—¿LE gustan, papá?… Quiero decir, abuelo. ¿Le gustan?
—Se ve que son buenísimos… Gracias, Andrea.
«Santa Madonna, sólo a ella podía ocurrírsele regalarme unos guantes… ¡Si nosotros no gastamos! Son para señoritos de Milán, o para señoronas que no hacen nada con las manos… Allá en el país sólo llevaba guantes aquel chófer nuevo del marqués, cuando bajaban desde Roma con su coche para ordeñarnos nuestro poco dinero y llevárselo. Una mierda, el chófer aquel; pensaba que con su gorra y sus polainas se iba a llevar al huerto a cualquier moza… ¡Buenas son las nuestras para irse con los forasteros!; la que se dejara ya podía emigrar; nadie volvería a mirarla… El chófer tuvo que bajar a Catanzaro y meterse en casa de la Sgarrona, pagando. El día siguiente ya no presumía tanto; volvió con pinta de gallo alicaído».
—¿De qué se ríe, abuelo? ¿No le gustan?
—Muchísimo, ¡vaya cuero bueno!… Te habrán costado caros… Pero mira mis manos, mujer; no caben.
Andrea, asombrada porque compró precisamente la talla más grande, compara manos con guantes y se confunde en disculpas. El viejo intenta consolarla, pero la realidad es implacable. Los guantes son lo bastante largos, pero esas zarpas de oso montañés no entran.
—Soy una tonta, lo siento… —concluye Andrea—. No se me ocurrió nada mejor para sus Reyes.
El abuelo contempla sus manos orgulloso como nunca: «¡No las hay iguales en Milán y, además de ser tan recias, abrochan botoncitos de niño!».
Por la tarde le relata el episodio a Hortensia, que le esperaba en su ático con la sorpresa de una bufanda. Ella ríe, pues por un momento pensó también en guantes, pero recordó esas manos.
—¿Qué lana es ésta? Seguro que tiene química —sospecha el viejo, al sentir tanta suavidad en torno a su cuello.
—De la mejor —explica Hortensia—. Inglesa.
—Si es inglesa, me fío… Y acaricia llevarla.
«Los ingleses fueron buenos camaradas. Demasiado papeleros y bastante aburridos, pero respondían. Aquel míster…, ¿cómo se llamaba?, le decíamos Terry, un nombre de perro, peleaba bien y se le ocurrían buenas putadas contra los tedescos… Escribía todos los detalles y nos los hacía repetir… Por eso le mataron, por cumplir la orden aunque las cosas se presentaron de otro modo… No es bueno calcular demasiado».
El viejo acepta la buena bufanda, pero sigue reteniendo la vieja en su mano, vacilando. Como cuando los aldeanos en la consulta del abogado —piensa Hortensia— no saben qué hacer con el sombrero.
—No necesitas tirar la vieja, hombre… ¿Te la guardo yo?… A lo mejor un día te apetece llevarla.
«Otra vez me adivinó… ¡Qué gusto!».
—Le tengo cariño —reacciona el viejo, entregando su tesoro para custodia— y es de mis ovejas. Me la hizo mi hija… Por cierto, ayer me telefoneó y me van a mandar mi dinero.
Además…
Presume con la noticia: el cabrón empeora. El médico ya sólo le visita para engañarle con esperanzas. El Cantanotte llora cuando le habla el cura: las beatas dicen que se arrepiente de todo y va a morir como un santo. «¡Un santo ese tío! ¡Llora de miedo; se arruga porque no es hombre!».
Mientras tanto el viejo ofrece su regalito, sin atreverse a ponérselo él mismo.
—Esto sí que es precioso, ¡demasiado! —elogia Hortensia, prendiéndoselo en el vestido.
Por un momento pensó pedirle a él que se lo pusiera, pero no se atreve. El caso es que ya reluce en su pecho esa gondolita de plata en filigrana. Claro que sin gondolero, pues aunque las había en la tienda con ese detalle, al viejo le pareció poco respetuoso para el difunto.
—Preciosa —repite ella—. Desde que enviudé no me habían traído los Reyes nada tan bonito.
—En mi tierra no son los Reyes, sino la pefana, la bruja. Una bruja buena, que también las hay. Como las de Peña Enzutta, que espanta al lobo y apaga las malas hogueras; todo el mundo lo sabe.
—Hogueras las de Reyes en Nápoles —ríe Hortensia—. Tiramos por la ventana trastos viejos y hasta muebles, amontonamos todos los de la vecindad y les prendemos fuego. ¡Qué llamaradas! Suben las chispas hasta las ventanas…
El viejo vuelve a su casa con las botitas guardadas hasta ahora por Hortensia y, como si las acabara de sacar de su armario, las exhibe triunfalmente a la hora de acostar al niño. Sostenidas en alto por la recia mano provocan una mirada feliz de Renato a su mujer, como diciéndole:
«¿Ves cómo es papá?». Y Andrea, en efecto, se asombra del buen gusto con que ha elegido el viejo. «¡Quién lo hubiera pensado en un pueblerino!».
El único descontento es Brunettino, cuando van a probárselas. Se resiste inicialmente a la novedad y, una vez en sus piececitos, restriega uno contra otro para quitárselas, llora y patalea, primero sentado, luego de pie. Pero entonces comienza a sentir su pisada más segura y se contempla los pies con asombro. Mira luego a los mayores, da unos pasitos vacilantes y una sonrisilla asoma entre las lágrimas. Se lanza al fin a atravesar el cuarto, abrazándose a la pierna del viejo cuando ya estaba a punto de caer. ¡Esos bracitos rodeándole la rodilla, como la hiedra al olmo de la ermita! Por el muslo, entrañas arriba, anegando el corazón y oprimiendo la garganta, la felicidad sube hasta los ojos del abuelo. Antes de que se derrame por ellos, el viejo coge al niño y lo levanta hasta su hombro sentado en esa manaza, enemiga de los guantes, donde cabe todo el traserito infantil.
Brunettino ríe y palmotea. Renato y Andrea también aplauden. El viejo se ve como el san Cristobalón en el cuadro de la capilla, pasando al niño a la orilla de otro nuevo año, hacia muchos años…
—Renato —exclama—, tienes que retratarme así.
«Y cuando tenga la foto —piensa—, le daré una copia a la Hortensia».