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—¡CÓMO ha crecido! ¡Qué hermoso!

La exclamación de Hortensia evoca en el viejo aquella mañana: el coche salpicándole, su carrera dejando solo al niño, la mujer compasiva… No han pasado cuatro meses y son ya recordados de siempre.

Este día de febrero ha amanecido templado, con azules claridades. En los árboles podados por Valerio algunas yemas a punto de abrirse. El viejo ha sacado al niño y le pasea por el jardín, cuando se le ocurre visitar a Hortensia para contarle la última hazaña de Brunettino: en la plazuela ha hecho frente a un perro. Bueno, apenas merecía llamarse perro; era uno de esos animalejos con mantita y cascabel llevados por una vieja.

Pero ladraba atrozmente mirando al niño, ¡vaya si ladraba! Brunettino, en vez de asustarse, pegó una patadita en tierra con toda su energía y lanzó tal chillido que el bicho retrocedió a refugiarse bajo su ama.

En cambio ahora, al abrirles Hortensia, el niño pierde su audacia y adosa su espalda contra las piernas del hombre. Pero el recelo dura poco. Antes de que Hortensia le tienda los brazos —alegrando así al viejo al mostrarle la góndola de plata prendida en ese pecho— el chiquillo mira atrás, hacia el oscuro descansillo, compara con la claridad en el ángulo del pasillo interior y extiende un imperativo índice hacia la luz. Los mayores ríen y Hortensia eleva a Brunettino en sus brazos precediendo al viejo hacia la salita. Es allí donde se sorprende por el estirón del niño y donde añade a su exclamación primera:

—¿Recuerdas, Bruno, que entonces no me abarcaba el cuello con sus bracitos? ¡Pues fíjate ahora!

—¡Vaya si recuerdo!… Pero no te canses. Es el primer día que te veo en pie desde que enfermaste.

—Sólo me levanté para abriros —responde ella, dejando al niño en el suelo e instalándose en su butaca—. Me paso el día aquí sentada.

El chiquillo recorre con la mirada la habitación.

—A éste hay que entretenerle con algo, pero en una casa sin niños… —cavila Hortensia—. ¡Ah, sí! Mira, Bruno, abre mi armario y al fondo del cajón grande, abajo, encontrarás un dominó.

Durante la enfermedad de Hortensia, el viejo, en sus visitas, ha ejecutado ya encargos semejantes, pero ese armario sigue impresionándole como la primera vez que lo abrió: para buscar un pañuelo, muy bien lo recuerda. También ahora le detiene esa provocación: los colores jubilosos, los vestidos sugiriendo ese cuerpo y sobre todo, sobre todo, el olor, los olores dilatando su nariz. Ese armario no es una gran caja, sino mucho más.

Sus puertas se abren a una cámara secreta, un templo de tesoros misteriosos. Las telas colgadas le recuerdan los pasos volanderos de la montaña donde se tienden redes para cazar torcaces: como una paloma su corazón se enreda en tanta promesa, en esas revelaciones de intimidad. «¿Cómo no me ocurrió esto nunca? —piensa—. ¡Con la de armarios de alcoba abiertos en mi vida, hasta para esconderme de las madres! Serían como éste, más o menos, pero me daba igual. ¿Qué importaban los vestidos? ¡Fuera los trapos; al suelo!… ¡Vengan los cuerpos, la piel para mis manos!… Y ahora, en cambio, aquí con la boca abierta delante de estas ropas…».

Abajo, el cajón. Al abrirlo ahora por primera vez, la intimidad revelada le conmueve como un desnudo. No es la mera sugerencia de las medias o la lencería, sino esa entrega más honda que son los recuerdos. Aun ignorando el mensaje real de ese sobre con fotografías o la historia de esas alhajitas en su estuche, el viejo sabe estar penetrando ahora en la vida de Hortensia. Y, hurón su mano entre esas suavidades, se apodera al fin de su presa.

Para el chiquillo, sentado va en la alfombra bajo la mesa, la catarata de fichas blanquinegras es un chorro de gemas chispeantes. Olfatea una y después la muerde. Como no la encuentra comestible, empieza a removerlas todas, encantado con la sonoridad de sus chasquidos.

—Jugando con ese dominó entretenía yo a Tomasso en sus últimos tiempos —explica Hortensia.

«Y pensar que ese recuerdo se lo entrega al niño, ¡qué mujer! ¡Con qué cariño mira al chiquillo!…». El viejo reprime un suspiro: «Si la maldita Rusca no me estuviera mordiendo ya tan abajo». Eso le hace pensar en algo y saca a Brunettino de su guarida.

—No se vaya a hacer pis en la alfombra —explica—. Vamos, niño mío, un chorrito.

Se lo lleva al baño, le desabotona las dichosas bolitas de las calzas, le baja las braguitas y le sostiene de pie. Hortensia le ha seguido calladamente y le contempla sin ser vista, volviendo a su butaca antes de que el viejo regrese, orgulloso:

—Mea ya como un hombre, ¿verdad, Brunettino? Tiene un chorro…

El niño ha vuelto a sus juegos. Durante unos momentos sólo se oye, como castañuelas, el golpeteo de las fichas.

—¿En qué piensas, Bruno?

—No sé… En nada.

—Mentira, sinvergüenza, te conozco. Desembucha.

—Cuando empezábamos a mocear —sonríe, al verse descubierto—, nos gustaba salir de la taberna para ir a mear detrás de la escuela. Sabíamos que la maestra nos espiaba y la dejábamos ver bien nuestras cosas… Se iba haciendo solterona y andaba salida, pero no se atrevía a echarse un hombre: era antes de la guerra. Además, no valía para casa de labrador, por demasiado señorita. Sin dinero y fea, no tenía arreglo, la pobre.

—No valdría, pero te dejó el recuerdo.

—¡Bah!, viendo al niño ahora.

—¡Ni que fueras tú la maestra!

La broma, tan inocente, se clava en el viejo, porque ésa es la cuestión. Otra vez su pensamiento se embarulla: por un lado, el niño necesita una abuela y él habrá de serlo además de abuelo otro, aquella maestra con su obsesión le aviva la suya ante los recientes mordisqueos de la Rusca vientre abajo.

Hortensia percibe que algo ha afectado al hombre.

—¿Te molesta más la Rusca? ¿Te duele?

«Esta mujer es adivina —se asombra una vez más—. Imposible ocultarle nada».

—¡Qué dolor ni dolor!… Si sólo fuera eso…

Pero enfrente esos ojos merecen la verdad, la exigen con más fuerza que un interrogatorio. Se decide:

—Mira, peor sería que pensaras mal de mí con eso de dormir la siesta en tu cama sin hacerte nada… Pasa que la Rusca se me pasea ahora más abajo y no me siento tan hombre: ya está dicho.

La mira desafiante, erizada la voz de coraje y patetismo. La mirada de deseo completa el mensaje. Hortensia calla; es lo mejor. Pero ¡si pudiera decirle a ese hombre que eso no impide nada, que le hace más entrañable…! Se lo dirá más adelante.

Siguen tableteando las fichas en manos del niño.

—Pues sí, eso pasa… Y yo siempre había pensado, mirando a los viejos, que así no vale la pena vivir. Sobre todo, muerto ya el Cantanotte.

—¡Qué barbaridad! ¡No digas esas cosas!

—No, si ya no lo pienso, porque el niño volvería a quedarse solo, con el cerrojo de la Gestapo. Mientras no pueda defenderse, aquí estoy yo…

—Menos mal —y añade dulcemente Hortensia—: ¿Y sólo el niño te necesita, tonto?

Una involuntaria crispación en la boca del viejo… Tras un silencio le aflora una sonrisa convertida rápidamente en júbilo:

—¡Ah, si no te he contado!… Me telefoneó ayer la Rosetta. Resulta que los hijos del Cantanotte se están peleando ya entre ellos al repartirse la hacienda. ¡Vivir para ver! Lo que consiguieron evitar untando a los romanos de la Reforma Agraria, lo van a padecer ahora con sus pleitos, los muy burros… Bueno, lo evitaron sólo en parte; ya les apreté yo los tornillos desde el Municipio… Aún eran los buenos tiempos y salvé para el pueblo los montes comunales; todavía mandábamos los que habíamos peleado. Pero acabaron viniendo los políticos y me quité de en medio, ¿para qué?… Pues fíjate: ahora se lo robarán entre ellos y se lo quedarán los abogados para venderlo.

—Acaba pasando lo que tiene que pasar —comenta sencillamente Hortensia.

Una vez más, palabras de esa mujer obligan a pensar al hombre: ¿qué es lo que tiene que pasar?… Pero ni siquiera entrevisto, porque surge el accidente: Brunettino, al intentar levantarse agarrado a una pata de la mesa se ha dado con la cabeza por debajo del tablero y lloriquea rascándose el sitio dolorido. Hortensia y el abuelo se precipitan a consolar sus pucheritos.