20

ANUNZIATA se ha marchado, después de bañar al niño. En la alcobita, silencio y penumbra. En el silencio, el alentar de Brunettino ya dormido; en la penumbra, el nácar de su carita. Y, gozando ese mundo, el viejo sentado sobre la moqueta. Guardando ese sueño como guardaba sus rebaños: solitaria plenitud, lenta sucesión de momentos infinitos.

«Siento pasar la vida», pensaría si lo pensase.

Imperceptiblemente, la penumbra se ha hecho noche. El viejo enchufa la lamparita rojiza. Desde que se llevó a Andrea al aeropuerto Renato no ha vuelto y nunca ha llegado tan tarde. ¿Le habrá ocurrido algo? Al viejo le ha dado tiempo para todo: ocuparse del niño hasta dormirle y preparar la sorpresa. Pero Renato… ¡Por fin, la llave en la puerta! Ruidos familiares de su entrada: pasos cuidadosos, aparición silenciosa. Entra y besa muy suavemente a Brunettino mientras el viejo se levanta.

Salen ambos al pasillo.

—Hola, padre. ¿Te ha dado mucha guerra?

—¿El niño? ¡Es un ángel!

Renato explica brevemente su retraso, por la salida tardía del avión, y concluye:

—A ver qué cena nos ha dejado la Anunziata.

Pues Andrea dejó escrito que la asistenta la preparase, a falta sólo de calentarla.

—¡Al cuerno la Anunziata! —exclama el viejo en la puerta de la cocina—. ¡Hoy cenamos como los hombres!

Renato observa con más atención la cara de su padre: un fauno con sonrisa del gozador. ¿Qué le ocurre? ¡Cuánta vida en los ojillos rodeados de arrugas!

Una idea repentina entristece a Renato: le duele que la ausencia de Andrea alegre tanto a su padre. Pero el viejo siempre fue así: cuando alguien se le atravesaba no había remedio y eso le ocurrió con ella desde aquella primera estancia en Milán. ¡Ah, pero no es por eso! La noticia le quita esa pesadumbre a Renato: es que el Cantanotte se muere. El viejo lo comenta mientras pone platos y cubiertos sobre la mesa sin dejarse ayudar por su hijo que, ya tranquilizado, repara de pronto en el olor. Ese olor conocido, pero inclasificable; antiguo y entrañable. Ese olor… El viejo le ve olfatear.

—¿Ya no te acuerdas?

De golpe:

—¡Migas!

—¡Claro, migas resobadas!… Menos mal, no te has descastado del todo. No sabrán como las de Ambrosio, nadie las hizo nunca como él, pero son aquéllas, las del monte, las de siempre… Hasta con su vasalicó: encontré la hierba en la tarentina… ¡Esa Maddalena tiene de todo lo nuestro!

—Mucho visita usted a esa señora, padre.

—¡A buenas horas; he llegado tarde! —rechaza el viejo. Pero le alegra la alusión intencionada y también que el hijo participe bromeando de su alegría. Así es que añade:

—Y, además, U Signura manda viscotti a cui ’on ava denti… ¿Recuerdas nuestro dialecto?

—¡Usted aún tiene dientes para morder ese bizcocho! —replica Renato, redoblando el júbilo del viejo, que mientras tanto saca la sartenada de migas y la planta en medio de la mesa.

Así se abre un portalón al campo en la memoria del hijo y entran por él pastores y castañares, lumbres de sarmiento y canciones, hombres infantiles y manos maternales.

Maternales, sí, aunque ahora le sirvan convertidas en las del viejo, cepas rugosas y retorcidas. «Mi padre sirviéndome», piensa Renato, y el insólito hecho nubla sus ojos un momento. No es el vaho del manjar caliente; es que toda su infancia se condensa en el círculo mágico del plato.

La madre siempre junto a él, empujándole, con su aspecto delicado, a librarse del mundo aldeano para que el hijo no padeciera sus mismas esclavitudes. Por encima de ambos el padre, poderoso como un dios, dispensador de correazos pero también de profundos goces. La escuela, que, al principio sólo servía para hacer sabrosa la libertad, convirtiéndose también en túnel para escapar. Y, sobre todo, las fiestas de la casa, cocina invadida, bullicio, derroche, hartazgo, manchas de vino en el mantel —¡alegría, alegría!— que exigían mojar en ellas el dedo y trazarse una cruz en la frente, humo de tabaco, vaho humano, pellizcos y risotadas, gente respetuosa hacia su padre rindiendo acatamiento…

Y después del banquete la música y el baile, faldas que giran haciéndose campanas y provocando la mirada, las jarras de mano en mano, parejas desapareciendo, la noche con sus estrellas, el cansancio que nos pesa de golpe cuando cae el silencio…

—¿Pero qué? ¿Ya no te gustan?

La voz le reinstala en el presente. Prueba una cucharada y su expresión de niño feliz basta para alegrar al padre que, soltando la carcajada, agarra la botella de vino:

—¡Eso está mejor, hombre!

—¡Cuidado con el vino, padre! El médico…

—¿Médico? Recuerda aquello de dui jiriti ’e vinu prima d’a minestra… e jetta ’u médicu d’ ’a finestra. ¿Cómo negarle hoy la gloria de triunfador sobre el Cantanotte? El hijo sigue paladeando las migas, saboreando en ellas el pasado. Los ganados en la montaña, aquel mundo de hombres, como el recreado aquí esta noche. En una de sus primeras subidas a los pastos de verano, el padre le levantó del corro de pastores y se lo llevó consigo hasta una altura cercana. Desde ella le mostró otra cumbre, por encima de los castañares: «¿Ves, hijo? Desde allí se divisa el otro mar, el de Reggio. Alguna vez subirás allí conmigo».

Pero no volvieron nunca y, años después, no fue a estudiar a Reggio, sino a Nápoles, cuando ya estaba claro para él que no le retenían las gentes de la Sila, que nunca podría sobrevivir allí… Pero aquella tarde, en lo alto de la roca, en la cima del verano, brazo hacia lo lejos, el índice de su padre era el dedo creador de Dios tendido a Adán en la Capilla Sixtina.

La nuez sube y baja en el flácido cuello de aquel dios, que echa atrás la cabeza para apurar el vaso. Se limpia luego con el dorso de la mano y el gesto sorprende a Renato. ¿Por qué, si es allí el habitual? Pero —percibe Renato— el padre ahora reprime ese gesto.

Más aún, en las últimas semanas ha dejado de fumar; y ya no usa las botas en casa.

Incluso se afeita a diario y un día se metió en el baño sin que se lo dijeran. «Vaya, vaya —oyó Renato bromear a Anunziata—, nos componemos, ¿eh?». «Sí —replicó el viejo—, quiero morirme guapo».

«Milán le civiliza», comentó Andrea pocas noches atrás. Pero Renato sabe: no es Milán, sino el niño; Brunettino transforma a su abuelo. Y ahora el hijo, en una tiernísima oleada de cariño, ofrenda su corazón al viejo. Viejo, sí; en ese perfil de alegre bebedor la nariz ya se afila y la barbilla temblotea: un viejo a las puertas de la muerte.

La reveladora visión desgarra a Renato mientras se inclina sobre el plato y traga cucharadas para ocultar los ojos húmedos. El reprimido llanto le amenaza por dentro. ¿Cómo puede tener fin la vida de robles y de águilas como su padre? Aquel hombre fue el cielo en sus alturas: huracanado, arbitrario, implacable a veces; pero también generoso, creador, benéfico… Se aferró a la vida con abrazo de oso; la bebió a bocanadas… ¡Y se apaga esa hoguera!

El viejo goza viendo a su hijo devorar las migas. Por supuesto, a unas migas resobadas no hay hombre de la tierra que se resista; pero es que además Renato, en el fondo, es un buen muchacho. Siempre lo fue; al viejo le complace reconocerlo, aunque nunca tuvo arranques. «Nunca como los míos, ¡puñeta!… Siempre fue blando; la madre le crió así, con eso de ser el último sin esperanza ya de más hijos… Y que yo no pude ocuparme; eran los momentos más duros de la Reforma y contra el Cantanotte, apoyado por los barones de Roma… No pude ocuparme de éste y, en cambio, el Francesco se me marchó a hacer dinero… ¡Dinero! ¿De qué sirve si no lo ve nuestra gente? ¡Casa grande, tierras, ganados, castañares…! ¡Eso llena los ojos y el corazón, eso tengo!… Y ahora el zorro de mi yerno lo aprovechará… ¡Ay, Renato, Renato! ¿Por qué te casaste con esa cepa reseca?».

—Anda bebe, hijo, bebe; aún no hemos terminado.

—¿Todavía más, padre? ¿Después de estas migas?

—¡He cocido castañas, muchacho, y encontré higos soleados!… Busqué mustaccioli, que te gustaban tanto, pero aquí no hay esos dulces; sólo cosas milanesas… ¡Ni siquiera tienen los murinedhi de la Notala, de la Navidad!

La mención hace estallar algo grande en su memoria.

—¡Pero si estamos casi en Navidad! Es que aquí en Milán no se entera nadie de las fiestas, no hay… ¿Recuerdas el dicho de diciembre?: Jornu ottu Maria, ’u tridici Lucia, ’u vintincincu ’u Missia! ¿Te acuerdas? ¡Tenemos que ponerle un pesebre al niño! No habíais pensado en eso, ¿a que no?

Sus ojos brillan a la vez de ilusión y de nostalgia.

—Para el tuyo bajé yo el corcho del monte, y unas ramas de liérnago y unas matas… Las figuras eran cosa de tu madre; por la casa andarán si no se han roto, las compró en Nápoles su abuela… ¡Los murinedhi los bañaba en miel tu madre, pero yo subía el mosto de Catanzaro! Era mejor que el de la montaña. Pero tú preferías las castañas a todo… ¡La Notala!… Sí, Brunettino necesita un pesebre y va a ser el mío.

—Padre… —el hijo se conmueve evocando aquellas castañas que chamuscaban los dedos al sacarlas de entre la ceniza con brasas y que el mozo ofrecía a la moza… Cuando no eran las gugghieteddhi, las cocidas en agua con granos de matalaúva—. «¡Ay padre, padre! —piensa—. ¿Qué culpa tuve yo de no ser un dios como usted?».

La mano joven se posa sobre la vieja. Inmóvil, evitando la caricia que sería rechazada por blandura. De repente, a Renato le alarma en el viejo cierta expresión doliente.

—¿Le ocurre algo?

Aiu ’u scilu —sonríe el padre confesando su nostalgia—. Pero ¡basta! ¡Hay que estar alegre!… Prueba una copita; lo he mezclado yo.

El hijo reconoce la bebida: mbiscu, anís con ron. Le encantaba al padre, los días grandes, acompañando al café… También sabe de scilu, a veces le conmueven los recuerdos; pero el pasado quedó atrás y él siempre se sintió de algún modo ajeno a aquel mundo. ¿Herencia de la madre? ¿Reacción frente al padre?… «¿Por qué no nos comprendemos, padre? si yo le quiero… Pero esta noche, al menos, habitamos el mismo país; estamos juntos».

—¡Ha sido un gran día, hijo! —exclama el viejo, empezando a recoger la mesa.

—Deje, padre; mañana viene Anunziata.

—¡Y con Simonetta, con Simonetta! ¡Qué muchacha! Pero recogeré; que no sospeche la vieja nuestra juerga de esta noche. ¡Ha sido buena!, ¿eh? Y la agonía del Cantanotte bien la merece.

—Usted, en cambio, cada día más terne.

El viejo se lleva platos al fregadero sin contestar. Prefiere no mentir. Pues la verdad es que bailando con Brunettino le faltó el resuello; ya no podría trepar por la montaña igual que antes. El niño palmoteaba, encantado, y era preciso continuar, pero el viejo se agotaba sudoroso. En la jaula de sus costillas, su corazón era un pájaro loco rompiéndose contra los barrotes.

«Cuidado, Bruno, cuidado… Sí, esta noche me he pasado, me he confiado, pero ya no más. He de ganarle la carrera al cabrón; durar más que él… ¡Y duraré, ya se ha visto! Es que mi Brunettino me da vida… Para él llegaré a sentarme bajo la parra viéndole jugar… Por lo menos un verano… ¿Y por qué no hasta la castañada?».

Ese pensamiento le da un aire de seguridad que Renato atribuye al mbiscu y que le anima a canturrear mientras fregotea. El hijo le ayuda y cuando han terminado pasan a la alcobita y se inclinan sobre el sueño tranquilo del tesoro. Salen y, a punto de separarse en el pasillo hacia sus cuartos respectivos, el cruce de miradas les echa a uno en brazos del otro. Es un abrazo fuerte, fuerte; hermoso y melancólico a la vez. «Como entre camaradas en la guerra», piensa oscuramente el viejo.

Renato, ya en su cama, echa de menos otro abrazo diferente. «Queriéndome usted tanto, padre, ¿por qué rechaza a mi Andrea?… Cierto, ella me apartó de allá, ¡pero para hacerme más como usted; más hombre!… Sí, con su cuerpo, ¿es que no puede usted comprenderlo?… ¡Su cuerpo! ¡Arde su carne firme, se desbocan sus nervios, me enlazan sus piernas, exige y exige y exige hasta que me colma al darse toda, exasperadamente, al filo del desmayo, del colapso!… Junto a usted yo no hubiera crecido, no hubiera pasado de ser su abogado de paja; junto a ella, en cambio… Y esta noche me falta; con esos recuerdos me siento niño desterrado… ¡Qué congoja su ausencia, ese vacío a mi costado…!».

El viejo se está arropando. El olor de su vieja manta refuerza su visión de Brunettino correteando en el patio tras las gallinas o los gatos, mientras su propio rostro recibe la tibieza del sol filtrado por la parra.

Ante ese horizonte, tan luminoso como la montaña misma, en vano la Rusca —adormecida, además, por el mbiscu— se remueve cambiando de postura en las viejas entrañas. ¿Qué importa la bicha? Nada, tras esta noche con un Renato recobrado y sensible a su sangre, digno del territorio mágico acotado por los deditos del niño. Esta noche del Sur encendida en Milán para ellos solos. Ellos tres: raíz, tronco y flor del árbol Roncone.

En los dormidos labios del viejo se ha posado, como una mariposa, una sonrisa: la idea que aleteaba en su corazón cuando le envolvió el sueño:

«¡Grande, la vida!».