41

—¡PASA, pasa; ya no te esperaba! —invita Hortensia desde la cama, al oír entrar al hombre—. ¿Y eso? —añade, refiriéndose al ramo que él deposita sobre la cómoda—. ¿Ya has vuelto a hacer tonterías?

—Hoy es regalo de la Universidad, departamento de fantasías —contesta el viejo, esforzándose para hablar, porque ha caminado apresuradamente.

La encuentra mejor, pero no es aún su rozagante Hortensia. A su vez, ella le nota fatigado, algo temblonas las manos.

—¿Qué cuento les has inventado esta vez? —ríe la mujer, mientras piensa si él se fijará en que su hija le ha arreglado el pelo.

—¡Estás muy guapa hoy, Hortensia!, y eso no es cuento… Lo de la Universidad sí; pero me han pagado, ¡no te lo vas a creer!, treinta mil liras.

—¿Qué has hecho para eso?

—Nada: son tontos… Les cuento lo que se me ocurre y lo graban sin perderse nada, como si fuera el catecismo… ¡Si les vieras discutir luego muy serios, en ese italiano de la radio! ¡Ni que yo hablara así, qué barbaridad!… Ya te digo, tontos… Cualquiera de mi pueblo les engaña.

—¡Es que tú tienes mucha labia, trapacero! —ríe ella, sentándose en la cama y dejándose colocar sobre los hombros una mañanita de punto.

El viejo ríe, envanecido, mientras pasa a la cocina y vuelve trayendo un jarro con agua.

Desata el ramo e intenta colocar las flores, pero mueve la cabeza descontento de su obra.

—Trae, hombre, trae… Aunque no te das mala maña, para como sois los hombres.

—He aprendido mucho cuidando a Brunettino… ¡Gasta unos botoncitos! Me gusta cuidarle; ahora veo cómo disfrutáis con eso las mujeres… ¡Si hasta hago cosas que antes me hubieran dado vergüenza!

Ella le mira de soslayo, mientras sigue colocando las flores en el jarro sujetado por él.

—Vergüenza porque eran cosas de mujeres, ¿verdad?… Pensabas que hacerlas te rebajaba.

—Vivimos muy aparte de vosotras, ¿sabes? Anda el hombre muy separado de la mujer, aunque duerman en la misma cama.

—¡Mira qué bonitas quedan!… Pon el jarro ahí encima, así. El ramo más hermoso que me has traído… Claro que se vive aparte; ¡como que nos tenéis arrinconadas!

El hombre titubea.

—Tanto como arrinconadas… Pero verdad es que sabemos poco del vivir de las mujeres… ¡Con las que uno ha conocido! —sonríe jactancioso.

—Es porque no las conociste, tonto. Las gozaste, nada más. Por encima.

—¡Y tan por encima! —suelta la carcajada—. ¿Por dónde mejor?

—¡Sinvergonzón!… Pero había mucho más que disfrutar, y tú sin sospecharlo siquiera. Como todos. Aprende esto: las mujeres os gustan, pero no os interesan. Así sois.

El hombre reflexiona, escarbando en sus recuerdos:

—Tampoco ellas hacían por ser más que eso, digo yo… Sólo a una le hubiera gustado que yo… Sí, una…

—Ya —se endurece el tono—. La dichosa partisanita.

—Dunka, sí. Ella quería cambiarme, hacerme a su manera… Y, mira, quizás por eso la dejé… Bueno, de todos modos la guerra era un vendaval. Se nos llevaba a todos, cada uno por nuestro lado… Pero Dunka quería…

—Acercarte a ella, claro.

El hombre calla, muy atento a las palabras de Hortensia.

—Y tú diste la espantada… Pobre Bruno; te perdiste lo mejor, lo más hermoso.

—¡Qué va! ¡Lo más hermoso lo gocé siempre que quise!

Pero la risotada casi grosera le resulta forzada a él mismo. Mero recurso defensivo.

—Sí, te lo perdiste… ¡Y ahora te enteras!… Bueno, más vale tarde que nunca.

El viejo la mira y aflora en su mente un descubrimiento. Ahora se entera, sí, pero ¿de qué? Le ronda, le ronda, pero no lo atrapa.

—¿En qué estás pensando? —le acosa ella.

El hombre suspira.

—Si yo te hubiera conocido antes…

La mujer ríe, para no delatar la oleada de calor que le recorre.

—Ni me hubieras hecho caso, bobón. Yo nunca llamaba mucho la atención… No hagas gestos; es la verdad… A veces lloraba por eso —su voz se hace más íntima—. En fin, me callo, no vayas a darme la espantada como a la Dunka aquella.

—¿Espantada yo? ¡Si tengo lo que ya no me esperaba tener más!

Sus dedos forman una cruz sobre sus labios. Su voz ha vibrado tan hondo que el silencio se impone a los dos.

El hombre se asoma a mirar por la ventana. Luego se sienta en la silla próxima a la cama.

—Estás cansado… Como no duermes, por el niño…

—Nunca he dormido mucho; no me hace falta.

—Echa una cabezadita; anda… Como el primer día.

—Pues mira, si no te importa…

—¡Pero no sentado ahí, tonto!… Aquí, es muy ancha.

La mano femenina se posa en la parte vacía de la gran cama de matrimonio. Luego sube hasta el embozo y empieza a bajarlo.

El hombre se envara:

—¿En tu cama? ¿Tan viejo me piensas?

Ella ríe gozosamente ante su encrespamiento.

—Vamos, hombre, enferma como estoy. Anda, acuéstate, aunque sea vestido. Si te durmieras encima te quedarías frío.

El hombre sigue vacilando: ¡No le cuadra eso de meterse en la cama con una hembra así para nada! Es como tirar de navaja y no clavarla… Pero ella encuentra el argumento que le decidirá:

—No tengas reparo, ya te dije que los análisis eran buenos. Lo mío no es contagioso.

—¡Aun cuando lo fuera, ya lo sabes! —responde tajante al reto y se sienta para descalzarse—. Además a los bichos, si los tuvieras, los envenenaba yo.

Se pone en pie y empieza a quitarse de espaldas los pantalones. Añade, risueño:

—Pero te aviso: ya soy carne de viejo, Hortensia. Correosa.

—Me gusta la cecina —ríe ella—. Y termina ya, que no voy a ver nada nuevo.

Deja los pantalones y sale hacia el baño. Sus calcetines son de lana hechos en el pueblo y lleva calzoncillos como los de Tomasso; no esos slips de su yerno, esas braguitas. Las flacas rodillas, con sus huesos prominentes y gruesas venas, inspiran ternura.

—Por lo menos —explica al volver— no meterme ahí con el polvo de la calle en los pies.

La mujer lo agradece. Otros como él no hubieran pensado en eso.

Al fin el hombre yace a su lado, los crespos cabellos grises sobre su almohada. Al subirle ella el embozo hasta el mentón sus dedos sienten la aspereza de la barba y retroceden.

Él lo nota.

—Desde que no uso navaja me queda peor. Pero me cortaba; el pulso, ya…

«También Tomasso, al final, se cortaba (pero él ya estaba alcohólico) y también se entristecía. ¡Los hombres, queriendo ser siempre gallos!… —piensa ella—. Pero ¡qué bienestar nos da un hombre, qué seguridad sentir su olor al lado!».

Hortensia se incorpora a medias y ladea el cuerpo apoyándose en el codo: necesita verle tendido; mirarle desde arriba.

Un recuerdo estalla en el viejo:

—¡Así, como los etruscos! Ella estaba igual que tú… ¡Y sonreía como tú ahora!

—¿Los etruscos?

—Unos italianos de antes, que de muertos parecían vivos… ¡Cómo estarían de vivos antes de morirse!

Una punta de envidia asoma en las últimas palabras, pero se le pasa al contemplar a Hortensia: su brazo desnudo, su pecho junto a él…

«¡Qué hermosa vida!», goza el hombre, sintiéndose acariciado por esos ojos… Su mano se mueve hacia ella bajo las sábanas, pero se inmoviliza antes de tocarla, en cuanto percibe una tibieza en el lienzo. Allí se detiene como un peregrino ante el santuario final, mientras se deja mecer en las ondas tranquilas del aroma femenino. Sus párpados, al cerrarse poco a poco, van adoptando una expresión final de beatitud.

Ya dormido, la mujer inmóvil le sigue contemplando enternecida. Sonrisa de niña descubriendo al hombre; mirada de madre ante el hijo en la cuna; emocionada serenidad de hembra colmada por su amante.