Muchas veces me he detenido a pensar en aquel momento de silencio, tratando de imaginar lo que Julián debió de sentir al comprobar que la mujer a la que había estado esperando durante diecisiete años estaba muerta, que el hijo de ambos se había marchado con ellos, que la vida con que había soñado, su único aliento, nunca había existido. La mayoría de nosotros tenemos la dicha o la desgracia de ver cómo la vida se desmorona poco a poco, sin que nos demos casi cuenta. Para Julián, aquella certeza prendió en cuestión de segundos. Por un instante pensé que echaría a correr escaleras arriba, que huiría de aquel lugar maldito y que no volvería a verle jamás. Quizá hubiera sido mejor así.
Recuerdo que la llama del mechero se extinguió lentamente y que perdí su silueta en la oscuridad. Le busqué en la sombra. Le encontré temblando, mudo. Apenas podía sostenerse en pie y se arrastró hasta un rincón. Le abracé y le besé la frente. No se movía. Palpé su rostro con los dedos, pero no había lágrimas. Creí que tal vez, inconscientemente, lo había sabido durante todos aquellos años, que quizá aquel encuentro era necesario para enfrentarse a la certeza y liberarse. Habíamos llegado al final del camino. Julián comprendería ahora que ya nada le retenía en Barcelona y que partiríamos lejos. Quise creer que nuestra suerte iba a cambiar y que Penélope nos había perdonado.
Busqué el mechero en el suelo y lo encendí de nuevo. Julián observaba el vacío, ajeno a la llama azul. Le tomé el rostro con las manos y le obligué a mirarme. Me encontré ojos sin vida, vacíos, consumidos de rabia y de pérdida. Sentí el veneno del odio esparciéndose lentamente por sus venas y pude leer sus pensamientos. Me odiaba por haberle engañado. Odiaba a Miquel por haberle querido obsequiar con una vida que le pesaba como una herida abierta. Pero sobre todo odiaba al hombre que había causado toda aquella desgracia, aquel rastro de muerte y miseria: él mismo. Odiaba aquellos cochinos libros a los que había dedicado su vida y que a nadie importaban. Odiaba una existencia entregada al engaño y a la mentira. Odiaba cada segundo robado y cada aliento.
Me miraba sin pestañear, como se mira a un extraño o a un objeto desconocido. Yo negaba lentamente, buscándole las manos. Se apartó bruscamente y se incorporó. Traté de asirle el brazo pero me empujó contra el muro. Le vi ascender la escalera en silencio, un hombre a quien ya no conocía. Julián Carax estaba muerto. Cuando salí al jardín del caserón, ya no había rastro de él. Escalé el muro y salté al otro lado. Las calles desoladas sangraban bajo la lluvia. Grité su nombre, caminando por el centro de la avenida desierta. Nadie respondió a mi llamada. Cuando regresé a casa eran casi las cuatro de la mañana. El piso estaba anegado de humo y olía a quemado. Julián había estado allí. Corrí a abrir las ventanas. Encontré un estuche sobre mi escritorio que contenía la pluma que le había comprado años antes en París, la estilográfica por la que había pagado una fortuna en virtud de su supuesta pertenencia a Alejandro Dumas o Víctor Hugo. El humo provenía de la caldera de la calefacción. Abrí la compuerta y comprobé que Julián había arrojado al interior todos los ejemplares de sus novelas que faltaban de la estantería. Apenas se leía el título sobre los lomos de piel. El resto eran cenizas.
Horas después, cuando acudí a la editorial a media mañana, Álvaro Cabestany me hizo llamar a su despacho. Su padre apenas pasaba ya por el despacho y los médicos le habían dicho que tenía los días contados, lo mismo que mi puesto en la empresa. El hijo de Cabestany me anunció que aquella misma mañana a primera hora se había presentado un caballero llamado Laín Coubert interesado en adquirir todos los ejemplares de las novelas de Julián Carax que tuviésemos en existencias. El hijo del editor dijo que tenía un almacén lleno de ellas en Pueblo Nuevo, pero que había gran demanda de ellas y por tanto había exigido un precio superior al que Coubert ofrecía. Coubert no había picado y se había marchado con viento fresco. Ahora Cabestany hijo quería que yo localizase al tal Laín Coubert y aceptase su oferta. Le dije a aquel necio que Laín Coubert no existía, que era un personaje de una novela de Carax. Que no tenía interés alguno en comprarle los libros; sólo quería saber dónde estaban. El señor Cabestany tenía por costumbre guardar un ejemplar de cada uno de los títulos publicados por la casa en la biblioteca de su despacho, incluso de las obras de Julián Carax. Me colé en su oficina y me los llevé.
Aquella misma tarde visité a mi padre en el Cementerio de los libros Olvidados y los oculté donde nadie, especialmente Julián, pudiese encontrarlos. Había anochecido ya cuando salí de allí. Vagando Ramblas abajo llegué hasta la Barceloneta y me adentré en la playa, buscando el lugar al que había ido a contemplar el mar con Julián. La pira de llamas del almacén en Pueblo Nuevo se adivinaba a lo lejos, el rastro ámbar derramándose sobre el mar y las espirales de fuego y humo ascendiendo al cielo como serpientes de luz. Cuando los bomberos consiguieron extinguir las llamas poco antes del amanecer, no quedaba nada, apenas el esqueleto de ladrillos y metal que sostenía la bóveda. Allí encontré a Lluís Carbó, que había sido el vigilante nocturno durante diez años. Contemplaba los escombros humeantes, incrédulo. Tenía las cejas y el vello de los brazos quemados y la piel le brillaba como bronce húmedo. Fue él quien me contó que las llamas habían empezado poco después de la medianoche y habían devorado decenas de miles de libros hasta que el alba se había rendido en un río de ceniza. Lluís sostenía todavía en las manos un puñado de libros que había conseguido salvar, colecciones de versos de Verdaguer y dos tomos de Historia de la Revolución francesa. Era cuanto había sobrevivido. Varios miembros del sindicato habían acudido para ayudar a los bomberos. Uno de ellos me contó que los bomberos habían encontrado un cuerpo quemado entre los escombros. Lo habían tomado por muerto, pero uno de ellos advirtió que todavía respiraba y lo llevaron al hospital del Mar.
Lo reconocí por los ojos. El fuego le había devorado la piel, las manos y el pelo. Las llamas le habían arrancado la ropa a latigazos y todo su cuerpo era una herida en carne viva que supuraba entre las vendas. Lo habían confinado a una habitación solitaria al fondo de un corredor con vistas a la playa, cercenado de morfina a la espera de que muriese. Quise sostenerle la mano, pero una de las enfermeras me advirtió que apenas había carne bajo las vendas. El fuego le había segado los párpados y su mirada enfrentaba el vacío perpetuo. La enfermera que me encontró caída en el suelo, llorando, me preguntó si sabía quién era. Le dije que sí, que era mi marido. Cuando un cura rapaz apareció para prodigar sus últimas bendiciones, lo ahuyenté a alaridos. Tres días más tarde, Julián seguía vivo. Los médicos dijeron que era un milagro, que las ganas de vivir le mantenían vivo con fuerzas que la medicina era incapaz de emular. Se equivocaban. No eran las ganas de vivir. Era el odio. Una semana más tarde, en vista de que aquel cuerpo escarchado de muerte se resistía a apagarse, fue oficialmente admitido con el nombre de Miquel Moliner. Habría de permanecer allí por espacio de once meses. Siempre en silencio, con la mirada ardiente, sin descanso.
Yo acudía todos los días al hospital. Pronto las enfermeras empezaron a tutearme y a invitarme a comer con ellas en su sala. Eran todas mujeres solas, fuertes, que esperaban que sus hombres volviesen del frente. Algunos lo hacían. Me enseñaron a limpiar las heridas de Julián, a cambiarle los vendajes, a poner sábanas limpias y a hacer una cama con un cuerpo inerte tendido. También me enseñaron a perder la esperanza de volver a ver al hombre que algún día se había sostenido sobre aquellos huesos. Le quitamos las vendas de la cara al tercer mes. Julián era una calavera. No tenía labios, ni mejillas. Era un rostro sin rasgos, apenas un muñeco carbonizado. Las cuencas de los ojos se habían agrandado y ahora dominaban su expresión. Las enfermeras no me lo confesaban, pero sentían repugnancia, casi miedo. Los médicos me habían dicho que una suerte de piel violácea, reptil, se iría formando lentamente a medida que sanasen las heridas. Nadie se atrevía a comentar su estado mental. Todos daban por descontado que Julián —Miquel— había perdido la razón en el incendio, que vegetaba y sobrevivía gracias a los cuidados obsesivos de aquella esposa que permanecía firme donde tantas otras hubiesen huido despavoridas. Yo le miraba a los ojos y sabía que Julián seguía allí dentro, vivo, consumiéndose lentamente. Esperando.
Había perdido los labios, pero los médicos creían que las cuerdas vocales no habían sufrido daño irreparable y que las quemaduras en la lengua y la laringe habían sanado meses atrás. Asumían que Julián no decía nada porque su mente se había extinguido. Una tarde, seis meses después del incendio, estando él y yo a solas en la habitación, me incliné y le besé en la frente.
—Te quiero —le dije.
Un sonido amargo, ronco, emergió de aquella mueca canina a la que se había reducido la boca. Tenía los ojos enrojecidos de lágrimas. Quise secárselas con un pañuelo, pero repitió aquel sonido.
—Déjame —había dicho.
«Déjame».
La editorial Cabestany había quebrado a los dos meses del incendio del almacén de Pueblo Nuevo. El viejo Cabestany, que murió aquel año, había pronosticado que su hijo conseguiría arruinar la empresa en seis meses. Optimista irredento hasta la sepultura. Intenté encontrar trabajo en otra editorial, pero la guerra se lo comía todo. Todos me decían que la guerra acabaría pronto, y que luego las cosas mejorarían. La guerra tenía todavía dos años por delante, y lo que vino después fue casi peor. Al cumplirse un año del incendio, los médicos me dijeron que cuanto podía hacerse en un hospital estaba hecho. La situación era difícil y necesitaban la habitación. Me recomendaron ingresar a Julián en un sanatorio como el asilo de Santa Lucía, pero me negué. En octubre de 1937 me lo llevé a casa. No había pronunciado una sola palabra desde aquel «Déjame».
Yo le repetía todos los días que le quería. Estaba instalado en una butaca frente a la ventana, cubierto de mantas. Le alimentaba con zumos, pan tostado y, cuando encontraba, leche. Todos los días le leía un par de horas. Balzac, Zola, Dickens… Su cuerpo empezaba a recuperar volumen. Al poco de regresar a casa empezó a mover las manos y los brazos. Ladeaba el cuello. A veces, al volver a casa, me encontraba las mantas en el suelo y objetos derribados. Un día le encontré en el suelo, arrastrándose. Un año y medio después del incendio, una noche de tormenta, me desperté a media noche. Alguien se había sentado en mi lecho y me acariciaba el pelo. Le sonreí, ocultando las lágrimas. Había conseguido encontrar uno de mis espejos, aunque los había ocultado todos. Con voz quebrada me dijo que se había transformado en uno de sus monstruos de ficción, en Laín Coubert. Quise besarle, demostrarle que su aspecto no me repugnaba, pero no me dejó. Pronto no me dejaría apenas tocarle. Iba recobrando fuerzas día a día. Merodeaba por la casa mientras yo salía a buscar algo para comer. Los ahorros que Miquel había dejado nos mantenían a flote, pero pronto tuve que empezar a vender joyas y trastos viejos. Cuando no hubo más remedio, cogí la pluma de Víctor Hugo que había comprado en París y salí a venderla al mejor postor. Encontré una tienda detrás del Gobierno Militar que admitía género de ese tipo. El encargado no pareció impresionado por mi solemne juramento atestiguando que aquella pluma había pertenecido a Víctor Hugo, pero reconoció que era una pieza magistral y se avino a pagarme tanto como pudo, teniendo en cuenta que corrían tiempos de escasez y miseria.
Cuando le dije a Julián que la había vendido, temí que montase en cólera. Se limitó a decir que había hecho bien, que nunca la había merecido. Un día, uno de tantos en que yo había salido a buscar trabajo, regresé y me encontré que Julián no estaba. No regresó hasta el alba. Cuando le pregunté que adónde había ido, se limitó a vaciar los bolsillos del abrigo (que había sido de Miquel) y dejar un puñado de dinero sobre la mesa. A partir de entonces empezó a salir casi todas las noches. En la oscuridad, cubierto con un sombrero y bufanda, con los guantes y la gabardina, era una sombra más. Nunca me decía adónde iba. Casi siempre traía dinero o joyas. Dormía por las mañanas, sentado erguido en su butaca, con los ojos abiertos. En una ocasión encontré una navaja en sus bolsillos. Era un arma de doble filo, de resorte automático. La hoja estaba prendida de manchas oscuras.
Fue por entonces cuando empecé a oír por las calles las historias acerca de un individuo que rompía los escaparates de las librerías por la noche y quemaba libros. En otras ocasiones, el extraño vándalo se colaba en una biblioteca o en la cámara de un coleccionista. Siempre se llevaba dos o tres tomos, que quemaba. En febrero de 1938 acudí a una librería de viejo para preguntar si era posible encontrar algún libro de Julián Carax en el mercado. El encargado me dijo que era imposible: alguien los había estado haciendo desaparecer. Él mismo había tenido un par y los había vendido a un individuo muy extraño, que ocultaba su rostro y al que apenas se le podía descifrar la voz.
—Hasta hace poco quedaban algunas copias en colecciones privadas, aquí y en Francia, pero muchos coleccionistas empiezan a desprenderse de ellas. Tienen miedo —decía—, y no les culpo.
A veces Julián desaparecía durante días enteros. Pronto sus ausencias fueron de semanas. Se iba y volvía siempre de noche. Siempre traía dinero. Nunca daba explicaciones, o si lo hacía, se limitaba a dar detalles sin sentido. Me dijo que había estado en Francia. París, Lyon, Niza. Ocasionalmente llegaban cartas desde Francia a nombre de Laín Coubert. Siempre eran de libreros de viejo, coleccionistas. Alguien había localizado una copia perdida de las obras de Julián Carax. Entonces desaparecía varios días y regresaba como un lobo, apestando a quemado y a rencor.
Fue durante una de aquellas ausencias cuando me encontré al sombrerero Fortuny en el claustro de la catedral, vagando como un iluminado. Todavía me recordaba de la vez que había acudido con Miquel a preguntar por su hijo Julián, dos años atrás. Me condujo a un rincón y me dijo confidencialmente que sabía que Julián estaba vivo, en alguna parte, pero que sospechaba que su hijo no podía ponerse en contacto con nosotros por algún motivo que no acertaba a discernir. «Algo que ver con ese desalmado de Fumero». Le dije que yo creía lo mismo. Los años de la guerra estaban resultando muy prósperos para Fumero. Sus alianzas cambiaban de mes a mes, de los anarquistas a los comunistas, y de allí a lo que viniese. Unos y otros lo acusaban de espía, de esbirro, de héroe, de asesino, de conspirador, de intrigante, de salvador o de demiurgo. Poco importaba. Todos le temían. Todos le querían de su lado. Quizá demasiado ocupado con las intrigas de la Barcelona de la guerra, Fumero parecía haber olvidado a Julián. Probablemente, como el sombrerero, le imaginaba ya fugado y lejos de su alcance.
El señor Fortuny me preguntó si era una vieja amiga de su hijo y le dije que sí. Me pidió que le hablase de Julián, del hombre en que se había convertido, porque él, me confesó entristecido, no le conocía. «La vida nos separó, ¿sabe usted?». Me contó que había recorrido todas las librerías de Barcelona en busca de las novelas de Julián, pero no había modo de encontrarlas. Alguien le había contado que un loco recorría el mapa en su busca para quemarlas. Fortuny estaba convencido de que el culpable no era sino Fumero. No le contradije. Mentí como pude, por piedad o por despecho, no lo sé. Le dije que creía que Julián había regresado a París, que estaba bien y que me constaba que apreciaba mucho al sombrerero Fortuny y que tan pronto las circunstancias lo hiciesen posible, se reuniría de nuevo con él. «Es esta guerra —se lamentaba él—, que lo pudre todo». Antes de despedirnos insistió en darme su dirección y la de su ex esposa, Sophie, con quien había vuelto a reanudar el contacto tras largos años de «malentendidos». Sophie vivía ahora en Bogotá con un prestigioso doctor, me dijo. Regentaba su propia escuela de música y siempre escribía preguntando por Julián.
—Ya es lo único que nos une, ¿sabe usted? El recuerdo. Uno comete muchos errores en la vida, señorita, y sólo se da cuenta cuando es viejo. Dígame, ¿usted tiene fe?
Me despedí prometiéndole informarle a él y a Sophie si tenía noticias de Julián.
—A su madre nada la haría más feliz que volver a saber de él. Ustedes, las mujeres, escuchan más al corazón y menos a la tontería —concluyó el sombrerero con tristeza—. Por eso viven más.
Pese a haber oído tantas historias virulentas acerca de él, no pude evitar sentir lástima por aquel pobre anciano que apenas tenía más que hacer en el mundo que esperar el regreso de su hijo y parecía vivir de las esperanzas de recuperar el tiempo perdido gracias a un milagro de los santos a los que visitaba con tanta devoción en las capillas de la catedral. Le había imaginado como un ogro, un ser vil y rencoroso, pero me pareció un hombre bondadoso, cegado quizá, perdido como todos. Quizá porque me recordaba a mi propio padre, que se escondía de todos y de sí mismo en aquel refugio de libros y sombras, quizá porque, sin él sospecharlo, también nos unía el anhelo por recuperar a Julián, le tomé cariño y me convertí en su única amiga. Sin que Julián lo supiese, le visitaba a menudo en el piso de la ronda de San Antonio. El sombrerero ya no trabajaba.
—No tengo ni las manos ni la vista ni los clientes… —decía.
Me esperaba casi todos los jueves y me ofrecía café, galletas y dulces que él apenas probaba. Pasaba las horas hablándome de la infancia de Julián, de cómo trabajaban juntos en la sombrerería, mostrándome fotografías. Me conducía a la habitación de Julián, que mantenía inmaculada como un museo, y me mostraba viejos cuadernos, objetos insignificantes que él adoraba como reliquias de una vida que nunca había existido, sin darse cuenta de que ya me los había enseñado antes, que todas aquellas historias ya me las había relatado otro día. Uno de aquellos jueves me crucé en la escalera con un médico que acababa de visitar al señor Fortuny. Le pregunté cómo estaba el sombrerero y él me miró de reojo.
—¿Es usted familiar suyo?
Le dije que era lo más cercano a eso que el pobre hombre tenía. El médico me dijo entonces que Fortuny estaba muy enfermo, que era cuestión de meses.
—¿Qué tiene?
—Le podría decir a usted que es el corazón, pero lo que lo mata es la soledad. Los recuerdos son peores que las balas.
Al verme, el sombrerero se alegró y me confesó que aquel médico no le merecía confianza. Los médicos son como brujos de pacotilla, decía. El sombrerero había sido toda su vida hombre de profundas convicciones religiosas y la vejez sólo las había acentuado. Me explicó que veía la mano del demonio por todas partes. El demonio, me confesó, ofusca la razón y pierde a los hombres.
—Mire usted la guerra, y míreme usted a mí. Porque ahora me ve viejo y blando, pero yo de joven he sido muy canalla y muy cobarde.
Era el demonio quien se había llevado a Julián de su lado, añadió.
—Dios nos da la vida, pero el casero del mundo es el demonio…
Pasábamos la tarde entre teología y melindros rancios.
Alguna vez le dije a Julián que si quería volver a ver a su padre vivo, más le valía darse prisa. Resultó que Julián había estado también visitando a su padre sin que él lo supiera. De lejos, al crepúsculo, sentado al otro extremo de una plaza, viéndole envejecer. Julián replicó que prefería que el anciano se llevase la memoria del hijo que había fabricado en su mente durante aquellos años y no la realidad en la que se había convertido.
—Ésa la guardas para mí —le dije, arrepintiéndome al instante.
No dijo nada, pero por un instante pareció que le volvía la lucidez y se daba cuenta del infierno en el que nos habíamos enjaulado. Los pronósticos del médico no tardaron en hacerse realidad. El señor Fortuny no llegó a ver el fin de la guerra. Le encontraron sentado en su butaca, mirando las fotografías viejas de Sophie y de Julián. Acribillado a recuerdos.
Los últimos días de la guerra fueron el preludio del infierno. La ciudad había vivido el combate a distancia, como una herida que late adormecida. Habían transcurrido meses de escarceos y luchas, bombardeos y hambre. El espectro de asesinatos, luchas y conspiraciones llevaba años corroyendo el alma de la ciudad, pero aun así, muchos querían creer que la guerra seguía lejos, que era un temporal que pasaría de largo. Si cabe, la espera hizo lo inevitable peor. Cuando el dolor despertó, no hubo misericordia. Nada alimenta el olvido como una guerra, Daniel. Todos callamos y se esfuerzan en convencernos de lo que hemos visto, lo que hemos hecho, lo que hemos aprendido de nosotros mismos y de los demás, es una ilusión, una pesadilla pasajera. Las guerras no tienen memoria y nadie se atreve a comprenderlas hasta que ya no quedan voces para contar lo que pasó, hasta que llega el momento en que no se las reconoce y regresan, con otra cara y otro nombre, a devorar lo que dejaron atrás.
Por entonces Julián ya casi no tenía libros que quemar. Ése era un pasatiempo que ya había pasado a manos mayores. La muerte de su padre, de la que nunca hablaría, le había convertido en un inválido en el que ya no ardía ni la rabia ni el odio que le habían consumido al principio. Vivíamos de rumores, recluidos. Supimos que Fumero había traicionado a todos aquellos que le habían encumbrado durante la guerra y que ahora estaba al servicio de los vencedores. Se decía que él estaba ajusticiando personalmente —volándoles la cabeza de un tiro en la boca— a sus principales aliados y protectores en los calabozos del castillo de Montjuïc. La maquinaria del olvido empezó a martillear el mismo día en que se acallaron las armas. En aquellos días aprendí que nada da más miedo que un héroe que vive para contarlo, para contar lo que todos los que cayeron a su lado no podrán contar jamás. Las semanas que siguieron a la caída de Barcelona fueron indescriptibles. Se derramó tanta o más sangre durante aquellos días que durante los combates, sólo que en secreto y a hurtadillas. Cuando finalmente llegó la paz, olía a esa paz que embruja las prisiones y los cementerios, una mortaja de silencio y vergüenza que se pudre sobre el alma y nunca se va. No había manos inocentes ni miradas blancas. Los que estuvimos allí, todos sin excepción, nos llevaremos el secreto hasta la muerte.
La calma se restablecía entre recelos y odios, pero Julián y yo vivíamos en la miseria. Habíamos gastado todos los ahorros y los botines de las andanzas nocturnas de Laín Coubert, y no quedaba en la casa nada para vender. Yo buscaba desesperadamente trabajo como traductora, mecanógrafa o como fregona, pero al parecer mi pasada afiliación con Cabestany me había marcado como indeseable y foco de sospechas indecibles. Un funcionario de traje reluciente, brillantina y bigote a lápiz, uno de los centenares que parecían estar saliendo de debajo de las piedras durante aquellos meses, me insinuó que una muchacha atractiva como yo no tenía por qué recurrir a empleos tan mundanos. Los vecinos, que aceptaban de buena fe mi historia de que vivía cuidando a mi pobre esposo Miquel que había quedado inválido y desfigurado en la guerra, nos ofrecían limosnas de leche, queso o pan, incluso a veces pesca salada o embutidos que enviaban los familiares del pueblo. Tras meses de penuria, convencida de que pasaría mucho tiempo antes de que pudiese encontrar un empleo, decidí urdir una estratagema que tomé prestada de una de las novelas de Julián.
Escribí a la madre de Julián a Bogotá en nombre de un supuesto abogado de nuevo cuño con el que el difunto señor Fortuny había consultado en sus últimos días para poner sus asuntos en orden. Le informaba de que, habiendo fallecido el sombrerero sin testar, su patrimonio, en el que se incluía el piso de la ronda de San Antonio y la tienda sita en el mismo inmueble, era ahora propiedad teórica de su hijo Julián, que se suponía viviendo en el exilio en Francia. Puesto que los derechos de sucesión no habían sido satisfechos, y encontrándose ella en el extranjero, el abogado, a quien bauticé como José María Requejo en recuerdo al primer muchacho que me había besado en la boca, le pedía autorización para iniciar los trámites pertinentes y solucionar el traspaso de propiedades a nombre de su hijo Julián, con quien pensaba contactar vía la embajada española en París asumiendo la titularidad de las mismas con carácter temporal y transitorio, así como cierta compensación económica. Igualmente le solicitaba que se pusiera en contacto con el administrador de la finca para que remitiese la documentación y los pagos sufragando los gastos de la propiedad al despacho del abogado Requejo, a cuyo nombre abrí un apartado de correos y asigné una dirección ficticia, un viejo garaje desocupado a dos calles del caserón en ruinas de los Aldaya. Mi esperanza era que, cegada por la posibilidad de ayudar a Julián y de volver a establecer el contacto con él, Sophie no se detendría a cuestionar todo aquel galimatías legal y consentiría en ayudarnos dada su próspera situación en la lejana Venezuela.
Un par de meses más tarde, el administrador de la finca empezó a recibir un giro mensual cubriendo los gastos del piso de la Ronda de San Antonio y los emolumentos destinados al bufete de abogados de José María Requejo, que procedía a enviar en forma de cheque al portador al apartado 2321 de Barcelona, tal y como le indicaba Sophie Carax en su correspondencia. El administrador, advertí, se quedaba un porcentaje no autorizado todos los meses, pero preferí no decir nada. Así quedaba él contento y no hacía preguntas ante tan fácil negocio. Con el resto, Julián y yo teníamos para sobrevivir. Así pasaron años terribles, sin esperanza. Lentamente había conseguido algunos trabajos como traductora. Ya nadie recordaba a Cabestany y se practicaba una política de perdón, de olvidar aprisa y corriendo viejas rivalidades y rencores. Yo vivía con la perpetua amenaza de que Fumero decidiese volver a hurgar en el pasado y reiniciar la persecución de Julián. A veces me convencía de que no, de que le habría dado por muerto ya, o le habría olvidado. Fumero ya no era el matón de años atrás. Ahora era un personaje público, un hombre de carrera en el Régimen, que no podía permitirse el lujo del fantasma de Julián Carax. Otras veces me despertaba a media noche, con el corazón palpitando y empapada de sudor, creyendo que la policía estaba golpeando en la puerta. Temía que alguno de los vecinos sospechase de aquel marido enfermo, que nunca salía de casa, que a veces lloraba o golpeaba las paredes como un loco, y que nos denunciase a la policía. Temía que Julián se escapase de nuevo, que decidiera salir a la caza de sus libros para quemarlos, para quemar lo poco que quedaba de sí mismo y borrar definitivamente cualquier señal de que jamás hubiera existido. De tanto temer, me olvidé de que me hacía mayor, de que la vida me pasaba de largo, que había sacrificado mi juventud amando a un hombre destruido, sin alma, apenas un espectro.
Pero los años pasaron en paz. El tiempo pasa más aprisa cuanto más vacío está. Las vidas sin significado pasan de largo como trenes que no paran en tu estación. Mientras tanto, las cicatrices de la guerra se cerraban a la fuerza. Encontré trabajo en un par de editoriales. Pasaba la mayor parte del día fuera de casa. Tuve amantes sin nombre, rostros desesperados que me encontraba en un cine o en el metro, con los que intercambiaba mi soledad. Luego, absurdamente, la culpa se me comía y al ver a Julián me entraban ganas de llorar y me juraba que nunca más volvería a traicionarle, como si le debiera algo. En los autobuses o en la calle me sorprendía mirando a otras mujeres más jóvenes que yo con niños de la mano. Parecían felices, o en paz, como si aquellos pequeños seres, en su insuficiencia, llenasen todos los vacíos sin respuesta. Entonces me acordaba de días en los que, fantaseando, había llegado a imaginarme como una de aquellas mujeres, con un hijo en los brazos, un hijo de Julián. Luego me acordaba de la guerra y de que quienes la hacían también habían sido niños.
Cuando empezaba a creer que el mundo nos había olvidado, un individuo se presentó un día en casa. Era un tipo joven, casi imberbe, un aprendiz que se sonrojaba cuando me miraba a los ojos. Venía a preguntar por el señor Miquel Moliner, supuestamente siguiendo una rutinaria actualización de un archivo del colegio de periodistas. Me dijo que quizá el señor Moliner podía ser beneficiario de una pensión mensual, pero que para tramitarla era necesario actualizar una serie de datos. Le dije que el señor Moliner no vivía allí desde principios de la guerra, que había partido hacia el extranjero. Me dijo que lo sentía mucho y partió con su sonrisa aceitosa y su acné de aprendiz de chivato. Supe que tenía que hacer desaparecer a Julián de casa aquella misma noche, sin falta. Por entonces Julián se había reducido a casi nada. Era dócil como un niño y toda su vida parecía depender de los ratos que pasábamos juntos algunas noches escuchando música en la radio, mientras yo le dejaba cogerme la mano y él me la acariciaba en silencio.
Aquella misma noche, empleando las llaves del piso de la Ronda de San Antonio que el administrador de la finca había remitido al inexistente abogado Requejo, acompañé a Julián de regreso a la casa en la que había crecido. Le instalé en su habitación y le prometí que volvería al día siguiente y que debíamos tener mucho cuidado.
—Fumero te busca otra vez —le dije.
Asintió vagamente, como si no recordase, o no le importase ya quién era Fumero. Así pasamos varias semanas. Yo acudía por las noches al piso, pasada la medianoche. Le preguntaba a Julián qué había hecho durante el día y él me miraba sin comprender. Pasábamos la noche juntos, abrazados, y yo partía al amanecer, prometiéndole volver tan pronto pudiese. Al irme, dejaba el piso cerrado con llave. Julián no tenía copia. Prefería tenerle preso que muerto.
Nadie volvió a pasar por casa para preguntarme acerca de mi marido, pero yo me encargué de dar voces por el barrio de que mi esposo estaba en Francia. Escribí un par de cartas al consulado español en París diciendo que me constaba que el ciudadano español Julián Carax estaba en la ciudad y solicitando su ayuda para localizarle. Supuse que, tarde o temprano, las cartas llegarían a las manos adecuadas. Tomé todas las precauciones, pero sabía que todo era cuestión de tiempo. La gente como Fumero nunca deja de odiar. No hay sentido ni razón en su odio. Odian como respiran.
El piso de la ronda de San Antonio era un ático. Descubrí que había una puerta de acceso al terrado que daba a la escalera. Los terrados de toda la manzana formaban una red de patios adosados separados por muros de apenas un metro donde los vecinos acudían a tender la colada. No tardé en encontrar un edificio al otro lado de la manzana, con fachada en la calle Joaquín Costa, desde el que podía acceder al terrado y, una vez allí, saltar el muro y llegar al edificio de la Ronda de San Antonio sin que nadie pudiera verme entrar o salir de la finca. En una ocasión recibí una carta del administrador diciéndome que algunos vecinos habían notado ruidos en el piso de los Fortuny. Contesté en nombre del abogado Requejo alegando que en ocasiones algún miembro del despacho había tenido que acudir a buscar papeles o documentos al piso y que no había motivo de alarma, aunque los ruidos fuesen nocturnos. Añadí un cierto giro para dar a entender que, entre caballeros, contables y abogados, un picadero secreto era más sagrado que el Domingo de Ramos. El administrador, mostrando solidaridad gremial, contestó que no me preocupase lo más mínimo, que se hacía cargo de la situación.
En aquellos años, desempeñar el papel del abogado Requejo fue mi única diversión. Una vez al mes acudía a visitar a mi padre en el Cementerio de los Libros Olvidados. Nunca mostró interés en conocer a aquel marido invisible y yo nunca me ofrecí a presentárselo. Rodeábamos el tema en nuestra conversación como navegantes expertos que sortean un escollo a ras de superficie, esquivando la mirada. A veces se me quedaba mirando en silencio y me preguntaba si necesitaba ayuda, si había algo que él pudiera hacer. Algunos sábados, al amanecer, acompañaba a Julián a ver el mar. Subíamos al terrado y cruzábamos hasta el edificio contiguo para salir a la calle Joaquín Costa. De allí descendíamos hasta el puerto a través de callejuelas del Raval. Nadie nos salía al paso. Temían a Julián, incluso de lejos. A veces llegábamos hasta el rompeolas. A Julián le gustaba sentarse en las rocas, mirando hacia la ciudad. Pasábamos horas así, casi sin intercambiar una palabra. Alguna tarde nos colábamos en un cine, cuando ya había empezado la sesión. En la oscuridad nadie reparaba en Julián. Vivíamos de noche y en silencio. A medida que pasaban los meses aprendí a confundir la rutina con la normalidad, y con el tiempo llegué a creer que mi plan había sido perfecto. Pobre imbécil.