LA enfermerita es un encanto.
—¿Roncone, Salvatore?… Pase, por favor.
En la elegante sala de espera el viejo se levanta del sofá. Andrea le roza la mano con sus dedos y la dirige una sonrisa alentadora. «¡Tonterías de mujeres!».
Pasada la puerta, otra enfermera menos joven le deja en un cubículo para que se desnude por completo —sí, claro, también esa bolsita al cuello— y se ponga una bata verde cuyos bordes de atrás se adhieren solos, como descubre el viejo después de buscar vanamente los botones: «¡Así debían de vestir al niño!».
De allí pasa a un recinto con varios aparatos y un médico joven le hace acostarse en un diván de reconocimiento. Al principio el viejo sigue la exploración con curiosidad, pero pronto empieza a aburrirse y contesta maquinalmente: «sí, me duele ahí», «tan abajo ya no», «es como una bicha que se me pasea por dentro y a ratos muerde». El doctor ríe al oírle y exclama: «¡bravo, amigo!», mientras lanza una mirada cómplice a la enfermera.
Le pasan de una prueba a otra, de un médico a su colega, de una sala con claras ventanas esmeriladas a otra sumida en penumbra, donde le exploran con rayos X.
—¡Caramba! ¡Tiene usted ahí una bala! ¿No le molesta?
—No. Un recuerdo. La toma de Cosenza.
Inmóvil durante media hora para ser radiografiado en serie, llega casi a adormilarse.
Hasta olvida las ganas de fumar, como vaciado de sí mismo. Aunque algo le pesa dentro: la papilla ingerida por la mañana, que le hace odiar mejor los comistrajos farmacéuticos administrados al pobre Brunettino. Precisamente aquella mañana el niño se había negado en redondo a tragarse las dichosas cucharadas y Anunziata acabó desistiendo y volviendo a sus limpiezas. El viejo aprovechó para darle clandestinamente al niño un trozo de panetto mojado en vino, que fue devorado glotonamente, para júbilo del abuelo. Había estado amable Andrea al llevarle en su coche a la clínica del profesor Dallanotte.
En homenaje seguramente a la eminencia médica se había acicalado y vestía falda.
Sentada en el coche asomaban sus rodillas huesudas y en el empeine resaltaban sus tendones al apretar pedales. «Está mejor con pantalones», pensó el viejo. Ella interpretó mal la mirada y se estiró púdicamente la falda.
—Me dijo Renato que a usted le había interesado mucho en Roma el sarcófago de Los Esposos. ¡Una pieza magnífica, ciertamente!
—Sí. ¡Estaban tan vivos!
A Andrea le sorprendió el comentario, pero inició con calma una disertación vulgarizadora. El viejo empezó prestando atención, pero como ella se expresaba en su italiano acabó por no escucharla, aunque agradeciendo que hablara sin cesar porque así no se veía obligado a darle conversación.
—Mire —se interrumpió Andrea, señalando a los edificios de la Universidad Católica—, ahí doy mis clases. Y también el profesor Dallanotte. No crea, no atiende a cualquiera, pero como somos compañeros de docencia…
Sí, había estado amable la mujer, reconoce el viejo, al tiempo que le levantan de su incómoda postura, una vez terminadas las tomas radiográficas. Se reanuda entonces la ronda exploratoria y, a fuerza de pasillos y cuartos alicatados de blanco, aparatos cromados, electrodos contra el cuerpo, luces en la pupila, preguntas y palpaciones, el viejo acaba flotando como un corcho a la deriva y perdiendo interés por lo circundante y casi por sí mismo.
Por eso cuando le desnudan otra vez y se ve en un gran espejo, le parece contemplar un cuerpo ajeno. Él no es ese pellejo huesudo, curtido en el velludo tórax y blancuzco en las nalgas y caderas. Resulta ofensivo que le exhiban esa estampa senil al veterano gozador, deseado y abrazado por tantas hembras. Aunque… ¿ofensivo? Ya, ni eso. Únicamente los humanos pueden sentirse ofendidos y en la cadena clínica, tan descuartizadora como la de un matadero, los humanos acaban convertidos en meros tejidos, vísceras, orejas, miembros. Y encima, la hipocresía: todos allí tan untuosos, tan, falsamente optimistas. ¡Qué diferencia con los reconocimientos de don Gaetano! El viejo, mientras vuelve a vestirse, recuerda a la indiscutida autoridad médica catanzaresa, en su consulta del corso. «Allí entra uno como quien es y sale siéndolo más todavía». Su iracunda reacción contra la milanesa clínica le permite reconstruirse antes de salir del cubículo.
Al fin, tras una última puerta, se digna acogerle la eminencia, instalada tras una mesa como un altar. Andrea, sentada enfrente, adopta una sonrisa instantánea al aparecer el abuelo, a quien el médico, levantándose, ofrece un asiento.
—Tanto gusto, profesor —saluda el viejo. Y añade con intención—: Ya tenía ganas de verle.
—Ya nos hemos conocido antes, amigo Roncone, pero la sala de radiografías estaba a oscuras y usted no ha podido verme. Yo sí, repito, y muy a fondo.
«Menos mal —se apacigua el viejo—. Creí que iba a despacharme sólo a base de papeles».
Pues el profesor tiene los informes y datos desplegados sobre la mesa. Entra un ayudante y ambos médicos cambian unas palabras. Frases crípticas y gestos de negación o asentimiento, entre monosílabos dubitativos mientras se reflexiona. Finalmente la eminencia escribe algo, da unas instrucciones al ayudante, que se retira a cumplimentarlas y, cruzando las manos, mira sonriente al viejo y a Andrea.
—Bien, amigo Roncone, bien; tiene usted una constitución espléndida y un estado general envidiable para sus años salvo, claro está, el problema que le trae a mi consulta…
Pero por ese lado, la verdad, no hay sorpresas; puedo garantizárselo. En resumen, expresada en lenguaje corriente, la situación consiste en que el señor Roncone presenta un síndrome…
Como el «lenguaje corriente» del profesor es el de la radio cuando vulgariza, el viejo se arma de paciencia, captando sólo algunas expresiones: «procesos patológicos», «recursos de la ciencia», «adelantos modernos», «alternativas terapéuticas»… Andrea, en cambio, avanzando ávidamente su perfil, sorbe las magistrales palabras con verdadero deleite intelectual; e incluso complace a la eminencia intercalando preguntas que inspiran disquisiciones complementarias.
«¿Tiene algo que ver conmigo todo eso?», se pregunta entre tanto el viejo, porque con don Gaetano bastaba su forma de mirar para saber si era cara o cruz. Hasta que, al cabo, el profesor le dedica una cautivadora sonrisa final:
—¿Me ha comprendido usted, querido señor?
«¿Se burla de mí o qué?», reacciona el viejo. Y contraataca tan impasible como en la guerra:
—No, no he comprendido. Ni me hace falta.
Marca una pausa, paladeando el desconcierto en el rostro doctoral, y continúa:
—Lo único que necesito saber, profesor, es cuándo voy a morirme.
El refinado ambiente que impregna el aire del despacho, lleno de tacto, comprensión y eficacia, se desinfla como un globo. La eminencia y Andrea cambian una mirada. Ella se azora:
—¡Qué cosas dice usted, papá!
Encantado del efecto producido, el viejo les observa. El profesor ensarta unas frases sobre procesos imprevisibles, evoluciones atípicas, esperanzas…, pero ha perdido seguridad. El viejo le ataja:
—¿Semanas?… ¿Meses?… ¿Quizás un año?… No, ya veo que un año es demasiado.
—¡Yo no afirmo nada, querido amigo! —prorrumpe el doctor—. Toda predicción es aventurada en estos casos y, dada la sólida constitución de usted, hasta puede ocurrir que…
—No se esfuerce, profesor; ya he comprendido. No hablemos más. Después de todo, prefiero mi Rusca a la parálisis que tiene clavado en un sillón a un conocido mío. Le llega hasta la cintura y, si Dios quiere, pronto le subirá hasta el corazón y entonces cascará, ¿no es así?… Dígame, profesor, ¿esas parálisis suben deprisa?… ¡Total, para vivir en una silla, mejor es que el pobre hombre deje de padecer!
—¿Cómo quiere que le conteste sin ver a ese paciente? ¡Pregunta usted unas cosas…! —elude el médico, ya totalmente a la defensiva. Ese viejo le ha descabalgado de su sillón profesoral.
—Las que me importan. Mi muerte es mía, profesor… ¡Y la del paralítico también! ¡Le corresponde morirse antes!… Mire, le explicaré su mal y será como si usted le hubiese visto. En junio todavía caminaba, pero ya en agosto…
El viejo relata cuanto sabe del Cantanotte y de sus síntomas, pero el profesor, tras de oírle un rato con impaciencia, se niega a dar precisiones y acaba levantándose cortésmente, mientras anuncia el envío a domicilio de su informe, con las prescripciones y el tratamiento. Ante aquel viejo, la eminencia ha preferido prescindir de su habitual discursito esperanzador, limitándose a saludar muy efusivamente a su colega Andrea y con estudiada campechanía al paciente, despidiéndoles en la puerta de su despacho.
A la salida, Andrea no sabe cómo empezar, pero el viejo se le anticipa:
—Éste no sabe nada de parálisis —afirma. Y suspira—. Mi mala suerte fue que se muriese en enero pasado la Marletta. ¡Gran amiga mía!… Me llevaba muy bien el asunto del Cantanotte. Ya lo iba consiguiendo, pero…
—¿De quién me habla, papá?
—La Marletta, la bruja de Campodone. La mejor magára de toda Calabria… ¡Y de toda Italia! ¡No le fallaba uno, la Madonna la tenga en su santa gloria!