1
En una población pequeña, la apertura de una tienda es una gran noticia. Aunque no lo era tanto para Brian Rusk como para otros vecinos; para su madre, por ejemplo. Durante el último mes, Brian la había oído comentando el asunto varias veces cuando hablaba por teléfono con su mejor amiga, Myra Evans, para ponerse al corriente de las noticias del pueblo (no debía llamarlos chismorreos, le había advertido la madre, porque chismorrear era una mala costumbre y ella no la tenía). Los primeros obreros habían llegado al viejo edificio que había albergado la compañía inmobiliaria y de seguros Western Maine Realty & Insurance casi coincidiendo con el reinicio de curso y, desde entonces, habían trabajado sin parar. Pero nadie en el pueblo sabía a ciencia cierta qué se tramaba en el local; lo primero que habían hecho los operarios había sido preparar un gran escaparate, y lo segundo, dejarlo opaco embadurnándolo con pasta blanca.
Hacía quince días, había aparecido en el cristal de la puerta un rótulo, colgado de un gancho adherido al cristal mediante una ventosa de plástico translúcido.
¡PRÓXIMA INAUGURACIÓN!
decía el rótulo.
COSAS NECESARIAS
UN NUEVO TIPO DE TIENDA
«¡NO DARÁ CRÉDITO A SUS OJOS!».
—Será otra tienda de antigüedades —dijo la madre de Brian a Myra. En aquella ocasión, Cora Rusk estaba reclinada en el sofá, sosteniendo el teléfono con una mano y comiendo cerezas cubiertas de chocolate con la otra mientras seguía el capítulo de Santa Bárbara en el televisor—. Solo otra tienda de antigüedades llena de imitaciones de muebles de los primeros colonos americanos y de mohosos teléfonos de manivela. Ya lo verás.
Eso había sido poco después de que se instalara el nuevo escaparate y los cristales fueran embadurnados con la pasta blanca, y su madre lo había dicho con tal rotundidad que Brian debería haberse convencido de que el asunto quedaba zanjado. Pero, con su madre, ningún caso podía considerarse por definitivamente cerrado.
Las especulaciones y suposiciones de que era capaz parecían tan infinitas como los problemas de los personajes de Santa Bárbara y de Hospital General.
Hacía una semana, la primera línea del rótulo colgado en la puerta había sido modificada para anunciar:
9 DE OCTUBRE, GRAN INAUGURACIÓN.
¡VENGA CON SUS AMISTADES!
Brian no estaba tan interesado en la nueva tienda como su madre (y como algunos de los maestros, a quienes había oído hablar del asunto en la sala de profesores de la escuela secundaria de Castle Rock cuando le había correspondido el turno de repartidor del correo), pero tenía once años, y un chico de su edad y lleno de salud se interesa por cualquier novedad. Además, el nombre del lugar le fascinaba: Cosas Necesarias. ¿Qué significaba aquello exactamente?
Había advertido el cambio en la primera línea del rótulo el martes anterior, cuando volvía de la escuela al atardecer. El martes era el día que llegaba más tarde a casa. Brian había nacido con el labio leporino y, pese a que le habían corregido quirúrgicamente el defecto cuando tenía siete años, aún debía acudir a reeducación del lenguaje. Si alguien le preguntaba, siempre mantenía obstinadamente que odiaba la clase de terapia, pero no era cierto. Brian estaba profunda y desesperadamente enamorado de la señorita Ratcliffe y esperaba con impaciencia toda la semana a que llegara el momento de su clase de educación especial. La jornada del martes parecía durar mil años y el chico siempre pasaba las dos últimas horas con un agradable hormigueo en el estómago.
En la clase solo había cuatro chicos más, y ninguno de ellos era del vecindario de Brian, de lo cual se alegraba. Después de pasar una hora compartiendo la misma habitación con la señorita Ratcliffe, se sentía demasiado exaltado para tolerar la compañía de nadie. Le gustaba volver a casa despacio a última hora de la tarde, casi siempre empujando la bicicleta en lugar de ir montado en ella, soñando con la señorita mientras caían a su alrededor hojas amarillentas y doradas entre los rayos sesgados del sol de octubre.
El recorrido le conducía por las tres manzanas de la calle principal, atravesando el parque municipal, y el día que había visto el rótulo que anunciaba la gran inauguración, había pegado la nariz al cristal de la puerta con la esperanza de descubrir qué había reemplazado los atestados estantes y las paredes amarillas industriales de la desaparecida agencia de la Western Maine Realty & Insurance. Su curiosidad se vio frustrada. Tras el cristal se había instalado una cortina que lo ocultaba todo. Brian no distinguió otra cosa que el reflejo de su rostro y de sus manos ahuecadas.
El viernes, día 4, había aparecido un anuncio de la nueva tienda en el semanario de Castle Rock, el Call. Venía enmarcado en un recuadro de líneas onduladas y debajo del borde superior había una orla de ángeles colocados espalda contra espalda que hacían sonar largas trompetas. El anuncio en sí no decía nada que no pudiera leerse en el rótulo colgado de la ventosa: el nombre de la tienda era Cosas Necesarias, abriría al público a las diez de la mañana del 9 de octubre y, por supuesto, «No dará crédito a sus ojos».
No había la más ligera pista sobre el tipo de mercancías que el propietario o los propietarios de Cosas Necesarias se proponían ofrecer al público.
Aquello pareció irritar en gran medida a Cora Rusk; lo suficiente, al menos, para hacer una de sus escasas llamadas a Myra un sábado por la mañana.
—Te aseguro que yo sí daré crédito a mis ojos —declaró—. Cuando vea esas camas de somier de malla que se supone que tienen doscientos años, pero que cualquiera que se moleste en agachar la cabeza bajo los volantes de la colcha puede comprobar que llevan el marchamo de Rochester, Nueva York, estampado en la estructura, entonces te repito que creeré lo que vean mis ojos.
Myra dijo algo. Cora escuchó mientras metía los dedos en una lata de cacahuetes tostados, los sacaba a pares y los masticaba rápidamente. Brian y su hermano pequeño, Sean, estaban sentados en el suelo del salón, viendo dibujos animados en el televisor.
Sean estaba completamente absorto en el mundo de los Pitufos y Brian no se sentía del todo ajeno a las aventuras de aquella comunidad de pequeños seres azules, pero mantuvo un oído atento a la conversación.
—¡Exaaacto! —había exclamado Cora Rusk con más rotundidad y firmeza incluso de lo habitual, después de que Myra hiciese algún comentario especialmente mordaz—. ¡Precios caros y mohosos teléfonos antiguos!
La víspera, lunes, Brian había pasado en bicicleta por el centro del pueblo con dos o tres amigos. Se detuvieron al otro lado de la calle, frente a la tienda nueva, y Brian se fijó en que, durante el día, alguien había instalado una marquesina verde oscuro. En la parte inferior, escrito en letras blancas, podía leerse COSAS NECESARIAS. Polly Chalmers, la encargada de la tienda de labores, estaba en medio de la acera, con las manos en sus caderas admirablemente redondeadas, contemplando el toldo verde con una expresión que parecía a medio camino entre el desconcierto y la admiración.
A Brian, que sabía un poco de toldos, también le causó admiración. Aquel era el único toldo auténtico de Main Street y daba un aire muy especial a la nueva tienda. La palabra «sofisticada» aún no formaba parte del léxico del muchacho, pero Brian reconoció enseguida que en todo Castle Rock no había otro comercio con aquel aspecto. El toldo hacía que pareciera uno de esos locales que salen en la televisión. Comparado con él, la Western Auto, al otro lado de la calle, parecía desaliñada y rústica.
Cuando llegó a casa, su madre estaba en el sofá viendo Santa Bárbara, comiendo un pastelillo de crema y bebiendo una Coca-Cola light. Su madre siempre tomaba refrescos bajos en calorías mientras miraba el serial de la tarde. Brian no estaba seguro de por qué lo hacía, teniendo en cuenta las golosinas con que los acompañaba, pero sí sabía que, probablemente, sería arriesgado preguntárselo. Su madre podía incluso llegar a gritarle, y cuando empezaba a gritar, lo mejor era ponerse a cubierto.
—¡Eh, mamá! —exclamó, al tiempo que arrojaba los libros sobre el mostrador de la cocina y abría el frigorífico para sacar la leche—. ¿Sabes qué? Hay un toldo en la tienda nueva.
—¿Qué dices del polvo? —llegó la voz de su madre desde el salón.
Brian llenó el vaso y se asomó a la puerta.
—Toldo —repitió—. En la tienda nueva.
Cora se incorporó en el sofá, buscó el mando a distancia y pulsó el botón de cortar el sonido. En la pantalla, Al y Corinne continuaron su parlamento acerca de los problemas de Santa Bárbara en su restaurante favorito de Santa Bárbara, pero solo alguien capaz de leer los labios habría podido decir cuáles eran exactamente esos problemas.
—¿Qué? ¿Ese sitio… Cosas Necesarias?
—Ajá —asintió Brian, y tomó un trago de leche.
—¡No sorbas! —exclamó la madre, llevándose a la boca el resto del pastelillo—. Suena espantoso. ¿Cuántas veces tengo que repetírtelo?
Casi tantas como me has advertido que no hablara con la boca llena, pensó Brian, pero no dijo nada. Había aprendido las ventajas de la continencia verbal desde muy pequeño.
—Lo siento, mamá.
—¿Qué clase de toldo?
—De color verde.
—¿De plancha metálica o de aluminio?
Brian, cuyo padre era vendedor de revestimientos para paredes en la Compañía de Puertas y Revestimientos Dick Perry de South Paris, sabía muy bien a qué se refería su madre, pero si hubiera sido aquel tipo de toldo, casi no se habría fijado. Las marquesinas de aluminio y de plancha metálica eran baratas. La mitad de las casas de Castle Rock las tenía colocadas sobre las ventanas.
—No, no. Es de tela. De lona, creo. Sobresale de la fachada y hace sombra en la acera. Y es redondo, así. —Ahuecó las manos (con cuidado, para no derramar la leche) en un semicírculo—. Y lleva el nombre impreso en la parte inferior. Es realmente alucinante.
—¡Que me aspen si…!
Esa era la frase con la que Cora expresaba casi siempre su exasperación o su nerviosismo. Brian, cauto, retrocedió un paso por si se trataba de lo primero.
—¿Qué crees que será, mamá? ¿Un restaurante, tal vez?
—No lo sé. —Cora alargó la mano hacia el teléfono de la mesilla. Para alcanzarlo, tuvo que apartar al gato, Squeebles, la guía de televisión y una botella de litro de Coca-Cola light—. Pero suena ligeramente sospechoso.
—Mamá, ¿qué significa Cosas Necesarias? Parece…
—No me molestes ahora con eso, Brian; mamá está muy ocupada. Hay pan para bocadillos en la caja si quieres tomar algo. Pero hazte solo uno, que luego no cenas.
Cora ya estaba marcando el número de Myra y al instante las dos mujeres estaban enfrascadas con gran entusiasmo en sus comentarios acerca del toldo verde.
A Brian no le apetecía ningún bocadillo (quería mucho a su madre pero, a veces, verla comer le quitaba el apetito). Se sentó ante la mesa de la cocina, abrió el libro de matemáticas y empezó a hacer los deberes del día siguiente. Era un chico inteligente y trabajador, y los problemas de matemáticas eran la única tarea que no había terminado en la escuela. Mientras trasladaba metódicamente la coma de los decimales y luego dividía, escuchó parte de la conversación de su madre, quien decía una vez más a Myra que pronto tendrían en el pueblo una de esas tiendas de frascos de viejos perfumes apestosos y de fotos de los parientes difuntos de algún vecino, y que era una vergüenza cómo se comerciaba con aquellas cosas. Allá fuera había demasiada gente, decía Cora, cuyo lema en la vida era «toma el dinero y corre». Cuando se refería al toldo, hablaba como si alguien lo hubiera instalado deliberadamente para molestarla y hubiera conseguido de pleno su propósito.
Creo que mamá supone que alguien debería habérselo dicho, pensó Brian mientras movía el lápiz con tenacidad, sumando cifras y anotando resultados. Sí, eso era. En primer lugar, la reconcomía la curiosidad. Y, en segundo lugar, estaba resentida. Y la combinación de ambas cosas la estaba poniendo fuera de sí. En fin, pronto iba a enterarse de todo. Y entonces, tal vez le haría partícipe del gran secreto. Y si estaba demasiado ocupada, Brian se enteraría de todos modos escuchándola en alguna de sus conversaciones de media tarde con Myra.
Sin embargo, tal como resultaron las cosas, Brian se enteró de muchos secretos acerca de Cosas Necesarias antes que su madre, que Myra o que nadie más en Castle Rock.
2
La tarde anterior a la fecha anunciada para la inauguración de Cosas Necesarias, Brian apenas montó en la bicicleta durante el regreso de la escuela; estaba sumido en un cálido ensueño (un secreto que no habría traspasado sus labios aunque le hubieran amenazado con ascuas ardientes o con tarántulas peludas) en el que pedía a la señorita Ratcliffe que lo acompañara a la feria del condado de Castle Rock y ella accedía.
—Gracias, Brian —dice la señorita Ratcliffe, y Brian advierte unas lagrimitas de gratitud en el rabillo de sus ojos azules, unos ojos de un color tan oscuro que casi parecen tempestuosos—. Es que…, verás, últimamente he estado muy triste. He perdido a mi novio, ¿sabes?
—Yo te ayudaré a olvidarlo —responde Brian con voz firme y al mismo tiempo tierna—, si me llamas… Bri.
—Gracias —susurra ella, y luego, acercándose lo suficiente para que él perciba su perfume, un encantador aroma a flores silvestres, añade—: Gracias…, Bri. Y como, al menos por esta noche, seremos chico y chica en lugar de maestra y alumno, tú puedes llamarme… Sally.
Brian le coge las manos. La mira a los ojos.
—No soy un niño pequeño —le dice—. Puedo ayudarte a olvidarlo…, Sally.
Ella parece casi hipnotizada ante esta comprensión inesperada, ante esta hombría imprevista; tal vez tenga solo once años, piensa, pero es más hombre de lo que Lester ha demostrado ser jamás. Sus manos aprietan las de él. Sus rostros se acercan más…, más aún…
—No —murmura ella, y ahora tiene los ojos tan abiertos y tan próximos que Brian casi parece ahogarse en ellos—, no debes, Bri…, no estaría bien…
—Tranquila, pequeña —replica él, y posa sus labios en los de Sally.
Al cabo de unos momentos, ella se aparta un poco y susurra con ternura…
—¡Eh, chico, mira por dónde coño vas!
Despertando de su ensueño con un sobresalto, Brian vio que había ido a parar delante del camión articulado de Hugh Priest.
—Lo siento, señor Priest —murmuró, rojo como un tomate.
Hugh Priest no era un tipo al que conviniera enfurecer. Trabajaba para el departamento de Obras Públicas y tenía fama de ser la persona con peor genio de Castle Rock. Brian lo miró fijamente. Si hacía ademán de saltar del camión, montaría en la bici y saldría pitando Main Street abajo casi a la velocidad de la luz. No tenía el menor interés en pasar el mes siguiente en el hospital por haberse embobado con la fantasía de llevar a la señorita Ratcliffe a la feria del condado.
Pero Hugh Priest tenía una botella de cerveza entre las piernas, en la radio sonaba Hank Williams, Jr., cantando «High and Pressurized», y se sentía demasiado a gusto para liarse a algo tan cansado como darle una somanta a un chiquillo un martes por la tarde.
—Mejor será que tengas los ojos bien abiertos —masculló, mientras daba un trago de la botella y miraba a Brian con aire amenazador—, porque la próxima vez no me molestaré en frenar. Sencillamente, te dejaré aplastado en la carretera. Te vas a enterar, chaval.
El camión arrancó y se alejó. Brian sintió el loco (y misericordiosamente breve) impulso de gritar «¡Que me aspen si…!» en dirección a Hugh Priest. Esperó a que el camión anaranjado doblara la esquina de Linden Street y continuó su camino. El ensueño sobre la señorita Ratcliffe, sin embargo, se había acabado por aquella tarde. Hugh Priest lo había devuelto a la realidad. La señorita Ratcliffe no había tenido ninguna pelea con su novio, Lester Pratt; aún llevaba su pequeño anillo de compromiso con un diamante y seguía usando el Mustang azul de Lester mientras esperaba a que le devolviesen su coche del taller.
Brian había visto a la señorita Ratcliffe y al señor Pratt aquella misma tarde, pegando esas octavillas de LOS DADOS Y EL DIABLO en los postes telefónicos de Lower Main Street, junto a un grupo de gente que acompañaba su trabajo con himnos religiosos. Lo más curioso fue que, tan pronto como el grupo se hubo marchado, se presentaron los católicos para arrancar los panfletos. Resultó bastante divertido, en cierto modo…, pero si hubiera sido mayor Brian habría puesto todo su empeño en proteger cualquier cartel que la señorita Ratcliffe hubiera pegado con sus adorables manos.
Brian evocó los ojos azul oscuro de su profesora, sus largas piernas de bailarina, y lo embargó la misma sombría estupefacción que experimentaba cada vez que recordaba que en enero ella se proponía cambiar su nombre de soltera, Sally Ratcliffe, que sonaba encantador, por el de Sally Pratt, que a Brian le sugería la imagen de una mujer gorda cayendo por un tramo de escalera corto y duro.
En fin, pensó, ciñéndose al otro bordillo y echando a andar lentamente por Main Street, tal vez su amada cambiara de idea. No era ningún imposible. O quizá Lester Pratt sufriera un accidente de tráfico o se le declarara un tumor cerebral o algo parecido. Incluso podía resultar que fuera un drogadicto. La señorita Ratcliffe jamás se casaría con un drogadicto.
Esos pensamientos proporcionaron a Brian cierto consuelo, pero no cambiaron el hecho de que Hugh Priest había desbaratado su fantasía cuando esta casi había llegado a su punto culminante (donde Brian le daba el beso a la señorita Ratcliffe e incluso llegaba a tocarle el pecho derecho en el Túnel del Amor de la feria). En cualquier caso, era una idea bastante desquiciada: un chico de once años que llevara a su maestra a la feria del condado. La señorita Ratcliffe le parecía muy guapa, pero también era bastante mayor. En una ocasión había dicho a los alumnos de la clase especial que cumpliría veinticuatro años en noviembre.
Así pues, Brian volvió a doblar su ensoñación por los pliegues, como si estuviera recogiendo un documento muy valioso y muchas veces consultado, y lo guardó en su lugar correspondiente, en la estantería del fondo de su mente. Luego se dispuso a montar en la bicicleta y pedalear el resto del camino hasta su casa.
Pero en aquel momento se dio cuenta de que estaba pasando ante la nueva tienda y le llamó la atención un rótulo colgado en la entrada. Tenía algo distinto. Detuvo la bicicleta y se fijó mejor. El anuncio de
9 DE OCTUBRE, GRAN INAUGURACIÓN.
¡VENGA CON SUS AMISTADES!
había desaparecido, reemplazado por un pequeño cartel cuadrado, con letras rojas sobre fondo blanco.
ABIERTO
decía, y
ABIERTO
era lo único que decía. Brian permaneció inmóvil, con la bicicleta entre las piernas y la vista fija en el cartel, y el corazón empezó a latirle un poco más deprisa.
No vas a entrar ahí, ¿verdad?, se dijo a sí mismo. O sea, aunque realmente esté abierto un día antes de la inauguración, no vas a entrar, ¿verdad?
¿Por qué no?, se respondió a continuación.
Bueno…, porque el escaparate aún está blanqueado y la cortina de la puerta todavía está bajada. Si entras ahí, puede sucederte cualquier cosa. Cualquier cosa.
Claro. Seguro que el tipo de la tienda es una especie de Norman Bates, que se pone la ropa de su madre y mata a sus clientes a puñaladas. ¡Exaaacto!
Vamos, olvídalo, apuntó la parte tímida de su mente, aunque esa parte sonaba como si ya se supiera vencida de antemano. Resultaba curioso.
Pero, a continuación, Brian pensó en comentárselo a su madre, en decirle como si tal cosa: «Por cierto, mamá, ¿sabes esa tienda nueva, Cosas Necesarias? Pues ha abierto un día antes. Y he entrado a echarle un vistazo».
¡Segurísimo que, en cuanto lo oyera, su madre se apresuraría a pulsar el botón del mando a distancia para cortar el sonido! ¡Sí, seguro que querría saberlo todo!
La perspectiva le resultó irresistible.
Aparcó la bicicleta en el bordillo, apoyada en el pedal, dio unos pasos hasta quedar bajo la sombra del toldo —bajo el cual la temperatura parecía descender diez grados— y se acercó a la puerta de Cosas Necesarias.
Cuando puso la mano en el picaporte de metal, grande y muy anticuado, se le ocurrió que el rótulo sería un error. Probablemente, el cartel había estado junto a la puerta esperando al día siguiente y alguien lo había colgado sin reparar en lo que hacía. Brian no oía el menor ruido procedente del otro lado de la cortina echada, y el lugar parecía desierto.
Sin embargo, ya que había llegado hasta allí, probó el tirador de la puerta… y este giró suavemente bajo sus dedos. El pestillo cedió con un chasquido y la puerta de Cosas Necesarias se abrió sin oponer resistencia.
3
El interior estaba en penumbra, pero no a oscuras. Brian advirtió que había instalados unos raíles de iluminación (una especialidad de la empresa de su padre) y que algunos de los focos montados en ellos estaban encendidos y dirigidos hacia una serie de vitrinas de cristal distribuidas por el espacioso local. Casi todas las vitrinas estaban vacías y los focos encendidos iluminaban las pocas que sí tenían algún objeto dentro.
El suelo, de madera desnuda cuando el edificio era la sede de la Western Maine Realty & Insurance, había sido cubierto en toda su extensión con una gruesa moqueta de color borgoña. Las paredes estaban pintadas de color blanco mate y una leve luz, tan blanca como las paredes, se filtraba a través del escaparate empastado.
Efectivamente, era un error, pensó Brian. La tienda ni siquiera había recibido la mercancía aún. Quien había colgado el rótulo de ABIERTO en la puerta por equivocación también había cometido el descuido de dejar la puerta sin cerrar.
Lo más educado que podía hacer en aquellas circunstancias era cerrar de nuevo la puerta, montar en la bici y largarse.
Sin embargo, se resistía a marcharse. Al fin y al cabo, estaba viendo con sus propios ojos el interior de la nueva tienda. Cuando su madre lo supiera, querría pasarse el resto de la tarde hablando con él. Pero lo exasperante era que no se sentía muy seguro de qué estaba viendo exactamente. En las vitrinas había media docena de
(piezas de exposición)
de objetos sobre los cuales estaban dirigidos los focos —una especie de ensayo, probablemente—, pero Brian no conseguía distinguir qué eran. En cambio, de lo que sí estuvo seguro fue de lo que no eran: allí no había camas antiguas ni teléfonos de manivela viejos y mohosos.
—¿Hola? —preguntó dubitativo, sin pasar del umbral—. ¿Hay alguien aquí?
Se disponía a asir de nuevo el tirador y cerrar la puerta por fuera cuando una voz respondió:
—Sí, aquí estoy.
Una figura alta —que al principio le pareció imposiblemente alta— apareció en el hueco de una puerta tras una de las vitrinas. El vano estaba disimulado por una cortina de terciopelo oscuro. Brian sintió un pasajero y monstruoso retortijón de miedo. Después, el haz de luz de uno de los focos cruzó en diagonal el rostro del hombre y el miedo del muchacho se mitigó. El hombre era un anciano y tenía una expresión muy amable. Sus ojos miraban a Brian con interés y placer.
—La puerta no estaba cerrada —empezó a excusarse este—, así que pensé…
—Pues claro que no está cerrada —dijo el altísimo anciano—. He decidido abrir un rato esta tarde como una especie de… de preestreno. Y tú eres mi primer cliente. Entra, amigo mío. ¡Entra sin compromiso y deja aquí un poco de la felicidad que traes contigo!
El hombre sonrió y le tendió la mano. La sonrisa era contagiosa y Brian sintió una inmediata simpatía por el propietario de Cosas Necesarias. Tuvo que dejar atrás el umbral y entrar en la tienda para estrechar la mano de este, y lo hizo sin el menor titubeo. Detrás de él, la puerta se cerró y pasó el cerrojo por sí sola. Brian no lo advirtió. Estaba demasiado ocupado observando que el hombre tenía unos ojos azul oscuro del mismo tono exacto que los de la señorita Ratcliffe. Habrían podido pasar por padre e hija. El apretón de manos del hombre resultó firme y enérgico, pero no doloroso. Aun así, tuvo algo de desagradable. Algo… de lisonjero. Excesivamente firme, tal vez.
—Me alegro de conocerlo —dijo Brian.
Los ojos azul oscuro se concentraron en su rostro como dos faroles de ferrocarril.
—Yo también estoy encantado de verte —declaró el altísimo individuo. Y así fue como Brian Rusk se convirtió en la primera persona de Castle Rock en conocer al propietario de Cosas Necesarias.
4
—Me llamo Leland Gaunt —se presentó el hombre—, ¿y tú eres…?
—Brian. Brian Rusk.
—Muy bien, Brian Rusk. Y ya que eres mi primer cliente, creo que puedo ofrecerte un precio muy especial por el objeto que elijas.
—Gracias, señor —respondió Brian—, pero no creo que pueda comprar nada en un lugar como este. No me dan la paga semanal hasta el viernes y… —Dirigió una nueva mirada dubitativa hacia las vitrinas de cristal—. En fin, no parece que haya recibido aún todas sus mercancías…
Gaunt sonrió, mostrando los dientes torcidos que tenían un tono amarillento bajo la escasa luz, pero a Brian, pese a todo, siguió pareciéndole una sonrisa encantadora. De nuevo, se encontró casi obligado a devolvérsela.
—Es cierto —admitió Leland Gaunt—. Todavía no está todo. La mayor parte de mi… de mi mercancía, como la has llamado, llegará a última hora de hoy. De todos modos, ya tengo algunos artículos interesantes. Echa un vistazo, joven Brian Rusk. Me encantará conocer tu opinión por lo menos…, e imagino que tendrás una madre, ¿verdad? Claro que sí. Un jovencito como tú no puede ser huérfano, ¿me equivoco?
Brian movió la cabeza, sin dejar de sonreír.
—No, no. Mamá está en casa, ahora mismo. —Una idea le pasó por la cabeza—: ¿Quiere que vaya a buscarla?
Pero en el mismo momento en que la propuesta salía de sus labios, se arrepintió de haberla planteado. No tenía ningunas ganas de ir a buscarla. Al día siguiente, el señor Leland Gaunt pertenecería a todo el pueblo. Al día siguiente, su madre y Myra Evans empezarían a chismorrear acerca de él con las demás mujeres de Castle Rock. Brian calculó que el señor Gaunt habría dejado de parecer tan extraño y diferente a final de mes, o tal vez a final de semana, incluso, pero en aquel momento todavía lo era; en aquel momento pertenecía a Brian Rusk y solo a él. Y Brian deseaba que aquella situación no cambiara.
Por eso se alegró cuando el señor Gaunt levantó la mano (sus dedos eran extremadamente largos y finos, y Brian advirtió que el índice y el corazón tenían exactamente la misma longitud) y movió la cabeza en gesto de negativa.
—En absoluto —le oyó decir—. Eso es, precisamente, lo que no quiero que hagas. Sin duda, tu madre querría traer con ella a una amiga, ¿verdad?
—Sí —respondió Brian, pensando en Myra.
—Tal vez dos o incluso tres… No. Así es mejor, Brian…, ¿puedo llamarte Brian?
—Claro —respondió el chico, asombrado.
—Gracias. Y tú puedes llamarme señor Gaunt, ya que soy mayor que tú, aunque no necesariamente superior… ¿De acuerdo?
—Claro.
Brian no estaba seguro de a qué se refería el señor Gaunt con lo de mayores y superiores, pero le encantaba la voz de aquel hombre. Además, sus ojos eran realmente extraordinarios. Brian apenas era capaz de apartar la mirada de ellos.
—Sí, así es mucho mejor. —El señor Gaunt se frotó sus largas manos y estas produjeron un sonido siseante. Aquello gustó mucho menos a Brian. El sonido de las manos del señor Gaunt al frotarlas recordaba el de una serpiente alarmada y dispuesta a morder—. Luego hablarás con tu madre, tal vez incluso le muestres lo que has comprado, si es que encuentras algo que te guste…
Brian pensó en decirle al señor Gaunt que tenía en el bolsillo un espléndido total de noventa y un centavos, pero decidió no hacerlo.
—… y ella lo comentará con sus amigas, y estas con otras… ¿Te das cuenta, Brian? ¡Serás un anuncio más efectivo de lo que podría soñar serlo el del semanario local! ¡No sacaría más provecho de ti si te contratara para recorrer las calles del pueblo como hombre anuncio!
—Si usted lo dice… —asintió Brian. No tenía la menor idea de qué era un hombre anuncio, pero de lo que estaba seguro era de que ni muerto le obligarían a hacer de tal—. Quizá sea divertido echar un vistazo.
«A lo poco que hay que ver», se contuvo de añadir, por educación.
—¡Entonces, empieza a mirar! —insistió el hombre, señalando las vitrinas con un gesto. Brian advirtió que llevaba una chaqueta larga de terciopelo rojo. Pensó que tal vez era una auténtica chaqueta de media gala, como las de los relatos de Sherlock Holmes que había leído—. ¡A tu aire, Brian!
El muchacho se acercó lentamente a la vitrina más próxima a la puerta. Volvió la cabeza, seguro de que el señor Gaunt le estaría pisando los talones, pero el anciano todavía estaba junto a la entrada, observándolo con expresión burlona y divertida. Era como si le hubiera leído los pensamientos y hubiese descubierto cuánto le desagradaba que el dueño de una tienda le siguiera de cerca mientras examinaba las existencias. Brian suponía que la mayoría de los tenderos temía que rompiera algo, lo manchara, o ambas cosas.
—Tómate todo el tiempo que quieras —continuó el señor Gaunt—. Ir de compras es un placer cuando uno se toma su tiempo, y una molestia si se apresura.
—Oiga, ¿es usted extranjero? —preguntó Brian. El señor Gaunt tenía un acento ligeramente extraño que le recordaba al viejo que presentaba Noche de teatro, programa que su madre miraba a veces si la guía de televisión decía que era una historia de amor.
—Soy de Akron —respondió Gaunt.
—¿Eso está en Inglaterra?
—Está en Ohio —aclaró Leland Gaunt con voz grave. Y entonces enseñó su dentadura fuerte e irregular en una radiante sonrisa.
A Brian le pareció gracioso, igual que le solían parecer graciosos los diálogos de comedias de la tele como Cheers. De hecho, todo aquello le hacía sentirse como si se hubiera metido en un programa de televisión, uno que resultaba un poco misterioso pero, en realidad, no amenazador.
Rompió a reír. Por un instante, le preocupó que el señor Gaunt pensara que era un maleducado (quizá porque su madre siempre le acusaba de serlo y, como consecuencia de ello, Brian había llegado a creer que vivía en una telaraña enorme y casi invisible de convenciones sociales), pero el hombre no tardó en unírsele. Los dos se reían al unísono y, considerándolo todo, Brian no pudo recordar una tarde tan divertida como estaba resultando aquella.
—Vamos, mira —insistió el señor Gaunt con un gesto—. Ya charlaremos en otra ocasión, Brian.
Así que Brian miró. En la vitrina mayor, que podría haber contenido holgadamente veinte o treinta objetos, solo había cinco. Uno era una pipa. Otro, una foto de Elvis Presley con el pañuelo rojo al cuello y el mono deportivo con el tigre en la espalda. El Rey (así era como su madre se refería siempre a él) sostenía un micrófono ante sus labios carnosos. El tercer objeto era una cámara Polaroid. El cuarto, una roca pulida con el interior hueco y lleno de cristales que recogían y reflejaban espléndidamente la luz del foco. El quinto era una astilla de madera casi del tamaño y del grosor del dedo índice de Brian.
El chico señaló la roca de los cristales.
—Una geoda, ¿verdad?
—Exacto. Eres un alumno aventajado, Brian. Tengo unos pequeños rótulos para la mayor parte de mis productos, pero todavía no están desembalados, como todo lo demás. Voy a tener que trabajar de firme si quiero inaugurar mañana.
Pero, a pesar de sus palabras, no parecía en absoluto preocupado y seguía tranquilamente donde estaba.
—¿Qué es eso? —preguntó Brian, y señaló la astilla mientras pensaba para sí que era una mercancía muy extraña para una tienda de un pueblo pequeño. Había tomado un intenso e inmediato afecto a Leland Gaunt, pero si el resto de sus artículos era como aquellos, no creía que la tienda durara mucho tiempo abierta en Castle Rock. Si uno quería vender cosas como pipas y fotos del Rey y astillas de madera, tenía que instalar la tienda en Nueva York, no en un pueblo. Al menos, esa era la conclusión que había sacado de las películas que había podido ver.
—¡Ah! —exclamó el señor Gaunt—. ¡Ese sí que es un objeto interesante! Voy a enseñártelo.
Cruzó el local, pasó por detrás de la vitrina, sacó un poblado manojo de llaves del bolsillo y seleccionó una sin apenas mirar. Abrió la vitrina y sacó el fragmento de madera con mucho cuidado.
—Extiende la mano, Brian.
—¡Oh! Será mejor que no… —replicó el muchacho. Como natural de un estado donde el turismo era una gran industria, Brian había visitado bastantes tiendas de regalos y había visto muchos letreros con aquella pequeña rima: «Puede mirarlo / puede tocarlo / pero si lo rompe / tiene que pagarlo». Podía imaginar la reacción horrorizada de su madre si rompía la astilla, o lo que fuera aquello, y si el señor Gaunt, ya no tan amigable, le decía que el objeto costaba quinientos dólares.
—¿Por qué no? —preguntó el hombre alzando las cejas (aunque, en realidad, eran una sola; una gran ceja tupida que se prolongaba sobre su nariz en una línea ininterrumpida).
—Porque soy bastante torpe.
—Bobadas —replicó el señor Gaunt—. Reconozco a los chicos torpes cuando los veo, y tú no eres de esos.
Dejó caer la astilla en la mano de Brian. Este la vio posada en su palma con cierta sorpresa, pues no se había dado cuenta de que la había abierto hasta el momento de notar el objeto en ella.
Lo cierto era que no tenía el tacto de una astilla de madera; más bien parecía…
—Parece piedra —murmuró dubitativo, y alzó la mirada hacia el señor Gaunt.
—Es las dos cosas —explicó este—. Madera petrificada.
—Petrificada… —repitió Brian maravillado. Examinó meticulosamente la astilla y pasó el dedo por uno de los lados. Era a la vez fino y desigual. Por alguna razón, la sensación no resultaba del todo agradable—. Debe de ser antigua…
—Tiene más de dos mil años —asintió el señor Gaunt con voz grave.
—¡Caray! —exclamó Brian.
Dio un respingo y la astilla estuvo a punto de caérsele. Cerró la mano en torno a ella para evitar cualquier accidente… y al momento le invadió una sensación extraña, distorsionada. De pronto se sintió… ¿Qué? ¿Mareado? No; mareado, no, sino lejos. Como si una parte de él hubiera escapado de su cuerpo y estuviera a gran distancia.
Vio que el señor Gaunt lo observaba entre curioso y divertido, y de pronto, los ojos del hombre parecieron aumentar al tamaño de unos platillos de té. Pero aquella sensación de desorientación no le producía miedo; resultaba más bien emocionante y, desde luego, más agradable que el tacto pulido de aquel pedazo de madera en el dedo que lo había explorado.
—Cierra los ojos —le invitó el señor Gaunt—. ¡Cierra los ojos, Brian, y dime qué notas!
Brian cerró los ojos y permaneció inmóvil un momento, con el brazo derecho extendido y, en su extremo, el puño cerrado en torno a la astilla. No vio que el labio superior del señor Gaunt se levantaba por un instante, en una mueca que recordaba la de un perro, dejando al descubierto sus dientes grandes y desiguales en lo que podía ser una expresión de placer o de expectación. Tuvo una vaga sensación de movimiento, una especie de balanceo o de espiral. También percibió un sonido, rápido y ligero: tudtud… tudtud… tudtud. Reconoció aquel sonido. Era…
—¡Una barca! —exclamó complacido sin abrir los ojos—. ¡Me siento como en una barca!
—Sí, eso es —respondió el señor Gaunt, y Brian oyó su voz a una distancia inimaginable.
Las sensaciones se intensificaron; ahora era como si subiera y bajara al ritmo de unas olas largas y lentas. Oyó el trino lejano de unos pájaros y, más cerca, las voces de muchos animales: mugidos, el piar de un polluelo, el bufido grave y huraño de un gato enorme (no un sonido de rabia, sino una expresión de aburrimiento). Durante un breve instante casi notó bajo sus pies una madera (la misma, estuvo seguro, de la que había formado parte una vez aquella astilla), y supo que sus propios pies no iban calzados con las deportivas Converse, sino con una especie de sandalias y…
Después todo desapareció, se encogió hasta formar un puntito brillante como el de la pantalla de un televisor cuando se corta la corriente. Finalmente, también el punto luminoso desapareció. Brian abrió los ojos, conmocionado y alborozado.
Sus dedos se habían cerrado en torno a la astilla con tal fuerza que tuvo que hacer un auténtico acto de voluntad para abrirlos, y las articulaciones le chirriaron como bisagras oxidadas.
—¡Eh, vaya! —musitó.
—Está bien, ¿verdad? —preguntó el señor Gaunt alegremente, y recuperó el fragmento de madera de la mano de Brian con la habilidad distraída de un médico al extraer una astilla clavada en la carne. Después devolvió el objeto a su sitio y cerró de nuevo la vitrina con un gesto grácil.
—Muy bien —asintió Brian, expulsando el aliento en un largo jadeo que casi era un suspiro. Se inclinó a contemplar la astilla y notó un ligero hormigueo en la mano que la había sostenido. Aquellas sensaciones: el cabeceo de la cubierta, el chapoteo de las olas en el casco, el tacto de la madera bajo los pies…, todo aquello permaneció en su recuerdo, aunque el muchacho supuso (con un sentimiento de auténtica pena) que se desvanecería como se borraban los sueños.
—¿Conoces la historia de Noé y el Arca? —preguntó el señor Gaunt.
Brian frunció el ceño. Estaba seguro de que era una historia de la Biblia, pero no solía prestar atención durante los sermones dominicales y las clases nocturnas de Biblia de los jueves.
—¿Era una especie de barco que dio la vuelta al mundo en ochenta días?
El señor Gaunt sonrió una vez más.
—Algo parecido, Brian. Algo muy parecido. Pues bien, esa astilla se supone que procede del Arca de Noé. Desde luego, no puedo asegurar que lo sea, porque la gente creería que soy un farsante de la peor especie; hoy en día debe de haber en el mundo más de cuatro mil personas que intentan vender pedazos de madera asegurando que proceden del Arca y, posiblemente, más de cuatrocientas mil que tratan de colocar fragmentos de la auténtica Santa Cruz. Pero lo que sí puedo afirmar es que tiene más de dos mil años, porque ha sido fechada por el procedimiento del carbono, y que procede de Tierra Santa, aunque no fue encontrada en el monte Ararat, sino en el monte Boram.
Brian no entendió muy bien aquel discurso, pero no se le escapó el detalle más relevante.
—Dos mil años… —musitó—. ¡Vaya! ¿De veras está seguro de eso?
—Desde luego que sí —aseguró el hombre—. Tengo un certificado del MIT, donde hicieron la datación mediante el carbono, que acompaña al objeto, por supuesto. Pero ¿quieres que te diga una cosa? Estoy convencido de que puede proceder del Arca. —Contempló la astilla unos instantes, con aire pensativo, y luego volvió sus deslumbrantes ojos azules hacia los del chico, de color avellana. Brian quedó paralizado de nuevo por aquella mirada—. Al fin y al cabo, el monte Boram está a menos de treinta kilómetros del Ararat, en línea recta, y mayores errores que el punto de atraque definitivo de una nave, por grande que fuera, se han cometido en las muchas historias del mundo, sobre todo cuando esas historias se han transmitido de forma oral durante generaciones antes de ser puestas finalmente por escrito. ¿No tengo razón?
—Sí —convino Brian—. Suena lógico.
—Además, produce una sensación extraña cuando uno la tiene en la mano, ¿no te lo ha parecido?
—¡Vaya que sí!
El señor Gaunt sonrió y le revolvió el cabello, rompiendo el hechizo.
—Me caes bien, Brian. Ojalá todos mis clientes estuvieran tan llenos de curiosidad como tú. La vida sería mucho más fácil para un humilde comerciante como yo, si el mundo fuera de esa manera.
—¿Cuánto… cuánto pediría usted por una cosa como esa? —quiso saber Brian, y señaló el pedazo de madera petrificada con un dedo no del todo firme. Solo en aquel momento empezaba a darse cuenta del profundo efecto que le había producido la experiencia. Había sido como llevarse una caracola al oído y escuchar el rumor del océano… pero en tres dimensiones y en sensurround. Deseó fervientemente que el señor Gaunt le permitiera sostenerlo de nuevo, aunque solo fuera un ratito, pero no supo cómo pedirlo y el señor Gaunt no se lo ofreció.
—Bueno… —El señor Gaunt recogió los dedos bajo el mentón y miró al chico con aire pícaro—. El precio de un objeto como ese, y de la mayoría de las cosas buenas que vendo, las realmente interesantes… depende del comprador. De lo que el comprador esté dispuesto a pagar. ¿Qué estarías dispuesto a pagar tú, Brian?
—No lo sé —dudó el chico, pensando en los noventa y un centavos que llevaba en el bolsillo, y tragó saliva—. ¡Un montón!
El señor Gaunt echó la cabeza hacia atrás y se rió con ganas. Brian advirtió entonces que se había equivocado en un detalle respecto al hombre. Al entrar, había creído que era canoso, y más viejo. Ahora observaba que solo tenía las sienes plateadas. Debía de haber sido cosa de la iluminación, de los focos, pensó el muchacho.
—Bueno, todo esto ha sido interesantísimo, Brian, pero ahora tengo mucho trabajo por delante hasta las diez de mañana, así que…
—Claro —asintió Brian, recordando de nuevo con un sobresalto las normas de urbanidad—. Yo también tengo que irme. Lamento haberle entretenido tanto…
—¡No, no, no es eso! Me has entendido mal… —El señor Gaunt posó una de sus largas manos en el brazo de Brian. El muchacho le rehuyó, evitando el contacto. Ojalá el hombre no se tomara a mal el gesto, pensó, pero no habría podido reprimirlo aunque así fuera. La mano del señor Gaunt era dura, seca y, no sabía bien por qué, desagradable. No tenía un tacto muy distinto, en realidad, de aquel pedazo de madera petrificada que se suponía procedente del Arca de Noé, o de donde fuera. Pero el señor Gaunt estaba demasiado absorto en sus cosas para advertir el gesto instintivo de Brian. Al contrario, se comportó como si fuera él, y no Brian, quien había cometido una falta de educación—. Solo me refería a que deberíamos ir al grano. En realidad, es absurdo que sigas mirando el resto de las cosas que ya he desempaquetado; no son muchas y ya has visto las más interesantes. Sin embargo, conozco bastante bien mis existencias, aunque no tenga a mano el inventario, y tal vez tenga algo de tu gusto. Dime, Brian, ¿qué te gustaría?
—¿En serio?
Había mil cosas que le llamaban la atención, y ahí estaba en parte el problema; ante una pregunta tan directa, era incapaz de decidir cuál de las mil le gustaría más.
—Es mejor no pensar demasiado en estas cosas —le ayudó el señor Gaunt. Hablaba con despreocupación, pero no había ni un ápice de despreocupación en su mirada, que estudiaba minuciosamente la cara de Brian—. Si te digo: «Brian Rusk, ¿qué es lo que deseas más que cualquier otra cosa en el mundo en este momento?», ¿qué me contestas? ¡Deprisa!
—Sandy Koufax —respondió Brian sin vacilar. No se había dado cuenta de que tenía la mano extendida para recibir la astilla del Arca de Noé hasta que la había notado en la palma, y no había sabido qué iba a contestar al señor Gaunt hasta que oyó salir de su boca aquellas palabras. Pero en el momento de oírlas, comprendió que eran ni más ni menos lo que tenía en la cabeza.
5
—Sandy Koufax —murmuró el señor Gaunt pensativo—. ¡Qué interesante!
—Bueno, no Sandy Koufax en persona —se corrigió Brian—. El cromo de la colección de béisbol.
—¿La de Topps, o la de Fleers?
Brian no creía posible que la tarde pudiera resultar mejor, pero, de pronto, así era. El señor Gaunt también sabía de cromos de béisbol, además de ser un entendido en astillas y en geodas. Era asombroso; realmente asombroso.
—La de Topps.
—Supongo que el cromo que te interesa es el de su primer año como profesional —murmuró el señor Gaunt con aire algo abatido—. No creo que pueda ayudarte en eso, pero…
—No —le interrumpió Brian—. El de mil novecientos cincuenta y cuatro, no. El de mil novecientos cincuenta y seis, ese es el que me gustaría conseguir. Estoy haciendo la colección de cromos de béisbol de mil novecientos cincuenta y seis. Mi padre me ayudó a empezarla. Me divierte buscarlos y solo hay unos pocos que sean realmente caros: Al Kaline, Mel Parnell, Roy Campanella y tipos así. Ya tengo más de cincuenta. Incluido el de Al Kaline. Me costó treinta y ocho dólares. He cortado un montón de césped para conseguir ese cromo.
—No lo dudo —dijo el señor Gaunt con una sonrisa.
—Pues bien, como le digo, la mayoría de los cromos de mil novecientos cincuenta y seis no son demasiado caros: cinco dólares, siete, a veces diez. Pero un Sandy Koufax en buen estado cuesta noventa o cien pavos. Ese año, Sandy no era un gran jugador, pero, por supuesto, más adelante se consagró. Y en esa época los Dodgers aún estaban en Brooklyn. Entonces todo el mundo los llamaba «Da Bums». Al menos, eso es lo que dice mi padre.
—Tu padre tiene toda la razón —afirmó el señor Gaunt—. Creo que tengo algo que te complacerá mucho, Brian. Espera aquí un momento.
Desapareció de nuevo tras la cortina por la que había aparecido y dejó a Brian junto a la vitrina donde guardaba la astilla, la Polaroid y la foto de El Rey. Brian casi saltaba de un pie a otro, lleno de esperanza y de expectación. Se dijo a sí mismo que debía dejar de comportarse como un manojo de nervios; aunque el señor Gaunt tuviera de verdad algún cromo de Sandy Koufax, y aunque fuera un cromo de Topps de los años cincuenta, probablemente resultaría ser uno del año 55, o del 57. E, incluso si fuera realmente el de la temporada del 56, ¿de qué le iba a servir, si no tenía ni un dólar en el bolsillo? Bueno, se dijo, por lo menos podría echarle un vistazo, ¿no? Mirar no costaba dinero, ¿verdad? Esa era otra de las frases favoritas de su madre.
Brian oyó tras la cortina el ruido de unas cajas al ser levantadas y movidas de sitio, y el golpe sordo al ser depositadas de nuevo en el suelo.
—Será solo un momento, Brian —le llegó la voz del señor Gaunt, algo jadeante—. Estoy seguro de que tengo por aquí una caja de zapatos que…
—¡Por mí no se moleste, señor Gaunt! —respondió Brian, deseando con todas sus fuerzas que el señor Gaunt se molestara todo lo necesario.
—Esa caja… tal vez esté en alguna de las remesas de género que aún no he recibido —apuntó el hombre con aire dubitativo.
A Brian le cayó el alma a los pies.
Luego el señor Gaunt añadió:
—De todos modos, estoy seguro de que… ¡Espera! ¡Aquí está! ¡Aquí lo tengo!
El corazón se le aceleró. Más incluso. Le dio un vuelco y amenazó con escapársele del pecho.
El señor Gaunt reapareció de detrás de la cortina. Iba un poco despeinado y tenía una mancha de polvo en la solapa de la chaqueta de media gala. Traía en las manos una caja que había contenido un par de zapatillas Air Jordan. Dejó la caja en el mostrador y la destapó. Brian se acercó por la izquierda del hombre y observó el contenido. La caja estaba llena de cromos de béisbol, cada uno guardado en su correspondiente sobre de celofán, como los que Brian había comprado en alguna ocasión en la tienda de cromos de North Conway, New Hampshire.
—Pensaba que quizá habría una lista inventario del contenido, pero no ha habido suerte —comentó el señor Gaunt—. De todos modos, ya te he dicho que tengo una idea bastante precisa de lo que guardo en existencias. Esa es la clave para llevar un negocio en el que se vende un poco de todo, ¿sabes? Y estoy seguro de haber visto…
Dejó la frase en el aire y empezó a repasar rápidamente los cromos.
Brian los vio pasar a toda velocidad, mudo de asombro. El tipo de la tienda de North Conway tenía lo que su padre había denominado «una buena selección de feria de pueblo», pero el contenido de toda la tienda no le llegaba a la suela de los zapatos de los tesoros que guardaba aquella pequeña caja de calzado deportivo. Había cromos de tabaco de mascar con fotos de Ty Cobb y de Pie Traynor. Había cupones de paquetes de cigarrillos con fotos de Babe Ruth, de Dom DiMaggio, de Big George Keller y hasta de Hiram Dissen, el lanzador manco que jugó en el equipo de los White Sox en los años cuarenta. ¡LUCKY STRIKE GREEN SE HA IDO A LA GUERRA!, proclamaban muchos de los cupones de paquetes de cigarrillos. Y allí, apenas vislumbrado fugazmente, un rostro ancho y solemne sobre la camiseta de uniforme de Pittsburgh…
—¡Dios mío! ¿Ese no era Honus Wagner? —exclamó Brian. Notaba el corazón como un pajarillo que se le hubiera introducido en la garganta y ahora batiera allí las alas, atrapado—. ¡Es el cromo de béisbol más difícil de encontrar del universo!
—Sí, sí —murmuró el señor Gaunt con aire ausente. Sus largos dedos continuaron pasando sobres velozmente, dejando a la vista rostros de otra época atrapados bajo el celofán transparente; hombres que habían robado bases, lanzado bolas curvas y cubierto laterales, héroes de una época dorada, espléndida y pasada. Una época de la cual el muchacho aún albergaba sueños vívidos y llenos de felicidad—. Un poco de todo, esa es la base de un negocio próspero, Brian. La diversidad, el placer, el asombro, la satisfacción… Aun diría más: esa es la base de una vida próspera y feliz. No pretendo darte consejos pero, si me permites un comentario, no te iría mal recordar esta máxima. Pero veamos… por aquí…, por aquí… ¡Ajá!
Extrajo un cromo del centro de la caja como un prestidigitador que hiciera un truco y lo colocó en la mano de Brian con un gesto triunfal.
Era de Sandy Koufax.
Y era un cromo de Topps del año 56.
Y estaba firmado.
—«Para mi buen amigo Brian, con mis mejores deseos, Sandy Koufak» —leyó Brian en un ronco susurro.
Y se encontró incapaz de añadir nada más.
6
Alzó la mirada hacia el señor Gaunt mientras abría y cerraba la boca sin articular palabra. El señor Gaunt sonrió.
—No lo he puesto yo, Brian. Ni siquiera tenía idea. Es solo una coincidencia…, pero una coincidencia estupenda, ¿verdad?
Brian seguía sin poder hablar, de modo que se limitó a un simple gesto de asentimiento con la cabeza. El envoltorio de celofán con su preciado contenido resultaba extrañamente pesado en su mano.
—Sácalo —le invitó el señor Gaunt.
Cuando por fin logró recuperar el habla, el sonido que emergió de su boca fue la voz ronca de un hombre muy viejo e inválido.
—No me atrevo…
—Entonces, lo haré yo —replicó el señor Gaunt. Tomó el sobre de la mano de Brian, lo abrió con la uña del índice, perfectamente cuidada, y extrajo el cromo. A continuación, lo depositó en la mano de Brian.
El muchacho notó unos ligeros surcos en la superficie, producidos por la punta del bolígrafo que había utilizado Sandy Koufax para estampar su nombre…, el nombre de los dos. La firma de Koufax era casi idéntica a la impresa en la foto, solo que en esta última ponía Sanford Koufax y en el autógrafo Sandy Koufax. Además, este era mil veces mejor porque era auténtico. Sandy Koufax había tenido aquel cromo en sus propias manos y había dejado en él su impronta, la impronta de su propia firma y de su nombre mágico.
Pero en aquella dedicatoria había también otro nombre: el de Brian. Algún chico que se llamaba como él había esperado junto al banquillo de Ebbets Field antes de algún partido, y Sandy Koufax, el auténtico Sandy Koufax, joven y fuerte, en vísperas de sus años de gloria, había cogido el cromo que le ofrecía el chico, y que probablemente aún olía a goma de mascar rosa y dulzona, y había estampado en él su nombre… Y el mío también, pensó Brian.
De pronto le sobrevino de nuevo la sensación que lo había invadido al tener en la mano la astilla de madera petrificada. Solo que, esta vez, era más intensa.
Mucho más.
Olor fragante a hierba recién cortada.
Sabor intenso a ceniza sobre cuero de caballo.
Gritos y risas en el banquillo de los bateadores.
—Hola, señor Koufax, ¿puede firmarme un autógrafo?
Una cara delgada. Ojos castaños. Cabello bastante oscuro. Se quita la gorra un momento, se rasca la cabeza justo encima de la frente y vuelve a ponerse la gorra.
—Claro, chico. —Coge el cromo—. ¿Cómo te llamas?
—Brian, señor… Brian Seguin.
El bolígrafo se desliza sobre el cartón. El autógrafo. La magia. El fuego impreso.
—¿De mayor querrás ser jugador, Brian?
La pregunta tiene un tono de fórmula rutinaria, y el hombre habla sin levantar la vista del cartón que sostiene en su gran mano diestra, para escribir con aquella zurda que poco después se hará mágica.
—Sí, señor.
—Entrena los fundamentos. —Y le devuelve el cromo.
—¡Sí, señor!
Pero él ya se aleja, y luego inicia un trote relajado por la hierba recién cortada en dirección al banquillo, con su sombra trotando tras él…
—¿Brian? ¡Brian!
Unos dedos muy largos chasqueaban bajo su nariz. Los dedos del señor Gaunt. Brian salió de su ensueño y encontró al señor Gaunt contemplándolo divertido.
—¿Estás ahí, Brian?
—Lo siento —respondió el chico, sonrojado. Sabía que debía devolver el cromo, dárselo a aquel hombre y salir de allí, pero parecía incapaz de soltar el cartón. De nuevo, el señor Gaunt lo miraba directamente a los ojos (directamente al cerebro, parecía) y, de nuevo, le resultó imposible eludir aquella mirada.
—Bien —dijo el hombre en voz baja—. Pongamos, Brian, que tú eres el comprador. Supongamos que lo eres. ¿Cuánto pagarías por este cromo?
Como un alud de rocas, el desaliento se desplomó sobre el corazón del muchacho.
—Solo tengo…
El señor Gaunt levantó la mano izquierda.
—¡Chist! —exclamó con gesto severo—. ¡Muérdete la lengua! ¡El comprador nunca debe decirle al vendedor cuánto dinero tiene! Eso sería como darle la cartera y vaciarse los bolsillos delante de él en plena transacción. ¡Si no eres capaz de mentir, quédate callado! Esa es la primera regla de un buen comerciante, Brian.
Aquellos ojos, tan grandes y oscuros. Brian experimentó la sensación de estar sumergido en ellos.
—Este cromo tiene dos precios, Brian. Mitad… y mitad. Una mitad es en dinero. La otra mitad consiste en hacer una cosa. ¿Lo has entendido?
—Sí —le respondió Brian. Volvía a sentirse lejos, lejos de Castle Rock, lejos de Cosas Necesarias, lejos de sí mismo, incluso. Lo único real en aquel lugar lejano eran los ojos del señor Gaunt, grandes y oscuros.
—El precio en dinero de este cromo de Sandy Koufax de mil novecientos cincuenta y seis, autografiado, es de ochenta y cinco centavos —le oyó anunciar—. ¿Te parece justo?
—Sí —murmuró. Su voz sonaba remota y minúscula. Se sentía empequeñecer, menguar cada vez más… y aproximarse al punto en que se borraría cualquier recuerdo claro.
—Bien —continuó diciendo la voz acariciadora del señor Gaunt—. Nuestra transacción se ha desarrollado estupendamente hasta aquí. En cuanto a lo que debes hacer… ¿Conoces a una mujer que se llama Wilma Jerzyck, Brian?
—Sí, claro, Wilma —balbuceó Brian en su creciente ofuscación—. Vive cerca de nuestra casa, al otro lado de la manzana.
—Sí, eso creo —asintió el señor Gaunt—. Escucha con atención, Brian.
Y entonces debió de seguir hablando, pero Brian no logró recordar qué había dicho.
7
Lo siguiente de lo que tuvo conciencia fue que el señor Gaunt lo acompañaba amablemente hasta la puerta y lo dejaba en la acera de Main Street, mientras le decía lo mucho que le había encantado conocerlo y le pedía que contara a su madre y a todos sus amigos que había recibido un buen trato y que había hecho una buena compra.
—Desde luego —asintió. Estaba desconcertado…, pero también se sentía estupendamente, como si acabara de despertar de una siesta reconfortante de media tarde.
—Y vuelve por aquí —añadió el señor Gaunt antes de cerrar la puerta.
Brian se quedó mirando el cristal. El rótulo que colgaba en él decía ahora
CERRADO.
8
A Brian le parecía que había pasado horas en Cosas Necesarias, pero en el reloj de la fachada del banco eran solo las cuatro menos diez.
Había estado menos de veinte minutos en la tienda. Se dispuso a montar en la bicicleta, pero luego apoyó el vientre sobre el manillar mientras se llevaba la mano a los bolsillos traseros del pantalón.
De uno de ellos sacó seis brillantes monedas de cobre.
Del otro sacó el cromo autografiado de Sandy Koufax.
Al parecer, era cierto que habían hecho algún tipo de trato. De todas formas, Brian no habría sabido decir cuál era exactamente, aunque en ello le hubiese ido la vida. Lo único que recordaba de forma vaga era que se había mencionado el nombre de Wilma Jerzyck.
«Para mi buen amigo Brian, con mis mejores deseos, Sandy Koufax.»
Un cromo como aquel valía prácticamente cualquier cosa.
Brian lo guardó en la mochila de los libros con cuidado de que no se doblara y empezó a pedalear deprisa hacia su casa. Hizo todo el trayecto con una sonrisa en los labios.