EL viejo consigue sorprender con frecuencia a los etnólogos del Seminario, pero también ellos le asombran con sus revelaciones. Resulta, por ejemplo, que la Rusca mordisqueando su cuerpo no es cosa nueva; hubo gente antigua en el mismo caso. Uno fue —ahora se entera el viejo— aquel hombre amarrado por castigo en una roca donde venían a comerle el hígado, sólo que no era un hurón, sino un águila. «¡Vaya, se lo liquidaría en seguida!», compadece el viejo; pero le aclaran que el águila no acababa nunca de devorar el hígado.
«Sería un águila muy degenerada o estaría enferma —piensa el viejo, sospechando que esta gente de libros no ha visto nunca la violencia de un águila despedazando una liebre a picotazos—. O quizás el tío aquel, Permeteo o un nombre así, fuese un tipo muy duro de aquellos tiempos, pues su castigo era por haberles robado a los dioses el fuego, nada menos… ¡Los dioses de entonces! ¡Aquellos sí que eran dioses y no éste de los curas, que no se le ve la enjundia por ningún lado! ¡Cómo se aprovechaban de ser dioses y gozaban de la vida! ¡De las mujeres, sobre todo!». ¡Se está enterando el viejo de cada cosa…! Por eso mismo, el cuento de que un águila mandada por ellos no se zampara un hígado en tres picotazos, por muy Permeteo que fuese, le parece poco creíble: algo así como esos milagros que cuentan los curas y que nadie ha visto, porque sólo se hacían en otros tiempos.
Un milagro, por ejemplo, el que se comenta ahora en el Seminario: ése de un dios poniéndose, como quien dice, la cara y las carnes de un rey que se ha ido a la guerra, para acostarse de noche con la reina. Pero precisamente esa hazaña no entusiasma al viejo.
—Eso no es muy de dioses —comenta con desdén—. No tiene mérito. La gracia está en camelarse a la tía con la cara de uno y jugársela los dos sabiendo que están poniendo unos buenos cuernos… Y perdone, señora.
El viejo se ha dirigido a la doctora Rossi, que le sonríe:
—No se disculpe, amigo Salvatore… ¿Me permite llamarle Salvatore?; mi nombre es Natalia… No se disculpe; quien estudia mitología no se asusta por hablar de cuernos. Además —la sonrisa se acentúa— tiene usted toda la razón: aprovecharse así de una mujer que no se entera, ni siquiera es de hombres.
—¿Verdad? —exclama el viejo, encantado.
«Mira por donde —piensa— esta larguirucha, a pesar de sus pocas, tetas, entiende del asunto más que ellos».
—Además —continúa—, no veo clara la cosa. Si el dios tomaba el cuerpo del marido, el gusto sería para ese cuerpo, digo yo. Entonces, ¿quién gozaba? ¿El dios metido dentro o la carne del marido, que hacía la cosa? El dios ni se enteraría, seguro.
La doctora suelta una carcajada aprobatoria, mientras los demás se miran con sorpresa. «De modo que a esos sabios ni siquiera se les había ocurrido pensar en quién se llevaba el gusto… ¡Pero si es lo principal del asunto!».
El viejo vuelve a mirar a la doctora, captando su divertida y cómplice mirada. Aprecia entonces que pecho no tendrá mucho, pero sí unas piernas largas y bonitas, ¡caramba!, y bien firmes de muslos según los dibuja la falda, atirantada por la postura.
La discusión se desvía hacia otro tema cercano al que estos días obsesiona al viejo: eso de la madera y la flor, de si también los hombres florecen.
—¿Tienen ustedes historias de sirenas? —pregunta el profesor—. Ya sabe, mujeres con cabeza de pájaro o mitad pez… Cosas así.
—Si son de pez andarán por la mar y los pescadores sabrán de ellas. En la montaña no hay… ¡Ah!, pero tenemos al hombre-cabra, el capruomo.
—¡Ah!, y ¿cómo eran? ¿De dónde salían?
—Ser, eran hombres de la cintura para arriba y cabras para abajo, que los he visto hasta en estampas. Y salir, salir…, ¡je!…
Se interrumpe, ¡qué pregunta! Cualquiera diría que esos profesores, con todo su leer, no saben que los cabritillos salen de donde los niños. Pues se lo explicará: la doctora ya le ha dado licencia. Además se la ve satisfecha; no para de tomar notas.
—¡Pues salen de donde todos! De la madre cabra. Si un hombre jode a una cabra, con perdón, y ésta pare, pues lo natural: mitad hombre y mitad cabra. Pero pienso que esas cabras ahora malparen siempre o no se preñan, porque hay muy pocos capruomos, no es como en lo antiguo… ¡Claro que si ahora parieran bien —concluye jocoso— la montaña estaría llena de capruomos!
—¿De veras? —se le escapa a un estudiante estupefacto.
El viejo le mira desdeñoso. Lo de siempre: no saben de la vida.
—Los zagales, más o menos, lo hacen todos. Así se van entrenando.
El viejo percibe varios rostros incrédulos. «¡También es grande que para una vez que no invento, me miren como embustero!».
—Lo creerá usted o no —replica al preguntón—, pero yo me zumbé mi primera cabra a los doce años. Y si no lo cree…
—¿Cabra u oveja? —pretende puntualizar el profesor. Se oyen unas risitas. El viejo se amosca.
—¡Cabra! Son mejores, porque tienen los huesos de las ancas más salientes, ¿no se han fijado? A las ovejas se las agarra peor.
La mirada retadora del viejo impone silencio. Empiezan a discutir el hecho a su manera, hablando de sátiros, silenos, egipanes y otros casos de los libros. Mencionan otro caso semejante a Prometeo: el del gigante Ticio. Al rato plantean otro tema mucho más interesante para el viejo: el de un hombre-mujer, un tal Tiresias.
—¿Hombre-mujer? ¿Y cuál de los dos era de cintura para abajo?
La doctora, muy sabida en esas historias, explica que no era por mitad del cuerpo, sino alternando. Tiresias fue siete años mujer y luego volvió a ser hombre. Llegó a ser un adivino muy famoso, muy sabio.
—¡A ver! ¡Se las sabría todas!… Pero eso no es ser doble.
«Un doble —piensa sugestionado—, podría ser a la vez abuelo y abuela». La doctora, deseosa de ayudarle al verle caviloso, le explica que también los hubo con dos sexos a un tiempo, no por mitades.
Le dice incluso cómo los llamaban, pero ahora, ya en casa y acostado, no se acuerda.
El nombre es lo de menos; lo indudable es que los tiempos antiguos fueron mucho mejores, con sus dioses y con aquellos machi-hembras a la vez. «Así, aunque se hicieran viejos, podían seguir gozando, que a las mujeres no le importan los años; con espatarrarse, ¡listas!, ¡y si encima ya no se quedan preñadas…! La verdad es que tienen suerte, las condenadas», piensa el viejo mientras nota, aunque no muy violenta, otra acometida de la Rusca.
«Pero no somos nadie, con este dios de ahora —se le ocurre ya en la confusa orilla del sueño—. No nos da más que una vida, no acertó a darnos tetas a los hombres… Porque abajo bien provistos y arriba con tetas… ¡Los niños serían felices!».