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ANDREA no se había creído las palabras del viejo, pero él salió a las cinco hacia el Club de la Tercera Edad. Por lo visto ha encontrado allí a otra gente, porque a las nueve no ha regresado.

—Mira, vamos a cenar nosotros. Ya no tardará —propone Renato.

—¿Le habrá ocurrido algo?

—¿A quién? ¿A mi padre?

Su padre es capaz de superarlo todo. Pero Andrea insiste:

—Está viejo.

«Es verdad —piensa Renato con tristeza—. Y además…». Pero se le ve siempre tan firme y satisfecho que olvidan su enfermedad. Su enfermedad mortal.

Andrea telefonea al Club, pero la directora ya se ha marchado y el conserje es incapaz, de aclarar si anda por allí un socio nuevo, el señor Roncone… No ha contestado a la llamada del micrófono, pero «esos viejos nunca oyen», aclara desdeñoso el empleado.

Andrea y Renato se miran indecisos.

En ese momento oyen la llave en la cerradura. Suenan pasos cautelosos, pensando en el niño dormido, y aparece el viejo con aire, en efecto, de haberse divertido. Se disculpa vagamente y ellos le manifiestan su inquietud.

—¿Sois tontos? —replica—. ¿Qué me puede pasar? ¿A mí?

Renato sonríe: cierto, es impensable. El viejo continúa con buen humor, quitándose la pelliza:

—Una tarde estupenda. Estupenda.

Andrea, estupefacta, pasa a la cocina para servir la cena en la mesa ya puesta. El viejo despliega un espléndido apetito y bebe un poco. Renato y su mujer intercambian miradas de asombro. Ya acostados, apagadas las luces de la casa, Andrea no puede más:

—Verdaderamente, tu padre… —suspira—. No le comprendo… No, no le comprendo. Es de otro planeta.

El planeta del viejo, aquella tarde, se había llamado ¡Feliz Año Nuevo!; título del espectáculo popular de varietés ofrecido por el Municipio en un teatro desmontable instalado en el piazzale Accursio. Hortensia le había invitado allí y se instalaron entre un público de chiquillería, soldadesca y gentes de su edad. Ahora, en su cama, el viejo vuelve a disfrutar, evocando los números. La pareja en aquellas bicicletas que se iban desarmando a pedazos —«¡qué culo tenía ella, la condenada!»—; el mago que aserraba por la mitad a su flacucha ayudante dentro de una caja y luego aparecía ella por el pasillo de butacas; el adivinador de naipes y del pensamiento (pero eso siempre tiene truco); los trapecistas con el pobrecito niño dando saltos mortales, el ballet que salía entre los números exhibiendo unos cuantos hermosos pares de muslos… Pero sobre todo Mangurrone, el famoso Mangurrone, el superestrella con sus chistes y sus breves cuadritos cómicos… «¡Mangurrone, otro! —gritaba la gente—, ¡Man-gu-rro-ne, Man-gu-rro-ne!…», y Mangurrone reaparecía con diferente caracterización para ofrecer otra propina a su querido y respetable público milanés…

El viejo sofoca una carcajada recordando aquel número en que Mangurrone convence a una corista de que él la ha convertido en vaca y se lo demuestra acariciándole un rabo imaginario, poniéndola a cuatro patas para ordeñarla —«¡el tío lo imitaba bien, se veía que entendía de ordeños!»—, cayendo a la vista del público un blanco chorro de leche en el cubo colocado bajo la chica mientras ella mugía de gusto…

«¿Cómo harían aquello?, porque Mangurrone hizo subir a uno de butacas y le dio de beber un vaso de auténtica leche de vaca…». Pero lo mejor fue el final: Mangurrone gritó que se sentía transformado en toro y se puso a cuatro patas tras la corista con intenciones obvias. La chica salió trotando y él detrás, en un mutis aplaudido de locura.

—¡Cómo disfrutas! ¡Qué gusto me da oírte reír así! —le dijo Hortensia.

—¡Ese tío es buenísimo!… A lo mejor agarra a la moza por ahí dentro del escenario y… ¡figúrate!

—¡Qué cosas se te ocurren!

—¡Las cosas de la vida! No se le hacen ascos a las cabras, allá arriba en la montaña. Y perdona.

Hortensia le miró bondadosa:

—Te ríes como un niño.

—Es como hay que reírse —contestó él, mirándola a los ojos y dejando poco a poco de reír al percibir en ellos tanta gozosa ternura, tanta claridad vital…

«¡Ay, qué madre para mi Brunettino! —suspira el viejo ahora en la cama—. ¡Qué brazos de madre!».