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ANDREA telefonea a Hortensia:

—¿Cuándo podremos vernos donde usted quiera? Estoy deseando conocerla y ¡agradecerle tantas cosas!

Hortensia percibe sinceridad y rectitud en esa voz agradable, aunque pronuncie con excesiva precisión profesional.

—No hay nada que agradecer, pero yo también deseo verla. Prefiero ir a su casa; así veré a Brunettino.

—¿Por qué no esta tarde? Mi suegro va al Seminario de la Universidad; tiene su última sesión del curso. Estaremos solas y veremos qué se puede hacer con él.

«Esa mujer tiene buena voluntad —piensa Hortensia al colgar—. Sólo que yo hubiese dicho “hacer por él” en vez de “con”… Pero, claro, para ella no es el mismo».

Andrea recibe a Hortensia. Se besan, cambian cortesías, pasan adentro y durante los «le colgaré su abrigo», «¡qué salón tan bonito!», se examinan mutuamente. Ninguna se hubiera imaginado a la otra como es y, sin embargo, ambas comprenden luego que «ella» tenía que ser así.

Al poco tiempo el reyezuelo de la casa asoma dando grititos y avanzando con seguridad. Hortensia le encuentra monísimo, con esas botitas que ella misma eligió para él, esas calzas y ese jersey rojo… Pero ¡Dios mío!, ¿qué ha bebido?, ¡le espumajea la boca!…

Se alarman un instante, pero resulta ser jabón. Andrea explica que ahora le da por subirse al taburete del baño junto al lavabo, abrir el grifo y jugar con la pastilla… Habrá dejado el grifo abierto, seguro.

—Ah, bandido, bandidote, ¿no te tengo dicho que no hagas eso?

Corren las dos al baño, cierran el grifo y la madre regaña a Brunettino, que reacciona con la pícara expresión de quien está de vuelta de las más terribles amenazas. Ellas acaban riendo y ya todo son fiestas para el chiquillo. Entre tanto ambas se siguen observando. A Hortensia le gusta el peinado de Andrea: personal, sencillo y muy para su cara.

Andrea aprueba el vestido de Hortensia; sólo desentona, ¡qué lástima!, esa góndola de plata en el pecho, demasiado estilo souvenir para turistas. Hortensia sorprende la mirada.

—Me la regaló él —se excusa y defiende. Andrea la comprende: esa mujer tiene tacto.

Cuando vuelven hacia el estudio una puerta, abierta retiene a Hortensia.

—Es su cuarto —confirma Andrea, que añade unas disculpas—. ¡Créame, no consiente que se lo arreglemos mejor! Y esa manta viejísima ha de estar siempre encima de su cama. ¡Tiene unas manías!

Hortensia entra, conmovida. Esa manta es sin duda la que llena el cuarto de olor a él.

Se inclina y acaricia tiernamente la lana, marrón como el sombrero. Mira en torno: «Ahí detrás esconde sus provisiones —piensa—, en ese armario tiene su navaja, en el cajón, bajo el papel de seda del fondo, está aquella foto callejera que nos hicimos juntos la tarde de las Varietés…». Todo eso es captado de una ojeada, antes de salir pensativamente. Celda de monje, de partisano, de hombre. Ella quisiera haber dejado allí su perfume de mujer.

Andrea percibe todo el significado de esa mano acariciando la vieja manta. «Renato no me lo ha explicado bien —piensa—, o no sabe ver a esta mujer… ¡Los hombres, siempre tan torpes!»… Y en el pasillo coge el brazo de Hortensia con solidaridad femenina y lo oprime un instante camino del estudio, proponiéndole el tuteo.

Charlan mientras el niño juega, arrastrando y alineando sillas. Andrea se esfuerza por explicar a Hortensia hasta qué punto procura complacer al viejo, pero…

—Haga lo que haga, nunca acierto… ¡Hasta aguanto que se meta en el cuarto del niño por las noches, contra lo recomendado por el pediatra, el mejor de Milán!

Hortensia procura disculpar al hombre.

—En el Sur formamos otra clase de familia, ya sabe.

En el tono deja traslucir que ella, aunque también meridional, comprende a Andrea.

A su vez, ésta escucha las preocupaciones de Hortensia.

—Bruno tiene a veces momentos…, no sé, casi de desvarío. Habla como si continuara la guerra, como si estuviéramos en el año cuarenta y tres.

—¡A mí me lo vas a decir! —estalla Andrea, a la que ha resultado extraño oír a esa mujer llamar Bruno a su suegro—. ¡Menudo lío me armó anteayer! Verás, resulta que Anunziata no acaba de curarse (esa mujer tiene algo que los médicos no le encuentran), y Simonetta tenía exámenes, así es que fue preciso llamar a mi agencia habitual. Me mandaron a una estudiante austríaca que quiere mejorar su italiano para dedicarse a la hostelería… Me gustó la chica, de aire formalito y nada escandalosa en el vestir, pues hay que ver cómo van ahora, la misma Simonetta a veces… Bueno, pues estábamos las dos en la cocina, explicándole yo su trabajo, cuando mi suegro se asomó a la puerta y tan pronto la oyó hablar desapareció. Me extrañó oírle cerrar del todo la puerta del niño dormido, pero no le di importancia. La chica se sentó para cambiarse las botas por unas zapatillas que traía y ponerse la bata, y yo me arreglé para ir a dar mi clase…

Hace una pausa porque la narración ha llegado al momento culminante:

—Mira, Hortensia, la suerte fue que estuviera estropeado el ascensor y yo, sin saberlo, esperase un rato en el descansillo a que llegara… ¡Si llego a marcharme escaleras abajo, o me voy en el de servicio, hubiéramos acabado todos en la comisaría!… Como te lo cuento: estaba aún allí esperando cuando de pronto oigo a la chica gritar pidiendo socorro, mientras mi suegro vociferaba: «¡Traidora, espía, ahora vas a ver!», y yo, del susto, no acertaba a meter la llave en la cerradura… «¡Socorro, que me violan!», gritaba ella en alemán… Por fin abrí, la chica estaba en la misma puerta, toda histérica, una bota puesta y la otra en la mano, y enfrente mi suegro chillando furibundo… La muchacha se me abrazó frenética y me explicó: «¡Venía a por mí, señora, con los ojos fuera, un sátiro, un sátiro!…», a la vez que mi suegro me insultaba por meter en casa a espías alemanes… Me puse entre los dos para calmar a la chica, que ya lloraba en mi hombro: «Es la segunda vez —decía—, es la segunda vez; todos los italianos igual, no piensan en otra cosa… ¡Pero el primero siquiera era joven!».

Hortensia sonríe divertida, mientras Andrea recobra el aliento.

—Sí, ahora tiene gracia, pero pasé un rato fatal… Por fin mi suegro retrocedió por el pasillo y conseguí calmar a la muchacha, gracias a hablarle en alemán. Se calzó la otra bota y se marchó con su jornal completo y diciendo que por atención a mí no le denunciaba… Salí con ella al descansillo y traté de desengañarla, explicándole el problema de mi suegro, pero fue inútil. Mientras esperaba el otro ascensor me dijo: «Son mis pechos, señora, yo lo sé; le gustan grandes en las jovencitas; les ponen así, no lo pueden remediar…». ¡Fíjate, Hortensia!, resulta que en el fondo estaba orgullosa, creo yo… ¡Qué ideas más raras!, ¿verdad?, no lo comprendo… Luego, cuando volví a entrar y quise convencer al abuelo me replicó, despreciativo, «no entiendes nada, Andrea, no te das cuenta de lo que está ocurriendo en este país», y se metió en su cuarto.

Andrea suspira. Hortensia la compadece sinceramente. «¿Cómo van a entenderse ellos dos?».

—¿Y el niño? —pregunta.

—¿Querrás creer que con tanto jaleo y tantas voces siguió durmiendo tan tranquilo? —sonríe Andrea.

—Es un tesoro —se extasía Hortensia, mirando a Brunettino que, encaramado sobre una silla, intenta alcanzar la falleba de la ventana.

—¡La ventana no! —prohíbe Andrea, levantándose para alejar el peligro.

—¡No! ¡No! —imita el niño a gritos, siguiendo una rociada de sílabas sin sentido.

—Es un tesoro, sí —repite Andrea—, pero nos tiene rendidos a todos.

Hortensia afirma que está en la edad, Andrea lo reconoce y ofrece un café, pasan las dos con el niño a la cocina para tomar allí la bebida recién hecha, discuten los méritos de sus respectivas cafeteras, Hortensia recomienda una tienda en el barrio más barata y Andrea se lo agradece aunque por supuesto no piensa ir, Brunettino se pilla ligeramente un dedito con la puerta de la alacena donde andaba enredando y lanza gritos desgarradores, le llevan otra vez al baño para refrescarle la magulladura con agua, le miman, le festejan…

Las dos mujeres, aunque tan diferentes, se comprenden ya. Y ambas piensan en lo mismo: Andrea, en ese viejo capaz de resultar amenaza sexual para una muchacha y, también, de provocar tanta ternura en esa mujer que acaricia la vieja manta; Hortensia, en ese hombre cuyo cuerpo ha dado forma a la manta y la ha hecho compañera de toda su vida.

Pensando en Bruno cuando ya sale del ascensor, le da la razón y se lamenta:

—¡Señor!, ¿por qué no habré sido la única desde el principio? ¿Por qué no habré vivido con él sus días de Rímini? ¿Por qué no le habré conocido antes, ¡antes de todo!, cuando comenzaban nuestras vidas?

Pero ya en la calle, más adelante, pasa por los jardines donde se encontraron y recuerda el incidente.

«Sin aquello, hubiéramos pasado de largo, uno junto al otro», se dice sonriendo, y agradece fervorosamente a san Francisco la existencia de automóviles que salpican desdeñosamente a los peatones con cochecito de niño.