EN su dormitorio, los hijos hablan del abuelo.
—Seguro que volvía de la Universidad, es su hora —afirma Andrea, ya acostada.
—Pues otros días parece más satisfecho —responde Renato, que viene de echar una mirada al niño, metiéndose en la cama.
—Quizás hoy no se le ha dado bien… ¡Ya es mucho, que hable en la cátedra de Buoncontoni! ¿Te das cuenta, Renato? No salgo de mi asombro desde que me lo dijo aquel muchacho. Por cierto, hijo del comendatore Ferlini, Domenico Ferlini.
—Por lo menos, así sabemos a dónde va.
—No del todo. ¿Y esas comidas fuera? ¿De qué me sirve cuidarle la dieta —por cierto, cada día está todo más caro— si luego él come porquerías por ahí?… En fin, tu padre en la Universidad, ¡quién lo hubiera dicho!
—¿Por qué no? Sabe mucho de campo, incluso de costumbres ya desaparecidas.
—Pero ¿no sabes que discuten hasta de mitología clásica? ¿No le estarán tomando el pelo?… Eso lo explicaría.
—A mi padre nadie le toma el pelo… En todo caso —añade entristecido—, él disfruta y ¡le queda tan poco tiempo…!
Andrea comparte esa tristeza. Precisamente por ese poco tiempo no le ha dicho al marido que por las noches el viejo se mete en la alcobita. ¡Hay que resignarse, aunque perturbe la educación del niño! No durará mucho; el profesor Dallanotte no tiene dudas.
«De todos modos, ¿por qué no se volverá a Roccasera, ahora que ha muerto el otro?», piensa Andrea, antes de contestar:
—Demasiado resiste.
—Es que ha sido mucho hombre. Tú sólo le has conocido en su final, pero ¡si supieras! ¡Cómo llegó a ser el más importante del pueblo donde nació sin padre! Sobre todo, se reveló en la guerra. Un patriota, tres veces herido. Su amigo Ambrosio me contó verdaderas hazañas. Liberó al pueblo con sólo un puñado de ingleses y gracias a él los alemanes no mataron rehenes ni destrozaron nada en su retirada. Y luego fue el mejor alcalde que se recuerda, favoreciendo al pueblo con la Reforma, aunque los Cantanotte se resistían: sobornaban funcionarios y hasta le prepararon dos emboscadas, pero él se cargó a los asesinos… Y ahora, ¡pobre padre mío! A veces, te lo juro, me remuerde la conciencia por no haberme quedado allí junto a él.
Renato, apenado, refugia la cabeza sobre el pecho femenino, sentido a través de la prenda transparente como si estuviese desnudo. Ella le acaricia el crespo pelo, igual que el del viejo, pero aún muy negro. Y rizado, como el del estudiante de cabeza romana que vino a buscar al viejo la otra tarde.
—Pero si me hubiese quedado allí —se justifica— no hubiera pasado de ser el hijo del Salvatore… ¡Tenía que marcharme!, ¿comprendes?
—Claro que sí, amor; no podías hacer otra cosa —aprueba ella mientras piensa que, después de todo, Renato no ha llegado muy lejos en su huida del pueblo. Químico en una fábrica, sin más; ni siquiera jefe del laboratorio. No llegarán nunca a Roma, donde está su futuro, si no tira ella de la casa… Parece que saldrá otra vacante en Bellas Artes, en la Dirección de Excavaciones… ¡Buena oportunidad!, mejor que la de Villa Giulia. Y el director de Excavaciones es compañero de tío Daniele, el que fue subsecretario con De Gasperi y todavía manda mucho… Es preciso ir a mover la cosa en Roma.
La idea la estimula. O quizás es más bien esa respiración viril y ese movimiento de labios que ha enardecido su pezón. Lentamente su mano libre desciende acariciando el torso y el vientre de Renato, que responde al deseo de Andrea como si su carne quisiera librarse así de la sombra de la muerte.