EL diván-cama se resiste a ser desplegado. El hijo forcejea y el viejo no sabe ayudarle, ni quiere tampoco relacionarse con semejante máquina, tan contraria a su vieja cama. La de toda la vida desde su boda: alta, maciza, dominando la alcoba como una montaña cuya cumbre fuese el copete de la cabecera en castaño pulido, cuyos prados los mullidos colchones, dos de lana sobre uno de crin, como en todo hogar que se respete… ¡Rotunda, definitiva, para gozar, parir, descansar, morir!… Evoca también otras yacijas de su agitada vida: la dura tierra de las majadas pastoriles, el jergón cuartelero, el heno seco de los pajares, la hierba extendida sobre roca en las cuevas cuando era partisano, los colchones campesinos de paja de maíz chascando como sonajas bajo el retozo amoroso… Todo un mundo ajeno a ese artefacto híbrido de la celda, con resortes agazapados como cepos loberos.
Al fin cede el mecanismo y el mueble se despliega casi de golpe. El hijo tiende las sábanas y pone una sola manta porque —advierte— hay calefacción. Al viejo le da igual: se ha traído su manta de siempre, adelgazada ya por medio siglo de uso. Imposible abandonarla; es su segunda piel. Le ha protegido de lluvias y ventiscas, ha sudado con él las mejores y peores horas de su vida, fue incluso condecorada con un agujero de bala, será su mortaja.
—¿Necesita algo más? —pregunta al fin Renato.
Necesitar, necesitar… ¡Todo y nada! Le sobra cuanto ve y, en cambio, ¡desearía tanto!
Le apetece, sobre todo, un largo, largo trago de vino, pero del tinto de allá, recio y áspero, para gargantas de hombre; el de Milán será pura química… ¿Con qué podría quitarse el mal sabor de boca? Algo que sea verdad… Le asalta una idea:
—¿Tienes fruta?
—Unas peras buenísimas. De Yugoslavia.
El hijo sale y vuelve pronto con dos hermosas peras y un cuchillo, sobre un plato que deja en la mesilla. Luego hace asomarse a su padre al pasillo, para indicarle la puerta de la cocina —en el refrigerador hay de todo— y la del baño, más allá.
—Procure no hacer mucho ruido al lavarse cuando el niño duerma, porque su cuarto es justo al lado… Le verá usted mañana, ¿verdad?, no sea que ahora le despertemos. ¡Está más hermoso! Se parece a usted.
—Sí, mejor mañana —contesta el viejo, disgustado por esa observación final que le resulta aduladora. «¡Tonterías! Los recién nacidos no se parecen a nadie. No son más que niños. Nada, bultos que lloran».
—Buenas noches, padre. Bienvenido.
El viejo se queda solo y su primer gesto es descorrer las cortinas: odia todo trapo de adorno. A través de los cristales ve un patio y, enfrente, otra pared con ventanas cerradas.
Abre y se asoma. Arriba, lo que en Milán es el cielo nocturno: un bajo dosel de niebla y humo devolviendo la violácea claridad callejera de focos y neón. Abajo, un negro pozo despidiendo olor a comida fría, ropa mojada, cañerías, emanaciones de fuel…
Al cerrar se da cuenta de que abrió instintivamente, por un reflejo de tiempos de guerra: comprobar si la abertura puede servir de escapatoria. Resultado negativo. «Como en la Gestapo de Rímini… Aquellos días al borde del paredón, hasta que logré engañarles y me soltaron… ¡Gracias a que Petrone aguantó la tortura y no dijo una palabra! ¡Pobre Petrone!».
Las peras sobre la mesilla: de eso no había en el calabozo de Rímini. Coge una y saca su navaja, ignorando el cuchillo. Empieza a pelarla. «¡Malo, no huele!». Prueba un trozo: fría como el hielo y no sabe a nada, la pera de magnífica apariencia. «Las matan las cámaras». Monda también la segunda sin catarla; sólo para que Renato vea mañana las peladuras. Después abre la ventana y arroja al pozo ambas frutas; un doble golpe sobre tejadillo metálico le llega desde abajo.
«¡Parece mentira que sean yugoslavas! —piensa mientras cierra, porque el nombre del país ha removido el recuerdo de Dunka—. ¡Dunka! ¡Su cuerpo sí que era frutal, dulce, oloroso!». Y jamás fría, la tibia piel; siempre cálida, viva, la inolvidable compañera de lucha y de placer… ¡Oh, Dunka, Dunka! Esfumada su figura en los últimos tiempos, pero habitando siempre el viejo corazón, animándolo en cuanto reaparece desde el pasado…
Al desnudarse acaricia el viejo, como todas las noches, la bolsita colgada de su cuello, con sus amuletos contra el mal de ojo. Se mete en la cama después de tender encima su manta, apaga y arregla el embozo para ceñirlo alrededor de su cuello como en un saco de campaña.
«Yo también estoy vivo, Dunka… ¡Vivo!», repite, paladeando la palabra. Y otro recuerdo reciente se suma al antiguo de la mujer: «Tan vivo como la pareja del museo, esta mañana… ¡Gran idea, esa tumba de barro bien cocido, en vez de la madera que se pudre…! Durar, como el aceite en mis tinajas…».
En su mar interior refluye la imagen de Dunka:
«En un diván no, pero en la cama sí que cenábamos como esa pareja, ella y yo, sin más luz que la luna, por mor de los aviones y las rondas de la Gestapo… La luna resbalando sobre el mar como un camino derecho hacia nosotros… ¿Para qué más luz? ¡Con tocarnos, con besarnos…! ¡Y cómo nos besábamos, Dunka, cómo nos besábamos!».
Aún sonríe al recuerdo cuando le abraza el sueño.