Claro que sí. Seguro. Yo nunca olvido una cara.

¡Ven, acércate, deja que te estreche la mano! Qué curioso: te he reconocido por tu manera de andar antes incluso de verte la cara. No podrías haber escogido un día mejor para regresar a Castle Rock. ¿No tiene un aspecto estupendo? Falta poco para que empiece la estación de caza y los bosques se llenen de esos estúpidos dispuestos a disparar sobre cualquier cosa que se mueva y no sea de color anaranjado chillón, y luego llegará la nieve y el hielo. Pero todo eso será más adelante; de momento, estamos en octubre y en Castle Rock dejamos que octubre dure todo el tiempo que quiera.

Para mí, esta es la mejor época del año. La primavera también es espléndida en esta región, pero yo, decididamente, prefiero octubre al mes de mayo. El oeste de Maine es una parte del estado que queda prácticamente olvidada cuando termina el verano y los ocupantes de los chalets junto al lago y el mirador regresan a Nueva York y a Massachusetts. La gente de aquí los ve llegar y marcharse cada año: hola, hola, hola; adiós, adiós, adiós. Está bien que vengan porque traen consigo los dólares de la ciudad, pero se agradece que se marchen porque también traen con ellos las neuras de la gran urbe.

De eso, de neuras, es de lo que quería hablar mayormente… ¿Te apetece sentarte conmigo un rato? Aquí, en los peldaños del quiosco de la banda, estaremos bien. El sol calienta y desde aquí, justo en medio del parque municipal, se alcanza a ver casi todo el centro comercial del pueblo. ¡Ah, pero cuidado con las astillas! Esos peldaños necesitan un buen lijado y otra capa de pintura. Es tarea de Hugh Priest, pero aún no se ha puesto a hacerlo. Hugh bebe, ¿sabes? No es ningún secreto. En Castle Rock se puede guardar un secreto —de hecho, alguno habrá—, pero hay que poner mucho empeño para mantenerlo oculto, y desde hace mucho tiempo casi todos sabemos que Hugh Priest y el trabajo duro están reñidos.

¿Qué era eso, preguntas?

¡Ah, eso! Vaya, muchacho, eso sí que es trabajar de firme, ¿no crees? ¡Esas hojas de propaganda están por todo el pueblo! Me parece que casi todas ellas las ha pegado con sus propias manos Wanda Hemphill (Don, su marido, es el propietario del supermercado Hemphill). Arranca una del poste y pásamela. No seas tímido, hombre; de entrada, nadie debería pegar octavillas como esas en el quiosco de la banda del parque municipal.

Fíjate en lo que ponen. Resulta infame, ¿verdad? Ese nombrecito, LOS DADOS Y EL DIABLO, impreso en la parte superior, en grandes letras rojas con humo saliendo de ellas, como esas cosas que mandaban de Tophet por correo especial. ¡Ja! Supongo que quien no conozca lo pequeño y somnoliento que es el pueblo podría pensar que lo estamos echando a perder. Pero ya sabes que a veces, en una población de este tamaño, las cosas se sacan de quicio. Y desde luego, en esta ocasión, el reverendo Willie ha tenido una idea absurda. De eso no cabe duda. En las poblaciones pequeñas, las Iglesias de los diversos credos…, en fin, supongo que no necesito decirte cómo andan las cosas entre ellas: se toleran mutuamente —más o menos—, pero nunca están del todo en paz. Durante una temporada todo funciona pacíficamente y, de pronto, surge alguna disputa.

Sin embargo, esta vez, la disputa es bastante considerable y enciende un montón de pasiones. Los católicos, ¿sabes?, proyectan algo que llaman «Noche de Casino» en el Salón de los Caballeros de Colón, al otro extremo del pueblo. Según tengo entendido, lo celebrarán el último jueves de mes y los beneficios se destinarán al pago de las reparaciones del tejado de la iglesia. Me refiero a la iglesia de Nuestra Señora de las Aguas Serenas…, tienes que haber pasado por delante de ella, si venías por la parte de Castle View. Una capilla preciosa, ¿verdad?

Esa «Noche de Casino» fue idea del padre Brigham, pero son las Hijas de Isabel quienes han recogido la iniciativa y la han puesto en marcha. En especial, Betsy Vigue. Creo que a Betsy le gusta la idea de emperifollarse con su vestido negro más ajustado y servir cartas en la mesa de blackjack o hacer girar la ruleta mientras anuncia: «Hagan sus apuestas, damas y caballeros, coloquen sus fichas, por favor». Pero, en fin, supongo que a todas les complace de algún modo la idea. Es todo muy inocente, cosa de algunas monedas, pero a ellas les parece, de todos modos, un poco perverso.

A quien la idea no le ha parecido nada inocente es al reverendo Willie; tanto él como sus feligreses consideran el asunto bastante más que «un poco» perverso. Su verdadero nombre es reverendo William Rose y nunca ha sentido una gran simpatía por el padre Brigham, igual que a este tampoco le ha caído nunca bien su colega y rival. (De hecho, fue el padre Brigham quien empezó a llamarle «Willie, el barco de vapor», y el reverendo Rose lo sabe.)

En otras ocasiones ya han saltado chispas entre estos dos hechiceros, pero este asunto de la «Noche de Casino» es algo más que una chispa; supongo que podría llamarse un incendio de matorrales. Cuando Willie se enteró de que los católicos proyectan pasarse toda la noche jugando en el Salón de los C. de C., casi se dio con su cabecita puntiaguda contra el techo. Ha pagado de su bolsillo esas octavillas de LOS DADOS Y EL DIABLO, y Wanda Hemphill y sus amigas del ropero benéfico las han pegado por todas partes. Desde entonces, el único lugar donde católicos y baptistas se hablan es en la columna de Cartas de nuestro pequeño semanario, donde despotrican y divagan y se dicen unos a otros que irán de cabeza al infierno.

Mira ahí abajo y verás a qué me refiero. Esa que sale del banco es Nan Roberts. Es la dueña de la cafetería, Nan’s, y supongo que es la persona más rica del pueblo ahora que el viejo Papi Merrill se ha ido a ese gran mercado de artículos de segunda mano que hay en el cielo. Nan, además, es baptista desde que Hector era un cachorro. Y ese que viene en dirección contraria es Al Gendron, un tipo tan católico que, a su lado, el Papa resulta un descreído, y su mejor amigo es un irlandés, Johnny Brigham. ¡Ahora fíjate en ellos! ¿Ves cómo levantan la nariz? ¡Ja! Vaya escena, ¿no? Te apuesto dólares contra donuts a que la temperatura ha bajado veinte grados en el punto en que se han cruzado. Es lo que decía mi madre: la gente es más divertida que cualquier cosa, aparte de los caballos, y estos no cuentan.

Ahora mira allá. ¿Ves el coche patrulla del comisario aparcado junto al bordillo cerca del videoclub? Ese del coche es John LaPointe. Se supone que está atento a quién rebasa el límite de velocidad —el centro del pueblo es zona de velocidad regulada, sobre todo a la hora de salida de las escuelas—, pero si te resguardas los ojos de la luz y te fijas en él, verás que en realidad está contemplando una foto que ha sacado del billetero. Desde aquí no alcanzo a distinguirla, pero sé qué hay en ella igual que sé el apellido de soltera de mi madre. Es la instantánea que tomó Andy Clutterbuck de John y Sally Ratcliffe en la feria del estado, en Fryeburg, hace un año más o menos. John, en la foto, rodea el talle de Sally con su brazo, y ella sostiene el osito de peluche que John ha ganado para ella en el puesto de tiro al blanco, y los dos parecen a punto de estallar de felicidad. Pero eso fue entonces y ahora es ahora; hoy, Sally está comprometida con Lester Pratt, el profesor de educación física del instituto. Lester es un baptista practicante, igual que ella. John aún no se ha recuperado del golpe que significó perderla. ¿Ves cómo suspira? Es la viva estampa de la tristeza y la melancolía. Solo un hombre que aún está enamorado (o cree estarlo) es capaz de soltar un suspiro tan hondo.

¿Te has fijado alguna vez en que los problemas y las neuras se componen sobre todo de detalles poco espectaculares? Te pondré un ejemplo. ¿Ves a ese tipo que sube la escalinata del palacio de justicia? No, el hombre del traje no; ese es Dan Keeton, el presidente de nuestro Consejo Municipal. Me refiero al otro, al negro con el mono de trabajo. Es Eddie Warburton, el conserje de noche del edificio municipal. Obsérvalo un momento y fíjate en lo que hace. ¡Ahí está! ¿Ves cómo se detiene en el peldaño superior y mira calle arriba? Apuesto más dólares contra más donuts a que está mirando hacia la estación de servicio Sunoco. El dueño y encargado de la Sunoco es Sonny Jackett, y entre los dos ha habido cizaña desde que Eddie llevó allí su coche para que le revisaran la transmisión, hace un par de años.

Recuerdo muy bien ese coche. Era un Honda Civic, sin nada de especial, solo que era especial para Eddie porque era el primer y único coche de primera mano que había tenido en toda su vida. Y Sonny no solo le hizo una chapuza, sino que encima le cobró más de la cuenta por el apaño. Así es como cuenta la historia Eddie. Según la versión de Sonny, Warburton solo quería aprovecharse de su color para intentar librarse de pagar la factura. Ya sabes cómo son estas cosas, ¿verdad?

En fin, que Sonny Jackett llevó a Eddie Warburton a juicio y hubo algunos gritos, primero en la sala y luego a la salida. Eddie dijo que Sonny le había llamado negro estúpido y Sonny respondió que no le había llamado negro, pero que el resto era bastante cierto. Al final, ninguno de los dos quedó satisfecho. El juez hizo que Eddie soltara cincuenta dólares, lo cual para Eddie era cincuenta dólares más de lo justo y para Sonny muchísimo menos de lo debido. El siguiente episodio fue un incendio en la instalación eléctrica del coche nuevo de Eddie; el Honda Civic terminó en el depósito de chatarra de las afueras del pueblo, y ahora Eddie conduce un Oldsmobile del 89 que pierde aceite. Eddie nunca se ha quitado de la cabeza la idea de que Sonny Jackett sabe mucho más de ese incendio de lo que ha confesado nunca.

La gente, muchacho, es más divertida que cualquier otra cosa, aparte de los caballos, y estos no cuentan. ¿No es todo esto más de lo que uno puede asimilar en un día de calor?

Pero no es más que la vida de una población pequeña, llámese Peyton Place, Grover’s Corner o Castle Rock: solo son tipos que comen pastel y beben café y murmuran unos a espaldas de otros. Está Slopey Dodd, siempre solo porque los demás chicos se burlan de su tartamudez. También está Myrtle Keeton, y si parece un poco solitaria y confundida, como si no estuviera muy segura de dónde está o de qué sucede a su alrededor, es porque su marido (el tipo al que has visto subir los peldaños del edificio de los tribunales detrás de Eddie) no parece el mismo desde hace unos seis meses. ¿Te fijas en lo hinchados que tiene los ojos? Creo que ha llorado, o que no ha dormido bien, o ambas cosas, ¿no te parece?

Y allá va Lenore Potter, como si acabara de salir de una caja de sombreros. Seguro que va al Western Auto para ver si ha llegado ya su abono orgánico especial. Esa mujer tiene más clases de flores alrededor de su casa que píldoras para el hígado tiene Carter. Y está tremendamente orgullosa de ellas. No cuenta con las simpatías de las mujeres del pueblo, que la tienen por altiva debido a sus flores, a sus adornos llamativos y a sus permanentes de setenta dólares. La consideran engreída y, ahora que estamos aquí sentados en este escalón astillado del quiosco de música, te diré un secreto: creo que tienen razón.

Todo bastante normal, supongo que dirás, pero no todos nuestros problemas en Castle Rock son tan normales. Tengo que hacerte entender esto. Nadie ha olvidado a Frank Dodd, el guardavías que se volvió loco hace doce años y mató a esas mujeres, y tampoco se ha olvidado al perro, el que llegó con la rabia y mató a Joe Camper y al viejo borracho que vivía un poco más allá. El perro también mató al viejo comisario, el bueno de George Bannerman. Alan Pangborn se encarga del trabajo ahora, y es un buen hombre, pero a los ojos del pueblo nunca llegará a la altura de Big George.

Tampoco fue nada normal lo que le sucedió a Reginald «Papi» Merrill. Papi era el viejo avaro que llevaba la tienda de artículos de segunda mano del pueblo. El Emporium Galorium se llamaba. Estaba donde ese solar vacío al otro lado de la calle. El local se incendió hace tiempo, pero en el pueblo hay gente que presenció lo sucedido (o declaró haberlo visto, en cualquier caso) y que, después de unas cervezas en El Tigre Achispado, te contará que fue mucho más que un simple incendio lo que destruyó el Emporium Galorium y acabó con la vida de Papi Merrill.

Su sobrino, Ace, aseguró que a su tío le sucedió algo misterioso antes del incendio. Algo en la onda de La dimensión desconocida. Por supuesto, Ace ni siquiera estaba presente cuando su tío murió. Cumplía una condena de cuatro años en el presidio de Shawshank por robo con escalo y fractura. (La gente siempre supo que Ace Merrill acabaría mal; cuando estaba en la escuela, era uno de los peores matones que ha visto nunca el pueblo, y debía de haber cien chicos que cruzaban al otro lado de la calle cuando veían que se acercaba Ace, con las cremalleras y las hebillas de su chaqueta de motorista tintineando y las calzas de sus botas de mecánico resonando acompasadas en la acera.) A pesar de ello, hubo gente que lo creyó, ¿sabes?; para mí, quizá sea cierto que hubo algo extraño en lo que le sucedió a Papi ese día, o tal vez solo sea un chisme más de los que circulan por la cafetería de Nan entre las tazas de café y las porciones de pastel de manzana. Muy probablemente, las cosas aquí son muy parecidas al lugar donde tú creciste. Gente enemistada por asuntos de religión, gente enamorada y no correspondida, gente que guarda secretos, gente que se guarda rencor… e incluso alguna que otra historia con elementos sobrenaturales, como lo que pudo suceder el día que Papi Merrill murió en su tienda de trastos viejos, para animar una velada aburrida. Castle Rock sigue siendo un buen lugar para vivir y para crecer, como anuncia el rótulo que uno ve cuando llega al pueblo. El sol ilumina primorosamente las aguas del lago y las hojas de los árboles, y los días despejados, desde el mirador de Castle View se alcanza a ver hasta Vermont. Los veraneantes se disputan los periódicos dominicales y de vez en cuando, algún viernes o sábado por la noche (a veces, ambos días), se producen peleas en el aparcamiento de El Tigre Achispado, pero los veraneantes siempre vuelven a sus casas y las peleas siempre se acaban. Castle Rock es un buen sitio, y cuando la gente se muestra irritada, ¿sabes qué solemos decir? Decimos: «Ya se le pasará».

Henry Beaufort, por ejemplo, está harto de que Hugh Priest dé puntapiés a la máquina de discos cuando se emborracha…, pero a Henry ya se le pasará. Wilma Jerzyck y Nettie Cobb están reñidas…, pero a Nettie ya se le pasará (probablemente), y para Wilma reñir con los demás es un modo de vida. El comisario Pangborn aún llora a su esposa y a su hijo pequeño, que murió prematuramente, y desde luego lo sucedido fue una gran tragedia, pero con el tiempo se le irá pasando. Polly Chalmers no mejora de su artritis —de hecho, va empeorando poco a poco— y tal vez no se recupere nunca, pero aprenderá a vivir con ella. Millones de personas han aprendido.

De vez en cuando, todos tenemos algún encontronazo con los demás, pero en general las cosas van tirando. O así ha sucedido hasta ahora. Pero tengo que confiarte un secreto, amigo mío. Un secreto muy serio. Este ha sido el motivo principal de que te haya llamado cuando he visto que habías vuelto al pueblo. Creo que se avecinan problemas. Problemas de verdad. Los huelo en el horizonte, como una tormenta cargada de relámpagos fuera de temporada. La disputa entre los baptistas y los católicos acerca de la «Noche de Casino», los chicos que se burlan del pobre Slopey por su tartamudez, el enamoramiento de John LaPointe, la pena del comisario Pangborn… Me temo que todas esas cosas van a parecer fruslerías comparadas con lo que se avecina.

¿Ves ese edificio al otro lado de la calle principal, el que está tres puertas más arriba del solar vacío donde se levantaba el Emporium Galorium? Sí, el que tiene un toldo verde en la fachada. Los escaparates están pintados de blanco porque la tienda todavía no se ha inaugurado. COSAS NECESARIAS, dice el rótulo. ¿Qué diablos significará eso? No lo sé, pero al parecer ahí está el origen de mis malos augurios.

Justo ahí.

Echa otra mirada a la calle. Ves a ese chiquillo, ¿no? Ese que viene caminando con la bicicleta y que parece sumido en el ensueño más dulce que ha tenido nunca un chico… Fíjate bien en él, amigo. Creo que va a ser quien lo desencadene todo.

No sé qué va a suceder, ya te lo he dicho… No lo sé con exactitud. Pero observa a ese chiquillo. Se llama Brian no sé qué. Su padre es instalador de puertas y revestimientos de paredes en Oxford o South Paris, creo.

No apartes la vista de él, te repito. Fíjate bien en todo. Ya has estado aquí antes, pero las cosas están a punto de cambiar.

Lo sé.

Lo noto.

Se avecina una tormenta.