felicidad que trae con usted!

Tras una última mirada rápida a su alrededor, en la que no vio a nadie que conociera, Myra Evans entró furtivamente en Cosas Necesarias.

La puerta se cerró de inmediato detrás de ella.

Una mano de dedos largos, blanca como la de un cadáver, se levantó en la penumbra, encontró el cordón del tirador y bajó la persiana.

9

Brian no se dio cuenta de que había estado conteniendo el aliento hasta que lo exhaló en un suspiro largo y sibilante.

En el patio trasero de la casa de los Jerzyck no había ni un alma.

Wilma, animada sin duda por la mejoría del tiempo, había tendido la colada antes de marcharse al trabajo o adondequiera que hubiese ido. La ropa colgaba de tres cuerdas al sol y a la brisa refrescante que soplaba. Brian se acercó a la puerta trasera de la casa y se asomó al interior, llevándose las manos a ambos lados de la cara y apoyando los bordes exteriores en el cristal para evitar los reflejos. La cocina estaba desierta. Estuvo a punto de llamar a la puerta, pero antes de hacerlo llegó a la conclusión de que con ello solo buscaba otra manera de escapar de su misión. En la casa no había nadie. Lo mejor era terminar el asunto y luego salir pitando.

Volvió a bajar lentamente los peldaños del porche hasta encontrarse de nuevo en el patio trasero. Las cuerdas de tender la ropa, con su carga de camisas, pantalones, ropa interior, sábanas y fundas de almohada, quedaban a su izquierda. A la derecha había un pequeño huerto donde ya se habían recolectado todas las verduras, salvo algunas calabazas de pequeño tamaño. Al fondo del patio se alzaba una valla de tablones de pino, al otro lado de la cual quedaba la propiedad de los Haverhill, cuya entrada principal estaba en la calle donde vivía Brian, a solo cuatro casas de la suya. El intenso chaparrón de la noche anterior había convertido el huerto en un cenagal, donde la mayoría de las calabazas por recoger estaban medio sumergidas en los charcos. Brian se agachó, cogió un puñado de tierra parda oscura del huerto en cada mano y avanzó luego hacia la ropa tendida, con unos regueros de agua marrón corriéndole entre los dedos.

La cuerda más cercana al pequeño huerto estaba ocupada en toda su longitud por varias sábanas aún húmedas, pero que la brisa contribuía a secar rápidamente. Las sábanas emitían sonidos lánguidos al aletear bajo su impulso, y despedían una blancura purísima, prístina.

Adelante, le susurró en la mente la voz del señor Gaunt. A por ello, Brian. Como lo haría Sandy Koufax. ¡Adelante!

Brian llevó las manos atrás por encima de los hombros, con la palma hacia el cielo. No le sorprendió demasiado descubrir que tenía otra erección, como en el sueño. Y se alegró de no haberse echado atrás. Decididamente, aquello iba a resultar divertido.

Lanzó las manos hacia delante, con fuerza. El barro escapó de ellas en dos bolas marrones y alargadas que se abrieron en abanico antes de chocar con las sábanas henchidas por el viento, salpicándolas en sendas parábolas chorreantes y viscosas.

Brian volvió al huerto, cogió otros dos puñados de barro, los arrojó contra las sábanas, se agachó de nuevo, tomó dos más y los lanzó también. Se apoderó de él una especie de frenesí. Una y otra vez, repitió la operación, cogiendo sucesivos puñados de fango y arrojándolos uno tras otro contra la ropa tendida.

Podría haber seguido así toda la tarde, si alguien no hubiera gritado. Al principio, creyó que los gritos iban dirigidos a él. Se encogió rápidamente y escapó de sus labios un gemido aterrado, pero pronto advirtió que solo era la señora Haverhill, que llamaba a su perro al otro lado de la valla.

Aun así, tenía que largarse de allí, y deprisa.

Con todo, se detuvo un instante a contemplar su obra, y un pasajero escalofrío de vergüenza e inquietud le recorrió la espalda.

Las sábanas habían protegido la mayor parte de las otras prendas, pero habían quedado embadurnadas de barro. Solo quedaban en ellas unos pequeños islotes de blancura para recordar el color que habían tenido hasta unos minutos antes.

Brian se miró las manos, sucias de barro. A continuación, volvió corriendo a la esquina de la casa, donde había una boca de riego. Cuando hizo girar la llave de paso, surgió del grifo un chorro de agua muy fría. Metió las manos bajo el chorro y las frotó con fuerza. Se enjuagó hasta que hubo desaparecido todo el barro, incluso los restos bajo las uñas, sin hacer caso del entumecimiento que se adueñaba de sus dedos. Hasta metió los puños de la camisa bajo el grifo.

Después cerró la llave de paso, volvió hasta la bicicleta, levantó el caballete y la empujó por el camino particular de la casa hasta la acera de la calle. Pasó un momento de apuro cuando vio un pequeño utilitario amarillo que avanzaba hacia él, pero luego advirtió que no era un Yugo, sino un Civic. El coche pasó por su lado sin aminorar la marcha y sin que el conductor prestara la menor atención al chiquillo de manos enrojecidas y casi cuarteadas por el frío que empujaba la bicicleta en el patio delantero de los Jerzyck, a aquel chiquillo cuyo rostro era casi un anuncio con una palabra, ¡CULPABLE!, escrita en él.

Cuando el coche hubo pasado, Brian montó en la bici y empezó a pedalear a toda máquina. No se detuvo hasta que se vio subiendo la cuesta del camino particular de su casa. Para entonces, empezaba a remitir el entumecimiento de sus manos, pero todavía le escocían y seguían visiblemente enrojecidas.

Al entrar, oyó que su madre le preguntaba desde la sala de estar:

—¿Eres tú, Brian?

—Sí, mamá.

Lo que acababa de hacer en el jardín trasero de los Jerzyck ya le parecía producto de un sueño. Desde luego, el chico que trasteaba en aquella cocina soleada y aseada, el chico que se acercaba al frigorífico y sacaba la leche del interior, no podía ser el mismo que había hundido las manos hasta la muñeca en el barro del huerto de los Jerzyck y luego había arrojado aquel barro una y otra vez contra las sábanas recién limpias de Wilma Jerzyck.

Desde luego que no.

Se sirvió un vaso de leche y se estudió las manos mientras lo hacía. Estaban limpias. Enrojecidas pero limpias. Guardó de nuevo la botella de leche. Su corazón había recuperado el ritmo normal.

—¿Has tenido un buen día en la escuela, Brian? —le llegó la voz de su madre.

—No ha ido mal.

—¿Quieres venir a ver la tele conmigo? Está a punto de empezar Santa Bárbara

—Claro, mamá —respondió—, pero antes tengo que ir arriba un momento.

—¡No dejes el vaso de leche en la habitación! Luego se agria y apesta, y no hay manera de que el vaso quede limpio en el lavavajillas.

—Está bien, mamá. Lo bajaré.

—¡No te olvides de hacerlo!

Brian fue al piso de arriba y se pasó media hora sentado ante su mesa de estudio, embelesado con su cromo de Sandy Koufax. Cuando Sean entró a preguntarle si quería acompañarlo a la tienda de la esquina, Brian cerró el álbum de cromos de béisbol con un ruido seco y dijo a su hermano menor que se largara de la habitación y no volviera hasta que hubiese aprendido a llamar a la puerta cuando la encontrara cerrada. Instantes después, escuchó el lloriqueo de Sean en el pasillo, pero no sintió lástima alguna por él.

Al fin y al cabo, había una cosa que se llamaba buenos modales…

10

Un día hubo una fiesta aquí en la prisión.

La orquesta de los presos empezó a tocar,

tocaron rock and roll, todo se animó

y un cuate se paró y empezó a bailar el rock.

El Rey aparece con las piernas separadas, los ojos azules llameantes y una vibración en los pantalones acampanados de su traje de fantasía. La pedrería del traje centellea bajo la luz de los focos. Un mechón de cabellos negro azulado le cae sobre la frente. Tiene el micrófono cerca de la boca, pero no tanto para ocultar a Myra la curva sobresaliente de su labio superior.

Myra está en la primera fila del público y desde allí domina todo el escenario.

De pronto, mientras la sección rítmica ataca una pieza, Elvis extiende una mano, se la tiende a ella, igual que Bruce Springsteen (que nunca será El Rey, ni en un millón de años, por mucho que se esfuerce) tiende la suya a la chica en el vídeo de «Dancing in the Dark».

Por un instante, Myra se queda demasiado aturdida para reaccionar, demasiado aturdida para moverse siquiera; luego unas manos la empujan hacia delante y SU mano se cierra en torno a la muñeca de ella y la ayuda a encaramarse al escenario. Myra aspira SU perfume, una mezcla de sudor, cuero viejo y piel cálida y limpia.

En un abrir y cerrar de ojos, Myra Evans se encuentra en los brazos de Elvis Presley.

El satén del traje de fantasía tiene un tacto suave bajo las yemas de sus dedos. Los brazos que la rodean son musculosos. Aquel rostro, SU rostro, el rostro de El Rey, está a escasos centímetros del suyo. ÉL está bailando con ella, forman una pareja: Myra Josephine Evans, de Castle Rock, Maine, y Elvis Aron Presley, de Memphis, Tennessee. Entre pasos de baile descarados, al borde de la obscenidad, recorren de punta a punta el amplio escenario ante cuatro mil chillonas fans, mientras The Jordanaires repiten el viejo estribillo de los años cincuenta: «Let’s rock… everybody let’s rock…».

Las caderas de Elvis se mueven contra las suyas y Myra nota la presión de SU entrepierna en erección contra su propio vientre. Después El Rey la hace girar varias veces, y la falda se le levanta dejando a la vista sus piernas hasta el encaje de las braguitas Victoria’s Secret. La mano de Myra da vueltas dentro de la de él como un eje dentro de un engranaje de transmisión, y luego él la atrae de nuevo hacia sí y sus manos se deslizan por la espalda de Myra hasta la redondez de las nalgas y las aprieta con fuerza contra su pelvis. Por un instante, Myra se vuelve hacia el público y, allí abajo, fuera de la luz de los focos, descubre a Cora Rusk. La expresión de Cora está preñada de odio y de envidia.

Entonces Elvis la obliga a volver la cara hacia él y le murmura con ese acento almibarado y arrastrado del Medio Sur: «¿No se supone que tenemos que mirarnos el uno al otro, encanto?».

Antes de que Myra pueda responder, él posa sus labios sobre los de ella y SU olor y SU tacto lo llenan todo. Después, de pronto, nota SU lengua dentro de la boca. ¡El Rey del rock and roll la está morreando delante de Cora y de todo el cochino mundo!

Elvis la atrae de nuevo contra sí y, mientras la sección de metal entra en acción con un sobreagudo sincopado, Myra empieza a notar un calor extasiante entre los muslos. ¡Ah!, nunca ha experimentado nada parecido, ni siquiera en aquella ocasión con Ace Merrill junto al lago, hace tantos años. Desea gritar, pero aún tiene su lengua enterrada en la boca y no puede hacer otra cosa que hundir los dedos en el suave satén de SU espalda y mover las caderas rítmicamente mientras la sección de metal arranca con el «My Way».

11

El señor Gaunt permaneció sentado en una de las lujosas sillas, observando a Myra Evans con clínica indiferencia mientras la mujer se estremecía en un orgasmo. Myra temblaba como si sufriera una crisis nerviosa total, con la foto de Elvis apretada con fuerza entre las manos y los ojos cerrados. Sus pechos se levantaban y descendían, jadeantes, mientras las piernas se le tensaban y relajaban una y otra vez. Su peinado había perdido los rizos de peluquería y los cabellos le caían aplastados sobre la cabeza y el rostro como un casco muy poco atractivo. El sudor le corría por la papada como lo hacía por la de Elvis cuando este se ponía a dar vueltas pesadamente por el escenario en sus últimos conciertos.

—¡Aaah! —exclamaba Myra, temblando como un tazón de gelatina sobre una bandeja—. ¡Aaah! ¡Ooooooh, Dios mío! ¡Oooooooooh, Diosss! ¡OOOHHH…!

Con aire distraído, el señor Gaunt se pellizcó la pernera de los pantalones oscuros entre el pulgar y el índice y tiró de la tela hasta dejar la raya como la tenía antes, recta y afilada como una navaja de afeitar. Después se inclinó hacia delante y arrancó la foto de las manos de Myra. La mujer abrió de inmediato los ojos, con un destello de total consternación. Alargó la mano para recuperar la foto, pero el objeto ya se encontraba fuera de su alcance. A continuación, hizo ademán de levantarse de la silla.

—Vuelve a sentarte —le ordenó el señor Gaunt.

Myra se quedó absolutamente quieta, como si se hubiera convertido en piedra a medio incorporarse.

—Si quieres ver esa foto otra vez, Myra, vuelve a sentarte.

La mujer obedeció y miró al hombre con muda zozobra. Unas grandes manchas de sudor le asomaban bajo las axilas y a lo largo de los costados de los senos.

—Por favor… —murmuró. Las palabras surgieron de sus labios en un ronco gemido, acompañadas de un gesto de súplica con las manos extendidas.

—Señala un precio —le invitó Gaunt.

Myra reflexionó, con los ojos en blanco y el rostro sudoroso. La nuez del cuello le subió y bajó varias veces.

—¡Cuarenta dólares! —exclamó por fin.

Gaunt soltó una carcajada y movió la cabeza en gesto de negativa.

—¡Cincuenta!

—Eso es ridículo. Me parece que no deseas demasiado esa foto, Myra.

—¡Sí que la deseo! —Unas lágrimas le brotaron de los ojos y le resbalaron por las mejillas hasta mezclarse con el sudor de estas—. ¡De verdad!

—Está bien, la deseas —admitió Gaunt—. Acepto que quieres tenerla, pero… ¿la necesitas, Myra? ¿La necesitas de verdad?

—¡Sesenta! ¡Es todo lo que tengo, hasta el último centavo!

—¿Me tomas por un chiquillo, Myra?

—No…

—Me parece que sí. Ya tengo muchos años, más de los que puedas suponer, aunque he envejecido bastante bien, si me permites que opine así de mí mismo; sin embargo me da la impresión de que me has tomado por un chiquillo. Por un niño inocente capaz de creer que una mujer que vive en un dúplex recién estrenado a menos de tres manzanas del mirador solo tiene sesenta dólares a su nombre.

—¡Usted no lo entiende! Mi marido…

El señor Gaunt se levantó, con la foto en las manos aún. El hombre sonriente que se había hecho a un lado para franquearle la entrada había desaparecido de la tienda.

—No tenías cita concertada, ¿verdad, Myra? No señor. Te he recibido porque soy así de generoso. Pero ahora me temo que debo pedirte que te vayas.

—¡Setenta! ¡Setenta dólares!

—Estás insultando mi inteligencia. Haz el favor de marcharte.

Myra cayó de rodillas ante él, sollozando con entrecortados hipidos impregnados de pánico. Arrastrándose ante Gaunt, se agarró a sus pantorrillas.

—¡Por favor, señor Gaunt, se lo suplico! ¡Tengo que conseguir esa foto! ¡Es preciso que sea mía! Me hace… ¡No creería usted lo que me hace…!

Gaunt volvió la mirada a la foto de Elvis y un pasajero mohín de disgusto cruzó su rostro.

—Me parece que no quiero saberlo —respondió—. Me ha parecido algo extraordinariamente… sudoroso.

—Pero si me pide por ella más de setenta dólares, tendría que hacerle un talón y Chuck se enteraría. Querría saber en qué me he gastado el dinero y, si se lo dijera, me… me…

—Eso no es problema mío —replicó Gaunt—. Yo soy un comerciante, no consejero matrimonial. —Miró a la mujer arrodillada a sus pies y añadió, hablándole a la coronilla de su cabeza bañada en sudor—: Estoy seguro de que habrá alguna otra persona, la señora Rusk, por ejemplo, que podrá pagar lo que vale esta fotografía tan original del difunto señor Presley.

Ante la mención del nombre de Cora, Myra levantó la cabeza como impulsada por un resorte. Sus ojos eran ahora dos puntos brillantes hundidos en el fondo de unas cuencas profundas y violáceas. Sus labios, en una tensa mueca, dejaban al descubierto la dentadura. En aquel instante, la mujer parecía loca perdida.

—¿Se lo vendería a ella? —musitó en un siseo casi inaudible.

—Defiendo la libertad de comercio —respondió el señor Gaunt—. Es lo que ha hecho grande a este país. Y haz el favor de soltarme, Myra. Tienes las manos empapadas en sudor. Voy a tener que enviar los pantalones a la lavandería e, incluso así, no estoy seguro de que…

—¡Ochenta! ¡Ochenta dólares!

—Te lo vendo exactamente por el doble —anunció Gaunt—. Ciento sesenta dólares —añadió, con una sonrisa que dejó a la vista sus dientes grandes e irregulares—. Y, a propósito, no tengo ningún problema en aceptar tu cheque, Myra.

La mujer emitió un aullido de desesperación.

—¡No puedo hacerlo! ¡Chuck me matará!

—Tal vez —convino el hombre—, pero tú estarías dispuesta a morir por un «amor ardiente», como dice la canción del tipo de la foto. ¿Verdad que sí, Myra?

—Cien —gimió Myra, agarrándose de nuevo a las pantorrillas de Gaunt cuando este intentó apartarse de ella—. ¡Cien dólares! ¡Por favor…!

—Ciento cuarenta —respondió Gaunt—. Y no puedo bajar más. Es mi última oferta.

—Está bien —asintió Myra con un jadeo—. Está bien, está bien, se los daré…

—Y tendrás que hacerme un trabajito, por supuesto —añadió entonces el hombre, lanzándole una sonrisa.

Myra levantó la mirada hacia él, con los labios en una O perfecta.

—¿A qué se refiere? —susurró.

—¡Una mamada! —le respondió Gaunt—. ¡Una felación! ¡Quiero que abras esa boca gloriosa llena de metal y me chupes la polla!

—¡Oh, Dios mío! —musitó ella.

—Como prefieras… —dijo Gaunt, iniciando un movimiento para apartarse de la mujer.

Myra lo agarró antes de que pudiera moverse. Un instante después, sus manos temblorosas pugnaban por abrirle la bragueta.

El hombre la dejó hacer unos momentos con expresión divertida; después apartó las manos de ella de un manotazo.

—Olvídalo —dijo—. El sexo oral me produce amnesia.

—¿Qué…?

—¡Que lo dejes, Myra!

Gaunt le lanzó la fotografía. La mujer alargó las manos agitándolas en el aire, consiguió coger la foto y la apretó contra el pecho.

—De todos modos, quiero que hagas otra cosa… —continuó él.

—¿Qué?

—¿Conoces al hombre que lleva el bar al otro lado del puente?

Myra se disponía a negar con un gesto, mientras un nuevo destello de alarma aparecía en su mirada, pero en aquel momento se le ocurrió a quién debía de referirse.

—¿Henry Beaufort?

—Sí. Creo que también es el dueño de un establecimiento que se llama El Tigre Achispado. Un nombre bastante interesante.

—Bueno, no lo conozco personalmente, pero sé quién es, creo.

Myra no había pisado El Tigre Achispado en su vida, pero, como todos los vecinos del pueblo, sabía perfectamente quién era el dueño y encargado del local.

—Pues bien, quiero que gastes una pequeña broma al señor Beaufort.

—¿Qué… qué clase de broma?

Gaunt alargó la mano, tomó una de las manos sudorosas de Myra y la ayudó a levantarse.

—Eso —respondió— es algo de lo que podemos hablar mientras extiende usted el cheque, Myra.

El dueño de la tienda sonrió una vez más y, con la sonrisa, volvió a su rostro todo el encanto de antes. Sus ojos castaños centellearon de animación.

—Y, por cierto, ¿quiere que le envuelva la foto para regalo?