PUERTO SEGURO
ABARRACH
La nave patryn, diseñada y construida por Xar para sus viajes a través de la Puerta de la Muerte, flotaba sobre el Mar de Fuego, un río de lava fundida que recorría Abarrach. Las runas del casco protegían la nave del calor lacerante, que habría hecho arder espontáneamente cualquier embarcación normal de madera. Alfred había posado la nave cerca de un embarcadero que sobresalía en el Mar de Fuego, un muelle perteneciente a una ciudad abandonada conocida como Puerto Seguro.
Se detuvo cerca de la portilla, contempló el agitado río de roca fundida y recordó con vívida y aterradora claridad la última vez que había estado en aquel mundo espantoso.
Sí, lo veía todo con absoluta nitidez. Haplo y él habían alcanzado la nave con vida por los pelos, huyendo de los lázaros asesinos conducidos por el antiguo dinasta, Kleitus. Los lázaros sólo tenían un objetivo: destruir a todo ser viviente y a continuación, una vez muerto, proporcionarle una forma de vida eterna atroz, atormentada. Ya a salvo a bordo, Alfred fue perplejo testigo de cómo Jonathon, el joven noble sartán, se entregaba como víctima voluntaria en las manos ensangrentadas de su propia esposa asesinada.
¿Qué había visto Jonathon en la llamada Cámara de los Condenados, para que lo empujara a cometer aquel acto trágico?
¿Realmente había visto algo?, se corrigió Alfred con tristeza. Tal vez el joven había perdido el juicio, simplemente; quizá se había vuelto loco a causa de la pena y del espanto.
Alfred comprendió…
… La nave se mueve bajo mis pies y estoy a punto de perder el equilibrio. Vuelvo la vista hacia Haplo. El patryn tiene las manos sobre la piedra de gobierno. Los signos mágicos de la nave despiden un fulgor azul intenso y luminoso. Las velas flamean y los cabos se tensan. La nave dragón extiende sus alas, dispuesta a volar. En el muelle, los muertos se ponen a gritar y a batir sus armas con estrépito. Los lázaros levantan sus horripilantes rostros y avanzan como un solo hombre hacia la nave.
—¡Espera! ¡Detente! —le grito a Haplo, y aprieto la mejilla contra el cristal de la portilla para ver mejor—. ¿No podemos aguardar un momento más?
—Si quieres, puedes volverte atrás, sartán —responde Haplo con un gesto de indiferencia—. Has cumplido con tu papel y ya no te necesito. ¡Vamos, lárgate!
La nave empieza a moverse. Las energías mágicas de Haplo fluyen a través de ella…
Debo ir. Jonathon ha tenido suficiente fe, me digo. Estaba dispuesto a morir por lo que creía. Yo debo ser capaz de hacer lo mismo.
Me encamino hacia la escalerilla que conduce desde el puente a la cubierta superior. En el exterior de la nave se oyen las gélidas voces de los muertos, sus gritos de rabia, encolerizados de ver que su presa se escapa. Escucho a Kleitus y a los lázaros elevar sus voces en un cántico. Tratan de desmoronar la frágil estructura rúnica de protección de nuestra nave.
La embarcación da un bandazo y se hunde unos palmos.
De improviso, me viene a la cabeza una inspiración. Yo puedo potenciar las debilitadas energías de Haplo.
El lázaro de quien había sido Jonathon se mantiene aparte de los demás lázaros, y la mirada de este espíritu no del todo separado del cuerpo se vuelve hacia la nave y atraviesa las runas, la madera, el cristal… y mi carne y mis huesos hasta alcanzar mi corazón…
—¡Sartán! ¡Alfred!
El interpelado se volvió con cautela y retrocedió hasta los mamparos.
—¡Yo, no! ¡No puedo…! ¡Ah, eres tú! —pestañeó.
—Pues claro que soy yo. ¿Por qué nos has traído a este lugar abandonado? —Quiso saber la patryn—. Necrópolis queda por ahí, al otro lado. ¿Cómo vamos a cruzar el Mar de Fuego?
Alfred parecía impotente.
—Dijiste que Xar haría vigilar la Puerta de la Muerte…
—Sí; pero, si hubieras hecho lo que te indiqué y hubieras llevado la nave directamente a Necrópolis, en estos momentos ya estaríamos a salvo, ocultos en los túneles.
—Es sólo que…, bueno, yo… —Alfred levantó la cabeza y miró a su alrededor—. Os parecerá estúpido, lo sé, pero…, pero… esperaba encontrar aquí a cierto conocido…
—¡Encontrar a alguien! —exclamó Marit con aire sombrío—. ¡Si alguien se presenta por aquí, seguro que es la guardia de mi Señor!
—Sí, supongo que tienes razón. —Alfred dirigió una nueva mirada al embarcadero vacío y suspiró—. ¿Qué hacemos ahora? —preguntó, sumiso—. ¿Remontamos el vuelo hasta Necrópolis?
—No, es tarde para eso. Ya nos habrán visto. Probablemente, vienen a buscarnos. Tendremos que salir de ésta con alguna historia convincente.
—Si tan segura estás de tu señor, Marit —preguntó Alfred con cierta vacilación—, ¿por qué tienes miedo de encontrarte con él?
—No lo tendría, si estuviera sola. Pero no lo estoy. Viajo con un mensch y con un sartán. Vamos —añadió, al tiempo que se volvía bruscamente—. Será mejor desembarcar. Tengo que reforzar las runas que protegen la nave.
Ésta, semejante en construcción y diseño a las naves dragón de Ariano, flotaba apenas unos palmos por encima del embarcadero. Marit saltó con facilidad desde la cubierta de proa y aterrizó de pie, con ligereza. Alfred, después de algunos intentos nulos, se lanzó por la borda, se enredó el pie en uno de los cabos y terminó colgado boca abajo sobre la lava fundida. Marit, con gesto ceñudo, consiguió liberarlo y depositarlo en el muelle, en precario equilibrio sobre sus pies.
Hugh la Mano apareció en cubierta. Hasta aquel instante había permanecido dentro, contemplando con incredulidad y asombro el aterrador nuevo mundo en el que habían entrado. Tras sacudir la cabeza, saltó de la nave al muelle. Pero, casi de inmediato, se dejó caer de rodillas y se llevó las manos al cuello. Dio muestras de sofoco, de falta de aire.
—Así murieron los mensch en este mundo, hace tantos años —dijo una voz.
Alfred se volvió, alarmado.
Una figura emergió de la bruma azufrosa que se extendía sobre el Mar de Fuego.
—Uno de los lázaros —dijo Marit con disgusto. Su mano se cerró en torno a la empuñadura de la espada—. ¡Lárgate! —exclamó.
—¡No, espera! —intervino Alfred con la mirada fija en el cadáver, que se movía arrastrando los pies pesadamente—. Lo…, lo conozco. ¡Jonathon!
—Aquí estoy, Alfred. Aquí he estado todo este tiempo.
«… todo este tiempo…».
Hugh levantó la cabeza y contempló con incredulidad aquella aterradora aparición, sus cerúleas facciones, las marcas mortales de su garganta, los ojos que en un momento estaban vacíos y muertos y, al siguiente, radiantes de vida. La Mano intentó hablar, pero cada vez que tomaba aire llevaba a sus pulmones los vapores venenosos, y tosió hasta congestionarse.
—¡Aquí no puede sobrevivir! —Dijo Alfred, revoloteando en torno a Hugh con gesto inquieto—. ¡Imposible, sin magia que lo proteja!
—Será mejor que lo devolvamos a bordo —respondió Marit con una mirada de desconfianza al lázaro, que los contemplaba en silencio—. Las runas mantendrán una atmósfera que pueda respirar.
Hugh movió la cabeza en gesto de negativa. Alargó la mano y asió la de Alfred.
—¡Prometiste… que me ayudarías! —consiguió articular—. ¡Voy… contigo!
—¡No prometí nada! —protestó Alfred, inclinado sobre el mensch jadeante—. ¡Nada de promesas!
—Lo hiciera o no, Hugh, estarás mejor a bordo. Tú… —Marit dejó ahí la frase.
Hugh movió la cabeza otra vez pero, en aquel momento, rodó de cabeza por el embarcadero y se revolcó de agonía, con las manos otra vez en el cuello.
—Yo me encargo —se ofreció Alfred.
—Será mejor que te des prisa—murmuró la patryn—. El mensch está en las últimas.
Alfred empezó a entonar las runas y efectuó una danza solemne y ágil en torno a Hugh. Unos signos mágicos se encendieron como centellas en el aire sulfuroso y parpadearon en torno al mensch al igual que un millar de luciérnagas. Hugh desapareció.
—Está a bordo otra vez —anunció Alfred, al tiempo que cesaba la danza y volvía una mirada nerviosa hacia la nave—. Pero… ¿y si intenta saltar de nuevo?
—Yo me ocuparé de eso. —Marit trazó un signo mágico en el aire. La runa estalló en llamas, se elevó en el aire y prendió otro signo grabado a fuego en el exterior del casco de la nave. Las llamas aumentaron y se extendieron de runa en runa más rápido de lo que podía seguidas la vista—. Ya está. Ahora, el mensch no puede salir. Y nadie puede entrar, tampoco.
—Pobre tipo. Es como yo, ¿verdad? —intervino Jonathon.
«… ¿verdad?…», repitió el triste eco.
—¡No! —La réplica de Alfred fue tan brusca que Marit lo contempló con asombro—. ¡No! ¡Ese mensch no es como…, como tú!
—No me refiero a que sea un lázaro. Su muerte fue noble. Murió sacrificándose por la que amaba. Y no fue devuelto a la vida por odio, sino por amor y por compasión. De todos modos —insistió Jonathon con suavidad—, es como yo.
Alfred tenía el rostro encendido, salpicado de manchitas blancas, y la mirad fija en las punteras de los zapatos.
—Yo no… nunca tuve intención de que sucediera una cosa así.
—Nada de esto fue premeditado —replicó Jonathon—. Los sartán no tenían intención de perder el control sobre su nueva creación. Los mensch no murieron premeditadamente. No era nuestra intención practicar la nigromancia. Pero sucedió y ahora debemos aceptar la responsabilidad. Tú también debes aceptarla. El mensch tiene razón. Tú puedes salvarlo. Dentro de la Séptima Puerta.
«… Séptima Puerta…».
—El único lugar al que no me atrevo a ir —murmuró Alfred.
—Cierto. Xar lo busca. Y Kleitus, también.
Alfred contempló la ciudad de Necrópolis, una impresionante construcción de roca negra al otro lado del Mar de Fuego, cuyos muros reflejaban el resplandor rojizo del río de lava.
—No volveré ahí —declaró Alfred—. Y no estoy seguro de saber encontrar el camino.
—El camino te encontrará a ti —dijo Jonathon.
«… te encontrará a ti…».
Alfred palideció. Rápidamente, movió la cabeza.
—No. Estoy aquí para encontrar a Haplo, mi amigo. ¿Te acuerdas de él? ¿Lo has visto? ¿Está a salvo? ¿Puedes conducirnos a él?
El lázaro retrocedió, apartándose de la carne cálida que avanzaba hacia él. Cuando respondió, lo hizo con tono adusto.
—No es cosa mía ayudar a los vivos. A ellos les corresponde ayudarse unos a otros.
—Pero si sólo pudieras decirnos…
Jonathon ya se había vuelto y se alejaba por el embarcadero hacia la ciudad abandonada con el porte vacilante de los no muertos.
—Déjalo que se vaya —dijo Marit—. Tenemos otros problemas.
Alfred se volvió a tiempo de ver unas runas patryn que iluminaban el aire. Un momento después, tres patryn surgían del círculo mágico llameante y se plantaban ante ellos en el embarcadero.
Marit no se sorprendió, pues esperaba algo parecido.
—Sígueme la corriente, no importa lo que haga o lo que diga —susurró al sartán.
Asiéndolo por el brazo, Marit tiró de Alfred con tal fuerza que estuvo a punto de arrancarlo de sus propios pies, y avanzó al encuentro de los patryn arrastrando consigo al trastabillante sartán.
—Debo ver al Señor Xar —exclamó Marit, al tiempo que empujaba a Alfred para ponerlo a la vista—. Traigo un prisionero.
Por fortuna, Alfred conseguía ofrecer un aspecto tan desgraciado como si acabara de caer cautivo de alguien. No era preciso que fingiera para producir la impresión de desamparo e infelicidad. Bastaba con que se quedara allí, en el embarcadero, con la cabeza gacha y la expresión culpable, arrastrando los pies con torpeza.
No sabía si confiar en Marit o si creer que la patryn lo había traicionado. Tampoco importaba mucho lo que pensara. Era la única alternativa que les quedaba. Marit ya tenía decidido aquel plan de acción antes de que abandonaran el Laberinto. Consciente de que los patryn estarían vigilando la Puerta de la Muerte, había dado por supuesto que ella y Alfred serían interceptados tan pronto como hicieran acto de presencia. Si intentaban huir o luchar, serían capturados y encarcelados; posiblemente, incluso les dieran muerte. Pero si se presentaba con un prisionero sartán, al cual debía conducir ante el Señor del Nexo…
Marit se apartó los cabellos de la frente y dejó ésta al descubierto. Ya había enjuagado la sangre. El signo mágico de unión entre ella y Xar estaba roto por una profunda cicatriz, pero la marca del Señor del Nexo aún resultaba claramente visible en su piel.
—Debo hablar con Xar cuanto antes. Como veis —añadió con orgullo—, ostento la autoridad de nuestro Señor.
—Estás herida —respondió uno de los patryn, estudiando la marca.
—En el Laberinto se libra una batalla terrible —replicó Marit—. Una fuerza malévola intenta sellar la Última Puerta.
—¿Los sartán? —preguntó el patryn con una mirada ominosa a Alfred.
—No —respondió Marit—. Los sartán no. Por eso debo ver a Xar. La situación es muy apurada. A menos que consigamos ayuda… —Exhaló un profundo suspiro—: Me temo que estamos perdidos.
Los patryn dieron muestras de inquietud. Los vínculos entre los miembros de su pueblo eran muy fuertes y sabían que la recién llegada no mentía. El interlocutor de Marit estaba alarmado y estupefacto ante la noticia.
Tal vez, pensó ella, aquel hombre tenía una esposa y unos hijos a los que había dejado en el Nexo. Tal vez la patryn componente del trío que había salido a su encuentro tenía un marido, unos padres, atrapados todavía en el Laberinto.
—Si la Última Puerta se cierra —continuó Marit—, nuestra gente quedará atrapada para siempre en ese terrible lugar. ¿Xar no os ha contado nada de esto? —preguntó, casi esperanzada.
—No, no nos ha dicho nada —declaró la patryn.
—Pero estoy seguro de que tiene buenas razones para no haberlo hecho —añadió su compañero con frialdad. Hizo una pausa, pensativo, y añadió—: Os conduciré a presencia de nuestro Señor.
El otro guardia inició una protestas.
—¡Pero nuestras órdenes…!
—¡Conozco mis órdenes! —replicó el primero.
—Entonces, sabes que debemos…
El trío de centinelas se retiró a un rincón del muelle y empezó a deliberar en voz baja. Era perceptible un tonillo de tensión en la conversación.
Marit suspiró. Todo estaba saliendo como esperaba. Permaneció donde estaba, con los brazos cruzados sobre el pecho con aparente despreocupación. Sin embargo, tenía el corazón en un puño. Xar no había hablado a los suyos sobre la lucha que se desarrollaba en el Laberinto. Tal vez intentaba ahorrarles sufrimientos, se dijo, pero una vocecilla interior le replicó que su Señor tal vez temía que sus patryn fueran a rebelarse contra él.
Como se había rebelado Haplo…
Marit se llevó la mano a la frente y se frotó el signo mágico, que le escocía y le hormigueaba. Estaba perdiendo el tiempo, se dijo. Tenía que hablar con Alfred. Los guardias seguían discutiendo y sólo volvían la mirada de vez en cuando para vigilar a sus prisioneros.
«Saben que no iremos a ninguna parte», dijo Marit para sí, amargamente. Moviéndose despacio para no atraer la atención, se deslizó más cerca del sartán.
—¡Alfred! —susurró por la comisura de los labios.
—¡Oh! ¿Qué…? —dijo el sartán, sobresaltado.
—¡Calla y atiende! —siseó ella—. Cuando lleguemos a Necrópolis, quiero que lances un hechizo sobre esos tres.
Alfred abrió los ojos como platos. Palideció casi como un lázaro y empezó a sacudir la cabeza enérgicamente.
—¡No! ¡No podría! ¡No sabría…!
Marit estaba pendiente de sus congéneres; al parecer, los tres patryn ya estaban cerca de alcanzar un consenso.
—¡En otro tiempo, tu pueblo luchó contra el mío! —Masculló con frialdad—. Seguro que conoces algún hechizo para incapacitar a esos guardias el tiempo suficiente como para que podamos…
Marit se vio obligada a callar y a apartarse. Los patryn habían terminado de conferencias y se acercaban de nuevo.
—Te conduciremos ante Xar —anunció el guardia.
—¡Ya era hora! —replicó Marit con irritación.
Por fortuna, tal irritación podía tomarse por impaciencia, por anhelo de ver a su Señor, y no por ganas de sacudir a Alfred.
El sartán, en una súplica silenciosa, seguía rogándole que no lo obligara a aquello. Su aspecto era realmente patético, lastimoso.
Y, de pronto, Marit comprendió por qué. Alfred no había formulado nunca un hechizo contra nadie, patryn o mensch, movido por la cólera. Había llegado a extremos insospechados para evitarlo: desmayarse, quedar indefenso, aceptar la posibilidad de perder la vida antes que utilizar su poder para matar a otros.
Los tres guardias empezaron a trazar de nuevo sus runas en el aire. Concentrados en su magia, dejaron de prestar atención a sus prisioneros durante unos momentos. Marit agarró con fuerza a Alfred por el brazo, como si de verdad fuera su prisionero.
Al tiempo que le clavaba las uñas en el terciopelo de su levita, la mujer le susurró con tono apremiante:
—Hazlo por Haplo. Es nuestra única oportunidad.
Alfred emitió un gemido lastimero. Marit notó cómo temblaba, pero se limitó a clavarle las uñas un poco más.
El líder de los patryn los señaló con un gesto, y los otros dos guardias se acercaron para escoltarlos. El signo mágico se encendió en el aire como un círculo de llamas deslumbrante.
Alfred dio un paso atrás.
—¡No, no me obligues! —dijo a Marit.
—Ése sabe lo que le espera —comentó uno de los patryn.
—Sí que lo sabe —respondió Marit y su mirada se clavó en la de Alfred sin ofrecerle el menor descanso, la menor esperanza de posponer la resolución de las cosas.
Asiéndolo con firmeza por el brazo, lo arrastró al interior del círculo mágico flameante.