CAPÍTULO 6

EL CÁLIZ

CHELESTRA

El mundo de Chelestra es un globo de agua, suspendido en la fría negrura del espacio. Su corteza exterior es hielo; el interior—calentado por el sol que flota libremente en ella— es agua tibia, respirable como el aire y destructora de la magia de los sartán y de los patryn. Los mensch de Chelestra, llevados allí por los sartán, habitan las lunas marinas, criaturas vivientes que vagan a la deriva en el agua, siguiendo al errático sol. Las lunas marinas fabrican su propia atmósfera y se rodean de una burbuja de aire. En ellas, los mensch construyen ciudades y cultivan tierras y, con sus sumergibles mágicos, se desplazan de una a otra.

En Chelestra, a diferencia de los mundos de Ariano y de Pryan, los mensch conviven pacíficamente. Su mundo y sus vidas han permanecido intactos durante siglos, hasta la llegada de Alfred a través de la Puerta de la Muerte.[3]

De forma accidental, Alfred había despertado de su sueño letárgico a un grupo de sartán —los mismos que habían provocado la Separación de los mundos— que se hallaba en un estado de animación suspendida. Y estos sartán, en un tiempo tomados por semidioses por los mensch, pretendieron gobernar de nuevo a quienes ellos consideraban inferiores.

Conducidos por Samah, presidente del Consejo que había ordenado la Separación, los sartán descubrieron con asombro e irritación que los mensch no sólo se negaban a someterse y adorarlos, sino que tenían la osadía de desafiar a los presuntos dioses y sitiarlos en su propia ciudad, manteniéndolos prisioneros al inundarla con el agua marina destructora de la magia.

También vivía en Chelestra la manifestación del mal en los mundos. Estas criaturas, con la forma de enormes serpientes —las pérfidas serpientes dragón, según las llamaban los enanos—, llevaban mucho tiempo buscando el modo de abandonar Chelestra y penetrar en los otros tres mundos. Sin darse cuenta de lo que hacía, Samah se lo proporcionó. Furioso con los mensch, temeroso e incapaz de seguir controlando hombres y hechos, Samah fue víctima inconsciente de las serpientes dragón. Pese a todas las advertencias de que no lo hiciera, el sartán abrió la Puerta de la Muerte.[4] De este modo, las malvadas criaturas pudieron colarse en los otros mundos, donde se esforzaron en fomentar el caos y la discordia que son su alimento y su bebida.

Secretamente abrumado por lo que había hecho, Samah abandonó Chelestra con la intención de viajar a Abarrach. Allí, según había sabido gracias a Alfred, los sartán se dedicaban a la práctica del antiguo y prohibido arte de la nigromancia.

Samah pensó que, si era capaz de devolver la vida a los muertos, podría organizar una fuerza lo bastante poderosa como para derrotar a las serpientes dragón y, así, volver a gobernar los cuatro mundos.

Pero Samah no vivió lo suficiente como para aprender el arte de resucitar a los muertos. Junto con un extraño sartán, un viejo que se hacía llamar Zifnab, fue capturado por sus enemigos ancestrales, los patryn, que habían acompañado a Abarrach a su señor, Xar. El Señor del Nexo, que también había acudido allí para aprender el arte de la nigromancia, ordenó ejecutar al sartán y luego intentó resucitar el cuerpo de Samah por medios mágicos.

Pero las intenciones de Xar se vieron frustradas, pues el alma de Samah fue liberada por un lázaro —un muerto viviente— sartán, llamado Jonathon, de quien dice la profecía: «Traerá vida a los muertos y esperanza a los vivos. Y la Puerta se abrirá para él».

Desde la partida de Samah de Chelestra, los demás sartán que quedaban en el Cáliz —la única extensión de tierra estable en un mundo acuático— habían estado esperando su regreso con impaciencia y con creciente inquietud.

—Ramu, Samah se retrasa mucho más de lo que él mismo estipuló. No podemos seguir sin un líder. Te instamos a que aceptes el cargo de presidente del Consejo de los Siete.

Ramu miró uno tras otro a los restantes seis miembros.

—¿Es ése vuestro parecer? ¿Compartís todos esta propuesta?

—Sí. —Los consejeros lo dijeron con palabras y con gestos.[5]

Ramu estaba tallado en granito, la misma piedra que Samah, su padre. Ninguno de los dos se dejaba emocionar fácilmente. Duro e inflexible, Ramu estaba dispuesto a quebrarse antes que ceder. En su visión de las cosas no existía el crepúsculo: sólo había el día o la noche. O el sol brillaba con fuerza, o la oscuridad total engullía su mundo. E, incluso cuando lucía el sol, producía densas sombras.

Ramu era servidor del Consejo, un cargo que debía desempeñarse antes de acceder a miembro de éste. O bien Ramu había sido ascendido a la calidad de miembro de pleno derecho del Consejo durante el período de emergencia, cuando los mensch habían inundado la ciudad, o bien había ocupado el puesto de su exiliada madre.

Pero en el fondo era un hombre bueno, de honor, un padre abnegado y buen amigo y esposo. Y, aunque la preocupación por la desaparición de su padre no se reflejaba en sus duras facciones, no dejaba de quemarlo por dentro.

—Entonces, acepto —se limitó a decir y, tras una nueva mirada al grupo, añadió—: Hasta el momento en que regrese mi padre.

El Consejo en pleno dio su conformidad. Cualquier otra cosa habría sido menospreciar a Samah.

Ramu se puso en pie y se trasladó desde su asiento al fondo de la mesa hasta el escaño de la presidencia, en la cabecera. Al desplazarse, el borde de su túnica blanca rozó con un susurro las losas del suelo; unas losas que aún resultaban frías y húmedas al tacto, pese a que ya hacía tiempo que las aguas del mar de Chelestra se habían retirado.

Los restantes miembros del Consejo se colocaron debidamente, tres a la izquierda de Ramu y tres a su derecha.

—¿Qué asunto se presenta al Consejo, en esta ocasión? —preguntó Ramu.

Uno de los consejeros se incorporó.

—Los mensch han vuelto por tercera vez para negociar la paz, consejero. Han solicitado una reunión con el Consejo.

—No tenemos ninguna necesidad de reunimos con ellos. Si quieren un arreglo pacífico, deben acatar nuestros términos tal como los ha planteado mi padre. Saben cuáles son, ¿verdad?

—Sí, consejero. O los mensch acceden a jurarnos fidelidad y a permitirnos que los gobernemos, o se retiran del Cáliz y abandonan las tierras que nos han usurpado por la fuerza.

—¿Y cuál es su respuesta a estos términos?

—Que no abandonarán las tierras que ocupan, consejero. Para ser justos con ellos, no tienen adonde ir. Sus antiguos hogares, las lunas marinas, están ahora cubiertos por el hielo.

—Pues que suban a esas embarcaciones suyas, pongan rumbo al sol y busquen nuevas patrias.

—Los mensch no ven ninguna necesidad de un trastorno tan traumático en sus vidas, Ramu. Aquí, en el Cáliz, hay tierra suficiente para todos. No entienden por qué no pueden instalarse en ellas.

El tono del consejero sartán daba a entender que él tampoco terminaba de entenderlo. Ramu torció el gesto pero, en aquel momento, otro miembro del Consejo se puso en pie y pidió permiso para hablar.

—Para ser justos con los mensch, presidente Ramu —dijo una voz femenina, obsequiosa—, están avergonzados de sus acciones pasadas y muy dispuestos a pedir nuestro perdón y nuestra amistad. Han hecho progresos con las tierras, han empezado a construir casas y han establecido comercios. Yo misma lo he visto.

—¿De veras, hermana? —A Ramu se le ensombreció la expresión—. ¿Has estado entre ellos?

La consejera se movió, incómoda.

—Sí, Ramu. A invitación suya. No vi inconveniente y los demás miembros del Consejo lo aprobaron. Tú no estabas presente…

Ramu puso fin a la discusión con frialdad.

—Lo hecho, hecho está, hermana. ¿Qué han hecho esos mensch en nuestra tierra?

No se le escapó a nadie el énfasis en el posesivo. La sartán carraspeó, nerviosa.

—Los elfos se han instalado junto a la costa. Sus ciudades van a ser de una belleza extraordinaria, con viviendas de coral. Los humanos se han establecido más tierra adentro, en los bosques, como les gusta hacerlo, pero con acceso al mar garantizado por los elfos. Los enanos han ocupado las cuevas de las montañas del interior. Extraen los minerales y crían cabras y ovejas. Han instalado forjas…

—¡Es suficiente! —Ramu estaba pálido de cólera—. He oído bastante. Han instalado forjas, dices. Forjas para fabricar armas de acero que usarán para atacar a alguien, sea a nosotros o a sus vecinos. La paz de nuestras existencias será hecha añicos, como sucedió hace tanto tiempo. Los mensch son niños violentos y pendencieros que necesitan nuestra dirección y nuestro control.

La consejera quiso protestar.

—Pues parece que viven muy tranquilos…

Ramu movió la mano, rechazando sus palabras.

—Quizá se toleren durante un tiempo, sobre todo si tienen algún juguete nuevo que los mantiene ocupados. Pero su propia historia muestra que no son de fiar. O acceden a vivir según nuestras normas, bajo nuestras leyes, o se marchan.

La sartán miró al resto del Consejo, titubeante. Los demás consejeros le indicaron por gestos que continuara su exposición.

—Después… eh… los mensch me han presentado sus condiciones para la paz, presidente.

—¡Sus condiciones! —Ramu puso cara de asombro—. ¿Por qué íbamos a molestarnos en escucharlas?

—Ellos consideran que han obtenido una victoria sobre nosotros —dijo la sartán y se ruborizó bajo la ominosa mirada de Ramu—. Y debe reconocerse que podrían hacernos lo mismo otra vez. Los mensch controlan las compuertas. Pueden abrirlas en cualquier momento, inundarnos y expulsarnos. El agua del mar tiene un efecto devastador sobre nuestra magia. Algunos de nosotros no hemos recuperado por completo el uso de nuestros poderes hasta hace muy poco. Y sin nuestra magia, estamos mas desvalidos que un mensch…

—¡Mide tus palabras, hermana! —le advirtió Ramu.

—Sólo digo la verdad, presidente —replicó la sartán sin alterarse—. No puedes hacer oídos sordos.

Ramu no discutió. Sus manos, posadas sobre la mesa, se encogieron; sus dedos se cerraron sobre el vacío. La mesa de piedra estaba fría y olía a húmedo y rancio.

—¿Qué hay de la sugerencia de mi padre? ¿Hemos hecho algún intento de neutralizar esas compuertas, de sellarlas para que no puedan volver a abrirse?

—Las compuertas están muy por debajo del nivel del agua, Ramu. No podemos alcanzarlas y, aunque pudiéramos, nuestra magia quedaría anulada por las propias aguas. Además —bajó la voz—, ¿quién sabe si esas terribles serpientes dragón no siguen ahí abajo, al acecho?

—Tal vez —dijo Ramu, pero no añadió nada más. Sabía, porque su padre se lo había dicho antes de marcharse, que las serpientes dragón habían penetrado en la Puerta de la Muerte, que habían escapado de Chelestra para llevar su maligna presencia a otros mundos…

—Ha sido culpa mía —había dicho Samah—. Una de las razones de mi viaje a Abarrach es la esperanza de reparar el daño causado, de encontrar el medio de destruir a las terribles serpientes. Empiezo a pensar… —Había titubeado, al tiempo que observaba a su hijo con los ojos entrecerrados—. Empiezo a pensar que Alfred tenía razón desde el principio. La verdadera maldad está aquí. —Samah se había llevado la mano al corazón—. Nosotros la creamos.

Ramu no entendía a qué se refería.

—¿Cómo puedes decir eso, padre? ¡Contempla lo que has creado! ¿Qué maldad hay en ello?

Ramu había movido el brazo en un gesto amplio que abarcaba no sólo los edificios, el terreno, los árboles y los jardines del Cáliz, sino el propio mundo del Agua y, más allá, los del Aire, del Fuego y de la Piedra.

Samah había mirado hacia donde había señalado su hijo.

—Sólo veo lo que destruimos —había murmurado.

Fueron las últimas palabras de Samah antes de adentrarse en la Puerta de la Muerte.

—Adiós, padre mío —le había gritado Ramu cuando se alejaba—. Cuando regreses triunfante, a la cabeza de las legiones, se te levantará el ánimo.

Pero Samah no había regresado. Ni habían tenido noticia de él.

Y ahora, aunque Ramu era reacio a reconocerlo, los mensch habían conquistado, a todos los efectos, a sus dioses. ¡Habían conquistado a los sartán! ¡A sus superiores! Ramu no veía salida a la difícil situación. Como las compuertas de aporte de agua estaban bajo el nivel de ésta, los sartán no podían emplear la magia para destruirlas. Lo único que les quedaba era recurrir a medios mecánicos; en la biblioteca sartán había libros que explicaban los métodos empleados por los hombres de la antigüedad para fabricar potentes artefactos explosivos.

Pero Ramu no podía engañarse a sí mismo. Levantó las manos, volvió las palmas hacia arriba y las contempló. Eran manos blandas y suaves, de dedos largos y ahusados. Manos de hechicero, habituadas a manejar lo inmaterial; no manos de artesano. El enano más torpe era capaz de fabricar en un abrir y cerrar de ojos lo que a Ramu le habría costado horas de trabajo.

Después de ciclos y ciclos, se dijo Ramu, tal vez fueran capaces de producir algún artefacto mecánico capaz de cerrar y obstruir las compuertas. Pero, en ese momento, se habrían convertido en mensch. ¡Era preferible abrir las compuertas y dejar que entrara el agua!

Fue entonces cuando la idea le vino a la cabeza: quizá deberían marcharse y dejar que los mensch se quedaran con aquel mundo. Que se ocuparan de ellos mismos. Que se destruyeran unos a otros como estaban haciendo —según las informaciones proporcionadas por Alfred— en los demás mundos.

Que aquellos hijos rebeldes y desagradecidos volvieran a casa y descubrieran que sus sufridos padres habían desaparecido.

De pronto, advirtió que los demás miembros del Consejo cambiaban miradas con expresión inquieta y preocupada. Demasiado tarde, se dio cuenta de que sus sombríos pensamientos se reflejaban en su rostro. Su expresión se endureció. Marcharse en aquel momento equivalía a rendirse, a reconocer la derrota. Antes que eso, Ramu estaba dispuesto a ahogarse en aquella agua verdeazulada.

—O aceptan someterse a nuestro control, o abandonan el Cáliz. No tienen más alternativas. Supongo que el resto del Consejo está de acuerdo, ¿no? —Ramu miró a un lado y a otro.

El resto del Consejo asintió. Si había algún desacuerdo nadie lo expresó. Aquél no era momento para desuniones.

—Si los mensch se niegan a aceptar estas condiciones —continuó Ramu, pronunciando las palabras despacio y con claridad al tiempo que su mirada escrutaba a cada uno de los presentes—, sufrirán las consecuencias. Unas consecuencias terribles. Podéis decírselo así.

Los miembros del Consejo se mostraron mas esperanzados, más aliviados. Su presidente, sin duda, tenía un plan. Delegaron a uno de ellos para parlamentar con los mensch y pasaron a tratar otros asuntos, como la reparación de los daños producidos por la inundación. Cuando no quedaron más temas pendientes, se levantó la sesión. La mayoría de los consejeros se dirigió a sus asuntos, pero un puñado de ellos demoró su marcha para hablar con Ramu, con la esperanza de descubrir algún indicio de qué se proponía hacer.

El nuevo presidente del Consejo de los Siete era experto en guardar las cosas para sí. No reveló absolutamente nada y, al final, el resto de los consejeros abandonó la sala. Ramu permaneció sentado tras la mesa, contento de quedarse a solas con sus pensamientos, cuando de pronto advirtió que tenía compañía.

Un extraño sartán había entrado en la estancia.

El hombre le resultó familiar, pero no consiguió reconocerlo inmediatamente. Con una mirada penetrante, Ramu trató de situarlo. En el Cáliz vivían varios centenares de sartán y Ramu, buen político, los conocía a todos de vista y, casi siempre, era capaz de poner un nombre a una cara. Por eso lo perturbó no recordar de quién se trataba, pese a estar seguro de haberlo visto antes.

Ramu se puso en pie, cortésmente.

—Buenos días, señor. Si has venido a presentar una petición ante el Consejo, llegas tarde. La sesión ha concluido.

El sartán sonrió y movió la cabeza. Era un hombre de mediana edad, atractivo, con profundas entradas en las sienes, nariz y mandíbula firmes y ojos tristes y pensativos.

—Entonces, llego en el momento oportuno —respondió el sartán—. Porque he venido a hablar contigo, consejero…, si tú eres Ramu, hijo de Samah y de Orla.

Ramu frunció el entrecejo, molesto por la referencia a su madre, desterrada por delitos contra su pueblo y cuyo nombre no debía ser pronunciado. Se disponía a hacer algún comentario al respecto cuando se le ocurrió que el extraño sartán (¿cómo diablos se llamaba?) no sabía nada de la expulsión de Orla al Laberinto, en compañía del hereje, Alfred. Sin duda, debían de haber corrido los rumores, pero Ramu se vio obligado a reconocer que aquel extraño de aire digno no tenía el aspecto de una de esas personas amantes de los chismorreos ociosos.

Contuvo su irritación y no hizo el menor comentario, pero respondió con un ligero énfasis que debería haber dado una pista al recién llegado:

—Soy Ramu, en efecto. Hijo de Samah.

En aquel momento, Ramu se halló en un dilema. Preguntarle el nombre al desconocido no era conveniente, pues revelaría que no lo recordaba. Había maneras diplomáticas de sortear la cuestión pero a Ramu —por lo general, un hombre directo y franco— no se le ocurría ninguna en aquel instante.

Pero el extraño sartán resolvió el asunto.

—No me recuerdas, ¿verdad?

Ramu se sonrojó e intentó articular alguna respuesta cortés, pero el sartán se le adelantó:

—No me sorprende. Nos conocimos hace muchísimo tiempo. Antes de la Separación. Yo era miembro del Consejo, por aquel entonces. Y buen amigo de tu padre.

Ramu entreabrió la boca. Por fin recordaba…, recordaba algo inquietante en relación con aquel hombre. Sin embargo, lo que más le llamó la atención, de entrada, fue el hecho evidente de que aquel sartán no era un ciudadano de Chelestra. Lo cual significaba que procedía de otro mundo.

—De Ariano —dijo el sartán con una sonrisa—. El mundo del aire. Vida suspendida. Muy parecida a la tuya y la de tu pueblo, tengo entendido.

—Me alegro de que nos encontremos de nuevo, señor —dijo Ramu mientras se esforzaba por aclarar su confusión, recordar qué conocía de aquel hombre y, al mismo tiempo, recrearse con la renovada esperanza que el desconocido acababa de proporcionarle: ¡en Ariano quedaban sartán con vida!—. Espero que no te sientas ofendido pero, como dices, ha pasado mucho tiempo y tu nombre…

—Puedes llamarme James —lo interrumpió el recién llegado.

Ramu le dirigió una mirada de desconfianza.

—James no es un nombre sartán.

—Tienes razón, no lo es. Pero, como ya debe de haberte contado cierto compatriota mío, en Ariano no utilizamos nuestros nombres sartán auténticos. Creo que has conocido a Alfred, ¿verdad?

—¿Al hereje? Sí, lo he conocido. —Ramu seguía ceñudo. ¿Quién era aquel hombre?—. Me parece oportuno advertirte que ese Alfred ha sido desterrado…

Algo se agitó en el interior de Ramu. Un recuerdo lejano. De Alfred; no, de más atrás. De mucho más atrás en el tiempo.

Casi consiguió atraparlo pero, antes de que pudiera hacerlo, el extraño sartán lo aparto de él.

James asentía con gesto grave.

—¡Este Alfred, siempre armando líos! No me sorprende oír que ha caído en desgracia. Pero no he venido a hablar de él. Estoy aquí con una misión mucho más penosa. Soy portador de tristes noticias y de informaciones desalentadoras.

—Mi padre… —murmuró Ramu, olvidando todo lo demás—. Vienes con noticias de mi padre.

—Lamento tener que comunicarte esto. —James se acercó a Ramu y posó una mano firme en el brazo del hombre, al cual sacaba unos cuantos años—. Tu padre ha muerto.

Ramu bajó la cabeza, sin poner en duda por un solo instante las palabras del tal James. Hacía algún tiempo que, en lo más profundo de su corazón, ya lo sabía.

—¿Cómo sucedió?

Con un tono de voz más grave y aire afectado, el sartán explicó:

—Murió en las mazmorras de Abarrach, a manos de uno que se hace llamar Xar, Señor de los patryn.

Ramu se quedó rígido y durante unos instantes fue incapaz de articular palabra; por fin, alcanzó a preguntar en voz baja:

—¿Cómo lo has sabido?

—Yo estaba con él —dijo el sartán con suavidad. Esta vez, su mirada penetrante no se apartó del joven presidente del Consejo de los Siete—. También había sido capturado por Xar.

—¿Lograste escapar, y mi padre no? —Ramu lo miró con odio.

—Lo siento, consejero. Un amigo me ayudó a escapar, pero la ayuda llegó demasiado tarde para tu padre. Cuando llegamos hasta él…

James dejó la frase a medias con un suspiro. Ramu se sintió abrumado de pena, pero muy pronto la cólera desplazó a la pesadumbre; la cólera, el odio y el deseo de venganza.

—Un amigo te ayudó, dices. Entonces, ¿hay sartán vivos en Abarrach?

—¡Oh, sí! —repuso James con una mirada socarrona—. En ese mundo hay muchos sartán. Su líder se llama Balthazar. Sí, ya sé que tampoco es un nombre sartán —se apresuró a añadir—, pero debes recordar que para esos sartán han transcurrido doce generaciones y han perdido u olvidado muchas de sus viejas costumbres.

—Sí, claro —murmuró Ramu, sin prestar más atención al tema—.

¿Y dices que ese Xar y sus patryn también se encuentran en Abarrach? Esto sólo puede significar una cosa.

—Me temo que así es —asintió James con gesto grave—. Algunos patryn deben de haber salido del Laberinto; éstas son las novedades desalentadoras que traía. Y más patryn seguirán a los primeros. Ahora mismo, mientras hablamos, los que aún están encerrados también intentan escapar. Han lanzado un asalto a la Última Puerta.

—¡Pero deben de ser miles…! —exclamó Ramu, espantado.

—Por lo menos —respondió James—. Será precisa toda tu gente, más los sartán de Abarrach…

—¡… para detener ese mal! —terminó la frase Ramu, con los puños apretados.

—Para detener ese mal —repitió James y añadió solemnemente—: Es lo que tu padre habría querido, creo.

—Seguro. —A Ramu se le desbocó la imaginación. Se olvidó por completo de seguir preguntándose dónde y en qué circunstancias había conocido a su interlocutor—. Y esta vez no tendremos piedad de nuestro enemigo. Ése fue el error de mi padre.

—Samah ha pagado sus errores —murmuró James sin alzar la voz —y ha sido perdonado.

Ramu no le prestó atención.

—Esta vez no encerraremos a los patryn en una prisión. Esta vez los destruiremos… por completo. —Se volvió en redondo con la intención de abandonar la sala, pero recordó las normas de cortesía y miró al sartán—. Te agradezco que me hayas traído estas noticias. Puedes tener la certeza de que la muerte de mi padre será vengada. Ahora debo irme para tratar todo esto con los demás miembros del Consejo, pero te mandaré a uno de los servidores. Te alojarás en mi casa. ¿Hay algo más que pueda hacer por ti?

—No, muchas gracias —dijo James y, con un gesto de la mano, añadió—: Ve, Ramu. Me las arreglaré por mi cuenta.

El recién nombrado presidente del Consejo notó de nuevo aquella sensación de inquietud e incomodidad. No recelaba de la información que el extraño sartán le había transmitido, pues un sartán no podía mentirle a otro; sin embargo, había algo que no encajaba demasiado. ¿Qué tenía aquel desconocido?

James permaneció inmóvil, con una leve sonrisa, bajo la mirada escrutadora de Ramu.

Éste abandonó por fin su intento de recordar. Probablemente, no sería nada. Nada importante. Además, al fin y al cabo, lo que fuera había sucedido hacía mucho tiempo. Ahora tenía otros problemas más urgentes, más inmediatos. Con una inclinación de cabeza, abandonó la cámara del Consejo.

El misterioso sartán se quedó en la estancia observando a Ramu hasta que éste hubo salido. Entonces murmuró para sí:

—Claro que te acuerdas de mí. Estabas entre los guardias que acudieron a detenerme ese día, el día de la Separación. Eras uno de los que vinieron para conducirme por la fuerza a la Séptima Puerta. Yo le había dicho a Samah que impediría sus planes. Tu padre me temía, pero no me sorprende; en esa época, Samah tenía miedo de cualquier cosa.

Exhaló un suspiro, se acercó a la mesa de piedra y pasó la yema del dedo por el polvo. Pese a la reciente inundación, el polvo seguía cayendo del techo e impregnaba todos los objetos del Cáliz con una fina capa blanquecina.

—Pero, cuando llegaste, Ramu —continuó susurrando James—, yo ya no estaba. Preferí ocultarme. No podía impedir la Separación, de modo que intenté proteger a los que dejasteis atrás, pero no pude hacer nada para ayudarlos. Eran demasiados los que morían y yo no era de mucha utilidad para nadie, en esos momentos.

»Pero ahora sí que lo soy.

El aspecto del sartán cambió, se alteró. El hombre atractivo de mediana edad se transformó en un instante en un anciano de barba larga y áspera, vestido con una indumentaria de color pardo y tocado con un sombrero raído y deforme. El viejo se acarició la barba con aire de sentirse sumamente orgulloso de sí mismo.

—¿Fastidiarlo todo? ¡Espera a saber lo que he hecho, esta vez! He llevado el asunto perfectamente. He hecho exactamente lo que me dijiste, especie de sapo estirado con escamas…

»Es decir… —Zifnab se dio unos tirones de la barba, pensativo—, creo que he hecho lo que me dijiste. "Cueste lo que cueste, lleva a Ramu al Laberinto." Sí, éstas fueron tus palabras exactas…

»Al menos, creo que fueron ésas. Aunque, ahora que recuerdo… —El anciano empezó a retorcerse la barba hasta formar nudos—. Quizás fue: "Cueste lo que cueste, lleva a Ramu lejos del Laberinto"…

»De lo de "Cueste lo que cueste", no tengo ninguna duda—a Zifnab, esto parecía consolarlo—. Es lo que viene luego lo que me hace dudar. Quizá…, sería mejor volver atrás y consultar el guión…

Sin dejar de murmurar por lo bajo, el anciano se acercó a una pared y desapareció a través de ella.

Un sartán que entraba entonces en la cámara del Consejo se llevó un sobresalto al oír una voz torva que decía, desalentada:

—¿Qué habéis hecho esta vez, señor?