—NO comprendo cómo resiste tanto —comenta Renato.
Andrea ha llevado al viejo a la consulta de Dallanotte y ahora relata a su marido el resultado, mientras acaricia en gesto de consuelo la apenada cabeza refugiada en su axila.
—También se extraña Dallanotte, aunque conoce casos parecidos. Otro cualquiera se hubiera quedado allí, en el baño de…, bueno, esa señora.
—Hortensia. Estuvo admirable, ya te dije —precisa Renato, que previamente ha referido con todo detalle lo sucedido en aquella casa, hasta que se trajo al viejo—. Es que padre…
Con los ojos del recuerdo revive a un Renato niño alzando la mirada hacia el titán que bajaba de la montaña y se apeaba en el patio de la casa para levantarle a él en brazos hasta alturas de vértigo, mientras reía como un torrente despeñándose. El recuerdo es desgarrador: no sirve de consuelo saber desde hace tiempo que ese torrente se acaba.
—¿Indicó algún tratamiento?… ¡Al menos, que no sufra!
—Lo mismo; continuar con las hormonas. Me recetó, por si acaso, un analgésico mejor.
—Tendremos que dárselo metido en el otro frasco porque ya sabes cómo se pone con eso de que aguanta el dolor como ningún milanés… Me dijo también Dallanotte que la operación ya no es viable, aunque a tu padre le habló de ella, supongo que para animarle. Pero ¡Dios mío!, tu padre es un erizo, y eso que el profesor no pudo estar más amable.
—¿Qué ocurrió?
—Dallanotte trata a tu padre con más consideraciones que a nadie y resulta… Pero ¡claro!, si no te lo he contado. ¡Algo importantísimo!
En su excitación, Andrea medio se incorpora.
—¿Sabes a quién conoce tu padre, y hasta le salvó la vida en la guerra?… ¡No te lo imaginas! ¡A Pietro Zambrini!
—¿Quién es ése?
—¡Por favor, Renato! ¡Sacándote de tu química no te interesa nada!… Zambrini es el senador comunista, presidente de la Comisión Nacional de Bellas Artes, donde es tan estricto que todo el mundo le teme. Si llego a conocer esa amistad a tiempo no me hubieran robado en Villa Giulia la plaza que me correspondía… Cuando vuelva por Roma, ¡y ha de ser pronto!, iré a visitarle, a exponerle mis derechos… Tu padre querrá presentarme, ¿verdad?; no voy a pedir más que lo legal.
—Seguro, Andrea, pero ¿quieres decirme de una vez lo que pasó con Dallanotte? ¿Por qué dijiste que mi padre fue intratable?
—¡Porque es verdad! Figúrate, Dallanotte atentísimo, explicándole la operación, animándole… «Muy sencilla, amigo Roncone; sólo coserle un poco por dentro para evitar más hemorragias —le dijo—. Algo más adelante, claro, cuando se haya repuesto de ésta…». En fin, un médico sabiendo tratar a los enfermos. Pues bueno, tu padre estuvo casi, casi desdeñoso… ¿Te lo explicas? ¡Yo estaba violentísima!
—En fin, si todo fue eso…
—Espera, espera. A la salida, todavía en el ascensor, ¿sabes lo que hizo tu padre? ¡Un corte de mangas! ¡Un corte de mangas a lo bestia!… ¿No te das cuenta?… ¡Por Dios, Renato, no te rías!
Renato no ha podido remediarlo.
—Y luego empezó a decir cosas raras: que si Dallanotte es un traidor, que si a él no le engañan para secuestrarle en el hospital…, ¡desvaríos!… Ni le escuché, porque me puse, ¡ya puedes imaginarte! Todo el trayecto hasta aquí traté de convencerle. Pero no dejaba de repetir lo mismo: «Ese zurcido por dentro que se lo haga el médico en su propia tripa…». ¡Qué salvaje!… Perdona; todavía me sofoco al recordarlo… Mira, te lo confieso, se me pasó toda la compasión que me inspiraba tu padre.
—No le interesa la compasión —murmura Renato.
—Me quedé indignada. ¡Pobre hombre, qué ignorancia más cerril! Te lo tengo dicho, Renato: mientras no eduquemos al Mezzogiorno Italia no levantará cabeza.
Renato calla. Andrea se va calmando y, claro, vuelve a sentirse compasiva. Su mano se hace más tierna sobre los cabellos del marido. Sí, se enternece. Acerca su boca al oído del hombre:
—Renato, dime la verdad: ¿soy mala?
Los brazos que a ella le gustan contestan de sobra al oprimirla tiernamente.
—¿Lo hago mal, Renato? —continúa la voz mimosa—. Dime, ¿por qué no me quiere tu padre?
—Sí te quiere, mujer… Basta con que seas la madre de Brunettino para que te quiera.
—Eso espero yo… Cierto, al niño lo adora; yo no tenía idea de lo que es un abuelo… ¡Y el niño le adora a él; no hay más que verles jugar!
Ahora es ella la que se refugia en el hombre, buscando consuelo.
—Yo quiero a tu padre, te lo juro. Sí, aunque sólo fuera por lo mucho que quiere a nuestro hijo, aparte de ser tu padre. Le atiendo, procuro complacerle, pero él me lo pone muy difícil, reconócelo… Ya ves, ese vinazo que esconde y que le perjudica; pues me callo y lo aguanto.
—Nada le perjudica ya —replica el hombre, apenado—. Nada puede hacerle más daño que la Rusca, como él dice.
—Por eso lo tolero… Y lo más penoso, Renato, no pienses que no lo sé, lo que más me cuesta es que maleduque al niño… Sí, no me interrumpas: eso de meterse todas las noches en su cuarto, impidiendo que se acostumbre a dormir solo… No lo niegues; hasta tú has estado allí y le has visto… ¿O te crees que soy tonta?… No deberíamos consentírselo, pero pienso en su poca vida ya, y los dolores y paso por todo… ¡Sólo que podía plantearnos menos dificultades, también él!
Renato se vuelve hasta conseguir abrazarla, hacerla pequeñita en sus brazos, donde ella se acurruca. Y con llanto en la voz, aunque sin lágrimas, exclama conmovido:
—¡Andrea, Andrea mía!
Se abrazan fuerte porque la muerte está ahí, al otro extremo del pasillo, a la vuelta de las esquinas de la vida. Se abrazan fuerte, unidos hoy por la compasión como otras noches por la carne.