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«¿SABES que, bien mirado, los guantes me los trajo la pefana, la bruja buena? ¡Sí, angelote mío, ella le sopló la idea a la Andrea, seguro! Aunque buen disgusto se llevó… Profesora y todo, ¡casi se echó a llorar!».

El viejo se regocija mirando al niño dormido. De nuevo el cielo está limpio, barrido por el viento de los lagos. Una blanca luna en creciente, fina como una hoz, luce glacial en el ángulo alto de la ventana.

«Entonces, dirás tú, ¿dónde están esos guantes? ¡Míralos: en mis pies! Los cambiamos por estas zapatillas… A la vejez, viruelas; nunca gasté yo zapatillas. Cuando era como tú, descalzo; luego, abarcas y botas; aquí, zapatos… Pero con ellos se me oye de noche fuera de la moqueta, en el baño y cocina, justo donde me empuja la Rusca, para calmarse con un bocado o para que yo le haga más sitio echando una meada, ya ves, que cuando se siente prieta no para de rebullir… Con los zapatos en las baldosas me pueden oír; con calcetines solos siento frío; ya no soy el de antes… Buena cosa, esto de las zapatillas».

«Me oyes, ¿verdad, niño mío? Qué importa mi boca cerrada, ¡cuando piensas con alma te oyen! Apréndelo: miras bien fijo a un fulano pensando “si rechistas, te machaco” y, el tío se arruga, te lo digo yo… A lo suave, lo mismo: miras a una mujer viéndola ya en tu cama ¡y la tienes medio en el bote!… Ya ves, cada noche pensaba yo para mis ovejas por dónde las llevaría al día siguiente y casi andaban solas… ¡Hasta los animales se dan cuenta! Por eso digo que las zapatillas se le ocurrieron a la pefana. Ando con ellas tan callado como en la montaña, más escurridizo que una gineta. Y como en la guerra: con mis abarcas, el centinela enemigo era cosa hecha. Cuando se daba cuenta ya el grito de alarma no le salía por la boca, sino por la raja del degüello; un gluglú entre su sangre, un ruidito de nada. ¡Ni el Torlonio se los cargaba como yo! Y eso que el Torlonio era el Torlonio, ya lo sabes». Incluso mejor que en la guerra, pues aquí no hay ramillas chascadizas ni cantos rodaderos… Algo bueno habían de tener estas casas; este silencio de muertas. Claro, el hormigón ahoga los ruidos, como ataja los ríos en los embalses… ¡Muertas están, sí!…

En cambio allí las casas viven, niñito mío, en su madera y en su adobe; hasta en sus piedras, porque son de la misma montaña en que están. Y como están vivas, hablan, lo charlan todo; más aún de noche, como las viejas que no pueden dormir. «¿Te extraña? ¡Ya lo verás, niño mío! Yo de chiquillo no entendía su habla, ¡era tan distinta de los ruidos montunos, arriba con el ganado! Las casas tan huecas me asustaban y yo me pegaba al cuerpo de mi madre buscando amparo, pero al revolverme, cris-cris, la paja de maíz protestaba en el jergón. Me quedaba quieto y entonces todo eran chasquidos, tableteos, chirridos alrededor…, ¡qué sé yo! Como si la casa entera se meneara también sobre la tierra para acomodarse mejor y le sonaran las coyunturas; pero no era eso, lo acabé comprendiendo; era que ella contaba cosas, la muy parlera… Con el tiempo aprendí a escucharla, como tu aprenderás, angelote mío, porque voy a enseñarte todo lo que importa… Ya sé, ya sé, me queda poco tiempo, pero me basta: en la vida sólo importan unas pocas cosas. Eso sí, hay que saberlas muy bien sabidas para no fallar nunca. ¡Nunca!».

El viejo estira el cuello y mira dentro de la cuna. El niño se ha movido en su sueño.

«Me escuchas, claro… Bueno, pues yo aprendí el habla de la casa; miento, las hablas; pues cada parte tenía su lengua… Mira, de pronto sonaba la escalera, chas-chas, uno tras otro sus peldaños, el penúltimo flaqueaba, chillaba más… Así sabíamos que bajaba el señor Martino del piso alto, donde también dormían el ama y la hija. ¿Y a dónde iba el amo a esas horas?, dirás tú. Según. Si rompía a hablar el pasillo hacia la cocina, ta-ta, pisadas bien firmes, era que al amo le apetecía retozar con la Severina, la Agnese o la moza que por entonces le alegrara la pajarilla. Si al callar la escalera no se oía nada, entonces el amo pisaba la tierra del zaguán y la tierra no tiene voz, sólo habla tocándola y oliéndola. El amo iba camino de la cuadra, a echar el ojo a los animales, que le recibían con sus relinchos, mugidos y pateo de cascos, como ellos hacen… ¿Y sabes cuándo había que estar más al cuidado? Cuando, en callando la escalera, resonaban, ton-ton, los tablones del pasillo que daban a nuestra cámara de gañanes, donde dormíamos».

El viejo ríe en silencio ante el súbito recuerdo:

«A veces entraba entonces por la ventana un mozo que había salido por ella a encontrar a su moza y también había oído a tiempo los tablones; ¡qué cabreo, dejar el regodeo a la mitad…! El amo, si se daba cuenta, decía desde nuestra puerta, con el farol en alto: “Mañana hablaremos, Mutto —o Turiddu, o el que fuera—, que quien de noche se afana, de día se agalbana…”. Ya te digo, una chismosa, la casa. ¡No disimulaba ni el tris-tris, tris-tris, aprisa, más aprisa, de la madera fina en la cama de los amos, arriba!… Todo lo parlaba: malas noches, regodeos, enfermos, partos… Y la muerte, no digamos; sólo que en los velatorios era al revés: ella callaba y todos cuchicheábamos como en un mal sueño, como hablándole a ella, a la abuela que sabe de la vida».

La mente del viejo se queda en suspenso, cavilando: acaba de decir una verdad que nunca antes se le había ocurrido. Cuando sobrevenía una muerte la casa parecía decirles en su silencio: «No os apuréis, aquí quedo yo en pie, siempre, para que sigáis viviendo vosotros». Eso decía, sí, y además, además…

«¿Sabes, angelote mío? Ahora descubro que nuestras casas no chochean como yo te decía; es que nos hablan de los demás para que sepamos vivir juntos y hacernos todos compañeros, como partisanos en esta guerra que es la vida, porque un hombre solo no es nada… Eso nos enseñan ellas y por eso, en estas casas muertas de Milán, no se aprende a vivir juntos… ¡Esos rascacielos que le gustan a Andrea, llenos de gente sin conocerse, sin hablarse, como reñidos! Si hay un fuego, ¿qué?, pues ¡sálvese quien pueda!… ¡Así resultan todos: medio hombres, medio mujeres!».

El viejo se asombra de su inesperado descubrimiento y se arrodilla junto a la cuna.

Entonces, en su impulso, sí que llega a mover los labios, susurrando audiblemente:

—¡Ahora lo veo claro, niño mío, a lo que vengo cada noche!, a hacer aquí una casa nuestra dentro de ésta, a vivir juntos tú y yo, compañeros de partida… Si esta gente no sabe vivir, tú sí lo sabrás, porque yo sé… Es a eso, pero nunca se me había ocurrido, sólo ahora, justo a tu lado… Es que a tu lado aprendo, compañero, ¡qué cosa!, yo también de ti. No sé cómo, pero me enseñas… ¡Ay, Brunettino mío, milagro mío!