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EL hombre en quien ambas piensan asiste entre tanto a una discusión científica entre el propio profesor Buoncontoni y un invitado de Munich, el profesor Bumberger. Éste sostiene que la clave del comportamiento humano lo proporciona la Psicología, la ciencia del alma; sede de los impulsos, el razonamiento, la memoria, la personalidad.

Buoncontoni empezó discrepando cortésmente, pero la tenacidad del alemán le ha ido exasperando poco a poco. Al fin, acalorados ambos, llega a decir:

—Mire, doctor, esta discusión no tiene sentido, porque la Psicología no existe. Es como la Teología, esa contradicción en términos porque es absurdo razonar a Dios. El mero hecho de pretenderlo prueba el orgullo clerical.

—¿Que no existe la Psicología? —brama el alemán—… ¿Cómo se atreve usted? Entonces, ¿de qué soy yo profesor?

—Bueno, existe como construcción intelectual, pero no corresponde a nada, salvo a otra fantasía: el alma. Dicho de otro modo —insiste, aprovechando que la congestión del teutón le impide replicar—, en la conducta humana lo que no es orgánico es social. Es decir, lo que no explican la Genética ni la Fisiología lo explica la Sociología. Sí, señor —prosigue, disparado ya—, nuestra conducta es genes, adrenalina, etcétera, combinados con la educación y los condicionamientos sociales. No hay otra cosa, por muchos libros que describan los psicólogos.

—¡Pero el alma, señor mío, el alma, die Seele…! —el arrebato le impide seguir argumentando—… ¡Es usted ignorante, un despreciable ignorante!

Sigue una rociada de palabras en alemán porque el bávaro no domina los improperios en italiano. En el cuello se le hinchan las venas, sus dedos se aferran a la mesa y toda su corpulencia de bebedor de cerveza se estremece de coraje. Enfrente, Buoncontoni, desordenados en aureola sus cabellos blancos, alarga el cuello y estira su pequeña estatura como un gallo de pelea.

El viejo lo está pasando en grande al ver sufrir al alemán. «Ahora se matan», piensa, relamiéndose de gusto. Pero de pronto el muniqués da un puñetazo en la mesa, suelta una retahíla germánica y sale furioso dando un portazo.

—¿Qué ha dicho? —pregunta bajito el viejo.

—Universidad italiana de mierda —le traduce sonriendo un ayudante de Buoncontoni. Y añade, con admiración—: ¡En una sola palabra!

«¿Nadie sale a partirle la boca? —se asombra el viejo lleno de desprecio—. ¡Bah!, con estos milaneses no se va a ninguna parte».

El caso es que el origen de la disputa fue la grabación del viejo. Primero les habló de niños abandonados por sus padres en el campo y criados por cabras, que tenían mejor corazón; y ellos relacionaron su historia con otros casos antiguos, como el de una cabra famosa, que les dio por llamarla Amadea, según cree entender el viejo. Después contó las fiestas y romerías de Roccasera, de las riñas por llevar las andas de santa Chiara y les llamó mucho la atención el nombre de scerraviglicu dado a la navaja. De ahí se pasó a discutir la agresividad humana o animal y los dos profesores se enzarzaron acerca de la clave del comportamiento.

Pero no pasa nada. Claro: en Milán son como niños, incapaces de pegarse como los hombres. El viejo lo lamenta por el profesor Buoncontoni, que le había caído simpático.

Además, seguro que tiene razón. El otro indiscutiblemente miente, puesto que es alemán y, además, la negación del alma le convence al viejo porque así no tienen nada que hacer los curas… Pero una cosa es tener razón y otra muy distinta tragarse el insulto de un alemán. Se indigna. Si llega a estar la doctora Rossi, que no ha podido asistir, él mismo hubiera salido tras el ofensor para vengar el honor italiano delante de una mujer. Pero, al menos, necesita echarlo en cara.

—¿Es que aquí nadie tiene sangre en las venas? —exclama, mirando en torno—. ¿Un solo alemán asusta a tantos profesores?… ¡En el frente me hubiera gustado verles! Pero, claro, ninguno hubiera ido. ¡Todos emboscados en retaguardia, con sus libros y sus papeles!

—Yo luché —replica tranquilamente Buoncontoni.

—¿Usted? —inquiere, acordándose a la vez del profesor que tenían en su partida, allá en la Sila.

Buoncontoni se suelta la corbata de pajarita, se abre la camisa y muestra una larga cicatriz desde el cuello a la tetilla.

—Partisano. En Val d’Aosta. Cuerpo a cuerpo.

—Dispensa, compañero. Eso es otra cosa.

Le explican que bastante revolcón se ha llevado el humillado alemán y así concluye apaciblemente la última sesión del curso. Todos despiden al viejo con cariño: «¡Hasta el año que viene, calabrés!», repiten, porque es el calabrés del departamento. El viejo estrecha manos orgulloso.

Buoncontoni le hace pasar a su despacho con Valerio y le enseña unas fotografías de los partisanos en Val d’Aosta.

«Eran como nosotros —piensa el viejo—, sólo que con más ropa encima y mejores armas. ¡Estos del Norte siempre jugando con ventaja!». Pero la visión de esas escenas se le sube a la cabeza. Sus ojos adquieren una expresión extraña.

—¿Y cómo estás aquí? ¿Cómo no te coge la Gestapo?

—Hago doble juego —contesta misteriosamente Buoncontoni, que conoce por Valerio los fallos mentales del viejo—. Al enemigo hay que engañarle, camarada.

La frase afecta al viejo y le decide a realizar una confesión hace tiempo meditada para tranquilizar su conciencia.

—Es verdad, al enemigo hay que engañarle, pero al amigo no… Tengo que decirte… Yo no me he portado bien, compañero, y perdona. A veces, en mis historias, he exagerado… Bueno, un poquito. No era engañaros, no; eran como bromas. Como cuando se bebe algo de más… Quiero que lo sepas: no toméis en serio todo lo que dije.

Buoncontoni le mira con estimación.

—¡Bravo por tu lealtad! Pero entonces, ¿por qué inventabas? No sería por el puñado de liras.

—¿Por dinero yo? ¡Tengo más tierras y más ganado que tú!

—Seguro; yo no tengo nada… ¿Entonces?

—¡Me gustaba tanto hablar de la montaña, del país! En Milán a nadie le interesa… ¡Y me encontraba tan a gusto con vosotros!… Gracias por estos ratos. Si queréis, os devuelvo el dinero.

—¡Pero si está bien ganado! De veras… Mira, yo he de confesarte también que ya había notado algunas de tus exageraciones y sospechaba errores… Pero incluso tus inventos son documentos antropológicos y nos interesan para estudiar cómo piensa alguien de tu tiempo y de tu tierra.

El viejo, sorprendido primero, acaba enfureciéndose y se pone de pie, agresivo:

—¡Tenía razón el alemán: Universidad de mierda!… ¿De modo que me dejabais hablar para burlaros? ¿Tú has hecho eso a un compañero?… Ahora comprendo tu doble juego; lo haces contra mí, estás con los fascistas.

Buoncontoni se levanta a su vez.

—Cálmate, camarada; te juro que te equivocas. Te escuchábamos y te escucharemos en tus grabaciones para aprender. De los relatos ya conocidos nos interesan precisamente tus variantes personales. Así, cuanto tú hablabas de un tesoro en un río lo relacionábamos con el entierro de Alarico y sus cofres bajo el lecho del río Busento, y ¿sabes quién es el Carrumangu de tu penúltima grabación?, nada menos que Carlomagno el emperador… En cuanto a tus invenciones libres, reflejan tu cultura, nada menos. Sí, camarada, cuando habla un hombre de tu condición, diga lo que diga, están hablando las raíces de un pueblo.

El viejo siente que esas palabras expresan algo grande, pero sigue recelando de Milán y su gente.

—Habláis bonito, los que escribís papeles: bla, bla, bla, como los políticos… Pero de mí no se burla nadie.

—¿Quieres la prueba de cuánto estimamos tus documentos? Voy a dártela. Ferlini, ¿dónde tenemos archivadas las grabaciones Roncone?

—Junto a las de Turiddu, el de Calcinetto.

El viejo queda impresionado. ¡Turiddu! ¡El más famoso improvisador popular de toda la Calabria! ¡El hombre cuyos versos y canciones se repiten de pueblo en pueblo!

—¿De veras? —sonríe orgulloso, ya convencido.

Buoncontoni asiente.

—Le trajimos aquí el curso pasado, para grabar… Y además, compañero, ¿quién sabe distinguir sin fallos entre lo que es verdad y lo que no?

—Alto, por ahí no paso. Yo distingo; lo noto. Veo un carro que quieren venderme o los ojos de un tío y siento si me están o no engañando. La verdad se toca. Yo la toco.

Buoncontoni le mira con curioso escepticismo.

—¿Tú crees? —pregunta irónico—. Dime algo que sea verdad, sin sombra de duda, algo no discutible.

La respuesta brota, explosiva:

—Un niño.

Y se reafirma, seguro:

—Sí. Un niño.

Buoncontoni reflexiona y acaba riéndose, melancólico.

—Te doy la razón… Como yo no tuve hijos… Mira, me alegro de que lo hayas dicho, porque entonces te va a gustar más el recuerdo que te habíamos preparado.

Hace un gesto y Valerio le entrega un sobre conteniendo una de esas cintas de la máquina en que ellos graban.

—Son tus palabras del primer día, amigo Roncone —dice el profesor, ofreciéndole el sobre—. Para tu nietecito.

«¡Para Brunettino! —se enternece el viejo—. ¡Qué grandes son estos amigos!…».

Así sus propias palabras, con su voz de sólo cincuenta años, seguirán sonando cuando el niño sea hombre, mucho después de que él haya cesado para siempre de hablar… ¿Entenderá las frases en dialecto? Porque a esta gente ha tenido que explicárselas alguna vez… ¡Ah, pero Brunettino romperá a hablar este verano en Roccasera y lo hará en dialecto antes que en el italiano este!… El dialecto, el habla de los hombres.

El profesor y el estudiante respetan el conmovido silencio del viejo, que contempla ese estuche de plástico en cuya tapa se lee: «Roncone, Salvatore (Roccasera)». Lo vuelve a guardar en el sobre y lee en éste: «Para Brunettino, de los amigos de su abuelo en el Seminario del profesor Buoncontoni». ¡Brava gente! Sin palabras, el viejo abraza al ex podador municipal y luego, efusivamente, al partisano de Val d’Aosta… Luego les invita muy de corazón a ir en el verano a Roccasera. Siguen bromas y palabras cordiales, camino de la salida. Buoncontoni le entrega su tarjeta, ofreciéndose para todo, y le acompaña hasta el gran portal y la escalinata a la calle. Hace los honores —comprende el ufano viejo— al digno compañero de Turiddu, el gran cantor de la Calabria.

Valerio le abre la puerta del cochecito y el viejo se instala en el asiento, acariciando en su bolsillo ese estuche metálico que hará sonar en el lejano futuro las palabras dedicadas para siempre a Brunettino.

Al niño: esa verdad.