1
El comercio recién inaugurado en Castle Rock llevaba ya casi dos horas cerrado cuando Alan Pangborn recorrió a marcha lenta Main Street en dirección al edificio municipal, donde el comisario tenía su despacho en la sede del departamento de policía de Castle Rock. Alan estaba al volante del colmo de los vehículos camuflados: un Ford de 1986, modelo cinco puertas. El coche de la familia. Se sentía desanimado y medio borracho. Solo había tomado tres cervezas, pero se le habían subido bastante.
Al pasar ante Cosas Necesarias, echó un breve vistazo al local y observó el toldo verde oscuro que sobresalía de la fachada. El detalle le agradó, igual que a Brian Rusk. Alan no era tan experto en aquellas cuestiones (no tenía un pariente próximo que trabajara en la Compañía de Puertas y Revestimientos Dick Perry, en South Paris), pero aun así le pareció que el detalle daba cierto toque de clase a la calle, donde la mayoría de los tenderos había añadido falsas fachadas y se había dado por satisfecha. Aún ignoraba qué se vendía en la tienda —Polly lo sabría, si había acudido a echar un vistazo por la mañana, como tenía pensado—, pero tenía aspecto de uno de esos acogedores restaurantes franceses donde uno lleva a la chica de sus sueños antes de convencerla con palabras tiernas para que se acueste con él.
La tienda se borró de su mente en cuanto la dejó atrás. Dos calles más allá, puso el intermitente de la derecha y tomó el estrecho pasaje entre el achaparrado edificio municipal de ladrillo y la estructura de madera blanca de la Compañía de Aguas. A la entrada del callejón, un rótulo anunciaba: SOLO VEHÍCULOS OFICIALES.
El edificio municipal tenía forma de una ele invertida y en el ángulo que formaban las dos alas había un pequeño aparcamiento. Tres de las plazas estaban marcadas con el letrero OFICINA DEL COMISARIO. En una de ellas vio el desvencijado Volkswagen de Norris Ridgewick, un viejo «escarabajo». Alan aparcó en otra, apagó las luces y el motor y llevó la mano al tirador de la portezuela.
La depresión que lo había estado rondando desde que dejara el The Blue Door en Portland, que lo había estado cercando como los lobos acechan en círculos los fuegos de campamento en los relatos de aventuras que leía de chico, se abatió de pronto sobre él. Soltó el tirador y se quedó inmóvil, sentado tras el volante del automóvil familiar, esperando a que remitiera la opresión.
Alan se había pasado el día en el tribunal de distrito de Portland, testificando para la acusación en cuatro juicios seguidos. El distrito abarcaba cuatro condados —York, Cumberland, Oxford y Castle—, y de todos los comisarios de estos condados, Alan Pangborn era quien tenía que acudir de más lejos. Debido a ello, los tres jueces de distrito hacían cuanto estaba en su mano para programar juntas las vistas en las que él debía intervenir, de modo que no tuviera que hacer más de un par de viajes al mes. Esto permitía a Alan pasar algún tiempo en el condado cuyo orden público había jurado proteger, en lugar de perderlo en la carretera entre Castle Rock y Portland, pero también hacía que, después de una de esas jornadas en los tribunales, se sintiera como un estudiante al salir del salón de actos donde acaba de efectuar las pruebas de selectividad. Debería haberse abstenido de añadir a ello las cervezas, pero Harry Cross y George Crompton se habían topado con él cuando se dirigían a The Blue Door, y habían insistido en que los acompañara. Había tenido una razón bastante buena para hacerlo: hablar de una serie de robos claramente relacionados que se había producido en el territorio de los tres. Sin embargo, la auténtica razón de que fuera con ellos había sido una que tienen en común la mayoría de las malas decisiones: entonces le había parecido una buena idea.
En aquel momento se encontraba sentado tras el volante del coche que había sido de la familia, recogiendo el fruto de lo que había sembrado por su propia voluntad. La cabeza le dolía ligeramente y experimentaba una considerable sensación de náusea. Pero lo peor era la depresión, que había vuelto con sed de venganza.
¡Hola!, le dijo alegremente desde su reducto en lo más hondo de su cabeza. ¡Aquí estoy, Alan! ¡Me alegro de verte! ¿Sabes una cosa? ¡Aquí estamos, al final de una dura jornada, y Annie y Todd siguen muertos! ¿Recuerdas esa tarde de sábado, cuando Todd derramó el batido en el asiento delantero? Justo debajo de donde ahora tienes el maletín, ¿verdad? ¿Y recuerdas que le gritaste? ¡Vaya!, no lo has olvidado, ¿verdad? ¿Verdad? En fin, tanto da, Alan, ¡porque aquí estoy para recordártelo! ¡Y recordártelo! ¡Y recordártelo!
Levantó el maletín y contempló el asiento. Sí, allí estaba la mancha. Y sí, había soltado un grito a Todd. «Todd, ¿por qué tienes que ser siempre tan torpe?» Algo parecido, nada extraordinario, pero en absoluto lo que uno le diría a su hijo si supiera que le quedaba menos de un mes de vida.
Consideró que el auténtico problema no eran las cervezas; era aquel coche, que no había sido limpiado a fondo como era debido. Durante todo el día, había conducido junto a los fantasmas de su esposa y de su hijo pequeño.
Se inclinó hacia delante, abrió la guantera para buscar el bloc de denuncias —tenía la inveterada costumbre de llevarlo siempre consigo, aunque se dirigiera a Portland para pasar el día testificando en el tribunal— e introdujo la mano. Sus dedos tocaron un objeto cilíndrico que cayó al suelo del vehículo con un ruido sordo. Alan dejó el bloc de denuncias sobre el maletín y se inclinó para recoger el objeto que había tirado de la guantera. Cuando lo tuvo, lo levantó a la luz de la bombilla de sodio de la farola y se quedó observándolo largo rato, mientras en su interior notaba que se revolvía el sentimiento familiar y terrible de pérdida y de abrumador pesar. Polly tenía artritis en las manos; él, por lo visto, en el corazón. ¿Quién podía asegurar cuál de los dos padecía una enfermedad peor?
El objeto era una lata que, por supuesto, había sido de Todd. De Todd, que sin duda se habría quedado a vivir en la tienda de artículos de broma de Auburn, si le hubieran dejado. El pequeño había quedado extasiado con los extraños artículos de buhonero que se vendían allí: zumbadores de broma, polvos de estornudar, vasos trucados, jabón que dejaba las manos del incauto del color de la ceniza volcánica, excrementos caninos de plástico…
Esta lata sigue aquí. Hace diecinueve meses que murieron y esto sigue aquí. ¿Cómo diablos no la he visto antes? ¡Dios…!
Alan dio vueltas al objeto cilíndrico en sus manos mientras recordaba cuánto había insistido su hijo para que le permitiera comprarlo con su propio dinero de la paga semanal, y cómo él había puesto reparos citando la máxima de su padre: el dinero y los tontos están reñidos. Y cómo Annie había desechado sus reparos con su habitual suavidad.
¡Vaya, don Mago Aficionado! ¡Me encanta oírte hablar como un puritano! ¿De dónde crees que ha sacado tu hijo esa loca pasión por las bromas y los chistes? En mi familia nadie ha tenido nunca una foto enmarcada de Houdini en la pared, te lo aseguro. ¿Vas a decirme que no compraste un par de artículos de broma en tus días turbulentos y alborotados de juventud? ¿Que no habrías dado cualquier cosa por poder hacer ese truco de «la serpiente en el tarro de los frutos secos» si hubieras encontrado el artículo en algún escaparate?
Y él, replicando entre balbuceos, farfullando protestas como un pomposo moralista excesivamente rígido, hasta que había tenido que llevarse una mano a la boca para ocultar una sonrisa de vergüenza. Pero Annie la había descubierto. Annie siempre lo descubría todo. Era una especie de don…, y más de una vez había sido su salvación. El sentido del humor de Annie y su sentido de la perspectiva siempre habían sido mejores que los suyos. Más penetrantes.
Deja que se lo quede, Alan. Solo será joven una vez. Además, es un truco bastante gracioso.
De modo que Todd se había salido con la suya. Y…
… y tres semanas después derramó el batido en el asiento, y cuatro semanas después de eso, estaba muerto. ¡Los dos estaban muertos! ¡Vaya! ¿Te das cuenta? El tiempo pasa volando, ¿verdad, Alan? ¡Pero no te preocupes! ¡No te preocupes, porque yo seguiré recordándotelo! ¡Sí, señor! ¡Seguiré recordándotelo porque esta es mi misión, y me propongo realizarla!
La lata llevaba una etiqueta que decía FRUTOS SECOS CRUJIENTES Y SABROSOS. Alan desenroscó la tapa y del interior saltaron cinco palmos de tela comprimida en forma de una serpiente verde; la cabeza de la serpiente golpeó el parabrisas y cayó rebotando sobre sus muslos. Alan se quedó mirándola, escuchó en su cabeza la risa de su hijo muerto y rompió a llorar. Su llanto fue poco espectacular, silencioso y exhausto. Le dio la impresión de que sus lágrimas tenían mucho en común con las pertenencias de los difuntos. Uno no terminaba nunca de librarse de ellas. Había demasiadas, y justo cuando empezaba a relajarse y a pensar que por fin se habían terminado, ordenaba algún rincón y allí aparecía otro objeto. Y otro. Y otro más.
¿Por qué había dejado que Todd comprara la dichosa lata? ¿Y por qué estaba todavía en la jodida guantera? Y sobre todo, ¿por qué había cogido el coche familiar para hacer el viaje?
Sacó el pañuelo del bolsillo de atrás y se secó las lágrimas del rostro. Luego, poco a poco, volvió a introducir la serpiente (un poco de papel rizado barato, de color verde, con un muelle de alambre enrollado en el interior) en la falsa lata de frutos secos. Enroscó la tapa e hizo saltar el objeto en la palma de la mano.
Deshazte del maldito juguete.
Pero no se sintió capaz de hacerlo. Al menos, por esa noche. Volvió a guardar el artículo de broma —el último que Todd había comprado en la que, para él, era la mejor tienda del mundo— en la guantera y la cerró. Después agarró el tirador de la portezuela del coche, asió el maletín y salió.
Al dejar el coche, aspiró profundamente el aire de primera hora de la tarde con la esperanza de que le ayudase a despejarse, pero no fue así.
Percibió un olor a madera descompuesta y a productos químicos, un olor nada atractivo que llegaba a menudo de las industrias papeleras de Rumford, situadas unos cincuenta kilómetros al norte.
Decidió llamar a Polly y preguntarle si podía pasarse a visitarla. Eso le ayudaría un poco.
¡Es la mejor idea que se te podía ocurrir!, asintió enérgicamente la voz de la depresión. Y, por cierto, Alan, ¿recuerdas lo contento que estaba Todd con esa serpiente? Intentó la broma con todo el mundo. Norris Ridgewick estuvo al borde del infarto del susto que se llevó, y a ti te entró tanta risa que casi te meas en los pantalones, ¿recuerdas? Qué lleno de vitalidad estaba el pequeño, ¿verdad? ¡Qué estupendo era! Y Annie…, ¿recuerdas cómo se reía cuando se lo contaste? Ella también estaba llena de vitalidad, también era estupenda, ¿verdad? Por supuesto, al final no estaba tan animada, no era tan estupenda, pero tú no llegaste a darte cuenta de ello, ¿verdad? Porque tú tenías otras cosas más importantes que hacer. Ese asunto de Thad Beaumont, por ejemplo… Realmente, no podías quitarte de la cabeza lo que sucedió en su casa junto al lago y cómo, cuando todo hubo terminado, Beaumont solía emborracharse y visitarte. Y luego su esposa cogió a los gemelos y lo abandonó… Todo esto, añadido a los asuntos normales que se producían en el pueblo, te tenía bastante ocupado, ¿no? Demasiado ocupado para darte cuenta de lo que estaba sucediendo en tu propia casa. Una lástima que no prestaras atención. Si la hubieras prestado, tal vez los dos seguirían vivos aún. Esto es algo que tampoco deberías olvidar, de modo que seguiré recordándotelo… y recordándotelo… y recordándotelo. ¿De acuerdo? ¡De acuerdo!
El coche tenía en el lateral una rascada de un palmo de longitud, justo por encima del orificio del depósito de carburante. ¿Se la había hecho después de la muerte de Annie y Todd? No lograba recordarlo, y de todos modos no importaba mucho. Siguió el desperfecto con los dedos y se dijo de nuevo que debía llevar el vehículo a la Sunoco de Sonny para que se lo arreglara. Por otra parte, ¿para qué tomarse la molestia? ¿No sería mejor llevar el maldito coche a una tienda de Oxford y cambiarlo por otro más pequeño? El Ford familiar no había hecho muchos kilómetros y, probablemente, podría conseguir a cambio un vehículo bastante decente…
¡Pero Todd derramó el batido sobre el asiento delantero!, exclamó a gritos la vocecilla de su cabeza, indignada. ¡Lo hizo cuando aún estaba vivo, Alan, colega! Y Annie…
—¡Oh, calla ya!
Alan llegó al edificio y se detuvo. Aparcado junto a él, tan cerca que la puerta de la oficina le abollaría el lateral si se abría del todo, había un gran Cadillac Seville de color rojo. El comisario no tuvo necesidad de mirar las placas para saber qué matricula llevaba el coche: KEETON 1. Pasó una mano sobre el suave asiento de cuero del vehículo y entró en el edificio.
2
Sheila Brigham se encontraba tras el cristal del mostrador de recepción, leyendo una revista y tomando un refresco. A excepción de ella y de Norris Ridgewick, el local donde tenía su sede el departamento de policía de Castle Rock estaba vacío.
Norris estaba sentado tras una vieja máquina de escribir eléctrica IBM, trabajando en un informe con la concentración agónica y sofocada que solo él era capaz de volcar en el papeleo. Miraba fijamente la máquina y luego, de pronto, se inclinaba hacia delante como si acabara de recibir un puñetazo en el estómago y aporreaba las teclas en un acceso de actividad frenética. Permanecía en esta posición encogida el tiempo suficiente para leer lo que había escrito y después gruñía por lo bajo. A continuación, se escuchaba el sonido ¡clic-rap!, ¡cli-crap!, ¡clic-rap! de la cinta correctora de la IBM que el agente accionaba para enmendar algún error (utilizaba una cinta correctora a la semana, por término medio), y, finalmente, Norris se enderezaba. Tras una pausa valorativa, el ciclo se iniciaba de nuevo. Al cabo de una hora dedicado a esta tarea, Norris se levantaba y dejaba el informe terminado en la cesta de ENTRADA de Sheila. Un par de veces por semana, esos informes incluso resultaban inteligibles.
Norris levantó la vista con una sonrisa mientras Alan cruzaba la pequeña zona de prevención.
—¡Eh, jefe! ¿Qué tal va?
—Bien. No tendré que volver a Portland hasta dentro de dos o tres semanas. ¿Ha habido algo importante por aquí?
—No. Lo de siempre. Oye, Alan, tienes los ojos rojos como mil diablos. ¿No habrás estado fumando otra vez esa… ese tabaco?
—¡Ja, ja! —replicó Alan secamente—. Me detuve a tomar unas copas con un par de policías y luego me he tragado cincuenta kilómetros viendo faros de frente. ¿Tienes por ahí una aspirina?
—Siempre —contestó Norris—. Ya lo sabes.
El último cajón del escritorio de Norris contenía su propia farmacia privada. Lo abrió, revolvió el interior, sacó una botella tamaño gigante de jarabe para la tos con sabor a fresa, miró la etiqueta durante unos instantes, volvió a dejarlo en el cajón y continuó revolviendo. Por fin, sacó un frasco de aspirinas de fórmula.
—Tengo un trabajillo para ti —dijo Alan, que había tomado el frasco y agitaba dos pastillas en la mano. Junto con ellas cayó un montón de polvo blanco, y se encontró preguntándose por qué las aspirinas de fórmula siempre producían más polvo que las de marca. Luego se preguntó si estaría perdiendo la razón.
—Mira, Alan, todavía me quedan por llenar dos de esos formularios E-Nueve y…
—Calma, Norris. —Alan se acercó a la máquina del agua y cogió un vaso de plástico del cilindro atornillado a la pared. Contempló las grandes burbujas, blub-blub-blub, del botellón mientras se llenaba el vaso—. Solo tienes que cruzar el vestíbulo y abrir la puerta por la que acabo de entrar. Tan sencillo que hasta un niño podría hacerlo, ¿verdad?
—¿Qué…?
—Pero no olvides llevar el bloc de denuncias —añadió Alan, y engulló las aspirinas.
Norris Ridgewick lo miró al instante con cautela.
—Tienes el tuyo ahí mismo, en el escritorio, junto al maletín.
—Ya lo sé. Y ahí se quedará, al menos por esta noche.
Norris lo miró largo rato.
—¿Buster? —preguntó finalmente.
Alan asintió.
—Buster. Ha aparcado de nuevo en el espacio reservado y la última vez que lo hizo le dije que no volvería a advertirle.
El presidente del Consejo Municipal de Castle Rock, Danforth Keeton III, era apodado Buster por cuantos lo conocían, pero cualquier empleado del ayuntamiento que quisiera conservar su puesto tenía mucho cuidado en llamarlo Dan o señor Keeton cuando este andaba cerca. Solo Alan, que era un funcionario electo, se había atrevido a llamarlo Buster a la cara, y solo lo había hecho en dos ocasiones, ambas cuando estaba sumamente irritado. De todos modos, el comisario suponía que volvería a decírselo, pues Dan «Buster» Keeton era un tipo capaz de sacar de sus casillas a Alan Pangborn con mucha facilidad.
—¡Oh, vamos, Alan! —protestó Norris—. Hazlo tú mismo, ¿quieres?
—No puedo. Tengo la reunión de presupuestos con los administradores municipales la semana que viene.
—Buster ya me odia lo suficiente —apuntó Norris con cierto morbo—. Lo sé muy bien.
—Buster odia a todo el mundo, excepto a su esposa y a su madre —replicó Alan—, y no estoy muy seguro de que no odie también a su esposa. Pero lo que está claro es que ya le he avisado media docena de veces en lo que va de mes de que no dejara el coche en nuestro aparcamiento, que ya es demasiado pequeño para nosotros; a partir de ahora, le va a costar dinero.
—No; lo que va a costar es mi empleo. Me estás jugando una mala pasada, Alan. Lo digo en serio.
Norris Ridgewick parecía un anuncio viviente de Cuando a la gente buena le pasan cosas malas.
—Tranquilo —dijo Alan—. Tú le pones una multa de cinco dólares por estacionamiento indebido en el parabrisas. Buster viene a verme y, primero, me dice que te despida.
Norris emitió un gemido.
—Yo me niego. Entonces me dice que rompa la multa. Yo vuelvo a negarme. Luego, mañana a mediodía, cuando ya le he tenido rabiando el tiempo suficiente, cedo y me olvido de la multa. Y cuando acudo a la próxima reunión de presupuestos, Buster me debe un favor.
—Sí, pero… ¿y a mí? ¿Qué me debe a mí?
—Norris, todavía quieres un fusil con guía láser, ¿verdad?
—Bueno…
—¿Y qué me dices de un fax? Hace al menos dos años que estamos hablando de tener un fax.
¡Sí!, exclamó la vocecilla en su mente con fingido júbilo. Empezasteis a hablar de ello cuando Annie y Todd aún estaban vivos, Alan. ¿Lo recuerdas? ¿Recuerdas cuando estaban vivos?
—Supongo que sí. —Norris suspiró. Alargó la mano y recogió el bloc de denuncias con una expresión de tristeza y resignación marcada en el rostro.
—Buen chico —añadió Alan con una cordialidad que no sentía—. Estaré un rato en el despacho.
3
Cerró la puerta y marcó el número de Polly.
—¿Hola? —la oyó responder, y Alan supo de inmediato que no iba a hablarle de la depresión que se había adueñado de él de forma tan sutil y completa.
Aquella noche, Polly tenía sus propios problemas. Había bastado con aquella única palabra para que Alan se percatara de ello. La ele de «hola» había sonado ligeramente arrastrada, lo cual solo sucedía cuando Polly había tomado un Percodan, o tal vez más de uno, y solo los tomaba cuando el dolor era muy intenso. Aunque Polly nunca había llegado a comentarlo abiertamente, Alan tenía la impresión de que la mujer vivía aterrada ante la perspectiva de que, un día, el Percodan dejara de surtirle efecto.
—¿Qué tal estás, encanto? —preguntó, repantigándose en el asiento y llevándose una mano a los ojos. La aspirina tampoco parecía surtir demasiado efecto en su cabeza. Quizá debería pedir a Polly una de sus píldoras.
—Bien. Me encuentro bien. —Alan captó el cuidado con que hablaba la mujer, su modo de pasar de una palabra a la siguiente como si saltara de piedra en piedra para vadear un riachuelo—. ¿Y tú? Tienes voz de cansancio.
—Los abogados siempre me dejan así. —Alan abandonó la idea de ir a verla. Por supuesto, si se lo insinuaba, Polly aceptaría y se alegraría de verlo (casi tanto como él de verla a ella), pero la visita le produciría más tensión de la que necesitaba aquella noche—. Creo que iré a casa y me acostaré pronto. ¿Te importa si no paso a verte?
—No, cariño. En realidad, tal vez sea mejor que no vengas.
—¿Tan mal te encuentras?
—Me he encontrado peor —respondió ella con cautela.
—No es eso lo que te pregunto.
—No. No me encuentro demasiado mal.
Tu propia voz delata que estás mintiendo, querida mía, pensó Alan.
—Bien. ¿Qué hay de ese tratamiento de ultrasonidos que me comentaste? ¿Has sabido algo más?
—Bueno, sería estupendo si pudiera permitirme una estancia de un mes y medio en la clínica Mayo, pero es imposible. Y no me digas que puedo, Alan, porque estoy demasiado cansada para discusiones.
—Pensaba que habías dicho que en el hospital de Boston…
—El año que viene —lo interrumpió Polly—. Van a tener una unidad de terapia por ultrasonidos el año que viene. Tal vez.
Se produjo un instante de silencio, y Alan se dispuso a despedirse cuando la mujer volvió a hablar. Esta vez, su voz sonó un poco más animada.
—Esta mañana he pasado por la nueva tienda. Le pedí a Nettie que preparara un pastel y se lo llevé al dueño. Una extravagancia por mi parte, desde luego, porque las señoras no llevan pasteles a una inauguración. Es una norma prácticamente grabada en piedra.
—¿Qué tal es la tienda? ¿Qué vende ese hombre?
—Un poco de todo. Si me pusieras una pistola en la sien, diría que es una tienda de curiosidades y objetos de colección, pero en realidad desafía cualquier descripción. Tendrás que verlo con tus propios ojos.
—¿Has conocido al dueño?
—Sí. Es el señor Leland Gaunt, de Akron, Ohio —respondió Polly, y Alan captó en ese instante un asomo de sonrisa en su voz—. Y será el centro de atención de las mujeres bien de Castle Rock este año; al menos, esa es mi predicción.
—Y a ti, ¿qué impresión te ha dado?
Cuando Polly volvió a hablar, la sonrisa de sus labios se hizo aún más patente en la voz.
—Bueno, Alan, para serte franca… Yo estoy enamorada de ti y espero que tú lo estés de mí, pero…
—Desde luego —dijo Alan. El dolor de cabeza estaba remitiendo un poco y pensó que tal vez la aspirina de Norris Ridgewick estaba obrando su pequeño milagro.
—… pero ese hombre ha hecho que el corazón se me acelerase. Y deberías haber visto a Rosalie y Nettie cuando han vuelto de hablar con él…
—¿Nettie? —Alan quitó los pies de encima del escritorio y se sentó muy erguido—. ¡Pero si Nettie se asusta hasta de su sombra!
—Sí, pero… Ya sabes que la pobre es incapaz de ir sola a ninguna parte, pero al ver que Rosalie la había convencido para que la acompañase a la tienda, cuando he llegado a casa esta tarde le he preguntado qué le había parecido el señor Gaunt. Créeme, Alan, que sus viejos ojillos nublados se han iluminado al escuchar el nombre. «¡Tiene cristales de colores!, me ha dicho. ¡Piezas de cristal emplomado muy bonitas! ¡Incluso me ha invitado a volver mañana y mirar unas cuantas más!» Creo que es la parrafada más larga que me ha dirigido Nettie en casi cuatro años. Entonces, le he dicho: «¡Caramba, es muy amable por su parte!», y Nettie ha añadido: «Sí, ¿y sabes una cosa?». Naturalmente, le he preguntado de qué se trataba y ella me ha contestado: «¡Me parece que iré!».
Alan soltó una carcajada sonora y sincera.
—¡Si hasta Nettie quiere encontrarse con él sin la compañía de una carabina, quiero conocer a ese hombre enseguida! ¡Tiene que ser un auténtico mago de la seducción!
—Bueno, resulta curioso… No es guapo, al menos al estilo de las estrellas de cine, pero tiene unos ojos color avellana divinos que le iluminan todo el rostro.
—Cuidado, encanto —gruñó Alan—. Empiezo a notar un hormigueo de celos.
Polly soltó una risilla.
—Creo que no tienes de qué preocuparte. Pero hay aún otra cosa.
—¿De qué se trata?
—Rosalie me ha dicho que Wilma Jerzyck entró en la tienda mientras estaba allí Nettie.
—¿Sucedió algo? ¿Se cruzaron alguna palabra?
—No. Nettie miró a Wilma y esta le dedicó una mueca de desprecio, según me contó Rosalie; luego Nettie salió de la tienda a toda prisa. ¿Te ha llamado Wilma Jerzyck últimamente para quejarse del perro de Nettie?
—No —contestó Alan—. No hay razón para que lo haga. Durante el último mes y medio he pasado media docena de veces por delante de la casa de Nettie después de las diez y el perro ya no ladra. Era cosa de cachorros, Polly. Ahora el animal ya ha crecido un poco y tiene una buena dueña. Nettie quizá no esté muy bien de la cabeza, pero ha educado como es debido a su perro… ¿Cómo lo llama?
—Raider.
—En fin, que Wilma Jerzyck tendrá que buscar otra excusa para quejarse, porque Raider está libre de culpas. Ya encontrará algo, supongo, porque las mujeres como ella siempre lo encuentran. En el fondo, el problema no ha sido en ningún momento el perro; Wilma era la única en el vecindario que se quejaba de él. No; el problema era Nettie. La gente como Wilma tiene buen olfato para la debilidad. Y Nettie Cobb da mucho que olfatear, en ese aspecto.
—Sí. —La voz de Polly sonó triste y pensativa—. ¿Sabes que Wilma la llamó una noche y le dijo que, si no hacía callar al perro, iría a su casa y cortaría el cuello al animal?
—Bueno, sé que Nettie te lo dijo —replicó Alan con voz pausada—. Pero también sé que Wilma le da muchísimo miedo a Nettie y que esta ha tenido… problemas. No digo que Wilma Jerzyck no sea capaz de hacer una llamada así, porque mentiría. Pero también es posible que solo fueran imaginaciones de Nettie.
Que Nettie había tenido problemas era decir muy poco, pero no había necesidad de extenderse; los dos sabían a qué se refería. Después de años de infierno casada con un bruto que abusaba de ella de todas las maneras que un hombre puede abusar de una mujer, Nettie Cobb le había atravesado el cuello con un tenedor de carne mientras dormía. Nettie había pasado cinco años internada en Juniper Hill, una institución mental cerca de Augusta. La mujer había empezado a trabajar para Polly como parte de un programa de terapia ocupacional. En opinión de Alan, no podía haber caído en mejor compañía, y la constante mejoría de su estado así lo confirmaba. Hacía dos años, Nettie se había trasladado a su propia casa de Ford Street, a seis manzanas del centro del pueblo.
—Nettie tuvo problemas, es cierto —respondió Polly—, pero su reacción ante el señor Gaunt fue realmente asombrosa, de una dulzura increíble.
—Tengo que ver a ese tipo con mis propios ojos —comentó Alan.
—Cuéntame qué te parece. Y fíjate en esos ojos color avellana.
—Dudo que me susciten la misma reacción que parecen haber causado en ti —respondió Alan secamente. Ella volvió a reírse, pero esta vez a Alan le pareció que su risa era ligeramente forzada—. Ahora, intenta dormir un poco.
—Lo haré. Gracias por llamar, Alan.
—De nada. —Hizo una pausa—. Te quiero, cariño.
—Gracias, Alan… Yo también te quiero. Buenas noches.
—Buenas noches.
El comisario colgó el teléfono, dobló el mástil flexible de la lámpara del escritorio para enfocar la luz en la pared, puso los pies sobre la mesa y juntó las manos delante del foco, como si rezara. Luego extendió los dos índices. En la pared apareció la sombra de un conejo con las orejas levantadas. Alan deslizó los pulgares entre los dedos extendidos y el conejo movió el hocico. Alan hizo que el conejo avanzara a saltos a través de la zona iluminada de la pared. La figura que retrocedió por ella pesadamente era un elefante que balanceaba la trompa. Alan movía las manos con una destreza casi sobrenatural. Apenas se daba cuenta de los animales que iba creando; aquella era una vieja costumbre del comisario. Su manera de mirarse la punta de la nariz y decir «Om».
Pensaba en Polly; en ella y sus pobres manos. ¿Qué podía hacer por Polly?
Si hubiera sido un mero asunto de dinero, la habría hecho internar en una habitación de la clínica Mayo sin más demora: firmada, sellada y embalada. La habría obligado a ello aunque hubiese tenido que ponerle una camisa de fuerza y atiborrarla de sedantes para conseguir que abandonara el pueblo.
Pero no era solo cuestión de dinero. El tratamiento de la artritis degenerativa por ultrasonidos estaba en pañales. Con el tiempo, demostraría ser tan eficaz como la vacuna de Salk o tan espurio como la ciencia de la frenología. En cualquier caso, no era aún momento de intentarlo, pues había mil probabilidades contra una de que resultara un pozo seco. No era la pérdida en dinero lo que le preocupaba, sino el golpe para las esperanzas de Polly.
Un cuervo, tan estilizado y natural como el de un dibujo animado de Disney, revoloteó lentamente a través del certificado de graduación de la Academia de Policía de Albany, enmarcado en la pared. Sus alas se alargaron y el animal se convirtió en un pterodáctilo prehistórico, con una cabeza triangular ladeada, que planeó hacia los cajones del archivador hasta salir de la zona iluminada por el foco.
Se abrió la puerta. Norris Ridgewick asomó por ella su afligido rostro de basset.
—Ya está, Alan —anunció con la voz de un hombre que confiesa el asesinato de varios niños.
—Bien, Norris. Verás cómo no te salpica la mierda de este asunto. Te lo prometo.
Norris lo observó un momento más con sus ojos llorosos y asintió con gesto dubitativo. Dirigió una mirada a la pared y dijo:
—Haz a Buster, Alan.
El comisario sonrió, movió la cabeza en un gesto de negativa y alargó la mano hacia la lámpara.
—Vamos, Alan —insistió Norris—. Le acabo de poner una maldita multa y me lo merezco. Haz a Buster, por favor. Me mata de risa.
Alan miró detrás de Norris, no vio a nadie y juntó las manos. En la pared, la sombra de un hombre gordo avanzó con su vientre prominente por la zona bañada por la luz. La sombra se detuvo un momento para levantarse los pantalones por detrás y luego continuó su avance, volviendo truculentamente la cabeza a un lado y a otro.
La risa de Norris resonó, estentórea y feliz como la de un niño. Por un instante, Alan se acordó forzosamente de Todd, pero apartó de su mente el recuerdo. ¡Por Dios, ya tenía suficiente por esa noche!
—¡Me muero de risa! —repitió Norris entre carcajadas—. Has nacido demasiado tarde, Alan… ¡Te habrías hecho famoso en El show de Ed Sullivan!
—Vamos, lárgate ya —replicó Alan.
Sin dejar de reírse, Norris cerró la puerta.
Alan hizo caminar por la pared a un Norris flaco y nada pomposo; después desconectó la lámpara y sacó una sobada libreta de notas del bolsillo posterior. Pasó las hojas hasta encontrar una en blanco y escribió: «Cosas Necesarias». Debajo, garabateó: «Leland Gaunt, Cleveland, Ohio». ¿Era aquello? No. Tachó «Cleveland» y escribió «Akron». Tal vez estaba perdiendo el juicio de verdad, pensó. En una tercera línea, añadió: «Comprobar».
Volvió a guardar el bloc de notas, pensó en marcharse a casa pero, en lugar de ello, encendió la lámpara otra vez. Pronto, el desfile de sombras chinescas cruzaba de nuevo la pared iluminada: leones, tigres y osos…
Como la niebla de Sandburg, la depresión volvió a acecharlo con sus pisadas felinas. De nuevo, la voz empezó a hablarle de Annie y de Todd. Al cabo de un rato Alan Pangborn comenzó a prestarle atención. Lo hizo contra su voluntad… pero con creciente concentración.
4
Polly estaba en la cama y, cuando terminó de hablar con Alan, se volvió sobre el costado izquierdo para colgar el teléfono. El auricular le resbaló de la mano y cayó al suelo. El pie del aparato se deslizó lentamente por la mesilla de noche, con el evidente propósito de reunirse con su otra mitad. Polly alargó la mano pero sus dedos chocaron con el canto de la mesa. Una monstruosa punzada de dolor atravesó la fina red que había extendido el calmante sobre sus nervios y le recorrió el brazo hasta el hombro. Tuvo que morderse los labios para reprimir un grito.
El pie del teléfono resbaló del borde de la mesilla y se estrelló contra el suelo con un único ¡cling! del timbre de su interior. Polly escuchó el zumbido monocorde e irritante de la señal de línea ascendiendo hacia ella. Sonaba como un enjambre de insectos retransmitido por onda corta.
Pensó en recoger el teléfono con las manos contraídas que ahora tenía apretadas contra el pecho; para hacerlo no podría cogerlo —en aquel momento, habría sido incapaz de mover los dedos— si no apretándolo, como si tocara un acordeón. De pronto, todo aquello fue demasiado, incluso algo tan simple como recoger un teléfono caído en el suelo fue demasiado, y Polly se echó a llorar.
El dolor volvía a estar completamente vivo, vivo y rabioso, convirtiendo sus manos —sobre todo la que se había golpeado— en simas de dolor. Permaneció acostada, contemplando el techo con los ojos anegados en lágrimas, y continuó llorando.
¡Oh, daría lo que fuese por librarme de esto! Daría lo que fuese, cualquier cosa, cualquiera…
5
A las diez de la noche de un día laborable de otoño, la calle principal de Castle Rock estaba tan herméticamente cerrada como una caja de caudales. Las farolas de Main Street proyectaban círculos de luz blanca en la acera y sobre las fachadas de los edificios comerciales, en perspectiva de disminución, dando al centro urbano el aspecto de un decorado desierto. Allí, uno podía pensar que no tardaría en aparecer una figura solitaria vestida de frac y con sombrero de copa —Fred Astaire, o tal vez Gene Kelly—, desplazándose con pasos de baile de un charco de luz al siguiente y cantando sobre lo solo que podía sentirse un chico cuando su amada le había dado calabazas y todos los bares estaban cerrados. Luego, por el otro extremo de Main Street, aparecería otra figura —Ginger Rogers, o tal vez Cyd Charisse— vestida con un traje de noche, que se acercaría bailando hacia Fred (o Gene) y cantaría sobre lo sola que se puede sentir una chica cuando su novio la había plantado. Entonces, los dos se verían, harían una artística pausa y se pondrían a bailar delante del banco, o quizá frente a la puerta de Coser y Cantar.
Pero quien apareció en la calle fue Hugh Priest.
Hugh no se parecía en nada a Fred Astaire o a Gene Kelly, no había ninguna chica que avanzara desde el otro extremo de la calle hacia un imprevisto encuentro romántico con él y, definitivamente, no era un buen bailarín. Sí era, en cambio, un buen bebedor, y eso era lo que había estado haciendo en El Tigre Achispado desde las cuatro de la tarde: tomar una copa tras otra. A aquellas alturas de la fiesta, el mero hecho de caminar sin caerse ya era una hazaña para él, y no cabía ni imaginar que pudiera improvisar unos pasos de danza. Avanzaba lentamente, pasando de un charco de luz al siguiente mientras su sombra corría, altísima, por las fachadas de la barbería, de la Western Auto y de la tienda de alquiler de vídeos. Caminaba en un ligero zigzag, con los ojos enrojecidos fijos en lo que tenía delante de su barriga prominente, que formaba una curva uniforme de grandes dimensiones bajo la sudada camiseta azul de manga corta (en cuya parte delantera llevaba el dibujo de un mosquito enorme sobre la leyenda AVE DEL ESTADO DE MAINE).
El camión volquete del servicio de Obras Públicas de Castle Rock que conducía Hugh estaba aparcado todavía en el solar detrás del bar. Hugh Priest era el nada glorioso poseedor de varias condenas por conducir bajo los efectos del alcohol, y, después de la última —que había significado la suspensión del permiso de conducir por seis meses—, aquel cerdo de Keeton, y sus cerdos colaboradores Fullerton y Samuels, y el muy mamón de Williams, le habían dejado muy claro que habían llegado al límite de su paciencia. La siguiente condena significaría, probablemente, la pérdida definitiva del carnet y, con toda certeza, la de su empleo.
La amenaza no había hecho que Hugh dejara de beber —no había en la tierra poder capaz de lograrlo—, pero al menos lo había impulsado a tomar una firme resolución: se acabó el conducir bebido. Tenía cincuenta y un años y era un poco tarde para andar cambiando de trabajo, sobre todo cuando tenía una larga serie de informes de ir al volante con unas cuantas copas de más que lo seguía como una lata atada al rabo de un perro.
Esa era la razón de que aquella noche volviera a casa caminando. Y el camino era jodidamente largo. Y había cierto empleado del servicio de Obras Públicas que, por la mañana, debería tener una buena explicación, a menos que quisiera volver a casa con unos cuantos dientes menos de los que tenía al llegar al trabajo. Mientras pasaba ante la cafetería de Nan, empezó a caer una ligera llovizna, que no contribuyó a mejorar su humor.
Había preguntado a Bobby, quien todas las tardes pasaba junto a la casa de Hugh camino de la suya, si se dejaría caer por El Tigre para tomar unas copas. «¡Pues claro, Hubert…!», le había dicho Bobby. Dugas siempre lo llamaba Hubert, que ni siquiera era su jodido nombre, y eso también iba a cambiar sin tardanza; de eso, podía estar seguro todo el mundo. «¡Pues claro, Hubert! Estaré ahí más o menos a las siete, como siempre.»
Así que, confiado en que le llevarían si se ponía un poco demasiado ebrio para conducir, había detenido el camión detrás del local hacia las cuatro menos cinco (había dado por terminada la jornada un poco pronto, casi hora y media antes de tiempo, de hecho, pero ¡qué diablos!, Deke Bradford no estaba) y había entrado en el local. Y, al dar las siete, ¿qué había sucedido? ¡Que Bobby Dugas no se había presentado! ¡Mierda! Y cuando se hicieron las ocho, y las nueve, y las nueve y media, ¿qué diríais que pasó? ¡Que las cosas siguieron igual, maldita fuera!
A las diez menos veinte, Henry Beaufort, el propietario y camarero de El Tigre Achispado, invitó a Hugh a cerrar la puerta por fuera, a ponerse alas y salir volando, a tocar retreta; en otras palabras, a largarse de una vez. Hugh se enfureció. Era cierto que le había dado un puntapié a la máquina, pero el maldito disco de Rodney Crowell había vuelto a atascarse.
—¿Qué querías que hiciera, quedarme aquí sentado escuchándolo? —había preguntado a Henry—. Tendrías que quitar ese disco de la máquina, y ya está. Ese tipo suena como si estuviera en pleno ataque epiléptico.
—Veo que todavía no has tomado suficiente —replicó a esto el dueño del local—, pero te aseguro que aquí ya has bebido bastante. El resto tendrás que sacarlo del frigorífico de tu casa.
—¿Y si me niego a irme? —lo desafió Hugh.
—Entonces, llamaré al comisario Pangborn.
Los demás clientes del bar, que no eran muchos a aquellas horas de la noche en un día entre semana, contemplaron el intercambio de palabras con interés. Todo el mundo procuraba tratar bien a Hugh Priest, sobre todo cuando había tomado unas copas de más, pero Hugh nunca ganaría el concurso de Tipo Más Popular de Castle Rock.
—No me gustaría hacerlo —continuó Henry—, pero le llamaré, Hugh. Estoy harto que des golpes a la máquina.
Hugh estuvo a punto de replicar: «Entonces, supongo que tendré que dártelos a ti, gabacho hijo de puta». Luego imaginó a aquel cerdo grasiento de Keeton entregándole la carta de despido por pelearse en el bar del pueblo. Naturalmente, si la carta llegaba de verdad, lo haría por correo. Siempre sucedía así; los cerdos como Keeton no se ensuciaban nunca las manos (ni corrían el riesgo de que les hincharan los morros) comunicándolo personalmente, pero era conveniente pensar que sí. Era una idea que le servía para contenerse un poco. Además, en su casa tenía, en efecto, un par de cartones de seis latas de cerveza, uno en el frigorífico y otro en el cobertizo.
—Está bien —dijo—. De todos modos, esto ya me aburre. Dame las llaves.
Había entregado a Henry las llaves, como precaución, cuando se había sentado ante la barra hacía seis horas y dieciocho cervezas.
—No.
Henry se secó las manos en una toalla y miró a Hugh sin pestañear.
—¿No? ¿Qué diablos significa «no»?
—Significa que estás demasiado borracho para conducir. Mañana por la mañana, cuando despiertes, te darás cuenta de ello igual que yo lo veo ahora.
—Escucha —replicó Hugh en tono paciente—. Cuando te di las condenadas llaves, pensaba que iban a llevarme a casa. Bobby Dugas me dijo que vendría a tomar unas cervezas. No tengo la culpa de que ese cabrón no haya aparecido.
—Lo siento mucho… —Henry suspiró—. Pero eso no es asunto mío. Si atropellaras a alguien, podrían llevarme a juicio. No sé si eso te importa poco ni mucho, pero a mí sí. Tengo que proteger mi pellejo, amigo. En este mundo, nadie se ocupa de eso por uno.
Hugh experimentó una oleada de resentimiento, autocompasión y una extraña e incipiente animosidad que ascendía hasta la superficie de su mente como un líquido nauseabundo que rezumara de un bidón de residuos tóxicos enterrado mucho tiempo atrás. Miró las llaves, colgadas tras la barra junto a la placa que decía SI NO LE GUSTA NUESTRO PUEBLO, CONSULTE EL HORARIO DE AUTOBUSES, y volvió de nuevo la vista hacia Henry. Alarmado, se descubrió al borde de las lágrimas.
Echó un vistazo a los contados parroquianos que todavía seguían en el local y preguntó:
—¡Eh!, ¿alguno de vosotros va hacia Castle Hill?
Los clientes bajaron la vista a las mesas y permanecieron callados. Un par de ellos hicieron crujir los nudillos. Charlie Fortin se escabulló hacia el lavabo con esmerada lentitud. Nadie contestó.
—¿Lo ves? ¡Vamos, Henry, dame las llaves!
Henry movió la cabeza de un lado a otro con solemne determinación.
—Si quieres volver alguna vez por aquí a tomar una copa, tendrás que irte a casa dando un paseo.
—¡Está bien, lo haré! —exclamó Hugh. Su voz fue la de un chiquillo enfurruñado, al borde de una rabieta.
Atravesó el bar con la cabeza gacha y los puños apretados y tensos. Esperó que alguien se echara a reír. Casi deseó que alguien lo hiciera. Si se atrevían a reírse, haría una buena limpieza… y al diablo con el empleo. Pero el local permaneció en silencio, salvo la voz quejumbrosa de Reba McEntire cantando algo sobre Alabama.
—¡Vuelve mañana a por las llaves! —dijo Henry a su espalda.
Hugh no replicó. Al pasar junto a la maldita máquina de discos de Henry Beaufort, le costó un gran esfuerzo contener las ganas de propinarle una patada con sus reforzadas botas amarillas de trabajo. Después, sin levantar la cabeza, salió a la oscuridad de la calle.
7
La tenue llovizna había arreciado un poco y Hugh calculó que para cuando llegara a su casa ya se habría convertido en un auténtico chaparrón. Así era su perra suerte. Continuó caminando más recto, sin tanto zigzagueo como antes (el aire nocturno le ayudaba a despejarse) y volviendo la vista a un lado y a otro con gesto nervioso. Se sentía inquieto y habría deseado que pasara alguien y le diera conversación. Incluso un poco de conversación le serviría, esa noche. Pensó por un instante en el chico que había aparecido delante de su camión el día anterior por la tarde y, malhumorado, deseó haber arrollado al chiquillo, haberlo arrastrado por toda la calle. No habría sido culpa suya, de ninguna manera. En sus tiempos, los chicos sabían mirar por dónde iban.
Pasó junto al solar donde se había levantado el Emporium Galorium, junto a Coser y Cantar, junto a la tienda de maquinaria… y luego se encontró a la altura de Cosas Necesarias. Echó un vistazo al escaparate, volvió a mirar hacia Main Street (solo le quedaban un par de kilómetros; a lo mejor conseguiría llegar antes de que empezara a llover en serio) y, entonces, se detuvo de pronto.
Sus pies lo habían llevado más allá de la nueva tienda y tuvo que retroceder. En lo alto del escaparate había una única luz que difundía su suave fulgor sobre los tres objetos allí colocados. La luz también se derramó sobre su rostro, alumbrando en él una asombrosa transformación. De pronto, Hugh pareció un niño cansado que debería llevar horas acostado, un chiquillo que acabara de ver el regalo que deseaba en Navidad, el que tenía que recibir por Navidad porque nada en el mundo podría sustituirlo. El objeto central del escaparate estaba flanqueado por dos jarrones estriados (de aquel cristal emplomado que tanto apreciaba Nettie Cobb. Pero Hugh ignoraba aquel detalle aunque, de haberlo sabido, le habría dejado igualmente indiferente).
Era una cola de zorro.
De pronto, estaba otra vez en 1955, acababa de obtener el permiso de conducir y se dirigía al partido del Campeonato Escolar de Maine Occidental —Castle Rock contra Greenspark— en el Ford del 53 descapotable de su padre.
Era un día de noviembre inusualmente cálido, lo suficiente para quitar el capó de lona y guardarlo (sobre todo, para un grupo de chicos de sangre caliente dispuestos, deseosos y capaces de armar una buena juerga), y en el coche viajaban seis. Peter Doyon había traído una botella de whisky Log Cabin, en la radio sonaba Perry Como, Hugh Priest iba sentado tras el volante blanco y en el extremo de la antena del coche ondeaba una larga y elegante cola de zorro, idéntica a la que ahora veía en el escaparate de la tienda.
Recordó haber alzado la vista a la cola de zorro que se agitaba al viento y haber pensado que, cuando tuviera su propio descapotable, pondría una igual.
También recordó haber rechazado la botella cuando le había llegado la ronda. Estaba conduciendo y, cuando uno llevaba un coche, no bebía; porque era responsable de la vida de otros. Y recordó otra cosa: la certeza de estar viviendo la mejor hora del mejor día de su vida.
El recuerdo le sorprendió y le dolió por su nitidez y por las evocaciones sensoriales tan completas: el aroma humoso del follaje, cuyo colorido era como el de un incendio; el sol de noviembre reflejado con un parpadeo en los reflectores del guardarraíl… Y allí, mientras contemplaba la cola de zorro en el escaparate de Cosas Necesarias, cayó de improviso en la cuenta de que, efectivamente, aquel había sido el día más feliz de su vida, uno de los últimos antes de que la bebida lo atrapara sin remedio con su abrazo elástico y dúctil y lo transformara en una penosa parodia de rey Midas: todo lo que había tocado desde entonces parecía haberse convertido en mierda.
De pronto, le asaltó un pensamiento: Puedo cambiar.
La idea tenía también aquella asombrosa nitidez.
Podría volver a empezar.
¿Eran posibles tales cosas?
Sí, creo que a veces lo son. Podría comprar esa cola de zorro y atarla a la antena del Buick.
Se reirían, seguro. La gente se reiría.
¿Qué gente? ¿Henry Beaufort? ¿Ese desgraciado de Bobby Dugas? ¿Y qué? Que se jodan. Compraría esa cola de zorro, la ataría a la antena y me largaría a…
¿Largarse? ¿Adónde?
Bueno, ¿qué tal a esa reunión de Alcohólicos Anónimos del jueves por la noche en Greenspark, para empezar?
Por un momento, la posibilidad lo dejó desconcertado y ansioso, igual que se puede sentir un preso condenado a una larga pena al ver que un carcelero descuidado se deja la llave maestra en la cerradura de la celda. Por un momento, se vio a sí mismo haciéndolo, acumulando fichas blancas, luego rojas, luego azules, manteniéndose sobrio día a día y mes a mes. Se acabó El Tigre Achispado. Una lástima, pero se acabaron también los terrores a que el día de la paga encontrara en el sobre un volante rosa de despido junto con el cheque, y eso estaba mucho mejor.
En aquel instante, mientras contemplaba la cola de zorro en el escaparate de Cosas Necesarias, Hugh vislumbró un futuro. Por primera vez en años, entrevió un futuro, y aquel hermoso rabo de zorro de pelaje anaranjado con la punta blanca flotaba en él como un estandarte de batalla.
Después, la realidad volvió a atenazarlo, y la realidad olía a lluvia y a ropa húmeda y sucia. Para él no habría cola de zorro, ni reuniones de Alcohólicos Anónimos, ni fichas, ni futuro.
Tenía cincuenta y un años y eran demasiados para andarse con sueños acerca del futuro. A los cincuenta y uno, había que seguir corriendo para, simplemente, escapar del alud de su propio pasado.
De todos modos, si hubiese pasado en otro momento, cuando la tienda estuviera abierta, habría entrado a echar un vistazo. Desde luego que lo habría hecho. Habría entrado, imponente y amenazador como una porra de policía, y habría preguntado cuánto costaba la cola de zorro del escaparate. Pero eran las diez de la noche, las tiendas estaban tan cerradas como el cinturón de castidad de una mujer frígida y al día siguiente, cuando se levantara por la mañana sintiéndose como si alguien le hubiera clavado un punzón para el hielo entre los ojos, habría olvidado por completo la encantadora cola de zorro con su vibrante color rojizo.
Sin embargo, se quedó allí un momento más, pasando los dedos sucios y encallecidos por el cristal como un chiquillo ante el escaparate de una juguetería. Una pequeña sonrisa asomaba en las comisuras de sus labios. Era una sonrisa apacible, que parecía fuera de lugar en el rostro de Hugh Priest. A continuación, en algún lugar cerca de Castle View, un coche hizo marcha atrás varias veces, con un petardeo seco como una ráfaga de fusil en el aire lluvioso, y Hugh volvió en sí, sobresaltado.
¡Maldita sea! ¿En qué diablos estás pensando?
Se apartó del escaparate y volvió el rostro en dirección a su casa, si podía llamarse así la cabaña de dos habitaciones con el cobertizo adosado donde vivía. Al pasar bajo el toldo, miró hacia la puerta y se detuvo otra vez.
El rótulo, por supuesto, decía
ABIERTO.
Como en un sueño, Hugh alargó la mano y probó el tirador. Este cedió bajo sus dedos. Sobre la puerta tintineó una campanilla de plata. El sonido parecía surgir de una distancia imposible.
En medio de la tienda había un hombre que pasaba un plumero por la tapa de una vitrina, tarareando una tonada. Cuando la campanilla sonó, el hombre se volvió hacia Hugh. No parecía sorprendido en absoluto de ver a alguien en la puerta de la tienda a las diez y diez de la noche de un miércoles. Lo único del hombre que llamó la atención de Hugh en aquel confuso momento fueron sus ojos, negros como los de un indio.
—Se ha olvidado de darle la vuelta al cartel, amigo —se oyó decir a sí mismo.
—No, no —respondió el hombre con voz cortés—. Me temo que no duermo demasiado bien y algunas noches tengo el capricho de abrir hasta tarde. Nunca se sabe cuándo puede pararse ante la tienda alguien como usted… y encapricharse de algo. ¿Le apetece entrar a echar un vistazo?
Hugh Priest entró y cerró la puerta a sus espaldas.
7
—He visto una cola de zorro… —empezó a decir Hugh, pero tuvo que detenerse, carraspear y comenzar de nuevo, pues sus palabras habían salido en un balbuceo ronco e ininteligible—. He visto una cola de zorro en el escaparate.
—Sí —respondió el dueño de la tienda—. Hermosa, ¿verdad?
El hombre sostenía el plumero del polvo delante de sí y sus ojos negros como los de un indio contemplaron interesados a Hugh por encima del manojo de plumas, que ocultaba la mitad inferior de su rostro. Hugh no podía ver la boca del tipo, pero tuvo la certeza de que estaba sonriendo. Normalmente, se sentía incómodo cuando la gente le sonreía; sobre todo los desconocidos. Le hacía sentirse con ganas de pelea. En cambio, en aquel momento, la sonrisa del tipo no parecía importarle en absoluto. Tal vez porque aún estaba medio borracho.
—Muy hermosa, sí señor —asintió—. Mi padre tenía un descapotable con una cola de zorro igual que esa atada en la antena de la radio, cuando yo era joven. En este pueblo de mala muerte hay mucha gente que debe de creer imposible que alguna vez fuera joven, pero lo fui. Como todo el mundo.
—Por supuesto.
Los ojos del dueño de la tienda permanecieron fijos en los de Hugh, y empezó a suceder algo extrañísimo: aquellos ojos dieron la impresión de crecer. Hugh se sentía incapaz de apartar la vista de ellos. El contacto visual excesivamente directo era otra de las cosas que, por lo general, le provocaba ganas de pelea, pero también eso le parecía perfectamente normal aquella noche.
—Entonces pensaba que una cola de zorro era lo más cojonudo del mundo.
—Por supuesto.
—Cojonudo…, esta es la palabra que usábamos entonces. Nada de «guay» y toda esa mierda. O «chachi»… No tengo la más puñetera idea de qué narices es eso, ¿y usted?
Pero el propietario de Cosas Necesarias permaneció callado, inmóvil, observando a Hugh Priest con sus ojos indios por encima del follaje de su plumero.
—En cualquier caso, me gustaría comprarla. ¿Está en venta?
—Por supuesto —dijo Leland Gaunt por tercera vez.
Hugh se sintió aliviado y rebosante de una repentina felicidad. De pronto, le asaltó la certeza de que todo iba a salir bien. Todo. Era una absoluta locura, puesto que debía dinero a prácticamente todo el vecindario de Castle Rock y de los tres pueblos de los alrededores, había estado al mismísimo borde de perder el empleo durante los últimos seis meses y su Buick seguía funcionando de puro milagro…, pero, al mismo tiempo, era una sensación innegable.
—¿Cuánto cuesta? —preguntó. De pronto, dudó si tendría suficiente para comprar aquella preciosidad y experimentó una punzada de pánico. ¿Y si no estaba al alcance de su bolsillo? Peor aún, ¿y si conseguía de algún modo reunir el dinero el día siguiente, o el otro, y luego resultaba que el tipo ya la había vendido?
—Bueno, eso depende.
—¿Depende? ¿De qué?
—De cuánto estés dispuesto a pagar —respondió Gaunt tuteándole.
Como si estuviera en un sueño, Hugh sacó el billetero del bolsillo posterior del pantalón.
—Guarda eso, Hugh.
¿Hugh? ¿Cuándo le he dicho mi nombre? No consiguió recordar que lo hubiera hecho, pero obedeció y guardó el billetero.
—Vacía los bolsillos. Aquí mismo, encima de esta vitrina.
Hugh vació sus bolsillos. Sacó una navajita, un paquete de cigarrillos, el encendedor Zippo y aproximadamente un dólar y medio en monedas salpicadas de hebras de tabaco, y lo dejó todo donde le había indicado. Las monedas tintinearon sobre el cristal.
El dueño de la tienda se inclinó hacia delante y estudió el pequeño montón.
—Parece suficiente —comentó, y pasó el plumero sobre el puñado de objetos. Cuando lo apartó de nuevo, la navaja, el encendedor y el tabaco seguían allí. Las monedas habían desaparecido.
Hugh observó todo aquello sin la menor sorpresa. Permaneció callado e inmóvil como un juguete sin pilas mientras el dueño de la tienda se acercaba al escaparate y volvía con la cola de zorro.
Después la dejó sobre la tapa de la vitrina, junto al disminuido montón de objetos diversos que Hugh había sacado de sus bolsillos.
Con un gesto lento, Hugh alargó una mano y acarició la piel. Tenía un tacto fresco y exquisito, y crepitaba de electricidad estática. Pasar la mano por ella era como acariciar una noche serena de otoño.
—¿Bonita?
—Preciosa —asintió Hugh con aire distraído, e hizo ademán de coger la cola de zorro.
—No hagas eso —le ordenó el dueño de la tienda, y Hugh retiró la mano al instante, dirigiendo a Gaunt una mirada tan dolida que casi daba lástima—. Todavía no hemos terminado de discutir el precio.
—Es cierto —asintió Hugh. Estoy hipnotizado, pensó. ¡Que me cuelguen si este tipo no me ha hipnotizado! Pero no le importaba. En realidad, incluso resultaba… agradable.
Volvió a echar mano al billetero, con movimientos lentos como los de un hombre bajo el agua.
—Deja eso en paz, estúpido —masculló el señor Gaunt en tono impaciente, al tiempo que dejaba a un lado el plumero del polvo.
Hugh dejó caer de nuevo la mano al costado.
—¿Por qué será que tanta gente cree que todas las respuestas están en el billetero? —preguntó Gaunt con aire irritado.
—No lo sé —respondió Hugh. Jamás hasta entonces había pensado en ello—. Realmente, parece una tontería.
—¿Una tontería? ¡Mucho peor! —replicó Gaunt. Su voz había adoptado la cadencia regañona, ligeramente desigual, de quien está muy cansado o muy enfadado. Cansado lo estaba; había sido un día largo y agotador. Había conseguido mucho, pero el trabajo apenas había empezado—. ¡Es mucho peor! ¡Es una estupidez criminal! ¿Sabes una cosa, Hugh? El mundo está lleno de gente que no entiende que todo, todo, está en venta…, si se está dispuesto a pagar el precio correspondiente. La gente se limita a aparentar que está de acuerdo con este principio, eso es todo, y a hacer ostentación de su sano cinismo. Pero solo lo dice de boquilla, sin tomarlo en serio. ¡Esas declaraciones son basura! ¡Absoluta… basura!
—Basura —asintió Hugh mecánicamente.
—Para las cosas que la gente necesita de verdad, Hugh, el billetero no es la respuesta. La cartera más repleta de este pueblo no vale el sudor del sobaco de un trabajador. ¡Absoluta basura! ¡Y las almas! ¡Si tuviera una moneda por cada ocasión que he oído a alguien decir: «Vendería mi alma por tal cosa o tal otra», te aseguro que podría comprarme el Empire State! —Desde su gran estatura, Gaunt se inclinó aún más hacia Hugh y echó los labios hacia atrás, dejando al descubierto su dentadura desigual en una enorme sonrisa malsana—. Dime, Hugh, ¿para qué, en nombre de todos los bichos que se arrastran bajo la tierra, iba yo a querer tu alma?
—Probablemente, para nada. —A Hugh le pareció que su voz sonaba muy lejana, como si surgiera del fondo de una cueva profunda y oscura—. Creo que últimamente no está en muy buena forma.
De improviso, Gaunt se relajó y enderezó el torso.
—¡Basta ya de mentiras y medias verdades! Hugh, ¿conoces a una mujer llamada Nettie Cobb?
—¿Nettie, la chiflada? Todo el mundo en el pueblo conoce a Nettie, la chiflada. ¡Mató a su marido!
—Eso dicen. Ahora escúchame, Hugh. Escúchame con atención. Después podrás coger esa cola de zorro y largarte.
Hugh Priest le escuchó con suma atención.
En la calle, llovía con más fuerza y el viento empezaba a soplar.
8
—¡Brian! —exclamó la señorita Ratcliffe en tono severo—. ¡Vaya, Brian Rusk! ¡Nunca lo habría creído de ti! ¡Ven aquí! ¡Inmediatamente!
Brian estaba sentado en la última fila del aula del sótano donde se impartían las clases de logopedia, y había hecho algo terrible —algo terriblemente malo, a juzgar por la voz de la señorita Ratcliffe—, pero no supo de qué se trataba hasta que se levantó. Entonces vio que estaba desnudo y lo invadió una oleada de vergüenza, pero también se sintió excitado. Cuando bajó la vista hacia el pene y vio que empezaba a ponerse rígido, se sintió a la vez alarmado y agitado.
—¡Ven aquí, te digo!
Brian avanzó lentamente hasta la primera fila de pupitres mientras los demás —Sally Meyers, Donny Frankel, Nonie Martin y el pobre tontito de Slopey Dodd— lo miraban con ojos como platos.
La señorita Ratcliffe estaba delante de su mesa con las manos en las caderas, los ojos centelleantes y una espléndida cabellera castaña rojiza flotando como una nube en torno a su cabeza.
—Eres un chico malo, Brian. Un chico muy malo…
Él asintió y bajó la cabeza en silencio, pero su pene siguió levantando la suya, de modo que parecía que a una parte de él, por lo menos, no le importaba en absoluto ser malo. Que, en realidad, disfrutaba siéndolo. La profesora le puso en la mano un pedazo de tiza y Brian notó una pequeña descarga de electricidad cuando sus manos se tocaron.
—Ahora —dijo la señorita Ratcliffe en tono severo— escribirás quinientas veces en la pizarra TERMINARÉ DE PAGAR EL CROMO DE SANDY KOUFAX.
—Sí, señorita Ratcliffe.
Empezó a escribir, de puntillas para alcanzar la parte superior del encerado, y notó un aire cálido en sus nalgas desnudas. Apenas había alcanzado a poner TERMINARÉ DE PAGAR cuando advirtió que la mano fina y lisa de la señorita Ratcliffe rodeaba su pene erecto y empezaba a acariciarlo con suavidad. Por un instante, le dio tanto gusto que pensó que iba a caer desmayado.
—Sigue escribiendo —le ordenó ella, inflexible, a su espalda—. Mientras, yo seguiré con esto.
—Se… señorita Ra… Ra… Ratcliffe, ¿y mis ejercicios de le… lengua? —preguntó Slopey Dodd.
—Cállate o te pasaré por encima con el coche en el aparcamiento, Slopey —replicó la señorita—. ¡Te vas a enterar, pequeñajo!
Mientras hablaba, no dejaba de masturbar a Brian. Ahora, este gemía. Aquello estaba mal, lo sabía, pero resultaba estupendo. Resultaba absolutamente magnífico. Era lo que necesitaba. Ni más ni menos.
Entonces, Brian se volvió y no era la señorita Ratcliffe quien estaba detrás de él, sino Wilma Jerzyck, con su gran cara redonda y pálida y sus ojos castaño oscuros, como un par de pasas hundidas en la masa de una tarta.
—Si no terminas de pagar, te lo quitará —lo amenazó Wilma—. ¡Y eso no es todo, pequeñajo! Ese hombre te va a…
9
Brian Rusk despertó con un respingo que casi le hizo caer de la cama. Tenía el cuerpo bañado en sudor, el corazón le traqueteaba como un martillo neumático y su pene era una rama pequeña y dura bajo el pantalón del pijama.
Se incorporó hasta quedar sentado, temblando de la cabeza a los pies. Su primer impulso fue abrir la boca y llamar a gritos a su madre, como hacía cuando era pequeño y le perturbaba el sueño una pesadilla. Pero entonces se dio cuenta de que ya no era pequeño, de que tenía once años… y de que aquel no era precisamente el tipo de sueño que uno le contaría a su madre, ¿no?
Volvió a apoyar la cabeza en la almohada, con los ojos abiertos y fijos en la oscuridad. Echó un vistazo al reloj digital de la mesilla y vio que pasaban cuatro minutos de la medianoche. Captó el sonido de la lluvia, ya intensa, repicando contra la ventana del dormitorio bajo el impulso de fuertes ráfagas de viento ululante. Casi sonaba a granizo.
El cromo. Mi cromo de Sandy Koufax ha desaparecido.
No era así. Brian sabía que no había desaparecido, pero también sabía que no podría conciliar el sueño hasta que se hubiera asegurado de que el cromo seguía en su sitio, en la carpeta donde guardaba su creciente colección de cromos de Topps del año 56. Lo había comprobado el día anterior antes de salir para la escuela, había vuelto a hacerlo al llegar a casa y por la noche, después de cenar, había dejado plantado a Stanley Dawson mientras se lanzaban unas bolas en el patio de atrás para ir a comprobarlo una vez más. A Stanley le había dicho que tenía que ir al baño. Por fin, le había echado una última ojeada antes de meterse en la cama y apagar la luz. Reconoció que aquel cromo se había convertido en una especie de obsesión para él, pero reconocerlo no alivió la tensión.
Se levantó de la cama y su cuerpo febril apenas advirtió que el frío le ponía la carne de gallina y le encogía el pene. Sin hacer ruido, cruzó la habitación hasta el armario. Detrás de él, sobre la sábana bajera, quedó la silueta de su cuerpo impresa en sudor. La gran carpeta estaba en lo alto del armario, en un charco de luz procedente de la farola de la calle.
La bajó, la abrió y pasó rápidamente las láminas cubiertas de celofán con las bolsas para colocar los cromos. Pasó, sin apenas prestarles atención, los de Mel Parnell, Whitney Ford y Earren Spahn, tesoros de los que hasta entonces se había enorgullecido enormemente. Tuvo un momento de pánico terrible cuando llegó a las últimas láminas de la carpeta, las que todavía estaban vacías, sin haber visto el Sandy Koufax. Entonces se dio cuenta de que, con las prisas, había pasado varias hojas de golpe. Volvió atrás y sí, allí estaba aquel rostro fino, aquella débil sonrisa, aquellos ojos consagrados que asomaban bajo la visera de la gorra. «Para mi buen amigo Brian, con mis mejores deseos, Sandy Koufax.»
Los dedos de Brian siguieron los trazos inclinados de la inscripción. Sus labios se movieron y volvió a sentirse en paz… o casi en paz. El cromo todavía no era del todo suyo. Lo tenía en una especie de… de custodia provisional. Había algo que debía hacer antes de que pasara definitivamente a su poder; Brian sabía que estaba relacionado con el sueño del que acababa de despertar y confiaba en que sabría cuándo había llegado
(¿mañana?, ¿aquella misma noche?)
el momento.
Cerró la carpeta (con la advertencia COLECCIÓN DE BRIAN ¡NO TOCAR! cuidadosamente escrita en la etiqueta pegada a la tapa con cinta adhesiva) y la dejó de nuevo en el armario. Después volvió a la cama.
Solo había una cosa que le preocupaba de tener el cromo de Sandy Koufax. Brian había pensado en enseñárselo a su padre. Al llegar a casa después de la visita a Cosas Necesarias, había imaginado la escena cuando le mostrara su adquisición. Él, Brian, le diría con estudiada indiferencia: «Oye, papá, hoy he comprado otro cromo de la colección del 56 en esa tienda nueva. ¿Quieres verlo?». Y su padre diría que sí, no muy interesado, y acompañaría a Brian a su habitación solo por complacerlo… pero ¡cómo se iluminarían sus ojos cuando vieran lo que su hijo había tenido la fortuna de encontrar! ¡Y cuando leyera la dedicatoria…!
Sí, se quedaría absolutamente asombrado y satisfecho. Seguro que le daba unas palmaditas en la espalda y le chocaba las manos como los deportistas.
Pero, y luego, ¿qué?
Luego vendrían las preguntas, por supuesto. Y ahí estaba el problema. Su padre querría saber, primero, de dónde había sacado el cromo, y segundo, cómo había conseguido el dinero para comprar un cromo como aquel, que: a) era raro, b) estaba en excelente estado y c) llevaba el autógrafo del jugador. Además, la firma impresa en el cromo decía Sanford Koufax, que era el nombre auténtico de aquel lanzador de leyenda, pero la firma autógrafa decía Sandy Koufax y, en el mundillo extraño y a veces sobrevalorado de los coleccionistas de cromos de béisbol, aquello significaba que su valor en el mercado podía alcanzar, sin especular, ciento cincuenta dólares.
Brian intentó encontrar una respuesta creíble.
—Lo he encontrado en esa tienda nueva, Cosas Necesarias. El dueño me lo vendió con una rebaja verdaderamente IRRESISTIBLE… Me dijo que si corría la voz de que tenía unos precios tan bajos, la gente mostraría más interés en acudir a la tienda.
De momento, no estaba mal, pero incluso un chico como él, a quien le faltaba todavía un año para pagar la entrada completa de adulto en el cine, sabía que no bastaría. Cuando uno decía que alguien le había ofrecido una auténtica ganga, todo el mundo mostraba mucho interés. Demasiado.
—¿Ah, sí? ¿Qué rebaja te ha hecho? ¿El treinta por ciento? ¿El cuarenta? ¿Te lo ha vendido a mitad de precio? Incluso así, siguen siendo sesenta o setenta dólares, Brian, y sé perfectamente que no tienes esa cantidad en tu cerdito…
—Bueno…, en realidad, me ha costado un poco menos, papá.
—Muy bien, dime, ¿cuánto has pagado por él?
—Pues… ochenta y cinco centavos.
—¿Que te ha vendido un cromo de béisbol de Sandy Koufax del año mil novecientos cincuenta y seis, autografiado y en perfecto estado de conservación, por ochenta y cinco centavos?
Sí, allí era donde empezaría el verdadero problema, sin duda.
¿Qué clase de problema? No lo sabía con exactitud, pero algo desagradable, de eso estaba seguro. Terminarían acusándole de algo; su padre tal vez no, pero su madre, sin la menor duda.
Quizá incluso intentarían obligarle a devolverlo, y eso no lo haría de ninguna manera. Aquel cromo no solo estaba firmado, sino que llevaba una dedicatoria: «Para Brian».
¡De ninguna manera!
¡Vaya!, si ni siquiera había sido capaz de enseñárselo a Stan Dawson cuando había venido a buscarlo para lanzar unas pelotas, aunque había sentido ganas de hacerlo. Stan se habría muerto de envidia. Pero Stan iba a quedarse a dormir el viernes por la noche y a Brian no le costó imaginarse a su amigo diciéndole a su padre: «Eh, señor Rusk, ¿le ha gustado el cromo de Sandy Koufax de Brian? Superguay, ¿no?». Y lo mismo podía pensar del resto de sus amigos. Brian había descubierto una de las grandes verdades de los pueblos pequeños: muchos secretos —de hecho, todos los secretos realmente importantes— no podían compartirse. Porque siempre había una manera de que corriera la voz. Y que corriera deprisa.
Se halló, pues, en una situación extraña e incómoda. Había encontrado algo grande y no podía enseñarlo ni compartirlo. Aquello debería haber contrarrestado la satisfacción que sentía por su nueva adquisición, y lo hizo en cierto grado, pero también le proporcionó otra satisfacción furtiva, avarienta. Brian se encontró, más que disfrutando, regocijándose maliciosamente de poseer aquel cromo, y así descubrió otra gran verdad: disfrutar de algo en secreto también proporciona un placer muy especial. Era como si un rincón de su personalidad, casi siempre abierta y de buen corazón, hubiera sido tapiado y luego iluminado con una luz negra especial que distorsionaba y, a la vez, realzaba lo que se ocultaba en su interior.
Y no estaba dispuesto a devolver el cromo.
De ninguna manera. Ni hablar.
Entonces será mejor que termines de pagarlo, le susurró una voz desde el fondo de su mente.
Lo haría. Sin problemas. Era consciente de que lo que se le pedía que hiciese no estaba precisamente bien, pero también tenía la seguridad de que no estaba del todo mal. Era solo una… una…
Una travesura, le ayudó el susurro de la voz en su cabeza, y Brian vio los ojos del señor Gaunt, aquellos ojos azul oscuro, como el color del mar un día despejado, y extrañamente sedantes. Solo eso. Una pequeña travesura.
Sí, una travesura, fuera lo que fuese.
Sin problemas.
Se arrebujó bajo el edredón de plumas, se volvió de costado, cerró los ojos y empezó a conciliar el sueño al momento.
Mientras él y su hermano sueño se fundían en uno, se le ocurrió una idea. Era algo que había dicho el señor Gaunt. «¡Serás un anuncio más efectivo de lo que podría soñar serlo el semanario local!» Solo que no podía enseñar el maravilloso cromo que había comprado. Y si una reflexión como aquella estaba al alcance de un chico de once años como él, que no era ni siquiera lo bastante listo para guardar las distancias con Hugh Priest cuando este pasaba por la calle, ¿no debería haber caído en ello un tipo tan inteligente como aquel señor Gaunt? Bueno, tal vez. O tal vez no. Los adultos no pensaban igual que la gente normal, y además, el cromo lo tenía él, ¿no? Y estaba en su carpeta, en el lugar que le correspondía, ¿verdad?
La respuesta a ambas preguntas era afirmativa, de modo que Brian dejó de dar vueltas a la cuestión y volvió a sumirse en el sueño mientras la lluvia golpeaba contra el cristal y el inquieto viento otoñal ululaba bajo el alero.