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SE oye girar la llave de Andrea en la cerradura. Anunziata y el viejo asoman al pasillo cada uno por una puerta. Tras ella entra Renato, que la trae del aeropuerto.

Mientras saluda, Andrea les mira escrutadoramente. Se acerca ante todo al cuarto del niño, al que contempla y da un rápido beso. «La señora Hortensia le besaría de otro modo, aunque le despertase», piensa el viejo, mientras Andrea inspecciona en redondo la alcobita. El plato termo no está exactamente a la derecha sobre el muletón de la mesa y Andrea lo reinstala en su sitio; Anunziata, confusa, baja imperceptiblemente la cabeza: aquella irregularidad se le había escapado.

—¿Te quitas el abrigo? —se ofrece Renato, cariñoso.

Una Andrea condescendiente, como diciendo «ahora sí», se lo deja quitar y Renato se lo lleva a la alcoba para colgarlo.

Andrea recorre el piso, menos el cuarto del viejo, al que solamente se asoma. «Bien, bien —repite—, da gusto volver a casa». Responde a las sumisas preguntas de Anunziata:

«Sí, un viaje muy bueno. Y en Roma, en el Ministerio, excelentes impresiones. ¡Tenía papá tantos amigos! Y los de tío Daniele, además». En la cocina abre el frigorífico, inventariándolo de una ojeada. «Muy bien, Anunziata, perfecto», repite una vez más mientras cambia una mirada cómplice con la asistenta al ver media hogaza morena. El viejo, que días atrás se hubiera encrespado ante semejante inspección, ahora sonríe: después de sus cenas familiares en libertad, ya puede tolerarle a la nuera sus pequeñas manías.

Andrea llega por fin hasta su mesa de trabajo, en el estudio, tras contemplar un momento por el ventanal los dos rascacielos, sus dos modernos obeliscos. Se inmoviliza ante sus papeles y su expresión se suaviza: ha llegado a puerto.

—¿Y eso? —pregunta ella de pronto secamente señalando el rincón donde, sobre la mesita auxiliar, el viejo instaló la víspera un portalito de Belén.

—¿No lo estás viendo? —responde el abuelo con firmeza—. El pesebre del niño.

—Yo había decidido, de acuerdo con Renato, claro, poner un arbolito de Noel. Es más práctico, más racional.

El viejo no despega los labios. «¡Racional!… ¿Qué le dice un árbol de ésos a un niño, comparado con el Jesús y las figuras tan propias y el burro y el buey de verdad? Que ponga ella lo que quiera; ese belén no se mueve. Y ya se lo explicaré yo a Brunettino».

—Es muy tarde ya para Anunziata —dice Andrea tras un silencio, y sale hacia la cocina.

El viejo la oye decir a Renato, cuando ella pasa ante la puerta del dormitorio:

—Espérame ahí. Ahora mismo vengo a vaciar la maleta.

Andrea conversa un rato con Anunziata. «Informándose de los cambios de estos días, claro», piensa el viejo. Y sonríe burlonamente porque el gran cambio, el milagro, no pueden ellas ni sospecharlo: la honda convivencia calabresa de las tres generaciones Roncone.

Al cabo Anunziata se despide y sale, mientras Andrea entra en su dormitorio, encerrándose con Renato.

Pasa un rato y el niño se despierta. El viejo acude a la alcobita y consigue volverle a dormir.

Andrea no sale de su alcoba hasta mucho después, pasando en bata a encerrarse en el cuarto de baño. Deshacer la maleta les ha llevado a los dos todo ese tiempo.