HORTENSIA se asoma al balcón. Por fortuna ya no llueve y abril se estrena tibio, con un aire acariciante. La mujer clava su mirada en la esquina de la calle della Spiga por donde vendrá Bruno, acompañándole Simonetta porque es su primera salida. Hortensia tiene ganas de conocer a esa muchacha, aludida siempre por el hombre con muy vivo entusiasmo.
Se impacienta. ¡Cuánto tiempo desde que telefoneó Renato anunciando la salida! Días antes la había llamado invitándola a visitar al viejo en cama, de donde no le dejaban aún levantarse. Pero Bruno la llamó también —supone ella que en ausencia de los hijos— para pedirle que no fuera.
—Ya te explicaré, no quiero hablar. El teléfono puede estar pinchado… Ten paciencia, iré pronto a verte. ¡Tengo unas ganas!
Hortensia recuerda en el balcón, inquieta, esas palabras tan extrañas… ¡Por fin! La pareja dobla la esquina. ¡Qué vuelco en el corazón! ¡Qué pequeñito Bruno desde lo alto! ¡Qué cruel es la vida al presentárselo así, al lado de esa muchacha cuyo ágil caminar pone en evidencia el paso cauteloso del hombre, apenas repuesto!… Pero es él, ¡es él! Hortensia acude a la cocina para abrirles el portal y luego avanza por el pasillo, esperando tras la puerta el ruido del ascensor. ¡Ya!… Al abrir sorprende al viejo con el dedo en el aire hacia el timbre, en una cómica postura de película cortada que les hace reír. Gracias a ello disimula mejor Hortensia su tristeza, porque el viejo ha dado un bajón en esos días. Siguiéndole hacia la salita repara en los hombros caídos y los pantalones fláccidos, vacíos de carnes. Aunque al menos la gallardía se sostiene y la cabeza erguida no ha claudicado. «¿Y Simonetta?», piensa la mujer… Pero ahora se alegra de que no haya subido: ojos que no ven…
—¡Estupendo, Bruno! Te ha sentado bien el reposo.
—¡Tú sí que estás guapa! —y, para consuelo de Hortensia, chispea de nuevo la vida en la mirada viril—. Yo, bueno, me defiendo. Y la Rusca está achantada, ¡como le falló aquel mordisco!… No te preocupes, hoy no pienso desmayarme.
—Mejor —sigue ella la broma—. No me gusta llevar hombretones en brazos.
—Prefieres que los hombres te llevemos a ti, ¿eh? Pues no me provoques…
—¡Ah, Bruno, Bruno! —exclama feliz—. ¡Qué alegría, oírte tan guerristón!
—Ya lo creo. Como que Andrea se empeñaba en que me acompañara Simonetta y la he mandado a paseo. ¡Figúrate! ¿Iba yo a venir a tu casa con niñera?
Hace una pausa, mirándola inquisitivo por si ella sospecha y, ya tranquilizado, continúa:
—Quieren operarme, ¿sabes? Pero no me dejo.
—Pues si lo aconseja el médico… —replica Hortensia sin convicción, pues conoce por Renato la verdad.
El hombre la mira condescendiente. ¡Hasta ella cae en las trampas del enemigo!
—¿No comprendes? ¡El médico se ha vendido, tonta! ¡Me evacuan y encierran otra vez a Brunettino! Pero el Bruno es zorro viejo y no abandona su guardia.
Hortensia finge darle la razón, pero cada día le inquietan más esas deformaciones de la realidad. Sobre todo, ese «continuar la guardia»:
—¿Es que has vuelto estas noches con el niño?
—Sin faltar una —canta ufano.
—¡Estás loco! Te mandaron reposo, sin levantarte…
Le asusta otra posible hemorragia, de madrugada, cuando nadie se enteraría.
—Ni loco ni nada. Para eso descansaba de día, como buen partisano que soy.
—¡Un loco, eso es lo que eres! Si yo hubiese ido a verte ya te hubiera convencido.
—¿Ir a verme en mi cama, como un enfermo? ¡Nunca! Por eso te telefoneé.
—¿No me quieres como enfermera?
Al hombre se le alegran los ojos.
—Aquí sí, pero allí, con la Anunziata, la Andrea… Ni hablar. Ahora ya puedes ir, ellos están encantados contigo. Renato te ha cogido cariño. Además, así me ayudarás; contigo se confían y yo necesito conocer sus intenciones: en la guerra siempre hace falta información.
Como el gesto de Hortensia es reticente, añade:
—Allí verías a Brunettino. ¡Brunettino!
El nombre mágico les cambia las ideas y jubilosamente, quitándose uno a otra la palabra, celebran las gracias del niño… Ya no se limita a empujar sillas, cuenta el viejo, las pone cuidadosamente en fila, todas las que pilla, grita «¡Piii!» y juega al tren visto en la televisión… Revoluciona toda la casa, desesperando a Anunziata, pero por desgracia todavía no dice «nonno»… Aunque ¡no falta mucho, cada vez chapurrea más!
Alegrado así el ambiente, el hombre acepta media copita.
—Pero de vino: con la grappa tengo que reservarme, por si vienen tiempos duros… Está bueno —paladea luego—, pero no es el mío de casa, que no tiene química. Solamente lo suyo: uvas, trabajo y tiempo.
Vacila, pero al fin se decide:
—¡Tendrías que probarlo allí, en Roccasera! ¡Qué fuerza da! Sólo con ese vino, queso y olivas se puede vivir… ¿Te gustaría venir?… No te hagas ilusiones. Es un pueblo pequeño, sin tanta fantasía como aquí, pero ¡con cosas tan hermosas!… ¡Se ve más a lo lejos, la vida es más grande, empieza mucho antes todos los días!… ¿Te gustaría? ¡Dime que sí!
—¡Con alma y vida! ¡Cuando quieras!
—¡Bravo!… Verás qué verano, tú y yo con Brunettino… Yo le enseñaré a correr, a tirar cantazos, a no asustarse de un cabritillo topando, a… Bueno, ¡a ser hombre, eso!… Y tú…
—¿Yo qué? —sonríe burlona—. ¿A ser mujer?
—¡Ni lo mientes! No es eso… Yo sé lo que pienso y tú me comprendes…
—Cierto, te comprendo. Yo le enseñaré cómo deseamos al hombre las mujeres —traduce Hortensia.
—¡Eso era! ¿Lo ves? ¡Siempre me aciertas!
—Aunque nunca lo digamos, porque quisiéramos ser adivinadas; pero no sois capaces… Sí, le enseñaré cómo adivinarnos los deseos. Y así será más hombre, mucho más hombre.
—¡Ay, Hortensia, Hortensia! ¿Por qué no tendría yo la suerte de que me enseñaras a mí?
Pero Hortensia se recuerda muy bien a sí misma cuando era joven.
—Entonces yo tampoco sabía… No nos quejemos, Bruno. Si nos hubiésemos encontrado antes no hubiéramos estado maduros el uno para el otro… ¿Te parece poco lo que tenemos? Pues casi nadie lo consigue en esta vida. Ni a nuestros años ni en la juventud…
Casi nadie.
Si acaso le parecía poco, esas palabras dichas con tanta verdad «el uno para el otro» le saben a plenitud, porque también las entiende como «el uno al lado del otro»: no enfrente de la mujer, como él se situó siempre, sino a su lado… «¡La pareja etrusca!», recuerda de golpe, en una explosión interior.
Ella sigue hablando:
—… no hubiera podido enseñarte porque no sabía, porque nos engañan, y más en mi tiempo. Yo era una chiquilla leyendo novelitas en la peinadora donde trabajaba y viendo galanes en el cine. Claro, me deslumbró el primer sinvergüenza que conocí: el Tomasso.
El viejo se queda atónito al oírla. ¿Sinvergüenza el bravo marinero?
—Sí, un canalla, ésa es la palabra. Eso sí, con mucha labia y mucho trasteo. Se encaprichó con la chiquilla y me trastornó, ¡era tan fácil!… Al principio fue el paraíso, aquella azotea veneciana donde yo cantaba como un pájaro frente al Campanile y la laguna, pero duró bien poco… Era un vago y un chulo; sacaba más dinero de las americanas viejas que de darle al remo de su góndola y luego se lo gastaba con otras jóvenes… Al final, ya cuesta abajo, empezó a beber y tuve que cuidarle meses y años y, ¡fíjate qué raro!, cuando ya no se podía valer me consolaba cuidarle… Inexplicable, pero así era: aprendí mucho con aquello. Ahora tampoco lo comprendo, pero siento que es natural… ¿Qué te hubiera podido enseñar aquella niña ignorante?
«Aquélla no, pero ahora tú sí y ya lo haces —piensa el viejo—. Contándome tu verdadera vida. Enseñándome cómo hay que entregarse, sin guardarse ninguna carta…», y contesta.
—Tienes razón, siempre tienes razón… Yo tuve más suerte. No caía en esas trampas porque aprendí de los animales, que engañan menos… Pero crecí sin maestro.
—Ni siquiera Dunka —se atreve a desafiar Hortensia.
—Ni siquiera Dunka —reconoce el hombre, para alegría de ella—. Y eso que era cosa diferente.
Ya está dado el paso definitivo, ya el recuerdo deja de ser nostalgia para ser liberación.
Ella sabe que por fin va a escucharlo, y lo desea aunque haya de dolerle.
—Tan diferente que era pianista, ¿no te lo he dicho antes?… ¡Pianista!, ¿para qué? Eso no sirve ni para las bandas en las fiestas… Pero ella vivía de eso, allá en su tierra, en Croacia. «Al otro lado —señalaba en la playa, hacia la orilla que no veíamos—. Rijeka, mi casa, ¿la volveré a ver?», decía llorando… Es que estaba en la guerrilla por patriotismo, ¿tú lo comprendes? ¡Hay que ser infeliz! Claro que eso lo decía, nada más. Pero se metió porque era hembra de verdad, ¡con sangre y agallas!… ¡Cómo nos peleábamos! Me llamaba su animal, su «magnífico animal». Exactamente eso, porque ella hablaba con palabras así, era una señorita fina.
Hortensia imagina lo que el hombre no cuenta porque ni siquiera lo percibió aunque lo viviese: el espléndido regalo de la vida a la pianista refinada, ofreciéndole el descubrimiento del tigre en el amor, del lobo, del caballo… Hortensia suspira mirando esas manos huesudas, ya de abultadas venas, que fueron huracán y aún son apasionadas cuando acarician…
—¡Cómo se cabreaba!… «Aguanto contigo solamente por el piano», me gritaba. Llevaba mucho tiempo sin tocarlo y allí en la casa había un piano de esos tumbados y largos. Se pasaba el día tocando músicas raras… Bueno, mientras yo la dejaba, porque pronto me hartaba y me la echaba al hombro para llevármela arriba. Nuestro cuarto daba a la terraza, y ya podía aporrearme la espalda y patalear por la escalera… No se libraba, no.
Sí, Hortensia comprende a Dunka con su amenaza de irse, sincera aun sin ejecutarla.
No queriendo querer o al revés, sentándose al piano para forzarle a forzarla. «Bach para exasperar», piensa, sobreponiendo una sonrisa a la dolorida avidez con que escucha.
—¡Maldito piano!… Si en lugar de ser algo tan caro hubiera sido un hombre, lo destrozo, palabra… Eso del piano estaría muy bien para David, que era así. Pero él no le hubiera servido a Dunka ni para empezar. Ella arriba no se cansaba nunca, hasta se olvidaba del piano. Pobre David…, valiente como pocos, eso sí. Pero de macho nada; nunca se iba con ninguna cuando teníamos ocasión. Era hombre de libros, sobre todo de uno en judío que no paraba de leerlo. De eso debía de estar cegato… Cuando le conté su muerte a Dunka, lloró desesperada. Se echaba la culpa de no haber podido quererle. ¡Como si en el querer se mandase! Luego se enfureció contra mí. ¡Qué cosas me gritaba!
«¡Me he ido a enamorar de ti, un patán, un salvaje que ni siquiera se baña!». Ésa era otra manía suya. Siempre bañándose, antes y después. Hasta en la mar se metía de noche; no le daba miedo el agua tan negra. Cuando entraba en la bañera antes yo me hartaba de esperarla y me plantaba desnudo en aquel cuarto lleno de espejos. Le gritaba: «¡Sal de ahí, mira cómo estoy!». Ella me miraba, me veía a punto y empezaba a reír, señalando con el dedo. ¡Cómo reía, cuánta vida, cuánta!… Era…, no sé, ¡un matorral ardiendo!
Hortensia imagina aquel cuerpo suyo de muchacha, metido en la bañera rodeada de espejos multiplicando la virilidad del tigre, deslumbrador en su potente impaciencia…
De pronto nota la tensión del silencio. ¿En qué tropieza el torrente de las memorias? ¿Qué roca han de saltar aún esas aguas represadas para liberarse del todo? La voz, al reanudar su marcha, se ha hecho lenta y grave:
—Curé y se acabó Rímini. Me volvieron a mandar a la montaña… A ella la cogieron los alemanes en la ciudad. Parece que la enviaron a Croacia y allí la entregaron a los ustachís… No se volvió a saber más.
Ahora Hortensia se niega a imaginarla entre los verdugos. Prefiere la pianista con metralleta: el matorral ardiendo, como él ha dicho… Repara de pronto en el vaso de vino todavía medio lleno y se entristece. Antes de sufrir la hemorragia, ¡qué pronto apuraba su vasito!
Como si ya hubiese aprendido a adivinarla, el hombre se bebe el vino de un trago. Aún mantiene el silencio.
—Ahora, para conocerme del todo, sólo falta que vengas a Roccasera —dice al fin—. ¡En mi tierra es donde yo soy yo! Este verano: ¡lo has prometido!
—¡Claro que iré! ¡También soy del Sur!
—¡Bah! Pero del otro lado, del otro mar.
—¡Mejor que el tuyo!… Espera que veas Amalfi, ¿qué te has creído?
Ríen. De pronto, una idea en el viejo:
—Oye, ¿sabes por qué me dio su dentellada la Rusca aquí en tu casa?… ¡Porque estaba celosa, eso es! ¡Porque estaba celosa!
La mira, ve una sombra en esos ojos y, adivinándola por segunda vez, puntualiza:
—De ti, Hortensia. Celosa de ti.
«Sale Dunka y entra Hortensia», comprende la mujer, mientras sus manos acuden a recibir a esas otras, tendidas hacia ella:
—Ahora sí puedo enseñarte… Tú sabrás mucho de guerras y hombradas, pero de esto no… Déjate llevar; de esto las mujeres entendemos mejor.
—¿Y qué es esto? —susurra el hombre.
Pero aunque esta tercera vez ha tardado un instante en adivinar, no necesita oír la respuesta para sentirse arrebatado por los aires hacia lo más alto de su montaña.