«ESTE Milán, ¡qué traicionero!».
El viejo está indignado. Salió a la calle bajo el cielo de siempre, aprovechó para alejarse algo más y, de pronto, el aguacero. «El viento frío de los lagos, como dicen ellos. ¡Pues vaya lagos! ¡En cambio, nuestro Arvo y nuestro Ampollino!».
Intenta atajar por nuevas calles, pero no le da tiempo. Aunque no le asusta el agua, arrecia tanto que ha de refugiarse en un portal casualmente abierto. Enfrente, en la esquina, el rótulo de la calle: via Borgospesso. ¿De qué le suena?
Pasan unos minutos. Al fondo del zaguán se abre la puerta del ascensor y una mujer avanza paraguas en ristre, disponiéndose a abrirlo. Al reconocer al viejo, se detiene y sonríe:
—¿Usted?… ¡Buenos días! ¿Venía a verme o ha sido la lluvia?
El viejo saluda, encantado del encuentro. Bien la ha recordado a menudo, a la señora Hortensia: su buena figura, su espontáneo cuidado del niño, sus ojos claros bajo el cabello negro. ¡Ahora cae, ella le dio su dirección; por eso le sonaba el nombre de la calle!
—¡Otra vez los pantalones…! —ríe la mujer—. Pero ahora no es barro, sino agua. ¡Está usted calado! ¿No tiene frío?
—Estoy acostumbrado. Y con usted delante, ¿cómo tener frío? —añade, multiplicando sus pícaras arrugas en torno a los ojos.
Ella vuelve a reír. «Le sale la risa del buche, como a las palomas», piensa el viejo admirando ese pecho rotundo.
—¡Qué hombre este! ¡Un verdadero calabrés!… ¿Y Brunettino?
Al viejo le alegra ese recuerdo.
—Menos mal que hoy no le saqué. Anda con la tripita suelta. Se enfrió, creo yo.
—El que se va a enfriar es usted, si sigue aquí… Suba conmigo; necesita calentarse y una copita: es hora de aperitivo… Venga.
El viejo gallardea camino del ascensor.
Suben hasta el ático y, allá arriba, sorpresa. Cambio de panorama: no es cuestión de gallear, sino de saborear.
La bienvenida la da en el pasillo, nada más abrir la puerta, la estampa de la dulce bahía de Nápoles a la altura de los ojos, con un Vesubio tranquilo, pero recordando que sólo vale la serenidad cuando debajo hay fuego. Ya con esa visión el viejo se aposenta en el Sur, y más todavía al acceder a una salita-comedor muy clara a pesar del cielo encapotado. Un balconcito y una ventana en sendas paredes se alegran con plantas bien cuidadas y dejan ver tejados milaneses, entre los que emerge el Duomo, con su Madonnina coronando la aguja más alta. Ese ático es un palomar por encima de la trampa urbana; por eso es un refugio cálido, aunque ahora la lluvia siga batiendo los cristales.
El viejo revive aquella sensación de seguridad cuando, en sus desplazamientos clandestinos durante la guerra, el enlace de turno le llevaba a un escondite donde podía dejarse caer sobre una cama y olvidar en ella la tensa vigilancia de cada minuto. Con ese ánimo se instala en el cómodo sillón que le ofrecen, envueltas las desnudas piernas en una manta que no le hace sentirse viejo ni enfermo, sino al contrario, centro de solicitud femenina. El golpe de plancha que ella está dándole a los pantalones para secarlos viene a crear entre ambos como una antigua convivencia.
Luego, ya vestido, paladea la amarilla grappa de genciana, topacio en la copa y brasa en el gaznate, acompañada por unas lonchitas de carne de Grisones convertida en cecina meridional con sólo un toque de ajo… «Lo que sabe esta mujer… —piensa—. ¡Me adivina!».
Sí, le adivina. Le interpreta, se le anticipa constantemente a lo largo de la charla, mientras el rumor de la lluvia pone un fondo de fontana campesina… Hablan del país y de sus vidas… ¿Ese cuadrito?, la tierra de Hortensia, Amalfi; el pintoresco camino de subida al Convento de Capuchinos, con el mar abajo, espumeando al pie del acantilado… ¿La mandolina colgada? La tocaba muy bien su marido y ella cantaba. ¡Canciones napolitanas, claro! De joven tenía bonita voz.
—¿De joven? —comenta el viejo—. Entonces, ¡ayer mismo!
Ella agradece el piropo y sigue hablando… Esas fotografías son de su difunto marido: en una con uniforme de la Marina, en otra con redondo sombrero de paja, adornado con una cinta.
—Sí, señor, fue gondolero, el Tomasso… Y con la mandolina ¡les sacaba unas propinas a las turistas americanas…! ¡Figúrese qué mezcla: veneciano él y amalfitana yo!
«Parecía entenderse bien la pareja —piensa el viejo al oírla—, aunque la cara del hombre me resulta algo fanfarrona… Claro, gondolero es oficio de mala vida, de malavitoso… Además, ¿por qué no ha dicho ella “mi Tomasso”?… Pero no pensaré mal; por lo menos hizo la guerra en el mar, fue un compañero».
La lluvia continúa y ella le invita a almorzar con tanta naturalidad que es imposible negarse, aparte de que el viejo ni lo piensa. De todos modos ya sería tarde, pues la mujer ha pedido el número y se apresura a telefonear que el señor Roncone no irá a almorzar. ¡Qué ama de casa más dispuesta! En un momento sirve una pasta exquisita. ¿O será que ahí se pasa el tiempo sin sentir, simplemente respirando a gusto?
—A esto, en Catanzaro, le llamamos un primo, el primer plato —comenta el viejo, elogiando el punto de cochura y la salsa al sugo.
—Pues aquí no, porque no tengo segundo —se excusa ella—. Un poco más de Grisones, si quiere, queso, frutas y café: le ofrezco lo que tengo.
El queso, de allá abajo, muy sabroso. El café, fantástico.
—Tan fuerte y tan caliente como usted.
—¿Y tan amargo? —provoca ella.
—¿Usted amarga? Usted… Bueno, y con todo respeto —se lanza el viejo—, ¿a qué esperamos para tutearnos? ¡Somos paisanos!
—¿Paisana yo de un calabrés? ¡Nos separan las montañas!
—¡Las montañas se cruzan!
«Sobre todo, si es para llegar a este nido», piensa.
Como buen calabrés, el viejo desdeña a los frívolos napolitanos, pero ella ¡es tan diferente! Después de todo, Amalfi ya está fuera del golfo.
Va amainando la lluvia sin que se den cuenta. Fuera es otro mundo. Las palabras languidecen porque en el sillón el viejo, alentado por ella, se duerme poco a poco. Una cabezadita, nada.
Su último pensamiento, antes de rendirse al sueño, es que Brunettino, acunado en sus viejos brazos, sin duda se siente tan en su nido como él ahora en el sillón de Hortensia. ¡Por eso la sonrisa feliz entre los rosados mofletes del niño!
Sentada enfrente, la mujer le contempla, sus manos sobre la falda. La cabeza ligeramente ladeada y, en los ojos, hondísima ternura derramándose hacia ese hombre. En el corazón, melancolía indecible; en los labios, un asomo de serena sonrisa.
El viejo, dormido, no puede ver ni esa mirada ni la sonrisa. Pero cuando, una hora más tarde, retorna hacia el viale Piave bajo unas nubes desvaneciéndose poco a poco en el azul grisáceo, asoma a sus ojos —sin él saberlo— la misma ternura. Y llena su corazón idéntica melancolía.