—EL señor Roncone, por favor.
La misma enfermerita. La consulta empieza como la otra vez. Por la mañana ha sido también preciso tragarse la papilla, ante los ojos atónitos de Brunettino y sus chillidos reclamando otra taza para él. El viejo va armado de paciencia para someterse a la misma ronda de exploraciones, pero se equivoca: la semejanza con la primera consulta termina en cuanto traspone la puerta de la salita. Al otro lado le aguarda el profesor Dallanotte en persona, tendiéndole la mano.
—¿Qué tal, amigo Roncone? ¿Cómo se encuentra?
El sorprendido viejo apenas acierta a devolver las cortesías.
—Pase por aquí… Esta vez le molestaremos menos. Se trata sólo de saber cómo marcha su problema —el profesor le sonríe—. La bicha, me decía usted, ¿verdad? ¿Cómo la llamaba?
—Rusca, profesor, Rusca —el viejo también sonríe—. Sigue engordando, supongo.
—Eso, Rusca… Ahora lo veremos; desnúdese aquí.
El viejo, ya en su bata verde, es conducido a la sala de rayos X donde el profesor se encuentra estudiando las placas anteriores. Coloca al viejo en el aparato y le examina.
—¡Ah, aquí está! —exclama el médico—. Su recuerdo de la toma de Cosenza… Por cierto, ¿conoce al senador Zambrini?
—¿El comunista? No; sólo de nombre.
—Pues él sí le conoce… Bueno; he terminado. Ahora le veré.
El profesor se retira, un ayudante le hace al viejo unas placas y le envía a vestirse.
—¿Ya?
—El profesor no necesita más. Como le vimos bien en noviembre… Estas cosas no van tan de prisa, señor Roncone —sonríe el joven ayudante.
«O sí —piensa el viejo mientras se viste, tocando su bolsita al cuello—. Si no, ¿para qué me miran? ¡Y aquel cabrón sin hincar el pico, Madonna mía!».
Ahora no le conducen al gran despacho, sino a uno pequeño, con una mesita a la que está sentado el profesor. El viejo ocupa enfrente la única silla disponible. Le sorprende que la lámpara sea un flexible corriente, casi de colegial. El profesor le sonríe:
—Pues sí, amigo Roncone, el senador Zambrini le conoce a usted. Gran amigo mío, aunque yo no sea comunista, ni me interese siquiera por la política. Usted también le conoce: lucharon juntos en Cosenza.
—Pues no caigo. Y de los buenos tiempos lo recuerdo todo.
—Es que allí tenía otro nombre. Le llamaban Mauro. Y a usted Bruno, ¿verdad?
Un relámpago en la mente del viejo.
—¡Mauro! ¡Mandaba la partida de la Gran Sila, por Monte Sorbello y el lago Arvo! Oiga, ¿y cómo supo usted mi nombre de partisano? ¿Cómo llegó a relacionarme con él?
—Hace una semana vino Zambrini por Milán y, recordando cosas juntos, me habló de Cosenza. Le dije que un paciente mío llevaba todavía una bala en el cuerpo y en cuanto le describí a usted le reconoció. «¡Tiene que ser Bruno!», exclamó. Y dice que le gustaría verle en otro viaje.
—¡Toma, y a mí!… Conque Zambrini es Mauro… ¡Era un hombre como hay pocos, profesor!
—Y lo sigue siendo, gracias a usted. Parece que si usted no llega a tiempo aquella noche les fríen. Así dijo: «Nos fríen».
—¡Ya puede decirlo! —ríe el viejo francamente—. Los alemanes habían recibido lanzallamas y nos quemaban vivos. Pero mi partida les sorprendió, les quitamos dos y les freímos a ellos. Luego tiramos los cacharros al Crati; no teníamos repuesto de aquel combustible. ¡Lástima; un gran invento!… Luchábamos sin nada, con lo que cogíamos… ¡Vaya, vaya con Mauro! Según dicen, aún tiene arrestos, aunque se haya vuelto político, como todos ellos.
—Zambrini me ha contado tales hazañas de usted —el viejo descarta la palabra «hazañas» con un gesto de su mano— que le ruego me considere un amigo y olvide mis discursitos del primer día. Créame, no todos los enfermos tienen su temple. La mayoría necesita esas palabras. Entonces…, ¿olvidado?
—A mí se me olvidaron ya. Y siendo usted amigo de Mauro, más.
—Y otra cosa; yo no fui pastor, pero mi abuelo sí.
—¿Dónde? —inquiere el viejo, interesadísimo.
—Al Norte. En los Dolomitas. Mírele, la única foto que conservo.
Cuelga en la pared, descolorida. Los mismos ojos claros del nieto. Bigotudo, con uniforme de alpino de la Primera Guerra, bien plantado el picudo sombrero de pluma enhiesta.
—Ya ve. Tenemos cosas en común, amigo Roncone.
El viejo se torna serio.
—Pues entonces hágame el favor que no me hizo la otra vez: dígame cuánto voy a durar. ¿Ha visto hoy algo nuevo?
—No; la Rusca sigue su marcha, pero usted resiste muy bien. Y sí le contesté: Imposible asegurar nada. Otro, con lo mismo, ya estaría acabado; pero usted es de hierro, afortunadamente.
—Diga un máximo. Necesito saber.
—Entonces voy a hacerle algunas preguntas.
El profesor interroga meticulosamente al viejo sobre sus sensaciones, sus dolores, su reacción a ciertas comidas, sus deposiciones y orina, acertando con tal precisión que al final el viejo exclama:
—Le felicito, profesor. Habla como si lo sintiera todo usted mismo.
El profesor le mira fijamente. La luz del flexible sólo alcanza a su barbilla, pero en lo oscuro los ojos destacan con su claridad azul. Contesta lentamente:
—Pues no me felicite, querido amigo: padezco lo mismo que usted.
El viejo no se lo esperaba. Se entristece casi más que por sí mismo.
—Pero —protesta— usted es muy joven.
El profesor se encoge de hombros… El viejo observa colillas en un cenicero:
—¿Y fuma?
El profesor repite su gesto.
—Como si quiere fumar usted… Pero los médicos hemos de prohibir el tabaco.
—No, ya no fumo. Por mi nieto.
El profesor aprueba con la cabeza y habla melancólicamente.
—Mi hijo sólo tiene todavía dieciséis años.
Callan, atentos al silencio como si una invisible presencia hubiera de decir la última palabra.
—Aún no he oído ese máximo, profesor —insiste al cabo el viejo.
—Se lo diré porque usted se lo merece, pero sin seguridad: nueve o diez meses; no creo que un año… Y no me pregunte el mínimo porque ése es cero. Para usted, para mí y para todos.
—¡Nueve o diez meses! —se exalta el viejo—. ¡Me da usted todo el verano!… ¡Gracias, profesor, me basta!
—¿Para acabar con aquel vecino paralítico? —sonríe con picardía el médico—. ¿Cómo está?
—¡Fatal! Quiero decir —ríe el viejo— progresando. Pero no es eso sólo. Es que necesito oír a mi nieto llamarme nonno, nonnu, como decimos nosotros allá. Y quiero llevarle este verano a Roccasera, enseñarle su casa, su pueblo, su tierra.
El profesor sonríe y el viejo descubre, de repente, en Dallanotte la misma sonrisa de don Gaetano, el médico de Catanzaro, cuando hablaba con la gente. A éste le falta el cigarrillo pegado al labio, pero la sonrisa es la misma: valiente y dolorida. Indefiniblemente humana.