12

POR fin lo consiguió: su bacín. El orinal, como dicen estos exquisitos de Milán.

Andrea se resistía, claro:

—Eso ya no se usa, papá.

—¿Es que aquí la gente no mea de noche?

—Sí, pero en el cuarto de baño. No es como en los pueblos; no es preciso bajar al corral.

Andrea conserva un terrible recuerdo del excusado en Roccasera. Cuando ella cruzaba el patio nunca faltaba por allí algún gañán o una moza controlándole el tiempo y conjeturando sus operaciones.

—El cuarto de baño no me va. Ir allí me despabila; luego tardo en dormirme. En cambio, con el bacinillo me pongo de costado, meo medio dormido y tan ricamente.

Andrea no cedía, pero un buen día permitió a Renato que lo comprase. «Claro —comprendió el viejo—, les ha dicho el médico que me queda poco y tragan lo que sea. Menos mal, de algo sirvió la consulta al profesor. Pero se equivocan: viviré más que el Cantanotte. ¡Yo no le doy a ese cabrón el gustazo de ir a mi funeral!».

—Así es que consiguió su bacín. Entonces, ¿por qué se lo esconden?

—¡Señora Anunziata! —grita colérico—. ¡Señora Anunziata!

—No chille —acude la asistenta—. El niño duerme.

—¿Dónde me ha escondido mi bacinilla? —interroga en voz baja, temeroso de haber despertado a Brunettino.

—¿Dónde va a estar esa joya? ¡Debajo de su cama!

—¿De veras? Mire: no está.

—Al otro lado, señor. ¡Jesús, qué hombre!

Tiene razón la mujer.

—¡Al otro lado, al otro lado…! —rezonga—. ¡Y no me llame señor; ya se lo tengo dicho! ¡Soy el zío Roncone!… ¿Por qué al otro lado? Lo quiero aquí; yo siempre lo sujeto con la izquierda. Con la derecha me cojo… Bueno, ya me comprende.

—La señora dice que en el otro lado no se ve desde la puerta.

—¿Y quién diablos se asoma a esa puerta? ¡Sólo usted, que ya lo sabe!… ¡Condenadas mujeres!

Anunziata, antes de retirarse rezongando, promete obedecer, pero el viejo sabe que no.

Lo dejará donde quiera, como todo lo que arregla.

Entre ella y Andrea le traen de cabeza… La manta de toda la vida la salvó por casualidad y ahora la esconde de día en el fondo del armario. A su llegada Andrea quería tirarla y darle otra nueva. Cedió ante la cólera del viejo, pero éste la oyó decir al marido que aquel trapo olía a cabra. «¡Ya quisiera esa desgraciada oler tan fuerte a vida como huelen las cabras!».

Recuperado su orinal, el viejo se sienta en la cama y sufre la tentación de liar un cigarrillo, para calmar a la Rusca, que esta mañana anda alborotada y parece quejarse de que el viejo consiga ir dejando de fumar. Ha sacado ya el papel cuando le salva el llanto del niño. Olvidando a la bicha, corre a la alcobita.

Anunziata ya está allí susurrando consuelos, pero el niño no se calma. La mujer pide ayuda al viejo: también ella ha observado que la voz grave sosiega al chiquillo. Quizás desea volver también cuanto antes a su amada aspiradora. En cualquier caso, el abuelo tararea una tranquila tonada campesina. Pero —cosa rara— Brunettino sigue chillando, agita los puñitos, se congestiona como si le diera un ataque… Hasta se quita los zapatitos apoyando sucesivamente contra el talón de cada pie la puntera del otro: truco recién aprendido para ejercer su poderío infantil, obligando a alguien a calzarle porque, según Andrea, «les quiere tiranizar». Pero ahora lo convierte en gesto agresivo, lanzando al aire el zapato como un guante de desafío.

—Será necesario cambiarle —dice Anunziata, saliendo.

Pronto vuelve con una jofaina de agua tibia, la esponja y esas fundas de plástico, algodón y gasa ya preparadas, que ponen en Milán a los niños. Todo hermético y muy ceñido. «¡Con eso la hombría no puede crecerles bien!».

Habrá que cambiarle, seguro, pero ¿no podrá también estar enfadado por algo más? El viejo plantea la cuestión:

—Oiga, ¿aquí no encienden hoy lamparillas en las casas? Porque es el Día de Difuntos.

—¡Esas costumbres ya pasaron!

—Ya. ¿Y también pasó la de ponerles juguetes a los niños?

—¿En Difuntos? ¡A quién se le ocurre semejante cosa!

—A nosotros, los del Mezzogiorno, como dicen ustedes. Sí, los difuntos traen juguetes a nuestros niños.

—¡Qué rarezas! Aquí son los Reyes Magos o Papá Noel.

—¿Rarezas? Lo raro son los Reyes o el Noel ese; ¿qué tienen que ver ellos con los niños? Además, ¡son mentira! En cambio los difuntos son verdad, son nuestros… ¿No lo comprende? Ellos son los abuelos de los abuelos de los niños. Y les quieren porque son su sangre.

«Son verdad —repite el viejo para sí, contento de haber defendido a los difuntos, rindiéndoles ese tributo en su día—. Mira, dirán entre ellos, este año alguien nos ha recordado en Milán… ¡Ah, claro, el Bruno de Roccasera!». Pues además les encenderá una vela en su cuarto; lleva una en su maleta porque la luz eléctrica falla cuando hace más falta. Y a los difuntos hay que alumbrarles en esta noche para que nos encuentren al visitarnos.

Anunziata tiene ya al niño sobre la mesa cubierta con muletón y empieza a desnudarle. «No sabe hacerlo sobre sus faldas, sentada en una sillita baja, como se ha hecho toda la vida», piensa el viejo reprobadoramente.

Sí, el niño necesitaba ser cambiado. Ahora sonríe, lavado y fresquito, mientras le untan una crema contra las irritaciones. «¡Ni que su culo fuera la cara de una moza! —piensa el viejo, indignado además porque la mujer le pasa el dedo pringoso entre las nalguitas y se detiene en el centro—. ¡Ahí no se toquetea a un hombre!». Menos mal que el niño, para demostrar sin duda que tales caricias no amenguan su virilidad, la vuelve a poner rígidamente de manifiesto. «¡No puede negarse que es mi nieto!… Bien dicen que los niños se parecen más a los abuelos que a los padres…». Pero el gallardo espectáculo es aplastado una vez más por el implacable aparejo de plástico. «¡Qué barbaridad!».

Anunziata hace entrar las piernecitas en las del pelele y vuelve al niño para abrochárselo por detrás. El viejo se enfrenta empeñosamente con el botón de arriba, pero aún no ha terminado cuando Anunziata ha abrochado todos los demás. «Déjeme a mí», le dice ella, pero el viejo hace de su tarea una cuestión de honor. Sin embargo, el redondelito de pasta se escurre siempre entre sus recios dedos y, como el viejo persiste, Brunettino empieza a gruñir y el abuelo se da por vencido, sofocando en el pecho una gimiente maldición.

Anunziata abrocha el botón en el acto y el niño es instalado en su cuna. El viejo se sienta a sus pies y reanuda su canturreo, como medio siglo atrás junto a sus corderos.

Tonada melancólica, porque le sigue pesando su fracaso ante el botoncito. «De modo que si estuviéramos los dos solos —cavila—, ¿me sería imposible vestirle para que no se resfriara? No. No iba a envolverle en la manta; no es modo para un niño».

El viejo, absorto en sus pensamientos, no percibe la llegada de Andrea, a la que Anunziata recibe en el vestíbulo.

—Le está durmiendo el abuelo, señora. El hombre está lleno de rarezas, pero se le puede dejar con el niño. Se sienta junto a la cuna como un mastín.

Andrea, de todos modos, se acerca a la puerta entornada y olfatea, porque ese cazurro de su suegro es capaz de ponerse a fumar. No por mala intención, sino porque no tiene idea de la higiene ni de criar niños… No se huele nada. Menos mal, pero ¡hace falta paciencia con el hombre!

Dentro, el viejo se ha callado al dormirse el niño. La escasa luz acotada por la rendija entre las cortinas cae directamente sobre sus manos. El viejo las contempla obsesionado: los dorsos, las palmas. Fuertes, anchas, con azulosas venas, dedos como recios sarmientos, uñas duras y cortas, pardas manchitas visibles entre el vello…

Las contempla: esas dos garras que saben degollar y acariciar. Trajeron corderos al mundo y refrenaron caballos, lanzaron dinamita y plantaron árboles, rescataron heridos y domaron mujeres… Manos de hombre, manos para todo: salvar y matar. ¿Todo? Ahora no está seguro. ¿Y el botoncito? ¿Y sostener bien al niño? ¿Sirven sus manos?

El fracaso de hace un rato le acongoja. Esos dedos que mueve ante sus ojos… Nudosos, ásperos… No son para esa piel de seda. ¿Será posible? ¡Por primera vez en su vida no se siente orgulloso de sus manos!

«Brunettino necesita otras; le sirven mejor las de la Anunziata… Pero ¿qué locura estoy pensando? ¡Envidiando a una mujer, como un milanés! ¡No, no; mis manos como son: éstas, las mías!».

Necesita un tiempo para sosegarse, para perdonarse a sí mismo tamaña aberración; pero no por eso deja de cavilar. «¿Es que la fuerza estorba? ¡Tiene que valer! ¡También para botoncitos, para cambiarle, para lo que sea!… ¡Fuera mujeres! ¡Mi Brunettino y yo; nadie más para hacerle hombre!».

Los dos solos: esa idea le encanta. Así no le malearán. Pero entonces…, ¿niñero? El repentino sofoco le obliga a pasarse el índice entre su cuello y el de la camisa. Se envara, sublevándose contra tales imaginaciones, sintiendo la sangre agolparse a sus mejillas.

«¡No, lo mío será otra cosa! ¡Maestro, eso es, su maestro!». Pero el temor a los equívocos no se desvanece. «¡Qué vergüenza! ¡La bicha me está comiendo el coraje!».

Contempla esa redonda blancura sobre la almohada, con el suave color de los morritos y el oscuro mechón en la frente. Violentísimo arrebato de ternura le arranca un sordo suspiro y encamina su mano hacia esa carita. Su dedo la roza y da un respingo reflejo, como si se hubiera quemado, porque, en la memoria carnal del dedo, esa mejilla ha despertado el tacto de una caricia a Dunka. La mano recuerda, y desata una explosión de memorias en el hombre: ¡Dunka! ¡Aquellos días, aquellas noches!… Dunka durmiendo a su lado; la mejilla de Dunka como ésta… ¿O ha sido al revés: la mano de Dunka en la cara del niño, o en el rostro del viejo?… Sentidos anublados, confusiones del tacto, ambigüedad.

Otra vez la luz declinante sobre unas manos y la vieja mirada clavándose en ellas. Pero ¿qué manos? Atónito, las descubre diferentes, esas manos insertas en sus muñecas: blancas, delicadas, femeninas… ¿Femeninas? ¡Si están llenas de fuerza!… ¿Y qué? ¡También Dunka empuñó virilmente la metralleta mortífera!

El asombro del viejo se vuelve angustia. «¿Me han echado mal de ojo? ¡Favor, Santos Difuntos: quiero mis manos!…». Oprime la bolsita de sus amuletos…

Cesa el terremoto interior y el mundo vuelve a su orden. El viejo se reconstruye, se reafirma en su ser, percibe el lugar, la hora… ¿Ha dormido, quizás soñado? Resopla y agita su cabeza, sacudiéndose sus fantasmas como un perro mojado se sacude el agua.

Verifica sus manos: las de siempre. … Sólo que, añora: «¡Si fueran también las de Dunka!».

Le acariciarían, se posarían en su frente librándola de maleficios… Resucita en su poso interior una cancioncilla sentimental, de moda cuarenta años atrás, que en plena guerra permitía olvidar los tiros… Un atardecer en Rímini, tarareándola juntos cuesta abajo hacia el mar, desde el Templo Malatestiano que a ella le asombraba tanto… La casa en la marina, en el patio la vieja parra sobre sus cabezas, uvas maduras al alcance de la mano… Dunka tendida se apoyó en su codo, arrancó un racimo y… ¡Eso, exactamente la dama etrusca!

Cuajan hondos sollozos en el viejo pecho; los reprime su escandalizada hombría…

Pero la ternura le anega en un mar apacible donde —inesperado delfín— saltan estas palabras:

—Brunettino, ¿qué vas a hacer de mí?

Las ha susurrado en dialecto. En dialecto lo preguntó también a Dunka, rindiéndose, cuarenta años atrás… Revive en sus labios el sabor del beso que entonces recibió por toda respuesta.

Dos ansias, dos edades, dos momentos vitales se funden en su pecho, arrancándole este conjuro, gemido, confesión, entrega…

—¡Brunettino mío!