EL viejo de pelliza campesina y anticuado sombrero, que durante unos días dirigió la poda en el jardín y luego se eclipsó, reaparece hoy empujando orgulloso una sillita con un niño. Las mamás con sus críos le reciben como a un abuelo apacible haciendo de niñero, aunque basta una sola ojeada del hombre, deteniéndose sobre sus cuerpos, para que le miren de otra manera y compongan instintivamente su postura sentada o se lleven la mano a verificar el peinado.
Pero casi siempre el viejo va pendiente del niño. Todo en él le asombra: los ojitos tranquilos o ávidos, el manoteo incansable, la suavidad de la piel, los repentinos chillidos.
Más prodigioso aún en esta tarde, su primera salida después de la enfermedad. ¡Qué pesadilla, lo que ellos llamaron catarro! Porque para el viejo fue una señora pulmonía, aunque el doctor ni se enterase. ¡Si él supiera que Brunettino sólo se había salvado gracias al eucalipto y a la cremelaria, añadida en el agua a escondidas de Andrea! La misma planta que curó la pulmonía del viejo Sareno, cuando ya le habían desahuciado.
«Gracias a tu abuelo estás ahora paseándote, niñito mío… ¡Y es que, saber de hierba para los males, nadie como los pastores! Bueno, también la señora Maddalena tenía idea, pero no tanta. Únicamente las brujas, pero ése es otro cantar. ¡La Madonna nos libre!».
De pronto le divierte al viejo recordar la cara que puso Anunziata cuando arreglaban al niño para salir de paseo: ¡qué sorpresa la suya al verle abrochar el vestidito sin dificultad! Nadie sospecha cuánto ejercicio le ha costado por las noches. Sí, aún son capaces de aprender sus dedos; aún no se le han oxidado las coyunturas… Contempla sus manos aferradas a la barra de la sillita como a un timón: recias, abultadas de venas, pero vivas y ágiles todavía. Compara con las manitas de Brunettino y entonces sí que se derrite su corazón. Esos puñitos, esos deditos, ¡cómo serán cuando derriben a un rival, cuando acaricien unos pechos jóvenes…!
«Yo no lo veré, niñito mío, ni tú lo sabrás, pero soy yo quien te está haciendo hombre. Te he salvado del medicucho y te salvaré de tu madre y de quien sea. Yo, tu abuelo, el partisano Bruno… ¿Sabes?, sólo le pido una cosa a la Madonna todos los días: que se muera pronto el Cantanotte y pueda yo llevarte allá a corretear por el patio de casa, persiguiendo a las gallinas. ¡Verás qué bonito es Roccasera; no como este sucio Milán! Luce un sol de verdad; no te lo puedes ni imaginar viendo éste. Y a lo lejos la montaña más hermosa del mundo, la Femminamorta. Parece que se quita y se pone vestidos como una mujer. A veces está azulada, otras violeta, o parda, o hasta rosa, o lleva un velo, según el tiempo… Tiene su genio, eso sí; a veces avisa de la tormenta, pero otras nos la echa encima por sorpresa… Es dura, pero buena; como hay que ser. Te enamorarás de ella, Brunettino, cuando subamos a verla…».
Se le ocurre que son sueños y los aleja de su mente. Pero ¿por qué sueños? En realidad está salvando al niño; ya tiene la carita un poco más de mayor y eso no es un sueño, aunque Andrea lo negase ayer cuando se lo hizo notar. Acabó reconociéndolo, si bien lo atribuyó al catarro, que le había chupado un poco las mejillas al pequeño.
«¡Tonterías!, es que se hace hombrecito», piensa el viejo recordándolo. Cada día gatea mejor y hasta intenta, incorporarse agarrándose a algo… Pero no hay que forzarle: el zío Benedetto se quedó con las piernas arqueadas por ponerle a andar demasiado pronto.
Claro que para ser sillero como él no importa mucho; no es como en el caso de un pastor y un partisano. Algunos le gastaban bromas —«¿tanto te pesa lo que cuelga?»—, pero él estaba encantado por haberse librado así del servicio militar. Triste ventaja, cuando las mujeres sólo se dan a los tíos bien plantados, salvo que se tenga dinero. «Te enseñaré a caminar poco a poco, Brunettino; serás un buen mozo… Bueno, ya lo eres, ¡tan pequeñito y se té pone como mi meñique!».
El viejo mira su meñique —«no tanto», se corrige— mientras oye unas palabras al pasar ante un banco ocupado. «¿Quién habla de sol? Una milanesa tonta», piensa el viejo levantando la vista con desprecio hacia el amarillento redondel amortiguado por la neblina. De todos modos, cambia de ruta para evitar su luz sobre los ojos del niño y se acerca así demasiado al sendero que bordea el jardín a lo largo de la calzada.
De repente, un automóvil se aproxima mucho a la acera, mete la rueda en un charco y salpica la silla, la mantita y hasta lanza unas sucias gotas sobre la mejilla del niño, que rompe a llorar. Al viejo le paraliza un momento la indignación pero, al ver detenido el coche en un disco rojo, a poca distancia, echa a correr ciego de ira, gritando insultos. En su cabeza una sola idea: «¡Le mato, le mato, le mato!». La repite su boca, la piensan sus piernas, golpea su corazón. La navaja ya está abierta en su mano cuando se acerca al coche, cuyo conductor tiene la suerte de que el cambio de disco le permita alejarse rápidamente, sin haber llegado a enterarse de nada.
Al viejo sólo le queda agotar los insultos y dirigir al fugitivo un corte de mangas, una vrazzata, pero todo su coraje no le impide verse en la cómica situación del perseguidor burlado, impotente allí en la acera, desnuda la cabeza, con su navaja inútil provocando miradas divertidas… De repente le sobrecoge una idea:
«¡Soy un loco, he dejado al niño solo, soy un viejo loco!».
Regresa corriendo también, recuperando al paso su sombrero caído e imaginándose las mil cosas que pueden haberle ocurrido al chiquillo. A tiempo llega, porque ya una mujer desconocida se inclina sobre la sillita. ¿Intentará llevárselo? ¡Madonna! ¡Viejas historias de gitanos robando niños se le vienen a la mente en ese instante!
Llega junto a ella. La carrera, la cólera y el susto le impiden hablar, con la dolorosa galopada de su corazón. Sólo puede mirar ferozmente a la mujer, que se ha vuelto con el niño en brazos al escuchar los pasos. Ella le adivina:
—No se lo voy a robar, señor —tranquiliza con una sonrisa—. Le oí llorar, le vi solo y me acerqué.
El niño ya no llora. La mujer le limpia la mejilla con un pañolito blanquísimo. El viejo sigue recobrándose y aunque hostil todavía a la intrusión, le calma el rostro apacible: unos labios frescos entre arruguitas graciosas, una expresión joven pese a la madurez no disimulada.
—Gracias, señora —puede decir al fin, mientras su mirada, descendiendo, valora los pechos marcados sin exceso, las caderas rotundas, la buena planta.
—¿Qué pasó? —pregunta ella.
—¡Un cabrón! ¿No ve cómo puso al niño, la manta, la sillita? Un señorito en auto. ¡A un niño!… ¡Un cabrón milanés!
Se arrepiente de la palabrota, pero ella sonríe.
—También sus pantalones: míreselos. Habría que limpiárselos.
—¡Qué importa! Si le cojo le mato… ¡Cabrón! Y perdone.
—Un cabrón —repite ella serenamente, sorprendiendo al viejo. El niño juguetea ya con el pelo de la mujer, que continúa—: ¿De qué parte del Sur es usted?
Ahora comprende el viejo: ella le ha reconocido el acento y también debe de ser de allá abajo, aunque apenas se le note. Se siente cómodo en el acto y se ajusta bien el sombrero.
—De Roccasera, junto a Catanzaro. ¿Y usted?
—Del otro mar. Amalfi.
—Tarantelona, ¿eh?
—¡Y a mucha honra!
La voz femenina suena orgullosa de su tierra; la estatura parece aumentar cuando echa atrás la cabeza altivamente.
Ríen ambos.
—¡Maldita sea! —exclama el viejo ante el barro que se seca en la sillita.
—No se puede volver así, ¿verdad? Le reñirá la mamá… ¿Su hija?
—¡Quia! ¡Mi nuera!… ¡Y qué me va a reñir ésa! ¡Ni nadie!
Es tan violento el tono que la mujer desiste de continuar la broma y observa al viejo con nueva atención: «Desde luego, no es un abuelo caduco. ¡Vaya tipo!», piensa.
—¡Quieto, chiquitín! —dice, cariñosa, liberando su pelo del puñito encaprichado—. Mire, ¡ya quiere jugar conmigo!
—¿Y quién no querría?
La mujer ríe con ganas. ¡No, nada de abuelo caduco!
—¡Guapo muchacho! —exclama, instalándole de nuevo en la sillita—. ¿Cómo se llama?
—Brunettino… ¿Y usted?
—Hortensia.
El viejo saborea ese nombre y corresponde:
—Yo, Salvatore.
Apenas vacila un instante, añadiendo:
—Pero usted llámeme Bruno… Y, dígame, ¿se pasea otros días por aquí?