ANUNZIATA rezonga por el pasillo.
«¡Qué hombres! ¡No se les puede dejar solos! Toda la casa en desorden y sólo ayer se marchó la señora… ¿Y el despilfarro? ¡El pescadito en salsa de la cena tirado a la basura!… Cenaron en restaurante, porque no dejaron platos sucios… Tienen a menos el guiso de la vieja Anunziata… ¡Señor, Señor, qué hombres! ¡Qué bien hice en quedarme soltera!».
El viejo se cruza con ella. No ha preguntado todavía, pero ya no aguanta más.
—¿No venía también su sobrina?
—Tiene exámenes de no sé qué. Llegará más tarde —y añade, susceptible—: Además, tampoco la necesito.
El viejo se mete en su cuarto y Anunziata se pregunta, una vez más, qué ocurriría aquel día en que ella faltó y envió a Simonetta, pues la chica le habló entusiasmada del señor Roncone: que si fue partisano, que si un hombre tan interesante… Desde que sale con el dichoso Romano, para esa chica todos los comunistas son interesantes… Porque Simonetta lo negará, pero el abuelo es comunista, piensa Anunziata, y si no lo es merecía serlo.
Anunziata comprende que su sobrina simpatice con el viejo: son de la misma cuerda.
«Simonetta —piensa—, no tiene perdón y acabará mal; salió a su padre, el de Palermo. Seguro que ya se acuesta con ese rojo amigote suyo. En cambio el pobre viejo tiene disculpa porque se está muriendo y lo sabe, aunque más le valía estarse quietecito en un sillón, encomendándose a Dios. Pero ¡sí, sí, quietecito! No para, y siempre alegre… No es que ría mucho; es el gesto, la tranquilidad… A lo mejor, la misma enfermedad le engaña; a veces el Señor tiene esa compasión… ¡Ay, qué triste es llegar a la vejez! ¡Dame una buena muerte, santa Rita!… Cuando me llegue la hora, claro».
Llaman a la puerta y aunque Anunziata se apresura, cuando asoma al pasillo el viejo ya está abriendo a Simonetta, que le planta un beso en cada mejilla, escandalizando a su tía.
A causa de la lluvia, esta vez la chica aparece con un poncho andino. Debajo lleva esos ceñidos y gastados pantalones de moda color azul de mecánico y un jersey lila de mangas largas y cuello alto enrollado. Al viejo le recuerda un paje con calzas de uno de los cuadros del museo, el día en que descubrió la estatua de los dos guerreros. Se asombra: por primera vez no le irrita una mujer con pantalones.
Brunettino alborota desde su cunita. El viejo llega primero, Simonetta le pisa los talones dedicando palabras dulces al pequeño, Anunziata se siente de más y vuelve a sus tareas. Así es que Brunettino vuelve a encontrarse, como aquel día, acurrucado contra los pechos de la muchacha y, como si lo recordase, reproduce en el acto la misma postura, la misma sonrisa, el mismo murmullito de satisfacción.
La mirada del viejo se posa, acariciante, sobre las nalgas de Simonetta. ¡Qué bien marcadas, qué caderas tan femeninas y, sin embargo, sorprendentemente inocentes, como de muchacho…! Es decir —vacila el viejo, no sabiendo entenderse a sí mismo—, de muchacho, sí; pero inocentes, no, sino atractivas. «¿Qué me pasa? —se asombra de nuevo—. Eso siempre lo tuve muy claro: una hembra es una hembra y un tío es un tío; lo demás a la basura. De modo que esto…». Recuerda, inquieto, aquel día en que sus propias manos se le aparecieron femeninas. ¿Acaso sus actuales tareas, haciendo tanto de niñero con botoncitos y pañales, pueden transformar a un hombre?
Simonetta sorprende la mirada masculina.
—¿Le gusto así, zío Bruno?
Su sonrisa y su voz, ingenuamente provocativas, tranquilizan al viejo: le garantizan que su admiración se dirigía a una mujer.
—¡Ya lo creo! —estalla, acompañado por ella en la carcajada. Y añade, eludiendo el tema—: ¿Qué tal esos exámenes? ¿Salieron bien?
—No eran exámenes.
La respuesta suena confidencial y el viejo la mira intrigado. Simonetta se le acerca con el niño y él retrocede un poco, temeroso de que Brunettino, como aquel día, vuelva a unirles con sus bracitos… «¿Temeroso, por qué?… Pero, bueno, ¿qué me pasa?».
—Engañé a mi tía —confiesa Simonetta—. Vengo de una reunión para preparar nuestra huelga universitaria por los compañeros detenidos anteayer… Pero no se lo diga a ella; me revientan sus sermones.
Sonríen, cómplices, justo cuando Anunziata asoma.
—Niña, que no has venido aquí a jugar con el chiquillo.
Simonetta lo pone en brazos del viejo, al que dedica un guiño, y sale mientras exclama:
—Ahora mismo, tía. Déjame quitarme las botas nada más.
Descalza en sus calcetines gruesos, como la otra vez, aparece en la cocina cuando Anunziata avisa para comer. El viejo se ha empeñado en almorzar con ellas, contra el parecer de Anunziata. Prefiere estar con la muchacha, aunque ahora no puedan hablar como camaradas. El paje con sus calzas se mueve con tanta gracia y alegría vital como aquellas muchachas de Roccasera en las romerías. A veces, al pasar con los platos a espaldas de la tía, Simonetta dedica al viejo risueñas muecas de complicidad. Así su presencia juvenil hace florecer unas lilas en el corazón cansado.
Por eso, cuando llega la noche, la cena del padre y el hijo, aunque más sencilla que la víspera, conduce a la misma placidez y entendimiento entre ambos. Aún permanece en el aire un rastro de femenino perfume sentimental, interpretado por Renato —que ignora la causa— como nostalgia de Andrea, mientras el viejo evoca…
Luego, de madrugada, se explaya en la alcobita, con el niño dormido, tratando en realidad de explicárselo a sí mismo:
«Te lo repito, niño mío, las mujeres no se comprenden nunca, pero sus sorpresas son lo mejor de la vida… Y Simonetta es una mujer, aunque yo… ¿No te asombra que al llegar me pareció casi un muchacho y sin embargo me gustaba? ¡Qué barbaridad! ¡Claro, con ese culito tan prieto…! Pero los pechitos… De eso tú sabrás, Brunettino, que los has tentado. Redondos y duritos, ¿verdad? A mí me gustan más grandes, pero todos son dulces… ¡Qué hermosuras te esperan en la vida, niño mío! Las disfruto yo ahora, ya ves, sólo de sentir que tú vas a gozarlas… Y no te lo pienses nunca, agarra lo que te apetezca; dentro de ser un hombre como es debido: sin engañar, pero sin encogerte. Cuando una mujer se te quiera poner debajo, tú como el gallo sobre la gallina; a tu edad ya apartaba yo al cabritillo de la madre para chupar… Bueno, a tu edad no, pero sí cuando todavía no levantaba ni tanto así del suelo… Tú echa un buen trago de todo, que siempre acaban llegando malos pasos y lo que no hayas gozado en su tiempo ya no lo puedes gozar en el mío… Pero ¿qué haces? ¡No abras los ojitos, que es muy temprano aún! Y no llores, que me descubren aquí… ¿Y eso? ¿Ahora te da por asomarte sobre la barandilla? ¡No sigas, que te caes de cabeza; si te empeñas, al revés!… ¡Qué grande eres, cómo me comprendes! Claro, los pies primero, ponlos en el suelo, agárrate despacito… ¿Es que ya quieres echarte a correr el mundo, angelote mío?… ¿Lo ves?, en cuanto te sueltas te caes sentadito… ¡No, llorar no! Ven, duérmete en mis brazos y yo luego te acostaré, se acabó tu primera salida, ya repetirás… Así, ojitos cerrados, tranquilito… ¡Tú sí que eres dulce, y durito, y tierno, y niño, y grande, y todo! ¡Tú sí que llenas el corazón del viejo Bruno!».