EL MAR DE FUEGO
ABARRACH
Unas fauces abiertas sujetaron a Alfred por el cuello de su raída casaca de terciopelo. Una dragón gigantesca —de escamas rojas y anaranjadas como el mar ardiente en el que vivía— cogió al sartán en el aire y lo transportó, encogido como una araña asustada, hasta su lomo, donde lo depositó con suavidad. Allí, los dientes del perro lo cogieron por las posaderas de los calzones, lo sostuvieron con firmeza y lo asentaron sobre las escamas.
Alfred necesitó varios momentos para recuperarse, para darse cuenta de que no iba a ser inmolado en el Mar de Fuego. En lugar de ello, se encontraba sentado en el lomo de un dragón de fuego junto a Hugh la Mano y el lázaro Jonathon.
—¿Qué…? —murmuró débilmente y sólo fue capaz de seguir repitiendo la palabra con aire desconcertado—. ¿Qué…, qué…?
No tuvo respuesta. Jonathon le decía algo a la dragón. Hugh la Mano, con un trapo sobre la nariz y la boca, ponía todo su empeño en intentar mantenerse con vida.
«Podrías ayudarlo», le recomendó Haplo.
Alfred emitió un débil «¿Qué?» final. Después, la compasión lo movió a olvidarse de sí mismo y empezó a entonar una canción con su aguda y aflautada voz, al tiempo que sus manos se agitaban y dibujaban la magia en torno a Hugh la Mano. El mensch tosió, experimentó una profunda náusea, efectuó una profunda inspiración… y miró a su alrededor.
—¿Quién ha dicho eso? —Hugh miró a Alfred; después, con ojos desorbitados, se volvió hacia el perro—. ¡He oído la voz de Haplo! ¡Este animal ha aprendido a hablar!
Alfred carraspeó.
—¿Cómo puede oírte? No lo entiendo… Aunque, claro —añadió tras una breve reflexión—, yo mismo no estoy seguro de cómo puedo oírte.
«El mensch está en mi reino en el mismo grado en que yo estoy en el suyo», explicó Haplo. «Por eso me oye. Lo mismo sucede con Jonathon. Yo le pedí a éste que trajera la dragón de fuego a este lugar para rescatarte de la nave, si era necesario».
—Pero… ¿porqué?
«¿Recuerdas lo que hablamos en las cavernas de Salfag? ¿Que los sartán se extenderían por los cuatro mundos, los patryn no tardarían en ir tras ellos y la lucha entre ambos volvería a empezar?»
—Sí —murmuró Alfred en voz baja, apenado.
«Eso me dio una idea. Me hizo entender lo que teníamos que hacer para frenar la amenaza de Xar y para ayudar a nuestros dos pueblos y a los mensch. Trataba de pensar en la mejor manera de hacerlo cuando, de pronto, se ha presentado Ramu y me ha quitado el asunto de las manos. Esto arregla las cosas mucho mejor de lo que yo podría haber hecho. Así, yo…».
—¡Pero… Ramu se dirige al Laberinto! —Protestó Alfred—. ¡A luchar contra tu pueblo!
«Precisamente». Haplo parecía satisfecho de sí mismo. «¡Es exactamente donde lo quería!»
—¿Sí? —Alfred había dejado atrás el desconcierto para adentrarse en la absoluta estupefacción.
«Sí. Le he explicado el plan a Jonathon y ha accedido a acompañarnos, siempre que lleváramos con nosotros a Hugh la Mano».
—¿Con nosotros? —Alfred tragó saliva.
«Lo siento, mi buen amigo». Haplo suavizó el tono. «Yo no quería involucrarte, pero Jonathon insistió. Y tenía razón: te necesito».
Alfred se disponía a inquirir para qué, pero se preguntó con desconsuelo si realmente quería saberlo.
La dragón de fuego surcó el mar de lava en dirección a la orilla, hacia Necrópolis. La nave de Marit, iluminada esta vez por las runas sartán, se disponía a zarpar, al igual que la embarcación sartán de Chelestra. Alfred alzó la vista cuando la dragón pasó bajo la quilla y distinguió por un instante a Ramu, que los miraba con ojos brillantes. El consejero estaba ceñudo, con una expresión pétrea, y no tardó en volverles la espalda. Probablemente, consideraba una suerte la brusca partida de Alfred. Otro ocupante de la nave, que los contemplaba desde la borda, no apartó la vista. Era Balthazar, que agitaba la mano en señal de despedida.
—Me ocuparé de Marit —gritó—. No temas por ella.
Alfred le devolvió el saludo, desconsolado, y recordó las palabras del nigromante, pronunciadas un instante antes de que el perro lo arrojara por la borda.
Ve a hacer lo que debes…
—¿Es decir…?
—¿Le importaría a alguien contarme qué sucede? —preguntó mansamente—. ¿Adonde me lleváis?
«A la Séptima Puerta,» respondió Haplo.
Alfred soltó la mano con la que se asía a la dragón y estuvo a punto de caerse. Esta vez fue Hugh la Mano quien lo sostuvo.
—Pero…Xar…
«Es un riesgo que debemos correr», replicó Haplo.
Alfred movió la cabeza en gesto de negativa.
«Escucha, amigo mío», insistió Haplo con vehemencia. «Ésta es la oportunidad que deseabas. Mira, contempla cómo se alejan las naves, camino de la Puerta de la Muerte».
Alfred levantó la vista. Las dos naves, envueltas en runas sartán, surcaban el aire de Abarrach, impregnado de humo. Los signos mágicos emitían su brillante resplandor azulado contra el fondo de negras sombras del inmenso techo de la caverna. Bajo el mando de Ramu, ambas embarcaciones se dirigían a la Puerta de la Muerte. Y, más allá de ésta, al Nexo, al Laberinto y a los cuatro mundos.
—¡Fijaos! —Jonathon levantó su mano muerta, cerúlea, y señaló algo—. ¡Ahí! ¡Mirad lo que aparece!
«… aparece…», gimió el eco.
Otra embarcación, ésta con la forma de una nave dragón de hierro y cubierta de runas patryn, se elevó de una bahía escondida. Alfred y los demás la vieron tomar el mismo rumbo que las naves de los sartán, envuelta en el fulgor rojizo del mar que tenía debajo y de los signos mágicos que la propulsaban.
—¡Patryn! —Exclamó Alfred con incredulidad—. ¿Adonde se dirigen?
«Persiguen a Ramu. Él los conducirá al Laberinto, donde se sumarán a la batalla».
—Es posible que Xar esté con ellos —dijo Alfred, con tono esperanzado.
«Es posible…»
Haplo no parecía muy convencido. Alfred exhaló un profundo suspiro y añadió:
—Pero esto no conduce a ninguna parte, excepto a nuevos derramamientos de sangre…
«¿Eso te parece? Piénsalo bien, amigo mío: los sartán y los patryn, reunidos por fin en un mismo lugar. Todos en el Laberinto. Y con ellos… las serpientes».
Alfred levantó la vista y parpadeó.
—¡Sartán bendito! —murmuró. Empezaba a ver. Empezaba a comprender.
«Los cuatro mundos, Ariano, Pryan, Chelestra, Abarrach… libres de ellos. Libres de nosotros. Elfos, humanos y enanos, libres de vivir y de morir, de amar y de odiar, a su entero albedrío, sin interferencias de semidioses ni del mal que nosotros creamos».
—Todo eso está muy bien —apuntó Alfred con una nueva dosis de optimismo—, pero los sartán no se quedarán en el Laberinto. Y tu gente, tampoco. No importa quién gane… ni quién pierda.
«Por eso tenemos que encontrar la Séptima Puerta», dijo Haplo. «Encontrarla… y destruirla».
Alfred se sintió perplejo. Pasmado, incluso. La enormidad de la tarea lo confundió. Resultaba demasiado irreal incluso para asustarse. Enemigos acérrimos, mortales, con un legado de odio transmitido de generación en generación, encerrados en una cárcel de su propia creación con un enemigo inmortal, producto de su odio. Sartán, patryn y serpientes, batallando por toda la eternidad sin la menor esperanza de escapar.
¿O acaso cabía la esperanza? El sartán volvió la mirada hacia el perro y alargó la mano para darle unas tímidas palmaditas. Haplo y él habían sido, en un tiempo, enemigos acérrimos y mortales. Alfred pensó también en Marit y Balthazar, dos enemigos unidos por un sufrimiento y una pena que compartían.
Un puñado de semillas, caídas en un terreno requemado y agostado, habían echado raíces y habían encontrado sustento en el amor, la lástima y la comprensión. Si aquellas semillas podían brotar y crecer fuertes, ¿por qué no otras?
La ominosa silueta de Necrópolis estaba ya muy cerca y la dragón seguía avanzando hacia ella con rapidez. Alfred no terminaba de creer que aquello le estuviera sucediendo a él y se preguntó con más deseos que esperanzas si, en realidad, no seguiría a bordo de la nave sartán, afectado quizá por algún golpe recibido en la cabeza.
Pero la crin de la dragón de fuego, con sus escamas lustrosas de un rojo refulgente, le causaba una incómoda picazón muy real. Y a su alrededor irradiaba el calor del Mar de Fuego. A su lado, el perro temblaba de pánico (en ningún momento se había acostumbrado a montar a lomos de la dragón) y Hugh la Mano contemplaba aquel extraño nuevo mundo con expresión de asombro y espanto. Cerca de él se hallaba Jonathon, otro que, como Hugh, estaba muerto y no muerto. Uno había sido resucitado por amor; el otro, en un acto de odio.
Tal vez cabía la esperanza, después de todo. O tal vez…
—Destruir la Séptima Puerta podría provocar la destrucción de todo lo demás… —apuntó en voz baja, tras reflexionar unos instantes.
Haplo guardó silencio. Al cabo de un rato, dijo por fin:
«¿Y qué sucederá cuando Ramu y los sartán lleguen al Laberinto, junto con mi gente y con Xar? Las guerras que libren serán comida y bebida para la maldad de las serpientes dragón, que engordarán y se pondrán lustrosas y seguirán azuzándolos a la violencia. Puede que mi gente escape a través de la Puerta de la Muerte. Entonces, los tuyos perseguirán a los fugitivos. Los enfrentamientos se extenderán hasta abarcar los cuatro mundos. Los mensch se verán arrastrados a la lucha, como lo fueron la última vez. Nosotros los armaremos, los aprovisionaremos de artefactos como la Hoja Maldita.
»Ya ves la disyuntiva que se nos plantea, amigo mío», añadió Haplo tras una pausa para permitir a Alfred una larga reflexión sobre lo que acababa de oír. «¿Entiendes el dilema, verdad?»
Alfred se estremeció y se llevó las manos al rostro.
—¿Y qué será de los mundos si cerramos la Puerta de la Muerte? —preguntó con voz temblorosa y las facciones muy pálidas—. Los cuatro mundos se necesitan unos a otros. Las ciudadelas necesitan la energía de la Tumpa-chumpa. Tal energía podría estabilizar el sol de Chelestra. Y, gracias a las ciudadelas, los conductos de Abarrach empiezan a transportar agua…
«Los mensch podrán arreglárselas por su cuenta, si tienen que hacerlo. ¿Qué sería mejor para ellos, amigo mío? ¿Controlar su propio destino o ser peones del nuestro?»
Alfred permaneció en un pensativo silencio, con los hombros hundidos y gesto de abatimiento. Volvió la vista atrás, por última vez, hacia las naves. Las embarcaciones de los sartán eran dos trazos luminosos que resplandecían débilmente contra la oscuridad del fondo. La nave patryn las seguía, con sus signos mágicos encendidos.
—Tienes razón, Haplo —murmuró Alfred con un profundo suspiro y, con la mirada puesta todavía en las naves, añadió—: Has dejado que Marit partiera con ellos…
«Era preciso», declaró Haplo calmosamente. «Lleva la marca de Xar y está unida a él por ese signo mágico. El Señor del Nexo conocería nuestros planes a través de ella. Además, existe otra razón».
Alfred llenó los pulmones con una inspiración entrecortada.
«En efecto, al destruir la Séptima Puerta podríamos provocar nuestra propia destrucción», continuó Haplo. «Lamento forzarte a este destino pero, como acabo de decir, te necesito, amigo mío. No podría hacer esto sin ti».
Al sartán le saltaron las lágrimas y se le nubló la vista. Durante largos minutos, un nudo en la garganta le impidió hablar. De haber tenido delante a Haplo, Alfred habría tendido la mano a su amigo patryn para estrechársela. Pero Haplo no estaba. Su cuerpo yacía inmóvil y sin vida en la gélida celda de las mazmorras. Tocar un espíritu era difícil, pero Alfred hizo cuanto pudo y, a pesar de todo, alargó la mano. El perro, con un ladrido jubiloso, se dejó acariciar y consolar. El animal se sentiría aliviado de poder saltar de la dragón.
Alfred continuó acariciando su sedoso pelaje.
—Es el mayor cumplido que podías hacerme, Haplo. Tienes razón. Debemos correr ese riesgo. —La mano que acariciaba la testuz del animal empezó a ser presa de un ligero temblor y Alfred expresó sus dudas en voz alta—: De todos modos, amigo mío, ¿has tomado en cuenta el destino al que condenaremos a nuestros pueblos? Si cerramos la Puerta de la Muerte, eliminaremos su única vía de escape. Podrían quedar encerrados para siempre en el Laberinto, librando una batalla eterna contra las serpientes y entre ellos.
«Ya he pensado en ello», fue la respuesta de Haplo. «De ellos dependería, ¿no te parece? Seguir luchando… o intentar encontrar la paz. Y recuerda que ahora, en el Laberinto, también están los dragones buenos. La Onda podría corregirse».
—O barrernos a todos —apostilló Alfred.