1
En las poblaciones pequeñas de Nueva Inglaterra, cuando se inaugura una tienda nueva, los vecinos —por rústicos que sean en muchas otras cosas— demuestran una actitud cosmopolita que sus primos de ciudad rara vez igualan. En Nueva York o Los Ángeles, una nueva galería de arte puede atraer a un pequeño núcleo de posibles clientes o de simples mirones antes de que las puertas abran por primera vez; un club recién abierto puede incluso congregar una multitud, con barreras policiales y paparazzi armados con tarjetas de identificación y teleobjetivos esperando expectantes tras ellas. Hay un murmullo nervioso de conversaciones, como entre los habituales de los teatros de Broadway antes del estreno de una obra nueva que, sea un gran éxito o un fracaso sonado, no dejará de levantar comentarios.
En las poblaciones pequeñas de Nueva Inglaterra, cuando se inaugura una tienda, rara vez se congrega un grupo de gente antes de que abra las puertas. Y nunca se forma un tumulto. Cuando las persianas se levantan, las puertas se abren y el nuevo local se declara abierto al público, las clientas entran y salen de él en un goteo que, sin duda, cualquier forastero tomaría por apático… y, probablemente, por un mal presagio para la futura prosperidad del tendero.
Este aparente desinterés encubre a menudo una intensa expectación y una atención aún más aguda (Cora Rusk y Myra Evans no eran las únicas mujeres de Castle Rock que habían tenido ocupadas las líneas telefónicas con sus comentarios sobre Cosas Necesarias en las semanas previas a su apertura).
De todos modos, ese interés oculto y esa expectación no cambian el código de conducta conservador de la compradora de pueblo. Ciertas cosas, simplemente, no se hacen, sobre todo en los herméticos enclaves yanquis al norte de Boston. Se trata de comunidades que, durante nueve meses al año, viven prácticamente autosuficientes, y en ellas se considera de mal gusto demostrar un excesivo interés por algo demasiado pronto o, en cierto modo, denotar que se ha sentido algo más que un pasajero interés, por así decirlo.
Investigar un nuevo comercio en un pueblo y asistir a una fiesta que da prestigio social en una gran urbe son actividades que producen una buena dosis de excitación entre quienes van a participar, y existen normas para ambas; normas tácitas, que son inmutables y que resultan extrañamente similares. La principal de todas ellas es la de que no hay que ser el primero en llegar. Por supuesto, alguien ha de romper esta norma fundamental, o de lo contrario nadie llegaría nunca, pero una tienda nueva puede permanecer vacía al menos veinte minutos desde que el rótulo de cerrado ha sido vuelto del revés para que diga abierto, y un observador un poco sagaz podría apostar con bastante seguridad a que los primeros en llegar lo harán en grupo: una pareja, un trío o, más probable aún, un cuarteto de mujeres. La segunda norma es que las compradoras que lleven a cabo la investigación exhiban una cortesía tan completa que roce la frialdad. La tercera, que nadie se interese (en la primera visita, al menos) por cuestiones personales o por el pedigrí del nuevo comerciante. La cuarta es que nadie lleve un regalo de bienvenida al pueblo, sobre todo si es algo tan cursi como una empanada o un pastel caseros. La última norma es tan inmutable como la primera: no hay que ser el último en marcharse.
Este majestuoso minué, que podría titularse «La danza de la investigación femenina», se prolonga entre dos semanas y un par de meses y no se produce cuando quien abre el negocio es alguien del pueblo. En este caso, la inauguración puede resultar como una cena parroquial de la Semana del Pueblo: un acto informal, animado y un poco soso. Pero cuando el nuevo comerciante es Forastero (siempre se dice así, de tal modo que uno puede oír la mayúscula), «La danza de la investigación femenina» es tan inapelable como el hecho de la muerte o la fuerza de la gravedad. Y cuando el período de prueba ha terminado (nadie pone ningún anuncio en el periódico que lo diga, pero todo el mundo lo sabe de algún modo), sucede una de dos: o el flujo de compradoras se normaliza y las clientas satisfechas vuelven con regalos de bienvenida —algo retrasados— e invitaciones de «venga a visitarnos»; o bien el nuevo comercio fracasa. En pueblos como Castle Rock, no es raro que los pequeños negocios sean calificados de «ruinosos» semanas o meses antes de que los desafortunados propietarios descubran el hecho por sí mismos.
Pero había en Castle Rock una mujer, al menos, que no se ceñía a las normas establecidas, por inmutables que pudieran parecer a las demás. Se trataba de Polly Chalmers, la dueña de Coser y Cantar. La mayoría no esperaba de ella una conducta normal; al contrario, la sociedad femenina de Castle Rock (y gran parte de la masculina) consideraba a Polly Chalmers una excéntrica. Polly planteaba problemas de todo orden a los autonombrados árbitros sociales de Castle Rock. De entrada, nadie estaba totalmente seguro del punto más básico: si Polly era Del Pueblo, o Forastera. Había nacido y había crecido en Castle Rock, eso era cierto, pero se había marchado con un regalo de Duke Sheehan en la tripa cuando tenía dieciocho años. Eso había sido en 1970, y solo había vuelto una vez por el pueblo antes de regresar para quedarse, en 1987.
Aquel breve regreso tuvo lugar a finales de 1975, cuando su padre agonizaba de un cáncer de intestinos. Después de su muerte, Lorraine Chalmers había sufrido un ataque cardíaco y Polly se había quedado a cuidar de su madre. Lorraine había sufrido un segundo ataque —este, fatal— a principios de la primavera de 1976. Después de enterrar a su madre en el cementerio Tierra Natal, Polly (que para entonces había adquirido un auténtico «aire de misterio», según las mujeres del pueblo) había vuelto a marcharse.
«Esta vez es para siempre», había sido el consenso general, y cuando la última Chalmers superviviente, la anciana tía Evvie, murió en 1981 y Polly no asistió al funeral, tal opinión pareció un hecho consumado. Sin embargo, hacía cuatro años Polly Chalmers había vuelto al pueblo y había abierto la tienda de costura. Aunque nadie lo sabía con seguridad, parecía probable que hubiese utilizado el dinero de la tía Evvie para montar el negocio. ¿A quién si no iba a dejárselo aquella vieja chiflada?
Los más ávidos seguidores de la comédie humaine del pueblo (es decir, la mayoría de los vecinos) se convencieron de que, si Polly tenía éxito en su pequeño negocio y se quedaba, cuando llegara el momento les sería revelada la mayoría de las incógnitas que despertaban su curiosidad. Pero, en el caso de Polly, casi todos los asuntos permanecieron a oscuras. Resultaba realmente exasperante.
Había pasado algunos años en San Francisco; hasta ahí se sabía, pero poco más. Lorraine Chalmers había sido una tumba respecto a su hija descarriada. ¿Había estudiado allí, o en alguna parte? Llevaba el negocio como si hubiera seguido cursos de administración y les hubiera sacado mucho provecho, pero nadie podía decirlo con certeza. A su regreso estaba soltera, pero ¿se había casado alguna vez, en San Francisco o en alguno de los lugares donde tal vez (o tal vez no) había pasado parte del tiempo transcurrido entre «entonces» y «ahora»? Nadie sabía aquello, tampoco; solo se sabía que nunca se había casado con el chico de los Sheehan. Duke se había alistado en los Marines, se había reenganchado varias veces y ahora vendía terrenos en algún lugar de New Hampshire. Y Polly, ¿por qué había vuelto para quedarse, después de tantos años?
Sobre todo, el pueblo se preguntaba qué había sido del bebé. ¿Había abortado la bella Polly? ¿Había entregado el niño o la niña en adopción? ¿Se lo o la había quedado? En tal caso, ¿había muerto, o estaba vivo o viva (¡maldita fuera, no saber ni siquiera el sexo…!) en alguna escuela de alguna parte, y escribía a su madre alguna carta esporádica? Nadie tenía tampoco la más remota idea de estas cosas, y, en muchos aspectos, estas preguntas sin respuesta acerca del hijo (o hija) eran las más mortificantes. La muchacha que había dejado el pueblo en un autobús de la Greyhound con un regalo en la barriga era ahora una mujer de casi cuarenta años y llevaba ya cuatro instalada en el pueblo y dedicada a su tienda. Y nadie había podido averiguar siquiera si el bebé que la había obligado a marcharse había sido niño o niña.
Últimamente, Polly Chalmers había ofrecido al pueblo una nueva demostración de su excentricidad, por si no había dado aún suficientes: había estado saliendo con Alan Pangborn, el comisario del condado de Castle; y el comisario Pangborn había enterrado a su mujer y a su hijo pequeño hacía apenas un año y medio. Tal comportamiento no era un completo escándalo, pero se consideraba definitivamente excéntrico, de modo que nadie se sorprendió demasiado al ver que Polly Chalmers avanzaba por la acera de Main Street, desde su puerta hasta la de Cosas Necesarias, a las diez y dos minutos de la mañana del 9 de octubre. Los vecinos ni siquiera se sorprendieron por el objeto que llevaba en sus manos enguantadas: un envase Tupperware que solo podía contener un pastel.
Era muy propio de ella, fue la opinión de los vecinos cuando, más tarde, comentaron el suceso.
2
El escaparate de Cosas Necesarias ya no tenía rastro de la pasta blanca y tras él se había distribuido una decena de objetos: relojes, un engaste de plata, un cuadro, un tríptico delicioso que solo esperaba a que alguien lo llenara con las fotos de sus seres queridos. Polly contempló los objetos con aprobación y se dirigió a la puerta.
El rótulo colgado en ella decía ABIERTO. Cuando empujó la puerta, encima de su cabeza sonó una campanilla, instalada después de la visita de Brian Rusk.
La tienda olía a moqueta nueva y a pintura reciente. La luz del sol bañaba el local, y al entrar y mirar a su alrededor con interés, se le ocurrió un nítido pensamiento: Esto es un éxito. Todavía no ha cruzado el umbral un solo cliente (salvo que yo lo sea) y ya es un éxito. Admirable.
Los juicios apresurados como aquel no eran muy propios de ella, ni aquella sensación de aprobación inmediata, pero resultaban innegables.
Un hombre alto estaba inclinado ante una de las vitrinas de cristal donde se exponían más objetos. Al oír la campanilla, el hombre levantó la cabeza y le sonrió.
—Hola —saludó.
Polly era una mujer práctica que sabía cómo le funcionaba la cabeza y, en general, le gustaba lo que había en ella; por eso, el instante de confusión que la embargó cuando su mirada se cruzó con la del hombre la dejó totalmente perpleja.
Lo conozco, fue el primer pensamiento claro que logró abrirse paso en aquella inesperada nube de desconcierto. Ya he visto a este hombre antes. ¿Dónde?
Pero no; no lo había visto nunca. Y el conocimiento, la certeza de esto último, le llegó un momento después. Era una impresión de déjà vu, se dijo; esa falsa sensación de recordar algo que todo el mundo experimenta de vez en cuando, una sensación que resulta desorientadora porque es a la vez fantasiosa y prosaica.
Durante un par de segundos perdió el hilo de lo que se proponía decir y solo consiguió dirigirle una débil sonrisa. Después movió la mano izquierda para sujetar mejor el recipiente del pastel y, al hacerlo, una intensa punzada de dolor le recorrió el dorso de la mano hacia la muñeca, como dos púas afiladísimas. Parecía como si se le hubieran clavado profundamente en la carne los dientes de un gran tenedor cromado. Era la artritis, y le producía un dolor de mil diablos, pero, al menos, le ayudó a concentrar de nuevo la atención y a articular unas palabras sin que se le notara la vacilación, aunque a ella le pareció que el hombre quizá la había advertido de todos modos. Aquel individuo tenía unos brillantes ojos de color avellana que miraban como si fueran capaces de captar muchas cosas.
—Hola —respondió—. Me llamo Polly Chalmers y soy la dueña de la tiendecita de ropa y costura que hay un par de puertas calle abajo. He pensado que, puesto que vamos a ser vecinos, sería mejor acercarme a darle la bienvenida a Castle Rock antes de que se le llene la tienda.
El hombre sonrió y su rostro se iluminó. Polly notó que sus labios se abrían en otra sonrisa de respuesta, aunque la mano izquierda seguía doliéndole terriblemente. De no ser porque ya estaba enamorada de Alan, pensó, seguro que habría caído rendida a sus pies sin una protesta: «Llévame a la alcoba, amo, y te acompañaré en silencio».
Con un punto de ironía, se preguntó cuántas de las mujeres que se asomarían por la tienda para echar un breve vistazo antes de que acabara el día volverían a sus casas con una loca pasión por aquel hombre. Advirtió que este no llevaba anillo de boda; más leña al fuego.
—Encantado de conocerla, señora Chalmers —dijo el hombre, que avanzó unos pasos hacia ella—. Soy Leland Gaunt.
Se acercó a Polly tendiéndole la mano y frunció ligeramente el ceño cuando ella dio un corto paso atrás.
—Lo siento —se apresuró a decir la mujer—, pero nunca estrecho una mano. No lo tome como una descortesía, por favor. Tengo artritis, ¿sabe?
Dejó el envase de Tupperware sobre la vitrina más próxima y levantó las manos, enfundadas en guantes de cabritilla. No tenían nada de repulsivo, pero estaban claramente deformadas; la zurda un poco más que la diestra.
En el pueblo había mujeres que pensaban que Polly estaba incluso orgullosa de su enfermedad; ¿por qué si no se apresuraba tanto en proclamarla?
La verdad, sin embargo, era exactamente lo contrario. Aunque no era una mujer vanidosa, a Polly le preocupaba su aspecto hasta el punto de avergonzarse de la fealdad de sus manos, de modo que procuraba pasar lo antes posible el mal trago de enseñarlas. Y cada vez que lo hacía, le rondaba la cabeza durante un instante —tan fugaz que casi siempre pasaba inadvertido— el mismo pensamiento: Ya está. Ya ha pasado. Ahora, puedo seguir con lo demás.
Por lo general, la gente mostraba cierta incomodidad y desasosiego cuando les enseñaba las manos. Gaunt, no. La tomó por el antebrazo con una mano que se apreciaba extraordinariamente fuerte y le dio el apretón de saludo. A Polly debería haberle parecido un gesto impropiamente íntimo por parte de una persona a quien acababa de conocer, pero no se lo tomó como tal. El ademán resultó amistoso, breve e incluso bastante gracioso. Al mismo tiempo, sin embargo, la mujer se alegró de que fuera rápido. Las manos de Gaunt tenían un tacto seco, desagradable, incluso a través del ligero abrigo de otoño que llevaba puesto.
—Debe de ser difícil llevar una tienda de costura con ese dolor en las manos, señora Chalmers. ¿Cómo se las arregla?
Era una pregunta que poca gente le había hecho y, a excepción de Alan, no recordaba que nadie en el pueblo se la hubiera planteado de una forma tan directa.
—Me dediqué por completo a la costura mientras pude —le respondió—. Se podría decir que soporté el dolor estoicamente. Ahora tengo a media docena de chicas que trabajan para mí a tiempo parcial, y yo me dedico más a los diseños. Pero todavía tengo algunos días buenos.
Eso último era mentira, pero a Polly le pareció que no hacía ningún daño, ya que lo decía sobre todo para sí misma.
—En fin, me alegro mucho de que haya venido. A decir verdad, tengo un terrible ataque de miedo escénico.
—¿En serio? ¿Por qué?
Normalmente, Polly Chalmers era aún más cauta en emitir juicios respecto a lugares o a hechos que en hacerlo sobre las personas; por eso le sorprendió —incluso le alarmó un poco— la rapidez y naturalidad con que se sentía cómoda en compañía de aquel hombre, al que había conocido hacía menos de un minuto.
—No hago más que preguntarme qué haré si no entra nadie, nadie en absoluto, en todo el día.
—Vendrán —le aseguró ella—. Querrán echar un vistazo a su mercancía. Nadie parece tener la menor idea de qué se vende en una tienda llamada Cosas Necesarias. Pero vendrán por una razón aún más importante: querrán echarle un vistazo a usted. Es que en un pueblo pequeño como Castle Rock…
—… nadie quiere parecer demasiado interesado, ¿no? —Gaunt terminó la frase por ella—. Ya lo sé. Tengo experiencia de otros lugares como este. Mi mente racional me asegura que esto que acaba de decir es la pura verdad, pero tengo en la cabeza otra vocecilla que me repite continuamente: «No vendrán, Leland, ¡oooh!, no, no vendrán. Todos se mantendrán a distancia, ya lo verás».
Polly se echó a reír al recordar de pronto que así era exactamente como se había sentido el día que había abierto las puertas de Coser y Cantar.
—Pero dígame, ¿qué es eso? —preguntó el hombre, tocando el recipiente de Tupperware con una mano. Y ella se fijó en lo que ya había advertido Brian Rusk: los dedos índice y corazón medían exactamente lo mismo.
—Es un pastel. Y si conozco el pueblo solo la mitad de lo que creo, puedo asegurarle que será el único que le traigan en todo el día.
Leland Gaunt sonrió, visiblemente complacido.
—Gracias. Muchísimas gracias, señora Chalmers. Me siento abrumado…
Y ella, que jamás había ofrecido a nadie que la llamara por su nombre de pila en su primer encuentro, a veces ni siquiera después de varios (y que siempre veía con malos ojos a cualquiera —agentes inmobiliarios, vendedores o agentes de seguros— que se apropiara de tal privilegio sin permiso), se quedó asombrada al oírse a sí misma diciendo:
—Ya que vamos a ser vecinos, ¿no debería llamarme Polly?
3
El pastel era de chocolate; a Leland Gaunt le bastó con levantar la tapa del envase y oler para comprobarlo. Luego pidió a Polly que se quedara a tomar una tajada con él. La mujer vaciló. Gaunt insistió.
—Debe de tener usted a alguien al cuidado de su tienda, ¿no? —dijo él—. Y en la mía, nadie se atreverá a poner el pie en la próxima media hora, por lo menos… Con ese tiempo debería ser suficiente. Además, tengo mil preguntas que hacerle acerca del pueblo.
Así pues, Polly accedió. El hombre desapareció tras la cortina de un pasillo al fondo de la tienda y ella le oyó subir unos peldaños —seguramente utilizaba el piso superior como vivienda, aunque fuera de modo provisional— para ir a buscar platos y tenedores. Mientras esperaba a que volviese, Polly recorrió el local inspeccionando los objetos.
Un rótulo enmarcado en la pared más cercana a la puerta por la que había entrado anunciaba que la tienda abriría de diez de la mañana a cinco de la tarde los lunes, miércoles, viernes y sábados. Estaría cerrada, «salvo citas concertadas», los martes y jueves, hasta finales de primavera… o hasta que volvieran a llegar —se dijo Polly, sonriendo para sí— aquellos turistas y veraneantes chiflados y ruidosos, agitando sus puñados de dólares.
Cosas Necesarias era, decididamente, una tienda de curiosidades. Una tienda de cosas curiosas a gran escala, habría dicho a primera vista, pero un examen más detenido de los objetos que ofrecía apuntaba a que no resultaba tan fácil de catalogar.
Los objetos que ya estaban expuestos cuando Brian había pasado por el local la tarde anterior —la geoda, la cámara Polaroid, la foto de Elvis Presley, y los demás— seguían allí, pero se les habían sumado cuatro o cinco decenas más. De una de las paredes pintadas de blanco mate pendía una pequeña alfombra que probablemente valía una fortuna. Era turca, y antigua. En una de las vitrinas había una colección de soldaditos de plomo, probablemente antigua, pero Polly sabía que todos los soldaditos de plomo parecen antigüedades. Incluso los fundidos en Hong Kong una semana antes.
La oferta era de lo más variado. Entre la foto de Elvis, que le pareció el típico producto que se anunciaría rebajado a 4,99 dólares en cualquier feria rural del país, y una veleta con el águila norteamericana especialmente carente de interés, había una pantalla de lámpara de cristal emplomado que, desde luego, valía más de ochocientos dólares y podía llegar hasta los cinco mil. Una tetera con bastantes golpes y ningún atractivo aparecía flanqueada por un par de espléndidas muñecas de porcelana, y Polly no pudo ni siquiera aventurarse a pensar el precio que debían de tener aquellas hermosas muñecas francesas de mejillas sonrosadas y hermosas piernas con medias hasta los muslos.
También había una selección de cromos de béisbol y de cupones de paquetes de cigarrillos, un puñado de revistas de ciencia ficción de los años treinta (pulps como Weird Tales, Astounding Tales o Thrilling Wonder Stories), una radio de mesa de los cincuenta con ese desagradable tono rosa pálido que parecía el preferido de la gente de la época en lo tocante a los electrodomésticos, cuando no en política.
La mayoría de los objetos —aunque no todos— tenían ante ellos unas plaquitas. En una de ellas ponía: GEODA TRICRISTALINA, ARIZONA. En otra: JUEGO COMPLETO DE LLAVES DE CASQUILLO. La situada ante la astilla que tanto había asombrado a Brian rezaba: MADERA PETRIFICADA DE TIERRA SANTA. Las placas junto a los cromos y las revistas decían: MÁS SURTIDO EN EXISTENCIAS.
Polly observó que todos los objetos, fueran tesoros o cachivaches, tenían una cosa en común: ninguno de ellos tenía etiqueta con el precio.
4
Gaunt regresó con dos platillos —loza de Corning sencilla y vieja, nada interesante—, un cuchillo para el pastel y un par de tenedores.
—Ahí arriba lo tengo todo revuelto —confesó, mientras quitaba la tapa del Tupperware y la apartaba a un lado (vuelta del revés para no dejar un cerco de azúcar glaseado en la cómoda que utilizaba como mesilla)—. Buscaré una casa en cuanto haya terminado de poner orden aquí, pero de momento creo que voy a vivir encima de la tienda. Está todo en cajas de cartón. ¡Señor!, odio las cajas de cartón. ¿Qué le parece, Polly…?
—¡Un pedazo tan grande no! —protestó ella—. ¡Dios mío!
—Está bien —asintió Gaunt en tono alegre, dejando la abundante porción de pastel de chocolate en uno de los platos—. Este será para mí. ¿Le parece bien así?
—Menos, todavía.
—No puedo cortarlo más fino —dijo él, y partió una delgada porción—. Huele de maravilla. Gracias de nuevo, Polly.
—No hay de qué.
Realmente, olía bien, y Polly no estaba a régimen, pero su negativa inicial había sido más que una norma de cortesía en un primer encuentro. Durante las tres últimas semanas había reinado un delicioso veranillo en Castle Rock, pero el lunes el tiempo había empeorado y, con el cambio de temperatura, tenía las manos fatal. El dolor remitiría, probablemente, cuando las articulaciones se habituaran al frío (al menos, así rogaba que fuese; así había sucedido siempre, aunque Polly no ignoraba el carácter progresivo de su enfermedad), pero aquella mañana, desde primera hora, le producían un dolor terrible. Cuando le cogía tan fuerte, no estaba segura de qué serían capaces de hacer aquellas manos traidoras, y su negativa inicial se había debido a esta preocupación y a la posibilidad de una situación embarazosa.
Entonces se quitó los guantes y flexionó la mano derecha tentativamente. Un aguijonazo de dolor voraz le recorrió el antebrazo hasta el codo. La flexionó de nuevo y apretó los labios, esperando una nueva punzada. El dolor volvió, pero esta vez no fue tan intenso y Polly se relajó un poco. Todo iba a salir bien. No de maravilla, no todo lo agradable que debería ser tomar un pedazo de pastel, pero bastante bien. Asió el tenedor con cuidado, doblando los dedos lo menos posible para agarrarlo. Mientras se llevaba el primer bocado a la boca, vio que Gaunt la miraba con aire compasivo. Ahora se compadecerá de mí, pensó con cierta melancolía, y me contará la artritis terrible que sufría su abuelo, o su ex esposa, o quién sabe.
Pero Gaunt no llegó a compadecerse. Tomó un bocado de pastel y puso los ojos en blanco en un gesto cómico.
—Olvídese de la costura y los patrones —comentó—. Debería usted abrir un restaurante.
—¡Oh!, el pastel no lo he hecho yo —confesó Polly—. Pero le trasmitiré el elogio a Nettie Cobb, mi asistenta.
—Nettie Cobb… —murmuró él pensativo, al tiempo que cortaba otro bocado de su pedazo de pastel.
—Sí… ¿La conoce?
—Lo dudo mucho —le respondió Gaunt, como quien vuelve bruscamente a la realidad—. No conozco a nadie en Castle Rock. —Dirigió una mirada de astucia con el rabillo del ojo a la mujer y preguntó—: ¿Hay alguna posibilidad de que su asistenta quiera cambiar de casa?
—Ninguna —respondió Polly con una carcajada.
—Querría consultarle algo sobre los agentes de la propiedad. ¿Cuál es el que más confianza le inspira de por aquí?
—Bueno, son todos unos ladrones, pero Mark Hopewell debe de ser tan de fiar como el que más.
El señor Gaunt reprimió una carcajada y se llevó una mano a la boca para evitar que le saltara una lluvia de migajas. Entonces se atragantó, y Polly le habría dado con gusto unas palmaditas en la espalda, si no le hubieran dolido tanto las manos. Por mucho que fuera la primera vez que lo veía, aquel hombre le caía muy bien.
—Lo siento —dijo él, todavía riéndose un poco—. De modo que todos son unos ladrones, ¿eh?
—Sí. Rotundamente.
De haber sido de otra manera, de haber sido una mujer menos reservada respecto a su propio pasado, Polly habría empezado en aquel mismo instante a hacer preguntas directas a Leland Gaunt. ¿Por qué había acudido a Castle Rock? ¿De dónde venía? ¿Cuánto tiempo se quedaría? ¿Tenía familia? Sin embargo, no era de esa clase de mujeres y por eso se contentó con responder a las preguntas de aquel extraño… De hecho, lo hizo encantada, ya que ninguna de ellas era de tipo personal. Gaunt quería información acerca del pueblo: si había mucha vida en Main Street durante el invierno, si había por allí algún lugar donde pudiera comprar un hornillo de campaña, cuáles eran los costos de los seguros y un centenar de cosas más. Sacó una fina libreta de notas con tapas de cuero negro del bolsillo de la chaqueta cruzada azul que llevaba puesta y, con gesto grave, fue apuntando los nombres que ella mencionaba.
Polly bajó la vista al plato y vio que se había terminado todo el pedazo de pastel. Las manos aún le dolían, pero las notaba mucho mejor que cuando había llegado. Recordó que había estado a punto de renunciar a acudir a la nueva tienda, por lo mucho que le molestaban, pero en aquel momento se alegraba de haber cambiado de opinión, a pesar de todo.
—Tengo que irme —dijo por fin, tras consultar el reloj—. Rosalie pensará que me he muerto.
Habían tomado el pastel de pie. Al oírla, Gaunt recogió los platos, colocó los tenedores encima y volvió a ajustar la tapa del recipiente de plástico.
—Se lo devolveré cuando haya terminado el pastel, ¿le parece bien?
—Perfecto.
—Entonces, lo tendrá probablemente para media tarde —añadió él con ademán grave.
—No es preciso que se dé tanta prisa —respondió Polly mientras Gaunt la acompañaba hasta la puerta—. Me he alegrado mucho de conocerlo.
—Gracias por venir —dijo él. Por un instante, Polly pensó que se disponía a tomarla por el brazo y experimentó una sensación de rechazo (estúpida, por supuesto) ante la idea de que la tocara. Sin embargo, Gaunt no llegó a hacerlo—. Ha hecho usted muy fácil un día que preveía aterrador.
—No se apure, saldrá usted adelante. —Polly abrió la puerta e hizo allí una pausa. No había preguntado al hombre nada acerca de él, pero tenía curiosidad por saber una cosa. Demasiada curiosidad para marcharse sin preguntársela—. Tiene toda clase de cosas interesantes…
—Gracias.
—… pero ninguna lleva el precio. ¿Por qué?
—Es una pequeña excentricidad por mi parte, Polly —respondió Gaunt con una sonrisa—. Siempre he pensado que una venta que merezca la pena también merece cierto regateo. Creo que en mi última reencarnación debí de ser un comerciante de alfombras de Oriente Medio. De Irak, probablemente, aunque en estos tiempos no debería decirlo, por si las moscas…
—Entonces ¿ajusta usted sus precios a la situación del mercado? —insistió la mujer con un tonillo burlón.
—Podría decirse así —asintió él con aire serio, y Polly Chalmers volvió a asombrarse del intenso color avellana de sus ojos, de su extraña belleza—. Yo prefiero considerarlo como determinar el valor según la necesidad.
—Entiendo.
—¿De veras?
—Bueno…, creo que sí. Y eso explica el nombre de la tienda.
—Tal vez. —Gaunt sonrió—. Supongo que sí, ahora que lo dice.
—Bueno, señor Gaunt, le deseo un día espléndido…
—Leland, por favor. Mejor aún, llámeme Lee.
—Leland, pues. Y no se preocupe por los clientes. Creo que antes del viernes tendrá que contratar un guardia de seguridad para despejar la tienda a la hora de cerrar.
—¿Eso cree? Sería maravilloso.
—Adiós.
—Ciao —se despidió Gaunt, y cerró la puerta tras Polly.
Luego se quedó un momento tras el cristal, observando a la mujer que se alejaba calle abajo, colocándose de nuevo los guantes sobre aquellas manos tan deformadas y que tanto contrastaban con el resto de su cuerpo, delgado y agradable, aunque no tremendamente espectacular. La sonrisa del hombre se hizo aún más amplia. Y cuando sus labios se abrieron dejando a la vista su dentadura irregular, la sonrisa adquirió un inquietante aire depredador.
—Tú me servirás —murmuró en voz baja en la tienda vacía—. Me servirás muy bien.
5
La predicción de Polly resultó totalmente acertada. Cuando llegó la hora de cierre de la tienda aquella jornada inaugural, casi todas las mujeres de Castle Rock —todas las importantes al menos— y algunos hombres se habían detenido brevemente en Cosas Necesarias para echar una rápida ojeada al nuevo comercio. Y casi todos los visitantes se empeñaron en asegurar a Gaunt que solo tenían un momento, porque iban camino de algún otro recado.
Stephanie Bonsaint, Cynthia Rose Martin, Barbara Miller y Francine Pelletier fueron las primeras; Steffie, Cyndi Rose, Babs y Francie llegaron formando un grupo autoprotector apenas diez minutos después de que Polly fuera vista abandonando la nueva tienda (la noticia de su aparición a la puerta del local se había difundido rápida y completamente gracias al teléfono y al eficaz sistema de transmisión de rumores que funciona en los patios de vecindad de los pueblos de Nueva Inglaterra).
Steffie y sus amigas inspeccionaron la tienda entre exclamaciones de sorpresa e interés, tras asegurar a Gaunt que no podían quedarse mucho rato porque era el día de la partida de bridge (aunque no precisaron que, normalmente, no empezaban a jugar hasta pasadas las dos de la tarde). Francine le preguntó de dónde era y Gaunt le respondió que de Akron, Ohio. Steffie quiso saber si llevaba mucho tiempo en el negocio de las antigüedades y el hombre contestó que no se consideraba un anticuario… exactamente. Cyndi se interesó por saber si el señor Gaunt llevaba mucho tiempo en Nueva Inglaterra. Bastante, asintió él, bastante.
Más tarde, las cuatro mujeres coincidieron: la tienda era interesante —¡había tantas cosas curiosas!—, pero la entrevista había resultado muy decepcionante. El hombre era tan reservado como Polly Chalmers; más incluso, tal vez. Babs comentó entonces algo que todas ellas sabían (o creían saber) ya: que Polly había sido la primera persona del pueblo en entrar en la nueva tienda, y que había llevado un pastel. Babs aventuró que tal vez Polly Chalmers conocía a aquel señor Gaunt…, que lo conocía de antes, de esos años que había pasado fuera.
Cyndi Rose expresó su interés por un jarrón de estilo Lalique y preguntó al señor Gaunt (que no andaba lejos pero no las atosigaba con su presencia, según notaron todas con aprobación) cuánto costaba la pieza.
—¿Cuánto diría usted? —respondió el hombre con una sonrisa.
Ella le devolvió la sonrisa con cierta coquetería.
—¡Oh! ¿Es así como hace usted los negocios, señor Gaunt?
—Sí, en efecto.
—En fin, creo que tiene más posibilidades de salir perdiendo que de ganar, si se dedica a regatear con yanquis —declaró Cyndi Rose, mientras sus amigas contemplaban el diálogo con el concentrado interés de un grupo de espectadoras de un partido de tenis en el torneo de Wimbledon.
—Eso habrá que verlo —replicó Gaunt. Su tono de voz seguía siendo amistoso, pero ahora también había en él un leve matiz de desafío.
Cyndi Rose volvió a contemplar el jarrón, esta vez con más detenimiento. Steffie Bonsaint le cuchicheó algo al oído. Cyndi Rose asintió.
—Diecisiete dólares —dijo. En realidad, el jarrón tenía aspecto de valer cincuenta, y la mujer calculó que en una tienda de antigüedades de Boston estaría marcado a ciento ochenta.
Gaunt recogió los dedos bajo el mentón en un gesto que Brian Rusk habría reconocido.
—Creo que tendré que pedirle, al menos, cuarenta y cinco —replicó con cierta compunción.
A Cyndi Rose se le iluminaron los ojos. Allí había posibilidades. En un primer momento, el jarrón de estilo Lalique apenas había despertado en ella un ligero interés; en realidad, solo lo había utilizado como un recurso más para continuar la conversación con el misterioso señor Gaunt. En aquel momento, en cambio, al examinar el objeto con mayor detalle, vio que era realmente una obra notable que haría muy buen efecto en el salón de su casa. La orla de flores alrededor del cuello esbelto del jarrón era del mismo tono exacto que el papel pintado de las paredes. Hasta que Gaunt hubo respondido a su sugerencia con un precio que estaba solo un par de dedos más allá de su alcance, Cyndi Rose no se había dado cuenta de que deseaba tanto quedarse con aquel jarrón.
Consultó con sus amigas.
Gaunt observó al grupo sonriendo amablemente.
Entonces sonó de nuevo la campanilla de la puerta y entraron otras dos mujeres.
El primer día completo de negocio había empezado en Cosas Necesarias.
6
Cuando diez minutos más tarde las componentes del club de bridge de Ash Street dejaron Cosas Necesarias, Cyndi Rose llevaba una bolsa de plástico en cuyo interior, envuelto en papel de seda, estaba el jarrón Lalique.
Lo había adquirido por treinta y un dólares, más impuestos; era casi todo el dinero para imprevistos que tenía guardado, pero estaba tan encantada con aquel objeto que casi ronroneaba de satisfacción.
Por lo general, después de una compra tan impulsiva como la que acababa de hacer, Cyndi Rose se sentía insegura y un poco avergonzada de sí misma, convencida de haber pagado más de la cuenta o de haber sido claramente estafada. Pero en esta ocasión, no era así. Esta vez había salido ganando en la transacción. El señor Gaunt incluso le había dicho que volviera, que tenía la pareja de aquel jarrón y que la recibiría en un envío aquella misma semana, tal vez aquel mismo día. El que acababa de comprar resultaría muy bien en la mesilla del salón, pero si tenía la pareja, podría ponerlos en ambos extremos de la repisa de la chimenea y el efecto sería estupendo.
Sus tres amigas también consideraron que había hecho una buena compra, y aunque algo frustradas por haber averiguado tan poca cosa del señor Gaunt, la opinión que les mereció el nuevo vecino fue, en conjunto, muy favorable.
—Tiene unos ojos verdes muy atractivos —comentó Francie Pelletier con cierta languidez.
—¿Verdes? —dijo Cyndi Rose un poco desconcertada. A ella le había parecido que eran grises—. No me he fijado.
7
A media tarde, Rosalie Drake, la empleada de Polly en Coser y Cantar, se dejó caer por Cosas Necesarias durante el descanso para el café, acompañada de Nettie Cobb, la asistenta de su jefa. En la tienda había varias mujeres curioseando y, en el rincón del fondo, dos muchachos del instituto de Castle Rock revolvían una caja de cartón llena de tebeos antiguos e intercambiaban entusiasmados comentarios; era asombroso, se murmuraban el uno al otro, que en aquella caja hubiera tantas de las revistas que les faltaban para completar sus colecciones. Solo quedaba esperar que los precios no fueran demasiado elevados; era imposible saberlo sin preguntar, ya que no había etiquetas con el precio en las bolsas de plástico que protegían los tebeos.
Rosalie y Nettie saludaron al señor Gaunt y este pidió a la primera que diera de nuevo las gracias a Polly Chalmers por el pastel; luego sus ojos siguieron a Nettie, que se había alejado después de las presentaciones y estaba observando con aire bastante nostálgico una pequeña colección de objetos de cristal emplomado. Gaunt dejó a Rosalie estudiando la foto de Elvis colocada junto a la astilla de MADERA PETRIFICADA DE TIERRA SANTA y se aproximó a Nettie.
—¿Le gusta el cristal emplomado, señorita Cobb? —inquirió sin alzar la voz.
La mujer dio un pequeño respingo. Nettie Cobb tenía las facciones y el porte casi dolorosamente tímido de una persona hecha para sobresaltarse ante cualquier voz, por suave y amistosa que fuera, que sonara de pronto en sus proximidades. Se volvió y dirigió una sonrisa nerviosa al dueño de la tienda.
—Es señora Cobb —corrigió—. Aunque mi marido murió hace tiempo.
—Lamento oírlo.
—No es preciso que lo sienta. Ya han pasado catorce años. Mucho tiempo. En efecto, tengo una pequeña colección de piezas de cristal emplomado. —Nettie Cobb casi pareció estremecerse, como haría un ratoncillo ante la cercanía de un gato—. Aunque no puedo permitirme unas piezas tan bonitas como estas. Son realmente encantadoras. Como deben de ser las cosas en el cielo.
—Bueno, le diré un secreto —respondió él—. Cuando compré estas piezas, adquirí muchas más y no salen tan caras como piensa usted. Y esas otras son mucho más bonitas aún. ¿No le apetecería pasarse por aquí mañana para echarles un vistazo?
La mujer dio un nuevo respingo y se apartó un paso, como si el señor Gaunt le hubiera propuesto que volviera al día siguiente para pellizcarle el trasero unas cuantas veces, quizá hasta hacerla gritar.
—¡Oh!, no creo que… El jueves tengo el día muy ocupado, ¿sabe…? En casa de Polly Chalmers… Los jueves hacemos la limpieza semanal, ¿sabe?
—¿Seguro que no puede pasarse ni un momento? —insistió él—. Polly me ha dicho que es usted quien ha hecho el pastel que ha traído esta mañana…
—¿Estaba bueno? —preguntó Nettie nerviosa. En sus ojos se leía que esperaba que Gaunt le respondiera: «No, no estaba bueno, Nettie, me ha dado retortijones, me ha provocado diarrea incluso, de modo que voy a hacerte daño, Nettie, voy a llevarte a rastras a la trastienda y voy a retorcerte los pezones hasta que te rindas…».
—Estaba estupendo —respondió el hombre en tono tranquilizador—. Me ha recordado los que hacía mi madre…, y han pasado muchos años desde entonces.
Aquel era el punto flaco de Nettie, quien había querido muchísimo a su madre a pesar de las palizas que había recibido de ella por sus frecuentes escapadas a los bares de copas y música. La mujer se relajó un poco.
—Bueno, está bien —dijo por fin—. Me alegro muchísimo de que le haya gustado. Naturalmente, ha sido idea de Polly. Es la mujer más encantadora del mundo.
—Sí —respondió Gaunt—. Después de conocerla, comparto su opinión. —Dirigió una mirada a Rosalie Drake, pero esta seguía inspeccionando los artículos de la tienda. Miró de nuevo a Nettie y añadió—: De todos modos, considero que le debo a usted algo…
—¡Oh, no! —exclamó Nettie, alarmada de nuevo—. No me debe nada en absoluto, señor Gaunt.
—Pásese por aquí mañana, por favor. Aprecio que tiene usted buen gusto para los cristales emplomados…, y así podré devolverle el recipiente en el que ha traído el pastel la señora Chalmers.
—Bueno…, supongo que podría encontrar un momento para venir durante el descanso de mediodía… —Los ojos de Nettie decían que la mujer no podía creer lo que estaba saliendo de sus propios labios.
—Espléndido —asintió el hombre, y se alejó de ella rápidamente, sin darle tiempo a cambiar de opinión. Se acercó a los muchachos del fondo y les preguntó qué tal les iba. Los chicos, con aire dubitativo, le mostraron varios ejemplares antiguos de El increíble Hulk y de La Patrulla X. Cinco minutos más tarde, salían de la tienda con los tebeos en las manos y una expresión de perplejidad y satisfacción en el rostro.
Apenas acababa de cerrarse la puerta tras ellos, cuando volvió a abrirse y dejó paso a Cora Rusk y Myra Evans. Las dos mujeres miraron a su alrededor con los ojos brillantes y ávidos de unas ardillas en plena estación de recogida de provisiones, y se acercaron de inmediato a la vitrina de cristal que contenía la foto de Elvis. Cora y Myra se inclinaron a observarla, entre arrullos de admiración, exhibiendo unos traseros que fácilmente alcanzaban dos mangos de hacha de ancho.
Gaunt los contempló con una sonrisa.
La campanilla de la puerta volvió a sonar. La recién llegada era tan voluminosa como Cora Rusk, pero Cora estaba gorda y aquella mujer era robusta, como robusto es el aspecto de un leñador con barriga de bebedor de cerveza. En la blusa llevaba prendido un gran botón blanco con letras rojas que proclamaban:
NOCHE DE CASINO - ¡PARA PASAR UN BUEN RATO!
Las facciones de la mujer tenían el encanto de una palada de nieve. Sus cabellos, de un tono castaño deslucido y nada extraordinario, estaban cubiertos casi por completo por un pañuelo que llevaba anudado severamente bajo la ancha papada. Durante un par de segundos, la recién llegada inspeccionó el interior de la tienda con sus ojillos hundidos, volviendo la mirada velozmente a un lado y a otro como un pistolero que estudiara el interior de un saloon antes de abrir de golpe las puertas batientes y organizar un tiroteo. Después avanzó unos pasos.
Entre las mujeres que deambulaban ante las vitrinas, pocas le dedicaron algo más que una breve mirada, pero Nettie Cobb se quedó observando a la recién llegada con una expresión insólita, mezcla de odio y de consternación. Acto seguido, se apartó apresuradamente del cristal emplomado. Su movimiento llamó la atención de la mujer del pañuelo, que miró a Nettie con un ademán de patente disgusto, seguido de un gesto despectivo.
Instantes después, la campanilla de la puerta volvió a sonar mientras Nettie abandonaba la tienda.
El señor Gaunt observó todo lo sucedido con gran interés. Luego, se acercó a Rosalie y le comentó:
—Me temo que la señora Cobb se ha marchado sin usted.
Rosalie se volvió, sorprendida.
—¿Por qué…? —empezó a preguntar, pero sus ojos se fijaron en la recién llegada del distintivo con la leyenda de Noche de Casino firmemente prendido entre los pechos, quien, brazos en jarras sobre sus inmensas caderas, examinaba la alfombra turca colgada de la pared con el concentrado interés de un estudiante de arte en una exposición—. ¡Oh! Discúlpeme, señor, pero tengo que marcharme ahora mismo —añadió entonces Rosalie.
—Por lo visto usted y esa señora no se llevan demasiado bien —apuntó el señor Gaunt.
Rosalie le lanzó una aturdida sonrisa. Gaunt volvió a mirar a la mujer del pañuelo y preguntó quién era. Rosalie arrugó la nariz.
—Wilma Jerzyck —respondió—. Discúlpeme… Tengo que alcanzar a Nettie. Es muy impresionable, ¿sabe usted?
—Desde luego que sí —contestó el hombre, y siguió con la mirada a Rosalie hasta que esta cerró la puerta. Luego añadió para sí: «¿No lo somos todos?».
A continuación notó unos golpecitos en el hombro y se volvió. Era Cora Rusk.
—¿Cuánto cuesta ese retrato de El Rey? —preguntó.
Leland Gaunt le dedicó una de sus deslumbrantes sonrisas antes de contestar:
—Bien, hablemos de ello. ¿Cuánto calcula usted que vale?