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HOY está usted enfadado, no me lo niegue —afirma la señora Maddalena, con incitadora sonrisa.

El viejo lo reconoce, refunfuñando. Más bien está dolido; se siente traicionado un poco por el niño, a quien le atrae más el árbol de Noel que el pesebre.

—Es natural —intenta consolarle la tarentina—. Es demasiado pequeño para apreciar el portal.

—¿Pequeño? ¡Si se lo expliqué y lo entiende todo! Y ni siquiera ha mirado el buey ni el burro, que están tan propios. ¡De dos mil liras cada uno, pero con buenos cuernos y hermosas orejas!… Lo que pasa —explota— es que la Andrea no juega limpio. Ha colgado del árbol unas bombillitas de colores que se encienden y se apagan solas. Claro, el chiquillo acude como alondra al espejuelo. ¿Y sabe usted lo peor? Que después de engatusar así al chiquillo ella se vuelve a sus papeles y ni caso. ¡No lo hace por darle gusto al niño y disfrutar con él, señora Maddalena; es para fastidiarme a mí!

Una idea repentina cambia el humor del viejo y le hace sonreír.

—De todos modos, ¡está tan gracioso delante del árbol! ¡Cómo ríe, qué palmitas!… —el ceño del viejo vuelve a nublarse—. Pero tenía que gustarle más el pesebre, ¡es lo nuestro!

—Oiga, y ¿por qué no le lleva otra cosa que le llame la atención? Mire todo lo que tenemos aquí para la Navidad.

El viejo admira una vez más a esa mujer con recursos para todo. Se comprende que se busque buenos apaños para animarse la vida, porque con ese tío que les escucha como un bobalicón y se llama Marino… ¡Marinello, le llama ella!

Así es como, de regreso a casa, no sólo lleva vituallas para su despensa secreta, sino también un envoltorio que presenta solemnemente al niño en cuanto éste se despierta de su siesta: una pequeña pandereta. Rojo el aro de madera, tirante el parche, relucientes como plata las sonajas. El viejo las agita y el niño, conquistado, ríe y tiende entusiasmado las manitas.

Pero precisamente las sonajas provocan la objeción de Andrea.

—Eso no es para niños. Puede morderlas y cortarse —sentencia la voz tajante a espaldas del abuelo.

—No las morderá. ¡Ni que Brunettino fuera tonto! —replica el viejo sin volverse, y piensa: «De modo que tú puedes traerte el truco de las bombillitas y yo no tengo derecho al pandero de la verdadera Navidad, porque en Belén no había luz eléctrica… Si te pica, ráscate».

El niño da el triunfo al viejo. Se lleva las sonajas a la boca, sí, pero no insiste. Las huele, incluso, pero no pasa de ahí. En cambio le entusiasma golpear el parche, sacudir el instrumento, escuchar su tintineo. Agita el pandero ante el pesebre con frenesí, dando la espalda a las bombillitas. Y cuando Andrea quiere aprovechar una pausa para retirarle el peligroso juguete, el niño lo aferra con fuerza y lanza penetrantes chillidos hasta que la madre se retira derrotada a la cocina, a preparar la cena.

«Preparar es un decir —piensa el viejo—. Mucho papel de plata y mucho plástico, para cobrar caro, pero a saber lo que meten dentro. Química, como en el mal vino… ¿Y eso es una cena de Navidad?».

En la mesa se confirman sus temores: hasta la menestra parece aguada. Por eso, mientras al final brindan con espumante —pero ¿por qué tan serios?, ¿dónde está la alegría?— se acoge a sus recuerdos de la Nochebuena: la fogata en el hogar, los vahos olorosos de cazuelas y asados, la áspera caricia del vino en la jarra besada por turno, el alboroto de gente entrando y saliendo, el embutido casero y cecina bien curada, el bullicio al coger las pellizas y los mantos para ir a misa de Mezzanotte, gozando en la calle el frío latigazo del aire sobre las mejillas acaloradas… Y, a la vuelta, jugar a la tómbola en torno al brasero con ascuas cogidas en el hogar, cantar los números por sus apodos regocijantes, reírse con los manejos de los pastores en torno a las mozas y acabar cantando, camino de la cama, con las ideas nubladas y el cuerpo excitado, más lleno de sangre y de vida que de vino… ¡Más de un roccaserano, bautizado nueve meses después, nació realmente en una Nochebuena!

De madrugada, en su cama, le despierta la Rusca removiéndose. «Claro, pobrecilla, te ha caído mal esa cena… ¡Mira que poner el vino en la nevera, aunque sea espumante!: En este Milán todo es frío; no sé por qué tendría Renato tanta prisa en irse a la cama con su milanesa».

Mientras procura apaciguar a la bicha, se pone los pantalones, se echa encima su manta y, ya como de costumbre, avanza sigiloso por el pasillo. Llega hasta la cuna sin un ruido: por algo se encargaba en la partida de las descubiertas más difíciles. Se inclina sobre la carita: ese blanco imán que pone luna llena en todas sus noches.

«Debería yo estar enfadado, Brunettino, por fijarte más en esa tontería alemana del árbol… Pero ¡me alegraste tanto con la pandereta!, a ella no le hizo gracia y eso está bien, le diste marcha, eres un buen sinvergüenza, ¡como tu abuelo, y caiga quien caiga!… ¡A nosotros con bombillitas! Total, unos colgajos, aunque sean de colorines, ¡mientras que un buen jumento…! Ya verás, ya verás cuando montemos en el nuestro… Más seguro que un caballo».

El viejo contempla el testarudo puñito asiendo el embozo, se conmueve ante ese cuerpecito tan tierno aún y ya capaz de viriles erecciones. Le habla de la verdadera Navidad, la Notala; no la aburrida ceremonia de esta noche. La de allá, la noche en que se siente nacer algo grande en el cuerpo y un tiempo nuevo en el mundo.

«¿Sabes, angelote mío? —piensa para el niño—, en ese día hasta se mete uno con los ricos y no pueden denunciarte a los carabineros… Porque yo empecé muy pobre, sin todo lo que tú tienes. ¡Y más que tendrás, porque no dejaré a mi yerno chuparlo todo en Roccasera!… Yo fui un niño sin zapatos que iba con otros a cantar a las ventanas de los dos ricos que había, el padre del Cantanotte y el señor Martino que, fíjate, con el tiempo acabó siendo mi suegro. ¡Por poco murió del disgusto cuando me llevé a su hija y tuvieron que casarnos! Tuvo gracia. A mí no se me atravesaba nadie, y así dio esa vuelta el mundo, que es un tiovivo y hay que saber subirse en marcha al caballo blanco, el más bonito, ya te enseñaré… Pero la boda fue mucho después, yo niño al pie de su ventana ni soñarlo podía. Le cantábamos una strina, copla de Navidad para pedir unas perras, y si tardaban en echarlas les insultábamos y les deseábamos mal de ojo…, ¡qué coplas!, de risa, recuerdo una: “No seas tú como el burro que hace sordas sus orejas, si no nos das para vino, capao como el buey te veas”. Pero no era para vino, que ni pan había en nuestras casas; sólo que eso no se confiesa nunca porque te avasallan… Llevábamos panderos como el tuyo, angelote mío, y zambombas, pero tú aún no sabrías tocarla. Nosotros mismos las hacíamos con pellejos de conejo del monte y cantarillos rotos por el culo… Tenía yo un compañero muy listo para inventar coplas… Escucha ésta que te vas a reír, se la cantamos a un crapiu pagatu e contentu, un cornudo consentido. Ya me comprenderás cuando seas mayor y pongas cuernos, ¡bien sabrosos que son! Lo sabía todo el pueblo; oye, que te vas a reír: “Tu hijo es como el bambino y tú como san José, pues tampoco eres el padre, aunque sea de tu mujer”. ¿Verdad que es buena? ¿Querrás creer que el crapiu nos dio más perras que nadie? ¡Como tenía que tomarlo a broma…!».

«¡Qué salero tenía el dichoso Toniolo! Bravo y de buena planta; parecía que se iba a comer el mundo. Las mujeres lo devoraban con los ojos, así es que, claro, a los dieciocho años, más o menos, la marquesa se lo llevó para una finca suya, ella decía que a trabajar. ¡Ya, ya, buenas labores debía de hacerle a ella!… ¡Me dio entonces una envidia! Y, mira por donde, en aquella finca, cerca de Roma estaba, Toniolo murió en seguida, la malaria. Mientras tanto, a mí me esperaba mi buena estrella sin salir de Roccasera».

Para reforzar esa buena estrella toca la bolsita colgada de su cuello, porque una sombra parece haber espesado la del cuarto. Se pone en pie alertísima por si puede proteger al niño, pero no es nada, quizás una aprensión suya porque ha recordado otra strina, muy distinta, una puñalada de melancolía… La canturrea bajito:

“La Nochebuena se viene, la Nochebuena se va y nosotros nos iremos y no volveremos más”.

«¿Has oído, Brunettino? ¡Y qué verdad es, pero somos tan burros que la cantamos riéndonos…! Sólo ahora me doy cuenta de lo que dice, porque nunca me importó morir. Morir sería malo si después te dieses cuenta de que no estás vivo, ¡figúrate!, pero como no te enteras de que estás muerto, ¿qué más da?… Aunque ahora sí me importa, porque me necesitas, no puedo dejarte solo en este Milán de asco… ¿Sabes? No quería decírtelo, pero se me ha escapado y más vale que te vayas haciendo a la idea: esta Nochebuena es mi última y, si no, seguro la siguiente… No te apures, tengo tiempo para dejarte en el buen camino; ya vas marchando por él… Nos queda todo el verano y el otoño; duraré lo necesario para ti. En cuanto el cabrón hinque el pico nos iremos allá para explicártelo todo y que eches raíces en tierra de hombres. Después ya no me importará morirme, porque lo que te enseñe no lo podrás ya olvidar nunca. Serás un árbol tan alto y tan derecho como yo, Brunettino, te lo juro».

El viejo calla, porque mientras se está prometiendo ese porvenir dorado, la congoja le estrangula y oprime sus ojos… Un sollozo rompe, a pesar de todo…

«Me hubiera gustado tanto llegar a verte mozo, valiente, bien plantado y comiéndote con los ojos las mujeres… ¡Me hubiera gustado tanto!».

En ese instante, el milagro. Los ojitos se abren, negros, dos pozos inescrutables con el agua honda de una decisión. De súbito como cuando el viejo se alzó contra la sombra inquietante, el cuerpecito se mueve, se destapa, deja caer al suelo dos piernecitas por encima de la barandilla y al pisar el suelo se yergue, se suelta de los barrotes, se vuelve hacia el abuelo sentado… ¡y da tres pasitos tambaleantes, él solo, hasta llegar a los viejos brazos conmovidos!

Brazos que le acogen, le estrechan, le apretujan, se reblandecen en torno a ese prodigio tibio, le mojan las mejillas con unas gotas saladas rodando sobre viejos labios temblorosos…

—¡Tus primeros pasitos! ¡Para mí! ¡Ya puedo…!

La felicidad, tan inmensa qué le duele, anega sus palabras.