ZAMBRINI se encuentra unos días en Milán para asuntos del partido y, gracias a Dallanotte, ha podido concertar con el viejo un almuerzo en una trattoria de las que gustan al senador, siempre enemigo de los grandes hoteles donde ahora inevitablemente le alojan. Les acompaña Ambrosio, que llegó con su verde ramita en la boca, y los tres antiguos partisanos recuerdan los buenos tiempos paladeando el café de la sobremesa.
Evocan trances difíciles, y también golpes de suerte con momentos triunfales. Discuten amistosamente el comunismo de Zambrini, pero coinciden en apreciar la degeneración del país y de la juventud, por contraste con el entusiasmo popular en el cuarenta y cinco.
Al final, claro está, acaban hablando de la próxima boda y Zambrini lamenta no poder asistir.
—Algo fantástico —remata Ambrosio—. Lo que nadie se esperaba allí para rematar el triunfo. En el pueblo están con la boca abierta. Entre eso y sus propias peleas por las tierras, los Cantanotte se han quedado sin amigos. ¡Tienes a la gente en el bolsillo, Bruno; ni te imaginas! ¡Incluso las beatas empiezan a pensar que por fin vas a convertirte a una vida cristiana! ¡Hasta rezan por ti, seguro! ¡Sobre todo alguna que te llevaste al huerto cuando era moza!
Ríen.
—¿Sabes lo único que les cabrea? —añade—. Que no te cases en Roccasera. ¡Menuda boda se pierden!
—Para casarse en otra diócesis me pedirían aún más papeles —se disculpa el viejo. Luego contraataca—. Además, ¡no me da la gana de que me eche la bendición el curilla de Roccasera! ¿o es que a ti te cae bien ese meapilas?
Por supuesto, a Ambrosio tampoco le gusta.
—Cásate como prefieras, hombre —interviene Zambrini—. Tu boda es tu boda… Eso sí, prepárate a la cencerrada…
El viejo sonríe como si le ofrecieran un buen regalo.
—Ya cargaré con postas la lupara, ya. Hasta con sal, por si alguno de mala leche se propasa. La cencerrada la admito: es lo suyo cuando se casa un viudo y, encima, fuera del pueblo. Pero cencerrada como es debido. Bromas pesadas con mi mujer, ¡ni una!
—No hará falta disparar, Bruno —asegura Ambrosio—. Nadie te quiere mal en el pueblo ahora.
—O nadie se atreve a decirlo —presume el viejo.
—Eso es, o no se atreve.
El viejo se encoge de hombros, desdeñoso. Luego se dirige a Zambrini con expresión solemne.
—Tú pensarás que estoy loco, Mauro, porque voy a durar muy poco. Ya te lo habrá dicho el Dallanotte. Por cierto, un buen hombre.
—Sí, me lo ha explicado. Y también me ha dicho que te envidia, porque él no tiene ya ilusiones… No estás loco, Bruno, sino muy cuerdo. Yo te comprendo.
—¡Y tanto que hace bien! —salta Ambrosio—. Lo digo yo, que conozco ya a la Hortensia. ¡Si la vieras, Mauro…! La mujer que necesita un hombre… ¡Si no te casaras tú me declaraba yo! —concluye el solterón de Ambrosio dedicando al viejo su divertida mueca de aquellos tiempos.
—No te encampanes: me quiere a mí —se ufana el viejo, que continúa dirigiéndose a Zambrini—. Así, ¿sabes?, este verano en mi casa, con Hortensia y Brunettino, voy a vivir cada hora mucho más que los milaneses en un año… ¡Brunettino! El día que me llame nonno daré la gran fiesta, ¡tengo unas ganas de oírle!… Y está a punto, a punto; aún me dará tiempo antes de la castañada.
Calla un instante y continúa, grave:
—Sí, tendré tiempo; en el pueblo se soltará… además, después… Después, ya me entiendes, Mauro…
Baja la voz, acerca la cabeza hacia sus compañeros y sonríe astutamente, orgulloso de su estrategia vital:
—Después Brunettino, mi angelote, mi tesoro, tendrá la mejor abuela del mundo, la mujer para hacerle hombre.
El viejo se repliega en el silencio a fin de imaginar mejor a Hortensia, su relevo junto al niño. Sí, instalada en su cuarto sobre el sofá-cama, recibiendo allí la visita nocturna del angelito blanco y cogiéndole en brazos para hablarle de su abuelo Bruno. Para contarle cómo era y cuánto, cuánto, cuánto les adoraba a los dos.