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EL coche retorna a la autopista desde un mesón de carretera donde los viajeros han cenado ligeramente. Por la llanura del Po la niebla se extiende como avanzadilla de la noche, enredando sus vedijas en las hileras de álamos. El viejo se adormila poco a poco: no retienen su atención esas tierras monótonas y blandas, huertos domesticados.

«Pobre», piensa el hijo, contemplando esa ladeada cabeza sobre el respaldo. «Está cansado… ¿Tendrá esperanzas de curarse?… Y, si no, ¿por qué viene?… Nunca creí que accediese a dejar su Roccasera; no me lo explico».

Cuando el viejo abre los ojos ya es noche cerrada: el reloj del tablero, débilmente iluminado en verde, marca las diez y diez. Vuelve a cerrar los párpados como resistiéndose a enterarse. Le irrita volver a Milán. La vez anterior, recién enviudado, no pudo aguantar ni quince días, cuando le habían planeado los hijos un par de meses. Insoportable todo: la ciudad, los milaneses, el minúsculo pisito, la nuera… Y ahora, sin embargo, ¡hacia Milán!… «¡Con lo a gusto que me moriría en casa! —piensa—. ¡Maldito Cantanotte! ¿Por qué no reventará él de una vez?».

—Buen sueñecito, ¿verdad? —le dice el hijo cuando al fin el viejo decide moverse—. Ya estamos llegando.

Sí, ya están llegando a la trampa. Las ciudades, para el viejo, han sido siempre un embudo cazahombres donde acechan al pobre los funcionarios, los policías, los terratenientes, los mercaderes y demás parásitos. La salida de la autopista, con su casilla de control para detenerse y entregar un papel, es justamente la boca de la trampa.

Empiezan los suburbios y el viejo mira receloso, a un lado y a otro, las tapias, hangares, talleres cerrados, viviendas baratas, solares, charcos… Humo y bruma, suciedad y escombros, faroles solitarios y siniestros. Todo inhumano, sórdido y hostil. Al bajar el cristal percibe un vaho húmedo apestando a basura y a residuos químicos. Se suelta el cinturón de seguridad y le alivia sentirse más desembarazado para reaccionar contra cualquier amenaza.

«Menos mal que la Rusca está hoy tranquila», piensa consolándose. A la enfermedad que le corroe la llama Rusca, nombre de un hurón hembra que le regaló Ambrosio después de la guerra: no hubo nunca en el pueblo mejor conejera. «Me tienes consideración, ¿eh, Rusca? Comprendes que venir a Milán ya es bastante duro. También para ti, lo sé. Si no fuera por lo que es, te aseguro que acabábamos los dos juntos allá abajo, en nuestra tierra».

Recuerda el hociquito cariñoso —pero debajo colmillos ferocísimos— de aquella buena conejera. Se la mató un perro del Cantanotte. El recuerdo hace sonreír al viejo porque, en venganza, le cortó el rabo al perro y el otro se tragó el insulto. Además, poco después desvirgó a la Concetta, una sobrina del rival.

Ahora, a cada lado, les encajonan las casas. Muros por todas partes, menos hacia delante, para atraer al coche cada vez más hacia el fondo de la trampa. Los semáforos se obstinan en regular un tráfico casi nulo a esa hora, los anuncios luminosos guiñan mecánicamente, como signos burlones. De vez en cuando, sorpresas inquietantes: el repiqueteo estrepitoso de un timbre que no alarma a nadie, el súbito fragor de un tren por el viaducto metálico bajo el cual pasan, o unos mugidos y un olor a estiércol inexplicables en pleno casco urbano.

—El matadero —aclara el hijo, señalando las tapias a la derecha—. Ahí compramos vísceras para la fábrica.

«Así que trampa también para los animales».

Embocan una avenida. «¿Qué es aquella hoguera con mujeres moviéndose alrededor de las llamas, como brujas en el páramo?».

Un semáforo rojo les detiene justo al lado y una de las mujeres se acerca al coche, abre su chaquetón y exhibe sus tetas al aire.

—¿Os animáis, buenos mozos? ¡Tengo para los dos! —grita su pintada boca.

Cambia el semáforo a verde y el coche arranca.

—¡Qué vergüenza! —murmura el hijo, como si él tuviera la culpa.

«Pues como tetas, eran un buen par —piensa el viejo regocijado—. Ahora ponen mejor cebo en la trampa».

El laberinto continúa encerrándoles. Al cabo el hijo frena y aparca entre los coches dormidos junto a la acera. Se apean. El viejo lee con extrañeza un rótulo en la esquina: viale Piave.

—¿Es aquí? —comenta—. No recuerdo nada.

—La otra casa se quedó pequeña cuando nació el niño —explica el hijo mientras abre el maletero—. Éste es mejor barrio; si podemos pagar un piso en él es gracias a que nuestras ventanas dan atrás, a la via Nino Bixio: Andrea está encantada.

«¡El niño, claro!», piensa el viejo, reprochándose no haberle tenido más presente. Pero con la muerte de su mujer, y luego con su propia enfermedad, ¡han ocupado su cabeza tantas cosas…!

Cruzan un vestíbulo, con tresillo y espejo, deteniéndose ante el ascensor. Al viejo no le gusta, pero desiste de subir a pie, al saber que son ocho pisos: «¡Buena se pondría la Rusca!».

Llegados arriba el hijo abre despacio la puerta y enciende una suave luz, recomendando silencio al viejo porque el niño estará dormido. Aparece una silueta en el pasillo:

—¿Renato?

—Sí, querida. Aquí estamos.

El viejo reconoce a Andrea: su boca delgada y seria entre los marcados pómulos, bajo la mirada gris. Pero ¿no usaba antes gafas?

—Bienvenido a su casa, papá.

—Hola, Andrea.

La abraza y esos labios rozan su mejilla. Es ella, sí. Recuerda los huesos en la espalda, el pecho liso. «¡Y sigue llamándome papá, a lo señoritingo!», piensa el viejo disgustado.

No sospecha el esfuerzo que le ha costado a ella pronunciar la sacrosanta fórmula de bienvenida —Renato se lo encareció mucho—, pues le recuerda sus dos horribles semanas de recién casada en la salvaje Calabria, donde la analizaban todos como a un insecto bajo una lupa. ¡Las mujeres llegaban incluso a entrar en el patio con pretextos para ver colgada a secar la fina ropa interior de «la milanesa»!

—¿Cómo habéis tardado tanto?

El viejo reconoce también ese tono incisivo. Renato culpa a la niebla, pero Andrea ya no le escucha. Se aleja pasillo adelante, segura de que la siguen. Enciende una luz y da entrada al viejo en su cuarto, indicando a Renato el armario de pared donde se guardan las sábanas para el diván-cama.

—No tuve tiempo de prepararlo —concluye—; el niño tardó mucho en dormirse…

—Discúlpeme, papá, mañana doy mi clase a primera hora… Buenas noches.

El viejo contesta y Andrea se retira. Mientras Renato abre el armario, el viejo recorre esa celda con la mirada. Cortinillas tapando la ventana; una mesita con una lámpara, una estampa confusa con algo como pájaros; una silla…

Nada le dice nada, pero no se sorprende.

Mentalmente se encoge de hombros: No siendo allá abajo, ¿qué más le da?